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REPRESENTANDO A LA
MUJER DE ÉLITE:
EL DIÁLOGO ENTRE EL
RETRATO Y LA PINTURA
DE GÉNERO EN LOS
INTERIORES DOMÉSTICOS
NOVOHISPANOS
Representando a mulher de
elite: o diálogo entre o retrato e a
pintura de gênero nos interiores
domésticos novo-hispanos
Representing the Elite Woman:
Portraiture and Genre Painting
in Dialogue at New Spanish
Domestic Interiors
Elsaris Núñez Méndez1*
Recibido: 31/01/2016
Aceptado: 18/03/2016
Disponible en línea: 30/06/2016
Resumen
Este artículo examina la producción y circulación de retratos civiles
femeninos en el siglo XVIII en Nueva España. Enfocándose en el papel
del retrato como agente en la formación de identidades individuales
y colectivas, este estudio indaga en las maneras en que los retratos
contribuyen en la construcción de identidades al apelar y representar
valores e ideas relacionadas a conceptos de clase, estatus y género que
circulaban en la cultura dieciochesca novohispana. Específicamente,
este ensayo analiza el modo en que, al utilizar una fórmula visual
tomada de la retratística oficial masculina, los retratos femeninos
involucran al espectador en una interpretación de ciertas convenciones
pictóricas que es específica al género femenino. Por último, este artículo
aborda los efectos de la exhibición de dichos retratos en el proceso
interpretativo que generan, proponiendo el salón de estrado como un
espacio en el que ideas aparentemente contradictorias acerca de la
feminidad son negociadas.
Palabras clave: retratos, pintura de género, Nueva España, interiores
domésticos, biombo
Revista Kaypunku / Volumen 3 / Número 2 / Junio 2016, pp. 15-55
Documento disponible en línea desde: www.kaypunku.com
Esta es una publicación de acceso abierto, distribuida bajo los términos de la Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-Sin
ObraDerivada 4.0 Internacional (http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/), que permite el uso no comercial, compartir, descargar
y reproducir en cualquier medio, siempre que se reconozca su autoría. Para uso comercial póngase en contacto con [email protected]
* Universidad Nacional Autónoma de México. [email protected]
Resumo
O presente artigo examina a produção e circulação de retratos civis
femininos do século XVIII na Nova Espanha. Focando-se no papel do
retrato como agente na formação de identidades individuais e coletivas,
este estudo indaga a forma como os retratos contribuem na construção
de identidades ao apelar e representar valores e ideais relacionados
aos conceitos de classe, status e gênero que circulam na cultura do
século XVIII novo-hispana. Especificamente este ensaio analisa o
modo pelo qual, ao utilizar uma fórmula visual tomada da retratística
oficial masculina, os retratos femininos envolvem o espectador numa
interpretação de certas convenções pictóricas que são específicas do
gênero feminino. Por último, o artigo aborda os efeitos da exibição de
tais retratos no processo interpretativo que geram, propondo a sala de
estrado como um espaço onde as ideias aparentemente contraditórias
acerca da feminidade são negociadas.
Palavras-chave: retratos, pintura de gênero, Nova Espanha, interiores
domésticos, biombo
Abstract
This article examines the production and circulation of secular female
portraiture in eighteenth-century New Spain. Focusing on the role of
portraiture as an agent in the formation of individual and collective
identities, this study delves into the ways in which portraits construct
identities by mobilizing and representing values and ideas related to
class, status and gender that circulated in eighteenth-century New
Spanish culture. Specifically, this essay analyses how while mobilizing
a visual formula borrowed from male official portraiture, society
portraits of elite women engage viewers into an interpretation of
pictorial conventions that is specific to the female gender. Finally, this
article explores the effects of the portrait’s display, in the construction of
meaning by proposing the salón de estrado, as a site where seemingly
contradicting ideas about womanhood are negotiated.
Keywords: portraiture, genre painting, New Spain, domestic interior,
folding-screen
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Y LA PINTURA DE GÉNERO EN LOS INTERIORES DOMÉSTICOS NOVOHISPANOS
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Introducción1
E
l rostro y las manos de Ana María de la Campa y Cos y Ceballos [Figura 1], retratada
por Andrés de Islas en 1776, emergen de un vestido ricamente confeccionado que consigue dirigir nuestra atención hacia la imagen. Este no es un traje sencillo. Esta pieza,
que puede ser identificada como una robe à la française, se presenta como una combinación
de delicadas flores bordadas y numerosas guirnaldas en blanco y rojo cosidas sobre una tela
plateada, tal vez seda o satén, intricados encajes cosidos a las mangas de tres cuartos, busto
y cuello, y finalmente, un par de moños realizados en listón bordado que están también adheridos a cada manga. Complementan este repertorio de detalles ornamentales dos relojes que
cuelgan de la cintura de la mujer y un par de largos pendientes, así como sendos brazaletes
de perlas en ambas muñecas. En la sien derecha la mujer lleva un chiqueador, que habiendo
sido utilizado originalmente con propósitos médicos, en el siglo XVIII en Nueva España fue
adoptado por las mujeres de la élite como una marca cosmética. Igualmente exento de sus
orígenes prácticos, un abanico cerrado en la mano derecha de la mujer se muestra en primer
plano según esta la gira en dirección al suelo. Creando una correspondencia visual con el
abanico, la mujer sujeta con dos dedos de la mano derecha una rosa de color rosado.
La atención a la descripción detallada, así como a la proporción de la figura y su
orientación frontal, consiguen desdibujar el cuerpo de la señora. Junto a dicha abundancia de
elementos decorativos, el atuendo de la dama permite una demarcación esquemática de los
1
Un análisis parecido al aquí presentado fue publicado con el título «El retrato civil femenino: imagen y representación
de la mujer cristiana en la Nueva España (siglo XVIII)» en el volumen Barroco iberoamericano: identidades
culturales de un imperio (Andavira Editora, 2013, pp. 215-230), mismo que contiene las actas del I Simposio
Internacional de Jóvenes Investigadores del Barroco Iberoamericano, celebrado en Santiago de Compostela
(España) en mayo del año 2013 y en el que este avance fue presentado en el panel «Ciudad de las Damas».
A diferencia de lo publicado y evaluado por la Revista Kaypunku, este volumen no contó con ningún tipo de
evaluación por pares ciegos, ni algún otro tipo de dictamen por parte del Comité Científico. El artículo que aquí
se presenta constituye, en una parte, una revisión de esas conclusiones preliminares, especialmente en lo que
concierne al análisis del retrato y se incluyen a fin analizar el diálogo semiótico que habría de surgir entre este
tipo de imágenes y la pintura de género producida en el siglo XVIII en Nueva España. Este tipo de análisis no
figura en la publicación mencionada, y por tanto, es este un trabajo inédito y distinto al anterior.
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REVISTA DE ESTUDIOS INTERDISCIPLINARIOS DE ARTE Y CULTURA / VOL. 3 / NÚM. 2 / 2016 PP. 15-55
Figura 1. Andrés de Islas. (1776). Ana María de la Campa y Cos y Ceballos [Óleo sobre lienzo].
© Banco Nacional de México.
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contornos de su cuerpo, generando así una sensación de rigidez y artificio. Lejos de evocar
una forma naturalista, la silueta de la retratada sustituye a su cuerpo, como en los conocidos
santos de vestir, esculturas de madera en las cuales se tallaba solo la cabeza y las manos de
las figuras y el resto del cuerpo quedaba sugerido a través de vestimentas de tela. El escenario
en el que esta mujer ha sido colocada refuerza dicho efecto de evidente artificio. Por una parte,
las pesadas cortinas que aparecen a sus espaldas, a la izquierda, ocupan cualquier posible
espacio vacío con un volumen de drapeado marrón-dorado. Por otra, la inscripción dispuesta
en la esquina superior derecha activa el fondo neutral pintado en un color ocre oscuro. La
incómoda ubicación de esta inscripción —como si flotara en la superficie— junto a la escasa
distancia que hay entre los dobleces de las cortinas y la espalda de la dama sirven para crear
una relación espacial imposible que nutre en el espectador una conciencia sobre el carácter
ficticio de esta imagen.
«Abrumadores», «pesados» y «acartonados» figuran entre los adjetivos peyorativos
comúnmente utilizados para describir los retratos que siguen las convenciones de esta imagen
de doña Ana María de la Campa y Cos y Ceballos. El uso consistente de esta fórmula ha sido
explicado por académicos como evidencia de la falta de destreza y habilidad para innovar por
parte de los artistas. Este es el caso del renombrado historiador del arte Manuel Toussaint.
En su Arte colonial en México y Pintura mexicana, ambos escritos en la década de 1930 y
publicados en la década de 1960, y referencias ampliamente consultadas, Toussaint propone
un modelo que, haciendo eco de aquel establecido por J. J. Winckelmann, vio la historia de la
pintura mexicana como un proceso evolutivo en el cual la retratística del siglo XVIII se ubicaba
en un período de «decadencia», «debilidad» e «impotencia» (1990, p. 36). Investigadores de
generaciones más recientes han sido menos severos en su valoración de la retratística del
siglo XVIII en Nueva España. No obstante, muchos de ellos se han aproximado a estas obras
como el reflejo visual de la historia de México, dejando así de lado lo que podría ser una
importante y fructífera discusión acerca del retrato como género y práctica en el siglo XVIII.
Por ejemplo, Rogelio Ruiz Gomar ha atribuido su abundancia a la creciente «importancia» que
las mujeres estaban adquiriendo en la sociedad del Virreinato (1999, p. 11). En un catálogo
de exposición reciente, De novohispanos a mexicanos: retratos e identidad colectiva en una
sociedad en transición, los autores ven el retrato como el «espejo de una civilización» o
un «testimonio» que es útil en la «reconstrucción de la historia de los cambios de espíritus,
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valores y mentalidades» (Pérez y Quezada, 2009, p. 14). Así, tratando el retrato como síntoma
de la realidad, estos autores ven los retratos femeninos en cuestión como el reflejo de la
«sociedad novohispana» (Rodríguez, 2009).
El retrato y la producción de significado
Reclamos negativos como los mencionados anteriormente son muestra de las expectativas
que, implícitamente, los académicos han tenido respecto al retrato. Por ejemplo, descripciones
tales como «acartonados», como referencia al carácter plano de estas pinturas, parece
denunciar el modo en que las mismas no cumplen con los estándares de realismo según
los entienden historiadores del siglo XX educados bajo los preceptos de la tradición pictórica
italiana. Por otro lado, acercamientos desde el argumento del «reflejo», como el adoptado por
Ruiz Gomar (1999), están también basados en la presunción de que el retrato provee acceso
directo a aquel que alguna vez fue retratado, al proceso creativo del artista, y, más importante,
a la sociedad a la que artista y modelo pertenecían. Si bien dichos argumentos conducen a
diferentes tipos de conclusiones, estos dos tipos de acercamientos a la producción retratística
del siglo XVIII en Nueva España le asignan un rol pasivo a los retratos que no reconoce, por
cierto, sus funciones culturales y que, finalmente, se dirige hacia interpretaciones no-históricas.
En su interés por ofrecer nuevas formas de entender este género en el siglo XVIII en
Nueva España, este artículo aborda la producción y circulación de retratos civiles femeninos
como procesos que dan cuenta del papel de los retratos como agentes activos en la formación
de identidades individuales y colectivas. Así, este estudio considera el retrato como género
que no es portador de significados, sino que los produce de maneras que son distintas a las de
otros tipos de imágenes. Interesan especialmente las creencias e ideas que los espectadores
llevarían consigo a la hora de enfrentarse a estas imágenes y el modo en el que estos
discursos establecen un diálogo con las convenciones del retrato en el proceso de activación
de significados. De forma específica, se busca analizar la manera en que las imágenes ayudan
a construir la identidad social considerando cómo las convenciones del retrato hacen visibles
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nociones de género más amplias como el honor y la calidad que circulan en otros ámbitos
culturales. El otorgar este tipo de «agencia» a los retratos en el proceso general de producción
de discursos no es arbitrario. La amplia demanda de retratos civiles femeninos sugiere que
existía una actitud positiva hacia estas imágenes que fomentaba la posición privilegiada que
estos gozaron durante el siglo XVIII.
La autoridad de los retratos para interpretar las identidades individuales y colectivas
puede ser entendida si se analizan las nociones y expectativas que tenían los artistas, patrones,
retratados y espectadores contemporáneos respecto a este género. A pesar de la falta de
escritura teórica en torno a la producción de retratos en el Virreinato de la Nueva España,
las ideas propuestas por teóricos influyentes del Siglo de Oro español —Francisco Pacheco
(1564 –1644) y Antonio Palomino (1653 – 1726)— arrojan luz acerca de los modos en que se
producía y se entendía este género en Hispanoamérica. Estos autores coinciden en la idea de
que el principal objetivo del artista al pintar un retrato debe ser la reproducción de la apariencia
del modelo. Por ejemplo, en El arte de la pintura de 1649, Francisco Pacheco (2001) apunta
que «[…] habiendo de faltar a lo parecido, o a lo bien pintado, si no se pueden juntar ambas
cosas, se cumpla con lo parecido, porque éste es el fin del retrato; que es el mismo con que
definimos la imagen, diciendo: que es un material en quien se pasó la figura del original» (p.
526). Asimismo, Pacheco (2001) señala que el logro del parecido depende de la capacidad del
artista para capturar «los perfiles del todo y de las partes», es decir, de la eficacia del pintor al
dibujar con exactitud las facciones de sus modelos (p. 526). Escribiendo casi medio siglo más
tarde, Antonio Palomino en su Museo pictórico y escala óptica (1795) reproduce una noción
similar acerca del objetivo del retrato como queda visto en la distinción que realiza entre el
aprendizaje de la naturaleza y copiar de esta. El pintor que aprende de la naturaleza –dice
Palomino (1795, p. 158)– sabe seleccionar las mejores características y sabe reservarlas en
su memoria para su combinación futura en la pintura. Por otra parte, copiar, como actividad
artística reservada para la producción retratística, conlleva una transcripción directa de lo que
está delante del ojo, de ahí que la perfección del retrato, como afirma Palomino, esté en la total
similitud al original.
Esta noción de realismo, todavía activa entre las audiencias del siglo XVIII, produjo
múltiples efectos tanto en la producción como en la experiencia del retrato en sí mismo. Así
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como Ann Jensen Adams (2009) afirma en relación a la retratística holandesa del siglo XVII,
«el retrato […] presenta las convenciones de la vida y aquellas de la práctica artística en
términos igualmente realistas, y ello funciona para dar la impresión de que ambas se refieren
a alguna verdad externa. Ellas oscurecen o naturalizan este proceso a través de su sujeto, el
cuerpo humano» (p. 52). Haciendo de la veracidad una de sus características intrínsecas, el
retrato evoca de forma vívida la presencia corpórea del retratado al tiempo que manipula su
descripción para enfatizar ciertas cualidades deseables. La presunción de que los retratos
tienen la capacidad de ofrecer un acceso directo a la apariencia de los modelos y su identidad
no es, sin embargo, el único mecanismo mediante el que estas imágenes producen significado.
En los siglos XVII y XVIII, los retratos con frecuencia combinaban una descripción naturalista
con símbolos y signos (Adams, 2009, p. 53). Aun acomodándose a los términos de «lo real», los
retratos participaban dentro de sistemas discursivos más amplios. Como bien señala Adams,
«el significado de un retrato en algún momento dado, como objeto y como imagen, no radica
en el referente externo de sus signos sino que se produce en el infinito número de sistemas de
creencia o conocimientos —a veces llamados discursos— en cuya producción ellos mismos
contribuyen» (Adams, 1997, p. 161). Haciendo eco de Adams, en este artículo se presume que
para los espectadores del siglo XVIII el retrato funcionaba como un medio flexible en el cual la
identidad se construía a partir de recursos visuales, simbólicos y semióticos.
A la luz de estas ideas, este trabajo presenta un caso de estudio de dos retratos que
ejemplifican el repertorio de convenciones pictóricas presentes en la retratística del siglo
XVIII en Nueva España. Enfocándome en el retrato de doña Ana María de la Campa y Cos
y Ceballos y su esposo, me acerco a la relación de los retratos con nociones específicas de
feminidad presentes entre los miembros de la élite novohispana. En primer lugar, consideraré
el modo en que una fórmula visual similar utilizada para representar hombres y mujeres remite
a ideas distintas respectivas al honor y la calidad. En segundo lugar, analizaré el diálogo
que estos retratos de encargo sostienen con escritos pertinentes al asunto de la feminidad
según quedan recogidos en las posiciones de autores moralistas como Juan Luis Vives, fray
Luis de León, y más contemporáneo en el caso novohispano, fray Luis Martínez de la Parra.
Finalmente, consideraré cómo los retratos civiles femeninos generan significado en relación a
otras representaciones visuales femeninas disponibles a la vista en los espacios domésticos.
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La adquisición, comisión, exhibición y mantenimiento de bienes materiales constituyen
ejemplos claros de la estabilidad económica y la posición social de un individuo o de una
familia. Como imágenes destinadas a una exhibición semipública en los interiores domésticos,
los retratos novohispanos del siglo XVIII forman parte de una antigua tradición europea
bajo la cual se consideraba que el despliegue retratístico constituía una materialización del
poder, la dignidad, el linaje y el sentido de identidad propio de un grupo social específico.
Al mismo tiempo, los retratos comisionados compartían su espacio con otros objetos tales
como los biombos pintados. Considerando el rol vital que los espacios de exhibición ocupan
en el proceso interpretativo de los retratos, este ensayo explora, además, los efectos de la
exhibición del retrato en la construcción de significados proponiendo los interiores domésticos
novohispanos, y específicamente el salón de estrado, un espacio en el que las damas recibían
a sus visitantes, como un lugar donde —potencialmente— se negociarían posturas acerca
de la feminidad. A fin de examinar este asunto, traigo a la luz la posibilidad de que algunas
escenas de género en las que figuran mujeres en un contexto festivo, según representadas en
los mencionados biombos, puedan contradecir o bien complementar las ideas sobre estatus y
conducta femenina que son activadas por los retratos.
La vida cultural de los retratos en Nueva España
Así como apunta la historiadora Joanna Woodall (1997, pp. 3-4), el retrato naturalista fue central
para la cultura noble europea del siglo XVI en tanto desempeñó un «rol ideológico vital» al
facilitar el nexo entre el ser humano y la personificación de conceptos abstractos tales como
la majestad del reinado, la valentía de un líder militar o el estatus de una familia. A lo largo del
siglo XVI, este género desarrolló un repertorio de motivos visuales y tropos de significación que
comunicaran ideas relativas al poder, el privilegio y la riqueza. La expansión de la retratística
en el siglo XVII estuvo vinculada, como propone Woodall (1997), a la «reafirmación de los
valores nobiliarios» de las élites, que ya se encontraban, por cierto, transmitidos a través de
las convenciones de estilo y composición (p. 4).
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Teniendo a la producción retratísica aurisecular religiosa, real y civil como sus referentes
inmediatos, la novohispana se practicó con fines ideológicos similares. La circulación de retratos
pintados en Nueva España tiene sus orígenes en las primeras etapas del período de Conquista.
Ya desde el siglo XVI los retratos representativos de los monarcas españoles, arzobispos y
virreyes eran exhibidos en espacios públicos como el Palacio virreinal y el Cabildo (Mínguez,
1995). Los retratos también figuraban como punto focal en muchos trabajos de arquitectura
efímera construidos para celebrar eventos importantes relacionados a las vidas y hazañas
de aquellos retratados (Curcio-Nagy, 2004). Este tipo de exhibición limitada y privilegiada,
junto a ciertas características formales y materiales contribuyeron a forjar la vida cultural de
los retratos en Nueva España en tanto que se vinculaba este género a un conjunto amplio
de imágenes reales. Así como lo ha argumentado Inmaculada Rodríguez Moya (2003), los
retratos oficiales siguen una fórmula tomada de la retratística real española según practicada
por artistas de la corte de los Habsburgo como Tiziano, Diego Velázquez y Juan Carreño de
Miranda. En estos trabajos, los retratados de linaje alto, vestidos con atuendos elegantes,
aparecen a medio cuerpo o a cuerpo entero, generalmente en una vista de tres cuartos, y
ocupan un espacio interior que queda definido por una pesada cortina y un escritorio o mesa,
elementos que quedan acompañados por un escudo de armas. Esta fórmula no solo dirige la
atención del espectador hacia el retratado, sino que también crea un efecto de distancia entre
el que observa y la figura representada.
Sólidamente arraigada en Nueva España desde el siglo XVII, esta fórmula fue utilizada
de manera consistente a lo largo del siglo XVIII. Su éxito se puede atribuir, en parte, a que la
misma facilitó una armonía estilística y compositiva entre imágenes que estaban pensadas
para ser exhibidas en conjunto, siendo este el caso de las galerías de retratos de virreyes
y prelados. La cualidad de fórmula de estas pinturas también debe ser entendida como una
posible estrategia para imbuirlos con un fuerte tono retórico alusivo a las identidades específicas
de sus modelos y de la posición social privilegiada que estos gozaban en el contexto amplio de
la sociedad novohispana. Esta fórmula ofrece entonces un formato para presentar a virreyes y
otros funcionarios españoles en un escenario solemne que, complementado por un atuendo
rico y otros atributos, hacía eco de su vínculo con la Corona española, una idea que ya quedaba
implícita en sus designaciones como funcionarios reales.
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La producción de retratos comisionados en Nueva España se incrementó de forma
notoria durante el siglo XVIII. Tal como lo han señalado Michael A. Brown (2011, 2013) y
Miguel A. Bretos (2004), el auge del retrato puede ser atribuido al hecho de que para esta
época el desarrollo de la industria minera fomentó el surgimiento de una clase emprendedora
compuesta por ciudadanos criollos e inmigrantes españoles que, ante su falta de título nobiliario,
se esforzaron por obtener títulos de hidalguía a través del ofrecimiento de sus favores a la
Corona. Junto a este tipo de cabildeo, los miembros de la élite local buscaron representarse a
través de la fabricación de una persona pública por medio de signos visibles que proclamaran
su linaje y calidad (Carrera, 2003). Como parte de este fenómeno socioeconómico, la élite
novohispana comenzó a decorar los interiores de sus palacetes urbanos con sus propios
retratos pintados. La amplia demanda de retratos sustentó el surgimiento de un repertorio más
amplio de tipos retratísticos. En consonancia con la tradición europea, los miembros de esta
clase comenzaron a formar galerías de linajes para las cuales se comisionaron, en algunos
casos, retratos hablados2 de los ancestros más importantes que servían como ejemplo de
futuras generaciones (Rodríguez, 2009, p. 28). Junto a estos retratos dispuestos en dichas
galerías, también hubo gran demanda por otros tipos de retratos, entre ellos los familiares,
infantiles, de matrimonio y retratos femeninos.
Si bien habría sido una práctica casi exclusiva de la élite noble en centurias previas,
en este momento la comisión de retratos y su exhibición en los interiores domésticos sirvió
para indicar, en términos visuales, la proximidad entre la élite comerciante emergente y la
clase noble. No obstante, la confirmación de la emulación por parte de esta nueva clase de
los valores de la nobleza no solo es patente a través del encargo, sino también en la misma
composición y factura de estas imágenes. Por eso, resulta particularmente revelador el hecho
de que, aun siendo prácticamente obsoletos en España, los artistas novohispanos continuaron
utilizando el modelo del retrato de la Casa de los Habsburgo en la retratística civil ya bien
entrado el siglo XVIII. Como muestra de la continuidad de este modelo podemos nombrar el
retrato de don Juan Xavier Joaquín Gutiérrez Altamirano Velasco [Figura 2], séptimo conde
de Santiago de Calimaya, pintado en torno al año 1752 por el renombrado Miguel Cabrera.
2
Los retratos hablados eran aquellos que se pintaban post mortem, en algunos casos justo después del deceso y
en otros, algunos años más tarde a partir de descripciones orales o literarias.
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Figura 2. Miguel Cabrera (1752 ca.). Don Juan Xavier Joaquín Gutiérrez Altamirano Velasco
[Óleo sobre lienzo]. © Brooklyn Museum, E.E.U.U.
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En este retrato de gran formato, el retratado se presenta en una vista de cuerpo completo,
vestido en un elegante atuendo de corte francés, y ubicado al lado de una mesa, ante un
drapeado rojizo que se despliega frente a un fondo grisáceo. Como es característico de la
retratística civil novohispana, en este caso el retratado está acompañado de un escudo de
armas que indica su pertenencia a un linaje de poderosos aristócratas. Dicho énfasis en la
genealogía del retratado queda, además, reforzado y ampliado en la cartela que ubica en la
esquina inferior izquierda, donde se revela que don Juan Xavier Joaquín Gutiérrez no solo es
conde de Santiago de Calimaya en México, sino también marqués de Salinas del Río Pisuerga
en Castilla, señor de las Casas de Castilla, Sosa, Villa de Verniches, entre otros territorios,
caballero del Sacro Imperio Romano, y funcionario de la Corona en las Filipinas.3
Las mismas convenciones pictóricas que se identifican en este retrato se encuentran
en los de otros miembros de las familias criollas más ricas del virreinato, como por ejemplo
los Sánchez de Tagle, Campa Cos y Berrio de Saldívar. Habiendo sido originalmente utilizado
en España y Nueva España en la producción retratística destinada a representar figuras
masculinas, este esquema compositivo también sirvió como modelo de muchos retratos
femeninos elaborados a lo largo de todo el siglo XVIII. Este tipo de composición, junto a otros
elementos constantes como el atuendo elegante, el semblante grave y pose rígida, facilitó una
sólida consistencia visual en la representación de las damas y sus cónyuges, al tiempo que
servía a la comunicación de nociones de virtud femenina, tan esenciales para la identidad y
estatus de las mujeres de la élite novohispana.
3
La inscripción lee así: «El Sr. Dn. Juan Xa-/vier Joachin Gu-/tierrez Altamirano Velas/co, y Castilla Albornos,Lo-/pez
Legaspy Ortiz de Oraa/Gorraez Beaumont, y Nava-/rra,Luna de Arellano,Cõde/de Santiago Calimaya, Mar-/ques
de Salinas del Rio Pi-/zuerga,Sr. de las Casas d Cas/tilla, y Soza, y delas V illas de/V erninches,y Azequilla,de
Ro-/mancos,y de Azuquequa d Na-/res, Cavallero del Sacro Romano/Imperio, por mro. del Sr. Emperador Car-/los
quinto Adelãtado perpetuo dlas Islas/Philipinas, Contador d S.Mag.d y del Rl./y App.co Tribl. dela Sta. Cruzada;
muriõ/el dia 17 de Junio de 1752, de Edad./de 41as.y 2 meses».
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ELSARIS NÚÑEZ MÉNDEZ
El retrato civil femenino: la producción de la imagen de la dama cristiana
Los retratos civiles femeninos articulan nociones contemporáneas acerca de la feminidad apropiándose de la misma fórmula empleada en los retratos masculinos del mismo tipo. Dando
cuenta de la calidad de las retratadas, estos retratos debieron haber sido interpretados, sin
embargo, dentro de registros sociales que eran específicos al género femenino. La «calidad»,
un término que alude a lo que hoy denominaríamos estatus social, se refería a «una impresión inclusiva que reflejaba la reputación de alguien en un sentido general» (McCaa, 1984, p.
477). Además, la calidad también tenía un componente de especificidad de género en cuanto
los parámetros de conducta eran distintos para hombres y mujeres, y especialmente para
los miembros de la élite. En vista de ello, es posible distinguir en los retratos en cuestión la
confirmación de un modelo de feminidad enraizado en los valores de la virtud, el decoro y la
rectitud. Como se demostrará a continuación, estas prescripciones debieron haber guiado
la interpretación de convenciones como la composición, el escenario, la vestimenta, el semblante, la pose y los símbolos que figuran en estas pinturas de maneras que transformaban
a las retratadas en modelos de una feminidad propiamente cristiana. Por la importancia de la
modestia para las mujeres de la élite colonial, los signos de decoro podrían salvaguardar a la
modelo del riesgo que supondría la autoexhibición que un retrato podría implicar.
En 1776, doña Ana María de la Campa y Cos y Ceballos [Figura 1] y su esposo Miguel
de Berrio y Saldívar [Figura 3]4 fueron retratados en un par de pinturas ejecutadas por dos
artistas distintos, Andrés de Islas, en el caso de la primera, y José Mariano Farfán en el caso del
segundo. Si bien de pinceles distintos, las continuidades formales entre ambas pinturas permiten
acaso considerarlos como retratos pendant. De semblantes serios y cuerpos rígidos, don Miguel
y doña Ana María están representados en vistas de tres cuartos, de pie y ubicados en espacios
interiores que quedan definidos por una pesada cortina recogida hacia un lado. En el retrato de
4
De orígenes criollos, Ana María de la Campa y Cos y Ceballos y Miguel de Berrio y Saldívar descendían de
importantes familias terratenientes del zona norte del Virreinato. En el caso de don Miguel, es conocido que su
familia era dueña de la hacienda de San Diego de Jaral, en el actual estado de Guanajuato. Le fue otorgado el
título de marqués de Jaral de Berrio en 1774, dos años antes de que José Mariano Farfán pintara su retrato. Así,
ambos fueron los primeros en ostentar los títulos adscritos a dicho marquesado, aspecto que parece ser reafirmado y celebrado en estos retratos.
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Figura 3. José Mariano Farfán. (1776). Miguel de Berrio y Saldívar [Óleo sobre lienzo].
© Banco Nacional de México.
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doña Ana María aparece pintado el escudo de armas de su familia sobre la cortina así como
una inscripción pintada al fondo, a la izquierda de la mujer, que revela su nombre completo y los
títulos que esta ostentaba: condesa de San Mateo Valparaíso y marquesa de Jaral de Berrio.
Ambos elementos figuran en el retrato de don Miguel siendo el escudo de un tamaño mayor al
de doña Ana María, y la extensa cartela que lo acompaña indica su nombre completo, títulos,
afiliaciones a órdenes militares y religiosas, fecha de nacimiento, entre otros detalles.
Las similitudes compositivas compartidas por estos retratos garantizaban, cuando
menos, una armonía visual entre dos piezas que, habiendo sido pintadas por manos distintas,
habrían de exhibirse, ante familia, invitados y otros visitantes, en el salón de estrado del palacete
del matrimonio en la Ciudad de México.5 El retrato de don Miguel, por su parte, participa de
lo que fuera ya una tradición novohispana de representar a virreyes y otros funcionarios del
gobierno local de acuerdo al ya discutido esquema compositivo establecido por la Corte de
los Habsburgo y continuada por la de Borbón durante el siglo XVIII. Como bien ha señalado
Inmaculada Rodríguez Moya (2003, p. 59), el uso y apropiación de esta fórmula en el caso de los
retratos de virreyes y funcionarios sirvió como fundamento del retrato político mediante el cual
los comitentes aludieron a su relación con la Corona a fin de validar su autoridad en las Indias. A
pesar del hecho de que, a diferencia de los retratos oficiales, estas dos pinturas debieron haber
sido comisionadas para una exhibición de carácter doméstico, el retrato de don Miguel evoca
de forma contundente esta conexión por varios motivos. Como claras referencias a su poder
y estatus, el retrato incorpora atributos como el bastón de mando, el cual alude a su posición
de autoridad como marqués y conde, y el hábito de la Orden de Santiago con su característica
cruz. La inscripción ofrece a su vez detalles que expanden el significado de estos atributos, es
decir, que don Miguel es el marqués de Jaral de Berrio, conde de San Mateo de Valparaíso,
caballero de la Orden de Santiago, miembro del Consejo de su Majestad en la Real Hacienda
y contador en el Tribunal Real y Audiencia de Cuentas de Indias. A la luz de esta intencionada
inclusión de atributos e información, es posible observar cómo este retrato creaba y reproducía
para su audiencia una versión de la persona pública de don Miguel como ciudadano con el
poder y el estatus para desenvolverse efectivamente en el ámbito de la vida pública.
5
Este palacete es hoy conocido como el Palacio de Iturbide y ubica en la Calle Madero, 17 en la Ciudad de México.
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El retrato de doña Ana María, por su parte, pronuncia su calidad como mujer casada
que pertenece a la élite virreinal al tiempo que señala su decoro y carácter reservado. Como
práctica artística y social basada en la presunción de la semejanza física como equivalente de
identidad, el retrato involucra necesariamente al retratado en un proceso de exposición pública.
El exhibirse a sí misma en una pintura comisionada generaba potenciales riesgos en tanto
que el retrato producía una imagen inmutable de la identidad que estaría a la vista de futuras
generaciones. Además, interpretar, en un sentido teatral, la calidad a través del retrato podría
significar para mujeres como doña Ana María una serie de problemas y severas implicaciones
morales. Desde las etapas tempranas de la colonización de América, las mujeres cumplieron
un papel vital para el proyecto colonial en la medida en que fueron agentes en la retención y
promoción de la cultura y las tradiciones ibéricas (Boxer, 1975, p. 35). El criterio para determinar
el papel y la reputación de las mujeres españolas y criollas dentro de la sociedad novohispana
estuvo orientado, como bien señala Asunción Lavrin (1978, p. 23), por un modelo tradicional
de feminidad basado en valores como el recato, la piedad y el decoro. Las fuentes para este
modelo que fue promulgado en Nueva España a través de instituciones como los colegios
de niñas —como el de las «Viscaínas»— se halla en una serie de tratados prescriptivos que
circularon ampliamente en España y sus territorios desde el siglo XV. Instrucción de la mujer
cristiana de 1523, del humanista valenciano Juan Luis Vives (1936) fue una guía para la
educación de las «vírgenes» y «casadas» cristianas que promovía un modelo de acuerdo al
cual las mujeres debían procurar mantener tres virtudes principales: la castidad, la modestia y
la fortaleza de carácter. Antes del matrimonio, la conservación de su pureza y del honor de su
familia implicaba para una mujer como doña Ana María la «incorrupción de su cuerpo y de su
mente», y la protección de su reputación más allá de los límites del ámbito doméstico (Vives,
1936, p. 35). Así como lo dicta el texto de Vives, las mujeres deberían cursar una educación
moral que les permitiera escapar del mal del mundo, al cual estas eran proclives desde su
nacimiento puesto que eran ellas las herederas del pecado original de Eva (Vives, 1936, p. 69).
Para evitar tal contaminación con las actividades y pensamientos mundanos era necesario
que cultivaran las virtudes de la quietud y el recato, siendo estas las antípodas de la inquietud,
un concepto que en el texto expresa la promiscuidad y la exhibición pública excesiva.
Si bien por medio del retrato se podría incurrir en una transgresión a los preceptos
de conducta femenina, la popularidad de la que gozaron los retratos femeninos como el de
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doña Ana María a lo largo de todo el siglo XVIII sugiere que sus audiencias eran capaces
de reconciliar nociones de virtud femenina con los atractivos que ofrecía este género. Los
retratos individuales como el de la condesa de Valparaíso transformaron a las mujeres en
protagonistas de una ficción basada en la combinación artificiosa de signos y mecanismos
visuales. Estos retratos presentan características que parecen haber tenido un efecto atrayente
en los espectadores, siendo notable, por ejemplo, el modo en que las amplias dimensiones
de estos retratos pudieron haber facilitado la captación de la atención de aquellos aun cuando
los cuadros fueran expuestos en ambientes profusamente decorados. Igualmente, el uso
del óleo como medio para la ejecución de estas pinturas ubica a estas imágenes dentro de
una tradición de retratos pintados ampliamente respetada al tiempo que produce una rica
experiencia visual basada en la descripción naturalista del cuerpo y el atavío del retratado.
La inclusión de símbolos, recursos y esquemas compositivos procedentes de una fórmula ya
conocida provee un vocabulario visual que, aunque conocido, no es portador de significados
intrínsecos. De este modo, el proceso interpretativo de estos retratos admite flexibilidad y
cuenta, sobretodo, con la participación del espectador a la hora de activarse una multiplicidad
de ideas relativas a la identidad del retratado. Este proceso dialéctico, como se demostrará,
pudo haber funcionado a favor de una interpretación positiva del retrato femenino.
La fórmula empleada en el retrato de doña Ana María con toda probabilidad era
considerada obsoleta en España y el resto de Europa al momento de su ejecución a mediados
del siglo XVIII.6 Al presentar a doña Ana María en una vista de tres cuartos, de pie, en un
espacio interior con cortina plegada a sus espaldas, esta fórmula ofrece a la imagen de la
dama, como en el caso del retrato de su esposo, una correlación visual con una tradición de
retratística real que acaso afectó de manera positiva su identidad pública en más de una forma.
Por una parte, este tipo de composición coloca a doña Ana María en un espacio solemne otrora
6
Es de notar que para este momento Francisco de Goya y Lucientes, Luis Paret y Alcázar y otros pintores activos
en España como Anton Raphael Mengs ya habían dejado de utilizar este prototipo a la hora de realizar retratos
femeninos. Como ejemplos de ello es posible nombrar La reina María Luisa con mantilla (1799, Patrimonio
Nacional, Madrid), de Goya; María de las Nieves Michaela Fourdinier, mujer del pintor (1780 ca., Museo del
Prado, Madrid), de Paret y Alcázar, y La marquesa de Llano (1771-1772, Museo de la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando, Madrid), de Mengs.
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reservado a los monarcas, y que la ficción del retrato le permite ocupar con la misma serenidad
y dignidad de aquellos con un linaje más alto. Desde esta perspectiva, el establecimiento
de este paralelismo visual facilitó para la aristocracia novohispana, y especialmente para los
conocidos de su familia, un enaltecimiento, acaso exagerado, de la nobleza de esta mujer.
Dicho reclamo de nobleza es a su vez sugerido por la notoria representación del
escudo de armas que, casi contradiciendo la presunción de realismo adscrita al género pictórico
en cuestión, aparece en posición transversal, sobre un drapeado en marrón dorado, con una
evidente apariencia plana que elimina la posibilidad de verlo como una pieza bordada real que,
de otro modo, asumiría la forma del doblez de la tela. La inscripción en la esquina superior
izquierda genera un efecto similar en la medida en que parece flotar artificialmente en el primer
plano. Este tipo de representación inconsistente y la ubicación extraña de estos elementos apunta
al artificio como principio orientador de la producción de estos retratos, así como a la capacidad
de la audiencia de «leer» estas pinturas a través de varios registros de significación de forma
simultánea. En el caso del retrato de doña Ana María es imprescindible señalar la coexistencia
de una descripción cuyo naturalismo no es puesto en duda, visible en su rostro y manos, con
elementos que no se encontrarían en la realidad. La fusión de dos efectos aparentemente
contradictorios, la representación naturalista y signos con valor iconográfico insertados en la
composición, resulta, sin embargo, en una representación creíble de la retratada que funciona
efectivamente en el proceso de construcción de su identidad pública.
Si bien manteniendo su vínculo con la retratística real, el escenario aludido en la imagen
de doña Ana María genera significados ciertamente distintos. En contraste con la paleta clara
que domina en la representación de su figura, principalmente en tonos blancos, plateados,
cremas, rosados y amarillos, en algunos detalles de su vestido, los matices oscuros utilizados
en la cortina y el marrón del fondo conducen a una identificación inmediata del mismo como
un espacio interior. A pesar de que las semejanzas en el esquema compositivo y la posibilidad
de que ambos hayan sido expuestos en conjunto podría sugerir que ocupan el mismo espacio,
el retrato de doña Ana María carece de la cartela que tiene el retrato de su cónyuge en la
parte inferior, lo que permite que el cuerpo de esta se presente de forma más natural y, por
tanto, aleja a su retrato del carácter oficial del de don Miguel. Además, la ausencia de atributos
alusivos a menesteres oficiales sienta las bases para una interpretación distinta. A la luz de
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estas discrepancias, la alusión a un espacio interior en el caso de una dama con la calidad de
doña Ana María activa, para la audiencia, una serie de presunciones y expectativas vinculadas
a las mujeres de su clase.
Dentro del marco del modelo prescrito en los textos de Juan Luis Vives (1936), fray Luis
de León (1968) y Juan Martínez de la Parra (1789), el espacio evocado por la composición
de esta figura produce, para sus espectadores, una recreación razonable del horizonte de
desplazamiento adscrito a la mujer ideal cristiana. Vista a la luz de este modelo de conducta
femenina, la ubicación de doña Ana María en este escenario la eleva como un ejemplo de la
mujer cristiana que, como propone fray Luis de León (1968), debe permanecer en el interior
de la casa para velar por la conservación de los ingresos de su esposo, la educación de sus
hijos y la preservación de su propia reputación. En este caso, la preferencia implícita de doña
Ana María por el encierro habla no solo de su honor, sino del de su familia. En este sentido,
los escritos de Vives son explícitos al declarar cómo el encierro de una mujer, o en su defecto,
la transgresión del mismo podrían afectar al resto de su familia. Al referirse a la conducta de
una doncella dice: «[…] vuélvase la doncella a cualquier parte desde que haya perdido su
virginidad. Todo se le hará triste, lloroso, dolorido, lleno de espanto y de rabia contra sí misma.
¿Qué dolor es el de los padres? ¿Qué infamia de los parientes? ¿Qué tristeza de los amigos?
¿Qué gemidos de los familiares?» (Vives, 1936, p. 39).
Al representar a doña Ana María en este contexto espacial, que resonaría a su vez en
el espacio en el que la pintura era exhibida, este retrato no solo define el cumplimiento de la
mujer con el precepto del encierro sino que también sirve como recordatorio para otras mujeres
de su clase —que con toda posibilidad visitarían su hogar— acerca de la conducta que las
mujeres de dicha clase debían procurar mantener. Al evaluar el papel que tuvieron los retratos
como el de doña Ana María en producir para su audiencia el concepto del encierro como una
conducta característica de la mujer cristiana, es importante reparar en que este concepto
establecía un binario moral que fue constantemente puesto en vigor por las autoridades
civiles y eclesiásticas en Nueva España durante el siglo XVIII. Nuevas legislaciones y políticas
implementadas por el gobierno Borbón buscaron alcanzar un mayor control y vigilancia sobre
quienes violaran este modelo de feminidad. La visibilidad de las prostitutas y otras mujeres
de morales laxas fue un asunto que preocupó al virrey Revillagigedo y que él mismo intentó
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solucionar con su segundo grupo de reformas de 1794. En su Discurso de la policía de
la Ciudad de México de 1788, Baltasar Ladrón de Guevara (1982), oidor y asesor para el
Consejo de Indias, demuestra una preocupación parecida cuando, al comentar acerca del
carácter peligroso de las calles de la ciudad, menciona que las «mujerzuelas de mala vida» se
exhibían en las esquinas y en las entradas de las pulquerías mientras otras mujeres, que «las
no prostituidas enteramente buscan la oportunidad de que o las conviden o se incorporen con
ellas, los que pasan o entran a beber y de semejante ocasión y provocaciones es inevitable o
inseparable el daño de ofensas a Dios» (p. 67).
El interés público acerca del ejemplo negativo que establecían este tipo de mujeres —
respecto a las cuales las mujeres de la calidad de doña Ana María eran la contraparte— para
el resto de la población se puede observar tan temprano como el siglo XVI. Por ejemplo, en
1576 un grupo de hombres, entre los que figuraban Diego de San Román, Diego García de
Palacios y Jerónimo Romero, fundaron el primer recogimiento de la Ciudad de México para
mujeres españolas que, tras haber trabajado como prostitutas, quisieran reformarse. Desde
esta época hasta principios del siglo XIX, los recogimientos funcionaron como instituciones
destinadas a la reformación de las «mujeres arrepentidas», es decir de aquellas que después
de haber llevado una vida inmoral deseaban renovar sus vidas de acuerdo a los preceptos del
cristianismo, o para aquellas casadas que se encontraban en desacuerdo con sus esposos
(Muriel, 1974, p. 39). Al concebir el encierro como una práctica curativa, los recogimientos
permitían a las mujeres vivir en un ambiente que emulaba la austeridad de un convento, siendo
este un estilo de vida que idealmente las conduciría a reflexionar en torno a sus faltas hacia
sus esposos y sus hijos, y les permitiría perdonar y ser perdonadas por las transgresiones
cometidas en el pasado (Muriel, 1974, p. 58).
Junto a esta interpretación del ambiente que se recrea en el retrato, otros atributos
permiten examinar los modos en los que este retrato —así como otros de su tipo— materializa
ideas específicas acerca del papel de la mujer de su clase como un ejemplo social de rectitud
y decoro. Así, mientras su esposo sostiene el bastón de mando, signo de su autoridad, doña
Ana María sujeta con su mano derecha un abanico ricamente adornado que, manteniendo
su disposición cerrada, parece girar hacia sus pies, al tiempo que sostiene con los dedos
de la mano izquierda una rosa delicadamente pintada de color rosado. Siendo un objeto
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importado de Asia, abanicos pintados como este fueron decorados en Nueva España con
una multiplicidad de escenas que iban desde las de galantería hasta las mitológicas, pasando
por composiciones representativas de eventos políticos de importancia. Como signo de la
sofisticación de sus dueñas en cuanto consumidoras de bienes de lujo, el abanico también era
considerado en el contexto hispánico como un objeto de fuertes connotaciones sexuales en
tanto fungía de «guardián de la vergüenza» (Moreno, 1999, p. 33). Si bien este objeto tendría
fines prácticos como el refrescar la cara de las damas, o simplemente ocupar sus manos
durante un evento social, en su disposición abierta el abanico era utilizado como una especie
de mampara que servía para cubrir las miradas de las damas, así como escudo para rechazar
cualquier acercamiento indecoroso o bien disimular el sonrojo. En la mayor parte de los retratos
—incluido el de doña Ana María— el abanico no se presenta, sin embargo, en disposición
abierta, siendo esta una elección que sacrifica una oportunidad ideal para exhibir la riqueza
decorativa que ostentaban estos objetos. En su lugar, al mantener cerrado el abanico, es
evidente que el gesto que hace la retratada imposibilita cualquier tipo de interacción riesgosa
con aquellos que la rodean, los cuales en este caso son, de forma implícita, los espectadores
de la imagen. En oposición a otros gestos más atrevidos, el abanico cerrado, como convención
pictórica, confirma la honestidad y rectitud de esta señora, al tiempo que proclama ambos
aspectos como cualidades deseables entre las mujeres cristianas. Así como el abanico, la flor
que sostiene doña Ana María se presenta como un elemento de alto valor significativo que
remite a interpretaciones contemporáneas acerca del significado de las flores que van desde
lo decorativo a asociaciones de índole simbólica. De acuerdo a la tradición europea, la rosa
podría remitir a asociaciones marianas.7 Por otra parte, flores como la que sostiene la retratada
aparecen en pinturas del siglo XVII —como en la Mujer con una rosa, de Rembrandt (1660
ca.)— como signo de matrimonio y amor puro. En diálogo con esta tradición, la flor de doña
Ana María podría proponer una narrativa subyacente vinculada al profundo afecto de la dama
por su esposo, mismo que queda manifestado dentro de los límites de la unión socialmente
celebrada que es el matrimonio.
7
Desde las etapas tempranas de la cristiandad, la rosa era conocida por crecer en el Paraíso sin espinas. Tras el
pecado original, la rosa recuperó sus espinas a fin de recordar al hombre los pecados que había cometido y su
caída de la Gracia Divina. En referencia a esta creencia, la virgen María es referida como la «rosa sin espinas»,
epíteto que también alude a su inmaculada concepción.
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La rectitud moral, honestidad y pureza atribuida a las mujeres de la élite quedan
sugeridas a través de otra evidente convención que le ha ganado a estos retratos el adjetivo de
«acartonados». Se trata del semblante serio y la rigidez del cuerpo de las retratadas. El cuerpo
de doña Ana María está configurado en un esquema triangular que solo es interrumpido por el
movimiento de sus manos. La rigidez de su cuerpo encuentra su paralelo en la expresión seria
de la dama del que resaltan sus labios cerrados y su mirada oblicua, si bien directa. De este
modo, el retrato de doña Ana María crea una relación ficticia con el espectador al sugerir que, a
pesar de que esta mira a la audiencia, lo hace con cierta reserva.8 A pesar de exhibirse a través
de la propia práctica del retrato, doña Ana María parece mantener el decoro y la modestia
propios de una mujer de su clase, y especialmente, ante la presencia implícita de su esposo.
Como características recurrentes en muchos retratos femeninos novohispanos de esta época,
la expresión facial y la postura generan una versión estándar, y al mismo tiempo creíble, de
un sentido de introspección psicológica compartida por las mujeres de la misma clase.9 En
este sentido, es importante destacar que a pesar del supuesto realismo que este retrato busca
transmitir, debió haber sido evidente para sus espectadores que la representación del cuerpo
y el gesto de esta mujer respondían a una fórmula genérica. Teniendo en cuenta la repetición
de un esquema en el que la mujer aparece de pie y fijando su mirada al espectador, es de
notar cómo las convenciones pictóricas presentes en este retrato contribuyen a la creación de
un efecto de rigidez y gesto inmóvil que contrasta con lo superfluo del vestido. Este balance
entre el lenguaje corporal de la mujer y su vestido apuntan al potencial de este retrato como
productor de significados que rebasen la descripción mimética o bien una mera celebración
de la suntuosidad.
8
En relación a la noción del retrato como ficción Harry Berger (1994, p. 90) propone que el retrato es la evidencia
visual y material del acto de retratar, de una «ficción», y finalmente, el signo de las nociones y expectativas acerca
de la imagen y su papel como estrategia de autorrepresentación por parte del retratado, la audiencia y el artista.
9
La función del semblante como elemento de alto valor significativo en la retratística holandesa del siglo XVII es
analizada cuidadosamente por Ann Jensen Adams (1997, pp. 158-174) en el artículo The Three-Quarter LifeSized Portrait in Seventeenth-Century Holland. The Cultural Functions of Tranquilitas. En este ensayo, Adams
demuestra cómo la expresión seria, como convención pictórica utilizada en los retratos de tres cuartos, define
para los espectadores contemporáneos el concepto neo-estoico de tranquilitas, un discurso basado en la
búsqueda del autocontrol y la contención de las emociones.
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El gesto de seriedad y la pose estática generan un efecto de distanciamiento con
respecto al espectador que sirve a su vez como confirmación de la distinción y rectitud moral
de la retratada. Esta falta de complicidad con la audiencia evoca la «fortaleza de carácter»
que, como dice Vives (1936), debe ostentar una mujer cristiana para protegerse del mal. En
relación a esto, le aconseja a sus lectoras que a fin de obtener el conocimiento y la discreción,
estas deben evitar la conversación, y particularmente con los hombres: «Enfin, es muy mejor y
más seguro para ti, hija mía, tener muy poquita plática con los hombres y no responderlos sino
muy poco y esto a las primeras palabras, y no muy largas razones. Ni quieras ser ahora con
ello tan cumplida, pues a ti no te cumple, porque no serás tenida por eso por menos discreta
sino por más sabia» (p. 128).
El vestido constituye otro elemento mediante el cual los retratos femeninos novohispanos
negociaron múltiples significados. A pesar de que, como en el caso del retrato de doña Ana
María, la descripción detallada de las texturas y los diseños de los vestidos femeninos pudieran
persuadir al espectador a fijarse en su carácter descriptivo es importante reconocer que
para el período en el que se pintó este retrato el vestido tenía, como señalan Gustavo Curiel
y Antonio Rubial (1999), «un papel fundamental» en cuanto «expresaba actitudes sociales,
era utilizado para exaltar la posición de clase, para promover la seducción entre los sexos o
para manifestar la censura moral sobre el cuerpo» (p. 50). La exquisita descripción de este
vestido, los detalles de cada flor bordada en la tela, la transparencia de los ribetes de encaje
de las mangas y el cuello, junto a las alhajas que porta la dama, refuerzan la lectura de su
«superioridad y distinción» (Meléndez, 2005, p.24). En este retrato y en otros de tipología
similar, esta combinación de elementos de lujo es muestra del gusto de la modelo, así como
de su pertenencia a la élite metropolitana, la cual para esta época había asumido la moda
francesa como signo de sofisticación.
Una postura muy distinta a la novohispana se puede encontrar al otro lado del Atlántico
en la crítica que hace Goya al gusto de las españolas por la moda francesa a través de la
petimetra, de la serie de Los Caprichos (Hontanilla, 2008). Con un tono similar, los sermones
y tratados de moral escritos en la Nueva España por religiosos como fray Antonio de Escaray y
Juan Martínez de la Parra no solo consideraron la ostentación como una práctica degenerativa,
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sino que también la condenaron como una actividad del demonio.10 A pesar de este tipo de
opiniones, la frecuencia con la que los retratos novohispanos aluden al atavío lujoso como
elemento digno de admiración apunta a un alto grado de tolerancia hacia este y, más aún, a
su adopción como signo de identidad entre los miembros de la élite.
Aun siendo vistos por los moralistas como un signo de vanidad, el atavío lujoso fue
considerado en Nueva España como señal de una posición social elevada. Como evidencia de
esta actitud, es útil recordar la carta que escribiera un rico minero español, asentado en Nueva
España, a su hija en la que le solicita que, al llegar a Nueva España, se vista de acuerdo a su
nueva posición social: «Sobretodo mi hija debe vestir en el color que prefiera, pero debe traer
tres vestidos de seda, basquiñas de terciopelo y satén […] y el tocado que a ella le guste»
(como se cita en Baena, 2009, p. 190). Francisco de Ajofrín (1964), fraile franciscano que
viajó a través de la Nueva España, registró una apreciación similar del vestido en su diario
de viaje: «El traje y modo de vestir en la gente principal es casi todo a la española, imitando
los hombres el modo y estilo de los que vienen de la Europa, y las mujeres las modas de las
señoras gachupinas (así llaman a las europeas)» (p. 77).
Si bien el vestido fue un importante instrumento de diferenciación social en el ámbito
de la vida urbana en Nueva España, no fue esta la única connotación que tuvo entre los
espectadores contemporáneos. A diferencia de la falta de vestimentas finas entre las clases
bajas y su asociación a la degeneración, el vestido adquirió durante los siglos XVII y XVIII
fuertes connotaciones acerca de la moral del individuo. Como queda contemplado en el texto
de Vives (1936), la ropa y la cobertura apropiada del cuerpo eran signos importantes del
recato de una mujer. En este sentido, es de notar cómo, aun siendo rico en ornamentación,
el vestido de doña Ana María, al cubrir su cuerpo, la mantiene dentro de los estándares de
decoro adscritos a una mujer casada.
10
Es importante notar que en Luz de las verdades católicas, Martínez de la Parra se refirió a las prácticas de
ostentación como «pompas del Diablo».
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Como queda evidenciado en la discusión del retrato de doña Ana María, los retratos
civiles femeninos realizados en Nueva España exhiben un vocabulario visual que seguramente
no se limitó a significados unívocos. En su lugar, fueron múltiples los factores que incidieron
en el potencial que tuvo el género del retrato para producir significados, tanto para sus
retratados como para su audiencia. A pesar de la falta de testimonios que den cuenta de la
experiencia de ver estos retratos, la popularidad que alcanzó este género durante el siglo
XVIII es prueba de la amplia confianza que le tuvo la élite novohispana y, especialmente a
su capacidad para comunicar y construir un sentido de identidad social. Las convenciones
pictóricas discutidas anteriormente son elementos que alejan a estos retratos de las nociones
modernas de realismo o individualidad. Durante este período las alusiones a una expresión
serena, una pose hierática, una fórmula compositiva, al linaje y a un suntuoso atavío sirvieron
para denotar la pertenencia a una clase social y una cultura común. Estos elementos, carentes
de significado iconográfico en un sentido tradicional, revelan su capacidad para producir ideas,
cuando son vistos desde la perspectiva de los discursos contemporáneos, en este caso de
género y clase. La retratística femenina reafirmó el estatus social de sus retratadas al tiempo
que activó ideas inherentes en las nociones específicas de calidad que circularon en el siglo
XVIII en Nueva España. Por esta razón, es vital subrayar que las ideas y valores no están
—como he intentado señalar— embebidas en el retrato, sino que son activadas por medio de
convenciones pictóricas que se mantienen abiertas a la interpretación de la audiencia.
Negociando feminidades: el retrato y la pintura de género en el salón de
estrado
El retrato, como práctica artística y social, funciona dentro de un espacio de representación
que es, en cierto sentido, incierto. Las convenciones pictóricas, formato y técnica se conjugan
en la retratística civil femenina novohispana a fin de producir signos y efectos visuales que
apelen a una audiencia prácticamente homogénea al evocar un repertorio de ideas relativas al
estatus, clase e identidad de género. La fluidez de significado que admite este género pictórico
es posible no solo mediante los elementos formales y figurativos que definen a un retrato
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como tal, sino también por la exhibición de la imagen en contextos espaciales específicos.
Teniendo ello en cuenta, en lo que prosigue se explorará el modo en que estas imágenes
producen significado en relación a otras representaciones existentes en el ámbito doméstico,
especialmente aquellos realizados en una escala, medio y técnica similares. Propongo pues un
ejercicio interpretativo basado en un hipotético —si bien históricamente posible— encuentro
visual entre los retratos en cuestión y escenas de género con representaciones femeninas
pintadas en biombos. Este encuentro habría de producir un diálogo semiótico en el cual dos
visiones aparentemente contradictorias de la feminidad serían negociadas a fin de generar
una definición compleja de la identidad de género de las mujeres de la élite novohispana.
A propósito del caso europeo, Marcia Pointon (1993) ha señalado que «el retrato fue
parte orgánica de los grandes interiores barrocos de las casas privadas […] que también
marcó los espacios más íntimos y familiares de las grandes casas del siglo XVIII» (p. 20). La
exhibición de retratos en salones específicos considerados como los más apropiados para
la muestra de este tipo de imágenes cumplió un papel vital en el proceso de recepción de
este género. Siendo utilizados como punto focal en estancias reservadas para la recepción
de visitantes, los retratos sirvieron, con frecuencia, en la articulación de historias familiares y
jerarquías nacionales (Pointon, 1993, p. 20). De este modo, la exhibición contribuyó, mano a
mano, con las convenciones pictóricas para dotar a los retratos de una posición privilegiada
en la jerarquía de pinturas, objetos y mobiliario utilizado para evocar el estatus económico de
una familia. Estancias elegantemente decoradas con objetos de lujo creaban no solamente un
ambiente favorable para la observación de estos retratos, sino que también forjaron el modo
en que estas pinturas generaban discursos culturales.
Como en Europa, los interiores domésticos novohispanos, y particularmente aquellos
espacios destinados a un acceso semipúblico, fueron decorados y amueblados con objetos
finos, con frecuencia de origen asiático o bien piezas de artesanía local, a fin de hacer explícita
la riqueza de sus dueños, quienes en muchas ocasiones pertenecían a la recién formada élite.
En Hispanoamérica —como propone Stratton-Pruitt (2013, p. 114)— no solo fueron las mujeres
las dueñas de obras de arte, sino que cumplieron un papel fundamental en la colocación de
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las mismas en el hogar.11 A pesar de que no ha sido un tema estudiado a profundidad, se ha
sugerido que uno de los salones más prominentes utilizado con este tipo de propósitos fue
el salón de estrado. Manteniendo sus orígenes islámicos, este fue originalmente un salón
para sentarse que tuvo una plataforma elevada y de madera, cubierta con finos tapetes
sobre los cuales se colocaban cojines para mayor comodidad. El estrado —tradicionalmente
considerado como un espacio femenino— fue utilizado como un salón de recepción en el cual
las damas de la casa establecían su autoridad social mediante un protocolo rígido y formal
que incluía el servicio del chocolate, el tabaco y otros manjares a sus visitantes (Curiel, 2002,
p. 26; Donahue-Wallace, 2008, p. 195; Rivas-Pérez, 2013).
En su origen, aquellas damas que eran invitadas a visitar el salón de estrado tomaban
asiento en cojines, mientras que los hombres se sentaban en sillas o canapés. A fines del siglo
XVIII, sin embargo, con la llegada de la moda del vestido de corte imperial, esta disposición
cambió y los cojines fueron reemplazados por mobiliario de madera que, siendo realizado en
talleres locales, en muchas ocasiones reprodujo estilos como el Chippendale, o bien emuló
técnicas asiáticas como la pintura en laca y los enconchados (incrustaciones en madre perla),
o se optó por técnicas decorativas delicadas como la madera embutida. Entre las piezas que
se hallaban en los estrados figuran las sillas en varios tamaños y anchuras, bufetes, bufetillos,
baúles, papeleras, escritorios, escabeles y taburetes (Paz, 1990; Bejarano y López, 1996).
Otros elementos decorativos exhibidos en este espacio incluyen piezas de orfebrería, tapetes
orientales, terciopelos españoles o italianos, relojes europeos, cristal veneciano, mosaicos
de plumas, bandejas de laca de Michoacán, espejos, mesas con tope de piedra de Tecali,
tejidos teñidos en rojo de cochinita de Campeche, piezas decorativas en plata, y jarrones de
porcelana china (Curiel, 2002, p. 24). Junto a este repertorio de objetos de lujo, pinturas que
representaban temas seculares como las escenas de género, narrativas mitológicas y retratos
también contribuyeron a evocar la opulencia de las familias.
11
En su ensayo para el catálogo de la exposición Behind Closed Doors. Art in the Spanish American Home, 1492
- 1898 (The Monacelli Press, 2013), Suzanne Stratton-Pruitt presenta un análisis del asunto de las pinturas religiosas y su ubicación en las casas hispanoamericanas a propósito del que menciona brevemente el papel que
cumplieron las mujeres como vehículos para la llegada de este tipo de pinturas como parte de sus dotes.
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Catalogados en inventarios contemporáneos como muebles, los biombos formaron
parte del repertorio de representaciones visuales pintadas disponibles a la vista de los
visitantes del salón de estrado. Los biombos, nombrados así a partir de la palabra japonesa
«byo-bu» en alusión a su función como protector ante las corrientes de viento que invadían el
interior de las casas, gozaron de gran popularidad en Nueva España en los siglos XVII y XVIII.
Como se ha apuntado antes, el surgimiento del gusto por estas piezas se ha atribuido a dos
factores principales. Por una parte, estos eran considerados como objetos de prestigio por su
uso como regalos diplomáticos por parte del shogunato japonés, como en el caso de aquel
enviado por el shogun Tokugawa Ieyasu al virrey Luis de Velasco en 1614, el cual fue recibido
por el marqués de Guadalcázar y virrey de la Nueva España Diego Fernández de Córdoba
(Curiel y Rubial, 1999, p. 17). Por otra parte, y tal vez como motivo más importante, la llegada
de estas piezas, junto a cerámica, textiles y otros bienes de lujo, a través de la ruta del Galeón
de Manila sentó las bases para su consumo fuerte y prolongado entre la élite novohispana
(Curiel, 2007; Sanabrais, 2009; Castelló y Martínez del Río, 1970).
La proliferación de biombos, como ha sido apuntado por Gustavo Curiel (2007), ha
quedado evidenciada en los inventarios de bienes, así como en otros documentos notariados
fechados de 1617 en adelante hasta el siglo XVIII. Las listas transcritas y citadas por Curiel
demuestran que en el siglo XVII fue frecuente encontrar biombos importados desde China
y Japón, mientras que otros fueron hechos y pintados en talleres locales «al remedo del
maque», es decir, imitando la laca. Otras piezas referidas en estos inventarios sugieren que
otros biombos presentaron un diverso repertorio de temas y estéticas, especialmente aquellos
que emplean motivos procedentes de la tradición europea. Algunos de estos recurren a un
lenguaje alegórico, como aquellos referidos en las listas con el título de «Las cuatro partes del
mundo», mientras que otros aluden a temas mitológicos, como aquellos que representan la
Fábula de Píramo y Tisbe (inventariado en 1652) y las Nueve musas (inventariado en 1689).
Si bien en muchos casos la autoría de estos biombos es desconocida, piezas atribuidas al
pintor Juan Correa (Las cuatro partes del mundo, Museo Soumaya, Ciudad de México; Los
cuatro elementos y las artes liberales, Museo Franz Mayer, Ciudad de México) sugieren que
estos pudieron haber sido hechos en talleres locales, siendo esta una hipótesis que queda
respaldada por la ubicuidad de los biombos pintados durante las últimas décadas del siglo
XVII y a lo largo de todo el siglo XVIII.
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El gusto por los biombos pintados, la mayoría de ellos realizados al óleo sobre lienzo,
impactó no solo su consumo sino también la apropiación del biombo por parte de los artistas
locales, quienes demostraron ser hábiles en la adaptación de nuevas iconografías a un formato
ya ampliamente conocido. Los biombos representativos de vistas corográficas de la Ciudad
de México, de un lado, y escenas de la batalla de la Conquista, del otro, son particularmente
reveladores de la capacidad de los artistas para elaborar iconografías locales e históricas en un
formato amplio y un soporte aparentemente dinámico. De igual forma, ya hacia el final del siglo
XVII, es posible encontrar piezas que muestran un interés en evocar momentos específicos
de la vida urbana mexicana con un gran sentido de inmediatez. Este es el caso del biombo de
la colección del Museo de América (Madrid, España) que representa el momento en el que el
cortejo de un virrey pasa frente a la fachada del palacio virreinal, y también el del biombo que
representa una festividad pública, titulado posteriormente Biombo con desposorio indígena y
palo volador (Los Angeles County Museum, Los Ángeles, EE.UU.).
El grupo de biombos existentes fechados del siglo XVIII sugieren cierta continuidad en el
uso de composiciones que apelan a un sentido de «lo cotidiano». Entre estas piezas, es interesante
resaltar aquellos biombos que han sido interpretados por los estudiosos como episodios de ocio
y cortejo. De este tipo, se han localizado cerca de una docena cuya autoría es aún desconocida.
Curiel y Rubial (2009) han interpretado estos como ilustraciones de las elegantes y exclusivas
tertulias donde los miembros de la élite se reunían a bailar y conversar. Atribuido por parte de
políticos contemporáneos y escritores como un síntoma del afrancesamiento de México, para
la segunda mitad del siglo XVIII la vida social de la Nueva España experimentó importantes
cambios que liberaron a las élites de la vida monótona y austera del siglo XVII (Viqueira, 2004,
p. XV). Los cafés, paseos y bailes figuraban entre las actividades de ocio preferidas por la élite.
A fin de evitar el continuo estado de desorden de las calles de la ciudad, para este momento
la élite mexicana optó por las reuniones en estancias localizadas en las afueras de la ciudad,
como aquella en San Agustín de las Cuevas (Tlalpan), y por los paseos alrededor del perímetro
de las alamedas (parques creados específicamente para este propósito), o bien alrededor de los
bancos de algún río o de canales de agua como el de La Viga.
Por su cariz espontáneo y relajado, estas escenas han sido consideradas como una
instancia no antes vista en la pintura novohispana. Su aparente, y ampliamente defendida,
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falta de modelos en el arte europeo han llevado a autores como Rubial y Curiel (1999) a
proponer lecturas algo literales de estas imágenes, mientras otros como María Concepción
García Sáiz (2002) ha defendido su falta de relación con otras tradiciones pictóricas. No
obstante, el aparente realismo con el que estas imágenes han sido producidas ha de ser
reconsiderado.12 Como en cualquier proceso de producción visual, el de estas escenas no está
exento de criterio ni discurso, y por el contrario, opera en complejos registros de significación
que trascienden el de la ilustración directa de lo contingente. En otras palabras, no se trata
de «instantáneas» de una serie de eventos, sino precisamente de representaciones de un
imaginario que acaso guiña la realidad. Por eso, así como se ha observado y analizado a
propósito de la pintura de género producida en otras geografías, en Nueva España se retoman
y se reelaboran convenciones pictóricas, acaso tomadas de las pinturas de género francesas
e italianas, a fin de apelar al gusto de una élite que, ávida de novedad, quería representarse
en una sofisticada —y plausible— ficción.
Haciendo a un lado cuestionamientos acerca de la intencionalidad de estas
representaciones o bien de su exactitud como ilustraciones de reuniones verdaderas llevadas
a cabo en las afueras de la Ciudad de México, mi interés radica, por el contrario, en indagar en
torno al modo en el que estos biombos pintados habrían de dialogar, en términos semióticos,
con los retratos en el salón de estrado. Siguiendo los modelos de grabados franceses
representando las conocidas fêtes galantes en el estilo de aquellas pintadas por artistas
como Antoine Watteau, Nicolas Lancret y Jean François de Troy,13 muchos de estos biombos
presentan, en un tono bucólico, hombres y mujeres bailando, tocando música, jugando a las
cartas, bebiendo, o bien paseando en ambientes ajardinados.14 Por ejemplo, en el Biombo
12
Utilizo el concepto de «reconsideración» como referencia a la valiosa contribución de los historiadores del arte
Svetlana Alpers, Wayne Franits y Eric J. Sluijter a la comprensión de la pintura de género holandesa del siglo XVII, y
especialmente al cuestionamiento que plantean en relación a su realismo y sus posibles significados (Franits, 1997).
13
Para ejemplos de estas escenas referirse a: Nicolas Lancret, Baile ante una fuente (1724), Antoine Watteau,
Fiesta veneciana (1717); y Jean François de Troy, Declaración de amor (1731).
14
Entre los biombos con escenas de este tipo es preciso considerar: Anónimo. Garden Party on the Terrace of a
Country Home. Óleo sobre lienzo. Museo de Arte de Denver (EE.UU.); Anónimo. Biombo con la escena de un
sarao en una casa de campo de San Agustín de las Cuevas. Óleo sobre lienzo. Museo Nacional de Historia
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Figure 4. Biombo con escenas campestres [Óleo sobre lienzo]. (Siglo XVIII). © Museo Franz Mayer, Mexico.
con escenas campestres [Figura 4] del Museo Franz Mayer (Ciudad de México) queda
representado un grupo de figuras que pasean en un ambiente exterior que queda sugerido,
a su vez, por la presencia de flores, árboles, pájaros en vuelo y un cuerpo de agua en el
fondo. La escena genérica es dotada de un sentido local a través de la inclusión de figuras
ataviadas de acuerdo a la moda preferida por la élite novohispana y, como detalle de especial
importancia, las mismas están representadas acorde con las convenciones de la retratística
de la época. Por ejemplo, la mujer en el segundo panel de izquierda a derecha lleva un vestido
de estilo francés que es similar al visto en el caso del retrato de doña Ana María de la Campa
y Cos y Ceballos. En este caso, el artista ha sido particularmente atento a la hora de ofrecer
una descripción cuidadosa de la decoración de las telas al enfatizar, por ejemplo, el brillo de
los hilos dorados de la flor bordada, y la transparencia de los encajes adheridos a las mangas,
el cuello y el petillo del vestido. La mujer también utiliza brazaletes de perlas y de oro en ambas
muñecas, así como aretes y collar de este último material, y un chiqueador en la sien derecha.
Los semblantes y las posturas de las figuras representadas en este biombo recuerdan a las
(México); Anónimo. Cortejo y recreo en una terraza de una casa de campo. Óleo sobre lienzo. Colección privadaCiudad de México.
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de los retratos en cuanto las figuras femeninas mueven sus brazos y manos en direcciones
opuestas (por ejemplo, un brazo hacia la parte baja de su cuerpo, mientras el otro se mantiene
cerca del pecho) creando así un lenguaje corporal similar al utilizado en el retrato de doña
Ana María. La dama en el noveno panel, de izquierda a derecha, es presentada de pie en una
posición que, junto a la silueta triangular del vestido, genera el tipo de efecto hierático hallado
en retratos femeninos contemporáneos. La mirada oblicua que prevalece en los rostros de las
tres mujeres pintadas en este biombo se presenta como una convención propia de los retratos
que genera, también en este caso, un contacto visual implícito y discreto con el espectador.
Al combinar aspectos de la retratística y la pintura de género, este biombo invita a una
lectura narrativa de la composición que lo adorna. La organización de las figuras en parejas de
hombres y mujeres, ubicadas en los paneles 2-3, 5-6 y 8-9 (de izquierda a derecha), así como
los particulares gestos y miradas que estos exhiben despierta nuestro interés en las relaciones
que existen entre ellos. El caballero en el tercer panel parece caminar con gran elegancia y
gallardía hacia la mujer del segundo panel, mientras que el del sexto panel gira su cabeza hacia
la mujer del quinto en tanto este señala con su mano derecha en dirección al cuerpo de agua.
Por su parte, al inclinar su cabeza hacia la izquierda, el caballero del noveno panel parece
mirar directamente a la dama que está frente a él. Las correspondencias cromáticas en el
atavío de estos tres pares también los vinculan visualmente. Los gestos, miradas y vestimenta
de estos hombres y mujeres parecen relacionarlos de una forma algo imprecisa. Las parejas
parecen estar participando de una dinámica de cortejo, o tal vez puedan ser parejas casadas
disfrutando de alguna actividad de ocio. En cualquier caso, al representar a mujeres y hombres
juntos en un contexto de disfrute relajado o amatorio, esta escena parece contradecir los
preceptos del modelo de mujer cristiana que vimos relacionado a la retratística. Lo mismo se
podría decir en relación al ambiente exterior aludido en el biombo. Repleto de árboles, flores
de varios colores, pájaros volando, nubes, y un riachuelo con aguas que discurren, dicho
ambiente recrea, dentro del ámbito doméstico, la atmósfera de un jardín que, habitado por las
figuras y complementado por elementos arquitectónicos como la cabaña del noveno y décimo
panel y la edificación con cuatro ventanas en el primero y segundo panel, parece desdecir el
concepto del encierro con una imagen de movilidad y visibilidad femenina. El mundo exterior,
lejos de ser un espacio amenazante, se presenta aquí como uno placentero en el que tanto
hombres como mujeres pueden disfrutar.
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Si bien no resulta el formato más adecuado para la fabricación de una afirmación del
poder, el linaje y la calidad en un sentido explícito y personalizado, el biombo, como objeto de
consumo, y las imágenes representadas en estos juegan un papel implícito en la definición
de una identidad de clase. El hecho de ser el dueño de este biombo de diez paneles con
bordes de cordobán dorado, decorado con finos diseños repujados y, más aún, exhibirlo en
el salón de estrado constituye un signo de riqueza y de participación en una práctica social
que era exclusiva para los miembros de la élite metropolitana. De igual forma, al evocar las
actividades de ocio de la élite, las cuales a diferencia de las practicadas por las clases bajas,
también conocidas como «jamaicas», eran aprobadas por las autoridades civiles, este tipo
de escenas de género producían para los miembros de esta clase una fantasía visual que
jugaba a su favor a la hora de reafirmar su superioridad y sofisticación.15 Estos biombos, con
su implícito resquebrajamiento del encierro, anuncian el desarrollo de una actitud favorable
hacia los modos modernos de recreo urbano, en el que las mujeres eran reconocidas como
participantes activas. Tomando elementos de la retratística, las figuras representadas en
los biombos mantenían la apariencia de calidad propia de estas mujeres; sin embargo, el
traslado a un nuevo contexto espacial y social enriquece y complica las nociones de identidad
femenina que los retratos civiles aún reproducían. Siendo extendidos como atractivos fondos
en el estrado, estos biombos, y las escenas pintadas sobre sus superficies, se convirtieron,
con toda seguridad, en objetos de conversación y reflexión en torno a estos y otros temas.
15
Como parte de las nuevas políticas de la administración de los Borbones acerca de las reuniones entre ciudadanos, las jamaicas, o fiestas convocadas con el objetivo de recaudar fondos para la caridad, fueron objeto de
desconfianza por parte de las autoridades puesto que la gente que asistía a ellas era considerada «sacrílega» y
los ritmos «escandalosos» que en ella se tocaban, como los fandangos, chucumbés y pan de jarabe, provocaban
el contacto físico entre hombres y mujeres (Viqueira, 2004, p. 123).
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Conclusión
El auge de la producción de retratos civiles durante el siglo XVIII en Nueva España evidencia
la adopción de estas imágenes como signos de distinción social entre los miembros de la
nueva élite. Como queda demostrado en el estudio de caso presentado, en lugar de reflejar
pasivamente la identidad de los retratados, los retratos eran agentes activos en la definición de
identidades individuales y colectivas al comunicar ideas acerca de la clase social, el estatus y el
género. Esto era logrado a través de un proceso interpretativo que involucra a los espectadores
en una lectura flexible de la imagen. Mientras replican una formula utilizada en la retratística
oficial masculina, los retratos civiles femeninos articulan las identidades de sus modelos en
formas que son específicas a su género. La combinación de convenciones pictóricas como
la fórmula compositiva, la postura rígida, el semblante grave y el atavío elegante contribuía
a definir la calidad de las mujeres de la élite novohispana en consonancia con los preceptos
de rectitud, modestia y decoro. De igual forma, los retratos femeninos en cuestión producen
significado en una relación dinámica con otras representaciones pictóricas presentes, entre
otras estancias, en el salón de estrado, y particularmente en las escenas de género pintadas
en los biombos. Al representar una imagen menos rígida de las mujeres de la élite, la presencia
de estos biombos podría haber complicado la interpretación de los retratos, resultando así en
una negociación entre dos nociones contradictorias de feminidad.
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REPRESENTANDO A LA MUJER DE ÉLITE: EL DIÁLOGO ENTRE EL RETRATO
Y LA PINTURA DE GÉNERO EN LOS INTERIORES DOMÉSTICOS NOVOHISPANOS
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Elsaris Núñez Méndez
Magister en Historia del Arte por la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign (EE.UU.)
y Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Puerto Rico. Ha sido becada por el
Colegio Graduado de la Universidad de Illinois (2010 – 2012) y por el Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología (CONACYT) de México (2014 – al presente). Fue asistente curatorial en
el Museo de Bellas Artes de Boston (EE.UU.) para la exposición Made in the Americas. The
New World Discovers Asia. Es co-autora del libro La catedral de Puebla. Una mirada (2015),
así como de artículos y capítulos para publicaciones especializadas. Es alumna del doctorado
en Historia del Arte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma
de México.
ISSN: 2410-1923
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