Pulso a la coyuntura colombiana ante grupos ingleses
Transcripción
Pulso a la coyuntura colombiana ante grupos ingleses
Pulso a la coyuntura colombiana ante grupos ingleses – Noviembre de 20041 Sé que ustedes han escuchado a muchos otros colombianos y también a investigadores ingleses y quizás también de otros países, en sus análisis sobre la situación de Colombia. También soy muy consciente de que existen numerosas lecturas sobre nuestra realidad, contradictorias entre sí. Por ello me parece de elemental honestidad comenzar refiriéndome al lugar desde el cual miro y analizo la situación de mi país y a mis convicciones personales sobre el problema de la construcción de una “verdad sociológica”. Permítanme, pues, unos minutos, para tratar de situarme dentro de esa lucha entre verdades que se reclaman “objetivas”, y la mejor forma de hacerlo creo que es refiriéndome a situaciones concretas que he experimentado: 1 • Desde hace cerca de un año he dirigido muchas peticiones al Presidente Uribe, de acuerdo a un derecho consagrado en la Constitución colombiana, para solicitarle que obligue a la brigada 17 del ejército a devolverle a la Comunidad de Paz de San José de Apartadó 24 millones de pesos (cerca de 10.000 dólares), dinero que fue robada en dos asaltos armados de paramilitares (diciembre 2003 y enero 2004). Uno de los asaltantes ha confesado su participación en el delito y vive actualmente en las instalaciones de la brigada 17. Ese dinero representa muchos meses de trabajo de familias campesinas organizadas en una producción cooperativa de cacao y de banano. También le he pedido al Presidente que obligue a devolverle a esos campesinos muchos caballos que los militares les han robado, que son su único medio de transporte en sus montañas, así como sus marranos, sus gallinas y sus herramientas de trabajo. Esta situación no le interesa a ningún medio de comunicación del país y la secretaría de la Presidencia de la República no le ha dado ninguna importancia a estas peticiones y se limita a dar respuestas no pertinentes. Sin embargo para esta comunidad empobrecida y que ha visto asesinar ya a 130 de sus miembros por militares y paramilitares desde 1996, estos reclamo tienen una importancia muy grande y urgente. Puedo decir que episodios como éste, que configuran la cotidianidad del conflicto de los territorios donde habita la población pobre de Colombia, hoy calculada en 22 millones (50% de la población total), no atraen el interés de ningún medio de comunicación, a no ser por casualidad, y si pasa la barrera de la desinformación, la mayoría de las veces es con profundas distorsiones. Estos hechos tampoco atraen la atención de los académicos que analizan la realidad del conflicto armado. • Al acompañar a los campesinos en esta peticiones apremiantes al Presidente, he comprendido mejor el texto del discurso enviado por el comandante de la guerrilla de las FARC, Manuel Marulanda, el 7 de enero de 1999, cuando se inauguraban las Texto básico de exposiciones ante el Human Rights Center of London School of Economics; House of Commons, hosted by the All Party Parliamentary Group of Human Rights (Nov. 16 de 2004) y otros auditorios de Londres, Crewe, Derby, Oxford, Sheffield y Liverpool (Nov.17 a 20/04). 2 negociaciones de pazcon ese grupo armado, en el gobierno del Presidente Pastrana. En esa ocasión Marulanda le volvió a protestar ante el gobierno colombiano porque en 1964 (35 años antes) hubía matado los marranos y las gallinas de 48 familias campesinas pobres, que solo exigían atención a sus más apremiantes necesidades, mientras el Estado los atacaba con 16.000 hombres armados. Ese episodio había llevado a ese grupo de campesinos a tomar la decisión de fundar las FARC. En ese mismo discurso Marulanda reclamaba al Estado las 300 mulas de carga, los 70 caballos de silla, 40 cerdos y 250 gallinas que el ejército les robó cuando bombardearon la sede de su comité central el 9 de diciembre de 1990 por orden del Presidente Gaviria. Este discurso pareció ridículo a la mayoría de académicos y analistas de nuestra realidad quienes multiplicaron sus bromas sobre el mismo. Pero esto mismo demuestra la distancia tan grande que existe entre los sentimientos de las víctimas, que hay que enmarcar necesariamente en una antropología de la pobreza, y los análisis académicos del conflicto. 2 3 • En abril de este año (2004) las FARC difundieron por internet un balance de la guerra durante el año 2003. Según ese documento, combatieron 4.447 veces en el año contra militares, paramilitares y policías (12.18 veces por día), con un saldo de 5291 muertos y 4701 heridos en las filas enemigas. Por su parte reconocen haber tenido 618 muertos en sus filas, entre guerrilleros y milicianos, y 334 heridos. En el mismo período, nuestro Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política, rastreando todas las fuentes accesibles, pudo registrar solo 535 muertos y 642 heridos en combate, entre militares, paramilitares y policías; en cambio recogimos informaciones sobre 937 guerrilleros muertos y 22 heridos. La enorme diferencia de cifras nos pone ante la validez ineludible de un dicho muy antiguo, según el cual, “la verdad es la primera víctima de toda guerra”. Hay que reconocer que las “verdades” (entre comillas) de consumo masivo, tienen un impacto real en las ventajas o desventajas militares. • El Gobierno del Presidente Uribe viene suministrando desde hace muchos meses cifras enormes que pretenden demostrar que su gobierno persigue a los paramilitares. El pasado 26 de septiembre el Ministerio de Defensa entregó estadísticas sobre las bajas causadas a los paramilitares en los 25 meses de este gobierno: 825 muertos; 7.078 capturados y 1.355 desmovilizados individualmente, para un total de 9.257 bajas2. Si esto fuera cierto uno se preguntaría qué objetivo tiene invertir tanto dinero en el proceso de “desmovilización” de paramilitares que se realiza actualmente, si según estadísticas recogidas por periodistas del diario El Tiempo en el mismo palacio presidencial, los paramilitares se contabilizan hoy en 13.500 hombres.3 ¿Se justificaría un proceso tan costoso cuando supuestamente ya está desmovilizado el 70% de esa fuerza? Se entiende que el gobierno quiera con esas cifras aplacar las presiones internacionales que siguen protestando por la unidad de acción entre militares y paramilitares, pero quienes sufren el conflicto en los territorios de la periferia y aún en las zonas deprimidas de las grandes ciudades, no pueden dar crédito alguno a estas cifras porque contradicen lo que allí se vive en El Espectador, septiembre 26 de 2004, pg. 5ª - Entrevista a Ministro de Defensa El Tiempo, 26 de septiembre de 2004, pg. 1-8 3 lo cotidiano, aunque los analistas de escritorio sí les den crédito y las conviertan en “verdades” de consumo masivo. • Muchos episodios que llegan a nuestra oficina por una u otra vía, nos muestran que los paramilitares “dados de baja” muchas veces no son tales. Este año, la Diócesis católica de Málaga, en Colombia, demostró ante los tribunales que un grupo de campesinos asesinados por el ejército el 7 de febrero de 2004 en San José de Miranda, departamento de Santander, y presentados ante los medios de información como “paramilitares dado de baja en combate por el ejército”, no eran paramilitares sino campesinos desarmados cuyos cadáveres fueron vestidos con uniformes de paramilitares para poder contabilizarlos dentro de una presunta política de persecución al paramilitarismo que en el momento es del máximo interés del gobierno. En un caso más espectacular, el 9 de febrero de 2002, el General Carreño, actual comandante del ejército y en ese entonces comandante de la brigada No. 5, convocó a los medios masivos de información para que transmitieran un bombardeo teatral mediante el cual, según él, se estaba destruyendo un búnker de los paramilitares en el caserío de San Blas, en el municipio de Simití, del departamento de Bolívar. La noticia recorrió el mundo en pocos minutos y hoy hace parte de las “pruebas” de que el gobierno colombiano persigue a los paramilitares. Pero en esa operación nadie fue capturado, ni muerto, ni herido, y 8 días después la gran base paramilitar que controlaba esa zona estaba de nuevo en plena acción. Desde que el Presidente Uribe inició su gobierno, esa base paramilitar de San Blas ha ejercido un dominio total sobre los campesinos de la región, e incluso en sus cercanías se encuentran hoy carteles que invitan abiertamente a la población a ingresar a las filas del paramilitarismo. • En el Banco de Datos en el cual yo trabajo, al tener que confrontar cifras durante 17 años, hemos aprendido a desconfiar profundamente de las estadísticas. Por ello nuestro método consiste en registrar los hechos que sean verificables, con nombres, sitios, fechas y circunstancias, aunque algunas veces los nombres no se puedan recoger con precisión. No hacemos proyecciones ni pretendemos que nuestros informes reflejen la totalidad de las violaciones a los derechos humanos que ocurren en el país. Muchísimos hechos se nos escapan. Pero lo que informamos es lo mínimo de lo que ocurre y se dan los elementos suficientes para que quien quiera comprobarlo o investigarlo, lo pueda hacer. Por eso al leer desde nuestra experiencia y desde nuestros principios las cifras del gobierno, en las cuales jamás se hace referencia a nombres ni a fechas ni a sitios ni a circunstancias, no podemos aceptarlas ni tomarlas como base de ningún análisis. Las tomamos simplemente como discursos políticos coyunturales que tienen alguna intencionalidad. • Pero si bien la distancia entre lo que informan los medios masivos y la realidad es enorme, también se comprueba frecuentemente que las categorías y marcos de análisis que se utilizan en las lecturas de la realidad están marcadas por intereses o simpatías que son difíciles de ocultar. En Colombia hay analistas que se han empeñado en borrar la diferencia entre delincuentes comunes y delincuentes políticos. El hecho de que el comercio de drogas sea aprovechado de una u otra 4 manera por grupos guerrilleros y paramilitares para financiar sus actividades, ha sido uno de los argumentos para borrar esa diferencia. De una manera más radical, el Presidente Uribe ha afirmado reiteradas veces que en Colombia no existe ningún conflicto político armado; que lo único que existe es la lucha de una sociedad que se defiende contra el terrorismo4. Aunque muchos analistas aceptan esta tesis como marco de lectura, muchos otros no la aceptan porque consideran que es un intento de negar una realidad evidente. • El reciente episodio de un grupo de Dinamarca que decidió donar 8.500 dólares a la guerrilla de las FARC en Colombia, hecho que levantó protestas exageradas del gobierno colombiano y de muchos otros sectores sociales y políticos, fue interpretado por otros analistas como un acto de rechazo a la facilidad con que se califica hoy como terroristas a muchos grupos, obedeciendo solo a presiones políticas internacionales. Es curioso que un analista del conflicto colombiano, Alfredo Rangel, defensor de las políticas del gobierno Uribe y de los militares colombianos, haya calificado de desproporcionada la reacción del gobierno colombiano, señalando además como arbitraria la elaboración de listas de organizaciones terroristas, cuando ni siquiera existe una definición universalmente aceptada de lo que es terrorismo, lo que ofrece un amplio campo a la manipulación y a la arbitrariedad del concepto. Me he detenido un poco en este preámbulo porque creo que la principal dificultad para entender la realidad de Colombia o para aproximarse a ella, es el abismo que separa la realidad de las palabras, de las conceptualizaciones, de las lecturas. El escritor uruguayo Eduardo Galeano había expresado esta preocupación hace muchos años con la magia de sus imágenes impactantes: “la historia latinoamericana enseña a desconfiar de las palabras (...) La verdad del mundo colonial latinoamericano no está en las enjundiosas Leyes de Indias, sino en el cadalso y la picota, elevados en el centro de cada plaza mayor. Después, la independencia de nuestros países no redujo la distancia entre la vida y la ficción jurídica. Al contrario: multiplicó esa distancia en extensión y en profundidad, hasta llegar al ancho y hondo abismo que en nuestros días se abre entre la realidad oficial y la realidad real. La realidad oficial sirve hoy, tanto o más que ayer, a la necesidad de exorcismo de la realidad real”5 Al hablar ante ustedes lo hago más con el carácter de un testimonio, interpretando ciertos alcances de los hechos recientes a la luz de lo sentido y vivido en mis últimos 25 años, y no como un académico frío que busca refugiarse en pretendidas imparcialidades. Nunca he podido ni querido elaborar lecturas abstractas de la realidad de mi país sino que todas han estado marcadas por sentimientos que se originan en rostros concretos de víctimas de muchas formas de barbarie y que hacen imposible la neutralidad. 4 Declaraciones del Presidente Uribe en Bruselas, en febrero de 2004, en su visita al Parlamento Europeo. Ver, diario El Nuevo Siglo, 10.02.04, pg. 3 – Posición reiterada por el Comisionado de Paz, Luis carlos Restrepo en un foro en Fescol el 13 de octubre de 2004, ver diario El Colombiano, 14.10.04, pg. 10 a . 5 Galeano, Eduardo, Discurso de clausura del III Congreso de la Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos, París, 6 de diciembre de 1987. 5 Hace mucho tiempo los sociólogos se preguntan si lo que genera un conflicto armado es la pobreza o la riqueza. Yo desconfío mucho de los análisis de quienes pretenden descubrir leyes sociológicas rígidas, sobre todo cuando están de por medio tantos imponderables humanos. Pero si echo una mirada a la geografía de Colombia, veo que los puntos más agudos de conflicto armado coinciden con zonas de grandes riquezas naturales. Así, por ejemplo, la agudización más fuerte del conflicto en el sur del departamento de Bolívar y en el nordeste del departamento de Antioquia, zona de una gran riqueza aurífera, coincide con las luchas de los mineros artesanales para defender sus posesiones y su trabajo frente a compañías multinacionales que quieren apoderarse de la industria de extracción de oro. Hoy día los paramilitares tienen como meta exterminar a todos los pequeños mineros. El 6 de octubre de 2002 algunos periódicos publicaron los mapas de las zonas que el gobierno del Presidente Uribe había declarado como “ZONAS DE REHABILITACIÓN Y CONSOLIDACIÓN” al declarar el Estado de Conmoción Interior. Allí se pudo ver claramente que el objetivo de las medidas tomadas era proteger el oleoducto Caño Limón – Coveñas, que exporta petróleo a los Estados Unidos bajo la gestión de la corporación norteamericana Occidental. La militarización de toda esa región inauguró un régimen de agresiones contra la población civil que llevó a la destrucción de grupos, organizaciones y movimientos sociales. La detenciones arbitrarias y los desplazamiento se han contado por millares y el paramilitarismo se ha ido apoderando de toda la región. Ya desde antes (febrero/02) la embajadora de EU en Colombia había anunciado una ayuda de 98 millones de dólares para financiar una brigada móvil del ejército que se dedicara exclusivamente a proteger ese oleoducto. En julio de ese mismo año, la organización humanitaria Witness for Peace elaboró un informe que fue distribuido entre muchos miembros del Congreso de los Estados Unidos6, en el cual trataba de hacer ver que no era razonable invertir ese dinero para una meta imposible, como era la de cuidar un oleoducto de 478 millas de longitud, que solo en el año 2001 había sido dinamitado 170 veces por grupos insurgentes, ocasionando pérdidas por valor de 450 millones de dólares, y sobre todo teniendo en cuenta que un comandante militar de la zona afirmaba que era casi imposible evitar los atentados, pues realizar una explosión solo requería de 2 ó 3 personas que tomaban una hora de su tiempo para colocar la carga explosiva en una zona que no estuviera vigilada en ese momento, por lo cual, para poder prevenir los ataques habría que tener un soldado cada pocos metros. Witness for Peace pedía considerar los antecedentes de graves violaciones a los derechos humanos de los batallones presentes en la región y la financiación que la Occidental habría dado a grupos paramilitares de la región. El Congreso de los EU no prestó atención a estos argumentos y la embajadora afirmó que los EU estaban dispuestos a defender militarmente 300 puntos de interés en la geografía colombiana7. Los destrozos humanos y sociales en las regiones de Arauca y de los Montes de María (departamentos de Sucre y Bolívar) han sido enormes. La misma Procuraduría emitió un informe impresionante8 y también lo hizo Amnistía Internacional.9 6 The Real Cost of Pipeline Protection in Colombia: Corporate Wlfare with Deadly Consequences – A Witness for Peace Report from Arauca, july 2002 (e-mail: [email protected] 7 Ver entrevista de la embajadora, diario El Tiempo, 10 de febrero de 2002, pg. 1-2 y 1-4 8 Procuraduría y Defensoría emitieron un informe negativo sobre las zonas de rehabilitación – El Tiempo del 20 de mayo de 2003, pg. 1-5 9 “Colombia, Un Laboratorio de guerra: Represión y Violencia en Arauca”, Amnesty International, abril 2004 6 La costa del Pacífico ha sido otra región cuyos recursos naturales han generado conflicto armado cada vez más agudizado. Nunca podré olvidar las preguntas angustiantes que yo mismo me hacía en marzo de 1997, cuando vi llegar a la unidad deportiva de Turbo, una pequeña población enclavada en el Golfo de Urabá, cerca de la frontera colombiana con Panamá, a varios miles de desplazados que venían de más de 30 comunidades asentadas en las riberas de los ríos del Chocó, donde todavía estaba en plena ejecución la “Operación Génesis”, consistente en bombardeos, incursiones armadas, acciones de pillaje y de terror desatadas contra todas esas poblaciones afrodescendientes, en una acción conjunta de la brigada 17 del ejército nacional acompañada por enormes contingentes de paramilitares. Al igual que los líderes de esas comunidades, con quienes me reuní muchas veces, en su exilio, desde marzo del 97, yo tampoco podía entender la lógica interna de tanta crueldad. Hoy, 7 años después, la comprendo mejor pero con enormes dosis de desesperanza. Si bien cerca de la mitad de aquellos desplazados pudieron retornar a sus territorios 4 años después, luego de un prologado y conflictivo proceso de negociación con el gobierno, proceso que fue acompañado y asesorado por nuestra Comisión de Justicia y Paz, sin embargo, cada día es más claro que esas tierras no les pertenecen ya, a pesar de que se les haya entregado los títulos legales de propiedad comunitaria. Grandes avenidas pavimentadas y enormes plantaciones de palma aceitera, gerenciadas por empresas transnacionales, han ido copando progresivamente lo que antes fue una de las zonas más ricas en biodiversidad del planeta, habitada por comunidades afrodescendientes que convivían con la naturaleza dentro de modelos de vida, armonía y supervivencia, y no de rentabilidad, destrucción y muerte, como los que hoy se han impuesto. Hoy día todas las instituciones del Estado toleran y protegen impunemente las diversas estrategias de ficción jurídica con que los nuevos invasores despojan a los afrodescendientes de sus títulos de propiedad, mientras los paramilitares, con la retaguardia protectora del ejército oficial, escoltan con armas los intereses de dichas empresas y desmontan por el terror cualquier brote de resistencia de quienes no quieran convertirse en simples asalariados de las empresas palmeras. Ahora yo lo comprendo perfectamente: toda la crueldad que percibí en 1997 en la “Operación Génesis”, que llegó hasta jugar fútbol con la cabeza de una de las víctimas, tenía un objetivo, en ese entonces secreto y ahora público y desafiante: implantar en la Costa del Pacífico un modelo de producción contratada desde fuera, que mira a suministrar un combustible para el futuro, pero cuyo cultivo arruina la fertilidad de la tierra en pocas décadas y aleja toda posibilidad de una economía autosostenible, autodeterminada y ecológica, que fue el sueño centenario de las comunidades afrodescendientes asentadas en la zona. Este modelo de desarrollo que se está implantando allí con enormes costos en vidas humanas y con la destrucción de todos los tejidos sociales, solo es viable con la mediación del terror militar y paramilitar. Los servicios públicos de agua y electricidad habían sido patrimonio de los entidades públicas regionales o locales o de la misma nación, y configuraban un campo de inversión rentable que debía confrontarse permanentemente con el objetivo social de ampliación de cobertura para mejorar la calidad de vida. Hoy los dogmas neoliberales han puesto esas empresas en la mira de los capitales transnacionales, sobre todo porque se ve la posibilidad de adueñarse de recursos hídricos cada vez más escasos en el mundo. El primer paso para someter estos servicios a la voracidad de los capitales trasnacionales es su privatización y los últimos gobiernos colombianos la han puesto en sus agendas prioritarias. Los 7 movimientos sociales se oponen a ello por razones obvias, pero para desactivarlos se ha recurrido también al terror paramilitar. Uno de los sindicatos que aún conservaban niveles aceptables de fortaleza organizativa a pesar del genocidio a que ha sido sometido en las últimas décadas, era el Sindicato de las Empresas Municipales de Cali –SINTRAEMCALI. Pero como una de sus trincheras ha sido la de oponerse a la privatización, se convirtió en objetivo prioritario de una operación de exterminio que fue bautizada como “Operación Dragón”. Fue descubierta el 23 de agosto de 2004 por la infidencia de un militar con tormentos de conciencia, ya que la operación incluía el asesinato de un congresista, antes presidente del sindicato, y de otros muchos dirigentes aún sobrevivientes de la izquierda nacional. En un allanamiento presionado en forma extrema por algunos miembros del parlamento, se descubrió que el Coronel Julián Villate Leal, quien dirigía una extraña central de inteligencia en un edificio privado de Cali, estaba en posesión de los documentos de la Operación Dragón. Todo estaba enfocado a destruir los movimientos que se oponen a la privatización de la empresa y también los movimientos sociales y políticos que los apoyan. La concentración de la propiedad de la tierra se ha beneficiado enormemente del conflicto interno. La propiedades de tierra de extensión superior a 500 hectáreas pasaron del 44.4% de la tierra cultivable, en 1996, al 61.2% en 2001, a pesar de que el número de propietarios se ha mantenido en 0.4%.10 Esto quizás se ha hecho al amparo del desplazamiento forzado que afecta a varios millones de campesinos, cuyos derechos sobre la tierra abandonada quedan negados o en alto riesgo. Las leyes y decretos sobre tierra, aprobados en este gobierno del Presidente Uribe ayudan a consagrar el despojo de las propiedades de los desplazados, pues han ido reduciendo los plazos legales para la extinción del dominio y creando procedimientos para declarar esa extinción de dominio sobre tierras que se presumen como posesiones de organizaciones guerrilleras, lo cual se ha prestado para enormes arbitrariedades. Hace pocas semanas el Congreso estuvo a punto de aprobar una ley que permitía la legalización de títulos de propiedad sobre las tierras robadas por los paramilitares a millones de campesinos luego de obligarlos a abandonarlas bajo el terror. Además el bloqueo ejercido por el Presidente Uribe a reconocer títulos de propiedad comunitaria a las comunidades negras, en aplicación de la Ley 70 de 1993, y Zonas de Reserva Campesina, contempladas en la Ley 160 de Reforma Agraria de 1994, dejan ver la lógica de su política de tierra, que se articula con la lógica neoliberal de convertir toda tierra en mercancía que pueda ser vendida y comprada por quien tenga dinero, en un mercado libre. Esta es la lógica que se está aplicando de facto en la Costa del Pacífico, desconociendo por las vías de hecho el modelo de propiedad colectiva de las comunidades afrodescendientes. Se piensa que lo mismo puede ocurrir con los resguardos indígenas que son propiedades ancestrales que se rigen por una lógica no capitalista sino comunitaria y humanitaria. Es muy significativo que el Presidente Uribe no solo haya bloqueado el desarrollo de las Zonas de Reserva Campesina, sino que haya perseguido con saña la única experiencia de éstas que se había legalizado y consolidado en el departamento del Guaviare, cuyos líderes fueron todos encarcelados bajo falsas acusaciones de rebelión apoyadas en montajes. Todo muestra que el Presidente Uribe concibe su política de retorno de campesinos desplazados a sus zonas de origen bajo la condición de una militarización de 10 Dato tomado del cuaderno No. 1 de la serie Tierra y Justicia, obra dirigida por Darío Fajardo, ILSA, 2002 8 las zonas de retorno, que en las actuales circunstancias equivale también a un dominio paramilitar de la población civil.11 Yo creo que esta breve enumeración de áreas de conflicto agudo es suficiente para evidenciar la relación entre lucha armada y los intereses para apoderarse de recursos muy importantes de la nación; también se ven allí los ejes y la lógica del modelo económico político del Presidente Uribe, que a mi juicio solo radicaliza con una gran audacia los postulados neoliberales acogidos por anteriores gobiernos colombianos desde 1989. La diferencia es que Uribe lo hace sin timideces que podrían revelar algún grado de sensibilidad frente a los efectos desastrosos que estas políticas causan en las mayorías pobres de la nación. Un informe presentado en Bogotá el pasado 20 de octubre por el PNUD mostró que el nivel de indigencia en Colombia había aumentado del 21.8% en 1997, al 25.9% en 2003.12 En ese mismo período, el porcentaje de pobres de nivel medio subió de 55% a 66%. No hay duda que el modelo no ha cesado de empobrecer. El economista Jorge Iván González comenta que lo más escandaloso es que la línea de pobreza no baja en los ciclos altos de la economía, lo que revela un problema estructural de desigualdad: si la economía crece, solo favorece a una minoría.13 Hace pocos días el gobierno divulgó el presupuesto para el próximo año, que en sus criterios y rubros generales no difiere mucho del presupuesto de este año: de los 93 billones de pesos en que está calculado (cerca de 40.000 millones de dólares), 32 billones se dedican al servicio de la deuda; 12 al sostenimiento de la guerra; 16 a proveer al pago de pensiones del sector más rico de la sociedad14 y quedan 33 billones (35%) para los gastos de funcionamiento y de inversión del Estado. Cualquiera puede apreciar que una política como ésta no puede sostenerse sin una fuerte dosis de represión. Solo puede imponerse por la fuerza, que no por la razón ni por el consenso social. Y esto explica el alto grado de militarización y de paramilitarización de la sociedad colombiana, que en el actual gobierno ha llegado a su nivel más elevado. Un elemento de esta militarización represiva es el elemento externo, o sea, la presencia militar extranjera. En la década de los 90, que se considera como el final de la Guerra Fría, la intervención militar estadounidense había intentado legitimarse como apoyo a la 11 Así lo afirmó claramente el ViceMinistro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, el 25 de marzo de 2004, en un Foro sobre Colombia convocada por un grupo de centros de investigación y medios de comunicación: “El gobierno quiere hacer una reforma agraria de última generación, basada en la política de extinción de dominio y en el fortalecimiento de la seguridad democrática, a través del incremento de batallones de alta montaña y de brigadas móviles. La idea es ir liberando el territorio e ir sustituyendo el que es liberado con actividad económica formal. Así, pues, el Manejo Social del Campo se consolida como el aliado natural de la Seguridad Democrática. Entre ambas políticas, las fuerzas narcoterroristas de la subversión serán completamente derrotadas y sometidas por los ciudadanos de bien” (Citado en Embrujo Autoritario 1, pg. 260) 12 Ver reseñas del informe en diario El Nuevo Siglo, 20.10.04, pg. 12 y El Tiempo, 20.10.04, pg. 1-11. Ver Embrujo Autoritario 2, pg. 47 (Jorge Iván González) 13 Ver Embrujo 2, pg. 48 14 Según estudios del PNUD, solo el 0.03 % va a pagar pensiones de sectores pobres. 9 represión al tráfico de narcóticos. En general el Plan Colombia fue diseñado como un plan militar que miraba a reprimir los cultivos y procesamiento de narcóticos, y se declaró expresamente que la ayuda militar no era para intervenir en el conflicto interno. Sin embargo, ya en enero de 2002, cuando se rompieron las negociaciones con la guerrilla de las FARC, se empezaron a hacer públicas las propuestas de utilizar los dineros del Plan Colombia para la acción contrainsurgente. Esta propuesta fue ganando terreno, tanto en el Congreso de los Estados Unidos como en el Establecimiento colombiano, hasta legalizarse, a pesar de configurar una violación expresa de la Constitución. Solo un pequeño grupo de militares retirados con tendencia democrática ha protestado y ha ejercido una acción legal sobre esto pero no ha tenido ninguna respuesta. La presencia de asesores militares norteamericanos en Colombia ha ido en aumento permanente. Hace pocos días, el Congreso de los Estados Unidos aprobó duplicar su número para el año 2005: de 400 pasan a 800. Pero quizás lo más preocupante es la presencia de empresas privadas militares cuyos miembros, supuestamente civiles, pasarán en 2005 de 400 a 600. Un informe aparecido el 13 de octubre de 2002 en la sección de negocios del New York Times, reveló la magnitud y los riesgos de este tipo de empresas militares privadas que constituyen la cara rentable de la guerra y son en estricto sentido mercenarios internacionales. Según dicho informe, estas empresas son conformadas en su mayoría por militares retirados y realizan contratos con el Departamento de Defensa de los Estados Unidos cuyo costo se acerca al costo del ejército regular. Después del 11 de septiembre de 2001, algunas de estas empresas multiplicaron sus ingresos 31 veces. Tienen la ventaja de no tener que responder ante ningún código penal militar y no afectar la imagen de su país si participan en crímenes de guerra. En Colombia se ha comprobado que 2 pilotos de la empresa Air Scan, que asesoraron una operación militar en Arauca el 13 de diciembre de 1998 en la cual fueron asesinados 19 campesinos, entre ellos 7 niños, y heridos otros 25, fueron los más directos responsables de la masacre. Sin embargo las autoridades judiciales no han podido siquiera interrogarlos y la embajada de los Estados Unidos dice que no puede hacer nada porque son personas privadas. Esto había ocurrido ya en Coacia: aunque algunos militares croatas tuvieron que ir al Tribunal de La Haya a responder por algunas masacres y desplazamientos, los norteamericanos que los entrenaron no tuvieron que responder ante la justicia porque pertenecían a “empresas privadas”. La militarización interna de la vida nacional es evidente: hace pocos días el Ministerio de Defensa informaba que desde agosto de 2002, cuando se inició el gobierno del Presidente Uribe, los integrantes de la fuerza pública han aumentado en 80.000 unidades y en 2005 el aumento alcanzará 95.330 unidades. Se han hecho muchos cálculos sobre los costos de la guerra interna. Las diferencias entre unos y otros son grandes porque muchas franjas de los gastos militares, tanto del mismo Estado, como de la insurgencia, y mucho más los que sustentan el paramilitarismo, tienen carácter reservado o clandestino. Las proyecciones se hacen tomando como base el número de combatientes y los costos promedios de los combatientes con sus armamentos. En 2002, cuando se recrudeció la guerra al romperse las negociaciones con las FARC, 3 analistas publicaron un informe según el cual el costo diario de la guerra ascendía a 46.000 millones 10 de pesos (20 millones de dólares). A mi juicio, el cálculo que hacían de combatientes de las FARC (30.000) era exagerado. Recientemente la ONG Codhes calculaba en 26.000 millones de pesos diarios el costo de la guerra, lo que equivale a un costo anual cercano a los 10 billones (cerca de 4.200 millones de dólares). Evidentemente esto no incluye todos los costos de Defensa del Estado que para el 2005 están proyectados oficialmente en 12 billones. Los costos de este modelo en vidas humanas son también enormes. Hace pocas semanas el mismo Instituto de Medicina Legal del Estado publicó su informe sobre el año 2003 (“Forensis 2003”) en el cual registraba la cifra de 22.199 muertes violentas, afirmando que 13.227 de ellas (60%), según sus criterios tenían móviles políticos o sociales. Este informe coincidió en los mismos días con otro de la ONG Codhes15, en el cual calculaba 19 muertes violentas cada día, relacionadas con el conflicto político y armado (6 producidas en combate y 13 como asesinatos); 2 casos de desaparición forzada por día; 6 secuestros; 11 detenciones arbitrarias y 724 desplazados. Esto equivale a 762 colombianos que cada día son víctimas de las diversas formas de violencia implicadas en este conflicto. Nuestro Banco de Datos del CINEP, que como lo he explicado, no pretende mostrar globalidades estadísticas acudiendo a proyecciones, sino que realiza un registro día a día de los casos en los cuales sea posible levantar una información básica, en el mismo año 2003 pudo registrar información sobre 4457 muertes violentas (12 por día), 5 de las cuales eran muertes en combate. Entre los asesinatos intencionales, más o menos el 80% fueron perpetrados por paramilitares y militares, la mayoría de las veces en acciones coordinadas.16 Pero quizás el rasgo más característico del conflicto colombiano ha sido el factor paramilitar. Muchos análisis y lecturas de la realidad colombiana identifican al paramilitarismo como un tercer actor dentro del conflicto y ubican su origen en reacciones defensivas de sectores privados adinerados, cuyas posesiones y rentas estaban sufriendo serios perjuicios por la acción de las guerrillas. Esta interpretación se ha convertido casi en un dogma que se difunde por todo el mundo. Sin embargo poco a poco ha ido saliendo a la luz el verdadero origen: la estrategia paramilitar como política de Estado fue impuesta por una misión militar de los Estados Unidos en febrero de 1962, presidida por el General Yarborough, director de la Escuela de Guerra Especial de Fort Bragg, en Carolina del Norte, escuela donde se elaboraron las estrategias bélicas que debían prevenir derrotas como las de Vietnam, Cuba y Argelia. Los documentos de esa visita fueron secretos por muchos años, pero al ser desclasificados, el investigador estadounidense Michael McClintock los comenzó a difundir. Llama la atención que en el momento en que el Estado colombiano fue obligado a adoptar la estrategia de guerra irregular o estrategia paramilitar, no existían organizaciones insurgentes en Colombia: las guerrillas liberales ya habían sido exterminadas (incluso sus militantes que habían entregado las armas en un pacto con el gobierno) y todavía no habían sido creadas las guerrillas anticapitalistas que comenzaron a aparecer entre 1964 y 1965. Uno se pregunta cuál era, entonces, el objetivo de la estrategia 15 Informe reseñado en diarios nacionales del 26 de octubre de 2004 – Ver diario El Nuevo Siglo, 26.10.04, pg. 12 16 Los porcentajes nunca pueden ser muy precisos, pues entre los homicidios bajo responsabilidad de la guerrilla, algunos que son en el contexto de combates (143) en que también hay responsabilidad de los militares o paramilitares. También hay que tener en cuenta que se registraron 837 asesinatos políticos cuyos autores no es fácil identificar. 11 paramilitar. Los documentos son claros en señalar como fuerza enemiga, no a grupos armados, sino a los “simpatizantes del comunismo”. Un rastreo riguroso de lo que significa ese término, tanto en documentos de las fuerzas armadas colombianas, como en los de la Conferencia de Ejércitos Americanos que se reúne desde comienzos de los años 60, como de los de la Escuela de las Américas, nos muestra que como “simpatizantes del comunismo” se han comprendido las organizaciones sindicales; las protestas y organizaciones campesinas que luchan por una mejor distribución de la tierra; las protestas estudiantiles; los grupos políticos que cuestionan en sus plataformas el orden capitalista; en su momento la teología de la liberación y las organizaciones promotoras de los derechos humanos. Para investigar si la estrategia paramilitar ha continuado siendo una estrategia oficial de los gobiernos colombianos hay muchos caminos. Uno de ellos es el rastreo a los manuales de contrainsurgencia que contienen las estrategias y tácticas del manejo del conflicto interno; en todos los que se conocen, editados con carácter secreto desde los años 60 hasta el final del siglo, aparece el paramilitarismo como parte de la estrategia con absoluta nitidez, y como parte del mismo organigrama de las fuerzas gubernamentales. Otro camino es el seguimiento y análisis de las grandes estructuras paramilitares que han existido en Colombia desde los años 70 (como La Triple A, el MAS, la estructura paramilitar de Puerto Boyacá, etc): en todas esas estructuras la relación entre los paramilitares y las jerarquías castrenses es inocultable. Otro camino es el seguimiento de numerosos expedientes judiciales y disciplinarios sobre magnicidios, masacres, genocidios, desapariciones colectivas, desplazamientos forzados, bombardeos, etc.; a pesar de que el 99% de estos crímenes ha quedado en absoluta impunidad, sin embargo en esos expedientes se encuentran piezas muy importantes, como confesiones, planos, documentos estratégicos e ideológicos, grabaciones etc. que evidencian la unidad de acción entre militares y paramilitares y que constituyen pruebas contundentes para cualquier investigador, menos para los jueces que tienen la misión de absolver a los culpables. Pero el mejor camino para investigar el paramilitarismo es habitar en las regiones donde el conflicto armado es más agudo o visitarlas con frecuencia. Allí no hay pudor para realizar retenes conjuntos entre militares y paramilitares; para hacer patrullajes conjuntos por carreteras y ríos; para realizar estrategias de mutua protección. El mejor escudo que protege esta falta de pudor es el temor o la complicidad de los periodistas que han acuñado un lenguaje protector para referirse a los actores de la barbarie como “grupos al margen de la ley”; “actores armados”, u otros términos que permiten difundir informaciones sin señalamiento de culpables, cuando se trata de actores estatales y para-estatales. En diversos momentos de esta historia de conflicto los gobiernos colombianos han legalizado el paramilitarismo. La primera legalización se dio en el Decreto 3398 del día de Navidad de 1965, el cual permitía entregar armas de uso privativo de las fuerzas militares a los civiles, así como conformar grupos de civiles armados coordinados por los militares (Artículos 25 y 33). 24 años después, cuando el país estaba horrorizado por los millares de muertos y de actos de barbarie que pretendían legitimarse en esas normas, la Corte Suprema declaró “inconstitucionales” tales normas el 25 de mayo de 1989. Esto no duró mucho, pues una nueva legalización se produjo entre los gobiernos de los Presidentes Gaviria y Samper, en 1994, bajo la modalidad de Cooperativas Rurales de Seguridad, a las cuales se les puso el atractivo rótulo de CONVIVIR. Uno de sus más entusiastas 12 promotores fue el actual Presidente Álvaro Uribe, quien para esa época fue Gobernador del departamento de Antioquia (1995-97) territorio en el cual se creó el mayo número de “Convivir”. Cuando en 1999 la Corte Constitucional avocó largos debates nacionales y les puso algunas restricciones en el tipo de armas que podían utilizar (Sentencia C-215/99), el paramilitarismo se distanció nuevamente de esta modalidad, evitando en la mayoría de los casos reivindicar su nombre y su “legalidad”. Desde el comienzo del gobierno del Presidente Uribe (agosto de 2002), yo tuve la impresión de que el paramilitarismo ascendía, no solamente a un tercer intento de legalización, sino a instalarse de una manera más consolidada y amplia como factor de poder en la sociedad colombiana. Era difícil no percibir las ya demostradas simpatías del Presidente Uribe por la estrategia paramilitar. Las tesis centrales que él defendía (particularmente en su campaña) coincidían con los principios rectores del paramilitarismo, que se sintetizan en crear una zona gris en las fronteras entre lo civil y lo militar, que permita la vinculación de la población civil a la lucha contrainsurgente del Estado. Como buen ejecutivo que es, ya desde antes de su posesión como Presidente Uribe hizo explícitos los grandes derroteros de su estrategia: la población civil se iría vinculando a la lucha contrainsurgente a través de redes de informantes y de redes de cooperantes, que en su proyecto comprendían varios millones de civiles17. Una modalidad peculiar de su propuesta es la de los “soldados campesinos”, que rompe con los principios de independencia y neutralidad que debe garantizarse en todo agente armado de un Estado, entrenando en pocas semanas a jóvenes campesinos que regresan armados a involucrarse en el conflicto con sus propios familiares y comunidades rurales, forzando por consiguiente a estas comunidades a tomar partido al lado del Estado/Para-Estado, ahora difícil de distinguir de los vínculos familiares y comunitarios. Adicionalmente, los decretos que reglamentaban las empresas privadas de seguridad fueron modificados para convertir los recursos y el personal de éstas (calculado en 160.000 empleados) al servicio de la política contrainsurgente del Estado. Pero una pieza audaz y central de la estrategia del Presidente Uribe ha sido la negociación con los paramilitares con miras a su “desmovilización”. El primer escollo fue rápidamente superado: al modificar la Ley 418 de 1997 que había servido de base legal para las negociaciones con muchos grupos insurgentes, suprimió de su articulado todas las expresiones que se referían al requisito de “un reconocimiento del carácter político”, por parte del gobierno, de la organización con la cual se entablaban conversaciones. La Ley 782 del 23 de diciembre de 2002, que modificó la ley 418/97, abrió además la posibilidad de negociaciones individuales con miras a la desmovilización de personas armadas, lo que en el contexto de supresión del carácter político de los negociantes, abría la puerta para negociar con cualquier clase de delincuentes. A nadie se le oculta, y así lo han repetido muchos personajes como el ex Presidente López Michelsen, que los paramilitares jamás pueden tener el estatus de delincuentes políticos, pues siempre han sido un brazo auxiliar y clandestino de los agentes del Estado. Un ideólogo, analista y escritor liberal, Hernando Gómez Buendía, tratando de definir el paramilitarismo en una de sus columnas periodísticas habituales, se expresaba así: “El paramilitarismo por definición existe para 17 Según documentos del Ministerio de Defensa, los solos cooperantes deben llegar a sumar, en el proyecto, 5 millones. 13 hacer aquello que los militares no pueden hacer: saltarse los límites de la guerra”18. Además, la lógica más elemental pide que se negocie la paz con los enemigos, no con los colaboradores. Lo que ha vivido el país en estos dos años de supuestas negociaciones con los paramilitares –al menos así lo percibo yo y muchas franjas sociales con las cuales me relaciono- no es nada parecido a un proceso de desmovilización. La sensación que predomina es la de que los paramilitares acceden de una manera acelerada al poder. No solo su acceso al poder político y mediático es evidente; su poderío económico es apabullante. Quienes hemos hecho llamados de alarma desde hace mucho tiempo sobre el proceso de paramilitarización progresiva del país, hemos sido muchas veces estigmatizados en los medios masivos de comunicación. Por eso mi sorpresa fue grande el pasado 26 de septiembre cuando los medios masivos de comunicación en Colombia lanzaron esta misma alarma. El diario El Tiempo, el de más amplia cobertura nacional, lo tituló así: “La paramilitarización de Colombia”19. Creo que el mismo Establecimiento y la clase política tradicional, cuyas simpatías por el paramilitarismo han sido inocultables, de un momento a otro percibieron que el monstruo se había crecido demasiado y había ido generando una poder económico y un poder político que comenzaba a tomar distancia del mismo Establecimiento tradicional y podría devorarlo fácilmente. Ya se habla sin recato de los y las “congresistas paras” y algunas de éstas ya programan sus cumpleaños en Santa Fe de Ralito donde están actualmente congregados los jefes paramilitares que adelantan las “negociaciones” con el gobierno. Así mismo, un nuevo empresariado paramilitar se ha ido abriendo espacio desde los bajos fondos donde el crimen y el negocio son difíciles de distinguir, hasta llegar a manejar sumas tan exorbitantes de dinero que van penetrando y dominando los negocios legales, los cuales van exigiendo respeto en virtud de su poder acumulado. Uno de los artículos del pasado 26 de septiembre resumía muy bien las cuatro fases en que el paramilitarismo ha llegado al poder, lo que yo me permito completar con algunos detalles: 18 19 • La primera fase es la del terror y es la que marca la entrada de los paramilitares en una localidad o región. En esta fase ocurren las grandes masacres que buscan disuadir a la población, no solo de cualquier contacto con la guerrilla, sino de tomar posiciones que puedan molestar a los paramilitares cuya mentalidad e ideología se encuadra en la extrema derecha. Se utilizan métodos bárbaros como despedazar los cuerpos de las víctimas con motosierras y arrojarlos luego a los ríos; métodos de tortura excesivamente crueles; destrucción e incineración de viviendas y cultivos. En esta fase se producen los desplazamientos más masivos. • La segunda fase se caracteriza por asesinatos selectivos que terminan de destruir a los sobrevivientes de organizaciones sociales y políticas inconformes. Se van penetrando las estructuras económicas, sociales y políticas de la región, Revista Semana, edición del 23 de julio de 2001, pg. 15 El Tiempo, 26.09.04, pg. 1-8 y 1-11 14 sometiéndolas a su dominio. Se imponen tributaciones forzadas a comerciantes e industriales; se obliga a los alcaldes y a otros muchos funcionarios públicos a desviar grandes sumas del presupuesto para su sostenimientos y sus proyectos. Ofrecen protección a los que se someten a ellos y van eliminando a los quienes se resisten. También en esa fase se compra por precios muy bajos la tierra de los que atemorizados quieren emigrar, o simplemente se posesionan de las tierras abandonadas por el terror. • La tercera fase es la del trabajo comunitario. En esta fase ya se cuenta con una dirigencia local o regional que se ha sometido a los paramilitares y que ha tomado la decisión básica de acomodarse a convivir con el invasor en lugar de abandonar todo su patrimonio y quedar en la miseria. Por eso los tributos forzados y otras formas molestas de dominio van desapareciendo y se van sustituyendo por proyectos productivos comunitarios que involucran a la población local. La cara legal de los nuevos amos comienza a consolidarse. No se escapan las universidades cuyas directivas se ven presionadas a acomodarse a la nueva situación; a hacer “limpiezas ideológicas”; a excluir a profesores y estudiantes que siguen buscando una sociedad alternativa, y a diseñar investigaciones funcionales al nuevo modelo de sociedad que los paramilitares van imponiendo. • La cuarta fase se desarrolla sobre un dominio real del territorio. Ya no existe oposición política ni social y los índices de criminalidad bajan sensiblemente. Los proyectos económicos van pasando de la ilegalidad, cuando se financiaban con extorsiones y extracciones clandestinas al mismo presupuesto del Estado, a un cierto nivel de legalidad, pues van creando cooperativas, empresas y fondos financieros controlados por ellos. Se crean fundaciones, organizaciones no gubernamentales, movimientos sociales y se camina hacia un partido político, entidades todas que aparecen siempre con la etiqueta de “democráticas”, y en su discurso se contraponen a la “anti-democracia de la guerrilla”. La juntas de acción comunal, como organización de base de las comunidades urbanas y rurales, son cooptadas o penetradas hasta que todas sus directivas estén bajo la obediencia del paramilitarismo. Aunque según el diario El Tiempo, ya ninguna región del país estaría viviendo en la primera fase, los hechos bárbaros que seguimos registrando nos muestran que esta fase todavía está en desarrollo en muchos sitios. Pero la disminución de matanzas colectivas en las estadísticas nacionales sí muestra que grandes extensiones del territorio están en las fases dos, tres y cuatro. La tan proclamada “desmovilización” de los paramilitares, en rigor no es tal; es más bien la consolidación y la instalación en los niveles de poder que ya han conquistado con el terror. Desde el comienzo del gobierno del Presidente Uribe se sospechaba que los grandes espacios abiertos a un paramilitarismo legal, como los millones de civiles que deben conformar las redes de informantes y cooperantes de los militares; la modalidad de los soldados campesinos; el nuevo estatus impuesto a las empresas privadas de seguridad, etc., eran espacios que se ofrecerían a los paramilitares para su nueva legalización. En los últimos días las propuestas ya han salido a la arena política, quizás con 15 un radicalismo mayor, pues se ha propuesto que los paramilitares sean vinculados todos al ejército oficial, para que la negociación lleve a moderar las propuestas y a ubicarlos en los espacios previamente diseñados. Esta estrategia exige niveles de impunidad demasiado audaces, lo que no toma por sorpresa al Presidente Uribe, pues, al parecer, todo lo tenía calculado. Si bien los proyectos de ley que él ha presentado al Parlamento han sido demasiado escandalosos, pues desconocen todo el derecho internacional, las propuestas de impunidad se han ido negociando hasta aceptar niveles de investigación y sanción para los crímenes de los paramilitares, que a mi juicio no ponen en riesgo la impunidad fundamental con que el Presidente Uribe siempre ha querido proteger a los paramilitares. La inmensa mayoría de ellos figuran sin antecedentes en los archivos de inteligencia, pues nunca han utilizado sus propios nombres (esta ha sido una táctica permanente del paramilitarismo). Para la pequeña minoría de paramilitares que resultará acusada de algunos crímenes, ya se han contemplado otros mecanismos, como la rebaja de penas y el cumplimiento de éstas en granjas agrícolas que pueden coincidir con los territorios de su dominio, arrebatados por el terror a los campesinos.20 La “popularidad” del Presidente Uribe se apoya, a mi juicio, en muchos factores, pero ninguno de ellos tiene que ver con un consenso nacional policlasista. Un factor muy importante es el cansancio de la guerra; de una guerra que lleva 40 años con períodos en extremo crueles; una guerra que, como ya lo he explicado, está marcada desde su origen por estrategias de guerra irregular, no solamente desde el polo insurgente que por obvias razones adoptó desde sus comienzos el método de la guerra de guerrillas, único posible cuando un actor armado debe enfrentar a otro enormemente desigual por su poderío, sino también desde el polo estatal, presionado por el gobierno de los Estados Unidos a adoptar una estrategia paramilitar aún desde antes de que existiera la insurgencia armada. Las fases de esta guerra que no ha cesado de degradarse dentro de la lógica de acciones y reacciones, pues ninguno de los polos tiene dentro de sus objetivos enfrentarse con un ejército contrario sino que en el centro del conflicto está toda la población y esencialmente el modelo de sociedad. Otro factor que explica la supuesta “popularidad” del Presidente son los estándares de la información en Colombia. No solo hay una dependencia de los medios respecto a las grandes concentraciones de capital que son sus propietarios, sino que innumerables mecanismos de autocensura han terminado imponiéndose. El lenguaje y los parámetros para informar sobre el conflicto son particularmente controlados. El terror también impera en este campo y todo comunicador sabe que sus informes pueden tener consecuencias fatales, no solo en su vida sino en la continuidad de su empleo. Desde las organizaciones de derechos humanos esto se vive más dramáticamente, pues estamos en posiciones que nos permiten comparar un poco más lo que se informa con lo que se silencia, así como los niveles de manipulación y distorsión de la verdad. Todo esto ha ido configurando una realidad virtual que ha permitido que se venda como verdad de consumo masivo el que la seguridad de pequeñas capas privilegiadas, y sobre todo de empresas trasnacionales, es equivalente a la “seguridad” de toda la nación y se puede llamar con propiedad “seguridad 20 La Ley 65 de 1993, art. 28, permite pagar penas en una colonia agrícola- 16 democrática”. Solo quienes estamos cerca de muchas víctimas de la represión y simpatizamos con muchos movimientos de base, sabemos por experiencia que ni las tragedias de las primeras ni las acciones y reivindicaciones de los segundos están en el interés de los comunicadores. La información selectiva, condimentada con un lenguaje de estigmatizaciones y legitimaciones va configurando las “verdades” de consumo masivo que nutren la imagen de la realidad que está en la base de las opciones y comportamientos políticos. Otro factor que ayuda a entender la supuesta “popularidad” del Presidente Uribe es el pragmatismo. Hoy día, en un contexto de grave crisis económica y de niveles elevadísimos de desempleo, pobreza e indigencia, grandes franjas de población joven sobreviven gracias a los espacios de la guerra contrainsurgente. Si el Gobierno Uribe logra en sus primeros 4 años su meta de vincular a 5 millones como cooperantes de la fuerza armada, esto significa un porcentaje nada despreciable de población económicamente activa cuya supervivencia depende de la estrategia contrainsurgente del Estado. Pero si además se tiene en cuenta la arremetida económica del paramilitarismo, en sus tercera y cuarta fase de desarrollo, que mira a multiplicar proyectos productivos que aseguren la fidelidad de la población sometida en su primera fase por el terror, la proporción de población que basa su supervivencia en el modelo paramilitar es enorme. Pero si todos estos factores que inciden en una popularidad vinculante por vías de presión consciente o inconsciente alimentan un nuevo modelo de control social, no se puede despreciar el peso que tiene también en esa popularidad artificial el debilitamiento de quienes se identifican con un modelo alternativo de sociedad. Aunque no se puede decir que el movimiento democrático y popular hayan muerto, sus condiciones de supervivencia son muy difíciles. El alcalde de Bogotá y el gobernador del Valle, quienes obtuvieron victorias contundentes en las últimas elecciones como representantes de movimientos democráticos de centro-izquierda, solo se pueden mover de sus oficinas con impresionantes aparatos armados de seguridad. En los últimos días ya han sido asesinados 2 escoltas del gobernador del Valle. Los líderes sindicales que aún viven están rodeados de complicados esquemas de seguridad armada exigida por organismos internacionales y sin embargo siguen cayendo asesinados. El terror ha llevado a la desaparición completa a partidos políticos enteros, a sindicatos, movimientos campesinos, indígenas, cívicos y estudiantiles. Todo esto ha ido dejando vacíos imposibles de llenar que se convierten en activos de fuerza y de “popularidad” artificial para el régimen imperante. También hay instituciones de gran influjo en amplias capas sociales, como son el parlamento, concejos municipales, alcaldías y gobernaciones, que han sido cooptadas o sometidas por el paramilitarismo. Los altos grados de violencia que rodearon las elecciones de parlamento y de presidente en el año 2002, llevaron a que los candidatos que no se identificaran con el poder paramilitar regional, se vieran obligados a retirar sus candidaturas bajo presiones extremas. Al día siguiente de las elecciones del parlamento, el 10 de marzo de 2002, el líder paramilitar Salvatore Mancuso dio un “Parte de Victoria” ante los medios masivos de información, afirmando que los paramilitares habían elegido el 35% de congresistas21. El Ministro del Interior de entonces, Armando Estrada Villa, no lo 21 El Tiempo, 17.03.02, pg. 1-14 17 negó sino que lo confirmó22. Hubo regiones de la periferia donde paramilitares armados se apostaron en los mismos cubículos de votación para obligar a marcar las casillas de candidatos paramilitares. Las alternativas de cambio social y político en Colombia, han estado ligadas, desgraciadamente, a la insurgencia armada; no porque las mayorías pobres o democráticas del país piensen así, sino porque los movimientos sociales y políticos que propenden por reformas sustanciales son eliminados violentamente. Solo un pequeño porcentaje de las muertes violentas que ocurren en Colombia por móviles políticos son de combatientes armados; la inmensa mayoría son de población desarmada que trata de comprometerse con algún movimiento que construya alternativas sociales. Y ante el exterminio progresivo de los movimientos alternativos, solo va quedando la insurgencia armada como referente de una agenda de cambios sociales que se han intentado negociar numerosos veces con los gobiernos y el Establecimiento, pero siempre con resultados desastrosos. Los procesos de paz llevan ya 23 años de intentos y fracasos. La degradación de la guerra, que es resultado lógico del encuentro entre dos modelos de guerra irregular (el de guerra de guerrillas y el de la estrategia paramilitar), ha llevado a amplias capas de la población a sumarse a los movimientos por la paz y a clamar por una salida no militar al conflicto armado. Desgraciadamente los esquemas más recientes en que el gobierno y el Establecimiento quieren forzar un proceso de paz, que es un esquema de sometimiento y de aceptación de los postulados neoliberales, cuyas consecuencias son bien conocidas, donde la lista de elementos no negociables cierra toda posibilidad de reformas sociales, hace que la guerra insurgente siga teniendo un principio de legitimidad y que muchos jóvenes sigan optando por ella, incluso muchas veces con la conciencia clara de la imposibilidad de un triunfo, pero queriendo salvar así un trasfondo ético de rechazo a un modelo de sociedad que consideran inaceptable. Los 23 años de búsqueda de salidas políticas al conflicto armado han enseñado mucho, pero han enseñado tanto que se conocen de antemano las posibles trampas de los adversarios, llenándose cada vez más el ambiente de sospechas que bloquean la confianza. Ha pesado mucho la experiencia de los procesos de paz de El Salvador y Guatemala donde fueron burlados todos los compromisos de reformas sociales e incluso de depuración de las fuerzas armadas, a pesar de la mediación de la ONU, y donde los niveles de violencia son hoy peores que en tiempos de la guerra. Un alto funcionario de las Naciones Unidas, al terminar su servicio en Colombia en 2002, declaraba que allí se encontraba el material impreso más abundante del planeta para elaborar tesis sobre conflictos armados y sobre negociaciones de paz. Creo que esto es cierto. A pesar del exterminio de multitud de líderes y pensadores sociales, Colombia todavía tiene en su pueblo un alto potencial de sueño. Los movimientos populares sobrevivientes y sus pensadores siguen elaborando, desde muy diversos ámbitos y posiciones, los rasgos de una sociedad alternativa, y siguen soñando en que un proceso de paz que enfrente la realidad sin 22 El Colombiano, 24.04.02, pg. 8 A 18 desfiguraciones y con sinceridad puede abrir el camino a la construcción de ese país alternativo. Hay numerosos libros y documentos donde esto se expresa, y sobre todo está la memoria de quienes sacrificaron su vida por esos sueños, que hoy suman muchos miles de miles. Yo siempre he considerado que la preservación de esa memoria es un elemento fundamental para la construcción de un futuro menos inhumano. Pero es claro que esto no será posible dentro del gobierno del Presidente Uribe, que ha demostrado ya en forma contundente que su modelo de sociedad es el opuesto a todos estos sueños y que los métodos para implantarlo son los que derivan de la acción progresiva y consolidada del paramilitarismo. Solo un atrevimiento insólito puede llamar esa estrategia política “seguridad democrática”. Javier Giraldo M., S. J. Reino Unido – Noviembre de 2004