LOS ANTEOJOS

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LOS ANTEOJOS
LOS ANTEOJOS
Hace años, estaba de moda ridiculizar la idea de «amor a primera
vista»; pero aquellos que piensan, así como aquellos que sienten
profundamente, siempre han defendido su existencia. De hecho, los
descubrimientos modernos en el campo de lo que podría llamarse
magnetismo ético o estética magnética parecen probar que los afectos humanos más naturales, y en consecuencia más auténticos e
intensos, son los que surgen en el corazón como por simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más radiantes y duraderos son los impuestos por una mirada. La confesión que voy a
hacer agregará uno más a los ya casi incontables ejemplos que
prueban la verdad de esa idea.
El relato me obliga a dar algunos detalles. Todavía soy un hombre
joven; no he cumplido aún los veintidós años de edad. Mi nombre
actual es muy común y bastante plebeyo: Simpson. Digo «actual»
porque no hace mucho que me llamo así; he adoptado legalmente
este nombre el año pasado para poder recibir una importante
he―rencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq.
El legado me imponía como condición adoptar el nombre del testador; su apellido, no el nombre de pila. Mi nombre de pila, o más
exactamente mi nombre de pila completo, es Napoleón Bonaparte.
Adopté el apellido Simpson con cierta renuencia, pues siento un orgullo muy perdonable por mi verdadero patronímico, Froissart, y
creo que podría demostrar mi descendencia del inmortal autor de
las Crónicas. Y ya que estamos en el tema de los nombres, de paso, quisiera mencionar una singular coincidencia de sonidos entre
los nombres de algunos de mis predecesores inmediatos. Mi padre
era Monsieur Froissart, de París. Su esposa ―mi madre, que se
casó con él a los quince años― era Mademoiselle Croissart, la hija
mayor del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, de sólo dieciséis años al casarse con él, era la hija mayor de Victor Voissart.
Monsieur Voissart, muy curiosamente, estaba casado con una dama de apellido similar: Mademoiselle Moissart. Ella también se casó
siendo casi una niña, y su madre, Madame Moissart, tenía catorce
años cuando la llevaron al altar. Estos matrimonios tempranos son
comunes en Francia. Como sea, he aquí a los Moissart, los Voissart, los Croissart y Froissart, en línea directa de descendencia. Pero mi nombre, como dije, pasó a ser Simpson por disposición legal,
y con tanto rechazo de mi parte que, en un momento, realmente
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dudé en aceptar el legado sujeto a aquella inútil y molesta condición.
En cuanto a dotes personales, no me faltan en absoluto. Por el contrario, creo estar bien formado, y poseo lo que nueve de cada diez
personas llamarían un rostro bien parecido. Mido cinco pies y seis
pulgadas de altura. Mi cabello es negro y rizado. Mi nariz está bastante bien. Tengo ojos grandes y grises, y aunque son débiles en un
grado muy inconveniente, nadie sospecharía algún defecto en ellos
por su apariencia. Esa debilidad, sin embargo, siempre me molestó,
y he recurrido a todos los remedios, excepto los anteojos. Siendo
joven y apuesto, naturalmente me desagradan, y me he negado rotundamente a usarlos. No conozco nada que desfigure tanto el rostro de una persona joven, ni que imprima tanto en los rasgos un aire
no de gravedad, sino de santurronería y de vejez, directamente. El
monóculo, por su parte, tiene un tinte de vanidad y afectación. Hasta ahora me las he arreglada tan bien como pude sin ninguno de
esos elementos. Pero ya basta de estos detalles meramente personales que, después de todo, no tienen importancia. Me contentaré
con agregar que mi temperamento es sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que toda mi vida he sido un devoto admirador
de las mujeres.
Una noche, el invierno pasado, entré en un palco del Teatro P... en
compañía de un amigo, Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el
programa presentaba un atractivo muy especial, de modo que la sala se hallaba atestada. Sin embargo, nosotros llegamos a tiempo
para ocupar las plateas que habíamos reservado y hasta las cuales,
con cierta dificultad, nos abrimos paso.
Durante dos horas, mi compañero, que era un fanático musical,
consagró toda su atención al escenario; yo, mientras tanto, me entretuve observando al público, compuesto en su mayor parte por la
elite misma de la ciudad. Una vez satisfecho sobre este punto, estaba por dirigir mi vista a la prima donna, cuando mis ojos fueron
detenidos y atrapados por una figura que, en uno de los palcos privados, había escapado a mi observación.
Aunque viviera mil años, jamás podría olvidar la intensa emoción
con que admiré esa figura. Era la mujer más exquisita que jamás
había contemplado. Tenía en ese momento el rostro vuelto hacia el
escenario y, durante algunos minutos, no pude verlo; pero su forma
era divina; ninguna otra palabra alcanza a describir la belleza de su
contorno, e incluso el término «divina» me parece ridículamente insuficiente mientras lo escribo.
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La magia de una forma encantadora en la mujer, la nigromancia de
la gracia femenina fue siempre un poder al que había encontrado
imposible resistirme; pero aquí estaba la gracia personificada, encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiastas visiones.
La figura, que la construcción del palco me permitía ver casi entera,
sobrepasaba un poco la altura promedio, y rozaba casi, sin alcanzar
de hecho, lo majestuoso. Su perfecta plenitud y tournure eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo se veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la de la Psique griega, y era más exhibida
que ocultada por una elegante gorra de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo. Su brazo derecho se apoyaba
sobre la barandilla del palco, y estremecía cada fibra de mi ser con
su exquisita simetría. Desde el hombro, y hasta pasar apenas el codo, estaba cubierto por una de esas mangas abiertas y sueltas que
están de moda. Se continuaba entonces con otra, de un material
tenue y ceñido, rematada en un puño de fino encaje que caía grácilmente sobre el dorso de la mano y sólo permitía ver los delicados
dedos, en uno de los cuales resplandecía un anillo de diamantes,
cuyo extraordinario valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca se veía realzada por el brazalete que lucía, también engarzado y adornado con una magnífica aigrette de piedras
preciosas, revelando al mismo tiempo, en términos inequívocos, la
riqueza y el gusto refinado de su portadora.
Me quedé contemplando aquella aparición regia por lo menos media hora, como si me hubiese petrificado de repente; y durante ese
tiempo sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho o cantado sobre el «amor a primera vista». Mis sentimientos eran por
completo diferentes de todos los que había experimentado hasta
ese momento, aun en presencia de los modelos más renombrados
de belleza femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que
no puedo sino considerar como magnética, parecía fijar no sólo mi
visión, sino todas mis facultades intelectuales y sensibles, en el admirable objeto que tenía ante mí. Vi, sentí y supe que estaba profunda, perdida e irrevocablemente enamorado, aun antes de ver el
rostro de la persona amada. De hecho, tan intensa era la pasión
que me consumía, que creo realmente no se habría atemperado
mucho si las facciones, no vistas todavía, resultaran ser ordinarias:
tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero ―el amor a
primera vista― y tan poco depende en realidad de las condiciones
externas, que sólo en apariencia lo generan y controlan.
Mientras estaba absorto admirando aquella imagen encantadora, un
repentino disturbio entre el público la hizo girar ligeramente la cabe-
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za hacia mí, y pude entonces contemplar su perfil. Su belleza excedía todas mis previsiones, y sin embargo había en ella algo que me
desilusionó, aunque no podía precisar qué era. Dije «desilusionó»,
pero ésa no es en absoluto la palabra adecuada. Mis sensaciones
se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Tenían ahora menos de
arrebato y más de un entusiasmo sereno, de reposo entusiasmado.
Esa sensación quizás obedeciera al aire maternal, como de Madonna, que mostraba aquel rostro... pero me daba cuenta de que no
podía deberse enteramente a ello. Había algo más, algún misterio
que no lograba develar, alguna expresión de aquel semblante que
me perturbaba levemente al tiempo que avivaba intensamente mi
interés. De hecho, me hallaba en ese estado mental que predispone
a un hombre joven y susceptible de cometer cualquier acto de extravagancia. Si la dama hubiese estado sola, sin duda yo habría ido
hasta su palco, arriesgándome a hablarle; pero afortunadamente la
acompañaban dos personas: un caballero y una mujer sumamente
hermosa y ―daba la impresión― algunos años menor que ella.
Di vueltas en mi mente a mil planes que me permitieran en el futuro
ser presentado a la dama de más edad, o en todo caso que me
permitieran en el presente apreciar mejor su belleza. Me habría
cambiado a un asiento más próximo al de ella, pero el teatro estaba
repleto y era imposible hacerlo; y últimamente los rígidos decretos
de la Moda habían prohibido en forma terminante el uso de gemelos
en un caso como aquél, aun cuando los hubiera tenido, de manera
tal que estaba desesperado.
Finalmente, decidí recurrir a mi amigo.
― Talbot ―le dije―, usted tiene unos gemelos. Préstemelos.
— ¿Gemelos? ¡No! ¿Qué supone que estaría haciendo yo con unos
gemelos? ―me respondió, volviéndose impacientemente hacia el
escenario.
― Pero, Talbot ―insistí, tironeándolo del hombro―, escúcheme,
por favor. ¿Ve aquel palco? ¡Aquél... no, el siguiente! ¿Vio alguna
vez una mujer más hermosa?
― Es muy hermosa, sin duda ―dijo.
― Me pregunto quién podrá ser...
― ¡Vaya! ¡Por todos los cielos! ¿No sabe quién es? «El no conocerla revela su propio anonimato». Es la famosa Madame Lalande, la
belleza del momento par excellence, y el comentario de toda la ciudad. Inmensamente rica; además, viuda y un gran partido. Acaba de
llegar de París.
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― ¿Usted la conoce?
― Sí, he tenido el honor.
― ¿Podría presentármela?
― Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo?
― Mañana, a la una, lo veré en el B...
― Muy bien; y ahora cállese, si puede.
A ese respecto, me vi obligado a escuchar el consejo de Talbot,
pues éste se mantuvo obstinadamente sordo a toda otra pregunta o
insinuación, y se ocupó exclusivamente de lo que estaba ocurriendo
en el escenario durante el resto de la velada.
Por mi parte, yo mantuve mis ojos fijos en Madame Lalande, y finalmente tuve la buena fortuna de ver su rostro de frente. Era exquisitamente encantador: eso, claro está, ya me lo había dicho mi
corazón, aún antes de que Talbot me lo confirmara; pero ese algo
ininteligible seguía perturbándome. Concluí finalmente que lo que
afectaba mis sentidos era un cierto aire de gravedad, de tristeza o,
más exactamente, de cansancio, que le quitaba a aquel semblante
algo de su juventud y frescura, pero otorgándole una ternura y majestuosidad seráficas, y, por supuesto, para mi temperamento entusiasta y romántico, un atractivo diez veces mayor.
Mientras deleitaba de aquella manera mis ojos, noté estremecido,
por un sobresalto casi imperceptible de la dama, que ésta había advertido de repente mi intensa mirada. Yo estaba absolutamente fascinado, sin embargo, y no pude dejar de observarla, ni siquiera un
instante. Ella desvió el rostro, y volví a ver sólo el cincelado contorno de su cabeza. Tras unos minutos, como urgida por la curiosidad
de saber si yo la seguía mirando, giró gradualmente el rostro una
vez más, y una vez más encontró mi ardiente mirada. Bajó de inmediato sus grandes ojos oscuros, y un profundo rubor tiñó sus mejillas. Pero cuál no sería mi asombro al ver que no sólo no apartó la
cabeza por segunda vez, sino que tomó de su regazo unos gemelos, los alzó, los ajustó, y se puso a observarme con ellos, atenta y
deliberadamente, por espacio de varios minutos.
Si hubiese caído un rayo a mis pies no me habría sentido tan perplejo; solamente perplejo: ni ofendido ni disgustado en absoluto,
aunque una actitud tan audaz en cualquier otra mujer seguramente
me habría molestado. En este caso, todo aquello fue hecho con tanta serenidad, tanta nonchalance, tanta calma, con un aire tan evidente de la mejor crianza, en suma, que no se percibía el más mínimo descaro, y mis únicas sensaciones fueron de admiración y sor-
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presa.
Noté que la dama pareció satisfecha con la rápida inspección que
hizo primero de mi persona, y estaba bajando los gemelos cuando,
como asaltada por un segundo impulso, volvió a levantarlos y continuó mirándome con fijeza durante varios minutos; cinco minutos por
lo menos, estoy seguro.
Aquel comportamiento, tan llamativo en un teatro norteamericano,
atrajo la atención general y provocó entre el público un vago movimiento, un murmullo, que me llenó de confusión por un momento,
pero que no produjo ningún efecto visible en el rostro de Madame
Lalande.
Una vez satisfecha su curiosidad ―si era eso― bajó los gemelos y
se concentró nuevamente en el escenario, dándome el perfil como
antes. Yo continué mirándola sin tregua, aunque tenía plena conciencia de lo impropio que era hacerlo. Entonces vi su cabeza cambihar lenta y ligeramente de posición; y pronto me convencí de que
la dama, mientras simulaba interesarse en el escenario, estaba en
realidad observándome atentamente. Huelga decir el efecto que
produjo esa conducta, de parte de una mujer tan fascinante, en mi
espíritu excitable.
Después de espiarme durante quizás un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió al caballero que la acompañaba y supe,
por las miradas de ambos, que hablaban de mí.
Luego, Madame Lalande se volvió una vez más hacia el escenario
y, durante unos minutos, pareció estar absorta en la función. Pero al
cabo de ese tiempo, me vi sumido en una extrema agitación cuando
la vi tomar por segunda vez los gemelos, enfocarlos nuevamente
hacia mí y, desdeñando el renovado murmullo del público, examinarme de pies a cabeza con la misma compostura que tanto había
deleitado y confundido mi alma previamente.
Aquel comportamiento extraordinario me provocó una absoluta y
febril excitación, un auténtico delirio de amor, y sirvió más para
alentarme que para desconcertarme. En la insensata intensidad de
mi devoción, me olvidé de toda otra cosa que no fuera la presencia
y la majestuosa belleza de la visión que estaba contemplando. Esperé mi oportunidad y, cuando me pareció que el público estaba
concentrado en la ópera, logré captar la atención de Madame Lalande y, sin más, le hice una leve pero inconfundible reverencia.
Se sonrojó visiblemente, apartó la mirada, miró luego lenta y cautamente alrededor, como para ver si mi osadía había sido advertida,
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y se inclinó después hacia el caballero sentado junto a ella.
Tomé entonces lacerante conciencia de la impertinencia que había
cometido, y no esperé otra cosa que la denuncia inmediata, mientras una visión de pistolas a la mañana siguiente atravesó rápida e
inquietantemente mis pensamientos. Pronto me sentí muy aliviado,
sin embargo, al ver que la dama simplemente le dio un programa al
caballero, sin decirle nada. Pero el lector podrá hacerse una vaga
idea de mi asombro, de mi profundo desconcierto, del delirante trastorno de mi corazón y de mi alma cuando, inmediatamente después,
tras haber mirado furtivamente alrededor, la dama posó plena y fijamente sus ojos resplandecientes en los míos, y luego, con una
ligera sonrisa que dejó ver sus dientes brillantes como perlas, hizo
dos inclinaciones de cabeza, claras, marcadas, inequívocas y afirmativas.
No tiene sentido, por supuesto, que me extienda acerca de la alegría, del arrebato, del éxtasis infinito de mi corazón. Si algún hombre enloqueció alguna vez por exceso de felicidad, fui yo en aquel
momento. Amaba. Ése era mi primer amor, así lo sentía. Era un
amor supremo, indescriptible. Era «amor a primera vista», y también
a primera vista había sido apreciado y correspondido.
Sí, correspondido. ¿Cómo y por qué había de dudarlo un instante?
¿Qué otra explicación podía dar de semejante conducta por parte
de una dama tan bella, tan adinerada, tan manifiestamente culta, de
tan alta cuna, de posición social tan elevada, tan enteramente respetable en todo sentido como yo estaba seguro que era Madame
Lalande? ¡Sí, ella me amaba, ella correspondía al entusiasmo de mi
amor con un entusiasmo tan ciego, tan desinteresado, tan espontáneo, tan desenfrenado y tan absolutamente ilimitado como el mío!
Esas deliciosas fantasías y reflexiones, sin embargo, se vieron de
pronto interrumpidas por la caída del telón. El público se puso de
pie y pronto se produjo el tumulto habitual. Abandonando a Talbot
abruptamente, hice todo lo posible por abrirme paso y acercarme a
Madame Lalande. Frustrado en mi intento a causa de la multitud,
desistí por fin de mi persecución y me dirigí hacia mi casa, consolándome por la decepción de no haber podido rozar siquiera el dobladillo de su capa al pensar que Talbot me presentaría a ella en
forma debida, al día siguiente.
Llegó, por fin, ese día; es decir, amaneció finalmente después de
una larga y agotadora noche de impaciencia. Y luego, hasta la una,
las horas se arrastraron como caracoles, cansinas e innumerables.
Pero incluso Estambul, se dice, tendrá su fin, y así concluyó aquella
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larga espera. El reloj dio la una. Mientras se apagaba su último eco
entré en el B... y pregunté por Talbot.
― Salió ―dijo el criado, precisamente el de Talbot.
― ¡Salió! ―respondí, retrocediendo unos pasos―. Permítame decirle, mi buen amigo, que eso es absolutamente imposible e inconcebible. Mr. Talbot no salió. ¿Qué es lo que quiere decir?
― Nada, señor..., sólo que Mr. Talbot no está. Eso es todo. Partió
para S... inmediatamente después del desayuno, y dejó dicho que
no volvería hasta dentro de una semana.
Me quedé petrificado de horror y rabia. Intenté replicar, pero mi lengua se negó a su deber. Finalmente, di vuelta sobre mis talones,
lívido de ira y enviando por dentro a toda la tribu de los Talbot a las
regiones más remotas del Erebo. Era evidente que mi considerado
amigo, il fanatico, había olvidado por completo la cita que tenía
conmigo; la había olvidado tan pronto como fue hecha. Jamás fue
un hombre de mucha palabra. Aquello no tenía remedio, de modo
que, ocultando mi enfado lo mejor posible, remonté la calle malhumorado, haciendo fútiles averiguaciones sobre Madame Lalande
con cada conocido que me encontraba. Por los informes, descubrí
que todos la conocían; muchos tan sólo de vista. Pero llevaba apenas dos semanas en la ciudad, y por lo tanto eran pocos los que la
conocían personalmente. Esos pocos, siendo en realidad casi extraños para ella, no podían, o no querían, tomarse la libertad de presentarme mediante la formalidad de una visita matinal. Mientras,
lleno de desesperación, conversaba con un trío de amigos acerca
del tema que absorbía por completo mi corazón, sucedió que el tema mismo pasó por allí.
― ¡Por mi vida, ahí está! ―exclamó uno.
― ¡Sorprendentemente hermosa! ―agregó el segundo.
― ¡Un ángel en la Tierra! ―dijo el tercero.
Miré, y en un coche abierto que se acercaba lentamente por la calle
hacia nosotros, iba sentada la encantadora visión de la ópera,
acompañada por la dama más joven que la noche anterior ocupaba
un asiento en su palco.
― Su acompañante también está muy bien ―dijo el que había
hablado primero.
― Es asombroso ―dijo el segundo―. Todavía tiene un aire de lo
más lozano; pero es que el arte hace maravillas. ¡Palabra, luce mejor que en París, hace cinco años! Una bella mujer todavía, ¿no le
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parece, Froissart?... Simpson, quiero decir.
― ¡Todavía! ―dije yo, ¿y por qué no habría de serlo? Pero, comparada con su amiga, es como una vela ante la estrella vespertina,
como una luciérnaga frente a Antares.
― ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, Simpson, usted tiene un don sorprendente para
hacer descubrimientos..., por lo originales, quiero decir!
Y entonces nos separamos, mientras uno del trío empezó a canturrear un alegre vaudeville, del que sólo capté los versos
Ninon, Ninon, Ninonábas Á bas Ninon de l'Enclos!
Durante esta pequeña escena, sin embargo, una cosa había servido
grandemente para consolarme, si bien alimentó la pasión que me
consumía. Cuando el coche de Madame Lalande pasó junto a nuestro grupo, noté que ella me reconoció; y lo que es más, me bendijo
con la más seráfica de las sonrisas imaginables, sin ninguna señal
equívoca de aquel reconocimiento.
En cuanto a la presentación, me vi obligado a abandonar toda esperanza hasta que Talbot considerase apropiado regresar del campo.
Mientras tanto, frecuenté con perseverancia todos los sitios respetables de entretenimiento y, por fin, en el mismo teatro donde la
había visto por primera vez, tuve la suprema dicha de encontrarla y
de intercambiar miradas con ella una vez más. Pero esto sólo sucedió al cabo de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había preguntado por Talbot, y diariamente me había estremecido de rabia el
eterno «No ha vuelto todavía» de su criado.
La noche en cuestión, por lo tanto, me hallaba en un estado próximo a la locura. Madame Lalande, me habían dicho, era parisina;
había llegado hacía poco de Francia. ¿No podía regresar a París
repentinamente, antes de que Talbot volviese? ¿Y no la perdería
entonces para siempre? Era una idea terrible de soportar. Dado que
estaba en juego mi felicidad futura, resolví actuar de modo viril. Al
terminar la función, por lo tanto, seguí a la dama hasta su residencia, anoté la dirección y, a la mañana siguiente, le envié una larga y
elaborada carta en la que volcaba todo mi corazón.
Me expresé audaz y libremente... en una palabra, me expresé con
pasión. No oculté nada, ni siquiera mis defectos. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro, e incluso a las miradas que habíamos intercambiado. Llegué al extremo de decirle
que estaba seguro de su amor, y le ofrecí esa seguridad y la intensidad de mi devoción como dos excusas de mi conducta, por lo demás imperdonable. Como tercera, mencioné mi temor de que pudie-
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ra marcharse de la ciudad antes de haber tenido yo la oportunidad
de serle presentado formalmente. Concluí la carta más vehemente y
entusiasta que jamás se haya escrito declarando con franqueza mi
posición social, mi fortuna, a la vez que le ofrecía mi corazón y mi
mano.
Aguardé la respuesta con angustiante expectativa. Después de lo
que pareció ser un siglo, la respuesta llegó.
Sí, realmente llegó. Por romántico que parezca todo, realmente recibí una carta de Madame Lalande; la hermosa, la acaudalada, la
idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como la auténtica francesa que
era, había obedecido los francos dictados de su razón, los generosos impulsos de su naturaleza, ignorando las mojigaterías convencionales de la sociedad. No había desdeñado mis declaraciones. No
se había refugiado en el silencio. No había devuelto mi carta sin
abrir. Por el contrario, me había enviado en respuesta una escrita
por su propia y exquisita mano. Decía así:
«Monsieur Simpson me pardonar por no ecribir la ermosa lengua de su pais tan bien como debría. Es solamente muy poco
que he llegado, y no tuve opportunité para l'étudier.
«Echa mi disculpa po la manière, diré ahora que, ¡hélas, Monsieur Simpson! no a divinado sino la verdad. ¿Debo decir de
más? ¡Hélas! ¿No me apuro a hablar en demasiado?
Eugénie Lalande»
Besé un millón de veces esa nota de noble inspiración, e incurrí seguramente en otras mil extravagancias que ahora escapan a mi
memoria. Pero Talbot no volvía. i Ay! Si hubiera podido hacerse siquiera una vaga idea del sufrimiento que me causaba su ausencia,
¿su alma compasiva no habría vuelto de inmediato para aliviarme?
Pero Talbot, sin embargo, no volvía. Le escribí. Me respondió. Lo
retenían asuntos urgentes, pero pronto regresaría. Me rogaba que
no me impacientase, que moderara mis arrebatos, que leyera libros
tranquilizadores, que no bebiera nada más fuerte que vino del Rin, y
que recurriera a los consuelos de la filosofía. ¡Grandísimo tonto! Si
no podía venir en persona, ¿por qué, en nombre de todo lo razonable, no me enviaba una carta de presentación? Volví a escribirle,
rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por ese criado, con el siguiente endoso a lápiz. El truhán se había encontrado
con su amo en el campo:
«Salió de S... ayer, no dijo a dónde, ni cuándo vuelve. Como
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reconocí su letra, y sé que usted siempre tiene algún apuro, me
pareció lo mejor devolverle la carta.
Lo saluda atentamente,
Stubbs»
Ni falta hace decir que envié al amo y al valet a las deidades infernales; pero de nada servía la ira, y no había en la queja consuelo
alguno.
No obstante, aún me quedaba el recurso de mi audacia natural.
Siempre me había sido muy útil, y resolví emplearla una vez más
para mis fines. Por otra parte, después de la correspondencia que
habíamos intercambiado, ¿qué acto de informalidad podía cometer,
dentro de ciertos límites, que Madame Lalande pudiera encontrar
indecoroso? Desde lo de la carta, había adoptado el hábito de vigilar su casa, y así descubrí que la dama, al caer la tarde, solía dar un
paseo por la plaza de enfrente, acompañada solamente por un negro de librea. Allí, entre las arboledas exuberantes, en la penumbra
gris de un ocaso estival, aguardé mi oportunidad y la abordé.
Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba, lo hice con el
aire confiado de un viejo conocido. Con una presencia de ánimo auténticamente parisina, ella captó la situación en el acto y me tendió
la más encantadora de las manos para saludarme. El valet se alejó
de inmediato unos pasos. Y entonces, con los corazones rebosantes, hablamos extensamente y sin reservas de nuestro amor.
Como Madame Lalande hablaba inglés con menos fluidez de la que
tenía para escribirlo, debimos mantener nuestra conversación en
francés. En esa dulce lengua, tan propia para la pasión, di libertad
al impetuoso entusiasmo de mi naturaleza y, con toda la elocuencia
de que era capaz, le pedí su consentimiento para que nos casásemos de inmediato.
Sonrió ante mi impaciencia. Aludió a la vieja historia del decoro, ese
espantajo que acobarda a tanta gente ante la dicha, hasta que la
oportunidad de la dicha se desvanece para siempre. Señaló que,
imprudentemente, yo había hecho saber entre mis amigos que deseaba conocerla, lo cual significaba que no habíamos sido presentados, lo cual significaba, a su vez, que no era posible disimular la
fecha en que nos habíamos presentado. Casarnos de inmediato sería impropio, sería indecoroso, sería, outré. Dijo todo esto con un
encantador aire de naïveté que me hechizaba al mismo tiempo que
me dolía y me convencía. Llegó incluso a acusarme, entre risas, de
precipitación, de imprudencia. Me pidió recordar que, en realidad,
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yo no sabía siquiera quién era ella, cuáles eran sus expectativas,
sus vinculaciones, su posición social. Me rogó, pero con un suspiro,
que reconsiderase mi propuesta, y llamó a mi amor una infatuación,
un capricho, una ilusión o fantasía del momento, una construcción
inestable y sin base, más de la imaginación que del corazón. Dijo
estas cosas mientras las sombras del bello atardecer se hacían más
y más oscuras alrededor; pero luego, con una suave presión de su
mano de hada, echó por tierra en un delicioso instante todos los argumentos que había esgrimido.
Repliqué lo mejor que pude, como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé extensa y obstinadamente de mi devoción, de mi pasión,
de su profunda belleza y de mi entusiasta admiración. Para finalizar,
hice hincapié, con convincente energía, en los peligros que rodean
el camino del amor ―ese camino que jamás fue llano― y reparé en
el evidente riesgo de alargar innecesariamente su recorrido.
Este último argumento pareció suavizar el rigor de su postura. Se
ablandó, pero seguía habiendo un obstáculo, dijo, que sin duda yo
no había considerado en su debida forma. Era un tema delicado de
tratar, sobre todo para una mujer; sentía que al mencionarlo sacrificaba sus sentimientos, pero, por mí, todo sacrificio tenía sentido.
Aludió al tema de la edad. ¿Me daba cuenta yo, me daba plenamente cuenta de la diferencia que había entre nosotros? El mundo
consideraba admisible, e incluso conveniente, que el marido sobrepasara en algunos años ―hasta quince, o veinte― la edad de su
esposa. Pero ella siempre había creído que la edad de la mujer no
debía exceder jamás la del esposo. Las diferencias tan marcadas
daban lugar ―i ay, con demasiada frecuencia!― a una vida de desdichas. Ella sabía que yo no pasaba de los veintidós años, y yo, por
el contrario, quizá no tenía conciencia de que los años de mi Eugénie excedían considerablemente esa cifra.
En todo aquello había una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me deleitó, que me hechizó, que selló para siempre mis
cadenas. Apenas pude contener el profundo arrebato que me dominaba.
― ¡Mi dulcísima Eugénie! ―exclamé―. ¿Qué está diciendo? Tiene
usted unos años más que yo. ¿Y qué? Las costumbres del mundo
sólo son tonterías convencionales. Para aquellos que se aman como nosotros, ¿en qué se diferencia un año de una hora? Yo tengo
veintidós años, dice usted; concedido: en realidad, bien puede considerarme de veintitrés. En cuanto a usted, mi amada Eugénie, podrá tener no más..., no más de..., de..., de...
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Me detuve un instante, esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme su verdadera edad. Pero la mujer francesa
casi nunca es directa, y siempre tiene algún recurso práctico a manera de respuesta ante una pregunta embarazosa. En este caso,
Eugénie, que desde hacía unos instantes parecía estar buscando
algo que llevaba en el pecho, dejó caer sobre el césped un retrato
en miniatura que recogí de inmediato para devolverle.
― Consérvelo ―me dijo con una de sus sonrisas del todo encantadoras―. Consérvelo en mi honor, en honor de aquella a quien representa demasiado halagadoramente. Además, en el reverso de
ese retrato quizás encuentre la información que parece buscar.
Ahora está oscureciendo, pero podrá examinarlo a gusto por la mañana. Entretanto, esta noche será mi acompañante. Mis amigos van
a celebrar en casa una pequeña levée musical. Puedo prometerle
que escuchará buen canto. Nosotros los franceses no somos en
absoluto tan puntillosos como ustedes los norteamericanos, y no
tendré ninguna dificultad en presentarlo como un viejo conocido
mío.
Diciendo esto, se tomó de mi brazo y fuimos hacia su casa. Era una
hermosa mansión, y descuento que estaba amueblada con buen
gusto. No obstante, no puedo pronunciarme categóricamente sobre
este último punto, pues ya había anochecido cuando llegamos y,
durante el verano, en las mansiones norteamericanas más finas rara vez se encienden las luces a esa hora, la más deliciosa del día.
Más tarde fue encendida una lámpara de techo en el salón principal,
y pude ver que éste estaba arreglado con inusual delicadeza y hasta esplendor; pero las otras dos salas contiguas, donde estaban reunidos la mayoría de los invitados, permanecieron toda la velada en
una agradable penumbra. Ésa es una costumbre bien pensada, que
al menos permite a la gente elegir entre la luz y la sombra, y que
nuestros amigos al otro lado del mar deberían adoptar sin pérdida
de tiempo.
Aquella noche fue sin duda la más deliciosa de mi vida. Madame
Lalande no había exagerado la capacidad musical de sus amigos:
en ningún círculo privado, fuera de los de Viena, escuché jamás un
canto como el que escuché allí. Los instrumentistas eran muchos y
de un talento superior. Las voces, principalmente femeninas, eran
todas de jerarquía. Hacia el final, ante el pedido de los invitados,
Madame Lalande se levantó sin reparos ni afectación de la chaise
longue en la que estaba sentada a mi lado y, acompañada por uno
o dos caballeros y su amiga de la ópera, se dirigió hacia el piano
situado en el salón principal. Hubiera querido escoltarla yo, pero
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sentí que, dadas las circunstancias de mi presentación, convenía
que me quedase discretamente en mi lugar. Por lo tanto, no tuve el
placer de verla cantar, pero sí el de escucharla.
La impresión que produjo en los presentes podría calificarse de
eléctrica, pero su efecto en mí fue todavía mayor. No sé cómo describirlo. Se debió en parte, sin duda, al sentimiento de amor que me
dominaba, pero sobre todo a la exquisita y convincente sensibilidad
de la cantante. Escapa al arte infundir a un aria o un recitativo una
expresión más apasionada que la suya. Su versión de la romanza
de Otello, el tono con que dijo las palabras «Sul mio sasso» en Los
Capuletos, aún resuenan en mi memoria. Su registro bajo era absolutamente milagroso. Su voz abarcaba tres octavas completas, desde el re de la contralto hasta el re de la soprano, y, aunque tenía
potencia suficiente para llenar el San Carlos, ejecutaba con la más
minuciosa precisión todas las dificultades de la composición vocal:
escalas ascendentes y descendentes, cadencias y fiorituras. En el
final de La Sonámbula, logró un efecto del todo notable donde dice:
Ah, non guingue uman pensiero
Al contento ond `io son piena.
Allí, imitando a la Malibrán, modificó la frase original de Bellini para
permitir que su voz cayera en el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos octavas de intervalo.
Tras esos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande se levantó
del piano y volvió a ocupar su asiento a mi lado, momento en que le
expresé, con el más profundo entusiasmo, el placer que me había
causado su interpretación. No le dije nada de mi sorpresa, aunque
estaba inocultablemente sorprendido: había notado una cierta debilidad, o más bien una trémula vacilación en su voz cuando conversaba, y no esperaba que demostrase al cantar ningún talento fuera
de lo común.
Ahora, nuestra conversación fue larga, intensa, ininterrumpida y sin
reservas. Me hizo contarle buena parte de mi vida, y escuchó con
suma atención cada palabra de mi relato. Nada le oculté a su afecto
y su confianza; no me sentía con derecho de hacerlo. Alentado por
su candor sobre la delicada cuestión de su edad, no sólo detallé con
toda franqueza mis muchos defectos menores, sino que confesé
esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un
grado tanto mayor de coraje, es prueba de amor tanto más grande.
Le conté de mis locuras de estudiante, de mis extravagancias, de
mis juergas, de mis deudas y mis galanteos. Hasta llegué a contarle
de una tos consuntiva que me había preocupado durante un tiempo,
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de un reumatismo crónico, de una tendencia hereditaria a la gota y,
por último, de la desagradable e inconveniente debilidad de mis
ojos, que hasta ese momento había ocultado cuidadosamente.
― Sin duda cometió una imprudencia al confesar ese último punto
―dijo Madame Lalande― pues, de no haberlo hecho, estoy segura
de que nadie lo habría acusado de ese crimen. De paso ―siguió
diciendo, y, pese a la penumbra de la sala, me pareció distinguir un
rubor en sus mejillas―, ¿se acuerda usted, mon cher ami, de este
pequeño auxiliar visual que llevo colgado del cuello?
Al decir eso, hizo girar entre sus dedos el par de gemelos que tanto
me abrumaran de confusión en la ópera.
― ¡Perfectamente, claro que lo recuerdo! ―exclamé, presionando
apasionadamente la delicada mano que me ofrecía los gemelos para que los examinase.
Era un juguete sofisticado y magnífico, ricamente engastado y filigranado, resplandeciente de gemas que, aún bajo esa luz deficiente, dejaban ver su alto valor.
― Eh bien, mon ami! ―continuó diciendo, con cierto empressement
en su voz que me sorprendió un poco―. Eh bien, mon ami, usted
me pidió fervientemente algo que se ha complacido en llamar inapreciable. Me pidió que nos casemos mañana. Si yo cediera a sus
ruegos (y, podría agregar, a las súplicas de mi propio corazón) ¿no
tendría yo derecho de pedirle a mi vez un favor muy, muy pequeño?
― ¡Pídalo! ―exclamé con una energía que estuvo a punto de atraer
las miradas sobre nosotros; y sólo la presencia de los demás impidió que me arrojara impetuosamente a los pies de mi dama―. ¡Pídalo, pídalo, mi amada Eugénie... aunque ya está concedido antes
de que lo haga!
― Entonces, mon ami ―dijo ella―, vencerá usted, por esta Eugénie a la que ama, esa pequeña debilidad que acaba de confesarme,
esa debilidad más moral que física, y que, permítame asegurarle,
no se corresponde con la nobleza de su verdadero carácter, con el
candor de su temperamento; una debilidad que, en caso de acentuarse, tarde o temprano lo pondrá además en algún apuro muy
desagradable. Vencerá, por mí, esa afectación que lo lleva, como
usted mismo ha reconocido, a negar tácita o implícitamente el defecto de su vista. Pues usted niega ese defecto, de hecho, al no
querer emplear el instrumento con que normalmente se lo alivia. Entenderá entonces que le diga esto: quiero que use anteojos. ¡Shh,
no me diga nada...! Usted ya consintió en usarlos, por mí. Aceptará
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esta chuchería que tengo en la mano y que, aunque admirable como auxiliar de la visión, no tiene en realidad mucho valor como joya.
Verá que, con un ligero ajuste, así..., o así..., se puede adaptar como un par de anteojos, o puede llevarla como gemelos en el bolsillo
del saco. Pero es en la primera de esas formas, y de manera regular, que ya consintió en usarla, por mí.
― ¡Convenido! ―exclamé con todo el entusiasmo que pude juntar
en ese momento―. ¡Convenido, aceptado con el mayor de los júbilos! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré
esos amados gemelos, como gemelos, sobre mi corazón; pero con
las primeras luces de la mañana que me proporcione el placer de
llamarla mi esposa, me los pondré sobre la... sobre la nariz... y de
allí en más los usaré para siempre de la forma en que usted lo desea, menos romántica y menos a la moda, pero sin duda más útil.
Nuestra conversación se volcó entonces a los detalles de los arreglos para el día siguiente. Talbot, me dijo mi prometida, acababa de
volver a la ciudad. Tenía que verlo de inmediato, y procurarme un
coche. La soirée no terminaría antes de las dos, y el vehículo estaría en la puerta para esa hora, cuando, en la confusión ocasionada
por la partida de los invitados, Madame Lalande podría subir a
aquél sin ser observada. Iríamos entonces a casa de un clérigo que
nos estaría esperando; allí nos casaríamos, dejaríamos luego a
Talbot y seguiríamos viaje para realizar una breve gira por el Este,
dejando que la sociedad local hiciera los comentarios que mejor le
pareciera.
Planeado todo esto, salí de la casa y fui en busca de Talbot; pero,
en el camino, no pude contenerme y entré en un hotel para examinar el retrato, cosa que hice con la poderosa ayuda de los gemelos.
¡El rostro era extraordinariamente bello! ¡Esos grandes ojos luminosos! ¡Esa altiva nariz griega! ¡Esos rizos oscuros y exuberantes!
― ¡Ah! ―me dije―. ¡Es... es la imagen viva de mi amada!
Di vuelta la miniatura y descubrí las palabras: "Eugénie Lalande,
veintisiete años y siete meses".
Encontré a Talbot en su casa y, sin perder tiempo, lo puse al tanto
de mi buena fortuna. Se mostró profundamente sorprendido, por
supuesto, pero me felicitó con gran cordialidad y me ofreció toda la
ayuda que estuviera en sus manos proporcionarme. En resumen,
cumplimos el plan al pie de la letra y, a las dos de la mañana, apenas diez minutos después de la ceremonia, me encontraba en un
carruaje cerrado con Madame Lalande ―es decir, con la señora
Simpson― alejándome a gran velocidad de la ciudad, hacia el nor-
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deste.
Talbot nos había aconsejado que, dado que estaríamos despiertos
toda la noche, hiciéramos nuestra primera parada en C..., un pueblo
situado a unas veinte millas de la ciudad, donde podríamos tomar
un desayuno temprano y descansar un poco antes de continuar viaje. A las cuatro en punto, por lo tanto, el coche se detuvo en la puerta de la posada principal. Ayudé a bajar a mi adorada esposa y ordené que nos trajeran un desayuno. Nos hicieron pasar a un pequeño salón donde nos sentamos.
Ya prácticamente había amanecido. Y, mientras contemplaba extasiado al ángel que estaba junto a mí, me asaltó de repente la idea
de que, en realidad, aquella era la primera vez, desde que conociera la celebrada hermosura de Madame Lalande, que podía contemplar esa belleza a la luz del día.
― Y ahora, mon ami ―dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis reflexiones―, dado que estamos indisolublemente unidos, pues he cedido a sus ruegos apasionados y he cumplido mi
parte de nuestro acuerdo, presumo que no habrá olvidado que también usted tiene un pequeño favor que cumplir, una pequeña promesa que es su intención mantener... ¡Ah, veamos, déjeme recordar! Sí, recuerdo perfectamente las palabras exactas de la promesa
que le hizo anoche a su Eugénie. Usted dijo: «¡Convenido, aceptado con el mayor de los júbilos! Sacrifico cualquier sentimiento por
usted. Esta noche llevaré esos amados gemelos, como gemelos,
sobre mi corazón; pero con las primeras luces de la mañana que
me proporcione el placer de llamarla mi esposa, me los pondré sobre la... sobre la nariz... y de allí en más los usaré para siempre de
la forma en que usted lo desea, menos romántica y menos a la moda, pero sin duda más útil». Esas fueron las palabras exactas, mi
amado esposo, ¿no es así?
― Así es ―le respondí―. Tiene usted una memoria excelente; y le
aseguro, mi bella Eugénie, que no está en mi ánimo evadir el cumplimiento de la trivial promesa que implican. ¡Vea! ¡Mire! Me quedan
bastante bien, ¿no es cierto?
Y entonces, tras ajustar los gemelos como anteojos, me los puse
cuidadosamente donde debían ir, mientras Madame Simpson, arreglándose el tocado y cruzándose de brazos, se sentaba erguida en
la silla, en una postura un tanto rígida y afectada, e incluso un tanto
indecorosa.
― ¡Por todos los cielos! ―exclamé, en el instante mismo en que el
puente de los anteojos se acomodó en mi nariz―. ¡Dios mío! ¡Por
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todos los cielos! ¿Qué puede pasarles a estos lentes?
Me los quité rápidamente, los limpié con un pañuelo de seda y volví
a ajustarlos.
Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo que me provocó
sorpresa, en la segunda esa sorpresa se convirtió en perplejidad; y
esa perplejidad era profunda..., era extrema... En verdad, podría
decir que era espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba aquello? ¿Podía dar crédito a mis ojos?... ¿Podía?... Ésa era
la cuestión. ¿Eso era... eso era... eso era rouge? Y ésas eran...
ésas eran... ésas eran arrugas, en el rostro de Eugénie Lalande?
Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas, grandes y pequeños!
¿Qué... qué... qué había pasado con sus dientes? Arrojé con violencia los anteojos al suelo y, levantándome de un salto, me paré
delante de Mrs. Simpson con las manos a la cintura, echando espuma por la boca, pero absolutamente incapaz de pronunciar una
palabra, por el espanto y la rabia.
Ya he dicho que Madame Eugénie Lalande ―es decir, Simpson―hablaba inglés apenas un poco mejor de lo que lo escribía,
motivo por el cual, con toda sensatez, procuraba no emplearlo nunca en las ocasiones ordinarias. Pero la ira puede llevar a una dama
a cualquier extremo, y en el presente caso llevó a Mrs. Simpson al
extraordinario extremo de pretender mantener una conversación en
una lengua que prácticamente desconocía.
― Bian, Monsieur ―dijo, después de observarme unos instantes,
aparentemente con gran asombro―. ¡Bian, Monsieur! ¿Qués que
hay? ¿Qué pasa? ¿Tiene usted el bal de San Vito? Si no es su gusto, ¿por qué compra antés de ver?
― ¡Miserable! ―exclamé, conteniendo el aliento―. ¡So... so... vieja
bruja!
― ¿Bruja? ¿Vieja? ¡No soy tan muy vieja, después de todo! Yo soy
ni un día más de ochenta y dos anios.
―¡Ochenta y dos! ―repetí, tambaleando hacia la pared―. ¡Ochenta y dos mil mandriles! ¡El retrato decía veintisiete años y siete meses!
― ¡Pues sí, sí! ¡Así es... así era! Pero entonces el retrato fue tomado por estos cincuenta y cinco anios. Cuando me casé con mi segond' esposo, Monsieur Lalande, mandé hacer el retrato para mi
hija de mi primer esposo, Monsieur Moissart.
― ¡Moissart! ―dije.
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― Sí, Moissart ―repitió ella, burlándose de mi pronunciación, que,
a decir verdad, no era de lo mejor―. ¿Qués que hay? ¿Qué sabe
usted sobre de Moissart?
― ¡Nada, vieja espantosa!... Absolutamente nada; es sólo que tuve
un antepasado de ese nombre.
― ¡Ese nombre! Y qué tiene a decig dese nombre? Es muy bon
nombre, comme Voissart, que es muy bon nombre también. Mi hija,
Mademoiselle Moissart, se es casó con Monsieur Voissart, y los dos
nombres son nombres muy respectables.
― ¿Moissart? Y Voissart? ―exclamé―. ¿Qué quiere decir usted?
― ¿Qué quiero decig? Quiero decig Moissart y Voissart, y para el
caso, quiero decig Croissart y Froissart, también, si me da la gana.
La hija de mi hija, Mademoiselle Voissart, se es casó con Monsieur
Croissart, y más tarde la nieta de mi hija, Mademoiselle Croissart,
se es casó con Monsieur Froissart; y usted dirá, supongo, que ése
no es un nombre muy respetable.
― ¡Froissart! ―dije, empezando a desvanecerme―. Seguramente,
usted no estará diciendo Moissart y Voissart, y Croissart y Froissart...
― Sí ―replicó, reclinándose en la silla y estirando las piernas a sus
anchas―. Sí, Moissart y Voissart, y Croissart y Froissart. Pero Monsieur Froissart era un muy grandísimo lo que ustedes llaman tonto,
era un grand bobo como usted, porque dejó la Selle France por venir a esta stupide Amérique, y guando llegó aquí tuvo un hijo muy
stupide, muy, muy stupide, según dicen, aunque no tuve el plaisir de
conocerlo todavía... ni yo, ni mi amiga, Madame Stephanie Lalande.
Su nombre es Bonaparte Froissart, y supongo que usted dirá que
ése tampoco es un nombre muy respetable.
Por su extensión o por su carácter, aquel discurso tuvo el efecto de
poner a Mrs. Simpson en un estado de excitación realmente extraordinaria: no bien lo terminó, con gran esfuerzo, saltó de la silla como hechizada, dejando caer al piso un universo entero de miriñaque. Ya de pie, hizo chasquear las encías, agitó los brazos, se
arremangó, sacudió el puño delante de mi cara y concluyó la función arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más
costoso y espléndido pelo negro, todo lo cual arrojó al suelo con un
alarido, para pisotearlo y bailarle encima un fandango, en un absoluto éxtasis de rabia.
Yo, mientras tanto, me desplomé horrorizado en la silla que Madame dejara vacía. «¡Moissart y Voissart!», repetía ensimismado,
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mientras ella ejecutaba una de sus figuras, y «¡Croissart y Froissart!», mientras completaba otra.
― ¡Moissart y Voissart y Croissart y Napoleón Bonaparte Froissart!
¡ Vieja serpiente diabólica, ése soy yo... soy yo! ¿Me oye? ¡Ése soy
yo! ―grité con todas mis fuerzas―, ¡ése soy yo! ¡Yo soy Napoleón
Bonaparte Froissart! ¡Y que me confunda por toda la eternidad si no
me he casado con mi propia tatarabuela!
Madame Eugénie Lalande, quasi Simpson ―y antes Moissart― era
mi tatarabuela. Había sido hermosa en su juventud, y aún a los
ochenta y dos años conservaba la altura majestuosa, la cabeza escultural, los bellos ojos y la nariz griega de su pasado. Con la ayuda
de ello, de polvos de arroz, de rouge, de cabello postizo, dientes
postizos y falsa tournure, así como de las mejores modistas de París, lograba mantener una posición respetable entre las bellezas un
peu passées de la capital francesa. En ese sentido, por cierto, podría habérsela considerado casi a la par de la famosa Ninon de l'Enclos.
Era inmensamente rica, y al enviudar por segunda vez ―sin hijos―
se acordó de mi existencia en América. Dispuesta a hacerme su
heredero, viajó a los Estados Unidos en compañía de una bellísima
y lejana parienta de su segundo marido, una tal Madame Stephanie
Lalande.
En la ópera, la insistencia de mi mirada distrajo la atención de mi
tatarabuela, quien, al observarme a su vez con los gemelos, creyó
ver en mí un cierto parecido de familia. Excitada su curiosidad, y
sabiendo que el heredero que buscaba residía, de hecho, en la ciudad, indagó a sus acompañantes acerca de mi persona. El caballero que estaba con ella me conocía, y le dijo quién era. La información obtenida la indujo a repetir su escrutinio; y ese escrutinio fue el
que me envalentonó para actuar de la absurda manera que ya he
detallado. No obstante, me devolvió el saludo, pensando que, por
alguna singular coincidencia, yo había descubierto su identidad.
Cuando, engañado por la debilidad de mi vista y las artes del tocador sobre la edad y los encantos de la dama desconocida, le pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era ella, éste supuso que
me refería a la belleza más joven, naturalmente, y me dijo entonces,
sin faltar a la verdad, que era "la célebre viuda, Madame Lalande".
A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con
Talbot, un viejo conocido suyo de París, y la conversación, claro está, recayó sobre mi persona. Se enteró entonces de mis deficiencias
visuales, que eran famosas, aunque yo ignoraba por completo su
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fama; y mi buena parienta descubrió así, para su gran pesar, que se
había engañado al suponerme al tanto de su identidad, y que yo,
sencillamente, había estado haciendo el ridículo al galantear en un
teatro, en forma pública, con una anciana desconocida.
Para castigarme por esa imprudencia, se puso de acuerdo con Talbot, quien abandonaría la ciudad a propósito, evitando así tener que
presentarme. A ojos de los demás, mis averiguaciones callejeras
sobre «la hermosa viuda, Madame Lalande» debían referirse a la
dama más joven, por supuesto; y así, la conversación con los tres
amigos que encontré a poco de dejar el hotel de Talbot se explica
fácilmente, lo mismo que su alusión a Ninon de l'Enclos. Nunca tuve
oportunidad de ver a Madame Lalande de día, y en la soirée musical, mi tonta renuencia a usar anteojos me impidió descubrir su
edad. Cuando los invitados pidieron que cantase "Madame Lalande", hablaban de la dama más joven, y fue ésta quien se levantó
para responder al pedido; pero mi tatarabuela, prosiguiendo con el
engaño, se levantó al mismo tiempo y la acompañó hasta el piano,
en la sala principal. De haber querido escoltarla, pensaba insinuarme la conveniencia de permanecer donde estaba, pero mi propia
prudencia lo hizo innecesario. Las canciones que tanto admiré, y
que tanto confirmaron mi impresión de la juventud de mi amada,
fueron interpretadas por Madame Stephanie Lalande. Los anteojos
me fueron obsequiados como para añadir un reproche a la burla, un
aguijón en el epigrama del engaño. Y obsequiarlos le dio oportunidad para aquel sermón sobre la afectación con el que fui tan particularmente esclarecido. Es casi superfluo agregar que la anciana
había cambiado las lentes del instrumento por otras que se adaptaban mejor a mi edad. De hecho, me resultaban perfectas.
El clérigo, que sólo había fingido unirnos en ese nudo fatal, era un
compinche de juergas de Talbot, y no tenía nada de sacerdote. Pero era un cochero excelente, y después de cambiar la sotana por un
levitón, condujo el carruaje que transportó a la «feliz pareja» fuera
de la ciudad. A su lado, Talbot hacía las veces de acompañante.
Así, los dos miserables «presenciaron la matanza», y por una ventana semiabierta del salón de la posada, se divirtieron observando
el dénouement del drama. Creo que deberé desafiarlos a ambos.
Con todo, no soy el esposo de mi tatarabuela, y ése es un pensamiento que me produce un alivio infinito; pero sí soy el esposo de
Madame Lalande ―de Madame Stephanie Lalande―, con quien mi
buena y anciana parienta, además de declararme su heredero universal cuando muera... si es que alguna vez lo hace, se tomó el trabajo de arreglarme una boda. En conclusión: terminé para siempre
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con los billets doux, y jamás me verán con ANTEOJOS.
Edgar Allan Poe
Boston (Massachussets, USA), 1809–1849
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