LOS VACÍOS Todos los habitantes de Claro de Bosque se hallan

Transcripción

LOS VACÍOS Todos los habitantes de Claro de Bosque se hallan
LOS VACÍOS
Todos los habitantes de Claro de Bosque se hallan inmersos en la más asombrosa
alegría, secundada por las fiestas y bailes que se están organizando en estos
últimos días. ¿Por qué? Se preguntarán los reinos vecinos, demasiado lejos para
enterarse de la espléndida noticia. Pues simplemente, porque ya tienen a una
sucesora al trono, aquella que, cuando sea mayor, gobernará Claro de Bosque con
justicia y paz, como hicieron sus antecesores.
La reina Medea había quedado estéril hacía muchos años, y el pueblo se había
resignado a que el siguiente gobernante fuese un aristócrata forastero. Pero, sin saber
cómo, la reina había dado a luz la semana pasada a una hermosa niña a la que nadie
había visto todavía.
Lejos de la plaza y de las alborotadas calles del reino, en el palacio real, se
desarrollaba un panorama completamente distinto al de los ciudadanos. En una de las
dependencias del palacio, la reina Medea sollozaba amargamente, el rey trataba de
consolarla, varios consejeros y médicos discutían y el ama de cría sostenía al bebé en
brazos, cubierto de mantas.
El motivo de tanta desesperación era, que en ese momento, la reina se había
enterado de que su adorada hijita era una Vacía.
Los Vacíos eran escasos en los reinos, pero de vez en cuando, la mala suerte
maquinaba una malévola sorpresa y transformaba un precioso bebé en un Vacío.
Los Vacíos, como su propio nombre indica, estaban vacíos, de cuerpo y de mente.
Carecían de personalidad, eran mudos, sordos y ciegos, principalmente porque no
poseían ni orejas, ni ojos, ni boca. Cuando se hacían mayores, se dedicaban a
vagar por ahí, asustando a los vecinos. Eran calvos, y tampoco poseían nariz ni pelo
en el cuerpo.
La reina exhaló un profundo suspiro y se tragó el llanto.
-Rosa, tráeme al bebé.- ordenó.
El ama de cría obedeció. La monarca contempló la cara vacía y sin facciones de su
hija. Aquella niña nunca hablaría, ni vería, no contactaría con el mundo exterior.
Aquel pensamiento la entristeció otra vez.
-Tenemos que hacer algo.
-Pero querida, es una Vacía.- repuso el rey.- Y el hada que te curó lo dijo bien claro.
Sólo un niño.
-Tenemos que hacer algo por nuestra hija, a la que llamaremos Trinn, que en clariano
significa: “La que se curará”.
-Pero, ¿Qué haremos?
-Preguntar. En nuestro reino viven toda clase de criaturas sobrenaturales,
¿No? Seguro que nos pueden ayudar.
Y así fue como los reyes empezaron a indagar.
-Vayamos a la biblioteca.- sugirió el rey.
-Allí no habrá nada.- suspiró la reina.- ya lo habríamos encontrado.
-Puede que no.
Cuando
llegaron,
admiraron
las
altas
estanterías
repletas
de
libros,
y
empezaron a buscar. Tras varios angustiosos minutos, la reina exclamó:
-¡Aquí!
La mujer sacó un grueso tomo polvoriento oculto entre dos filas de libros. En su portada
rezaba: “Guía de enfermedades sobrenaturales”. Pasaron las quebradizas hojas
rápida y angustiosamente, ávidos de información. De pronto, el rey tomó del brazo
a la reina y señaló la página abierta. Los dos leyeron silenciosamente: “Para curar a
un vacío, se necesita a varias criaturas con rasgos llamativos para cada parte del
cuerpo”
-¡Necesitamos las cualidades de varias criaturas y que puedan otorgárselas a Trinn!
¡Buena vista, excelente oído, magnífico olfato…!
-¡El bufón! ¡Habla y ríe muy bien, y tiene una gran boca!
-¡Perfecto!
Acto seguido, los reyes bajaron las escaleras hasta la planta baja, los aposentos de
los sirvientes. Los criados, aunque extrañados de encontrarse a los reyes allí, les
indicaron la habitación del bufón.
Tocaron a la puerta, y el cómico les abrió, muy extrañado. En la habitación, los reyes le
relataron brevemente la historia, y la remataron con un:
-Por favor, pasa tus cualidades. Pasa tu luz.
-Lo intentaré, sus majestades.
Acto seguido, cerró los ojos y abrió la boca. Alzó las manos, y allí se materializaron
dos pequeñas llamas de luz. Abrió los ojos y las esparció por el cuerpo de la
princesita, a la que habían traído consigo, y la colmó de sus dones y valores.
En el rostro vacío de la niña se creó una pequeña boquita sin dientes, que estaba
permanentemente sonriendo. La reina lloró de emoción. Le dieron las gracias al bufón
y salieron corriendo.
Después de una corta discusión, acordaron ver a Frida, la cocinera real. Era famosa
por detectar veneno en cualquier tipo de comida y supusieron que le podrían pedir su
olfato. Cuando llegaron a las cocinas, la operación fue la misma. La cocinera pasó sus
cualidades, su luz, y en el rostro de la pequeña se creó una pequeña naricilla.
En el jardín del palacio, el gran tigre albino Ilim, le transmitió uno de sus tesoros más
ocultos, la aguda visión, y en el rostro del bebé se abrieron unos preciosos ojos azul
zafiro.
Gracias a las cualidades del hada Branwen, a Trinn le crecieron unos pequeños
tirabuzones dorados, y gracias al duende Aelfraed, unas pequeñas orejitas.
Los enanos Burp y Blinn le transmitieron valentía y sabiduría, respectivamente, y el
cisne Leida le otorgó sensibilidad.
Cada uno de ellos pasó sus luces, sus cualidades, para que la pequeña princesa las
disfrutara y las poseyera. Sana y como un torrente exultante de vida se encontraba
Trinn; "La que se curará".
Diego Gallego Montero. 2º ESO
Colegio Sagrado Corazón de Jesús. Madrid
PREMIO PRIMER CICLO DE ESO
PLANETA ARTE
“Érase una vez un pequeño planeta, de una lejana galaxia, en otro universo, a dos o tres
eternidades de la Tierra. Sus habitantes, lejos de ser unos despiadados, codiciosos y
crueles humanos, eran la viva imagen del amor. Allí no existía el odio, ni la violencia, ni
las desigualdades, ni la esclavitud... No hacían falta normas, ni leyes, tampoco patrias o
fronteras. No había ejércitos ni armas, puesto que por encima de todo se hallaba el amor
hacia una bandera carente de asta, tela o distintivo: La libertad.
Este curioso planeta escondía tras de sí una peculiar característica. Para que el mundo
no parase de latir, de girar, para que no se convirtiera en unas ruinas asoladas por las
guerras; brillaba con grandeza en lo alto del cielo una gran estrella, que daba luz al
planeta evitando que se sumiese en la oscuridad. Pero esta estrella debía ser
alimentada cada día por los propios habitantes del planeta.
El arte era el combustible de aquella estrella. Sí, el arte. Cada verso, cada nota, cada
acorde... poemas y canciones movían el planeta. Desde las sosegadas palabras de
Neruda, los fulminantes ‘te quiero’ de Benedetti que ‘no se rinde, no cede’. La rasgada
voz de Sabina y los acordes de su cínica guitarra saliendo a galopar como versos de
Alberti. Todo era arte en aquel lugar. Las miradas de enamorados se entrecruzaban,
mirando fijamente al alma y no a un cuerpo como objeto. No es que las cosas
sucedieran o se hicieran por amor al arte, sino que el amor era el mayor arte.
La juventud aprendía a amar a la madre naturaleza y al prójimo, todos convivían en
armonía con los animales. Aquellos seres no anteponían un papel pintado a ninguna
vida. Ni tampoco conducían máquinas metálicas que ensucian el azul cielo con su negro
humo. En el firmamento se extendían campos y campos, bosques y bosques, libres de la
amenaza de algún ser codicioso. En los mares rielaba la luz de una también
resplandeciente y bella Luna, no arrastraban basuras ni tenían enormes manchas
negras. En el cielo miríadas de estrellas brillaban, sonriendo con dulzura a aquel bello
planeta. No había minerales preciosos sólo sonrisas, la gente amaba sus diferencias en
vez de criticarlas y considerarse superiores unos a otros. Allí Krahe hubiera fumado tan
a gusto su pipa de la paz.
Dicen que allí la felicidad existía, puesto que los habitantes conocían bien el significado
de la libertad y del amor. Letanías de versos se escribían cada día al compás de un
tango o un vals. Los niños corrían alegremente por las calles libres de ningún peligro ni
residuo, hasta había animales que campaban libres por las calles. A nadie se le ocurría
en ningún momento establecer algún tipo de superioridad del hombre sobre la mujer. Era
una sociedad libre, sin prejuicios, sin odio, una sociedad en la que todos convivían como
hermanos y se amaban como tales
Firmado: Un anónimo delirista y utópico soñador.”
Así concluía la historia. Dejé aquella extraña carta en su lugar. Un escondido cajón en el
desván del abuelo. No me paré a pensar en quién la habría escrito. Me limité a imaginar
por un momento poder vivir en aquel planeta.
Al día siguiente sonó el despertador, como de costumbre si no fuera porque era
domingo. Decidí levantarme para aprovechar el día, aunque la verdad no tenía nada que
hacer. Levanté la persiana y me percaté de que aún el sol apenas se esbozaba
tímidamente en la lejanía. Era verdaderamente temprano. La mañana avanzó realmente
lenta. No hice más que ojear algún que otro libro y ver las últimas noticias. Los titulares
retrataban fielmente la gran antítesis que es nuestro planeta al lado del de aquella
historia. Casi un millar de muertos en Lampedusa, refugiados que buscan entrar a
Europa en la frontera de Hungría, desconocedores de su futuro. En Siria ya no quedan
hospitales ni colegios, niños que lloran desconsoladamente al ver cómo la OTAN les
ayuda bombardeando sus casas. Millones de niños esclavos trabajando en Asia para
que nosotros disfrutemos de nuestra cómoda vida. Desconecté de todo esto para que
no me provocara un ataque de misantropía.
Bajé al supermercado a por el pan, en la puerta se encontraba una joven mujer pidiendo.
Al salir le di lo que me había sobrado, le tendí la mano (supongo que no le resulta común
porque vaciló unos segundos) y le deseé suerte. Sonrió y sonreí. Al volver a casa más
de lo mismo. El telediario me agobia demasiado mientras como, a veces no lo soporto.
Quería desconectar del mundo, un mundo que en algunas ocasiones, directamente me
repugna.
La tarde no se presentaba con muchas expectativas. Estaba demasiado perdido en mis
pensamientos. Ni siquiera estaba escuchando la música. Rara vez no tengo puesta
música en mi cuarto, aunque no la esté escuchando. Oía de fondo a Sabina
preguntando que quién le había robado el mes de Abril. Quité la música, necesitaba un
momento de reflexión. La historia que había leído el otro día me había marcado. Era mi
mundo ideal. Me gustaría poder vivir eternamente en aquel lugar. Pero aquello chocaba
tan de frente con la realidad…
Tras deprimirme por ese inalcanzable mundo, decidí una cosa. No iba a cambiar este
planeta. Ni yo ni nadie. Pero yo mismo podía construir mi propio planeta acorde con el
de aquella historia. Convertí mi habitación en aquel planeta. La cama pronto se llenó de
partituras, y las cuerdas de mi guitarra de canciones de Extremoduro. En mi escritorio
quise volver a intentarlo. Volver a escribir el poema más bonito del mundo. Aunque ya
jamás podré volver a escribirlo, desde que perdí a mi musa nada era igual sobre el folio.
Lo dejé de un lado para no volver a caer en la misma historia de siempre. Tenía que
hacerlo. Tenía que seguir adelante, y hacer de mi vida aquel mundo. Repartiendo arte,
repartiendo amor. Iluminando un poco la Tierra, como aquellos seres hacían con su
estrella.
Decidí convertirme en estrella, y aunque mi luz fuera pequeña, iluminar un poco mi
alrededor. Recuerda, tú también puedes ser estrella, brillar tan solamente depende de
ti…
Daniel Ávila Sánchez. 4º ESO
Colegio Esclavas del Sagrado Corazón. Salamanca
PREMIO SEGUNDO CICLO DE ESO
PASA MI LUZ
Hola, mi nombre es Simón.
Soy un interruptor. Pero no un interruptor cualquiera. Soy el interruptor de una central
eléctrica que da luz a toda una ciudad llamada Bobalina situada al norte de Europa,
donde normalmente los años suelen ser bastante fríos y sobre todo el invierno nevado.
En la central oigo ruidos de las personas que trabajan, que cada día hablan de temas
diferentes de actualidad, pero no estoy muy atento. El día 24 de Diciembre pude oír
cómo hablaban de lo bonitas que estaban las calles del centro de la ciudad iluminadas
con las luces de Navidad y, al oír todos los comentarios de los trabajadores de la central,
me sentí muy feliz al saber que podía ayudar a la población de Bobalina.
Yo recibo energía del agua que llega por un río que nace allí lejos, en las montañas,
donde la nieve llega en invierno y permanece todo el año en un glaciar y que, cuando
llega la primavera, se va deshaciendo poco a poco.
Cuando yo recibo la luz para ir enviándola progresivamente a la ciudad, siento un fuerte
calambre que me genera una mayor fuerza para poder enviar la luz, es una energía que
me aporta la pureza del aire de la montaña, el olor fresco de la hierba, la alegría del
canto de los pájaros y el chapoteo de los peces del río.
También me aporta la alegría de los hombres que trabajan en la presa que hace que el
agua tenga la fuerza necesaria para producir esa energía, sus risas, sus
preocupaciones, sus sentimientos y los de su familia. Una energía de vida, de
luminosidad, de alegría, de trabajo y también, a veces, de llanto y de tristeza.
Me aporta la calma y el remanso del pantano, el lento discurrir del río, la preocupación
por las reservas de agua cuando no llueve, y el exceso de energía cuando llueve
demasiado.
Me hace llegar las risas de los niños que en verano reman y se bañan en el pantano, la
emoción de los pescadores del río cuando consiguen un pez enorme, la vitalidad de los
alevines cuando nacen de los huevos dejados por sus padres, y también la tristeza de
los salmones que mueren una vez han desovado.
Toda esa energía se convierte en luz.
Una luz que yo me encargo de enviar a la ciudad, para que los que allí viven sean más
felices, puedan trabajar, puedan calentarse, puedan disfrutar de las luces en Navidad y
puedan disfrutar viendo cine, televisión, oyendo música, cocinando o comiendo lo que
otros cocinan con la energía que yo envío.
También es verdad, que mi energía y mi luz se utilizan en los hospitales para ayudar a
curar a los enfermos y que, muchas veces, la vida de ellos depende de mi fuerza, sobre
todo en los enfermos que sufren del corazón y que en un momento dado necesitan una
descarga de mi energía. Es ahí donde me vuelco, donde lo doy todo hasta quedarme
casi agotado, intentando ayudar a los médicos a salvarle la vida a las personas.
Además, desde hace pocos años, también ayudo a mantener el cielo limpio. Ya sabes,
se están empezando a utilizar los vehículos eléctricos. Me encanta recargar sus
baterías, ver cómo se desplazan sin hacer prácticamente ruido y viendo cómo alcanzan
cada vez más autonomía sin sacar ni una pizca de humo.
De igual manera me encanta alimentar al trolebús, sí, ese autobús que va con ruedas de
goma pero cogido a los cables eléctricos y que se usa en muchas ciudades para no
contaminarlas. Igual que me encanta alimentar al tranvía, que hace muchos años era un
medio de transporte urbano habitual, pero que llegó a desparecer en algunas ciudades,
y que gracias a las energías limpias como la mía, se está volviendo a poner de moda.
Me encanta ver cómo viaja mi energía por los cables, enviando mensajes, conectando
con Internet, buscando hoteles, billetes para las vacaciones, pero también ayudando a
trabajar, a investigar y sobre todo, a que la gente del mundo se conecte, se hable y
hasta se conozca.
Mi fuerza ayuda a los jóvenes del mundo, que siempre están cortos de batería en sus
móviles. Yo les recargo sus baterías, y en ellas cargo esa luz que aparece luego en sus
pantallas, esas letras que aparecen en sus textos y que tanto les ayudan a comunicarse.
No puedo olvidarme de los transportes, como el ferrocarril. Primero sustituimos el
carbón, luego el motor diesel. Cada vez hemos dado más energía, más velocidad,
ponemos cada vez a las personas más cerca, a velocidades increíbles, que hace tan
sólo uno años nadie podría imaginar. Ayudo a conectar ciudades, países, pero sobre
todo personas.
Y el comercio. Qué sería de los comercios sin mi luz. Los ilumino, les hago brillar sus
carteles de neón para que atraigan a la gente, doy luz a sus escaparates donde pueden
lucir sus mejores productos.
Ayudo a los restaurantes, manteniendo frías las neveras y congeladores donde se
mantienen sus productos. Doy energía a sus batidoras, hornos y otras maquinarias que
transforman esos productos en exquisitos manjares para el paladar de mis ciudadanos.
¿Y qué decir de la industria?
No es que me sienta el tipo más importante del mundo, pero sin mi ayuda el mundo no
sería lo que es, o al menos la ciudad de Bobalina, no sería lo que es.
Doy luz, energía, potencia, pongo grandes y pequeñas máquinas en funcionamiento, las
mantengo funcionando todas las horas del día, durante todos los días del año,
produciendo sin parar, ofreciendo trabajo a los ciudadanos, ofreciendo productos que
salen de esas máquinas a los propios ciudadanos y a los que nos visitan, y en definitiva
aportando riqueza e ingresos a mi ciudad.
Me encanta calentar los hogares de mi ciudad. Aunque muchos siguen usando la leña
para evitar el frío, cada vez más gente de Bobalina utiliza mi energía para calentar sus
casas con aparatos eléctricos de bajo consumo, o bien con agua que yo me encargo de
calentar a través de la energía de la caldera para luego transmitirla a los radiadores, que
ponen esa temperatura tan acogedora de los hogares. También calentando el agua que
permite a la gente tomar un merecido baño después de su jornada laboral, o una buena
ducha matutina para despertarse.
Ayudo a muchas otras personas a estudiarme, personas que algún día vivirán de mi
energía, sí, los electricistas, esas personas que son mis cirujanos, que me reparan y me
devuelven la fuerza y la potencia que preciso, que me regulan cuando me excedo o
cuando me deprimo, que reparan mis canales de reparto, que me ponen en marcha o
me apagan según las necesidades de Bobalina.
En definitiva, transmitiendo vida, alegría, y luz, sobre todo, mucha luz. No podría
imaginarme un centro de la ciudad de Bobalina sin luces, sin que la gente se divirtiera
contando bombillas e incluso luces que van a ir cambiando de colores.
Pero tened cuidado. A veces, el transmitir energía nos hace olvidarnos de que al otro
lado hay alguien que la recibirá. Si no transmitimos con cuidado, con amor, con mimo,
puede que esa energía se convierta en algo peligroso, en algo nocivo que en lugar de
darnos vida, alegría y luz, provoque todo lo contrario, muerte, tristeza y un gran apagón,
con grandes descargas eléctricas que puedan electrocutar a quienes queremos, igual
que puede ocurrir con la energía que yo envío a mi ciudad. Debo enviar la cantidad
justa, ni más ni menos, si me paso puedo quemar los cables, y, si no llego, dejaré la
ciudad a oscuras.
Por eso, al igual que yo recibo una energía maravillosa de la montaña, del río, de los
hombres de la presa, y la transformo en luz para que tú puedas disfrutarla, te pido que
pases a la demás gente la luz que yo te envío, hazlo a tu manera, pero haciendo
disfrutar a los demás, haciendo que sean más felices, más vitales, más alegres. No los
quemes, no los electrocutes, y así conseguirás que esta luz llegue con la fuerza precisa
y la iluminación justa que permita a todos los rincones del mundo y a todas las personas
que en él habitan tener siempre una luz de referencia en su vida y que ilumine su camino
para que todo sea mucho mejor.
David Laínez Navarro. Bachillerato
Colegio Shalom. Barcelona
PREMIO DE BACHILLERATO

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