El efecto de realidad
Transcripción
El efecto de realidad
El efecto de realidad * Roland Barthes C uando Flaubert, al describir la sala en que está Mme. Aubain, la señora de Félicité, nos dice que «un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un montón piramidal de cajas y cartones», cuando Michelet, al relatar la muerte de Charlotte Corday y contar que, antes de la llegada del verdugo, recibió en la prisión la visita de un pintor para que hiciera su retrato, llega a precisar que «al cabo de una hora y media, alguien llamó suavemente a una puertecilla que estaba tras ella» ambos autores (entre muchos otros) están anotando observaciones que el análisis estructural, ocupado en separar y sistematizar las grandes articulaciones del relato, por lo general, y al menos hasta hoy en día, deja a un lado, bien porque elimina del inventario (no hablando de ellos) todos los detalles «superfluos» (en relación con la estructura), bien porque * Fragmento de El Susurro del Lenguaje. Paidós, Barcelona 1987. [ 210 ] EL EFECTO DE REALIDAD 211 trata estos mismos detalles (el propio autor de estas líneas así lo ha intentado también) como «rellenos» (catálisis), provistos de un valor funcional indirecto, en la medida en que, al sumarse, constituyen algún indicio de carácter o de atmósfera, y, de esta manera, pueden ser finalmente recuperados por la estructura. No obstante, parece que si se pretende que el análisis sea exhaustivo (¿y qué valor tendría un método que no diera cuenta del objeto en toda su integridad, es decir, en este caso, de toda la superficie del tejido narrativo?), al intentar recoger, para concederle su lugar en la estructura, el detalle absoluto, la unidad indivisible, la transición fugitiva, debe fatalmente toparse con anotaciones que ninguna función (por indirecta que sea) permite justificar: estas anotaciones son escandalosas (desde el punto de vista de la estructura), o, lo que aún es más inquietante, parecen proceder de una especie de lujo de la narración, pródiga hasta el punto de dispensar detalles «inútiles» y elevar así, en determinados puntos, el coste de la información narrativa. Pues, si bien en la descripción de Flaubert, es posible, ciertamente, ver en la observación del piano un índice del standing burgués de su propietaria y en la de los cartones un signo de desorden y algo así como de «venido a menos» apropiadas para connotar la atmósfera de la casa de los Aubain, no hay ninguna finalidad que parezca justificar la referencia a un barómetro, objeto que no resulta ni incongruente ni significativo y por lo tanto, no participa, a primera vista, del orden de lo anotable; y en la frase de Michelet tenemos la misma dificultad para dar cuenta estructuralmente de todos los detalles: lo único que es necesario para la historia es que el verdugo viene detrás del pintor; el tiempo que dura la pose, la dimensión y la situación de la puerta son inútiles (pero el tema de la puerta, la suavidad con que la muerte llama, tiene un indiscutible valor simbólico). Incluso cuando no son numerosos los «detalles inútiles» parecen, así pues, inevitables: todo relato, o al menos todo relato occidental de un tipo común, contiene algunos. 212 ROLAND BARTHES La anotación insignificante (tomando esta palabra en su sentido fuerte: aparentemente sustraída de la estructura semiótica del relato) tiene parentesco con la descripción, incluso cuando el objeto parezca no estar denotado más que por una palabra (en realidad, la palabra pura no existe: el barómetro de Flaubert no está citado en sí mismo; está situado, aprehendido en un sintagma referencial y a la vez sintáctico); esto subraya el carácter enigmático de toda descripción, del que habría que hablar un poco. La estructura general del relato, al menos la que ha sido analizada hasta el presente, se aparece como esencialmente predictiva; esquematizando hasta el extremo, y sin tener en cuenta los numerosos rodeos, retrasos, retrocesos y decepciones que el relato impone institucionalmente a este esquema, se puede decir que, en cada articulación del sintagma narrativo, alguien dice al héroe (o al lector, eso no tiene importancia): si actúas de tal manera, si eliges tal parte de la alternativa, esto es lo que vas a conseguir (el carácter relatado de tales predicciones no altera su naturaleza práctica). Muy diferente es el caso de la descripción: esta no lleva ninguna marca predictiva; al ser «analógica» su estructura es puramente aditiva y no contiene esa trayectoria de opciones y alternativas que da a la narración el diseño de un amplio dispatching, provisto de una temporalidad referencial (y no solamente discursiva). Es esta una oposición que, antropológicamente, tiene su importancia: cuando, bajo la influencia de los trabajos de Von Frisch empezamos a imaginar que las abejas podían tener un lenguaje, fue necesario constatar que si bien esos animales disponían de un sistema predictivo a base de danzas (para la recolección de su alimento), no había nada en él que se aproximara a una descripción. La descripción aparece así como una especie de «carácter propio» de los lenguajes llamados superiores, en la medida, aparentemente paradójica, en que no está justificada por ninguna finalidad de acción o de comunicación. La singularidad de la descripción EL EFECTO DE REALIDAD 213 (o del «detalle inútil») en el tejido narrativo, su soledad, designa una cuestión de la máxima importancia para el análisis estructural de los relatos. Esta cuestión es la siguiente: todo, en el relato, es significante y cuando no, cuando en el sintagma narrativo subsisten ciertas zonas insignificantes, ¿cuál sería, en definitiva, si nos podemos permitir hablar en estos términos, la significación de esta insignificancia? En primer lugar, habría que recordar que la cultura occidental, en una de sus más importantes corrientes, nunca ha dejado a la descripción al margen del sentido y hasta la ha provisto de una finalidad perfectamente reconocida por la institución literaria. Esta corriente es la retórica y esa finalidad es la «belleza»: la descripción, durante mucho tiempo, ha tenido una función estética. La Antigüedad, desde muy temprano, había añadido a los dos géneros expresamente funcionales del discurso, el judicial y el político, un tercer género, el epidíctico, discurso ornamental, dedicado a provocar la admiración del auditorio (no ya su persuasión), que contenía en estado germinal –fueran cuales fueren las reglas rituales de su empleo: elogio de un héroe o necrológica– la misma idea de una finalidad estética del lenguaje; en la neorretórica alejandrina (la del siglo II después de Jesucristo), hubo una pasión por la ekfrasis, pieza brillante, separable (o sea, que con una finalidad en sí misma, independiente de toda función de conjunto), y que tenía por objeto la descripción de lugares, tiempos, personas u obras de arte, tradición que se mantuvo a lo largo de la Edad Media. En esta época (como muy bien ha señalado Curtius), la descripción no está sometida a ningún realismo; poco importaba su verdad (incluso su verosimilitud); no se siente ninguna incomodidad por colocar leones u olivos en un país nórdico; tan solo cuentan las exigencias del género descriptivo; la verosimilitud en este caso no es referencial, sino claramente discursiva: son las reglas genéricas del discurso las que dictan su ley. 214 ROLAND BARTHES Si damos un salto hasta Flaubert podemos apreciar que la finalidad de la descripción es todavía muy fuerte. En Madame Bovary, la descripción de Rouen (referente real como pocos) está sometida a las exigencias tiránicas de lo que deberíamos llamar lo verosímil estético, como lo atestiguan las correcciones aportadas a ese fragmento en el curso de seis redacciones sucesivas. En primer lugar, vemos que las correcciones no proceden en absoluto de una mejor consideración del modelo: Rouen, percibido por Flaubert, sigue siendo el mismo, o, más exactamente, si algo varía de una versión a otra, eso es únicamente por la necesidad de concretar una imagen o de evitar una redundancia fónica reprobada por las reglas del buen estilo, o también para «encajar» una expresión feliz totalmente contingente; en seguida se nota que el tejido descriptivo, que a primera vista parece dar una gran importancia (por sus dimensiones y el cuidado de los detalles) al objeto Rouen, en realidad no es sino una especie de fondo destinado a contener las joyas de algunas metáforas raras, el excipiente neutro, prosaico, que envuelve a la preciosa sustancia simbólica, como si de Rouen tan solo importaran las figuras retóricas a las que la vista de la ciudad se presta, como si Rouen solo fuese notable por sus sustituciones (los mástiles como un bosque de agujas, las islas como grandes peces negros detenidos, las nubes como olas aéreas que se rompen en silencio contra un acantilado) en fin, se ve que toda la descripción está construida con la intención de asemejar a Rouen con una pintura: lo que el lenguaje toma a su cargo es una escena pintada («Visto así, desde arriba, el paisaje entero tenía un aspecto inmóvil, como una pintura»); el escritor en este caso responde a la definición que da Platón del artista, al que considera un hacedor en tercer grado, ya que está imitando lo que ya es la simulación de una esencia. De esta manera, aunque la descripción de Rouen sea perfectamente «impertinente» en relación a la estructura narrativa de Madame Bovary (no es posible ligarla a ninguna secuencia funcional ni a EL EFECTO DE REALIDAD 215 ningún significado caracterial, atmosferial o sapiencial), en modo alguno resulta escandalosa, y está justificada, si no por la lógica de la obra, al menos por las leyes de la literatura: su «sentido» existe, y no depende de la conformidad al modelo sino de las reglas culturales de la representación. Sin embargo, la finalidad estética de la descripción flaubertíana está completamente mezclada con imperativos «realistas», como si la exactitud del referente, superior o indiferente a cualquier otra función, ordenara y justificara por sí sola, aparentemente, el hecho de describirlo, o –en el caso de las descripciones reducidas a una palabra– el hecho de denotarlo: las exigencias estéticas están entonces penetradas de exigencias referenciales, tomadas al menos como excusas: es probable que, si llegáramos a Rouen en diligencia, la vista que tendríamos al bajar la cuesta que conduce a la ciudad no sería «objetivamente» diferente del panorama que describe Flaubert. Esta mezcla –este entrecruzamiento– de exigencias tiene una ventaja doble: por una parte, la función estética, dándole un sentido como «pieza», detiene lo que podría llevar a un vértigo de anotaciones; pues, en cuanto el discurso dejara de estar guiado y limitado por los imperativos estructurales de la anécdota (funciones e índices), ya nada podría indicar por qué detenerse en el detalle de la descripción aquí y no allá; si no estuviera sometida a una opción estética o retórica, toda «vista» sería inagotable para el discurso: siempre habría una esquina, un detalle, una inflexión de espacio o de color del que dar cuenta; y, por otra parte, al dar el referente como realidad, al fingir seguirlo de una manera esclavizada, la descripción realista evita dejarse arrastrar hacia una actividad fantasmática (precaución que se creía necesaria para la «objetividad» de la relación); la retórica clásica había institucionalizado en cierto modo el fantasma bajo el nombre de una figura particular, la hipotiposis, encargada de «meterle las cosas por los ojos al auditor» no de una manera neutra, constatadora, sino do- 216 ROLAND BARTHES tando a la representación de todo el brillo del deseo (esto formaba parte del discurso vivamente iluminado, netamente coloreado: la igustris oratio); al renunciar de manera declarada a las exigencias del código retórico, el realismo debe encontrar una nueva razón para describir. Los residuos irreductibles del análisis funcional tienen esto en común, la denotación de lo que comúnmente se llama la «realidad concreta» (pequeños gestos, actitudes transitorias, objetos insignificantes, palabras redundantes). La «representación» pura y simple de la «realidad», la relación desnuda de «lo que es» (o ha sido) aparece de esa manera como una resistencia al sentido; esta resistencia confirma la gran oposición mítica entre lo vivido (lo viviente) y lo inteligible; basta con recordar que, en la ideología de nuestro tiempo, la referencia obsesiva a lo «concreto» (en todo lo que se exige retóricamente de las ciencias humanas, de la literatura, de las conductas) está siempre armada como una máquina de guerra contra el sentido, como si, por una exclusión de derecho, lo que está vivo no pudiera significar (y a la recíproca). La resistencia de la «realidad» (bajo su forma escrita, por supuesto) a la estructura está muy limitada en el relato de ficción, que, por definición, está construido sobre un modelo que, en líneas generales, no tiene más exigencias que las de lo inteligible; pero esta misma «realidad» se convierte en la referencia esencial en el relato histórico, que se supone que da cuenta de «lo que ha pasado realmente»: ¿qué importa entonces la no funcionalidad de un detalle, siempre que este denote «lo que ha tenido lugar»?; la «realidad concreta» se convierte en la justificación suficiente del decir. La historia (el discurso histórico: historia rerum gestarum) es, de hecho, el modelo de esos relatos que admiten el relleno de los intersticios entre sus funciones por medio de anotaciones estructuralmente superfluas, y es lógico que el realismo literario haya sido, con pocos decenios de diferencia, contemporáneo del imperio de la historia «objetiva», EL EFECTO DE REALIDAD 217 a lo que habría que añadir el desarrollo actual de las técnicas, las obras y las instituciones basadas sobre la necesidad incesante de autentificar lo «real»: la fotografía (mero testigo de «lo que ha sucedido ahí»), el reportaje, las exposiciones de objetos antiguos (una buena muestra sería el éxito del show de Tutankamón), el turismo acerca de monumentos y lugares históricos. Todo ello afirma que lo «real» se considera autosuficiente, que es lo bastante fuerte para desmentir toda idea de «función», que su enunciación no tiene ninguna necesidad de integrarse en una estructura y que el «haber estado ahí» de las cosas es un principio suficiente de la palabra. Desde la Antigüedad, lo «real» estaba del lado de la Historia; pero eso era para mejor oponerse a lo verosímil, es decir, al orden mismo del relato (de la imitación o «poesía»). Toda la cultura clásica ha vivido durante siglos con la idea de que lo real no podía en absoluto contaminar a lo verosímil; primero, porque lo verosímil no es nunca más que lo opinable: está enteramente sometido a la opinión (del público); Nicole decía: «No hay que mirar las cosas como son en sí mismas ni como sabe que son el que habla o escribe, sino solamente relacionándolas con lo que saben los que leen o los que entienden»; en segundo lugar, porque es general, y no particular, como es la Historia, según se pensaba (de ahí la propensión, en los textos clásicos, a funcionalizar todos los detalles, a producir estructuras sólidas y a no dejar, parece ser, ninguna anotación bajo la simple garantía de la «realidad»); por último, porque en lo verosímil nunca es imposible lo contrario, ya que la anotación descansa sobre una opinión mayoritaria, pero no absoluta. La gran palabra que se sobreentiende en el umbral de todo discurso clásico (sometido a la antigua verosimilitud) es: Esto (Sea, Admitamos... La anotación «real», parcelaria, intersticial, podríamos decir, de la que aquí exponemos el caso, renuncia a esa introducción implícita y se desembaraza de toda intención postuladora de que ella forme 218 ROLAND BARTHES parte del tejido estructural. Por eso mismo existe una ruptura entre lo verosímil antiguo y el realismo moderno; pero, también por eso mismo, nace una nueva verosimilitud que es precisamente el realismo (entendemos por realista todo discurso que acepte enunciaciones acreditadas tan solo por su referente). Semióticamente, el «detalle concreto» está constituido por la colusión directa de un referente y un significante; el significado está expulsado del signo y, con él, por supuesto, la posibilidad de desarrollar una forma del significado, es decir, de hecho, la misma estructura narrativa (la literatura realista es ciertamente narrativa, pero eso solo porque el realismo en ella es solamente parcelario, errático, está confinado en los «detalles», y el relato más realista que podamos imaginar se desarrolla de acuerdo con vías irrealistas). Esto es lo que se podría llamar la ilusión referencial. La verdad de esta ilusión es esta: eliminado de la enunciación realista a título de significado de denotación, lo «real» retoma a título de significado de connotación; pues en el mismo momento en que esos detalles se supone que denotan directamente lo real, no hacen otra cosa que significarlo, sin decirlo; el barómetro de Flaubert, la puertecilla de Michelet, en el fondo, no dicen más que esto: nosotros somos lo real; entonces lo que se está significando es la categoría de lo «real» (y no sus contenidos contingentes); dicho de otra manera, la misma carencia de significado en provecho del simple referente se convierte en el significante mismo del realismo: se produce un efecto de realidad, base de esa verosimilitud inconfesada que forma la estética de todas las obras más comunes de la modernidad. Esta nueva verosimilitud es muy diferente de la antigua, pues ya no es el respeto a las «leyes del género», ni siquiera su máscara, sino que procede de la intención de alterar la naturaleza tripartida del signo para hacer de la anotación el mero encuentro entre un objeto y su expresión. La desintegración del signo –que parece ser la ocupación más importante de la modernidad– está cierta- EL EFECTO DE REALIDAD 219 mente presente en la empresa realista, pero de una manera en cierto modo regresiva, ya que se hace en nombre de una plenitud referencial, mientras que, hoy en día, se trata de lo contrario, de vaciar el signo y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical, la estética secular de la «representación». R. B. Traducción: C. Fernández Medrano.