Genocidio y colonialidad. El carácter genocida del estado

Transcripción

Genocidio y colonialidad. El carácter genocida del estado
III Jornadas de Historia / UPMPM / 2013 – Fernando Lipina
Genocidio y Colonialidad: el carácter genocida del estado-nación de la modernidad
Genocidio y colonialidad.
El carácter genocida del estado-nación de la modernidad.
Situación epistémica
No es nuestra intención establecer un juicio valorativo de la modernidad como tal, tampoco
otro sobre las instituciones que ha creado. Si nos empeñáramos en tal sentido, estaríamos
abordando la modernidad desde sus propios límites epistémicos, aquellos que el paradigma
dispone para preservar la hegemonía de sus presupuestos teóricos: el espacio reducido del
humanismo occidental, la moralidad. Insistir con tal interpelación, como sucede en ámbitos
académicos y jurídicos centrales, equivaldría a una reproducción de sentido de las relaciones
de poder desde la perspectiva del poder hegemónico.
Tampoco es nuestro objetivo reñir ideológicamente con las producciones teóricas que las han
creado contraponiendo ideología. O sí, pero cómo. Al contrario de la “neutralidad” que puede
suponer esta advertencia, consideramos que toda teoría social moderna es la síntesis literaria
que articula y legitima con pretensión “científica” los fines políticos de la mentalidad
blanca/europea. En tal sentido, no somos neutrales y advertimos que, nuestras
interpelaciones a la matriz eurocentrada, se hacen desde la perspectiva del pensamiento
crítico no-europeo (moderno / colonial) en función de las consecuencias materiales que
evidencian que, tales abstracciones teóricas, nunca fueron neutrales. La modernidad es
ideología y es política. Es decir que, nosotros, también somos científicos. De lo que se trata,
entonces, es de significar y complejizar, desde Latinoamérica, los efectos simbólicos y
materiales característicos de la relación de inequidad persistente creada por la naturalización
y universalidad que estas relaciones de poder establecieron con la consolidación del sistema
mundo capitalista. Para este fin, nos proponemos hacerlo desde la identidad específica que
nos impuso la diferencia colonial (Mignolo, 2003), irrumpiendo la idea hegemónica de
totalidad con la toma del control de la subjetividad / intersubjetividad que nos posibilita tal
consciencia (Quijano, 2000).
Por eso, cuando abordemos el genocidio, no lo haremos con la intención de acotarlo a una
definición o de delimitarlo conceptualmente a aquellas que mejor se adapten a nuestro
propósito, sino en tanto condición de posibilidad de la violencia social delegada y concentrada
en la institución del estado-nación moderno. Tal prudencia procura, en primer lugar, un
abordaje geocentrado específico; segundo, excusarnos de la discusión en torno a la comisión
del crimen de lesa humanidad fuera de este contexto sin perjuicio de reconocer que existen
como tales y, tercero, problematizar los conceptos en torno a la naturaleza de los crímenes
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de masa desde la perspectiva latinoamericana en contraste con los que emergen de los
debates académicos y jurídicos que se originan y suceden dentro de los ámbitos de discusión
legitimados por el modelo epistémico moderno (Jones, 2010).
Resumen
Liberados del debate que propone sujetarlos a la clasificación jerárquica de una magnitud de
escalas u otra de ordenamiento ontológico, la casi totalidad de los “cidios” de los últimos
doscientos años, reconocen un mismo perpetrador, el poder punitivo del estado nación de la
modernidad, y una víctima, el “otro” construido por la racionalidad eurocéntrica.
Las producciones teóricas de la modernidad, vertebradas con los procesos políticos que
consolidaron el sistema mundo capitalista, subalternaron o suprimieron epistemologías “otras”
resistentes al patrón de supremacía europeo. Tal supremacía, desplegada como “destino
manifiesto”, ha naturalizado el dominio colonial y su derecho excluyente a la apropiación de
los bienes materiales mediante tutelas político institucionales que la perpetúen legitimando la
soberanía de la violencia estatal. Constructos como “el progreso indefinido de la historia” y “el
espíritu civilizatorio”, devenidos en discurso dominante, naturalizaron esta violencia
sistematizándola en la creación de aparatos legales que reglamentaron un acceso excluyente
a los recursos en centros y periferias. Tales agencias institucionales del estado-nación, frente
a la emergencia de amenazas a este orden de acumulación manifiesto en las tensiones
sociales que derivan de las crisis sistemáticas por la disputa, definieron “enemigos” a los que
es “racional” y legítimo eliminar (Zaffaroni, 2010). Definida por la emergencia y por el Estado,
la figura de enemigo reprodujo la lógica de la antinomia civilización y barbarie.
La supresión del “enemigo” ha derivado, casi siempre, en crímenes de masa. El abordaje del
genocidio desde América Latina sugiere la necesidad de correr el velo del modelo de
problemas y soluciones del paradigma moderno para pensarlo desde su contratara, la
colonialidad.
Primera modernidad / colonialismo. Segunda modernidad / colonialidad.
Configuración ideológica del “otro”.
Para comprender la colonialidad como constitutiva de la modernidad tal como la aborda
Quijano, es preciso contextualizar históricamente la emergencia y la consolidación del
sistema mundo capitalista. Siendo el objetivo en este tramo situar el proceso de construcción
del “otro” dentro de ese contexto, se comprenderá nos dispensemos de abordar una historia
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evenemental que, de todos modos, creemos necesario que la historiografía latinoamericana
repiense desde esta perspectiva.
La construcción del “otro” que se inicia con la conquista es uno de los ejes vertebradores del
devenir histórico de la modernidad. La denominación modernidad / colonialidad visibiliza esta
identidad unas veces encubierta y otras justificada, en un rapto de relativa honestidad o por
imposibilidad de negarla, como efecto colateral del “espíritu civilizatorio”. Sin embargo, su
persistente continuidad y actualidad, dan cuenta de un sujeto invariablemente integrado al
carácter global de la economía desde el S.XVI. Es por eso que situamos el inicio de la
modernidad en la conquista otorgándole carácter revolucionario, en tanto, vemos en las del
S.XVIII, el periodo de maduración del sistema mundo por medio de las síntesis teóricas que
lo consolidan sustituyendo el paradigma de conocimiento. En otros términos, primera
modernidad / colonialismo y segunda modernidad / colonialidad.
La vertebración de la producción teórica con los procesos políticos sugieren que, las fuentes
a partir de las cuales se hizo filosofía en la modernidad, son las ciencias humanas e
históricas (Argumedo, 1992). A pesar de su naturalización, este hacer filosofía a partir de la
historia, evidencia que el mundo no cambia con el advenimiento de la “razón” sino que, la
“razón”, sistematiza e institucionaliza en una matriz de pensamiento un mundo previamente
configurado.
Sin perjuicio de la relevancia que, la historiografía en general, le otorga a la segunda mitad
del S.XVIII, creemos que el devenir de la política y la emergencia de las instituciones
modernas en Europa y en los territorios bajo su dominio, no pueden comprenderse sino como
consecuencia de las transformaciones erogadas por la conquista. Los eventos históricos que
tenían curso propio en un “mundo” centrado en el Mediterráneo, acusaron el impacto del
encuentro/conquista de América y, el rumbo y la resolución de las crisis de los antiguos
regímenes y el advenimiento de las potencias, no pueden comprenderse en su totalidad sin la
determinación de las condiciones creadas por el ciclo de la acumulación originaria que inicia
con la conquista (Marx, 1867).
En igual sentido, la crisis epistémica que concluye en la era de la revolución (Hobsbawm,
1962), tampoco puede abordarse aislada del impacto causado por la conquista en las
mentalidades y creencias europeas, en sus argumentaciones y justificaciones sobre la
naturaleza del origen del hombre. La génesis del paradigma moderno que configurará la
emergencia de América como el primer espacio / tiempo de un nuevo patrón de poder de
vocación mundial (Quijano, 2000), debe datarse en el S.XVI. La estructuración social
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codificada en las diferencias entre conquistadores y conquistados en la idea de raza (Quijano,
2000), se constituye en ese contexto que denominamos primera modernidad, definiendo
nuevos sujetos e identidades que ubicaba a los unos en situación natural de inferioridad
respecto a los otros (…) elemento fundante de las relaciones de dominación (Quijano, 2000)
y del carácter constitutivo del patrón de poder global, la “colonialidad del poder”.
La producción teórica moderna, al igual que los procesos políticos con los que se vertebró, no
modificaron las construcciones mentales que impusieron estas relaciones de dominación,
sino que, en el decurso de sustitución de la religión por la razón, las naturalizaron en un
complejo proceso de re-identificación histórica en el que todas las experiencias, historias,
recursos y productos culturales, terminaron articulados en un solo orden global (Quijano,
2000). Esta homogenización impuso una perspectiva universal de la historia cuyos sentidos
del pasado y del futuro se representaron en una trayectoria que reprodujo las relaciones de
inferioridad / superioridad racial. Tal subjetividad / intersubjetividad eurocéntrica, ubicando a
los pueblos colonizados con sus historias y culturas en el pasado y a lo europeo en el futuro,
funda la idea de progreso indefinido de la historia. En esta subalternación o supresión
epistemológica que denominamos “colonialidad del saber”, se consolida la “otredad”.
Pensada desde Latinoamérica, esa relación simbiótica entre producción teórica y procesos
políticos, denota una continuidad de concepciones culturales y cosmovisiones más amplias
(matriz) que permiten vislumbrar un marco mayor en el que subyace un vínculo
interepistémico atravesado por el “destino manifiesto” que Europa se ha dado a si misma: la
supremacía del pensamiento occidental y la propiedad de “la verdad” independientemente del
predominio religioso o de la “razón” (Argumedo, 1992).
Replegada sobre esta supremacía, Europa, naturaliza la “diferencia colonial” y su hegemonía,
universaliza desde si y teoriza, en consecuencia y cualquiera sea la matriz de pensamiento y
el sujeto al que interpelen, para otorgar un marco sistematizado que posibilite el “progreso”.
Este proceso, al que denominamos segunda modernidad, hacia el último cuarto del S.XVIII,
ya había articulado todas las formas históricas de control del trabajo, de sus recursos y de
sus productos en torno del capital y del mercado mundial (Quijano, 2000), consolidando una
geografía ordenada en centros europeos y periferias coloniales (División Internacional del
Trabajo). En otras palabras: con América (Latina) el capitalismo se hace mundial,
eurocentrado y la colonialidad y la modernidad se instalan, hasta hoy, como los ejes
constitutivos de ese específico patrón de poder (Quijano, 2000).
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La idea de raza como estructurante social que funda las relaciones de dominación entre
europeos y no europeos, tendrá continuidad en las prácticas sociales de poder de los
Estados-nación latinoamericanos. Este dispositivo que Mignolo denomina “diferencia colonial”
devino en un discurso hegemónico que construyó el sentido común que penetró
profundamente las mentalidades de las elites propietarias y mercantiles criollas. Estas elites,
una vez canceladas las relaciones políticas coloniales, asumieron la identidad biológica de la
raza blanca/europea y sus intereses, configurando una matriz cultural de ideas, imágenes,
valores y prácticas sociales que sintetizaron en un proyecto político, económico y social
reproductor de la matriz liberal (colonialidad del ser).
La reproducción de sentidos y la reidentificación de sujetos, respondieron en cada caso, más
allá de las diferencias aparentes y reales, al carácter que los proyectos de estas elites fueron
adquiriendo en cada una de las etapas del desarrollo y consolidación del sistema mundo
capitalista al cual, bajo la utopía de las “ventajas comparativas” periféricas, fueron integrados
los estados-naciones latinoamericanos.
Sin menoscabo de la historia de resistencias y de los proyectos nacionales alternativos que
confrontaron al liberal político y económico de dependencia, una vez más, se comprenderá
nos dispensemos de abordarlos con el objeto de constreñir este trabajo a su tema específico.
Al margen de las rupturas que pudiesen significar, con las que nos sentimos plenamente
identificados, lo que nos ocupa, es la continuidad hegemónica del estado-nación como
agencia institucional de la estructura de poder sistémica y la sujeción violenta de las
identidades otras opuestas a la vastedad de ese proyecto “civilizatorio”.
El Estado-nación periférico, agencia y gendarme del capitalismo.
En idéntica línea argumentativa que Weber, en su estudio sobre crímenes de masa,
Zaffaroni, señala que el sometimiento de otras sociedades para proveer bienes, estaba
directamente vinculado con la necesidad de disminuir las tensiones sociales internas por la
demanda y disputa de los bienes materiales (Zaffaroni, 2010). Weber, aún cuando los
estados-naciones latinoamericanos ya estaban en formación, advertía la importancia de los
recursos de origen imperialista para clausurar el peligro de cesación de ingresos a las
potencias europeas, pudiendo significar un sensible retroceso en la capacidad adquisitiva
inclusive para los productos internos, lo cual influiría muy desfavorablemente en el mercado
de trabajo (Weber, 1922). Y al señalar que la más segura garantía para alcanzar el monopolio
(…) de lucro proporcionado por la economía del territorio extranjero (…) es la ocupación
política o la sujeción del poder político extranjero mediante la forma de "protectorado" o
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cualquier forma análoga (Weber, 1922), no solo develaba en qué consistían los intereses de
potencia de una nación vertebrados con los de las clases dominantes en el poder (Weber,
1895), además enunciaba con claridad meridiana la planificación institucional de una periferia
tutelada.
Lo que se desprende de lo señalado por Weber es que, para que el proyecto político
capitalista pudiera materializarse y realizar “la verdad” en su totalidad, debía articular su
cosmovisión con los proyectos políticos de las elites locales. Estas elites, identificadas con
ese destino histórico “civilizatorio” ligado a sus intereses económicos, constituyeron el
instrumento de tal realización. Los estados-naciones latinoamericanos, concebidos así como
gendarmes del sistema mundo, instituyeron sus cuerpos jurídicos inspirados en los del poder
hegemónico, cuyo fin último, era el resguardo a perpetuidad del proceso de acumulación.
Regidas por las ideas del liberalismo blanco/europeo excluyente, diseñaron agencias
institucionales, terminales operativas que regularon el acceso a los recursos, naturalizando la
economía de mercado como única “razón” posible para dirimir derechos de disputa y
distribución.
El conflicto y las tensiones sociales por la disputa de los bienes materiales habían sido así
transferidos a las “naciones extranjeras”.
El sometimiento de las colonias se obtuvo mediante la extensión del poder punitivo a otra
entera sociedad que debía ser sometida a ese poder en razón de su inferioridad y del peligro
que supuestamente representaba para los civilizados (…) El poder colonialista fue punitivo,
porque una colonia es una cárcel de contención y trabajo forzado, o sea, un gigantesco
campo de concentración donde se privaba a los prisioneros (colonizados) de su cultura,
idioma, religión y tradiciones (Zaffaroni, 2010).
Las elites propietarias y mercantiles, integradas institucionalmente al sistema global,
reprodujeron las mismas jerarquías patronales e idénticas relaciones sociales / raciales. La
desmaterialización de la razón otra, adquiere solución de continuidad con el proyecto político
de las oligarquías. La extensión y la instrumentación del poder punitivo del Estado tuvieron
por objeto disciplinar al “otro” subalterno y necesario para la reproducción del sistema. Bajo
este “orden”, fue representado como amenaza a la que era lícito reprimir o suprimir toda vez
que el “orden” proyectara su expansión, sintiese “peligrar” su hegemonía ante crisis
sistémicas o experimentase resistencias a su voluntad de acumulación y concentración. Las
nociones difundidas y naturalizadas de progreso y civilización, devenidas en formadoras del
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espíritu de estos estados-naciones, habilitaron y legitimaron la legalidad punitiva dirigida
contra el “otro”.
El Estado-nación moderno argentino
“El rémington les ha enseñado que un batallón de la República puede pasear la pampa
entera dejando el campo sembrado de cadáveres”. Estanislao S. Zeballos (Viñas, 1982).
El objetivo de todo proyecto político es hegemonizar el control articulado de las relaciones
sociales de dominación, explotación y conflicto que dominan los ámbitos básicos de la
existencia social (Quintero, 2010). El proyecto formador del Estado-nación moderno
argentino, desplegado en su totalidad, abarcó la totalidad de estos ámbitos, cuyo control y
hegemonía, se vertebraron en un modelo político, económico y social espejado en los ideales
y en las relaciones de poder de la matriz liberal blanco / europea.
La estructuración de la sociedad sobre las bases de la colonialidad del poder, reprodujo un
orden administrativo, político y militar que, dirigido por las elites blancas, configuraron una
producción de sentido en la que, los imaginarios sociales y las memorias históricas,
significaron la construcción homogénea de una identidad nacional ocultando las jerarquías
internas del pasado colonial (Quintero, 2009).
Uno de los ámbitos fundamentales de control para un ejercicio pleno de las relaciones de
dominio es el de la subjetividad / intersubjetividad. Impregnado de positivismo, tal control, fue
instrumentado mediante la reconstrucción y difusión de un pasado que narra la trama de las
elites vencedoras. Su corpus de ideas y categorías conformaron una unidad de significación
que, inspirada en esa trama, silenciaron relatos otros. El disciplinamiento cultural se operó
mediante la elaboración de una literatura oficial pretendidamente científica y neutra de la
historia, hegemonizando la producción de sentido desde el periodismo impreso, imponiendo
una galería excluyente de héroes a los catastros urbanos y, finalmente, embebiendo los
contenidos escolares concebidos como herramienta formadora de ese proyecto de Estadonación (Galasso, 2004). Sistematizada, la educación instrumentó la construcción de un
sentido común que naturalizara la homogeneización racial y cultural del discurso dominante,
su sistema de valores, su producción cultural y las relaciones de poder material y simbólico
expresadas en esa construcción. Tal esfuerzo y persistencia son citados por Sandra Carli en
su volumen “Niñez, pedagogía y política” que recorre los discursos acerca de la infancia en la
historia de la educación argentina. Entre las páginas noventa y seis y ciento dos, Carli, cita en
varias oportunidades al pedagogo Víctor Mercante, uno de los referentes del normalismo
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fundador de la instrucción pública: “En el niño reviven los siglos pasados. Y ¡cuántos siglos!
Es curioso ver en ese organismo débil, de exagerada imaginación, amante de lo inverosímil y
de las ficciones, la imagen de aquella sociedad primitiva cuyos vestigios han llegado hasta
nosotros” (…) La herencia primitiva, retoma la autora, cuyo depositario era el niño, debía ser
combatida logrando la adaptación al medio, más precisamente, y cita nuevamente a
Mercante, “la adaptación de las facultades -de los niños denominados “viciosos”- al medio en
que actúan” (…) “fuera muy bueno si el niño en vez de representar en sus manifestaciones
las primeras etapas humanas, reprodujera las más avanzadas del mundo civilizado” (Carli,
2012). Sin embargo de su presencia insistente, el control del conflicto se operó a través de la
normalización de la producción cultural liberal/conservadora, consolidándose en la instrucción
pública y en la pluma de los historiadores oficiales, cuya producción literaria, abona el
imaginario colectivo hasta nuestros días.
El control de la autoridad pública o colectiva constituye el otro ámbito fundamental sobre el
que se sostienen las relaciones de dominación. Su imposición por medio de la violencia
organiza una estructura de autoridad al tiempo que se legitima en la subjetividad /
intersubjetividad (Quintero, 2010).
La construcción del “enemigo” operada por el proyecto social de homogeneización racial y
cultural de las elites dominantes, reprodujo los mismos sentidos y jerarquías que
estructuraron las relaciones de dominación conquistador / conquistado. La identidad
“enemigo” absorbió la del “otro” sin alteraciones, de modo que las construcciones “otro” y
“enemigo” fueron asimiladas en una misma identidad. En tanto la operación se completó con
la sustitución del europeo por la elite, las relaciones de dominación impuestas por la
estructuración jerárquica social/racial de la colonia, no se modificaron.
Aunque las ideas alrededor de la identidad nacional y su proceso de formación exigen un
abordaje específico, es preciso significar esta relación de dominación implícita en el proyecto
social del Estado-nación argentino articulada con el control de ámbitos específicos de la
existencia social, el del trabajo, sus recursos y productos y el de la naturaleza, en tanto las
relaciones con las demás formas de vida y con el resto del universo (Quintero 2010). Esta
articulación, sustentó el discurso de “orden y progreso” que configuró el modelo
agroexportador de las oligarquías. La identidad asimilada “otro / enemigo” operó, en un
mismo movimiento histórico, sobre el sentido de propiedad de los bienes simbólicos y
materiales del Estado-nación: al tiempo que desapoderaba y desmaterializaba a las
poblaciones indígenas, convirtió, a la elite blanca, en portadora y propietaria excluyente de
los mismos. Estos sentidos e identidades fueron condiciones necesarias para ocultar el
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genocidio de los indios pampeanos y patagónicos bajo la idea de una “campaña al desierto”.
La desmaterialización material/territorial y simbólica, se completa con la apropiación de los
bienes jurídicos por una elite que se asumió “reserva moral de la patria”.
En una entrevista reciente con Ricardo Forster, Zaffaroni resume que el corpus jurídico de un
estado está conformado por las leyes parlamentarias, la jurisdicción, ejercida por los jueces, y
la doctrina académica que reproduce la ideología de un discurso. Seguido agrega que, ese
aparato jurídico, es elaborado en un determinado momento histórico siguiendo el discurso del
sector hegemónico que retiene la mayor cantidad de renta. Ese sector diseña el aparato
jurídico del Estado a su medida (Zaffaroni, 2013).
Es decir que, en tanto el poder constituye el ejercicio administrativo de los bienes jurídicos y
simbólicos, las instituciones del Estado-nación son el instrumento consensuado para
enajenarlos. Si la acumulación de bienes como expresión del poder, nos dice Barcesat (…)
comporta también la apropiación del saber para nuevamente incrementar la acumulación de
bienes (Barcesat, 2010), el poder y su instrumentación son patrimonio de los propietarios de
los bienes materiales. En otras palabras, quien controla el corpus jurídico, el acceso a los
recursos, la producción de sentidos y las relaciones sociales, configura y ejerce el poder e
impone su orden de relaciones. Naturalizado este orden en el imaginario social, su legitimidad
permite la definición de reglas y enemigos.
En el decurso de su formación, el Estado-nación argentino, articuló la producción de sentido
con el control de la autoridad pública. La ejecución de políticas de exterminio masivo de las
masas indígenas, sintetizadas y constituidas en el “otro / enemigo”, combinadas con otras
que favorecieron la inmigración europea, formaron parte del proyecto social de
homogeneización racial y cultural.
Las agencias institucionales del estado-nación, asociadas a los intereses del sistema global
encarnados en su relación con Inglaterra, crearon la emergencia y la amenaza a la expansión
del capital implícito en la idea de progreso civilizatorio, definiendo “enemigos” a los que fue
“racional” y “legítimo” eliminar.
Los indígenas no se extinguieron producto de un proceso natural de avance civilizatorio. Esta
construcción difundida e instalada en el sentido común por los relatos historiográfico y
antropológico oficiales, tenía un doble objetivo, ocultar su desaparición por la práctica de una
política estatal y fijar la idea de una sociedad resultado de un “crisol de razas” europeas, en la
cual, el indígena, no es un componente significativo (Lenton y otros, 2010).
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La eliminación física de las masas indígenas, su concentración y deportación como fuerza de
trabajo, el borramiento de la identidad de menores y la destrucción de sus culturas,
consideradas por las elites intelectuales como inferiores, constituyeron mecanismos de
homogeneización que (…) le otorgan al proceso las características de un genocidio (Lenton y
otros, 2010).
El sistema-mundo como condición de posibilidad del crimen de masa
“Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el
momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la
boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está
vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de
acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina,
amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y
recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus
alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra
irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas
crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso” (Walter
Benjamin, 1940, Tesis sobre la historia IX).
Al inicio del trabajo sugeríamos la necesidad de liberar al “cidio” del debate que propone
sujetarlo a una clasificación jerárquica según una magnitud de escalas u otra de
ordenamiento ontológico. Sugeríamos también, en nuestra introducción y en idéntico sentido,
que estos debates académicos y jurídicos orientados a su prevención, se originan y suceden
invariablemente dentro de ámbitos de discusión cuya perspectiva no desborda la legitimidad
del orden sistémico. Es decir que, la prevención, se orienta siguiendo un modelo de
problemas y soluciones que no cuestionan ese orden.
La evidencia recurrente de un mismo perpetrador, el poder punitivo del estado-nación
moderno y la de una misma víctima, el “otro” construido por la racionalidad eurocéntrica,
orientan o debieran orientar la necesidad de problematizar sus conclusiones desde una
perspectiva diferente, en tanto estas, al abordar taxativamente a la víctima según el carácter
fragmentado y específico de la modalidad del crimen ejecutado, dispersan la atención sobre
el carácter institucional del victimario, resultando invariablemente excluido como sujeto en la
comisión de la casi totalidad de los crímenes de masa.
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Creemos que la problematización del genocidio debe operarse de modo inverso. Es decir, si
su condición de posibilidad reside en quien detenta la hegemonía del poder, siendo la
institución del estado nación moderno un instrumento consensuado y legítimo para el
ejercicio del poder, nuestra atención debiera posarse en las motivaciones del perpetrador y el
discurso en que se sustenta.
Resulta apropiado, tal como propone Feierstein en su posfacio al estudio de Zaffaroni,
descartar la idea banal de que los crímenes de masa serían el resultado de la toma del poder
por alucinados racistas o alienados mentales (Feierstein, 2010) presente, incluso, en obras
académicas que postulan con aires científicos que el genocidio es resultado de una patología.
Preguntándose por las funcionalidades sociales diferenciales que resuelven los crímenes de
masa modernos, destaca el análisis de Zaffaroni que ubica la genealogía del crimen de masa
en las transformaciones del poder punitivo que concluyeron en un modo de ejercicio de las
técnicas de saber, las técnicas de poder y la articulación entre estos sistemas (Feierstein,
2010). Más adelante en su desarrollo, Feierstein afirma que, “el objetivo de los crímenes de
masa modernos no radica en aquellos sujetos a los que se aniquila sino en el efecto del
proceso de aniquilamiento en toda la sociedad, los efectos que produce la muerte en aquellos
que quedan vivos (…) en los crímenes de masa modernos, el aniquilamiento no es el fin sino
la herramienta” (Feierstein, 2010) y, citando a Lemkin, describe las dos etapas que desarrolla
el genocidio, “una, la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición
del patrón nacional del opresor” (Lemkin, 1943). Finalmente concluye que el aniquilamiento
constituye un modo de opresión equiparable al del borramiento de los trazos históricos de la
constitución de las identidades nacionales (Feierstein, 2010). La homogeneización racial y
cultural operada durante la formación del Estado-nación argentino, se reconoce en esta idea
y en la materialización de las dos etapas descriptas por Lemkin.
La condición de posibilidad del crimen de masa en las técnicas articuladas del ejercicio del
poder como postula Zaffaroni, asociadas al recorrido histórico de la modernidad /
colonialidad, dan cuenta de la violencia constitutiva original del sistema mundo capitalista. La
producción teórica que se entroncó con los proyectos políticos de las naciones potencia,
naturalizó esta violencia justificándola con el avance del “espíritu civilizatorio”. Es decir que, la
estructuración social codificada en la “diferencia colonial”, el ejercicio moderno del poder y la
producción teórica en que se sustentan, no solo sugieren descartar la idea banal del origen
patológico de los crímenes de masa, también impiden pensar a la víctima como un “efecto
colateral” del “progreso”. Ambos argumentos tienden a relativizar la comisión de un crimen
que es político y, por eso, ocultado por el sistema.
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Advertíamos en nuestra introducción la dificultad que supone continuar abordando el
genocidio desde los límites epistémicos que el paradigma dispone para preservar la
hegemonía de sus presupuestos teóricos. Las conclusiones y políticas de prevención del
delito de lesa humanidad, producidas por instituciones académicas y jurídicas creadas por el
propio sistema, excluyen y por lo tanto preservan de toda discusión, las funcionalidades
sociales diferenciales del modelo de producción que origina un ejercicio de poder
potencialmente criminal y la red institucional en la que se asienta su “destino manifiesto”. La
alternativa de la condena moral no impidió la repitencia de comisión de un crimen que, salvo
excepciones, ha quedado invariablemente impune en tanto tiene por objetivo el
disciplinamiento social.
“Nuestros intereses”, “progreso”, “espacios vitales”, “desierto”, “estado de naturaleza” y otros
tantos eufemismos intercambiables en el tiempo, tuvieron y tienen por objeto preservar al
victimario y ocultar a la víctima. El sentido de un recurso retórico que impide la identificación
de estos sujetos, es el de subvertir la intolerancia constitutiva del sistema para legitimar un
constructo teórico que, desde el S.XVI y con mayor frecuencia desde el S.XVIII, ha
descartado y descarta materialmente una parte de la humanidad en nombre de las
ganancias.
La operación se completa siempre con la emergencia de una “amenaza” y la definición de un
“enemigo” capaz de encarnarla. Es “enemigo” aquel o aquello que impide o interfiere la
expansión a perpetuidad del capital y la apropiación de recursos. Los Estados-naciones, en
tanto agencias terminales del sistema, resuelven los “abstractos” localmente recreando y/o
produciendo otras tantas “emergencias”, “amenazas” y “enemigos” funcionales al despliegue
del poder punitivo constituido en “reserva moral de los valores de la patria” o de “la libertad y
la democracia”. Es por eso que, en el proceso de cosificación y deshumanización, a veces
nos constituimos en primitivos, otras en delincuentes subversivos, bárbaros o populistas. Esta
práctica, en general con complicidad mediática, se desarrolla operando procesos de
criminalización y estigmatización de sectores sociales, grupos humanos o ideologías y
proyectos políticos resistentes a la acumulación concentrada.
La categoría “enemigo” es un sucedáneo del constructo mental de “otredad”. Así como en el
decurso de sustitución de la religión por la razón no se modificaron las relaciones de
dominación que constituyeron al “otro” como sujeto opuesto e inferior al “blanco/europeo”,
tampoco se hizo durante la configuración sucesiva de “enemigos”. El enemigo resultó ser casi
siempre un no-blanco/europeo y, por lo tanto, una continuidad de la voluntad que estructuró
la sociedad del sistema mundo en función de jerarquías raciales. Tal estructura, desarrolló la
12
III Jornadas de Historia / UPMPM / 2013 – Fernando Lipina
Genocidio y Colonialidad: el carácter genocida del estado-nación de la modernidad
secuencia de significantes “otro”, “enemigo externo” y “enemigo interno”, cuyos sentidos e
identidades, fueron variables oportunas determinadas por el patrón central de dominación
global.
Frente a la insistente recurrencia del crimen de masa, creemos indispensable un debate
profundo sobre una posibilidad cierta y efectiva de la prevención del delito de lesa
humanidad. Se trata, en palabras de Fermín Chávez, de abordar su contingencia
significándola
desde
una
epistemología
periférica.
El
debate
debe
convocar
la
implementación de estrategias culturales cuyas perspectivas no eludan las variables
colonialidad del saber / colonialidad del poder. La desarticulación de las condiciones que
promueven y motivan la comisión del crimen de masa son impensables sin la construcción de
sociedades solidarias.
--
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