Cuentos segundo premio concurso cuento corto

Transcripción

Cuentos segundo premio concurso cuento corto
León Grushenko
Cuentos segundo premio Concurso cuento corto Externado de Colombia
Autor Mauricio Zapata García
1. Santo y seña
La puerta está al final de un corredor revestido con cuadros de caras lánguidas,
son hombres de mirada perdida y mujeres pesarosas con niños en los brazos. Ella
avanza hasta la puerta con pasos mudos y golpea tres veces. No parece haber
nadie adentro. La mujer vuelve a llamar, pero esta vez tamborileando con las uñas
sobre la madera. Al cabo de unos segundos suena la cerradura, alguien pareció
reconocer el segundo llamado. La puerta se abre lo suficiente para que una
persona pueda entrar de costado y se escuche a una voz ajada decir: «Siga».
Adentro solo es visible otro cuadro iluminado por unas velas macilentas.
–¿Por qué no tocó con las uñas la primera vez? –dice el hombre que abrió la
puerta–. En eso habíamos quedado, ¿se acuerda? Creí que era alguien más.
–Esta vez no vengo a quedarme –responde ella–. Solo quería decirle que ya no
puedo seguir. ¿No se ha puesto a pensar en lo mal que está todo esto?
El hombre le pasa una mano por la mejilla y le habla con más ternura:
–No diga bobadas. ¿Es por lo que acabo de decirle? No lo tome así, es solo que
me preocupa que la vean entrando acá. Venga, mejor sentémonos.
–No me ha respondido. ¿No le parece que esto está mal?
–¿Eso es lo que usted piensa? –pregunta él y la toma por la cintura–. Si es algo
malo, ¿por qué lo ha estado haciendo? Ahora, si cree que el inmoral soy yo,
dígamelo –ella niega con la cabeza–. Ah, ¿se da cuenta? Olvídese de eso.
El hombre empieza a besarla en la mejilla y le quita el velo de la cabeza. El ritual
de besos continúa sobre el cuello desnudo, mientras ella se ríe por las cosquillas.
León Grushenko
La mujer le retira el alzacuello y él le suelta el broche del hábito. Ambos se
aseguran de apagar todas las velas para que la mirada inquisitiva del santo del
cuadro quede perdida en las tinieblas.
León Grushenko
2. Por carretera
–¡Qué pasa, maldita sea! ¿No podemos ir más rápido? –le dije.
A veces siento vergüenza por la forma como traté a Rubén esa noche, aun cuando
él fue el único de los vecinos que no estaba borracho por las fiestas y se ofreció a
llevarnos en su camioneta. Malena iba en mis brazos, estaba pálida y más fría que
el viento que entraba por la ventana. Yo le frotaba las mejillas y los brazos, y le
hablaba al oído para no dejar que se fuera en un suspiro.
-No te vayas a dormir, bonita. Mira que en un rato llegamos.
Ella me miraba sin quejarse y me cogía la cara con sus manos de niña. «Presione
la herida o la sangre se sale», me dijo Rubén mientras conducía. Entonces tuve
que rasgar un pedazo del vestido de Malena para apretar fuerte donde su
abdomen lloraba. Rubén pareció no creerme cuando le dije que nadie en la casa
estaba con Malena cuando recibió el disparo, que estaba jugando sola en el patio.
–Malena, mírame; no te duermas –le dije, a lo que ella asentía con la cabeza–.
¿Te acuerdas del juego de los carros que hacemos en los viajes? Gana quien
pueda contar más carros de un color. Vamos, tú coge los grises y yo los azules.
Me sentí estúpido al ver que no pasaba ningún carro. Cuando volví la cara hacia
Malena, vi que el peso de los párpados le había ganado; pero antes de que
pudiera reanimarla, algo estalló en el motor de la camioneta y nos detuvimos entre
una nube de humo. Rubén maldijo y salió para ver si algún carro pasaba y nos
recogía. No pasó ninguno. Entonces bajé de la camioneta con la niña en los
brazos y empecé a caminar hacia donde debíamos haber seguido. Rubén trató de
disuadirme diciendo que esperara otro rato, que el hospital todavía estaba muy
lejos como para caminar. Yo le agradecí con apuro su amabilidad y seguí.
–¿Qué vamos a contar ahora? –me preguntó Malena con voz débil.
–Pasos –le respondí.
León Grushenko
3. Licencia de trabajo para morirse
El bolígrafo acechaba la hoja como un paracaidista principiante antes de lanzarse
al vacío. Ya había diligenciado casi todos los campos del formulario para
candidatos al puesto de contador, pero uno aún permanecía en blanco. Al
comienzo, Jorge creyó haberse confundido por leer deprisa, sin embargo después
lo confirmó: debajo de la fecha de nacimiento había un campo llamado «fecha de
fallecimiento» con tres cuadros pequeños para escribir.
Al lado de él, otro hombre sentado llenaba el mismo formulario. Jorge estuvo
atento a sus gestos para ver si el desconcierto por la pregunta era compartido; sin
embargo, el hombre llenó sin sombra de dudas todos los campos del formulario,
se puso de pie y fue a dejarlo con la mujer que los vigilaba detrás de un escritorio.
Cuando el hombre salió de la habitación, Jorge aprovechó para acercarse a la
mujer del escritorio y preguntarle qué se escribía en «fecha de fallecimiento».
–¿Cómo voy a decírselo? Usted es el único que decide cuándo morirse. Solo
queremos saber cuánto tiempo piensa trabajar con nosotros –le dijo ella.
Sobre el escritorio, Jorge vio la otra hoja y alcanzó a leer la fecha que puso su
contrincante para morir: 21/SEPT./2034. La mujer lo encontró husmeando y tomó
la hoja para guardarla en una carpeta. Luego, con una mirada le indicó que debía
regresar a terminar de llenar su formulario. Jorge volvió a su asiento para escoger
el día de su muerte, el hecho de que le preguntaran eso le parecía absurdo, así
que puso la primera fecha que se le ocurrió: 22/SEPT./2034. Cuando le entregó la
hoja a la mujer, esta esbozó una sonrisa.
–Nos gusta que un empleado siempre esté dispuesto a dar más que los otros. Lo
llamaremos para la firma del contrato –dijo la mujer, y luego agregó–, cuídese.
Cuando Jorge salió del edificio estuvo a punto de ser atropellado por una moto y
por primera vez sintió el compromiso imperante de no morirse antes de tiempo.
León Grushenko
4. El último
Llegó el día en que tuvo que hacerlo solo y el recorrido se le hizo más largo de lo
que recordaba. Ya para ese momento la extensión de la pradera era incalculable y
los intentos por medirla se hacían viendo la salida del sol por un extremo del
horizonte y la retirada por el otro. Nunca había tenido que vérselas solo un
cadáver. Cuando la pradera era más pequeña, los cuerpos eran cargados y
enterrados con la ayuda de varios; con el tiempo eran menos los que ayudaban y
más los hoyos que se necesitaban.
Antes de cubrirlo por completo con la tierra, el Hombre vio dentro de la fosa la cara
del muerto, pálida pero aún familiar. Siempre creyó que sería su amigo quien
habría de enterrarlo a él, y quien, además, tendría que lidiar con el hecho de
quedarse abandonado allí para siempre. La tierra caía directamente en el cuerpo,
sin paredes de madera que protegieran, absurdamente, la muestra más definitiva
de lo inmune. Le resultaban infames los atavíos de la muerte. Cuando terminó de
echar la tierra, construyó encima una cama de piedras. Ninguna tumba tenía placa
o cruz, todas eran unas moles pedregosas consumidas por la hierba.
El trabajo estuvo terminado al cabo de un rato. El Hombre lanzó una mirada a la
pradera y pensó que también la muerte había cumplido con su parte. Tardó un
rato para reconocer su error; entonces se sintió la carne todavía caliente, la sangre
haciéndole palpitar las sienes: se supo vivo. Aún faltaba una última visita de la
muerte. Tomando otra vez la pala, el Hombre comenzó a cavar otro hoyo junto al
sepulcro recién terminado. Lo hizo con calma pero sin descanso, de modo que
para cuando hubo terminado, el sol ya se ponía. Desde adentro de la nueva fosa,
el Hombre arrojó hacia afuera la pala y esta hizo ruido al caer del otro lado. Se
acostó en el suelo y vio arriba de sí un hoyo que daba al cielo descubierto, una
ventana por la que cruzaban los últimos pájaros del mundo. El sol se terminó de
poner y el Hombre cerró los ojos, esperando con toda el alma a que, por piedad,
la tierra le cayera encima sola.

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