GRACIAS Y DESGRACIAS DE LA BOÍNA

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GRACIAS Y DESGRACIAS DE LA BOÍNA
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REVISTA VASCONGADA
En días de resol deja a media sombra el frontispicio nasal, sobre
frente sudorosa se levanta despejándola, y en día cubierto se echa hacia
atrás, el temperamento nervioso deja surcos en torbellino o la revuelve
como mar tempestuoso, el temperamento linfático la deja floja y abultada como un hongo, el bilioso apunta como un novillo de Carriquiri
con segunda intención y el sanguíneo la deja en cerco a manera de
corona.
El chalán la extiende por un lado, mientras por el otro asoma hacia fuera un mechón de pelos con un clavel, aparentando tener la cabeza más ancha de lo que es en realidad; no así el chulo con sienes
afiladas hacia adelante y un pico de grulla por encima de los ojos,
aparentando tener cabeza más larga de lo que es en realidad; el castellano se ha empeñado en meter la retórica hasta en la boína buscando
combinaciones de dos o más colores que formen estrellas de picos y
otras figuras y que oscurezcan la expresión natural de aquélla; por último, el señorito, no acordándose de que alguna vez pueda tener que
sudar por la frente, la ha añadido el antihigiénico cerco de badana
que la perjudica en la independencia de carácter. Y no hablemos de
los buñuelos que con ella hacen las mademoiselles, tan poseídas de su
misión de legisladoras de la moda; París es la ciudad de la presunción
del buen gusto. Veremos si los alemanes desfiguran más todavía lo que
enseñan en sus escaparates como gorras españolas al lado de panderetas
y castañuelas andaluzas, abanicos valencianos y telas escocesas.
Y el que se la pueda desfigurar tanto que resulte lo más feo y disforme que se puede imaginar ¿no es una prueba de la gran capacidad
estética de la boína, reveladora de raquitismos del buen gusto en personas y naciones que creen tenerlo muy robusto?
TELESFORO
DE
ARANZADI.
*
* *
GRACIAS Y DESGRACIAS DE LA BOÍNA
Al paso que en España, lo mismo en la milicia que en las demás
esferas de la adulterada vida nacional, todo se vuelve plagiar usos extranjeros, he aquí, boína amiga, boína hermana, boína de nuestras
buenas y malas andanzas nacionales, que estás en vías de que los fran-
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ceses, haciéndote alternar con la recién resucitada borgoñota de otros
siglos, te aclamen y proclamen como el cubre-cabezas oficial y universal de aquel ejército.
¡Mira tú que salir ahora los soldados de la República francesa remedando a nuestros inquietos «mutillac» del «requeté»!... Mas no es
de éstos precisamente de quien te toman por modelo. Con el nombre
de béret te llevan los cazadores alpinos, y al verte en sus testas de guerreros montañeses, tan cómoda, tan flexible, tan airosa y elegante, los
otros militares se han prendado de tus hechuras y aspiran a que reemplaces el viejo y abollado quepis de los «peludos».
Allende como aquende el Pirineo, todo lo nuevo aplace, aunque en
el caso presente, ¡oh boína de nuestros cogotes más tradicionales!, la
novedad que ofreces a los galos noveleros es para nosotros una antigualla que evoca sangre y lágrimas, ruinosos disturbios y contiendas
fratricidas.
Evocación inevitable, pero que tiene mucho de injusta. Si te tomaron por distintivo los primeros guerrilleros del año 1834, si luego engalanó el general Zumalacárregui tu blanco paño con galón y borla de
oro, también luciste tu bermejo color en el otro bando y ceñiste la cabeza de Don Rafael Echagüe el chapelgorri, también te glorificaron el
año 60 en Marruecos los voluntarios vascongados del general Latorre,
y también te llevan hoy los forales guipuzcoanos que dan guardia a la
regia residencia de Miramar.
De nadie eres ya privativa, hermana boína; porque la industria y
el comercio te sacaron de tus viejos rincones vascos y navarros para
que extendieses el imperio sobre millares y millares de chollas por
toda la Península, hasta en playas meridionales y llanuras manchegas
donde «pegas» tan adecuadamente como los zaragüelles murcianos en
Motrico.
No ya blanca o roja, negra o azul, morada o de color castaño oscuro, yo te he visto también — y aun se puede ver en ciertas tiendas
de la Plaza Mayor de Madrid — teñida de color de rosa y llena de policromas garambainas en las rústicas testas de los majos lugareños que
andan partiendo corazones desde Jadraque a Parla y desde Esquivias a
Buitrago. Pero en esa ridícula forma no eres la boína verdadera. Ni
tampoco ¡oh dulce prenda, por mí mal hallada, gentil y airosa cuando
Dios quería! en la forma raquítica y miserable que ahora te dan
«viles falsificadores».
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Mientras allá entre los franceses, conservando tu cómoda amplitud
y tu graciosa flexibilidad, te ilustras y engrandeces hasta el punto de
hallarte en camino de hundir el quepis clásico de aquellos militares,
aquí entre nosotros, en la tierra donde tomaste vida y nombre, la granjería de los industriales y el mal gusto de las gentes de reata te han
reducido a tan diminutas proporciones, que no eres sombra de ti
misma.
¡Quién te ha visto y quién te ve! Estás que no puedes ni con el
minúsculo rabillo que debe rematar toda boína digna de tal nombre.
Antaño ostentabas tu amplitud y bélico desgaire, ya acompañando a la
capa blanca de Don Ramón Cabrera, ya a la zamarra liberal de Don
Martín Zurbano. Hoy te traen tirios y troyanos, estudiantes y menestrales, niños y viejos, gordos y flacos, grotescamente trasformada en
una parodia del solideo eclesiástico, en un remedo — ¡qué vergüenza,
hermana boína! — del casquete que se pone a los tiñosos.
Tus detractores — pues ni las coronas ni las tiaras se libran de
ellos — te han achacado una grave culpa, que en rigor no es tuya,
sino de los que no saben llevarte. Y es que al ir demasiado ajustada
comprimes los cráneos, impides por consecuencia el desarrollo encefálico, y eres causa, por fin, del atraso y reducción mental en que se
halla una muy grande y honrada parte de nuestros indígenas.
No, no te disculpes, boína holgada y manejable, tal cual te quiero
yo y te he llevado deleitosamente; porque ya digo que no es tuya la
culpa que te achacan. Pero convén conmigo en que semejante inculpación no va descaminada, cuando la pequeñez, la ruindad que hoy
se echa de ver en toda apariencia, lo mismo que en toda esencia, hacen
de tu antigua gallardía y abundancia una risible, una infantil exigüidad
trocando tu elástico doblez en un cerquillo compresor de cráneos y de
ideas.
¿Es este un símbolo, evidentemente «capital», aunque parezca su
aspecto tan liviano, de la mezquindad y el ahogo con que pensamos y
obramos en todos los llamados órdenes de la supuesta vida nacional?
En caso afirmativo, amada boína, bien estas según te han puesto y
te llevan hoy al modo de las caperuzas inservibles que Sancho, en la
Insula Barataria, mandó dejar para que jugasen los niños de la Doctrina; pero me duele, me duele ¡oh boína ibérica, cómoda, castiza y
elegante cobertera de nuestros testuces! que aquí te hayan dejado tan
raquítica, tan mezquina, tan ruin y tan ridícula, al paso que los fran-
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ceses — llevándote hoy como nosotros te llevábamos antaño — se ufanen contigo hasta el extremo de querer concederte los honores que te
he anunciado.
¿Dices que esto es fruslería y cosa de poco momento? No seas tan
sandiamente modesta, amada y achicada boína; que a causa de estos
achicamientos propios y de esas usurpaciones extranjeras está España
como está contentándose con un poco de paño para la coronilla y dejando lo demás en cueros vivos.
MARIANO
DE
CÁVIA.

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