Fundamentalismo estatal - Universitat Pompeu Fabra

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Fundamentalismo estatal - Universitat Pompeu Fabra
Fundamentalismo estatal de la UE en torno a la inmigración. Ricard Za...
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Fundamentalismo estatal de la UE en torno a la inmigración
Ricard Zapata-Barrero
Profesor Titular de Ciencia Política, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona
[ resumen ]
Desde el Tratado de la Unión Europea (1992)
existen dos concepciones enfrentadas en la forma
de abordar el proceso de integración política de la
UE. Desde la óptica de la UE, el mismo proceso se
percibe como una ganancia; mientras que según
la percepción de los estados, como una pérdida.
Existe, no obstante, una tercera lógica que
también forma parte de la realidad de la UE: la de
los inmigrantes de países terceros residentes en
uno de los Estados miembros (euroinmigrantes).
A diferencia de las dos lógicas anteriores, esta
población contempla el mismo proceso ni como
una carga ni como un bien, simplemente como
algo que se está discutiendo y haciendo a sus
espaldas. Esta desatención demuestra que por el
momento el tratamiento de los euroinmigrantes
está siguiendo una lógica fundamentalista estatal
y no una lógica multicultural, como le
correspondería históricamente a la UE. En el
presente trabajo se ofrecen elementos de
reflexión que permitan discutir este argumento, a
partir de cuatro pasos: en la primera sección se
introduce el marco teórico que se seguirá para
centrar la discusión; en la segunda sección, se
detalla lo que se denomina como
fundamentalismo estatal, apoyándose en un
breve recorrido histórico de cómo los estados
europeos han tratado políticamente a los
inmigrantes; en la tercera sección se hace un
balance de cómo la UE ha tratado a la
inmigración desde el conocido Grupo de Trevi de
1975 hasta el Tratado de Amsterdam (1997); y
en la cuarta y última sección, basándose en la
Cumbre de Tampere (1999) y bajo forma de
comentarios finales, se destaca los dilemas
normativos y los desafíos institucionales que se
infieren en torno a la relación entre la UE y la
presencia de euroinmigrantes.
Este artículo es una versión revisada de una ponencia presentada en el Workshop
"Immigration, Integration and European Union: Institutional Practices and Normative
Challenges" (WS24, 29th ECPR-Joint Sessions, 6-11 April, 2001, Grenoble, Francia),
coordinado por el autor junto con B. Parekh para el European Consortium for Political
Science, y pertenece a una línea de investigación del proyecto, que dirije el mismo
autor, del Ministerio de Ciencia y Tecnología I+D (SEC2000-534).
EL PROBLEMA
Desde el Tratado de la Unión Europea (1992) existen dos concepciones enfrentadas en
la forma de abordar el proceso de integración política de la Unión Europea (UE):
desde la óptica de la UE, el mismo proceso se percibe como una ganancia; mientras
que según la percepción de los estados, como una carga. Por ejemplo, la Unión
Política Europea proporciona como ganancia la libertad de circulación y seguridad para
los nacionales de los Estados miembros, una posición de ciudadanía europea, y una
oportunidad histórica de construir una entidad política sensible a las diferencias
identitarias de los Estados miembros. Sin embargo, como carga supone, según la
percepción de los estados, una pérdida de su fuerza legitimadora tradicional basada
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en su soberanía, y en una vinculación (la "Santísima Trinidad" de la tradición
ilustrada) entre ciudadanía, Estado y nación (Schnapper, 1994a,b; Bader (ed.), 1997,
1999; Zapata-Barrero, 2001c, d).
Existe, no obstante, una tercera concepción que merece una reflexión, puesto que
también forma parte de la realidad de la UE. Ésta es la que se expresa cuando
analizamos el proceso de integración política desde la óptica de los inmigrantes de
países terceros residentes en uno de los Estados miembros, a los que a partir de
ahora denominaré euroinmigrantes (Zapata-Barrero 1998a,b; 2001b). A diferencia de
las dos lógicas anteriores, esta población contempla el mismo proceso ni como carga
ni como ganancia, simplemente como algo que se está discutiendo y haciendo a sus
espaldas. Es decir, existen unos 13-14 millones de personas (un Estado 16, podríamos
decir) que ven cómo se está construyendo una entidad política llamada UE, que
preocupa, y mucho, a la mayoría de los gestores políticos y a muchos ciudadanos,
pero sin tener en cuenta su presencia, ni menos aún contar con lo que puedan pensar
políticamente.
Esta desatención demuestra que por el momento el tratamiento de los
euroinmigrantes está siguiendo una lógica fundamentalista estatal y no una lógica
multicultural como correspondería históricamente a la UE. Mi intención es ofrecer unos
elementos de reflexión que nos permitan discutir el argumento de que si bien los
estados tienen una justificación histórica para defenderse contra los ataques que
inciden en las dificultades que encuentran para gestionar la coexistencia entre
inmigrantes y ciudadanos, puesto que cuando se construyeron sus estructuras
políticas a lo largo de los siglos XVII-XIX no se previó esta realidad, la UE, en estos
momentos, no puede utilizar esta misma justificación histórica, puesto que ella, en
contraste con los estados, sí que conoce la existencia de inmigrantes dentro de su
población.
Articularé esta argumentación en cuatro pasos. En la primera sección introduciré el
marco teórico que seguiré para centrar mi discusión, proporcionando un enfoque
politológico concreto. En la segunda sección detallaré lo que entiendo por
fundamentalismo estatal, apoyándome en un breve recorrido histórico de cómo los
estados europeos han tratado políticamente a los inmigrantes. En la tercera sección
haré un balance historicoestructural de cómo la UE ha gestionado la inmigración desde
el conocido Grupo de Trevi de 1975 hasta el Tratado de Amsterdam (1998). En la
cuarta y última sección, basándome en la Cumbre de Tampere (1999) y bajo forma de
comentarios finales, destacaré los dilemas normativos y los desafíos institucionales
que se infieren en torno a la relación entre la UE y la presencia de euroinmigrantes.
UN MARCO TEÓRICO PARA ABORDAR EL FENÓMENO DE LA INMIGRACIÓN
Si bien el tema de las migraciones internacionales no es un hecho nuevo (1), el
impacto que está teniendo actualmente la presencia de personas con diferentes
sistemas de derechos y de deberes expresa un "efecto espejo" sobre las estructuras y
los sistemas políticos construidos desde hace más de dos siglos. Simplemente, los
estados están constatando que no sólo no tienen instrumentos adecuados para
gestionar los problemas ocasionados por la presencia cada vez mayor de inmigrantes,
sino que la única vía para dar respuesta a sus presiones es variar las estructuras
políticas tradicionales, con las potenciales consecuencias imprevistas, si tenemos en
cuenta que las estructuras políticas conforman un tipo de comportamiento y de
actitud, reflejan un tipo de pensamiento procedente de nuestra tradición moderna
ilustrada.
El marco teórico que propongo parte de esta convicción. Centra el análisis en la
relación que mantienen los inmigrantes con nuestras instituciones públicas. Este
espacio es el que propiamente denomino como esfera pública. Hasta tal punto este
contacto es importante, que podríamos trazar la biografía de un inmigrante, desde
que llega a nuestros estados y ciudades, y constatar que sus expectativas de vida
están directamente influenciadas por las restricciones que tiene (y que los ciudadanos
no tienen) al relacionarse con las instituciones. A partir de este enfoque tenemos
todos los elementos para poder indicar cuándo un inmigrante está integrado. A saber,
cuando en sus relaciones con nuestras instituciones no tenga necesidad de justificar
los conflictos que tiene con ellas por el hecho de su posición jurídica, de su
nacionalidad y de su cultura, sino que son problemas que podría tener cualquier
ciudadano. Mientras esto no ocurra, y en los análisis concretos que hagamos
tengamos la necesidad de recurrir a las propiedades que distinguen a un inmigrante
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de un ciudadano para explicar los conflictos que tienen con nuestras instituciones,
podemos afirmar que existe un problema de integración.
En términos de inclusión/exclusión, la inclusión es el resultado del proceso de
integración. De hecho, su última etapa. Esto significa que cuando decimos que un
inmigrante no está integrado, lo que estamos poniendo de relieve es que existen
situaciones en las que se siente excluido de la corriente principal de la sociedad
debido a su situación jurídica, su nacionalidad y su cultura, por tener que expresar
una identidad social y política dada por la lógica estatal. En nuestros términos, la
identidad del inmigrante no se adquiere por nacimiento como la del ciudadano, sino
que responde a una cierta expresión del fundamentalismo estatal.
Asimismo, podemos inferir que el enfoque politológico que adopto insiste en que la
inmigración es un problema estructural. Esto significa que para integrar a los
inmigrantes debemos asumir que se deben modificar nuestras estructuras políticas
tradicionales. Los debates deberían tener esta convicción como premisa, y a partir de
ella discutir los procedimientos para llevar a cabo esta acomodación. Soy consciente
de que este enfoque puede implicar muchas consecuencias indeseadas traducibles en
inestabilidad social. Cuando empezamos a reflexionar desde este punto de partida, el
tema sigue proporcionándonos más preguntas que respuestas. Pero estoy convencido
también de que éste es el camino histórico que debemos emprender. Las
"resistencias" que manifiestan nuestras estructuras políticas a estas presiones
procedentes de la sociedad multicultural (traducibles en exigencias y políticas
asimilacionistas) son algo comprensible, puesto que sabemos que toda modificación
tendrá unos efectos directos sobre nuestras formas de vida ciudadanas y nuestros
paradigmas de pensamiento. Pero también es cierto que este movimiento conservador
fundamentalista estatal tan solo está retrasando un hecho que por simple lógica
histórica tendrá que suceder (está ya, de hecho, sucediendo en la mayoría de
nuestras esferas públicas): la necesidad de incluir a los residentes inmigrantes en la
corriente principal de nuestras sociedades. Cualquier permanencia de "mundos
paralelos" tendrá riesgos de fracturas sociales y de inestabilidad política, que también
provocan efectos indeseados como el racismo social, la formación de partidos con
discursos antiinmigrantes, o la consolidación de movimientos antisistema, por citar
extremos de escenarios posibles.
En la próxima sección profundizaré la noción de fundamentalismo estatal. Su
contenido me servirá al mismo tiempo de base para defender el argumento de que
actualmente la lógica de la UE está ante un dilema: o bien adoptar esta ortodoxia
estatal pero a un nivel superior; o bien construir una lógica multicultural, esto es,
crear una estructura política europea que cuente con e incluya a los inmigrantes
residentes, a los euroinmigrantes.
FUNDAMENTALISMO ESTATAL: UN BREVE RECORRIDO HISTÓRICO
Se infiere de la sección anterior que el enfoque politológico propuesto incide
principalmente en las relaciones verticales del inmigrante, y no tanto en las
horizontales como el sociológico, que se concentra más en analizar los efectos que
tiene la inmigración sobre la estructura de nuestra sociedad. La pregunta básica
puede formularse de la forma siguiente: ¿cómo afecta la presencia de los inmigrantes
a nuestro sistema liberal democrático, nuestras estructuras institucionales, nuestro
comportamiento y cultura política en general? La noción de fundamentalismo estatal
que pasaré ahora a explicar es uno de los instrumentos analíticos que utilizo para
poder discriminar entre todas las potenciales respuestas a esta pregunta. Mi
argumento seguirá dos apartados: en un primer momento expondré la teoría, esto es,
qué entiendo por fundamentalismo estatal; en un segundo apartado haré un breve
recorrido histórico del tratamiento estatal de la inmigración, para apoyar
empíricamente lo anterior.
El fundamentalismo estatal: la prioridad de la estabilidad frente a la justicia
Por medio de la noción de fundamentalismo estatal intento canalizar parte de los
debates que siguen directa o indirectamente como hilo conductor el "efecto espejo"
que produce la presencia de los inmigrantes sobre nuestra forma de concebir nuestras
estructuras institucionales ("efectos institucionales"), y sobre los marcos normativos
tradicionales que orientan nuestras acciones políticas y nuestras formas de gestionar
los conflictos sociales ("efectos normativos") (Zapata-Barrero, 2001b).
El análisis de los "efectos institucionales" se concentra sobre todo en la estructura de
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nuestro sistema político. Examina cómo está obligada a modificarse para gestionar las
tensiones que genera la presencia de inmigrantes. Esta perspectiva se interesa por
cómo está estructurada nuestra esfera pública, quién decide, cómo y por qué, sus
límites y contenido. Parte de la convicción de que la forma en que está estructurada
dicha esfera pública está directamente relacionada con un tipo de actitud, de conducta
y de práctica que en numerosas ocasiones entran en tensión con las de los
inmigrantes. De ahí que se asuma que sus límites y su contenido, el espacio donde se
relaciona el inmigrante con nuestras instituciones políticas, debe variar. El problema
es determinar cómo, teniendo en cuenta que inevitablemente afectará a nuestra
concepción tradicional del sistema político (Zapata-Barrero, 2000b y la bibliografía
que se adjunta en dicho trabajo).
Al interesarnos también por los "efectos normativos" asumimos, de entrada, los
puntos de partida anteriores, pero nos concentramos más en el cambio de tradición
cultural y de sistema de valores que se está produciendo (2). Casi toda la literatura
existente asume que el reto normativo que plantea la presencia creciente de
inmigrantes obliga a cuestionarnos directamente casi todas las categorías
tradicionales que han ayudado a describir y a explicar nuestro sistema liberal
democrático. Los grandes conceptos como los de justicia, libertad, igualdad,
nacionalidad, poder, por citar los principales pilares de nuestro paradigma de
pensamiento politológico, pierden sus núcleos duros cuando se aplican a la situación
que viven los inmigrantes. La mayoría de ellos, examinándolos desde el punto de vista
de los inmigrantes, rozan incluso la pura hipocresía. "La presencia de inmigrantes
tiene unos ‘efectos normativos’ porque implican formas de coerción que pensábamos
habíamos solventado en nuestra tradición liberal democrática" (Weiner, 1996; 172).
Como he insistido anteriormente, esta perspectiva normativa tiene una convicción
histórica: al construir nuestro sistema político, nuestros estados nacionales, los
grandes arquitectos y pensadores políticos no tuvieron simplemente en cuenta la
posibilidad de coexistencia dentro de un mismo territorio de tradiciones y prácticas
culturales diferentes. De ahí que nuestras estructuras políticas tengan ahora serias
dificultades para gestionar el fenómeno sin entrar en contradicciones profundas y
dilemas circulares. Como el núcleo duro de nuestra tradición política es la relación
entre el Estado y la nación, entre la ciudadanía y la nacionalidad, la inmigración
presenta retos resumibles en la necesidad de romper este vínculo (sagrado) histórico.
Lo único que frena esta desconexión es, por el momento, la falta de unas alternativas
claras. Prosigamos detallando cuáles son los "motores" que animan este
fundamentalismo estatal.
Ante estos dos tipos de efectos espejo (los efectos institucionales y los efectos
normativos), pueden existir dos tipos de respuestas: o bien profundización o bien
parálisis estructural. En el primer caso, se expresaría una lógica multicultural y un
interés político de inclusión, mientras que en el segundo caso, los estados
manifestarían una lógica fundamentalista y un interés político de mantener la
exclusión existente. La lógica multicultural tendría su forma de expresión en el diseño
de políticas multiculturales, mientras que la lógica fundamentalista estatal
concentraría sus esfuerzos en políticas asimilacionistas (que no tienen ningún efecto
transformador desde el punto de vista estructural) (3). En este punto existen dos
orientaciones posibles, la estabilidad y la justicia. La profundización o lógica
multicultural privilegiaría más la justicia frente a la estabilidad, mientras que la lógica
fundamentalista estatal consideraría la estabilidad como prioritaria frente a la justicia.
En este sentido, todo debate sobre políticas de inmigración debe dar una respuesta a
la relación que se establece entre estabilidad y justicia. De hecho, cualquier política de
integración debe buscar un "equilibrio reflexivo" (reflective equilibrium) entre justicia
y estabilidad y la realidad multicultural (4).
El fundamentalismo estatal privilegia la estabilidad frente a la justicia. Esto significa
que expresa una práctica institucional hacia los inmigrantes basada en principios
utilitaristas, que plantean problemas normativos de justicia sobre nuestra propia
tradición liberal y democrática. Como sabemos, todo principio utilitarista se basa en
una lógica de costes y beneficios, y trata el objeto sobre el que se practica el principio
como un medio y no como un fin, teniendo como referencia la propia utilidad de la
acción por parte de quien la practica. La reflexión democrática que suscita esta
práctica institucional parte de la constatación de que se vulnera el principio de
igualdad, en tanto que existe una distinción en derechos entre inmigrantes, y entre
inmigrantes y ciudadanos, y el principio de control popular, en tanto que existe una
población inmigrante que se ve afectada directamente por las decisiones políticas,
pero que no tiene mecanismos para controlarlas (5). Paralelamente, la reflexión liberal
parte de la constatación de que el nervio mismo de nuestra época moderna e
ilustrada, basada en la creencia de que existe un "vínculo sagrado" (la "Santísima
Trinidad") entre Estado, ciudadanía y nacionalidad, es puesto en duda, igual que
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históricamente ocurrió con criterios como la propiedad privada y el sexo. Dicho vínculo
plantea problemas liberales, ya que vulnera la libertad de opción del inmigrante entre
seguir sus costumbres e identidad cultural en la esfera privada, o bien poder también
practicarlas "con comodidad" en la esfera pública, sin necesidad de desvincularse de
su nacionalidad para ser considerado como ciudadano. Es decir, desde el punto de
vista del inmigrante, la relación entre adquisición progresiva de derechos (hasta llegar
a los derechos políticos) y mantenimiento de sus prácticas e identidades culturales es
una relación de suma cero, esto es, la adquisición de una impide o excluye la otra.
Mi argumento es que el fundamentalismo estatal no sólo es injusto por los efectos
normativos que implica, sino que además produce unas consecuencias de inestabilidad
y de fomento de fracturas sociales. Para empezar, implica una percepción del
inmigrante como mercancía. Como tal, y según variables macrocoyunturales
(socioeconómicas, demográficas, etc.), puede ser considerado tanto un beneficio
como una carga. Esta visión instrumental tiene la virtud de la simplicidad, puesto que
todo el mundo puede entenderla y aplicarla en sus argumentaciones, desde los más
altos niveles de partido y ministeriales hasta los ciudadanos de a pie. Además de
simplificar los discursos en torno a la inmigración, también tiene como referencia,
directa o indirectamente, la calidad de vida de los ciudadanos y el estado de bienestar
adquirido por nuestra sociedad (Carens, 1995). En este sentido, el fundamentalismo
estatal nos dice que la presencia de inmigrantes es bienvenida si afecta positivamente
a nuestra calidad de vida, nos ayuda a satisfacer parte de nuestras expectativas y no
interfiere negativamente en el control que tenemos de nuestros destinos. Es decir, si
nos permite resolver parte de "nuestros problemas" demográficos, económicos,
sociales, etc. Del mismo modo, si, por el contrario, los factores macroconyunturales se
agravan con la presencia de inmigrantes, el impacto es considerado negativo. La
referencia que se toma para aplicar esta lógica utilitarista es siempre "nuestro espacio
vital", construido con esfuerzo desde hace siglos. En nuestros términos, prima la
estabilidad frente a la justicia. Concretamente, este espacio vital puede entenderse
según criterios económicos, demográficos, sociales, e incluso según nuestro sistema
de libertades e igualdades, y según nuestra ética humanitaria y de la tolerancia. En
todos los casos, la lógica utilitarista expresa siempre una cierta reacción "primitiva"
(conservadora y proteccionista) frente a otras personas vistas siempre como
"supuestas invasoras". En su base, este fundamentalismo estatal no permitirá variar
la estructura política, y sólo lo aceptará si tiene la convicción de que esta modificación
podrá generar más beneficios que costes a lo largo del tiempo. Asimismo, esta lógica
utilitarista supone lo que algunos autores denominan fundamentalismo cultural
(Stolcke, 1999), en tanto que en su base se apoya siempre en una distinción
esencialista entre un "nosotros" y un "ellos" o "los otros", presente tanto
institucionalmente (las propias leyes de extranjería se apoyan en esta distinción),
como socialmente (los ciudadanos se sienten legitimados a actuar de forma diferente
con los inmigrantes, puesto que las mismas instituciones así lo hacen). Por último, el
efecto no deseado de esta lógica utilitarista es que proporciona una base directa de
legitimación al racismo en el menor de los casos (presente tanto en las instituciones
como en la sociedad), y a la xenofobia como situación extrema. Ambos casos
prácticos operan bajo los mismos parámetros utilitaristas de estabilidad.
Si examinamos histórica y estructuralmente cómo los estados han tratado la
inmigración, constatamos que por el momento la lógica predominante ha sido la
fundamentalista estatal. Es decir, y siguiendo el hilo de nuestro discurso, que la lógica
utilitarista y su orientación hacia la estabilidad es la respuesta que por el momento
está caracterizando los estados ante los efectos institucionales y normativos que
implica la presencia de inmigrantes entre nuestra población.
El fundamentalismo estatal: el "círculo vicioso" de la práctica histórica
"Consider the case for freedom of movement in light of the liberal critique of feudal
practices that determined a person's life chances on the basis of his or her birth.
Citizenship in the modern world is a lot like feudal status in the medieval world. It is
assigned at birth; for the most part it is not subject to change by the individual's will
and efforts; and it has a major impact upon that person's life chances. To be born a
citizen of an affluent country like Canada is like being born into the nobility (even
though many belong to the lesser nobility). To be born a citizen in a poor country like
Bangladesh is (for most) like being born into the peasantry in the middle ages. In this
context, limiting entry top countries like Canada is a way of protecting a birthright
privilege. Liberals objected to the way feudalism restricted freedom, including the
freedom of individuals to move from one place to another in search of a better life.
But modern practices of citizenship and state control over borders tie people to the
land of their birth almost as effectively. If feudal practices were wrong, what justifies
the modern ones?" (Carens, 1992; 26-27).
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Esta cita del autor canadiense J. Carens expresa con profundidad (y no sin cierta
inquietud) lo que otros han denominado the age of immigration (Castles y Miller,
1993). Añadiéndola a la exposición "circular" anterior, podemos señalar que la lógica
utilitarista provoca en último término actitudes y conductas racistas culturales, que
motivan a los principales gestores políticos a reforzar sus lógicas fundamentalistas
estatales. Éste es el círculo vicioso que ha caracterizado históricamente el tratamiento
estatal de la inmigración, y el que, como veremos en la sección siguiente, está
caracterizando también la UE. Veamos brevemente las actuaciones de los estados
europeos, incidiendo en los efectos provocados (6).
Tras la Segunda Guerra Mundial se abrió el proceso de reconstrucción económica de
Europa. Para lograrlo, se vinculó explícitamente el desarrollo económico y la demanda
de mano de obra de terceros países. Aparecieron incluso programas explícitos para
fomentar la inmigración. Esta prioridad utilitarista dejó en segundo plano aspectos
regulativos de la población que llegaba, sin planificación sectorial, geográfica, o
comunitaria. Se llegaron a establecer acuerdos bilaterales con los países emisores de
"mercancías humanas" (Gran Bretaña, Alemania y Francia, con Italia, Portugal,
España, Turquía, Argelia e India, por ejemplo). La demanda era básicamente
estructural, pero se pensaba que los inmigrantes regresarían a sus países. A esta
etapa de puertas abiertas (1945-1973), le siguió una etapa de puertas cerradas
(1973-1990). Esta segunda fase se inició con la crisis económica de los estados del
bienestar en los años setenta. Se vinculó dicha crisis con la constatación de que la
mayoría de los inmigrantes se quedaban. El "problema de la inmigración" comenzó a
aparecer. Su contenido era, de nuevo, utilitarista: la inmigración suponía unos costes
sociales y políticos mayores que los económicos. La Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económico (OCDE) llegó incluso a pronunciarse al respecto.
Comenzaron a aparecer los debates sobre los "límites de la tolerancia"
(principalmente en Francia), o hasta qué punto un país puede soportar la llegada de
inmigrantes sin que suponga una disminución de la calidad de vida de sus ciudadanos,
de sus libertades e igualdades, de sus culturas. Estos debates comenzaron a tener
unas primeras reacciones políticas. Se pusieron en marcha por primera vez las
"políticas de cuotas", con el objetivo de regular la entrada de inmigrantes bajo
criterios de población, de nacionalidad y de mercado. En algunos países (Francia) se
llegaron incluso a idear políticas para incentivar económicamente a los inmigrantes a
que volvieran a sus países de origen, aunque con resultados decepcionantes (se
beneficiaron más los inmigrantes de origen europeo, como los españoles y
portugueses, que los extraeuropeos). Al final de esta etapa se produce igualmente
una reorientación de prioridades. Los esfuerzos se concentran ahora en políticas de
integración, teniendo asumida la necesidad de restringir fuertemente la entrada. En
definitiva, conforme avanzamos temporalmente en esta etapa, la inmigración se
percibe cada vez con más convicción como problema social, económico y cultural.
A partir de los años noventa, y sobre todo en estos inicios del siglo XXI, se inicia una
nueva etapa, que denomino como muros de contención. La inmigración comienza a
percibirse como lo que es: un problema estructural. Comienza a vincularse
estrechamente y a analizarse en profundidad la relación entre el nivel de acceso al
territorio (en cuyo debate prima una lógica "puertas abiertas y cerradas") y el nivel de
coexistencia, una vez los inmigrantes han sido admitidos (donde se debaten políticas
de integración siguiendo una lógica de inclusión/exclusión) (7). Paulatinamente se
comienza a percibir que la inmigración no es un hecho aislado que afecta a un Estado
determinado, sino un fenómeno global que tiene un impacto sobre la mayoría de los
estados desarrollados. Incluso algunos informes comienzan a plantearse seriamente la
necesidad de la intervención de la ONU para organizar un congreso mundial sobre la
inmigración. Dicho congreso debería comenzar su reflexión sobre lo que podríamos
llamar la "estructura medieval" que está manifestando el fenómeno de las migraciones
entre los países en vías de desarrollo y los países desarrollados. En este sentido debe
tratarse con sentido histórico distintivo: estamos asistiendo a un nuevo tipo de éxodo
rural, similar al que se produjo hace siglos, y que marcó el paso de la Edad Media a la
Edad Moderna. Este nuevo éxodo a escala planetaria entre países pobres ("la plebe")
y países ricos ("la nueva aristocracia") nos está indicando sin duda que estamos
presenciando un verdadero cambio de Época (en mayúscula). Este fenómeno muestra
asimismo que el problema estructural es multinivel, en el sentido que afecta a todos
los niveles de poderes públicos, empezando por los distritos y las ciudades, y
acabando a escala mundial.
En resumen, y volviendo al nivel estatal, que es donde nos situamos, la presencia de
los inmigrantes presiona cada vez más nuestras estructuras políticas tradicionales.
Como reacción, los estados siguen adoptando su lógica utilitarista. La diferencia
quizás es de matiz, pero es de suma importancia: la inmigración ya no sirve tan solo
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de instrumento para solventar o agudizar nuestros problemas estructurales, sino que
ella misma se ha convertido en un problema para nuestras estructuras. Ahora debe
empezar el momento de la reflexión: o bien continuar resistiendo, o bien iniciar una
reflexión seria sobre cómo modificar las estructuras actuales que en lugar de incluir,
excluye a los inmigrantes. Simplemente, para una mente liberal y democrática es
difícil encontrar argumentos que justifiquen formas de coerción que pensábamos que
nuestra tradición moderna no volvería a repetir. Es un hecho conceptualmente
objetivo que en el nivel de coexistencia la relación de dominación establecida por
nuestros estados entre inmigrantes y ciudadanos sobrepasa la mera relación entre
minorías y mayorías. Es simplemente una relación medieval entre amo y esclavo,
puesto que ambos no comparten el mismo sistema de derechos y deberes. Las
relaciones de poder que se establecen se apoyan precisamente en esta diferenciación
jurídica.
Este hecho objetivo debería, debe, ser materia de preocupación. Para iniciar esta
reflexión pienso que debemos subrayar las dos variables que expresan el momento
histórico distintivo que vivimos: por un lado, una nueva diferenciación de clase basada
en las categorías de inmigrantes; por otro lado, la pérdida paulatina del vínculo
ilustrado entre ciudadanía y nacionalidad. Cada uno de ellos expresa problemas de
justicia para nuestra tradición democrática y liberal, respectivamente.
En efecto, podemos afirmar que la presencia de inmigrantes plantea dos tipos de
problemas democráticos: por un lado, el hecho de que exista una población no
ciudadana regida por un sistema de derechos y deberes diferente al de la ciudadana;
por otro lado, el hecho de que dentro de esta población no ciudadana exista también
una diferenciación en el sistema de derechos entre diferentes categorías de
inmigrantes: la de inmigrante "indocumentado" (los llamados "sin papeles", aunque
yo preferiría llamarlos los "sin derechos", o los "otros inmigrantes" o, incluso, "el
nuevo lumperproletariat"), la de inmigrante residente temporal, y la de inmigrante
residente permanente (o denizens, Hammar [ed.] 1985, 1990). Ambos problemas
pueden resumirse en el hecho de que expresan actualmente una nueva diferenciación
social basada en criterios económicos y de nacionalidad. En términos de derechos, los
"sin derechos" no tienen ni siquiera la protección de derechos humanos y, por lo
tanto, son vulnerables al mercado y abiertos a todo tipo de abusos. Luego están los
que "han tenido más suerte" (o también "el nuevo proletariado", si nos fijamos en la
función que desempeñan para mantener el statu quo de nuestras economías), puesto
que tienen papeles y, por lo tanto, un cierto reconocimiento estatal de su presencia
traducible en ciertos derechos civiles, económicos y sociales. No obstante, entre ellos
existen también diferencias. Están los que residen pero con un reconocimiento
temporal, y los que han adquirido la residencia permanente. La diferencia entre ellos
es de derechos. En general, aunque existen diferencias entre países, los primeros
tienen derechos humanos, algunos civiles, económicos y sociales; los segundos tienen
prácticamente todos los derechos, menos los derechos políticos. En diferentes grados,
cada una de estas categorías sociales son competencia exclusiva de los estados. Es un
hecho que con el incremento de esta diferenciación social entre inmigrantes, y entre
todos ellos y los ciudadanos, la democracia simplemente padece (Hammar, 1989, 93;
Balibar, 1992, 13-14).
Junto a este problema democrático, existe otro que podríamos calificar de liberal. La
convicción generalizada de que los inmigrantes quieren dejar de serlo, pero sin perder
sus identidades y prácticas culturales. Esto significa, en términos estatales, que
rechazan cada vez más las políticas de ciudadanía ofrecidas por los estados mientras
supongan una desnaturalización, esto es, la adquisición de la nacionalidad autóctona.
Esto implica que actualmente, todo debate sobre la integración de los inmigrantes en
términos de adquisición de la nacionalidad es un planteamiento cada vez más
percibido como tradicionalista, expresión del fundamentalismo estatal. Hoy en día, el
debate es la adquisición de todos los derechos pero sin perder la identidad cultural.
Esto supone también que el núcleo duro (sagrado) entre nacionalidad y ciudadanía
debe ser tema directo de debate. Es decir, y en nuestros términos, debemos
plantearnos directamente si con este vínculo se puede hacer frente al problema que
plantea la presencia de los inmigrantes en nuestras sociedades liberales democráticas.
Si no sería conveniente plantear la viabilidad de otros criterios para adquirir la
ciudadanía que no sea la nacionalidad.
En la próxima sección veremos que este fundamentalismo estatal es el que ha
caracterizado y sigue orientando, a pesar de la Cumbre de Tampere de 1999, como
veremos, el tratamiento institucional de la UE hacia los euroinmigrantes. De ahí mi
argumento de que uno de los principales desafíos de la UE es plantear el tema de la
inmigración en términos no estatales, es decir, construir una lógica y una política
multicultural, en la que prime más la justicia que la estabilidad, o, al menos, que
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contrarreste las orientaciones mayoritarias basadas en la estabilidad.
DIAGNÓSTICO HISTORICOESTRUCTURAL DE LA UE: CUATRO ETAPAS EN LA
COOPERACIÓN EN MATERIAS DE INTERIOR
Al hablar de la evolución de la UE en torno a su tratamiento de la inmigración,
podemos destacar cuatro etapas: 1) Inicios de la cooperación intergubernamental
(1975-1986); 2) Acta Única (1986-1992); 3) Tratado de Maastricht y Convenio de
aplicación de Schengen (1992-1997); 4) Tratado de Amsterdam (1997-actualidad).
Inicios de la cooperación intergubernamental (1975-1986)
A partir de 1975 se va implantando paulatinamente la colaboración en el ámbito de la
inmigración. Se constituye, por ejemplo, el denominado Grupo de Trevi, integrado por
los entonces nueve ministros de Interior (Alemania, Italia, Francia, Benelux, Reino
Unido, Irlanda, Dinamarca) con el objetivo de coordinar esfuerzos contra el terrorismo
y la cooperación judicial y policial, creando subgrupos de trabajo. Este proceso era
estrictamente intergubernamental, lo cual tiene un doble significado: políticamente,
que el procedimiento de decisión es la unanimidad, y que la estructura institucional
que supone es paralela a la existente de la UE (se habla más bien de cooperación y no
de integración europea); jurídicamente, que el marco legal en que se toman las
decisiones y se deciden (si se produce una decisión) mecanismos de implementación
queda al margen de la UE, y depende estrictamente del derecho internacional.
Destacamos, asimismo, que en sus inicios, la percepción de la inmigración como
problema fue estrictamente policial y de seguridad.
Acta Única (1986-1992)
Con el Acta Única se produce un importante paso adelante en dicha cooperación,
desarrollada hasta entonces con poca transparencia, incluso para las instituciones
europeas. Según el artículo 8A del Acta (recogido en el artículo 7A de Maastricht y el
artículo 14 de Amsterdam), se da un reconocimiento institucional a la libertad de
circulación de los ciudadanos como una de las condiciones principales del mercado
único, quedando incluida como materia de competencia comunitaria. Los grupos de
trabajo que se crean a partir de ese momento incluyeron, como observadores, a los
representantes de la Comisión. Se constituye, entre otros, un grupo ad hoc sobre
inmigración en 1986, integrado por los ministros responsables de la inmigración. El
tema pasa a ser gestionado por primera vez por la Comisión, estableciendo
secretarías. Desde entonces, el Consejo pasará a ocuparse principalmente de la
cooperación judicial, penal y civil.
En este contexto, una de las primeras reacciones del Consejo fue la de vincular la
libertad de circulación con la seguridad. En 1988 encargó al grupo que propusiera
medidas para ello. Como resultado, se propone un programa de trabajo, el
Documento de Palma, que recomienda, entre otras cosas, un enfoque más coordinado
en los aspectos de cooperación en materias de justicia y asuntos del interior. El
método utilizado seguía siendo intergubernamental, es decir, se limitaba a elaborar
convenios, formular resoluciones, conclusiones y recomendaciones. Medidas que
pertenecen, de hecho, al derecho internacional clásico.
En esta dinámica se establecen dos convenios importantes en 1990: el Convenio de
Dublín y el Convenio de aplicación de Schengen (Escobar, 1993; Espada, 1994;
Lasagabaster, 1996). El primero establece la determinación del Estado responsable de
examinar una solicitud de asilo presentada en uno de los Estados miembros; el
segundo tenía ya sus raíces en el Acuerdo de Schengen de 1985, y potencia, entre
otras cosas, la creación de nuevas estructuras operativas para garantizar la
cooperación policial y aduanera, y proporcionar así una seguridad a la libertad de
circulación de los ciudadanos.
Tratado de Maastricht y Convenio de aplicación de Schengen (1992-1997)
El Tratado de la Unión Europea (TUE) o Tratado de Maastricht (1992) supone un paso
cualitativo de gran trascendencia desde la creación de la Comunidad Europea. Entre
los hechos distintivos que afectan a la inmigración, cabe mencionar la creación de dos
motores (aunque todavía de diseño, sin haber salido de la "fábrica") para cada
dimensión del proceso de construcción de la Unión: el motor del euro para la
dimensión económica, y el motor de la ciudadanía europea para la política. Asimismo,
la estructura de la UE en tres pilares es uno de los pasos decisivos. El pilar de la
Comunidad Europea (o pilar estrictamente comunitario) para determinadas materias,
que se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de que los Estados miembros
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pierden gran parte de su soberanía, y en el que intervienen las tres instituciones
básicas: el Consejo, la Comisión y el Parlamento. En contraste, el segundo y el tercer
pilar siguen una lógica de cooperación y no de integración. La mayoría de las
decisiones se toman por unanimidad, con la consecuente permanencia de la
competencia de los estados a través del órgano decisor del Consejo. El segundo pilar,
Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), trata de las políticas exteriores de la
UE, y el tercer pilar, Cooperación en Justicia y Asuntos del Interior (CJAI), de la
vertiente interna de la política de la UE.
Con Maastricht se institucionaliza, pues, la cooperación iniciada en 1975 a través del
tercer pilar. Es decir, aquello que se hacía "fuera" del marco institucional "entra" a
formar parte de la misma estructura de la UE. Aunque no constituya un factor
explicativo, lo cierto es que este tercer pilar dota a los Estados miembros de
instrumentos para reaccionar contra el ascenso de los partidos de extrema derecha
durante los años ochenta, con sus discursos contra los inmigrantes (Ugur, 1998: 319).
Antes de entrar a comentar el significado de Schengen, si hacemos un rápido balance
de estos años, la inmigración se constituye como una de las "patatas calientes"
sometidas más a una lógica estatal que estrictamente europea. Las normas del Título
VI (relativo a la CJAI) son, de hecho, más normas tradicionales del derecho
internacional público que estrictamente del derecho comunitario. Delimita el marco
para la cooperación entre estados. Como consecuencia, este tercer pilar se caracterizó
por la parálisis en las decisiones, e institucionalizó una percepción determinada del
inmigrante. En efecto, su estructura solamente ofrecía a las instituciones comunitarias
una participación parcial, sin posibilidad de control real sobre las decisiones de los
Estados miembros. Concretamente, podemos destacar tres problemas
procedimentales básicos: el Tribunal de Justicia no tiene mecanismos para controlar
jurídicamente las decisiones y acciones que se realicen en el tercer pilar; el
Parlamento europeo no es informado de las discusiones, y la Comisión no tiene
derecho a iniciativa (8).
A consecuencia de esto, y en términos prácticos, la parálisis fue la tónica general, en
tanto que el Consejo no llegaba a la unanimidad para adoptar decisiones. En cuanto a
la percepción del inmigrante, queda patente en el artículo K.1., en el que se
establecen los ámbitos de "interés común". La inmigración (el acceso, la circulación, la
estancia, sus irregularidades en la residencia y en el trabajo) está incluida en un
listado junto con la política de asilo, las normas para el cruce de fronteras, la lucha
contra la toxicomanía, el fraude internacional, la cooperación aduanera, judicial, penal
y civil (lucha contra el terrorismo, entre otros).
Esta construcción institucional estereotipada del inmigrante como potencial
delincuente se expresa, asimismo, en el Acuerdo de Schengen. Su objetivo básico
está vinculado a una de las primeras convicciones cuando la UE comenzó a
institucionalizar la cooperación en materia del interior: para conseguir de facto la
libertad de circulación de las personas se hacía necesaria la supresión gradual de los
controles de las fronteras internas (9).
En términos prácticos, este "espacio Schengen" (o Schengenland) significa que la UE
da la posibilidad a los estados firmantes de utilizar el marco institucional europeo para
que cooperen estrechamente en los ámbitos específicos del interior. Será a partir del
Tratado de Amsterdam (TA) cuando se incorpore explícitamente en el marco de la UE
bajo una lógica de "acervo Schengen". Se crea, así, una secretaría general del
Consejo. Con el TA Schengen se conectan definitivamente las medidas comunes sobre
inmigración (y asilo), manteniéndolas como política de control de las fronteras
externas y de la inmigración ilegal. Es decir, se da un reconocimiento institucional a la
percepción jurídica de la inmigración destacando tan solo su dimensión negativa,
como generadora de delincuencia, de redes ilegales, etc., simplemente como
"amenaza". No aparece ninguna referencia a la integración, a la coexistencia entre
inmigrantes y ciudadanos en términos de justicia.
A partir de Maastricht, el principio de no discriminación como guía para establecer la
libertad de circulación de las personas solamente afecta a los ciudadanos de los
Estados miembros, pero no al resto de las personas, cualesquiera que sean sus
nacionalidades. Evitando hacer demasiada retórica al respecto, es cierto que
institucionalmente los inmigrantes no son considerados ni tan siquiera como personas,
puesto que la libertad de circulación interna solamente beneficia a las personas en
tanto que ciudadanos de un Estado miembro. Ante estos hechos, "¿cómo se explica
que los Estados miembros de la UE hayan acordado políticas migratorias
intraeuropeas tan liberales, basadas en la delegación de autoridad, y a la vez hayan
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insistido en el intergubernamentalismo estricto y la exclusión de la inmigración
procedente de fuera de la UE?" (Ugur, 1998: 294). El reciente Tratado de Amsterdam
nos proporciona algunas pistas al respecto.
Tratado de Amsterdam (TA) (1997-actualidad)
El TA tiene sus orígenes al final de las negociaciones de Maastricht, cuando se acordó
que a mitad de la década se realizaría una revisión completa del mismo (10). Desde
nuestra óptica, la nueva estructuración de la UE introduce tres novedades: la
integración como política común (primer pilar) de las materias relativas a la
inmigración y el asilo (equivocadamente llamado, como veremos, como la
comunitarización del tercer pilar); la incorporación de un nuevo objetivo, un espacio
de libertad, justicia y seguridad, y la confirmación de la ciudadanía europea. Todas
estas "novedades" expresan, de hecho, esta lógica de la prudencia que caracteriza la
UE en asuntos de la inmigración, que en algunos puntos roza casi la hipocresía. Antes
de repasar cada una de ellas por separado, justifiquemos esta valoración.
Sorprende de entrada que a pesar de estrechar la interacción entre la libertad, la
seguridad y la justicia (cada una de ellas sirve de mediador para conseguir las otras),
no se haya dado la oportunidad a principios orientadores tan básicos como la igualdad
y el pluralismo, inexistentes en los mismos nuevos objetivos de la Unión (art. B).
Examinando con detalle este nuevo tratado, la noción misma de pluralismo aparece
una única vez, en relación no con la cultura, ni mucho menos con las naciones sin
Estado, sino con los medios de comunicación (Protocolo sobre el sistema de
radiodifusión pública de los Estados miembros). La igualdad solamente aparece en
relación con la igualdad de oportunidades y de tratamiento en el mercado laboral,
concretamente entre hombres y mujeres (nuevos art. 2 y 3, art. 118 y 119). En este
caso, no se hace mención a la igualdad entre ciudadanos e inmigrantes. La misma
palabra extranjero es inexistente; y las palabras inmigrante o inmigración aparecen
insertadas como medidas para salvaguardar el espacio de libertad, seguridad y
justicia. La inmigración es, pues, percibida como componente que amenaza dicho
espacio, bajo una lógica de miedo, proteccionista, excluyente, de custodia de las
fronteras. En este aspecto, las modificaciones del tratado, en lugar de expresar un
cambio cualitativo, manifiestan una clara voluntad de continuidad, orientando la
inmigración hacia temas de seguridad, a través de cuestiones de estabilidad y con la
dotación de nuevos instrumentos jurídicos para conseguirlo.
Es cierto que existe una dimensión, cuanto menos atrevida, en relación con
Maastricht. A saber, la consideración de que el Consejo, aun manteniendo su
protagonismo en las decisiones, deja de detentar la hegemonía. Se crean mecanismos
que ligan las tres instituciones básicas, aun conservando una forma asimétrica de
poder. Por ejemplo, el Consejo tendrá que consultar el Parlamento antes de tomar
una decisión, y solamente tomará decisiones sobre propuestas de la Comisión. Ahora
bien, y aquí está la hipocresía de la que hablaba, la Comisión estará obligada a
considerar toda solicitud de un Estado miembro que presente una propuesta al
Consejo. Previa consulta del Parlamento, el Consejo decidirá durante cinco años por
unanimidad, y por unanimidad al acabar estos cinco años volverá a tomar la gran
decisión, a saber, si se aplica el procedimiento de codecisión y mayoría cualificada
para adoptar medidas de ámbito del interior (11). Veamos ahora por pasos las
novedades aludidas anteriormente.
Comunitarización del tercer pilar
Una de las "grandes novedades" del TA es haber trasladado al primer pilar una parte
de los asuntos que hasta ahora se trataban en el tercer pilar. Esta comunitarización se
aplica principalmente a todo lo relacionado con el paso de fronteras externas, la
inmigración y la cooperación judicial civil. La única referencia que se hace sobre la
integración es reactiva, como una lucha contra el racismo y la xenofobia (art. 13 del
TA). En términos políticos realistas, el interés por diseñar estrategias de acción contra
el racismo y la xenofobia tiene como referente mantener la cohesión social y la
estabilidad. En materia penal y de policía se mantiene la cooperación, pero con un
sistema jurídico más vinculante. En concordancia, el tercer pilar pasa ahora a
denominarse Cooperación Policial y Judicial en Asuntos Penales. Pero esta
comunitarización, de ahí que se preste a equívocos, estará por el momento, en el
espacio de cinco años, supeditada a los procedimientos típicos de la lógica de los
estados, a saber, la unanimidad. De hecho, esta decisión es un ejemplo sin
precedentes, puesto que por primera vez se incorpora una materia (la inmigración) en
el pilar comunitario, aun manteniendo un procedimiento de decisión (la unanimidad)
propio de los otros dos pilares (Monar, 1998, 139; Geddes, 2000, 110-113). Por lo
tanto, un ejemplo de cooperación en un primer pilar que habitualmente se distingue
de los otros por seguir una lógica de integración.
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Nuevo objetivo: espacio de libertad, justicia y seguridad
La comunitarización se basa en el vínculo explícito que se hace a partir de ahora entre
la libertad de circulación de las personas (los eurociudadanos) y la necesidad de
adoptar medidas para garantizar la seguridad de las personas en este espacio (Valle,
1998). La novedad no es tanto establecer dicho vínculo, sino institucionalizarlo a
través del derecho (la justicia). Remito de nuevo al Plan de acción de Cardiff (dic.
1998) para confirmar las concepciones que se expresan de los conceptos de libertad,
seguridad y justicia. Salta a la vista, para cualquier lectura teórica política, el uso de
la noción negativa de libertad, referida a la circulación, el vivir en un entorno
respetuoso con la ley, la protección de derechos humanos y el respeto a la intimidad;
en concordancia, la seguridad se refiere principalmente a la garantía de un espacio
privado de vida ("nuestro espacio vital"), y la justicia expresa una preocupación para
que el ciudadano construya una concepción unitaria del derecho de la Unión.
La lógica de la UE es, podríamos decir, de primer grado: el hecho de permitir la
libertad de desplazamiento de un Estado miembro a otro puede comportar peligros de
seguridad para los ciudadanos. A menos que dicha libertad se efectúe en un espacio
donde se sientan seguros, es imposible disfrutar plenamente de los beneficios que se
derivan. Hay delitos que pueden simplemente transcender las fronteras y
aprovecharse de este nuevo espacio: el terrorismo, la delincuencia, el tráfico de
drogas, el fraude, el racismo y la xenofobia. De ahí que la UE también deba tener los
instrumentos jurídicos (la justicia) para proteger a los ciudadanos de estos peligros (la
seguridad). La inmigración se ve directamente afectada por esta lógica cerrada,
puesto que es una de las "amenazas" en la mente de los gestores políticos europeos.
En este sentido, el TA recomienda medidas específicas para crear una política común
de controles y permisos de entrada de las fronteras exteriores. En el plazo de cinco
años a partir de la entrada en vigor del TA se prevén las siguientes medidas: en el
ámbito interno, la supresión total de control de las personas tanto ciudadanas como
euroextranjeras; en el ámbito externo, todo un listado de normas y procedimientos
comunes de control, incluyendo un modelo uniforme para los visados y de terceros
países cuyos ciudadanos estarán exentos de esta obligación, las condiciones de
entrada y de residencia en la UE, y normas comunes sobre los procedimientos de
expedición de los permisos de residencia de larga duración, normas para luchar contra
la inmigración clandestina y la residencia irregular, e incluso sobre la expulsión,
derechos comunes de los inmigrantes regulares y condiciones para su movilidad
espacial entre los Estados miembros.
Ciudadanía europea
El TUE ya estableció el derecho de voto de los ciudadanos europeos en las elecciones
locales, desvinculando por primera vez la conexión clásica ciudadanía/derecho de
voto/nacionalidad. Ante el debate que se generó sobre la relación entre la ciudadanía
de la Unión y la de los Estados miembros, el TA completa el artículo 8 de Maastricht
para evitar malentendidos confirmando explícitamente que la "ciudadanía de la Unión
será complementaria y no substitutiva de la ciudadanía nacional"(estatal). En nuestros
términos, la lógica de la UE, sigue, pues, supeditada al fundamentalismo estatal.
Ampliaremos las cuestiones normativas que suscita esta insistencia enseguida.
COMENTARIOS FINALES: DILEMAS NORMATIVOS Y DESAFÍOS
INSTITUCIONALES DE LA UE FRENTE A LA INMIGRACIÓN
Como hemos visto, la lógica que está consolidándose en el marco de la UE corre el
peligro de hacer fracasar el mismo proceso de integración política si tan solo se tiende
a construir una unión de estados. Esto es, si esta lógica de la UE continúa siguiendo
un fundamentalismo estatal, pero a un nivel superior. El proceso de construcción
política de la UE debería incluir a los inmigrantes residentes permanentes, y no
continuar excluyéndolos, como hacen los estados. Debería plantear el impacto que
tiene la presencia de inmigrantes sobre nuestras estructuras políticas en términos de
justicia, y no sólo de estabilidad.
De hecho, ésta es una de las lecturas que se infieren de la cumbre especial del
Consejo Europeo celebrada en la ciudad finlandesa de Tampere (Cumbre de Tampere,
15/16 de octubre de 1999). Existe el convencimiento cada vez más extendido de que
el éxito o el fracaso del proceso de integración política europea depende de cómo se
gestionará en el futuro la cuestión de la inmigración (Zapata-Barrero, 2000c, 2001e).
común expresa la convicción de que el objetivo de establecer las bases de una política
común sobre el asilo y la inmigración tiene el mismo carácter vital y existencial que el
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macroproyecto de crear un mercado único. Esta meta a largo plazo se presenta, así,
como el principal medio para crear una unión política. En otras palabras, el mensaje
principal de la Cumbre de Tampere es que no puede haber una unión política sin
política común de inmigración. El cambio cualitativo que representan estas
conclusiones respecto a Maastricht es que en 1993 se introdujo la categoría de
ciudadanía europea (12), mientras que con el Tratado de Amsterdam, y la lectura en
clave de acción estratégica que se hizo en la Cumbre de Tampere, se añade la
inmigración. El mensaje institucional es claro: la inmigración es un problema. La
forma en que se gestione esta cuestión tendrá unas consecuencias directas sobre el
éxito o el fracaso de conseguir la unión política (13) .
En esta etapa nos encontramos actualmente. Continúa habiendo, eso sí, muchas más
preguntas que respuestas institucionales en la agenda de la UE. Pero es innegable que
la puerta acaba de abrirse con Tampere, una vez parece reconocer que el momento
histórico del proceso político iniciado en Maastricht debe dar un paso cualitativo
adelante: plantearse seriamente la integración europea incluyendo a los más de 13
millones de euroinmigrantes que habían quedado fuera. En este punto, existen una
serie de temas clave que deberían incorporarse en las discusiones políticas si
realmente se quiere construir una estructura institucional que incluya, y no excluya, a
los inmigrantes extracomunitarios, que hable más de integración de los que "están ya
aquí", y menos de control de fronteras externas. El dilema es claro: o bien se continúa
con una lógica fundamentalista estatal pero a un nivel superior, o bien se piensan
otros mecanismos para gestionar e integrar a estas personas, más coherentes con
nuestras convicciones democráticas y liberales. Es casi nuestro propio orgullo
histórico, nuestro signo de identidad, el que está en juego: saber gestionar los
"efectos normativos", esto es, los problemas liberales y democráticos, que plantea la
presencia de inmigrantes en la UE.
Es, pues, necesario y urgente no sólo discutir directamente la cuestión de la
inmigración en la UE, sino además construir una noción todavía inexistente, la de
euroinmigrante (Zapata-Barrero, 1998a,b). Si bien por el momento tenemos
instrumentos para identificar quién es ciudadano europeo (a saber, aquel que es
ciudadano de un Estado miembro), carecemos simplemente de argumentos para
localizar al inmigrante de la UE, puesto que su situación está regulada de 15 maneras
diferentes, lo que ocasiona debates muy variados según los Estados miembros
(Comisión Europea, 1999).
Es cierto que no toda la responsabilidad de esta situación debe recaer solamente en la
UE, sino que los propios estados, con sus lógicas propias (lógica fundamentalista
estatal), contribuyen de forma determinante a este vacío teórico. Como problema
emergente, no existe una respuesta estatal permanente para afrontar este fenómeno,
las políticas se están simplemente construyendo "sobre la marcha", sin visión histórica
de futuro. Esta indecisión de la lógica del Estado se debe en parte a que se es
consciente de que el fenómeno es un problema global, cuya gestión va más allá de las
fronteras y que requiere más que nunca una discusión interestatal.
A pesar de que hayamos hablado de "política de inmigración" por parte de la UE, se
ha puesto de manifiesto que en realidad no existe una política común. Existen, eso sí,
poco a poco percepciones compartidas, fruto de la cooperación desde hace décadas,
que se traducen en nuevas estructuraciones básicas. Pero el tema, de momento, está
orientado por principios de estabilidad (de seguridad exterior y de control), "hacia
fuera", sin ningún interés por introducir criterios de igualdad y de pluralismo cultural,
y menos aún de integración. A partir del TA se expresa una voluntad tan solo de crear
un estatuto europeo para los extranjeros, pero que en lugar de diferir del que ya se
tiene según la lógica estatal, no es más que una réplica supraestatal. Se está
construyendo bajo el supuesto de la homogeneidad, y no de la multiculturalidad. Si
nos pidieran en estos momentos que busquemos palabras que describan la forma
como entendemos que la UE está abordando el tema, no hay duda de que las más
frecuentes serían la de la creación de un sistema cerrado, un club excluyente, un
miedo a la invasión, la permanencia de discriminación entre los eurociudadanos y los
euroextranjeros, una política fuerte de control exterior de las fronteras, y ninguna
preocupación por diseñar una política de acomodación para aquellos residentes
extranjeros permanentes en la Unión.
Esta dificultad de identificar una lógica de la UE distintiva frente a la conocida lógica
de los estados se debe, sin duda, a que la posibilidad de abrir un camino diferente por
parte de la UE incrementaría la tensión ya existente. Los efectos inesperados tendrían
seguramente unos costes en términos electorales y de formación de fracturas sociales
y de partidos con discursos antiinmigrantes que frenan toda iniciativa e innovación
política. Pero tampoco debemos "dejar hacer", puesto que todos admitiremos que en
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este preciso punto nos encontramos con el núcleo interno y profundo del problema de
la construcción de una unión política. La cuestión de fondo es, una vez más, el tema
de la soberanía de los estados. No tanto por el hecho de que los estados están
perdiendo gran parte de sus competencias para decidir quién pertenece a su población
y en qué términos, sino más bien porque dentro de la lógica de la UE sólo puede
construirse una estructura para gestionar el fenómeno de la inmigración siguiendo las
pautas uniformadoras de los estados, pero a un nivel superior.
Siguiendo este argumento, podemos destacar, además de los ya mencionados, al
menos siete puntos que invitan a la reflexión normativa. Según nuestra óptica, todos
ellos apuntan a que la lógica de la UE se comprometa directamente con la realidad
multicultural de su territorio, adquiriendo independencia para estructurarse respecto a
la lógica de los estados. Por el momento, es como si los estados dejasen cierta
autonomía política a la UE, pero siempre bajo una vigilante mirada para que se
mantenga su lógica uniformadora. La perspectiva histórica y estructural que he
intentado transmitir nos dice que la UE, al estar en proceso de construcción política,
no tiene argumentos para justificar la exclusión de una parte de su población. A
diferencia de los estados, ella sí que conoce esta realidad. Construir una estructura
política que mantenga los defectos que tienen actualmente los estados no es sólo ir a
contracorriente históricamente, sino una ceguera de una realidad cada vez más
patente: el incremento paulatino pero constante de residentes excluidos de la
corriente principal de la sociedad por el hecho de su nacionalidad.
1. Hacia una Europa política: desde Maastricht, la adquisición del derecho al voto para
los 5,5 millones de eurociudadanos puede considerarse como un éxito y un fracaso
con relación al debate sobre el voto local para los euroextranjeros (Wihtol de Wenden,
1999; 54). Un triunfo, puesto que se separa por primera vez, en contra de la lógica
estatal, la ciudadanía de la nacionalidad, y se aplica realmente la movilidad interna
para los eurociudadanos. Pero es un fracaso porque a pesar de dotar de cierta
legitimidad al discurso del derecho de voto para los inmigrantes, solamente los
eurociudadanos se benefician. Que los inmigrantes tuvieran derecho a presión
electoral sería un paso importante que les dotaría de instrumentos para luchar contra
las discriminaciones que se producen en todos los sectores públicos (vivienda, trabajo,
educación, sanidad, etc.).
2. Hacia una Europa inclusiva: según la lógica de los inmigrantes, el espectáculo de la
Unión es simplemente de un retraso considerable, incluso en cuanto al debate. Se ha
perdido una oportunidad de incluirlos en este reconocimiento institucional interno de
disociar la ciudadanía de la nacionalidad. Lo que debe alimentar estos debates es el
hecho de que se dispone de una base institucional para legitimar el argumento de que
la nacionalidad de un Estado ya no es la condición sine qua non para ejercer el
derecho al voto. Este vínculo histórico se ha desconectado en la UE, al menos en el
ámbito local. Ahora bien, se ha producido una "desvinculación" con una lógica
homogeneizadora para unos (los eurociudadanos) que excluye a los otros (los
euroinmigrantes).
3. Hacia una Europa de los residentes: estamos de nuevo asistiendo a la construcción
de un demos que en lugar de ampliar sus límites cualitativamente, lo hace tan solo
cuantitativamente, manteniéndose en su forma la lógica estatal. Además, si
consideramos que en el ámbito local el criterio para los eurociudadanos es el
empadronamiento, ¿por qué no seguir el mismo criterio para los euroinmigrantes? Es
decir, que todo residente empadronado en una ciudad tenga derecho al voto,
independientemente de su nacionalidad. Si en el ámbito de la UE el criterio de la
nacionalidad ya no es vinculante, queda, pues, el empadronamiento como única
referencia legal. Insistimos, pues, en que debe establecerse un foro de reflexión sobre
la posibilidad real de que la UE siga una lógica del empadronamiento, y no la estatal
basada estrictamente en la nacionalidad.
Esto significa que por el momento la lógica de la UE se rige por una diferencia
analítica propia de los estados. Si consideramos la nacionalidad en sentido estricto
como nacionalidad de uno de los Estados miembros, y la nacionalidad en sentido
amplio como cualquier tipo de nacionalidad, incluyendo la de terceros países, el
vínculo que la UE ha establecido es entre la nacionalidad en sentido estricto y el
empadronamiento, sin haber dado el paso que realmente le distanciaría de la lógica
estatal conectando la nacionalidad en sentido amplio y el empadronamiento. Por el
momento, pues, se está perdiendo la oportunidad de construir una Europa de los
residentes, en lugar de la tan mitificada, pero excluyente, Europa de los ciudadanos.
4. Hacia una Europa coherente: este cuarto punto está en relación con las dos
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situaciones asimétricas que existen en el seno de la UE. Por un lado, como el TA
continúa admitiendo que se es ciudadano europeo si se es nacional de un Estado
miembro, insistiendo ahora en que la ciudadanía de la Unión es complementaria y no
substitutiva de la nacionalidad estatal, se sigue dejando plena soberanía a los Estados
miembros para regular su propia nacionalidad. Al existir una variedad de políticas
estatales de ciudadanía, se sigue produciendo, por simple lógica, una asimetría en los
procedimientos para adquirir la ciudadanía europea. Por otro lado, y no menos
importante, no existe una definición jurídica europea de la irregularidad. La situación
de irregularidad sigue estando controlada por los Estados miembros, pudiéndose
darse el caso de que un inmigrante sea considerado como irregular en un Estado
miembro mientras que en otro cumpla las condiciones de regularidad.
5. Hacia una identidad europea inclusiva: la tendencia, además, es del todo
preocupante. No sólo se está construyendo un demos europeo siguiendo la lógica
decimonónica estatal, por oposición a los que no pertenecen al demos, sino que la tan
reclamada en ciertos círculos académicos identidad pública europea se está diseñando
por oposición a "los otros no europeos". Esto se ve claramente en los eurobarómetros
cuando queda patente la percepción negativa que tienen los eurociudadanos de los
euroinmigrantes (Ugur, 1998: 308). Estas señales emergentes de la aparición de una
identidad europea invitan, cuando menos, a la reflexión. Los euroinmigrantes no
tienen derecho a ella.
6. Hacia un Europa congruente: el "espacio Schengen" tiene realmente una cara de
Dr. Hyde y Mr. Jekyll. Está pensado en positivo para los ciudadanos de los Estados
miembros, y al mismo tiempo en negativo para los residentes no comunitarios. Sigue,
pues, la discriminación por razones de nacionalidad.
7. Hacia una Europa de la integración: tal como está diseñada su estructura, la UE
obliga a los euroextranjeros a permanecer en un único Estado, dificultando su
movilidad territorial dentro de la Unión. Este hecho imposibilita poder hablar de una
política de integración para ellos. Se necesita un modelo europeo de integración para
los euroinmigrantes.
Considero estos siete puntos como elementos imprescindibles de reflexión para
"pensar en serio" la inclusión de la inmigración en el proceso de integración política de
la UE. El tema clave que resume todos estos puntos es que para crear una estructura
institucional en la UE que se desmarque realmente del fundamentalismo estatal
debemos plantearnos muy seriamente la separación entre la nacionalidad y la política,
igual que ocurrió siglos atrás con la religión y la política, al iniciar propiamente
nuestra época moderna y contemporánea. El argumento que suelen utilizar los
estados de que los problemas de gestión de la multiculturalidad con los que se
encuentran se deben a que sus mismas estructuras no tenían prevista la coexistencia
de culturas y tradiciones diferentes no tiene ninguna base legitimadora para la UE,
puesto que ella, a diferencia de los estados, sí que conoce esta realidad, los más de
13 millones de personas que viven en nuestras fronteras pero que son tratadas
vulnerando nuestros principios de justicia básicos democráticos y liberales. Sabemos
que esta "desconexión" fue muy traumática política y socialmente. El momento
histórico que presenciamos tendrá (está teniendo ya, de hecho) consecuencias
igualmente profundas en todos nuestros paradigmas de pensamiento. La UE tiene una
oportunidad histórica. El futuro muy próximo nos revelará si efectivamente la unión
política será una Unión Europea, o bien una unión de estados.
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Zapata-Barrero, R. (coord.) (2001d) Ciudadanía e interculturalidad, Anthropos, 191.
Notas
1. Véanse, entre otros, Hammar et al. (ed. 1997), Boyle, Halfacree et. al. (1998),
Massey, Arango et al. (1998), Castles y Davidson (2000), y el útltimo número de la
Revista Internacional de Ciencias Sociales de la Unesco editado por Timur (2000).
2. Aquí entra un extensísimo número de trabajos, entre los que destacan: Taylor (ed.
1992), Kukathas (1993), Gray (1993), Frankel Paul et al (ed. 1994), Kymlicka (ed.
1995), Tully (1995), Shapiro y Kymlicka (ed. 1997), Glazer (1997), Martiniello
(1997), Parekh (1998), Zapata-Barrero (1999, 2001a), Kymlicka y Norman (ed.,
2000) especialmente los capítulos de Waldron y de Modood, y el reciente trabajo de
Carens (2000).
3. Las consecuencias de mi argumentación son quizás extremas, pero analíticamente
cumplirían su función para clarificar e identificar problemas que la realidad presenta
de forma compleja. En este sentido, mi argumento implica que toda política de
asimilación parte de un interés estatal por conservar su estructura institucional,
mientras que toda política multicultural se basaría en la asunción estatal de que las
estructuras institucionales y la presencia de inmigrantes deben acomodarse
mutuamente. Por lo tanto, deben variar ciertos presupuestos esencialistas
culturalmente homogéneos de ambas partes.
4. La diferencia entre estas dos orientaciones puede explicar las dificultades prácticas
existentes. Una política de integración solamente orientada por la estabilidad puede
tener resultados injustos, y una política de integración solamente preocupada por la
justicia puede provocar inestabilidad. Así, un "equilibrio reflexivo" entre estabilidad y
justicia se concentra principalmente en la evaluación de los resultados de cualquier
política de integración.
5. Sigo el concepto analítico de democracia de Beetham (ed. 1994).
6. Véanse, entre otros, OCDE (1989, 1991-1994), Collinson (1993), Weiner (1995),
Hargreaves y Leaman (ed. 1995), Cesarini y Fullbook (ed. 1996), Geddes (2000).
7. Schnapper conecta estos dos niveles afirmando que "sans intégration, la fermeture
est inexcusable; sans fermeture, l'integration est impossible" (1992; 33). Véanse
asimismo las referencias bibliográficas de Zapata-Barrero (2000b), donde abordo el
debate que existe en cada nivel. Véanse también, entre otros, Dowty (1987), Gibney
(ed. 1988), Dummett y Nicol (1990), Layton-Henry (ed. 1990), Balibar y Wallerstein
(1991), Barry y Goodin (ed. 1992), Hollifield (1993), Miller (ed. 1994),
Baldwin-Edwards y Schain (ed. 1994), Spinner (1994), la edición especial de la
International Migration Review (1996), Jacobson (1997), Joppke (ed. 1998), Bauböck,
Heller et al. (ed. 1998), Favell (1998).
8. En este contexto, para paliar la falta de decisiones, se introducen en el vocabulario
de la UE dos términos que pretenden definir marcos estratégicos, pero sin ningún
carácter vinculante. Por un lado, la adopción de posiciones comunes, que definen el
enfoque de la UE sobre determinadas cuestiones. La primera de estas cuestiones fue,
por ejemplo pero significativamente, establecer criterios comunes para definir la
noción de refugiado. Por otro lado, la adopción de acciones comunes, tecnicismo
utilizado para reforzar la idea de que existen ciertos objetivos de la UE que pueden
alcanzarse mejor por medio de acciones colectivas que aisladas de los Estados
miembros. En este marco es donde entran en juego los programas de acción.
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9. Este aspecto gradual también se expresó en las incorporaciones de este nuevo
"espacio Schengen". Firmado en junio de 1985 por cinco países (el Benelux, Alemania
y Francia), tras el Convenio de aplicación de Schengen de junio de 1990 se incorporan
sucesivamente Italia (noviembre, 1990), España y Portugal (junio, 1991), Grecia
(noviembre, 1992), Austria (abril, 1995) y, finalmente, Finlandia, Suecia y Dinamarca
(diciembre, 1996), y, aunque no miembros, Noruega e Islandia. En total, actualmente
el "espacio Schengen" lo constituyen 13 países. En la lógica de la "flexibilidad de la
UE", faltan Gran Bretaña e Irlanda.
10. El artículo N preveyó la convocatoria de una Conferencia Intergubernamental
(CIG) para 1996, mecanismo formal de revisión de los tratados que reúne a los
ministros de exteriores de los Estados miembros con la participación de la Comisión.
Esta CIG duró más de un año (Turín, marzo 1996- Amsterdam, junio 1997). Sobre
temas relacionados con la inmigración discutidas en el seno de la CIG, véanse, entre
otros, Edwards y Wiessala (ed. 1998), Blázquez (1998), González (1998), Oreja (ed.)
(1998) cap. 4. Sobre el tratado, véanse Martos y González (ed. 1998), Comisión
Europea (1999), Geddes (2000).
11. Esta lógica de la prudencia se expresa en uno de los últimos planes de acciones
del Consejo y de la Comisión sobre la mejor manera de aplicar las disposiciones del
tratado relativas a la creación de un espacio de libertad, seguridad y justicia (Cardiff,
diciembre, 1998), que por razones de espacio no tenemos tiempo de comentar
detalladamente. Aconsejo no obstante, para aquellos interesados, su examen
detenido, véase en la web: ue.eu.int/jai (documento ref. 13844/98).
12. Véanse, entre otros, Meeham (1993), Bru (1994), Soysal (1994), Everson y
Preuss (1995), Rosas y Antola (ed. 1995), Lehning y Weale (ed. 1997), Preuss y
Requejo (ed. 1998), de Lucas (1996, 2001).
13. Además del establecimiento paulatino de una política común sobre el asilo y la
inmigración, en las Conclusiones de Tampere se introducen en la agenda futura de la
UE para lograr la integración política tres temas adicionales prioritarios (y por orden):
un espacio genuino europeo de justicia (establecer normas comunes, un derecho
comunitario), la lucha contra el crimen, y el refuerzo de una política exterior de la
Unión.
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