Reflexiones en torno a Ulrich von Wilamowitz

Transcripción

Reflexiones en torno a Ulrich von Wilamowitz
Eduardo J. Prieto, “Reflexiones en torno a Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff y a los
problemas de la filología alemana de su tiempo” (1994), en Marta B. Royo y Sylvia E. Wendt
(editoras), Homenaje a Aída Barbagelata. In memoriam (2 tomos). Buenos Aires, pp. 61-70
(Tomo 1).
Homenaje
a Aída Barbagelata
In Memoriam
TOMO 1
1
Reflexiones en torno a Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff y a los problemas de la
filología alemana de su tiempo
por EDUARDO J. PRIETO
En 1929 la revista Die Antike, bajo la dirección de Werner Jaeger, publicó su volumen V
dedicado a Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, en celebración del octogésimo aniversario
de su nacimiento. Wilamowitz, como lo nombramos habitualmente, moriría tres años
después. Ofreció el homenaje uno de sus más destacados alumnos y colegas, Eduardo
Schwartz, en términos que me han parecido dignos de reflexión y comentario. Ofrezco a
continuación la traducción del escrito liminar, al que siguen algunas observaciones
surgidas en el curso de la lectura.
A Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff
¡Su Excelencia!
¡Muy venerado y querido colega!
Siendo yo uno de sus más antiguos alumnos y amigos, se me ha confiado la tarea de
escribir acerca de Ud. en el primer cuaderno del número de este año de la Revista, que
le fue ofrendado en ocasión del octogésimo aniversario de su nacimiento. Una íntima
necesidad me exigía no rechazar esa tarea, aunque yo y mi generación le debemos a
Ud. una parte demasiado importante de nuestra vida científica como para que uno
cualquiera de nosotros pueda tomar la distancia suficiente y “evaluarlo" o “trazar un
esbozo de su personalidad", como se dice en la lengua de los literatos. Felizmente su
vida no cerró su ciclo; permanece Ud. aún entre nosotros, para alegría de todos, con
fuerzas no menguadas, y año a año deja caer en nuestro regazo frutos maduros y
plenos del árbol de su sabiduría. Lo que podemos y debemos hacer es aprovechar la
ocasión de esta pausa celebratoria para dar testimonio de lo que nos atrajo hacia Ud.
cuando buscábamos nuestro propio camino en al amplio ámbito de la ciencia, qué fue lo
que nos llevó —a muchos no sin forzar las propias inclinaciones— a asumir el espíritu
que de Ud. irradiaba y a cultivar la esencia de éste para que fructificara en nosotros con
productos propios.
En los años inmediatamente anteriores y posteriores a la fundación del Estado
aIemán la ciencia de la Antigüedad romana llegó a una imponente altura. Theodor
Mommsen, rodeado de una cohorte que se iba integrando en forma incesante, estaba
en la tarea de reconstruir el Imperio Romano a partir de sus piedras y de sus
instituciones jurídicas, y la filología latina en el sentido propio del término tuvo la suerte
de que un virtuoso de la dialéctica y de la didáctica filológicas fuera continuado por un
alumno que era superior al maestro por la genial agudeza de su crítica reconstructiva y
por su ethos científico, que se orientaba a la percepción del conjunto. Además, la férrea
consecuencia de la "esencial índole pública" de lo romano, que nunca dejaba escapar
de su ámbito la lengua y la escritura, inculcaba una y otra vez, en cierta medida por sí
misma, la exigencia que debe ser y seguirá siendo el imprescindible postulado de la
ciencia de la Antigüedad: el acontecer político y la creación literaria deben visualizarse
en conjunto.
La historia helénica, construida de entrada sobre la base de una dispersante
multiplicidad, ha despojado a aquel postulado de su inmediata evidencia, y el "heleno”
del joven Boeckh deberá aparentemente seguir siendo un ideal romántico, que no
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puede redimirse de su trascendencia. Por consiguiente, tiende a agostarse con
particular facilidad en la filología griega el impulso a la visión sinóptica del todo, y
constituyen para esa ciencia un peligro las tendencias centrífugas a colocarse en la
periferia o a esforzarse por sobrepasarla.
Había muerto la generación que construyó una tipología griega y una ciencia de la
Antigüedad helénica a partir del neohelenismo, y pareció despuntar un tiempo de los
epígonos; en todo caso, la generación que estudiaba filología en la primera mitad de la
década de 1870 tenía la sensación, intensa aunque indeterminada, de una crisis. No
faltaba vida científica, energía investigativa, expansión a nuevos dominios: quien
buscara tareas que realizar, podía encontrarlas. La filosofía griega se abrió a la filología;
tratamientos sutiles, orientados según las artes visuales, trataban de introducirse en la
poesía helenística, que evitaba con desdeñoso orgullo la comprensión de la masa: se
trató de entender la técnica de la oratoria ática, y se podrían agregar muchas otras
cosas.
No resultó tan perjudicial el hecho de que ni en Alemania ni en Inglaterra se lograra
una representación narrativa de la historia helénica que estuviera a la altura de la
magnitud del objeto, pues comenzó a compilarse un Corpus por lo menos de las
inscripciones áticas según el modelo del latino, y el helenismo descubierto por J.G.
Droysen constituyó un marco de referencia para cuyo completamiento no eran
demasiados los muchos que a ello se dedicaban. Pero tampoco faltaban bajas: grandes
tramos quedaban vacíos, justamente aquellos en que residían los valores respecto de
los cuales, por ser los más importantes y los que se elevaban por sobre la relatividad
temporal, se habían esforzado los héroes del neohelenismo: la saga mítica, el epos, la
tragedia. Y todo aquello en lo que se ejercitaba asiduamente la actividad de los
investigadores aislados carecía del fuerte vínculo espiritual de un propósito que
abrazara tiempos y espacios, realidades históricas y creaciones artísticas.
Este nuevo fin es Ud. quien lo ha fijado, para sí mismo y para nosotros, de modo que
el eidos de nuestra ciencia ha vuelto a ser un hen; un eidos, por cierto, no de orden
filosófico, sino histórico: el conocimiento de la helenidad como un "fenómeno histórico
en todas sus exteriorizaciones, del comienzo al final, en sus dioses, héroes y hombres,
en toda la estructura de sus articulaciones, en las formas de su poesía y de su oratoria,
en todo lo que hizo y padeció, lo que creó y lo que quiso. En su esencia, el fin que se
fijaron los ktistai que dieron impulso a nuestra ciencia no era en absoluto otro que el de
quienes libraron para ellos y para su tiempo la guerra de liberación: Ud., el renovador
del fin, el que lo comprendió en forma más amplia y profunda que cualquiera de sus
predecesores espirituales, provenía de la tierra limítrofe del vigoroso Estado alemán y
había participado como voluntario en la guardia del ejército prusiano ayudando a
conquistar el Estado y la corona imperial para la patria alemana.
La ciencia es el servicio de lo eterno, y a lo eterno pertenece la creencia. Ud. ha
restaurado para la filología helénica la creencia en que debe conservar y develar
tesoros y valores que tienen que mantener su vigencia para nuestro pueblo, si no
queremos sumirnos en la decadencia. Una creencia viva, que busca la resurrección de
la vida pasada, es dura en sus exigencias y áspera en el rechazo; no es pródiga de
palabras ni fantasiosa, sino que se transforma sin cesar en energía comprensiva; vigila
escrupulosamente los límites impuestos al deseo humano de saber, y obsequia a los
artesanos satisfechos con su empeñosísimo trabajo el placentero sentimiento del
auténtico theorein; proporciona el asombro pleno de piadoso amor al genio que devela
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lo nunca visto ni sospechado, y no deja tampoco dudar a los menos dotados, del valor
de su honesto esfuerzo.
El fin que Ud. señaló es el de la ciencia de la Antigüedad helénica; la filología es el
arte del conocimiento reconstructivo. A este ámbito corresponde el conocimiento de la
lengua. Ese conocimiento no se puede aprender teóricamente, sino que es, como dirían
los griegos, fruto de la physis y de la áskesis; el auténtico maestro no lo enseñará, sino
que lo mostrará. Esto es lo que practicaba Gottfried Hermann, y no es pequeña la
herencia que el gran maestro legó a sus discípulos; sólo que no era bueno que
justamente en los primeros grandes tiempos del renacimiento filológico en Alemania, no
quisiera coincidir el saber acerca de las palabras y el saber acerca de las cosas. Era un
síntoma grave de la crisis de las décadas de 1870 y 1880 el hecho de que la exigencia
del saber lingüístico disminuyera su intransigencia, que se conjeturara y suprimiera
texto más bien que elucidarlo, qua se escribiera sobre y bajo el texto en lugar de
establecer la tradición manuscrita, que no se ejercitara la sensibilidad comprensiva de
los estilos expresivos cultivados por los helenos en aguda singularidad, aunque éste
sea el presupuesto necesario del quehacer filológico serio.
En medio de esta incuriosa rutina irrumpió, confundiéndola y sacudiéndola, el escrito
que le abrió a Ud. el camino a la cátedra: lo que han significado las ediciones de
tragedias que siguieron posteriormente, ante todo la gran edición del 'Heracles' de
Eurípides, lo saben por experiencia propia quienes a raíz de esa obra cobraron ánimo
para dedicarse a elucidar el texto de las tragedias. Ha puesto Ud. de nuevo a la filología
sobre el terreno del que creció, del cual deberá extraer renovadamente en el futuro las
fuerzas para la práctica de su arte; Ud. nos ha enseñado qué significa la tradición de un
texto, y cómo mantener, ordenar y manejar lo transmitido. Ojalá que la filología de las
próximas generaciones quiera sentir como admonición impulsora e imperativa el
ejemplo de su maestro, que no cesa de prodigarnos aún en su alta edad trozos
magistrales de su sabiduría filológica: la actual filología en gran medida aún no se ha
recuperado de las negligencias en que ha incurrido respecto de lo que se ha salvado
del flujo de los tiempos, y todavía no quiere percibir que produce demasiados libros que
hablan de cosas y pocos textos críticos que posibiliten la comprensión y el trabajo.
Aunque nuestra tierra madre ha compensado con generosidad el esfuerzo todas las
veces que renació el anhelo de comprender vitalmente lo transmitido por la tradición,
nunca desde los tiempos del Renacimiento humanístico lo hizo en forma tan múltiple y
aún no agotada como en los decenios en que estuvo Ud. al frente de nuestra ciencia.
Esos decenios eran necesarios, y lo son aun para que los dones de los dioses no
correspondan a una sola generación, que para éstos es algo demasiado pequeño; ha
demostrado Ud. y demuestra día a día que el mundo, aunque quisiera, no podría
prescindir de la ciencia alemana. Entretanto, nos sentimos seguros bajo sus alas y no
podríamos pensar en quién debe llegar a asumir alguna vez esa gran herencia.
Ha vivido Ud. la guerra de 1870/1 como participante, y ofrendado como homenaje al
viejo Kaiser su ciencia del Estado ático; en ocasión del jubileo de Georgia Augusta
dirigió Ud. a la juventud académica palabras de admonición. En los bochornosos años
que siguieron a 1890 su voz resonó más de una vez con advertencias y
presentimientos, hasta que la fatal desgracia del pueblo alemán le acarreó también a
Ud. el destino de ver cómo se desplomaba eso que había comenzado como un radiante
proceso en su juventud: como a todos los que ya somos viejos, también a Ud. se le ha
transformado en una verdad plena de temible realidad la primera estrofa del coro del
‘Edipo en Colono'. Pero permaneció Ud. erguido e impávido en medio de la sombría
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oleada de infamia y deslealtad, y vibra aún en nuestros corazones la orgullosa frase
que nos lanzó Ud. en Jena en 1921: "Entre nosotros, los filólogos, no puede haber
derrotistas".
"¿Qué diferencia a los dioses de los hombres? Que de aquellos provienen muchas
ondas, una corriente eterna; a nosotros nos eleva una ola, luego nos sume en el abismo
y nos hundimos en ella". Todos nosotros, que servimos a la Musa del conocimiento,
sólo podemos ser olas en la corriente de la ciencia, que no puede detenerse, pero la
generación que ha sido levantada y llevada por una ola grande y plena y aún la oye
siempre agitarse con espumosos remolinos, agradece a los dioses que le hayan
acordado esta gracia para ahora y para siempre.
Eduardo Schwartz
El encargado de ofrecer ese homenaje fue un estudioso de gran fama como historiador
de las civilizaciones clásicas. Eduardo Schwartz, célebre por sus aportes a la crítica
textual y por diversos trabajos, entre los que sobresale su ejemplar edición de la 'Historia
Eclesiástica' de Eusebio de Cesárea y los múltiples libros y artículos que dedicó a la
historiografía antigua, aparte de la considerable influencia que ejerció en la actividad
crítica de su tiempo, incluso fuera de su país: baste recordar que en su escuela de
Göttingen se formó Girolamo Vitelli, maestro a su vez de Giorgio Pasquali, y éste de
Sebastián Timpanaro, de Antonio La Penna. y de muchos otros filólogos Italianos de
primera línea.
Vale la pena recordar estos antecedentes para evaluar en su justa medida la actitud
reverencial de Schwartz ante el venerado maestro, que excede lo que hoy llamaríamos
una muestra de consideración o respeto. Hoy nos cuesta entender ese mundo de rígido
formalismo, porque se han borrado muchos límites de autoridad (me refiero al mundo
académico, pero la observación valdría igualmente para otros ámbitos de la sociedad) y
disfrutamos de un contacto quizás más cálido y menos ceremonioso, y probablemente
más humano entre profesores y alumnos. Pero el mundo que Schwartz evoca es el de la
Alemania de la segunda mitad del siglo pasado y comienzos de éste, de un país que libró
una incesante y penosa lucha precisamente para llegar a serlo, para ser un país unificado
políticamente sobre la base del elemento aglutinante de la lengua común, a lo que se
agregaban dos cruentas guerras, la de 1870 y la de 1914-18.
El homenaje de Schwartz se dirige no sólo a la figura más prestigiosa e indiscutible de
la filología alemana del último siglo, sino también al polites, al hombre que uniendo la
teoría con la praxis participaba entusiastamente de las preocupaciones colectivas y
asumía las tareas riesgosas de la defensa de sus ideales en el campo de batalla, como
hizo en la guerra de 1870/71 en la que intervino como voluntario a la temprana edad de
veintidós años, pese a provenir de la ciudad de Markowitz, de una zona remota que hoy
estaría en el corazón de Polonia. Ese mismo espíritu cívico es el que se muestra en el
discurso pronunciado en ocasión del jubileo de la Universidad de Göttingen en 1886 y en
las amargas y graves reflexiones dirigidas a la juventud en Jena en 1921.
---------------------------------Para entender esta abnegada actitud hay que ubicarse en el clima político que vivían
los Estados de habla alemana antes de la unificación en un Reich, bajo el mando del
emperador Guillermo 1º con la conducción militar de su canciller Bismarck, y luego, en los
sombríos años de la caída de Bismarck y el reinado de Guillermo II, que culminaron con la
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tremenda derrota de 1918. Sólo imaginando el clima espiritual y el prestigio y respeto de
que gozaban aquellas personalidades, sobre todo entre la clase media y alta alemanas, y
la estructura ceremonial y rígida de esas élites, se puede llegar a comprender que toda la
vida oficial estaba penetrada por esos mismos principios y que las jerarquías académicas
estaban imbuidas de una solemnidad casi religiosa. Ese trato no era evidentemente
acartonado y vacío, como resultaría si pretendiéramos practicarlo hoy, sino que la
conciencia del indiscutible mérito y la reverencia ante la devoción cívica tenían su
correlato en la praxis de las clases dirigentes, es decir, parecía existir una profunda
compenetración de ideales entre la élite y la masa del pueblo, similar a la que señala La
Penna para la época de los Escipiones en Roma.
Hoy nos resulta muy difícil entenderlo, porque aun suponiendo que las actuales élites
representaran algún repertorio de principios histórico-políticos ideales, la fractura entre
modos de vida y principios morales es tan profunda que no se ve cómo el sacrificado
hombre cotidiano de las modernas sociedades industriales podría llegar a compartirlos y
defenderlos con la ofrenda de su propia vida. Por supuesto, lo dicho no implica adhesión
alguna a ese sistema de valores y deja entre paréntesis los aspectos negativos e injustos
que acompañan a toda gran evolución histórica. En todo caso, la comunidad de ideales
subsistía por más egoísta y mezquina que pueda haber sido esa clase dirigente, como
también ocurrió en el caso de la Roma de la conquista. Lo que rescatamos es la
conciencia de la obligación cívica que esas generaciones alemanas aprendieron de sus
maestros griegos: para ellos, como para Pericles en Tucídides, quien no participaba de
esas inquietudes era akhreios, ignauus, alguien carente de toda utilidad social y
comunitaria. Eso es lo que llevó a investigadores como Droysen a intervenir con pasión en
la vida pública, y no faltaron filólogos de las mas diversas orientaciones ideológicas que
padecieron gravemente por defender sus ideales políticos, filosóficos o religiosos, como
fue el caso, entre otros, de Friedrich Gottlob Haase, encarcelado en 1835, o el de
Momsen mismo que perdió su cátedra por razones ideológicas, o, en nuestra época, el de
muchos filólogos alemanes que apoyaron un siniestro espejismo y luego de 1933 se
vieron obligados a huir de su patria para salvar su vida.
En este breve escrito de homenaje resuenan todos los temas fundamentales que
agitaron el pensamiento filológico de los siglos XVII al XIX, y que en buena medida y con
distintos ropajes se siguen discutiendo hoy con parecida vehemencia. La generación de
Wilamowitz es heredera de un gran pasado filológico cuyas principales etapas se
encuentran en la actividad de los grandes maestros ingleses, franceses y holandeses del
siglo XVII, con el acento puesto en la importancia de la crítica textual y de la escrupulosa
constitución del texto. Entre ellos sobresale la gigantesca figura de Bentley, el maestro del
Trinity College, cuya personalidad e influencia se extienden hasta mediados del siglo
XVIII. Ya en él se puede rastrear la contradicción entre el acumen y el rigor crítico, por
una parte, y por otra la frondosa exuberancia de su intuición, si bien muchas veces certera
—como cuando desenmascara la falsedad de las cartas del tirano Fálaris o establece con
fino olfato crítico la importancia que tiene la métrica para la constitución del texto—, otras
veces tan excesiva y antojadiza que le lleva a introducir más de setecientas correcciones
en el texto de Horacio, descartadas hoy en su mayoría por casi todos los críticos. Cuando
afirma que para él la coherencia lógica de la sustancia de un texto tiene más poder de
convicción que cien códices, ya vemos despuntar la oposición entre res y uerba, entre los
hechos que transmite el texto y la constitución formal de éste, entre la palabra y el
sentido, entre el manejo mecánico de la tradición y el aporte de la hermenéutica a la
crítica propiamente dicha, que fue materia de debate para las generaciones siguientes y lo
sigue siendo aun, en buena medida, para nuestra época.
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Preocupaciones similares registran los escritos de los eruditos holandeses de la misma
época, como David Ruhnken. de origen alemán pero arraigado en Leiden, con su
exhortación a prescindir del comentario de trivialidades y curiosidades e ir al fondo de las
creaciones literarias y no literarias de los antiguos, en una viva relación dialéctica con los
intereses e inquietudes de la época en la que vive el crítico; o, sobre todo, como
Wyttenbach, germano-suizo que también actuó en el gran centro filológico de Leiden, con
su fuerte acento sobre la necesidad del conocimiento de la lengua para llegar a la
sustancia de los contenidos valiosos del legado clásico, sobra la base del estudio riguroso
de la tradición. A ese mismo problema alude el documentó que estamos analizando,
cuando Schwartz se queja de que no quieran coincidir “el saber acerca de las palabras
con el saber acerca de las cosas", y de que se caiga en los extremos opuestos, que en su
forma más patética se expresan en el "gramaticalismo" sin altura ni aliento, fruto de ese
stupor paedagogicus que criticaba Ernesti, enfoque esterilizante que se traduce en la
veneración de fórmulas preceptivas escolares, o al revés, en un seudoesteticismo
apoyado en un conocimiento inseguro y vacilante de los aspectos formales del texto. Pero
el saber acerca de las palabras no se reduce a una retahíla de estereotipos gramaticales,
sino que es un producto de la dotación natural y de la praxis: el verdadero maestro no
"enseña" un saber coagulado, sino que "muestra" los caminos de la búsqueda, por donde
vienen a unirse fondo y forma, palabra y contenido, y sólo en ese momento estamos
libres, por un lado. del gramaticalismo pedantesco y vacío de contenidos valiosos, y, por
otro, de la abigarrada polymathía, siempre insegura del terreno lingüístico por el que
avanza vacilante.
Estos críticos ingleses y holandeses ejercieron gran influencia sobre los filólogos
alemanes de los siglos XVIII y XIX, y son el antecedente inmediato del neohumanismo
alemán, que en el siglo XVIII presenta figuras de peso que debatieron ardorosamente
cruciales problemas filológicos. Entre ellos sobresalen Johann Augusta Ernesti, el maestro
de Leipzig cuya vida abarca casi todo el siglo: en él se postula ya como exigencia la
vuelta al texto y las lecturas extensas, no de una selección raquítica de algunos poetas u
oradores, sino de un corpus amplio que no debe omitir a filósofos, historiadores,
matemáticos y escritos técnicos, que no solían ni suelen incluirse tampoco hoy en el
curriculum. Junto a Ernesti se ubican sus coetáneos Joahnn Matthias Gesner y Christian
Gottlob Heyne, que acentúan la importancia del trábalo crítico riguroso unida
inseparablemente a (a apreciación histórica y estética de los contenidos. También insisten
en la lectura cursoria de textos completos, para superar la estéril fragmentación en trozos
sin unidad orgánica ni valor formativo que solía practicar la filología escolar de la época.
Aquí convendría acotar que este planteo se refiere siempre a alumnos que al llegar a la
universidad tenían una excelente formación al menos lingüística, cosa que hoy ya no
sucede ni en los países más adelantados ni entre nosotros, que debemos manejamos con
lo que los franceses llaman "les grands débutants", es decir, alumnos que comienzan su
formación en las lenguas clásicas en edad adulta. Lo cual plantea un nuevo problema y
mueve a buscar ingeniosas soluciones.
Un aspecto importante en el que las ideas de Heyne se tocan con las de Schwartz es el
de la compenetración que debe existir entre el mundo público y el mundo privado, cuando
aquél insiste sobre el valor formativo de las disciplinas clásicas, y sobre todo de las
lenguas antiguas, para despertar y estimular la conciencia cívica de los jóvenes, que no
es sino una manera más, por cierto esencial, en que ambos mundos se revitalizan y
dinamizan recíprocamente, pues para Heyne, como mucho después para Croce, toda la
historia es historia contemporánea en tanto sólo existe al ser pensada e integrarse de ese
modo a un proceso de eterna presentización: de modo que el espíritu vacío de historia
padece de extrema pobreza de contenidos y sólo abriga un exangüe repertorio de ideas
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dispersas sin lazo orgánico entre sí. Y con la exaltación de esos valores cívicos, que
Schwartz pondera en el caso de Wilamowitz y de quienes antes libraron la guerra de
liberación del yugo napoleónico en 1813, se vincula seguramente el valor que Heyne da al
mundo romano junto al griego y al mismo nivel, punto de vista que lamentablemente
abandonaron los románticos alemanes posteriores, enceguecidos por el esplendor del
mundo helénico, y que no fue retomado con eficacia hasta fines del siglo XIX y comienzos
del XX, aunque tenga ya notables predecesores como Mommsen.
En la segunda mitad del siglo XIX la ciencia filológica alemana había adquirido el
asombroso desarrollo que aún le permite ocupar un tugar de privilegio en el dominio de
los estudios clásicos. Con razón afirma Schwartz que "el mundo, aunque quisiera, no
podría prescindir de la ciencia alemana". Habría que agregar que junto a esa verdad
debería colocarse esta otra: el esfuerzo filológico de múltiples generaciones, desde la
Antigüedad misma hasta nuestros días, constituye una suma de laboriosos esfuerzos de
los mejores ingenios, ninguno de los cuales es en verdad prescindible, aunque la deuda
con la fitología alemana sea considerable en cantidad y calidad: baste recordar los más
grandes nombres: Wolf, Boekh, Godofredo Hermann, Karl Ottfried Müller, Lachmann.
Meinecke, Ribbeck, RitschI, Leo, Bücheler, Usener, Norden y tantos otros igualmente
insignes que sería largo y tedioso mencionar, esos cuyos nombres encontramos todos los
días al abrir nuestros textos y consultar los aparatos críticos. Pero una lista igualmente
significativa podríamos presentar con los nombres de ilustres filólogos trancases,
ingleses, italianos, holandeses y americanos, de imprescindible inclusión en un cuadro del
progreso filológico que pretenda ser más o menos completo.
Schwartz asigna a Wilamowitz el rol de gran unífícador de la ciencia filológica alemana.
Lo que a esa ciencia le faltaba, según su forma de ver, era un eidos, la captación de un
sentido unitario de su esencia profunda, oculta entre los pliegues de la multiplicidad
fenoménica, ese geistiges Band (vínculo espiritual) que Mefistófeles le aconsejaba captar
al estudiante. ¿Cómo separar ese anhelo de unidad de la ciencia, del otro también
acuciante, del logro de la unidad nacional que permitiera reunir en un hen la multiplicidad
de regionalismos alemanes? Sin demasiada suspicacia podríamos afirmar que el modelo
interpretativo que adopta Schwartz para explicar el estado de la ciencia filológica de su
época parece nacer de esa otra profunda necesidad de unidad política que les permitiría a
los alemanes llegar a ser una nación, no por la lengua, no en las palabras que les eran
comunes, sino en la sustancia física de sus instituciones y en sus límites geográficos, con
lo que se repite en otro nivel la incoherencia entre uerba y res, entre formas y contenidos.
que era uno de los blancos de la crítica schwartziana.
Por supuesto, Wilamowitz mismo no fue piadoso con quienes no coincidían con él, pero
tampoco sus sucesores le ahorraron criticas. Tuvo grandes admiradores, por ejemplo en
Italia, donde hay toda una línea de grandes investigadores que derivan intelectualmente
de él, comenzando, como ya dijimos, por Girolamo Vitelli y su alumno Giorgio Pasquali,
que imprimieron su imborrable huella en la pléyade de discípulos que dejaron tras de sí,
pero también hubo quienes no le tuvieron ningún afecto, como Ettore Romagnoli y sus
seguidores, a los que molestaba su altanería y su Geschmacklosigkeit (falta de
apreciación estética). En todo caso, a la fuerte tradición humanística italiana le fue
siempre más fácil eludir la actitud ascética y descarnada que a veces caracterizaba a la
filología nórdica y expresar en sus mejores producciones una viva efusión de sentimientos
dotada de esa altura especulativa que es el rasgo distintivo de la humanitas.
Este documento es susceptible de muchas lecturas. Llegados aquí, el lector tendrá sin
duda múltiplas observaciones que formular, reparos, agregados, y todo ese cortejo de
ideas encontradas que surgen en nosotros frente a los grandes documentos del pasado.
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Problemas, que siempre serán más importantes, más definitivos, que las soluciones,
porque aquellos nos acompañarán eternamente cambiando sin cesar de rostro, mientras
que éstas se agostarán y renacerán con cada generación. Y sujeto a ese destino está
también, por cierto, ese saber exigente, implacable, que es el auténtico saber filológico.
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