leer relato - Sierra de Segura

Transcripción

leer relato - Sierra de Segura
Me he levantado enfadada con el mundo, no tengo cobertura en el móvil, la lluvia de la noche
anterior ha debido dañar la antena y, como siempre, no hay manera humana de arreglarla. Tengo
que hacer una llamada importante, una llamada de trabajo que no puedo hacer. Así que estoy
muy cabreada con este inhóspito lugar, alejado de cualquier atisbo de civilización, tengo ganas de
volver a la ciudad, al ritmo frenético, a la invisibilidad y al anonimato. No entiendo cómo alguien en
su sano juicio querría seguir viviendo aquí. Antes de comer decido ir a dar un paseo por la sierra,
cerca de casa. Me monto en el coche y no tengo que conducir nada para encontrarme rodeada de
montañas, desde donde dejo el coche puedo ver mi pueblo. Puedo oler el humo de las chimeneas
encendidas. “Cada vez quedan menos” oigo que dice mi abuela, “pero mientras una resista
seguiremos vivas”. El otoño se ha metido en cada rincón de esta sierra, en el musgo de las
piedras, en las húmedas cortezas de los pinos. En los colores. Un mar verde salpicado de naranja
y amarillo, de rojo y granate. A veces me pregunto gracias a qué esta sierra no se ha muerto. Y
entonces vuelvo a escuchar su voz, a verla a ella. A sentir su resistencia frente a quienes hemos
abandonado esto y nos enfadamos por no tener cobertura un día en el móvil. A lo lejos, volviendo
la curva, aparece un burro cargado, a su lado una mujer camina despacio. En silencio. Es
hermoso verlos caminar. Parece que el tiempo se haya quedado parado, o que sea yo la que
desde fuera contemple una escena del pasado. En ese preciso instante me siento idiota ¿cómo es
posible que pueda afectarme tanto no tener un puñetero teléfono? Si mi abuela me hubiera visto
alterada por algo así, hubiese pensado que su nieta es tonta por hacer un drama de algo tan
absurdo. Y el olor del humo, de la tierra mojada, de los pinos y la madera húmeda, me hacen
reconciliarme con quien era, con quien soy. Y con mi tierra. Al pasar, la mujer me saluda, yo
contesto y la veo alejarse por un camino de tierra. Ya sé quiénes han conseguido que esta Sierra
no muera.
Cuando la rabieta de niña de dos años y medio se me pasa, voy directa a casa de mi abuela.
Aquel día comemos allí y sé que para ella es un momento feliz, pues estamos todos juntos otra
vez. No lo dice, pero desea que no nos hubiésemos ido nunca del pueblo.
Al entrar a casa huele a lumbre y a puchero cocinándose. Y tengo claro que si creyera en el cielo,
ese sería el aroma que tendría. Casi he dejado atrás el recuerdo de que tengo una llamada
importante que atender.
Cada callo de sus manos es una batalla ganada. Cada arruga de su frente es una lección que
aprendió. Si anda encorvada no es por el peso de los años, sino por los años cargando sobre su
espalda leña para vender. Pese a todo sonríe mientras remueve el puchero en la lumbre. Sigue
cocinando en la chimenea sólo en los momentos especiales, cuando se juntan sus hijos y nietos,
aquellos que hace años se marcharon del pueblo. Ella no se va, resiste brava en su casa, aguanta
el frío invierno. Dice que lejos de la sierra, no sabría qué hacer. Que ella no vale para estar en un
piso en una ciudad. Cada vez queda menos gente en su calle, ya sólo está llena en verano, pero
en invierno apenas hay tres casas ocupadas. Dice que no tiene miedo a morirse sola, que uno
siempre muere solo por muy acompañado que esté. Y que no va a ser la muerte, que es
inevitable, lo que le quite a ella el sueño.
Tal vez ella no lo sabe, pero ha sido quien ha mantenido viva a esta sierra. Ella y tantas otras que
tuvieron que echarse sobre los hombros el peso del mundo. Ella que se quedó viuda porque le
mataron a su marido. Y que no pudo soltar una lágrima, ni siquiera cuando la obligaron a beber
aceite de ricino y llevaron por todo el pueblo rapada. Ni siquiera ahí le quitaron su orgullo, ni su
dignidad. A la mañana siguiente salió a la calle, porque no podía quedarse en casa si quería
sobrevivir. Y ella siempre fue una superviviente. Así que lució su corte al cero y subió a la sierra a
por fardos de leña y piñas para venderlas entre quienes podían permitírselo. Fueron años de
hambre y años de miedo. De acordarse de su marido con las persianas abajo. De contarles a sus
hijas, con la voz muy baja, quién fue su padre, quién eran ellas y por qué no les habían vencido
aunque otros hubieran ganado.
Ella y tantas otras que contaban cuentos a sus hijos e hijas, leyendas que transmitían
conocimientos de tantas generaciones que hicieron de estas montañas su hogar. Que recorrieron
la sierra palmo a palmo para visitar a familiares, para comprar y vender. Que mantuvieron
transitables los caminos que unían, como si de arterias se tratara, todos estos montes. Ellas, que
sin botas de montaña recorrieron cada sendero, subieron a los picos más altos. Caminaron
kilómetros y kilómetros para unir Santiago de la Espada y Siles y hacer salvable la distancia. Ellas
que enseñaron a sus hijos a caminar con la cabeza bien alta. Que enseñaron a sus hijas que pese
a lo que muchos creen, sola también se puede vivir y que una mujer se basta y se sobra para
enfrentarse al mundo con sus manos desnudas y vencer.
Se ríe porque me ve trasteando el móvil. No entiende por qué ese aparato me tiene tan ocupada.
Se sienta a mi lado y me cuenta una historia.
“Hace años, muchos más años de los que yo puedo recordar. Y eso ya es mucho. Vivía en esta
sierra un leñador. El leñador pasaba el día fuera de casa cortando leña. Cuanta más cortaba más
quería. Su hija se pasaba el día sola en casa, en aquel cortijo perdido en la sierra, sólo veía a la
gente cuando podía bajar al pueblo a vender la mercancía que su padre traía. El leñador se
levantaba antes de que amaneciera y volvía a casa con las últimas luces del día. Su hija le pedía
por favor que no se fuera tantas horas, que con menos horas también podría recoger una gran
cantidad de leña y podrían pasar más horas juntos, incluso bajar al pueblo más a menudo y
vender más leña. Pues la que recogía se acaban pudriendo ya que no tenían más que una mula y
siempre estaba ocupada cargando la leña que el padre cortaba. Él, huraño y mezquino, más
preocupado por ganar dinero que por su familia, no escuchaba los ruegos de su hija. Así que
seguía marchándose al amanecer y volviendo a casa al anochecer. Una madrugada de invierno,
un invierno crudo en el que la nieve no dejaba de caer, el leñador salió de la casa más temprano
que nunca. Necesitaba conseguir mucha leña antes de que la nieve la echara a perder por
completo. La hija fue a despedirlo a la puerta y le pidió, por última vez, que aquel día no saliera,
que la ventisca hacía peligroso andar por el campo. Pero él, como de costumbre, no la escuchó.
Caminó y caminó por senderos casi invisibles debido a la nieve. Subió cerros y volvió a bajarlos
pese a que el viento y la nieve no lo dejaban ver. Y cortó leña hasta que le dolieron las manos.
Cuando las últimas luces del día comenzaban a extinguirse, decidió volver a casa. Cargó a su
mula y se pusieron en camino. Sin embargo una densa niebla comenzó a invadirlo todo. El viento
soplaba con fuerza y era imposible ver absolutamente nada. El leñador estuvo horas y horas
buscando un camino, una referencia que le hiciera encontrar el camino a casa. Pero no había
manera. La nieve le hacía más dificultoso el camino, e incluso creyó que estaba dando vueltas el
círculo. Estaba todo tan oscuro que perdió la noción de tiempo, incluso tuvo que vencer el miedo
que, por primera vez en su vida, mordía como los lobos. Tras horas deambulando, con las luces
del alba del siguiente día, llegó al claro donde debía estar su casa. Al allí no encontró nada, sólo
nieve. Caminó durante horas y volvía al mismo lugar, pero nada, ni un rastro de su hogar ni de su
hija.
Cuentan los viejos del pueblo, que el leñador se volvió loco, nunca encontró su casa y que vagaba
por la sierra sin rumbo, intentando buscar dónde estaba su morada porque pensaba que allí iba a
estar esperándolo su hija. Lo que el leñador no sabía era que aquella noche, su hija lo había
esperado junto a la lumbre, quedándose dormida por el cansancio. Y que una chispa había
prendido fuego arrasando con todo. La casa del leñador había desaparecido. Ya sólo le quedaba
en esta vida una vieja mula cargada de leña y la locura que lo acompañaría siempre”
Cuando la abuela termina de contar la historia se queda un rato callada, pensativa, luego sonríe y
me da una palmadita en la pierna. Leyendas parece decir. Yo la miro y sonrío. Entonces suena el
móvil, es la llamada que llevo tanto tiempo esperando. Mi abuela, con sus arrugas y sus manos
cansadas, vuelve al puchero. Yo miro el teléfono, sonrío y lo apago. Ya contestaré mañana.
-Abuela ¿voy cortando el pan? –Me levanto y le doy un beso. Ella se ríe. Y yo doy las gracias por
ser su nieta, por ser mujer y por ser serrana. Doy las gracias por todo lo que mujeres como ella
me han transmitido, aunque ni siquiera lo sepan, aunque se crean que son ignorantes porque
nunca aprendieron a leer o a escribir. Sin embargo somos quienes somos gracias a ellas. A sus
manos cansadas, a sus infinitas arrugas, a su espalda encorvada, a que levantaron el peso del
mundo y nos enseñaron a levantarlo a nosotras también. La historia no la hacen únicamente las
grandes batallas, no la hacen solamente los grandes hechos históricos, la historia la hacen
mujeres como mi abuela, mujeres que no figurarán en los libros, pero sin cuya existencia, sin su
esfuerzo y su tesón, hoy no estaríamos aquí.
Ya habrá tiempo para contestar a esa llamada. Ahora estoy en casa, en mi hogar, al lado de la
lumbre y con la mujer más valiente del mundo. Lo que haya fuera de estas montañas, puede
esperar.

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