Una ciudad flotante - I. T. Valle del Guadiana

Transcripción

Una ciudad flotante - I. T. Valle del Guadiana
UNA CIUDAD FLOTANTE
JULIO VERNE
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Llegué a Liverpool el 18 da marzo de 1867. El
Great-Eastern debía zarpar algunos días después para Nueva
York, y yo iba a tomar pasaje a su bordo, únicamente para
hacer un viaje de recreo, pues el atravesar el Atlántico en
aquel buque gigantesco tenía para mí extraordinario atractivo. Verdad es que aprovechando la ocasión, me proponía
visitar Norte América pero esto era cosa secundaria: el
Great-Eastern era para mí lo primero; después, el país celebrado por Cooper. En efecto, dicho buque es una obra
maestra de construcción naval. Es más qué un buque: es una
ciudad flotante, un pedazo de territorio desprendido del
suelo inglés, que después de haber atravesado el océano, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella
mole enorme llevada por las olas, su lucha con los vientos a
los que desafía su audacia ante el imponente océano, su indiferencia hacia el oleaje, su estabilidad en medio de ese elemento que zarandea como si fueran chalupas los Warriors y
los Solferinos; pero mi imaginación se quedó corta pues aun
cuando vi durante mi travesía todo lo que habíame figurado,
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la realidad superó a mis expectativas, porque presencié otras
muchas cosas que no son del dominio marítimo.
Si el Great-Eastern no es solamente una máquina náutica
si es un microcosmo que encierra un mundo entero, un observador no se admirará de encontrar en él, como en un
gran escenario todas las ridiculeces, todas las pasiones de los
hombres.
Desde la estación me encaminé al hotel Adelphi. La salida del Great-Eastern estaba anunciada para el 20 de marzo, y
deseando presenciar los últimos preparativos, solicité del
capitán Anderson, comandante del steam-ship, que me concediera permiso para instalarme inmediatamente a bordo y
el bravo marino me lo otorgó amablemente.
A la mañana siguiente me dirigí a los fondeaderos que
forman una doble serie de docks en las orillas del Mersey.
Los puentes giratorios me permitían llegar al muelle de
New-Prince, especie de almadía movible que sigue los movimientos de la marca y que sirve de embarcadero a las numerosas naves que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de
Liverpool, situado a la orilla izquierda del Mersey.
El Mersey, como el Támesis, no es más que un insignificante, riachuelo que no merece el nombre de río, aunque
desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo llena
de agua un verdadero hoyo cuya profundidad permite qué
fondeen en él los buques de mayor tonelaje, como el
Great-Eastern, para el que muy pocos puertos del mundo son
accesibles. Gracias a esta disposición natural, esos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse junto a sus
desembocaduras dos inmensas ciudades comerciales: Lon4
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dres y Liverpool; lo mismo sucede por idénticas circunstancias, con Glasgow, situada a orillas del Clyde.
En la cala de New-Prince calentaba su caldera un tender,
pequeño buque de vapor afecto al servicio del Great-Eastern.
Pasé a su cubierta que estaba llena ya de obreros y de la carga que había de transbordar al steam-ship. Al dar las siete de la
mañana en la torre Victoria el tender largó las amarras y remontó con gran velocidad la corriente del Mersey.
Apenas había desatracado, divisé en la cala un joven de
elevada estatura que tenía esa fisonomía aristocrática peculiar
de los oficiales ingleses, y creí reconocer en él a un amigo
mío, capitán del ejército de las Indias, a quien no había visto
en muchos años. Pero debía estar equivocado, pues yo hubiera sabido seguramente si el capitán Mac Elwin había salido de Bombay. Por otra parte, mi amigo era un hombre de
carácter alegre, despreocupado, un camarada jovial, y si aquel
individuo era el vivo retrato del capitán, parecía triste y como abrumado por un dolor secreto y muy hondo. Pero,
fuese lo que fuese no tuve tiempo de observarle mejor, pues
el tender se alejaba rápidamente y pronto se borró de mi ánimo la impresión que habíame causado aquel notable parecido.
El Great-Eastern estaba anclado a tres millas más arriba a
la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle
de New-Prince era imposible verlo; pero al doblar el primer
recodo distinguí su mole imponente que se hubiera podido
tomar por una isla esfumada entre las brumas. Se presentaba
de proa para evitar el empuje del oleaje; pero tan luego como el tender dio la vuelta el steam-ship mostróse en toda su
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longitud, y me pareció lo que era: enorme. Tres o cuatro
«carboneros», atracados a sus costados, vertían en sus portañolas abiertas sus cargamentos de hulla. Al lado del
Great-Eastern, aquellos buques de tres palos parecían lanchas:
sus chimeneas no llegaban a la primera línea de portillas
practicadas en su casco, y los masteleros de juanete no pasaban de las bordas. El coloso hubiera podido izar a su bordo
aquellas naves y suspenderlas de sus pescantes como simples
chalupas de vapor.
Entretanto, el tender se aproximaba: pasó por debajo de
la alterosa roda del Great-Eastern, cuyas cadenas tesaba el
empuje de las olas, y después, bordeando a babor, se detuvo
al pie de la vasta escala que serpenteaba por los costados del
buque. En aquella posición, la cubierta del tender apenas llegaba a la línea de flotación del steam-ship, o sea a la línea que
marcaba su inmersión cuándo tenía completa su carga y que
sobresalía aún dos metros del agua.
Mientras tanto que los obreros desembarcaban con
presteza y trepaban por los numerosos tramos que terminaban en la borda del buque yo, con la cabeza levantada y el
cuerpo echado hacia atrás como turista que mira un edificio
elevado, contemplaba las ruedas del Great-Eastern.
Vistas de lado, aquellas ruedas parecían delgadas, por
más que la longitud de sus paletas fuese de cuatro metros;
pero de frente tenían un aspecto monumental. Su elegante
armazón, la disposición del sólido cubo, punto de apoyo de
todo el sistema; los puntales cruzados, destinados a mantener las separaciones de triples llantas; aquella aureola de rayos rojos; aquel mecanismo medio perdido en la sombra de
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anchos tambores que cubrían el aparato; todo aquel conjunto, en fin, causaba verdadero asombro y hacia pensar en
algo terrible y misterioso.
¡Con cuánta energía aquellas palas de madera fuertemente clavadas, debían batir las aguas que el flujo arrojaba
en aquel momento contra ellas! ¡Cómo herviría el mar
cuándo aquella poderosa máquina lo azotase con sus golpes
repetidos! ¡Qué truenos retumbarían en las cavernas de los
tambores cuando el Great-Eastern marchase a todo vapor e
impulsado por aquellas ruedas que median cincuenta y seis
pies de diámetro y ciento sesenta y seis de circunferencia de
noventa toneladas de peso y que daban once vueltas por
minuto!
El tender había desembarcado sus pasajeros. Yo trepé
también por aquellos tramos de hierro y no tardé en hallarme en la cubierta del steam-ship.
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La cubierta parecía un inmenso arsenal lleno de un ejército de trabajadores. No podía yo creer que estaba a bordo
de un buque. Muchos millares de hombres, obreros, tripulantes, maquinistas, oficiales, carpinteros y curiosos se cruzaban y codeaban sin molestarse; los unos en la cubierta los
otros en las máquinas; éstos corriendo sobre el puente,
aquéllos encaramados en los tambores. Aquí grúas, volantes
elevando enormes piezas de fundición, allí gruesos maderos
izados con cabrias de vapor; sobre el departamento de las
máquinas se balanceaba un cilindro de hierro, verdadero
tronco de metal; en la proa las vergas subían gimiendo a lo
largo de los masteleros de cofa; en popa se elevaba un andamio que cubría sin duda algún edificio en construcción.
Allí se martillaba, se encajaba, se aserraba se remachaba y
cepillaba en medio de un incomparable desorden.
Mi equipaje había sido transbordado. Pregunté por el
capitán Anderson, que no estaba aún a bordo, pero uno de
los camareros se encargó de instalarme e hizo transportar
mis bultos a uno de los camarotes de popa.
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-Amigo -le dije -, se ha anunciado la salida del
Great-Eastern para el 20 de marzo; pero es imposible que todos esos preparativos queden terminados en veinticuatro
horas. ¿Cuándo cree usted que podremos zarpar de Liverpool?
El interpelado, que no estaba más enterado que yo, me
miró y se fue sin contestar. Entonces resolví visitar todos
los rincones es de aquel inmenso hormiguero y comencé mi
paseo como hubiera podido hacerlo un viajero en una ciudad desconocida. Un fango negro, ese lodo británico de que
suele estar lleno el empedrado de las ciudades inglesas, cubría el puente del steam-ship. Varios arroyos fétidos serpenteaban aquí y allá. Cualquiera hubiera creído hallarse en uno
de los peores parajes de Upper-Thames-Street, cerca del
puente de Londres. Yo andaba a lo largo de los camarotes
de popa; entre ellos y los empalletados se extendían dos anchas calles o, más bien dos bulevares obstruidos por una
compacta multitud. Por allí llegué al mismo centro de la nave, en medio de los tambores, unidos por un doble sistema
de pasarelas.
Allí se abría un verdadero abismo destinado a contener
los órganos de la máquina de ruedas. Entonces vi aquel admirable artificio de locomoción. Unos cincuenta obreros
estaban diseminados por las claraboyas metálicas de la armazón de hierro; unos enganchados a largos émbolos inclinados que formaban diversos ángulos; otros suspendidos de
las bielas; éstos nivelando el excéntrico, aquéllos atornillando
con enormes llaves inglesas los cojinetes de los muñones. El
tronco de metal que descendía lentamente por la escotilla
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era un nuevo árbol de armadura, destinado a transmitir a las
ruedas el movimiento de las bielas. De aquel abismo salía un
ruido continuo, mezcla de sonidos desagradables y discordantes.
Después de haber echado una rápida ojeada sobre
aquellos trabajos de ajuste, emprendí de nuevo mi paseo y
llegué a la proa. Allí, los tapiceros acababan de decorar una
cámara espaciosa designada con el nombre de Smokin-room,
saloncillo de fumadoras, verdadero bar de aquella ciudad
flotante magnifico café iluminado por catorce ventanas, con
el techo blanco y dorado y las paredes ensambladas de madera de limonero. Atravesando luego una especie de plazoleta triangular que se formaba en la proa llegué junto al
estrave cortado a plomo sobre la superficie del agua.
Regresando de aquel punto extremo vi a través de la
bruma desgarrado, por una ráfaga la popa del Great-Eastern a
una distancia de más de dos hectómetros. No se podía emplear otra medida para apreciar las dimensiones de aquel
coloso.
Volví sobre mis pasos por el bulevar de estribor, pasando entre la obra muerta y la empavesada evitando el choque
de las poleas que se balanceaban
en el aire, y, los latigazos de las jarcias cimbreadas por la brisa; huyendo de tropezar con una grúa volante, y esquivando más adelante, las
escorias inflamadas qué arrojaba una fragua como si fuese
fuegos artificiales. Apenas divisaba el tope de los mástiles
que tenían doscientos pies de altura y se perdían en la niebla
a la que los tenders de servicio y «carboneros» mezclaban su
humo negro. Después de haber traspuesto la gran escotilla
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de la máquina de ruedas, vi un pequeño hotel que se elevaba a
mano izquierda, y junto a él la larga fachada lateral de un
palacio coronado de una azotea cuyo parapeto estaban bruñendo. Por fin llegué a la popa del steam-ship, y al lugar en
que se elevaba el andamio que he indicado ya. Allí, entre el
último camarote y el vasto sobresano, encima del cual se
elevaban las cuatro ruedas del timón, acababan los mecánicos de instalar una máquina de vapor, compuesta de dos
cilindros horizontales, con un sistema de piñones, de palancas, y de bombas.
Por primera vez el timón iba a ser movido por el vapor.
Para esta maniobra era para lo que los mecánicos montaban aquella máquina en la popa. El timonel colocado en el
puente del centro, entre los aparatos de señales de las ruedas
y de la hélice, tenía ante la vista un cuadrante, provisto de
una aguja movible que lo indicaba a cada instante la posición
de la barra. Para modificarla le bastaba imprimir un ligero
movimiento a una pequeña; rueda que apenas tenía un pie
de diámetro, colocada verticalmente al alcance de su mano.
Cuando las válvulas se abrían, el vapor de las calderas se precipitaba por largos tubos conductores en los dos cilindros
de la pequeña máquina; los émbolos se movían con rapidez,
las piezas de transmisión actuaban y el timón obedecía instantáneamente a sus guardianes, irresistiblemente atraídos. Si
aquel sistema daba buen resultado, un hombre podría gobernar con un dedo la mole colosal del Great-Eastern.
Cinco días prosiguieron los trabajos con una febril actividad. Aquella demora perjudicaba considerablemente a los
fletadores; pero los operarios no podían hacer más. La par11
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tida se fijó irrevocablemente para el 26 de marzo. El 25, aun
estaba obstruida la cubierta de toda clase de artefactos suplementarios.
Por fin, durante este último día los pasadizos, los
puentes y camarotes de cubierta quedaron desembarazados
poco a poco; quitáronse los andamios; desaparecieron las
grúas; se acabó el ajuste de las máquinas; los últimos tornillos fueron apretados, y los últimos pernos repasados; se
cubrieron las piezas bruñidas con una capa de pintura blanca
que debía preservarles de la oxidación durante el viaje; los
depósitos de aceite se llenaron, y la última plancha cayó en
fin sobre su mortaja de metal. Aquel día el ingeniero en jefe
hizo la prueba de las calderas. Una enorme cantidad de vapor se precipitó en la cámara de las máquinas. Asomado a la
escotilla envuelta en aquellas cálidas emanaciones, no veía
nada; pero oíl rechinar los largos émbolos en sus cajas y el
ruido de los enormes cilindros al girar sobre, sus sólidos
ejes. Debajo de los tambores producíase un gran hervidero
mientras que las paletas sacudían lentamente las obscuras
aguas del Mersey. A popa la hélice azotaba las olas con su
cuádruple rama. Las dos máquinas, independientes una de
otra estaban prontas a funcionar.
A eso de las cinco de la tarde acostóse una lancha de
vapor, destinada al Great-Eastern, y enseguida se desamarró
su locomóvil izándolo sobre cubierta por medio de cabrestantes; pero no pudo hacerse lo mismo con la chalupa: su
casco de acero pesaba tanto, que las palancas se doblaran
bajo su carga lo cual no hubiera sucedido sin duda si se hubiesen sostenido por medio de balancines. Fue, pues, nece12
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sario abandonar aquella lancha; pero quedaba todavía en el
Great–Eastern una hilera de seis embarcaciones colgadas en
sus pescantes.
Aquella tarde todo quedó terminado; en los pasadizos
no se veían ni huellas de lodo; por allí había pasado todo un
ejército de baldeadores. La carga estaba estivada. Las despensas, las bodegas y los pañoles estaban abarrotados de
víveres, mercancías, y carbón. Sin embargo, el buque no llegaba a su línea de flotación, pues no calaba los nueve metros
de reglamento. Esto era un inconveniente para sus ruedas,
cuyas paletas, insuficientemente sumergidas, imprimían necesariamente un empuje menor; no obstante, se podía partir.
Acostéme, pues, con la esperanza de hacerme a la mar a la
mañana siguiente. No me engañé, el 25 de marzo, al amanecer vi ondear en el palo trinquete el pabellón americano; en
el palo mayor el francés y en la mesana el de Inglaterra.
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En efecto, el Great-Eastern se preparaba a zarpar. De sus
cinco chimeneas se escapaban ya algunas espirales de humo
negro. Un vaho caliente salía a través de los profundos pozos que daban paso a la máquina. Algunos marineros bruñían los cuatro gruesos cañones que debían saludar a
Liverpool a nuestro paso. Los gavieros corrían por las vergas, o tesaban los obenques en sus vigotas, amarrando en el
interior de las mesas de guarnición. A eso de las once, los
tapiceros acabaron de remachar los últimos clavos y los
pintores de dar la última mano de pintura. Después, todos
embarcaron en el tender que los aguardaba. Cuando la presión fue suficiente dirigióse el vapor a los cilindros de la máquina motora del timón, y entonces pudieron cerciorarse los
mecánicos que aquel ingenioso aparato funcionaría con regularidad.
El tiempo era bueno; el sol rasgaba con sus rayos las
nubes que se disipaban rápidamente, y aunque en él mar el
viento debía ser muy fuerte y soplar con violencia la brisa
esto no debía importarle al Great–Eastern.
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Todos los oficiales estaban a bordo, y repartidos e n
distintos puntos del buque para preparar el aparejo. El estado mayor se componía de un capitán, un segundo, dos oficiales segundos, cinco tenientes, de los cuales uno era
francés M. H. y un voluntario, también francés.
El capitán Anderson era un marino de gran reputación
entre el comercio Inglés. A él se debió la colocación del cable transatlántico. Es verdad que si tuvo mayor éxito que sus
antecesores, fue porque trabajó en condiciones mucho más
favorables, pues tenía a su disposición el Great-Eastern. Pero,
sea lo que fuere, este éxito le valió el título de sir que le otorgó la reina. A Mí me pareció un comandante muy amable.
Era un hombre de cincuenta años, de cabello rubio
leonado, de ese color cuyo matiz se conserva a despecho del
tiempo y de la edad, de elevada estatura, cara ancha y risueña
fisonomía tranquila y aire muy inglés; su paso era lento y
uniforme; su voz firme; guiñaba un poco los ojos, nunca
llevaba las manos metidas en los bolsillos, calzaba siempre
guantes y vestía con suma elegancia con la particularidad de
que llevaba siempre, la punta del pañuelo fuera del bolsillo
de su levita azul adornada con tres galones de oro.
El segundo del buque contrastaba singularmente con el
capitán Anderson. Es fácil describirlo: era un hombre pequeño y vivo, de rostro atezado, ojos inyectados de sangre,
barba negra y muy espesa y piernas arqueadas que desafiaban todas las sorpresas de los balances. Marino activo, vigilante, fuerte, en todo lo relativo a detalles, daba sus órdenes
con voz breve, órdenes que repetía el contramaestre con ese
rugido de león resfriado, que es peculiar a la marina inglesa.
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Este piloto se llamaba W... y, según creo, era un oficial de la
armada destacado, con permiso especial, bordo del
Great-Eastern. En fin, tenía todo el aire de un «lobo de mar»
y debía ser de la escuela o aquel almirante, francés, un valiente a toda prueba que en el momento del combate, decía
invariablemente a sus hombres: «¡Animo, muchachos, y cuidado con tropezar, pues ya sabéis que tengo la costumbre de
hacerme ascender»
Aparte de este estado mayor, las máquinas estaban bajo
la dirección de un jefe, auxiliado por ocho o diez ingenieros1, bajo cuyas órdenes maniobraba un batallón de doscientos cincuenta hombres, tanto carboneros como
fogoneros y engrasadores, que no salían de las profundidades del buque.
Por otra parte, con diez calderas, de diez hornos cada
una formando un total de cien fuegos, aquel batallón estaba
ocupado día y noche en alimentarlos.
Todos estaban en su puesto. El práctico que debía dar
salida al Great-Eastern, a través de los canales del Mersey, estaba a bordo desde la víspera. Yo había visto también un
práctico francés, de la isla Moléne, cerca de Ouessant, que
debía hacer con nosotros la travesía de Liverpool a Nueva
York, y al retorno dar entrada al buque en la rada de Brest.
-Empiezo a creer que saldremos hoy -dije al teniente H.
-Sólo esperamos a nuestros viajeros -me respondió mi
compatriota.
-¿Son muchos?
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Nombre que dan en la marina inglesa a los maquinistas.
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-Mil doscientos o mil trescientos.
Esto es la población de una gran aldea.
A las once y media se divisó el tender lleno de pasajeros,
hacinados en las cámaras, apiñados en los puentes, tendidos
sobre los tambores, y subidos en los montones de equipajes
que había sobre cubierta. Eran, como supe después, californianos, canadienses, peruanos, americanos del sur, ingleses,
alemanes y dos o tres franceses. Entro todos se distinguían
el célebre Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John
Rose del Canadá; el honorable Mac Alpine, de Nueva York;
mister y mistress Witney, de Mont–Real; el capitán Mac Ph...
y su mujer. Entro los franceses se encontraba el fundador de
la Sociedad de Fletadores del Great-Eastern, M. Julio D... representante de aquel Telegraph construction and maitennance Company, que había contribuido al negocio con veinte mil libras.
El tender atracó al pie de la escalera de estribor. Entonces empezó la interminable ascensión de equipajes y pasajeros; pero sin precipitación, sin gritos, como si todo el
mundo llegase tranquilamente a su casa. En cuanto a los
franceses, creyeron deber subir como por asalto y se portaron como verdaderos zuavos.
Desde el momento en que cada pasajero puso el pie
sobre la cubierta del steam-ship, su primer cuidado fue bajar a
los comedores y señalar el lugar de su cubierto. Su tarjeta o
su nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba
para asegurarles su toma de posesión. Por otra parte, en
aquel momento se servía un lunch, y en pocos instantes las
mesas se llenaron de comensales, que como buenos anglo-
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sajones, sabían luchar perfectamente, esgrimiendo el tenedor
contra el fastidio de una travesía.
Yo me había quedado sobre cubierta a fin de observar
los detalles del embarco. A las doce y media, estaban ya
transbordados los equipajes. Allí vi mezclados mil bultos de
todas las formas y tamaños; cajas enormes como vagones,
que podían contener un mobiliario entero; pequeñas maletas
de viaje de suma elegancia; sacos de formas caprichosas, y
maletas inglesas o americanas, notables por el lujo de sus
correas con múltiples hebillas, por el brillo de sus adornos
de cobre, y por sus gruesas fundas de tela sobre las cuales se
destacaban dos o tres grandes iniciales, hechas con abecedarios de hoja de lata. Pronto desapareció todo aquello en los
almacenes, es decir, en los depósitos del entre puente, y los
últimos obreros, conductores o guías, descendieron al tender
que se alejó después de haber ensuciado los costados del
Great-Eastern con las escorias de su humo.
Me volví a proa y de pronto me encontré frente a
frente con el joven que había visto en el muelle de
New-Prince. Al verme se detuvo y me tendió la mano, que
estrechó al instante, con efusión.
-¡Usted aquí, Fabián! - exclamé.
-En persona amigo mío.
-¿No me había equivocado? ¿Era pues, usted, el que vi
hace algunos días en el muelle?
-Tal vez, pero no recuerdo haberle visto.
-¿Va usted a América?
-Sí, ¿ Se pueden disfrutar algunos meses de licencia
mejor que corriendo el mundo?
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–¡Qué feliz casualidad lo ha hecho escoger el
Great-Eastern para dar ese paseo de turista!
-No ha sido una casualidad, querido, amigo. Leí en un
periódico que iba usted a tomar pasaje a bordo del
Great-Eastern, y como no nos habíamos visto lucía algunos
años, he embarcado en este buque para hacer el viaje juntos.
-¿Ha llegado usted de la India?
-En el Godavery, que me dejó anteayer en Liverpool.
-¿Y viaja usted, Fabián...? le pregunté observando su
pálido y triste semblante.
-Para distraerme, si puedo -respondió el capitán Fabián
Mac Elwing, estrechándome la mano con emoción.
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IV
Fabián se separó de mí para reconocer su alojamiento
en el camarote 37 de la serie del gran salón, número que tenía su billete. En aquel momento salían grandes remolinos
de humo por las anchas chimeneas del buque; oíase el estremecimiento de las calderas huta en el fondo de la nave; el
vapor ensordecía huyendo por los tubos de escape, y cayendo después sobre cubierta en forma de lluvia. Los remolinos
del agua anunciaban que se estaban probando las máquinas;
el ingeniero dio la señal de que tenía suficiente presión, y, en
una palabra, podíamos ya zarpar.
Ante, todo fue necesario levar el ancla. La marea subía
aún, y el Great-Eastern evitaba su empuje presentándole la
proa. Todo estaba dispuesto para bajar el río. El capitán
Anderson había debido escoger aquel momento para aparejar, pues la mucha eslora del Great-Eastern no le permitía
maniobrar en el Mersey. No siendo arrastrado por el reflujo,
sino al contrario, resistiéndole era más dueño de su buque y
estaba seguro de maniobrar hábilmente en medio de los
numerosos barcos que surcaban el río. El más pequeño cheque de aquel coloso hubiera ocasionado un desastre.
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Levar el ancla en aquellas condiciones exigía esfuerzos
considerables. En efecto, el steam-ship, impulsado por la corriente, estiraba las cadenas con que estaba amarrado: además un fuerte viento del Sudoeste que rompía en su mole
unía su acción a la del flujo, de suerte que era necesario emplear aparatos de gran potencia para arrancar las pesadas
áncoras de aquel cenagoso fondo. Un anchor-boat, especie de
buque destinado a estas operaciones, fue a recoger las cadenas; pero sus cabrestantes no fueron suficientes y hubo necesidad de servirse de los aparejos mecánicos con que
contaba el Great-Eastern.
Había en la proa una máquina de la fuerza de 70 caballos para izar las áncoras. Bastaba hacer pasar el vapor de las
calderas a aquellos cilindros para obtener inmediatamente,
una fuerza considerable que podía aplicarse directamente al
cabrestante, al cual estaban amarradas las cadenas. Así se
hizo. Pero por mucha que fuese su fuerza la máquina resultó
insuficiente, y fue preciso buscar otra ayuda. El capitán Anderson hizo encajar las palancas, y unos cincuenta hombres
de la tripulación fueron a virar el cabrestante.
El steam-ship empezó a espiar sobre sus anclas, pero con
mucha lentitud: los eslabones rechinaban trabajosamente en
los escobenes de la roda; y a mi juicio, se habría podido
disminuir el peso de las cadenas dando algunas vueltas a la
rueda y embragándolas así más fácilmente.
En aquel momento estaba yo en la proa con cierto número de pasajeros observando los detalles de la operación y
los progresos de la preparación para hacerse a la mar. Cerca
de mí, un viajero impacientado, sin duda por la lentitud de la
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maniobra se encogía de hombros a cada momento haciendo
chistes sobre la impotencia de la máquina. Era un hombre
pequeño, delgado, nervioso, de movimientos febriles, cuyos
ojos apenas se distinguían bajo los pliegues de sus párpados.
Un fisonomista hubiese comprendido a la primera ojeada
que la vida debía presentarse de color de rosa a aquel filósofo de la escuela de Demócrito, cuyos músculos cigomáticos
indispensables para la acción de la risa no permanecían jamás en reposo. En resumidas cuentas, como después tuve
ocasión de conocer, era un amable compañero de viaje.
-Señor - me dijo -, hasta ahora había creído que las máquinas estaban hechas para ayudar a los hombres y no los
hombres para ayudar a las máquinas.
Iba yo a responder a aquella justa observación, cuando
se oyeron grito. Mi interlocutor y yo corrimos a la proa y
vimos que todos los hombres que manejaban las palancas
habían sido derribados; unos se levantaban, otros yací aun
sobre el puente. Había saltado un piñón de la máquina; y el
cabrestante había girado en sentido inverso bajo la poderosa
acción de las cadenas. Los marineros, tomados de rechazo,
habían sido heridos con extraordinaria violencia en la cabeza
o en el pecho. Al saltar las palancas de los tomadores rotos,
a la manera de un metrallazo, acababan de matar a cuatro
marineros y de herir a doce. Entre estos últimos se contaba
el contramaestre, que era un escocés natural de Dundee.
Todos acudimos a auxiliarles. Los heridos fueron conducidos a la enfermería situada en la popa y se mandó desembarcar los cuatro cadáveres. Pero los anglosajones miran
con tal indiferencia la vida de las gentes, que aquel aconte22
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cimiento no produjo más que una mediana impresión a bordo. Para ellos, aquellos infortunados muertos o heridos no
eran más que los dientes de una rueda muy fáciles de reemplazar. Se hizo la señal para llamar de nuevo al tender que se
alejaba y que a los pocos minutos se acostaba al buque.
Me dirigí hacia la porta de mura. La escalera no se había
recogido aún. Los cuatro cadáveres, envueltos en mantas,
fueron bajados y colocados en el tender sobre cubierta. Uno
de los médicos de a bordo se embarcó a fin de acompañarlos hasta Liverpool, con el encargo de volver al Great-Eastern
lo antes posible. El tender se alejó al instante, y los marineros
se ocuparon en lavar las manchas de sangre que ensuciaban
la cubierta.
Un pasajero, ligeramente lesionado por el golpe de una
palanca se aprovechó de aquella circunstancia para volver a
tierra en el tender: ya no tenía confianza en el Great-Eastern.
Yo me puse a mirar cómo se alejaba el pequeño buque
a todo vapor, y al volverme hallé a mi compañero, el del
semblante irónico, que murmuraba de tras de mí:
-¡Buen principio de viaje!
-No empieza bien por ahora, señor –le respondí -. ¿A
quién tengo el honor de hablar?
-Al doctor Dean Pitferge.
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V
Reanudóse la operación. Con la ayuda del anchor–boat se
aminoró el peso de las cadenas, y las áncoras se desprendieron de su tenaz fondo. La una y cuarto daba en los relojes
de Birkenhead; la salida no podía retrasarse si había de aprovecharse la marea para que zarpara el steam-ship. El capitán y
el práctico subieron al puente colocóse un piloto junto al
aparato de señales de hélice y otro junto al de las ruedas; el
timonel se situó entre ambos y cerca de la pequeña rueda
destinada a mover el gobernalle. Por prudencia y por si fallaba la máquina de vapor, otros cuatro timoneles vigilaban
en la popa dispuestos a hacer maniobrar la rueda situada sobre los enjaretados. Great-Eastern estaba de proa a la corriente, de modo que sólo necesitaba ir contra las aguas para
descender por el río.
Di6se la señal de partir: las paletas azotaron lentamente
las primeras capas de agua la hélice giraba a la popa y el
enorme buque empezó a moverse.
Casi todos los viajeros contemplaban desde la toldilla el
doble paisaje erizado de chimeneas de fábricas, que presentaban a la derecha Liverpool y a la izquierda Birkenhead. El
Mersey, lleno de buques, los unos amarrados, los otros ba24
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jando o subiendo por él, sólo ofrecía a nuestro steam-ship
pasos sinuosos. Pero obediente al práctico, sensible a los
menores movimientos del timón, se deslizaba por los pasos
más estrechos, evolucionando como una ballenera a impulso
del remo de un vigoroso timonel. Hubo un momento en
que creí que íbamos a embestir a un velero de tres palos que
navegaba a través de la corriente y cuyo bauprés rozó el casco del Great-Eastern, pero se evitó el choque; y cuando desde
la cubierta de nuestro steam-ship contemplé aquel buque que
no tendría menos de setecientas u ochocientas toneladas,
me pareció uno de esos barquitos que los niños arrojan a los
estanques del «Green-Park» o de la «Serpentine–River».
Poco después el Great-Eastern llegaba a los muelles de
embarco de Liverpool. Los cuatro cañones que debían saludar a la ciudad enmudecieron por respeto a los muertos que
el tender desembarcaba en aquel momento; pero ¡vivas! formidables substituyeron a las detonaciones, que son la última
expresión de la cortesía nacional. Resonaron aplausos, se
levantaron los brazos, se agitaron pañuelos, con ese entusiasmo que los ingleses prodigan tanto a la partida de todo
buque aunque sólo sea una simple canoa que salga a pasear
por la bahía. ¡Y cómo respondían a aquellos saludos!
¡Cuántos ecos hallaron en los muelles! Millares de curiosos
coronaban las murallas de Liverpool y de Birkenhead. Innumerables botes cargados de espectadores hormigueaban
por el Mersey.
La tripulación del Lord-Clyde buque de guerra fondeado
en la dársena se encaramó a las vergas, saludando al gigante
con sus aclamaciones. Desde lo alto de las toldillas de los
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buques fondeados en el río, las músicas nos enviaban terribles armonías que el ruido de los hurras no podían dominar.
Izábanse y ariábanse incesantemente las banderas en honor
del Great-Eastern; pero bien pronto los gritos empezaron a
perderse en lontananza; nuestro steam–ship pasó junto al Trípoli, paquebote de la línea de Cunard, destinado al transporte
de emigrantes, y que a pesar de sus dos mil toneladas, parecía una lancha. Las casas hacíanse poco a poco más raras a
ambas orillas del río, y las chimeneas cesaron de obscurecer
el paisaje. El campo aparecía cortado por paredes de ladrillos, y se velan largas y uniformes hileras de viviendas de
obreros. Por último aparecieron las quintas, y en la margen
izquierda del Mersey, desde la Plataforma del faro y los flancos del bastión, algunos postreros hurras nos saludaron por
última vez.
A las tres el Great-Eastern había franqueado los canales
del Mersey y entrado en el de San Jorge. El viento del Sudoeste soplaba con violencia; nuestro pabellón, rígidamente
extendido, no presentaba ni un pliegue; el mar hinchaba ya
sus olas, pero el buque no lo sentía.
A las cuatro el capitán Anderson mandó parar El buque
en vista de que el tender forzaba su máquina para alcanzarnos. Volvía a su bordo el segundo médico del steam-ship. En
cuanto el tender atracó al Great–Eastern arrojaron desde éste
una escala de cuerda por la cual subió el Médico, no sin gran
trabajo. Nuestro práctico, más ágil que él, se deslizó por el
mismo camino hasta su canoa que lo esperaba llevando cada
remero un salvavidas. Y pocos momentos después llegó a
una pequeña y preciosa goleta que le aguardaba a sotavento.
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Emprendióse de nuevo la marcha. Al empuje de sus
ruedas y de su hélice se aceleró la velocidad del Great–Eastern
y, a pesar de ser el viento contrario, el buque no daba balances ni cabeceaba. Pronto las sombras cubrieron el mar, y las
costas del condado de Gales, limitadas por la punta de Holy-Head, se perdieron en la noche.
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VI
Al día siguiente, 27 de marzo, el Great–Eastern seguía
por estribor la costa occidental de Irlanda. Yo había escogido mi camarote de primera entre los de proa. Era una pequeña cámara muy bien alumbra por dos anchas portillas.
Una segunda hilera de camarotes la separaba del primer salón de proa de suerte, que ni el ruido de las conversaciones,
ni sonido de los pianos que no cesaban nunca a bordo, podían llegar a él. Era una choza aislada en el extremo de un
arrabal. Un canapé, una litera y un tocador constituían el
mobiliario.
A las siete de la mañana atravesé los dos primeros salones y subí a cubierta. Algunos pasajeros paseaban ya por ella.
Un balance casi imperceptible movía el steam-ship. Soplaba
una fuerte brisa pero no había mucho oleaje por impedirlo
la proximidad de la costa. Yo auguraba bien de aquella indiferencia del Great–Eastern.
Al llegar al smokin-room, divisé aquella larga extensión de
costa elegantemente perfilada cuya eterna verdura le ha valido el nombre, de «Costa esmeralda». Algunas casas solitarias,
un puesto de aduaneros, un penacho, de vapor blanco, señalando el paso de un tren entre las colinas; un semáforo
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aislado haciendo señales a los buques de alta mar, la animaban aquí y allá.
Entre la costa y nuestro buque el mar presenta un matiz
verde sucio, como si fuese una plancha machada de sulfato
de cobre, con irregularidad. El viento seguía fresco empujando algunas brumas con gran polvareda; numerosos buques, bricks o goletas destacaban en la ribera y los steamers
pasaban arrojando humo negro, mientras el Great-Eastern,
que todavía no se hallaba animado de una gran velocidad, los
adelantaba sin forzar las máquinas.
Al poco rato dimos vista a Queen’s-Town, puertecillo
de arribada ante el cual maniobraba una flotilla de pescadores. En este puerto es donde todo buque ya proceda de
América o de los mares del Sur, ya sea de vapor o de vela
transatlántico o buque mercante, suele dejar las valijas de la
correspondencia: un tren correo, siempre preparado, las lleva a Dublin en algunas horas. Allí las recoge un paquebote
que siempre está con la máquina encendida un steamer, «pur
sang» todo máquinas, verdadero haz de ruedas que pasa a
través de las olas, buque de corso, tan útil como el Gladiateur,
o la Fille de l’air, y las cartas, atravesando el estrecho con una
velocidad de diez y ocho millas por hora son llevadas a
Liverpool, de suerte, que la correspondencia adelanta así un
día a los más rápidos transatlánticos.
A las nueve, el Great-Eastern viró al ONO. Acababa yo
des bajar de la toldilla cuando se acercó a mí el capitán
Mac-Elwing. Le acompañaba uno de sus amigos; un hombre
de seis pies de estatura, rubio, cuyos largos bigotes perdidos
entre sus patillas, dejaban descubierta la barbilla siguiendo la
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moda de aquel tiempo. El recién llegado tenía el tipo de oficial inglés: llevaba la cabeza erguida pero sin altivez; su mirada era segura su aire desenvuelto, su andar desembarazado;
en una palabra su aspecto denotaba que poseía ese valor
bastante raro, que puede llamarse «valor sin cólera». No me
equivoqué acerca de su profesión.
-Mi amigo Archibaldo Corsican -me dijo Fabián –; capitán como yo en el 22 de línea del ejército de las Indias.
Hecha esta presentación, el capitán y yo nos saludamos.
-Ayer apenas nos vimos, mi querido Fabián -dije al capitán Mac–Elwing, estrechándole la mano -. Nos hallábamos
en el momento de la partida y sólo sé que nuestro encuentro
en el Great-Eastem no fue debido a la casualidad. Ya sabe que
si puedo serle útil en cualquier cosa referente a la determinación que ha toma o...
-Sin duda mi, querido camarada –me respondió Fabián
-. Cuando el capitán Corsican y yo llegamos a Liverpool con
objeto de tomar pasaje a bordo del China, de la línea Cunard,
supimos que el Great-Eastern iba a hacer una nueva travesía
entro Inglaterra y América; lo cual era una buena ocasión.
Supe que estaba usted a bordo y esto era para mí un placer.
No nos habíamos visto hacía tres años, después de nuestro
agradable viaje por las Estados escandinavos, y no vacilé un
instante; por eso el tender nos trajo ayer a su presencia.
-Creo, Fabián - la respondí -, que ni el capitán Corsican
ni usted se arrepentirán de su determinación. La travesía del
Atlántico en este, gran buque no puede dejar de ser interesante, aun para ustedes, por poco marinos que sean. Su última carta que aún no tiene seis semanas de fecha llevaba el
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sello de correos de Bombay; tenía pues, motivo para creer
que estaba usted en su regimiento.
-Estábamos en él hace tres semanas –respondió Fabián
-. Allí pasábamos esa existencia medio militar, medio campestre de los oficiales de la India durante la cual se organizan
más cacerías que razzias. Aquí tiene usted al capitán Archibaldo, que es ni temible destructor de tigres, el terror de la
jungla. Pero, aunque somos solteros y sin familia la añoranza
nos ha impu1ado a conceder algún descanso aquellos pobres
carnívoros de la península y venir: respirar algunas moléculas
del aire europeo. Hemos obtenido un año de licencia y por
el Mar Rojo, Suez y Francia hemos llegado con la rapidez de
un tren expreso a nuestra vieja Inglaterra.
-¡Nuestra vieja Inglaterra! -repuso sonriendo el capitán
Corsican -; ya no estarnos en ella Fabián, pues aun cuando el
buque sea inglés, está fletado por una compañía francesa y
nos lleva a América. Tres banderas diferentes ondean sobre
nuestras cabezas, y prueban que pisamos un suelo franco-anglo-americano.
–¿Qué importa? - respondió Fabián, arrugando la frente
cual si estuviese dominado por una impresión dolorosa -;
¿qué importa con tal que nuestra licencia vaya transcurriendo? El movimiento es la vida. ¡Cuán bueno es olvidar el pasado, y matar el presente contemplando siempre cosas
nuevas! Dentro de algunos días estaremos en Nueva York,
en donde abrazaré a mi hermana y a mis sobrinos, a quienes
no he visto hace muchos años. Después visitaremos los
grandes lagos; bajaremos por el Mississipí hasta Nueva Orleáns, y daremos una batida por el Amazonas. Desde Améri31
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ca pasaremos a Africa donde los leones y, los elefantes se
han dado cita en el Cabo para celebrar la llegada del capitán
Corsican, y, desde allí volveremos a imponer a los cipayos la
voluntad de la metrópoli.
Fabián hablaba con una volubilidad nerviosa, pero con
el pecho henchido de suspiros. Era indudable que amargaba
su vida alguna desgracia que yo ignoraba aún y que sus cartas
no me habían dejado traslucir. Pero me pareció que Archibaldo Corsican estaba al corriente de todo, pues demostraba
una gran amistad a Fabián, que era algo más joven que él;
parecía ser hermano mayor de Mac-Elwing, aquel arrogante
capitán que según las circunstancias podía llevar su lealtad
hasta el heroísmo.
En aquel momento interrumpió nuestra conversación el
sonido de la bocina de a bordo, tocada por un mofletudo
camarero, anunciando, con un cuarto de hora de anticipación, el lunch de las doce y media. Con gran satisfacción de
los viajeros, resonaba así su ronca bocina cuatro veces ú día:
a las ocho y media para el desayuno; a las doce y media para
el lunch, a las cuatro para la comida y a las siete, y media para
el te. En un momento quedaron desiertos los largos bulevares,
pues todo el mundo pasó al vasto salón, a donde fui también a tomar asiento junto a Fabián y el capitán Corsican.
Cuatro filas de mesas amueblaban aquel comedor, sobre
las cuales las botellas y los vasos, colocados en platillos especiales para evitar que el balance los volcara se mantenían fijos y perfectamente, perpendiculares. En el steam-ship no se
sentían las ondulaciones del mar, así es que los pasajeros,
hombres, mujeres y niños, pedían comer con toda tranquili32
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dad. Empezaron a circular los platos, muy bien presentados
y servidos por numerosos y atentos camareros, que suministraban a cada cual, con arreglo a lo que escribía en una
pequeña tarjeta ad hoc, los vinos y licores o Manjares que
debían pagarse aparte. Los californianos se distinguían por
su afición al champagne.
Una lavandera enriquecida en los lavaderos de San
Francisco, acompañada de su marido, antiguo aduanero, bebía «cliquot» de tres dollars la botella. Dos o tres jóvenes
«misses», pálidas y delicadas, devoraban tajadas de buey chorreando sangre. Largas «mistress» de colmillos marfileños,
vaciaban en pequeños vasos el contenido de muchos huevos
pasados por agua. Otras saboreaban con manifiesta fruición
tortas a1 ruibarbo o apio del desierto. Todos devoraban con
verdadero entusiasmo. Cualquiera se hubiera creído en un
restaurante de los bulevares, en pleno París y no en medio
del Océano.
Terminado el almuerzo, volvió a llenarse de gente la
cubierta. Los viajeros se saludaban al paso, o trababan conversación como en los paseos de Hyde–Park; los niños jugaban, corrían, lanzaban sus pelotas, rodaban sus aros, como
si estuvieran en el jardín de las Tullerías. La mayor parte de
los hombres fumaban paseando; las damas, sentadas en sillas
de tijeta trabajaban, leían o conversaban unas con otras; las
nodrizas y las ayas vigilaban a los pequeñuelos; algunos norteamericanos panzudos se columpiaban en sillones de balancín, y los oficiales del buque iban y venían, hacían sus
cuartos de guardia en los puentes, vigilaban la brújula o
contestaban a las preguntas, muchas veces ridículas, de los
33
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pasajeros. De vez en cuando se percibía a través del murmullo de la brisa el sonido de un órgano colocado en la cámara
de popa y los dulces acordes de tres pianos de Pleyel que se
hacían una deplorable competencia en los salones bajos.
A las tres resonaron estrepitosos hurras. Los pasajeros
invadieron las toldillas. El Great-Eastern se hallaba a dos cables de un paquebote al que había adelantado con facilidad.
Era el Propontis que navegaba con rumbo a Nueva York y
cuya tripulación nos saludó siendo enseguida contestado por
la nuestra.
A las cuatro y media se divisaba aún la tierra a tres millas a estribor, si bien con alguna dificultad a causa de un nublazón repentino. Pronto apareció una luz; era el faro de
Fastenet, colocado sobre una roca aislada. No tardó en cerrar la noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear,
última punta de la costa de Irlanda.
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VII
Ya he dicho que la longitud del Great-Eastern pasaba de
dos hectómetros. Para satisfacción de los que son aficionados a comparaciones, añadiré que es un tercio más largo que
el puente de las Artes. No hubiera podido, por lo tanto,
evolucionar en el Sena; y dado su calado no flotaría más de
lo que flota el puente de las Artes. En realidad, el steam-ship
mide doscientos siete metros y medio en la línea de flotación, entre sus perpendiculares, y doscientos diez metros
veinticinco centímetros de popa a proa en la cubierta superior, es decir, que su longitud es doble que la de los mayores
vapores transatlánticos. Su anchura alcanza veinticinco metros treinta centímetros de mura a mura y treinta y seis metros sesenta y cinco centímetros hasta fuera de los tambores.
El casco del Great-Eastern está hecho a prueba de los más
formidables golpes de mar: es doble y lo forman un conjunto de celdillas de ochenta y seis centímetros de altura.
Además, trece compartimentos separados por otros estancados, aumentaban su seguridad, tanto desde el punto de
vista de las vías de agua como de los incendios. Diez mil toneladas de hierro se invirtieron en la construcción del casco,
y tres millones de clavos remachados aseguraban la perfecta
ensambladura de las tablas de sus costados.
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El Great-Eastern desplaza veintiocho mil quinientas toneladas cuando cala treinta pies. Alijado, no cala más que
seis metros y diez centímetros. Puede transportar diez mil
pasajeros. De las trescientas setenta y tres cabeceras de partido del censo de Francia doscientas setenta y cuatro están
menos pobladas o que lo estaría esta subprefectura flotante,
si llevase el máximo de pasajeros.
Las líneas del Great-Eastern son muy largas. Su erguida
roda tiene varios escobenes por donde pasan las cadenas de
las áncoras; su proa muy aguda no presenta huecos ni sinuosidades, de suerte que es perfecta; su popa redonda y algo
caída desluce un poco el conjunto. Sobre su cubierta se elevan seis palos y cinco chimeneas. Los tres primeros, o sean
los de proa son el «fore–gigger» y el «fore-mast», ambos palos de trinquete, y el «main-mast» o palo mayor. Los tres de
popa se llaman «after-main-mast», «mizene-mast» y «after–
gigger». El «fore-mast» y el «main-mast» llevan cangreja,
gabias y juanetes, y los otros cuatro sólo velas triangulares,
formando el conjunto cinco mil cuatrocientos metros cuadrados de excelente lona de la fábrica real de Edimburgo. Sobre
las espaciosas cofas del segundo y tercer palo, podría maniobrar cómodamente una compañía de soldados. De éstos
seis palos, sostenidos por obenques y brandales metálicos, el
segundo, el tercero y el cuarto están hechos de palastro claveteado, verdaderas obras maestras de calderería. En la fogonadura miden un metro y diez centímetros de diámetro, y
el mayor, el «main-mast», tiene doscientos siete pies franceses de altura mucho más que las torres de Nuestra Señora.
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En cuanto a las chimeneas, las dos colocadas delante de
los tambores, corresponden a la máquina de ruedas, las otras
tres a la de hélice; y son enormes cilindros de treinta metros
y medio de altura sujetos por cadenas.
En el interior del Great-Eastern la distribución está perfectamente entendida. Lleva a proa los lavaderos de vapor y
los departamentos para la tripulación; a éstos sigue una cámara de señora y un gran salón adornado con lámparas, espejos y pinturas.
Estas magníficas piezas reciben la luz del día por claraboyas laterales sostenidas por elegantes columnatas doradas,
y comunican con el puente, superior por anchas escaleras
con peldaños de metal y pasamanos de caoba. Delante hay
dispuestas cuatro filas de camarotes separadas por un pasadizo; unos se comunican por medio de una meseta y otros
están situados en el piso inferior y se baja a ellos por una
escalera especial.
Los tres vastos «dinning-rooms» de la popa presentan
igual disposición para los camarotes. Desde los salones de
proa a los de popa se pasa por unos corredores embaldosados, que dan la vuelta a la máquina de ruedas, entre sus paredes forradas de palastro y la repostería de a bordo.
Las máquinas del Great-Eastern están consideradas como
obras maestras... iba a decir de relojería. Causan verdadero,
asombro aquellas enormes ruedas funcionando con la precisión y suavidad de un cronómetro. La fuerza nominal de la
máquina de ruedas es de mil caballos. Esta máquina se compone de cuatro cilindros oscilantes, de dos metros veintiséis
de diámetro, unidos dos a dos, y cuyos émbolos, directa37
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mente articulados a las bielas, desarrollan 4’27 metros de
carrera. La presión media es de veinte libras por pulgada
cerca de un kilogramo sesenta y seis gramos por centímetro
cuadrado, o sea, una atmósfera y dos tercios. La superficie,
de calor de las cuatro calderas reunidas es de 780 metros
cuadrados. Aquella «enginepadale» marcha con una calma
majestuosa: su excéntrica; arrastrada por el árbol de movimiento, parece elevarse como un globo, y puede dar doce
revoluciones por minuto, y contrasta singularmente con la
máquina de la hélice rápida y más veloz, impulsada por la
fuerza de sus 1.600 caballos de vapor.
Este «enginescrew» tiene cuatro cilindros fijos y horizontales y unidos de dos en dos, y sus émbolos, cuya carrera
es de 1’24 metros, actúan directamente sobre el árbol de la
hélice. Bajo la presión producida por sus seis calderas, cuyos
hornos tienen una superficie, de calefacción de 1.175 metros
cuadrados, la hélice, que pesa 60 toneladas, puede hacer
hasta cuarenta y ocho revoluciones por minuto; pero entonces, jadeante, oprimida desatentada esta máquina vertiginosa
se desboca por decirlo así, y sus largos cilindros parecen atacarse a golpes del émbolo, como dos enormes jabalíes.
Aparte esto, el Great-Eastern posee seis máquinas auxiliares para las diferentes faenas del buque y los cabrestantes. El
vapor, como se ve, hace a bordo un papel importante en
todas las maniobras.
Tal es este, steam-ship sin igual, que se distingue entre todos, lo cual no ha impedido que un capitán francés escribiese un día en su diario de a bordo esta nota: «Encontrado un
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buque de seis palos y cinco chimeneas; supongo que es el
Great-Eastern».
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VIII
La noche del miércoles al jueves fue muy mala. Mi litera
sufrió balances tremendos, y tuve que apoyar las rodillas y
los codos contra los barrotes de seguridad; los sacos y maletas rodaban de un lado a otro; oíase un estrépito desusado
en el salón inmediato, en el cual había doscientos o trescientos bultos, colocados allí provisionalmente, que chocaban ruidosamente contra los bancos y las mesa; golpeaban
las puertas; los tabiques y mamparas crujían; vasos y botellas
danzaban en sus móviles suspensiones, y la vajilla se hacía
añicos en el suelo. Yo oí las sacudidas irregulares de la hélice
y los golpes dé las ruedas que alternativamente se sumergían
y azotaban el aire con sus paletas. Por todos estos síntomas
comprendí que el viento había refrescado y que el steam-ship
no permanecía insensible a las olas que lo tomaban al sesgo.
Después de una noche de insomnio, me levanté a las
seis de la mañana y agarrado de una mano mi litera, me vestí
con la otra como pude; pero, sin un punto de apoyo, no
hubiera podido mantenerme en pie, y tuve que luchar seriamente, con mi levita para ponérmela. Salí luego del camarote
y atravesé el salón contiguo, teniendo que ayudarme con
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pies y manos para salir del baturrillo de fardos. Subí la escalera de rodillas como un labriego romano trepara por las
gradas de la «Scala santa de Poncio Pilatos», y al fin llegué a
la cubierta donde me así vigorosamente al garfio de un torno.
Ya no había tierra a la vista: habíamos doblado por la
noche el cabo Clear. En torno nuestro sólo se veía esa vasta
circunferencia trazada por la línea del agua en el fondo del
cielo azul. Grandes olas de color de pizarra que no llegaban
a romperse hinchaban el mar. El Great-Eastern, tomado de
través y sin llevar orientada ninguna vela que lo sostuviera
daba horribles bandazos. Sus palos, describían en el espacio
inmensos arcos de círculo, como si fueran enormes puntas
de compás. El cabeceo era apenas perceptible es cierto, pero
los balances me impedían tenerme en pie. El oficial de
cuarto, agarrado al puentecillo en que estaba parecía mecerse
como en un columpio.
De garfio en garfio, conseguí ganar el tambor de estribor. Cuando me disponía a aproximarme a uno de Iba
puntales de la pasarela tendida de rueda a rueda que la niebla
habla puesto en extremo resbaladiza un cuerpo llegó rodando a mis pies. Era el doctor Dean Pitferge. Aquel ente original se puso de rodillas y mirándome, dijo:
-Esto va bien. La amplitud del arco descrito por los
costados del Great-Eastern es de cuarenta grados, veinte de
elevación y veinte de depresión.
-¿De veras? -exclamé riendo, no de la observación, sino
por la ocasión en que se hacía.
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-De veras -repitió el doctor -. Durante la oscilación, la
velocidad de la arboladura es de un metro setecientos cuarenta y cuatro milímetros por segundo. Un buque transatlántico, que es la mitad menos ancho, no invierte m1s que
ese tiempo en caer de una a otra borda.
-Entonces -le contestó – puesto que el Great–Eastern
recobra tan pronto su perpendicular, debe tener exceso de
estabilidad.
-Para él sí, pero no para los pasajeros –repuso lastimeramente, Dean Pitferge -; pues, como ve usted, éstos toman
la horizontal más deprisa de lo que quisieran.
El doctor se levantó, muy satisfecho de su chiste, y ambos, sosteniéndonos mútuamente, pudimos llegar a uno de
los bancos de la toldilla. Pitferge sólo había recibido algunas
rozaduras y yo lo felicité por0ello, pues podía haberse roto
la cabeza.
-¡Oh, esto no acabará aquí! –agregó -; no pasará mucho
tiempo sin que nos suceda alguna desgracia.
-¿A nosotros?
-Al steam-ship, y, por consiguiente, a mi, a usted y a todos los pasajeros.
-Si habla usted en serio -le pregunté -, ¿por qué se ha
embarcado?
-Porque no me disgustaría naufragar -respondió el
doctor con gran flema.
-¿Y es ésta la primera vez que navega usted en el
Great-Eastern?
-No: he hecho ya muchas travesías... por curiosidad.
-Entonces, no debe usted quejarse.
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-No me quejo: hago constar los hechos y espero con
impaciencia la hora de la catástrofe.
¿ Se burlaba el doctor de mí? Yo no sabía qué pensar.
Sus ojillos me parecían muy irónicos, y quise saber a qué
atenerme.
-Doctor -le dije -, ignoro en qué funda usted sus horrorosos pronósticos, pero permítame recordarle que el
Great-Eastern ha atravesado veinte, veces el Atlántico y siempre sin graves contratiempos.
-No importa -respondió Pitferge. Este buque está «hechizado», para emplear la frase vulgar, y no se librará de su
sino; y el que lo sabe no se fía de él. Recuerde usted, si no
cuántas dificultades hallaron sus ingenieros para botarlo al
agua. Más fácil hubiera sido lanzar al mar el hospita1 de
Greenwich. Yo creo que el mismo Brunel que lo construyó,
murió de resultas de la operación, como decimos los médicos.
-¿Es usted, acaso, materialista doctor?
-¿A qué viene esa pregunta?
-La hago, porque observo que muchos que no creen en
Dios, creen en todo lo demás, hasta en el mal de ojo.
-Búrlese usted, amigo, pero déjeme, proseguir mis argumentos -repuso el doctor -. El Great-Eastern ha arruinado
ya a dos compañías. Construido para transporte de emigrantes y de mercancías a Australia, no ha ido a la Australia...
Combinado para aventajar en velocidad a algunos paquebotes transoceánicos, ha quedado muy inferior a ellos.
-De ahí -dije -se deduce que...
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-Espere -contestó el doctor -. Uno de los capitanes del
Great-Eastern se ha ahogado ya y era de los más hábiles, pues
sabia cortar las olas de modo que evitaba estos insoportables
balances.
-Debemos deplorar la muerte de ese hombre tan hábil,
y eso es todo.
-Además -siguió Pitferge sin hacer caso dé mi incredulidad -; se cuentan ciertas historias acerca de este vapor. Dícese que un pasajero que se había extraviado en sus
profundidades como un explorador en los bosques de América no ha sido hallado aún.
-¡Ah! - exclamé irónicamente -; ¡eso ya es algo!
-Cuentan también -prosiguió el doctor -, que durante la
construcción de las calderas un mecánico quedó soldado,
por descuido, dentro de una de ellas.
-¡Bravo! – exclamé -. ¡Un maquinista soldado! E ben trovato. ¿Y usted cree esto, doctor?
-Lo que yo creó - me respondió Pitferge -, es que
nuestro viaje ha comenzado mal y acabará peor.
-Pero el Great-Eastern es un buque sólido y de construcción tan perfecta que le permite resistir como una roca y
desafiar los mares más borrascosos.
-No dudo de su solidez -repuso el doctor -; pero déjele
caer en el hueco de las olas, y verá si se levanta. Es un gigante cuya fuerza no está proporcionada a su talla. Las máquinas son demasiado débiles para él. ¿Ha oído usted hablar
de su decimonono viaje, entre Liverpool y Nueva York?
-No, doctor.
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-Pues bien, yo estaba a bordo. Habíamos salido de
Liverpool el 10 de diciembre, un martes. Los pasajeros eran
numerosos y todos llenos de confianza. Mientras estuvimos
al abrigo de las olas a lo largo de la costa de Irlanda todo fue
muy bien: ni balances, ni enfermos, ni mareos. A la mañana
siguiente continuó la misma indiferencia respecto al mar, la
misma satisfacción entre los pasajeros; pero, a mediodía el
viento refrescó. Las olas de alta mar nos embistieron al sesgo, el Great-Eastern empezó a dar bandazos, y todos los pasajeros, así hombres como mujeres, se encerraron en sus
camarotes. A las cuatro de la tarde el viento era tempestuoso
: los muebles empezaron a danzar y un servidor de usted
hizo añicos con una cabezada uno de los espejos del salón.
La vajilla se hizo pedazos también. ¡Qué estrépito infernal!
Un golpe de mar arrancó ocho lanchas de sus pescantes. En
aquel momento se agravó la situación: hubo que parar la
máquina de ruedas; pues un enorme trozo de plomo, desprendido a impulso de los balances, iba. a introducirse entre
sus engranajes. Sin embargo, seguimos navegando a impulso
da la hélice. Volvieron a funcionar las ruedas a media velocidad; pero una de ellas, durante su descanso, se había falseado y sus rayos y paletas rozaban el casco del buque. Fue
necesario detener de nuevo la máquina y contentarnos con
la hélice para mantenernos a la capa. ¡Qué noche tan horrible! La tempestad había redoblado. El Great-Eastern había
caído en el hueco de las olas y no podía levantarse. Al romper el día no quedaba ni un solo herraje de las ruedas: se largaron algunas velas para maniobrar y levantar el buque pero
el huracán las echó a volar como cometas. La confusión fue
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indescriptible. Las cadenas arrancadas de su sitio rodaban de
una banda a la otra: se hundió el piso de una cuadra y cayó
una vaca en la cámara de señoras, a través de la escotilla.
Nueva desgracia: se rompió la caña del timón, quedando el
buque sin gobierno. Poco después se oyeron choques espantosos : era un depósito de aceite, que pesaba tres mil kilos, cuyas amarras se habían roto y que rodando por el
entrepuente, chocaba alternativamente contra los costados
interiores, que parecía iba a derribarlos. Pasó el sábado en
medio de un terror general, pues continuábamos en. el hueco, de las olas, y hasta el domingo no empezó a calmar el
viento. Un ingeniero americano, que iba como pasajero, logró amarrar algunas cadenas al azafrán del timón, y maniobrando poco a poco. logró levantar el Great-Eastern; ocho
días después de haber salido de Liverpool, entrábamos de
arribada en Queen’s Town. ¿Quién sabe, señor, dónde estaremos dentro de ocho días?
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IX
Fuerza es confesarlo; lo dicho por el doctor Dean Pitferge no era tranquilizador, y si los pasajeros la hubiesen
oído, se habrían estremecido de seguro. Pero, ¿se burlaba o
hablaba en serio? ¿Era cierto que seguía al Great-Eastern en
todas sus travesías para asistir a una catástrofe? Todo es posible tratándose de un extravagante, sobre todo si es inglés.
Pero el buque continuaba su ruta balanceándose como
un bote y siguiendo sin desviarse la línea loxodrómica de los
buques de vapor. Ya se sabe que en una superficie plana el
camino más corto de un punto a otro es la línea recta: en la
esfera es la línea curva formada por la circunferencia de los
círculos máximos.
Los buques de vapor, para abreviar su travesía tienen
interés en seguir dicha curva, pero los de vela no pueden
guardarla cuando tienen viento contrario. Unicamente los
steamers, son dueños de seguir rigurosamente los círculos
máximos, y esto fue lo que hizo el Great-Eastern, remontando un poco hacia el Noroeste.
Los balances continuaban. El horrible mareo, que es
contagioso y epidémico, hacia rápidos progresos. Algunos
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pasajeros, pálidos, exangües, con las narices afiladas y las
mejillas hundidas, permanecían aún sobre cubierta para respirar el aire libre. La mayor parte de ellos estaban furiosos
contra el desdichado steam-ship, que se portaba como una
boya y contra la Sociedad de Fletadores, en cuyos prospectos
decía que el «mareo era desconocido a bordo».
A las nueve de la mañana se divisó un objeto a tres millas a babor. ¿Era un cadáver, el esqueleto de una ballena o
de un buque? No podía aún verse. Un grupo de pasajeros
válidos, reunidos sobre la toldilla de proa observaban aquel
bulto que flotaba a trescientas millas de la costa más inmediata.
El Great-Eastern avanzaba hacia aquel objeto, sobre el
cual asestaba todo el mundo sus anteojos. Los comentarios
aumentaban; entre los americanos y los ingleses, para quienes todo pretexto de disputa es bueno, empezaban las
apuestas. En medio de aquellos furibundos porfiadores, reparé en un hombre de elevada estatura cuya fisonomía me
chocó, porque se observaban en ella signos inequívocos de
la mayor doblez. Aquel individuo tenía estereotipado en todas sus facciones un sentimiento de odio, que no podía escapar ni a los fisonomistas ni a los fisiólogos; una arruga
vertical y profunda partía de su frente; su mirada era audaz y
a la vez penetrante, las cejas juntas, los hombros levantados,
la cabeza alta en fin, todos los indicios de: una gran impudencia unida a la mayor truhanería. ¿Quién era aquel hombre? Lo ignoraba pero me fue antipático. Hablaba siempre
en alta voz, y con un acento que parecía un insulto. Algunos
acólitos dignos de él, celebraban sus chistes de mal gusto.
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Aquel personaje sostenía que lo que se veía era una ballena y
apoyaba su opinión con apuestas considerables, que inmediatamente eran aceptadas.
Estas apuestas ascendían ya a algunos miles de dollars y
las perdió al fin, pues aquel objeto era el casco de un buque.
El steam-ship se acercaba rápidamente a él, y ya se veía el sobre verdoso de su forro. Era un brikbarca desarbolado y
tumbado sobre uno de sus costados. Debía desplazar quinientas o seiscientas toneladas. De sus obenques pendían
trozos de cadena.
¿Había sido abandonado aquel buque por su tripulación? Tal era la cuestión, o como dicen los ingleses, la great
attraction del momento. No se veía a nadie sobre aquel casco.
¿Se habrían refugiado los náufragos en su interior? Con ayuda de mi anteojo, vi al cabo de un rato algo que se movía
hacia la proa del buque; pero pronto conocí que era el resto
de un foque que el viento agitaba.
A media milla de distancia todos los detalles de aquel
casco fueron visibles. Era nuevo y estaba bien conservado:
su cargamento, que se había corrido a impulso del huracán,
le obligaba a permanecer sobre la banda de estribor. Era
indudable que aquel buque había tenido que sacrificar en un
momento crítico su arboladura. El Great-Eastern se aproximó
a él y le dio la vuelta anunciando su presencia con innumerables silbidos que desgarraban el aire; pero el casco permanecía mudo e inanimado. En toda aquella extensión de mar
hasta el horizonte no se veía nada; en los costados del buque
náufrago no había ni una lancha.
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La tripulación había tenido sin duda tiempo de salir: pero, ¿le fue posible llegar a tierra que estaba a trescientas millas de distancia? ¿Habrían podido resistir dos frágiles canoas
el ímpetu de las olas, que tan horriblemente balanceaban al
Great-Eastern? ¿A qué fecha se remontaría aquella catástrofe?
A juzgar por los tiempos reinantes, no había que buscar muy
lejos, al Oeste, el teatro del naufragio ¿No hacía ya mucho
tiempo que aquel casco derivaba a impulso de la corriente y
del viento? Todas estas preguntas debían quedar sin respuesta.
Cuando el vapor pasó junto al buque náufrago, leí distintamente en su espejo de popa el nombre de Lérida pero
no estaba indicada su matrícula. Por su forma por su airoso
corte, por el aspecto particular de su estrave, los marineros
aseguraron que era de construcción americana.
Un buque mercante, un barco de guerra no hubiera titubeado, en remolcar aquel casco, que sin duda encerraba un
cargamento valioso. Sabido es que en tales casos, las ordenanzas marítimas conceden al salvador del buque la tercera
parte de su valor; pero el Great-Eastern, encargado de un servicio regular, no podía remolcar aquellos restos durante millares de millas. Volver atrás para conducirle al puerto más
cercano era igualmente imposible. Fue preciso, por lo tanto,
abandonarlo, con gran disgusto de los marineros, y, al poco
rato, aquel casco no fue más que un punto imperceptible
que desapareció en el horizonte. El grupo de pasajeros se
dispersó, volviendo los unos al salón, otros a los camarotes.
La bocina que dio al poco rato la señal del lunch no logró
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despertar a cuantos dormían o estaban abatidos por el marco.
Al mediodía el capitán Anderson dispuso que se colocasen las dos gavias y el trinquete, y el buque mejor apoyado
de esta manera balanceó menos. Los marineros trataron de
orientar la cangreja arrollada a su verga con arreglo a un
nuevo sistema; pero el sistema debía ser demasiado bueno,
pues la vela no pudo aprovecharse en todo el viaje.
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X
A pesar de los movimientos desordenados del buque la
vida de a bordo se iba agonizando. Para un anglosajón, nada
hay más fácil: el paquebote es su barrio, su calle su habitación que se movía y estaban como en su casa. El francés,
por el contrario, siempre parece que viaja cuando viaja.
Cuando el tiempo lo permitía la multitud afluía a las anchas calles de la cubierta. Todos aquellos paseantes, que
conservaban la perpendicular a pesar de los balances, parecían beodos a quienes la embriaguez hubiese producido en
un mismo instante el mismo modo de andar. Cuando los
pasajeros no subían a cubierta permanecían ya en las cámaras particulares, ya en el gran salón, donde se entretenían
oyendo las ruidosas armonías de los pianos. Preciso es confesar que aquellos instrumentos, tan borrascosos como el mar,
no hubieran permitido a todo un Listz dar pruebas de su
talento. Los bajos faltaban cuando el are se inclinaba a babor
y los tiples cuando a estribor, produciendo claros en la armonía y vacíos en la melodía; pero esto no preocupaba gran
cosa a los sajones. Entre aquellos aficionados, me llamó la
atención una mujer alta y flaca que debía ser muy inteligente
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en música. En efecto, para facilitar la lectura de las piezas
que ejecutaba habla señalado todas las notas con un número,
y todas las teclas del piano con otro número correspondiente. Si la nota estaba señalada con el 27, tocaba la tecla 27
y si aquella llevaba el 53 pulsaba Ja tecla 53, sin preocuparse
del ruido que producía en torno de ella ni del estrépito de
otros pianos que resonaban en los salones vecinos, ni de los
importunos chiquillos que iban a destruir los acordes descargando puñetazos en las octavas libres del teclado.
Durante el concierto, los concurrentes leían los libros
esparcidos por las mesas. Si uno de ellos tropezaba con un
pasaje interesante, lo leía en voz alta mientras su auditorio le
escuchaba complacido y lo saludaba con un murmullo de
aprobación. En los divanes había una porción de esos periódicos ingleses o americanos que parecen viejos, aunque
no se cortan jamás. La operación de desdoblar aquellos inmensos pliegos es incómoda puesto que extendidos ocuparían una superficie de muchos metros cuadrados; pero está
de moda no cortarlos, y no se cortan. Un día tuve la paciencia de leer el New-York Herald en tales condiciones, y leerlo
de cabo a rabo; pero júzguese si quedaría recompensado mi
trabajo al hallar este, anuncio: «M. X..., ruega a la bella miss
Z, a quien encontró ayer en el ómnibus de la calle veinticinco, se sirva pasar a verlo al cuarto núm. 17 del hotel San Nicolás, pues desea tratar con ella de matrimonio». ¿ Qué hizo
la bella miss Z? No quise saberlo.
Pasé toda aquella tarde en el salón principal observando
y charlando. La conversación no podía dejar de ser intere-
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sante, pues mi amigo Dean Pitferge, había venido a sentarse
a mi lado.
-¿Está usted mejor de su caída? -le pregunté.
–Perfectamente -me respondió -. Pero esto no marcha.
-¿Qué es lo que no marcha? ¿Usted?
-No, el buque. Las calderas de la hélice funcionan mal.
No hay suficiente, presión.
–¿Desea usted llegar pronto a Nueva York?
–Nada de eso. Hablo como mecánico solamente. Me
hallo muy a gusto aquí, y sentiría de veras separarme de esa
colección de seres originales, que la casualidad ha reunido a
bordo... para mi entretenimiento.
–¡De seres originales! -exclamé, mirando a los viajeros
que afluían al salón -. ¡Pero si toda esa gente se parece!
-¡Bah! - exclamó el doctor -; se ve que no los conoce
usted muy bien. La especie es la misma convengo en ello,
pero, ¡cuánta variedad existe! Considérela en ese grupo de
despreocupados, que tienen las piernas extendidas sobre los
divanes y el sombrero encasquetado. Esos son yankees, pero
de pura raza de los pequeños Estados del Maine, de Vermont o de Connecticut, productos de la Nueva Inglaterra
hombres de inteligencia y de acción; un poco sometidos a la
influencia de los reverendos, pero que estornudan sin volver
la cara. ¡Ah! amigo mío, ésos son verdaderos sajones de naturaleza a propósito para el lucro. Encierre usted dos yankees en una habitación, y al cabo de una hora uno de ellos
habrá ganado diez dollars al otro.
-No le pregunto cómo -respondí riendo -; pero con
ellos veo: un hombrecillo que se mueve como una veleta
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vestido con un largo gabán y un pantalón negro algo corto.
¿Quién es ese señor?
-Es un ministro, protestante; un hombre considerable de
Massachusetts y que va a reunirse con su mujer, una ex institutriz, muy comprometida en un proceso célebre.
-¿Y aquel otro alto y sombrío, que parece hallarse absorto en sus cálculos?
-Ese hombre, calcula en efecto - dijo el doctor -. Calcula siempre.
_¿ Problemas ?
-Yo : sobre su fortuna. Es un hombre, considerable. A
toda hora sabe lo que posee, hasta el último centavo. Es tan
rico que, en Nueva York, un barrio entero está construido
en terrenos de su propiedad. Hace un instante poseía
1,625,367 dollars; mas ahora sólo le queda 1.625.366 dollars
y un cuarto.
-¿Y por qué esa diferencia en su fortuna?
-Porque acaba de fumarse un cigarro de treinta sueldos.
Las salidas del doctor Dean Pitferge, me hacían mucha
gracia. Le señalé otro grupo reunido en otro punto del salón.
-Aquéllos -me dijo, -son habitantes del Far–West. El
más corpulento, que parece el primer pasante de un abogado, es un hombre considerable el gobernador del Banco de
Chicago. Lleva siempre debajo del brazo un álbum, con vistas de su querida ciudad. Está orgulloso de ella y con razón:
¡una ciudad fundada en 1836 en un desierto, y que cuenta
hoy con cuatro mil almas, incluso la suya! ¿Y no ve, usted
junto a él una pareja californiana? La joven es delicada y en55
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cantadora el marido demacrado, en extremo, es antiguo mozo de labranza que cierto día se puso a labrar pepitas de oro.
Ese personaje...
-Es un hombre considerable - dije yo.
-Exacto - contestó el doctor -, como que su capital se
cuenta por millones.
-¿Y ese: individuo alto, que mueve sin cesar la cabeza de
arriba abajo como un negro de reloj?
-Ese personaje - respondió el doctor -en el célebre Cokburn de Rochester, el estadístico universal, que lo ha pesado y medido todo, que ha calculado todas las dosis, que lo
ha contado todo. Interrogue usted a ese inofensivo maniático. Él le dirá cuánto pan ha comido en toda su vida un
hombre de cincuenta años y el número de metros cúbicos
de aire que ha respirado. Él le dirá cuantos volúmenes en
cuarto llenarían las palabras de un abogado de Temple Bar, y
cuántas millas camina diariamente un cartero llevando sólo,
cartas amorosas. Él le dirá el número de viudas que pasan en
una hora por el puente de Londres, y cuál sería la altura de
una pirámide construida con los sandwiches consumidos
anualmente por los ciudadanos de la Unión. Él le dirá....
El doctor, lanzado a toda velocidad, hubiera continuado
si otros personajes que desfilaron por delante de nosotros
no le hubieran interesado. ¡Qué tipos tan diversos entre
aquella multitud de pasajeros! Pero ni un desocupado, pues
no se pasa de un continente a otro sin motivos serios. La
mayor parte iba a buscar fortuna sin duda a aquella tierra
americana olvidando que a los veinte años un yankee se ha
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hecho ya una posición, y que a los veinticinco es demasiado
viejo para entrar en lucha.
Entre aquellos buscadores, inventores y buscavidas, me
indicó el doctor Dean Pitferge algunos muy interesantes,
como por ejemplo, un sabio químico, un rival del doctor
Liebig, que pretendía había encontrado el modo de condensar todos los elementos nutritivos de un buey en una pastilla
de carne del tamaño de un peso, e iba a acuñar monedas
con los rumiantes de las Pampas; –otro inventor de un
motor portátil, un caballo de vapor que llevaba encerrado en
una caja de reloj –, corría a explotar su privilegio de invención a la Nueva Inglaterra; otro, francés, de la calle Chapon,
llevaba treinta mil muñecas de cartón, que decían «papá» con
acento americano y no dudaba que tenía hecha ya su fortuna.
Y sin contar aquellos entes originales, ¡cuántos otros
había cuyos secretos no podía suponerse! Quizá entre ellos
había algún cajero que iba huyendo de una caja vacía, mientras que algún detective, fingiéndose amigo suyo, esperaba
tan sólo que el Great-Eastern llegase a Nueva York para
echarle mano. Tal vez podría reconocerse entre aquella muchedumbre alguno de esos emprendedores de negocios
clandestinos y nada limpios, que hallan siempre accionistas
crédulos, aun cuando el negocio se titule Compañía oceánicA
para alumbrado por gas de la Polinesia o sociedad general de los carbones incombustibles.
En aquel momento me distrajo la entrada de una joven
parejo, que parecía invadida de un prematuro aburrimiento.
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-Esos son peruanos -me dijo el doctor -, casados hace
un año; van paseando su luna de miel por todo el mundo.
Salieron de Lima la noche de bodas; se adoraron en el Japón, se amaron en Australia se toleraron en Francia; riñeron
en Inglaterra y probablemente se separarán en América.
-Y, ¿quién es ese hombre alto y de altivo porte que entra en este momento? Con su negro bigote parece un militar.
-Es un mormón - me respondió el doctor -; un elder,
Mr. Hatch, uno de los grandes predicadores de la Ciudad de
los Santos. ¡Qué buen tipo! Repare usted en su arrogante
mirada en esa fisonomía digna en ese continente tan distinto
de los yankees. Mister Hatch, regresa de Alemania y de Inglaterra donde ha predicado el mormonismo con buen resultado, puesto que esa secta cuenta en Europa con muchos
adeptos; a quienes permite conformarse con las leyes de todos los países.
-Yo creía que en Europa estaba prohibida la poligamia.
-Sin duda pero no crea usted que la poligamia sea obligatoria para los mormones. Briggam Young tenía un harén,
porque así le convenía; pero no todos sus adeptos lo imitan
en las orillas del lago Salado.
-¡Caramba! ¿Y mister Hatch?
-Mister Hatch sólo tiene -una esposa y aun le parece
demasiado. Además, ya nos explicará su sistema en una conferencia que dará una noche de éstas.
-Se llenará el salón - dijo yo.
-Sí - respondió Pitferge -, si el juego no le quita el auditorio. Ya sabe usted que se juega en la cámara de proa: allí
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hay un inglés de figura aviesa y desagradable que según creo,
dirige esa turba de jugadores. Es un canalla de la peor especie. ¿Ha reparado en él?
Algunos pormenores que añadió el doctor, me hicieron
recordar el individuo que aquella mañana se señaló por sus
apuestas. Mis sospechas no me habían engañado. Dean Pitferge me hizo saber que se llamaba Enrique Drake, hijo de
un negociante de Calcuta jugador, libertino, duelista y casi
arruinado, que iba probablemente a América a probar una
vida de aventuras.
-Esas gentes - añadió el doctor -, encuentran siempre
aduladores que les estimulan, y ése tiene ya su círculo de pillos, del cual forma el punto céntrico. Entre ellos está un
hombrecillo bajo, de cara redonda, nariz chata labios gruesos y con anteojos de oro, que debe, ser un judío alemán
injerto de bordelés. Se titula doctor, y dice que va a Quebec,
pero me parece, un farsante de baja estofa y un admirador
de Drake.
Dean Pitferge, que pasaba con facilidad de un asunto a
otro, me tocó con el codo. Dirigí la vista a la puerta del salón, y vi un joven de veintidós años y una señorita de diecisiete que entraban asidos del brazo.
-¿Dos recién casados? - pregunté.
-No - me respondió el doctor con un tono medio enternecido -; dos antiguos prometidos que sólo esperan llegar
a Nueva York para casarse. Acaban de dar la vuelta al mundo, con la autorización de sus familias, se entiende y ahora
saben ya que han nacido el uno para el otro. ¡Guapos jóvenes! Da gusto al verlos asomados a la escotilla de la máquina
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muy entretenidos en contar las vueltas de las ruedas, que no
andan con la velocidad que ellos desearían. ¡Ay, si nuestras
calderas pudieran calentarse hasta el rojo blanco como esos
corazones, ya vería usted cómo subiría su presión!
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XI
A las doce y media de aquella mañana fijó un timonel la
siguiente nota a la puerta del gran salón:
Latitud: 51º 15’ N.
Longitud: 18º 13’ 0.
Distancia: Fastenet, 323 millas.
Lo que indicaba que al mediodía estábamos a 323 millas
del faro de Fastenet, el último que vimos en la costa de Irlanda y a los 51º 15’ de latitud Norte y 18º 13’ de longitud
Oeste del meridiano de Greenwich. El capitán hacía conocer así diariamente a los pasajeros el sitio en que nos encontrábamos; de modo que consultando aquellas notas y
refiriendo sus indicaciones a un mapa se podía seguir el
rumbo del Great-Eastern. Hasta entonces el steam-ship sólo había navegado 323 millas en 36 horas. Aquello era insuficiente, pues un paquebote que se estime en algo, debe navegar lo
menos 300 millas en veinticuatro horas.
Me separé del doctor, y pasó el resto del día con Fabián. Nos habíamos retirado a la popa a lo cual llamaba Pitferge «ir a pasearse por el campo». Allí, aislados y apoyados
en la borda contemplábamos el mar inmenso. Las olas
exhalaban penetrantes olores que llegaban hasta nosotros, y
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los rayos de luz refractados producían pequeños arcos iris
que jugueteaban entre la espuma. La hélice hervía a cuarenta
pies bajo nuestros ojos, y cuando se sumergían sus ramas
azotaban las olas con más furia, haciendo centellear su cobre. El mar parecía una vasta aglomeración de esmeraldas
líquidas. La vedijosa estela del buque se prolongaba hasta
perderse de vista confundiéndose en una misma vía láctea
los remolinos de las ruedas y los de la hélice. Aquella blancura sobre la cual se distinguían caprichosos dibujos, me parecía un inmenso encaje de punto de Inglaterra tendido sobre
un fondo azul. Cuando las gaviotas de alas blancas festoneadas de negro volaban por encima de las aguas, su plumaje
relucía y se iluminaba con rápidos reflejos.
Fabián contemplaba silencioso la magia de las olas.
¿Qué veía en aquel líquido espejo que se prestaba a los más
extraños caprichos de la imaginación? ¿Pasaba por delante
de sus ojos alguna fugitiva imagen que le dirigía un adiós supremo? ¿Distinguía alguna sombra sumergida en aquellos
remolinos? Me parecía más triste que de costumbre y no me
atrevía a preguntarle la causa de su tristeza.
Después de nuestra larga ausencia a él le tocaba confiarme sus penas y a mí esperar sus confidencias. No me dijo
acerca de su existencia pasada sino lo que quiso que yo conociese; su vida de guarnición en las Indias, sus cacerías, sus
aventuras; pero respecto a las impresiones de su corazón, a
la causa de aquellos suspiros que hinchaban su pecho, ni una
palabra. Sin duda Fabián no era de esos que buscan un lenitivo a sus dolores, confiándolos a un amigo, y se resignaba a
padecer.
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Ambos permanecíamos asomados al mar, y cuando me
volví observé que las dos enormes ruedas emergían alternativamente a impulso de los balances del buque.
De pronto, Fabián me dijo:
-Esa estela es verdaderamente magnífica; dijérase que
sus ondulaciones se complacen en trazar letras. ¡Mire usted
cuánta l y cuánta e! ¿ Me equivoco acaso? ¡No! ¡no! son letras. ¡Siempre las mismas!
La imaginación sobreexcitada de Fabián veía en aquellos
remolinos lo que él quería ver. Pero, ¿qué significaban aquellas letras? ¿Qué recuerdo evocaban en el corazón de Fabián? Este se había sumido de nuevo en su contemplación
silenciosa hasta que me dijo bruscamente:
-¡Vámonos! ¡Ese abismo me atrae!
-¿Qué tiene usted, Fabián? -le pregunté estrechando sus
dos manos -, ¿qué tiene, amigo mío?
-Tengo - dijo oprimiéndose el pecho -, tengo aquí un
mal que ha de matarme.
-¿Un mal? -le dije -, ¿un mal incurable?
-Sí. ¡Oh, sí!
Y sin añadir más, Fabián bajó al salón, y entró en su
camarote.
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XII
Al otro día, sábado 30 de marzo, el tiempo era hermoso. Brisa suave y tranquilo el mar. Los fuegos de los hornos,
activamente alimentados, hablan aumentado la presión. La
hélice daba treinta y seis vueltas por minuto. La velocidad
del Great-Eastern pasaba de doce nudos.
El viento habla pasado al Sur el segundo de a bordo hizo orientar las dos gavias y la cangreja, y el buque mejor
equilibrado, no sufría ningún balance.
Con aquel hermoso cielo inundado de luz, reinó gran
animación sobre cubierta. Las señoras se presentaron en las
toldillas vestidas con esmero. Unas a pasear, y otras a sentarse... iba a decir sobre el césped, a la sombra de los árboles;
los niños volvieron de nuevo a sus juegos, interrumpidos
dos días, haciendo correr por todas partes; sus cochecitos
con muñecas. Sólo faltaban algunos soldados, con las manos
metidas en los bolsillos y mirando al cielo, para que cualquiera se hubiera creído en un paseo francés.
A las doce menos cuarto, el capitán Anderson y dos
oficiales subieron al puente. El tiempo era favorable para
hacer observaciones, e iban a tomar la altura del sol. Cada
uno de ellos tenía en la mano su sextante y de vez en cuan64
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do observaban el horizonte del Sur hacia el cual los espejos
inclinados de los instrumentos debían presentar el astro del
día.
-Las doce -dijo al poco rato el capitán.
Al instante el timonel tocó la hora en la campana del
puente y todos los relojes del buque se arreglaron por el sol
cuyo paso por el meridiano acababa de anunciarse.
Media hora después, se fijó este cartel:
Latitud: 51º 10’ N.
Longitud: 24º 13’ 0.
Marcha: 227 millas. Distancia: 550.
Habíamos recorrido, pues, doscientas veintisiete millas
desde las d~ del día anterior. En aquel momento era la una y
cuarenta y nueve minutos en Greenwich, y el Great-Eastern
se hallaba a ciento cincuenta y cinco millas de Fastenet.
-No vi a Fabián en todo el día. Varias veces m acerqué a
su camarote, preocupado por su ausencia y pude cerciorarme de que no había salido de él.
Aquella multitud que obstruía la cubierta del bu que debía disgustarle; evidentemente huía de aquel tumulto y buscaba la soledad. Pero encontré al capitán Corsican, y
estuvimos paseando una hora por la toldilla: hablamos naturalmente de Fabián, y no pude menos de referir al capitán lo
que había pasado la víspera entre Mac-Elwing y yo.
-Sí -me contestó Corsican con una emoción que no
trató de ocultar -, hace dos años que Fabián tenía el derecho
de creerse el más dichoso de los hombres, y hoy es el más
desgraciado.
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Archibaldo Corsican me hizo saber, en pocas palabras,
que Fabián había conocido en Bombay a un joven hermosísima llamada miss Hodges. La amó y fue correspondido.
Nada se oponía al parecer a ü enlace entre miss Hodges y el
capitán Mac-Elwing cuando, previo el consentimiento de su
padre, fue solicitada ésta por el hijo de un comerciante de
Calcuta. Era un negocio, un negocio ajustado da antemano
Hodges, positivista duro, poco, sentimental, se veía entonces
en una situación delicada respecto a su corresponsal de Calcuta: aquel matrimonio podía arreglar muy bien las cosas, y
sacrificó la felicidad de su hija a su interés personal. La pobre niña no pudo oponerse. Dieron su mano a un hombre,
a quien no amaba y que probablemente no la amaría tampoco a ella. Puro negocio; mal negocio y peor acción. El marido se llevó o, su mujer al día siguiente de la boda, y desde
entonces Fabián, loco de dolor, herido de muerte, no habla
vuelto a ver a la que seguía amando con Pasión.
Terminado aquel relato comprendí que en efecto, el mal
que padecía Fabián era grave.
-¿Cómo se llama ella? - pregunté al capitán.
-Elena Hodges -me respondió.
¡Elena! Este nombre me explicaba las letras que Fabián
creía ver en la estela del buque.
-Y su marido, ¿cómo se llamaba? - volví a preguntar.
-Enrique Drake.
–¡Drake! –exclamé -. Ese hombre está a bordo.
-¿El aquí? - replicó Corsican, asiéndome la mano y mirándome con fijeza.
-Sí, a bordo.
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-¡Dios quiera - dijo gravemente el capitán -, que Fabián
y él no lleguen a encontrarse! Afortunadamente no se conocen o al menos Fabián no conoce a Enrique Drake. Pero
este nombre pronunciado delante de él provocaría una explosión.
Entonces referí al capitán Corsican lo que sabía respecto a Drake, es decir, lo que me había contado el doctor
Dean Pitferge. Describí, tal cual era, a aquel aventurero insolente, pendenciero, arruinado por el juego y la crápula y
decidido a emprenderlo todo para reponer su fortuna. En
aquel momento Drake, pasó cerca de nosotros, y se lo enseñé al capitán. Los ojos de Corsican se animaron de pronto, e
hizo un movimiento de cólera que logró contener.
-Sí -me dijo -. Tiene aspecto de canalla. Pero, ¿a dónde
va?
–A América según dicen a pedirle al azar lo que no
quiere, pedir al trabajo.
–¡Pobre Elena! -murmuró el capitán -. ¿Dónde estará?
-¿La habrá abandonado ese infame?
-¿Y por qué no ha de estar a bordo? - dijo Corsican mirándome.
Aquella idea pasó por mi imaginación por primera vez;
pero la deseché. No, Elena no estaba, no podía estar a bordo; no hubiera escapado, a la fina vista del doctor Pitferge.
No, ella no acompañaba a Drake, en aquella travesía.
-¡Ojalá sea cierto! - me respondió el capitán Corsican -,
porque la vista de esa pobre víctima reducida a tanta miseria
sería un golpe, terrible para Fabián. No sé sucedería: Fabián
es capaz de matar a Drake como a un perro. Puesto que us67
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ted amigo de Fabián, como yo, le pido una prueba de esa
amistad. No le perdamos nunca de vista y, en caso necesario, que uno de nosotros esté siempre dispuesto a interponerse entre él y su rival. Demasiado comprenderá usted que
no puede efectuarse un duelo entre esos dos hombres. Ni
aquí ni en ninguna parte, puede casarse una mujer con el
matador de su marido, por indigno que éste haya sido.
Comprendí perfectamente la reflexión del capitán Corsican. Fabián no podía tomarse la justicia por su mano. Esto
era sin duda pecar de previsor; pero, dadas las contingencias
de las cosas humanas, ¿por qué no habíamos de estar prevenidos? Un presentimiento me inquietaba. ¿Sería posible que
en aquella existencia común de a bordo; que en aquel contacto diario de todos los pasajeros, no llegara a llamar la
atención de Fabián la bulliciosa personalidad de Drake? Un
incidente, un detalle cualquier un nombre pronunciado, ¿no
podría ponerles frente a frente? ¡Ah, cuánto habría deseado
acelerar la marcha de aquel 8teamship que a ambos nos llevaba! Antes de separarme, del capitán Corsican, le prometí
velar por nuestro amigo y observar a Drake, y él se comprometió a no apartarse de su lado y a no perderlo de vista y
estrechándome la mano nos separamos.
Al anochecer, el viento del Sudoeste condensó algunas
brumas sobre el Océano. La obscuridad era grande los salones, brillantemente, iluminados, contrastaban con aquellas
tinieblas profundas. Resonaban sucesivamente, romanzas y
valses, que obtenían invariablemente aplausos frenéticos y
hasta se prorrumpió en hurras cuando el chusco T... se pu-
68
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so, al piano y silbó algunas canciones con el aplomo de un
pilluelo.
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XIII
El día siguiente, 31 de marzo, era domingo, ¿Cómo se
pasaría el día a bordo? Sería el domingo inglés o americano,
que cierra los laps y los bars, durante la hora de los oficios;
que detiene el cuchillo del carnicero sobre el cuello de su
víctima; que paraliza la pala del panadero en la boca del horno; que suspende los negocios; que extingue el fuego de las
fraguas, y condensa el humo de las fábricas; que cierra las
tiendas, abre las iglesias y detiene el movimiento de los trenes de ferrocarril, al contrario de lo que sucede en Francia?
Sí, debía ser así, poco más o menos.
De momento, observando la fiesta dominical y aunque
el tiempo era magnífico y el viento favorable el capitán no
mandó desplegar las velas, con lo cual se habrían adelantado
algunos nudos; pero hubiera sido improper. Yo me consideraba dichoso con que se permitiese a las ruedas y a la hélice
operar sus revoluciones cotidianas, y cuando pregunté a un
terrible puritano de a bordo la razón de aquella tolerancia
me respondió con gravedad:
-Señor, es necesario respetar lo que viene directamente
de Dios. El viento está en su mano: el vapor en la de los
hombres.
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Me di por satisfecho con aquella razón, y observó lo
que pasaba a bordo.
La tripulación se había vestido de gala y con suma limpieza. Los oficiales y maquinistas llevaban sus mejores uniformes con botones dorados; los zapatos relucían con un
brillo británico, competían con la intensa radiación de los
sombreros de hule: toda aquella gente parecía calzada y cubierta de estrellas. El capitán y su segundo daban el ejemplo,
y muy puestos de guantes nuevos, abotonados militarmente,
lucientes y perfumados, se paseaban por la toldilla esperando la hora del oficio.
El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los primeros
rayos de la primavera. Ni una vela se divisaba. El
Great-Eastern, ocupaba sólo el centro matemático, de aquel
inmenso horizonte. A las diez, la campana de a bordo empezó a tañer lentamente y con intervalos regulares. La tocaba un timonel vestido de gala arrancando a aquella campana
una especie, de sonoridad religiosa muy diferente de los ruidos metálicos con que acompaña a los silbidos de las calderas cuando el steam-ship navega en medio de las brumas.
Tentado estaba uno de buscar con la vista el campanario del
pueblo llamándonos a misa.
Numerosos grupos aparecieron en aquel momento a la
puerta de los salones de proa y de popa. Hombres, mujeres
y niños, todos iban cuidadosamente vestidos como hacía al
caso. Pronto se llenaron las anchas calles de la cubierta; los
paseantes se saludaban ceremoniosamente. Cada cual tenía
en la mano su libro de oraciones, y todos esperaban que el
último toque anunciase el principio de los oficios. A los po71
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cos instantes pasó un camarero con una porción de biblias
amontonadas en Ja bandeja en que solían servirse los sándwichs, y que fue colocando en los bancos de la capilla.
Era ésta el comedor principal formada por la cámara de
popa el cual se parecía exteriormente, por su longitud y regularidad al palacio del Ministerio de Hacienda de la calle de
Rívoli. Entré. La concurrencia de fieles era numerosa. Un
profundo silencio reinaba allí. Los oficiantes, ocupaban el
testero del templo. En medio de ellos, el capitán Anderson
parecía un pastor protestante. El doctor Dean Pitferge estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por aquella asamblea. Sin
duda se hallaba allí más bien por curiosidad que por devoción.
A las diez y media se levantó el capitán y empezó el oficio. Leyó en inglés un capítulo del Antiguo Testamento, el
décimo del Exodo. Después de cada versículo los asistentes
murmuraban el que seguía. Se oía perfectamente el soprano
agudo de los niños, y el mezzo soprano de las mujeres dominando sobre el barítono de los hombres. Aquel diálogo bíblico duró cerca de media hora. Tan sencilla como digna
ceremonia se celebraba con una gravedad perfectamente
puritana y el capitán Anderson, el amo después de Dios, haciendo a bordo las veces de ministro del altar en medio de aquel
inmenso Océano, y hablando a aquella multitud, suspendida
sobre un abismo, tenía derecho a que lo respetaran hasta los
más indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a aquella
lectura hubiera estado bien; pero al capitán sucedió un orador que no podía dejar de expresarse con pasión y violencia
allí donde debían reinar la tolerancia y el recogimiento.
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Era el reverendo de quien ya he hablado: aquel hombrecillo inquieto, intrigante yankee, uno de esos ministros de
gran influencia en los Estados de Nueva Inglaterra. Llevaba
embotellado su sermón, y aunque la ocasión no era propicia
quiso aprovecharla. ¿El amable York no hubiera hecho otro
tanto? Yo miraba al doctor Pitferge, pero éste no pestañeaba y parecía dispuesto a arrostrar el fuego del predicador.
Este se abrochó gravemente su levita negra puso en la
mesa su birrete de seda sacó su pañuelo, lo llevó a sus, labios, y envolviendo al auditorio en una mirada circular dijo:
-Al principio, Dios creó la América en seis días, y el
séptimo descansó.
No pude contenerme y gané la puerta.
73
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XIV
Durante el desayuno, me dijo Dean Pitferge que el reverendo había desarrollado admirablemente su tema. Los
monitores, los arietes de guerra los fuertes acorazados, los
torpedos submarinos, todas aquellas máquinas habían figurado en su discurso. El mismo se había engrandecido con
toda la grandeza de América. Si a la América le halaga ser
ensalzada de ese modo, no tengo nada que decir.
Al entrar en el gran salón principal, leí lo siguiente:
Latitud: 50º 8’ N.
Longitud: 30º 44’O.
Carrera: 225 millas.
¡Siempre el mismo resultado! No habíamos andado más
que 1.100 millas, comprendiendo las trescientas diez que separan a Fastenet de Liverpool: próximamente la tercera
parte del viaje. Durante todo el día los oficia1es, los marineros, los pasajeros y pasajeras, continuaron descansando como el Señor después de crear la América. Ni un piano resonó en
los salones silenciosos; los juegos de ajedrez descansaron en
sus cajas, y los naipes en su envoltura. Aquel día tuve ocasión de presentar al doctor Pitferge al capitán Corsican. Mi
original amigo logró distraer al capitán, a quien contó la crónica secreta del Great-Eastern, para probarlo que era un bu74
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que maldecido, embrujado, al que debía ocurrir fatalmente
una desgracia. La leyenda del mecánico soldado en una caldera, hizo mucha gracia a Corsican, que, como buen escocés,
era muy aficionado a lo maravilloso: sin embargo, no pudo
reprimir una sonrisa de incredulidad.
-Me parece -dijo el doctor -, que el capitán no da mucho crédito a mis leyendas.
-¡Mucho!... ¡es mucho decir! - replicó Corsican.
-Pero ¿me creerá en adelante, capitán - preguntó con
tono muy serio, -si le aseguro que todas las noches aparecen
fantasmas en este buque?
–¡Fantasmas! - exclamó el capitán -. ¿También hay aparecidos?
-Creo - respondió Pitferge -, todo lo que cuentan las
personas serias. Pues bien sé por los oficiales de cuarto y
por algunos marineros, acordes todos sobre este punto, que
una forma vaga se pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se
sabe. ¿Cómo desaparece? No se sabe tampoco.
-¡Por San Dustan! - exclamó Corsican -, ¡hemos de
acecharla!
-¿Esta noche? - preguntó el doctor.
-Esta noche, si le parece. ¿Usted, amigo - añadió el capitán volviéndose a mí -, nos acompañará?
-No –dije -; no quiero turbar el incógnito del fantasma.
Además, prefiero creer que nuestro doctor se chancea.
-No me chanceo - respondió el obstinado Pitferge.
-Vamos a ver, doctor – le dije– ¿Cree usted formalmente que los muertos vienen a pasearse por las cubiertas
de los buques?
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-Creo en los muertos que resucitan, y esto es, tanto más
extraño, cuanto que soy médico.
-¿Médico? - preguntó el capitán Corsican, retrocediendo como si aquella palabra le asustase.
-Tranquilícese usted, capitán -respondió el doctor sonriendo amistosamente -; cuando viajo no ejerzo mi profesión.
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XV
Al día siguiente, 10 de abril, el Océano tema un aspecto
primaveral. Verdeaba como una pradera a los primeros rayos del sol. Aquel amanecer de abril en el Atlántico fue admirable. Las olas se desenvolvían voluptuosamente, y
algunos delfines saltaban como clowns en la estela láctea del
buque.
Cuando encontré al capitán Corsican supe que el duende anunciado por el doctor no había tenido a bien dejarse
ver; sin duda la noche no le habría parecido bastante obscura. Entonces me ocurrió la idea de si aquello habría sido una
broma de Pitferge con motivo de ser el primer día de abril,
en que se acostumbran tales chascos, lo mismo en América
e Inglaterra que en Francia. No faltaron bromistas y burlados, los unos que reían y los otros que se enfadaban. Creo,
también, que debieron repartirse algunos puñetazos; pero
éstos, entre sajones, no terminan nunca en estocadas, pues
es sabido que el duelo en Inglaterra se castiga con penas
muy severas. Ni los militares pueden batirse cualquiera que
sea el motivo o pretexto. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El propio doctor me, citó el
nombre de Un oficial que se hallaba en presidio desde hacía
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varios años, por haber herido de: muerte a su adversario en
un duelo perfectamente leal. Se comprende, pues, que el desafío haya desaparecido de las costumbres británicas.
Con aquel hermoso sol, se hicieron muy bien las observaciones del mediodía. Dio: latitud 48º 47’, longitud 36º 48’,
y 250 millas solamente. El menos rápido de los vapores
transatlánticos habría tenido derecho a prestarse a remolcarnos. Aquello contrariaba mucho al capitán Anderson. El
ingeniero atribuía la falta de presión a la insuficiente, ventilación de los nuevo hornos; pero yo creo que la falta consistía
en las ruedas, cuyo diámetro se había disminuido imprudentemente.
Pero, a las dos de la tarde aumentó la velocidad del
steam-ship. La actitud de los dos prometidos me reveló semejante mudanza. Apoyados en la borda del estribor, hablaban alegremente y palmoteaban con regocijo. Miraban
sonriendo los tubos de escape que se elevaban a lo largo de
las chimeneas del Great–Eastern, por cuyo orificio se escapaba un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en
las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba las válvulas, que no podían soportar un peso de veintiuna libras
por pulgada cuadrada. Aquello no era más que una débil aspiración, un vago aliento, un soplo; Pero los dos jóvenes lo
devoraban con sus miradas. ¡No! Dionisio Papin no fue más
feliz cuando vio que el vapor levantaba la tapadera de su célebre marmita.
-¡Humean! ¡Humean! -exclamaba la joven miss en tanto
que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.
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-Vamos a ver la máquina -respondió el joven pasando el
brazo por debajo del de su novia.
El doctor, que se había reunido conmigo, y yo, seguimos a la enamorada pareja.
–¡Qué hermosa es la juventud! –me dijo el doctor.
-Sí, la juventud entre dos -le respondí.
Poco después nos asomábamos a la escotilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a sesenta pies de profundidad, distinguirnos los cuatro émbolos
horizontales que se precipitaban unos hacia otros humedeciéndose a cada momento con una gota de aceite lubricante.
El joven había sacado su reloj, y ella, apoyada en su
hombro, observaba con afán la manecilla que marcaba los
segundos. El novio, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.
-¡Un minuto! - dijo ella.
–¡Treinta y siete vueltas! –repuso el joven.
-¡Treinta y siete y media! –observó el doctor que había
comprobado la operación.
-¡Y media!... -exclamó la joven miss– ¿Has oído,
Eduardo? Gracias, señor - añadió, dirigiendo al doctor una
amable sonrisa.
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XVI
Al entrar en el gran salón, vi el siguiente programa fijado en la puerta:
ESTA NOCHE
PRIMERA PARTE
Ocean-Time. -Mr. Mac-Alpine.
Song: Beautiful isle of the sea. -Mr. Ewing.
Reading: Mr. Affleet.
Piano solo: Chant du berger. -Mrs. Alloway.
Setchw Song: Doctor T...
Intermedio de diez minutos.
SEGUNDA PARTE
Piano solo: Mr. Paul V...
Burlesque: Lady of Lyon. -Doctor T...
Entertaiment: Sir James Anderson.
Song: Happy moment. -Mr. Norville.
Song : You remember. -Mr. Ewing.
FINAL
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God save the Queen
Como se ve, era un concierto completo: primera parte,
intermedio y final. Sin embargo, al parecer faltaba algo en
aquel programa pues oí murmurar detrás de mí:
–¡Cómo! ¡No hay nada de Mendelsohn!
Volvíme, y vi un simple camarero que protestaba de la
omisión de su música favorita.
Volví a subir a cubierta y me puse a buscar a Mac–
Elwing; Corsican acababa de decirme que Fabián habla
salido de su camarote, y yo deseaba aunque sin importunarle
sacarlo de su aislamiento. Le encontré a proa y hablamos un
rato, pero el no hizo ninguna alusión a su pasado. A veces se
quedaba callado, pensativo, absorto; parecía no oírme, y se
apretaba el pecho para reprimir una sensación dolorosa.
Mientras nos paseábamos los dos, Enrique Drake pasó por
nuestro lado varias veces. Siempre era el mismo hombre,
bullicioso, gesticulador, tan molesto como lo sería un molino en un salón de baile. ¿Me engañé? No sabría decirlo,
pues estaba preocupado; pero me pareció que Enrique Drake observaba a Fabián con cierta insistencia. Mi amigo debió
notario, pues me dijo:
-¿Quién es este hombre?
-No lo sé - respondí.
–¡Me es muy antipático! –añadió Fabián.
Déjense dos buques en alta mar, sin viento, sin corrientes, y acabarán por aproximarse. Pónganse dos planetas
inmóviles en el espacio y acabarán por chocar. Colóquense
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dos enemigos en medio de una muchedumbre y se encontrarán inevitablemente. Eso es fatal: todo es cuestión de
tiempo.
Llegada la noche, el concierto se celebró con arreglo al
programa. El salón, lleno de espectadores, estaba espléndidamente iluminado. A través de las escotillas entreabiertas,
se velan los anchos y atezados rostros de los marineros y sus
encallecidas manos; parecían mascarones incrustados en las
volutas del techo. En la puerta se apiñaban los camareros.
La mayor parte de los espectadores estaban sentados en divanes, sofás, butacas, sillas y taburetes, arrimados a las paredes y frente al piano, que se hallaba perfectamente
atornillado entre las dos puertas que daban al salón de las
señoras. De vez en cuando el balance del buque agitaba, a la
concurrencia: los sillones y las sillas de tijera resbalaban; una
especie de oleada imprimía una misma ondulación a todas
aquellas cabezas. Agarrábanse unos a otros sin decir una palabra y sin permitirse la menor chanza; pero, gracias a lo
arrimados que estaban, ninguno podía caer.
Empezó el concierto con la lectura del Ocean-Time. El
Ocean-Time era un diario político, comercial y literario, que
algunos pasajeros habían fundado, para satisfacer las necesidades de a bordo. Americanos e ingleses acogieron con entusiasmo aquella especie de entretenimiento y pasaban el día
escribiendo su periódico. Debemos consignar que si los redactores no eran muy listos, tampoco eran exigentes sus
lectores que se contentaban con bien poca cosa. El número
1º de abril contenía un primer Great-Eastern bastante pesado
sobre política general, sección de gacetillas que hubieran
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aburrido a un francés, cotizaciones de bolsa imaginarias, telegramas inocentes, alguno que otro suelto insulso y unas
cuantas críticas que no invierten sino al que las escribe. El
honorable Mac–Alpine, que era un americano dogmático,
leyó en alta voz aquellas insípidas elucubraciones, que aplaudieron sus oyentes, y terminó con los siguientes sueltos:
«Dícese que el presidente Johnson ha renunciado el
cargo en favor del general Grant»
«Se asegura que el papa Pío IX ha designado para sucederle al príncipe imperial»
«Parece que Hernán Cortés ha acusado de plagiario al
emperador Napoleón III, por su conquista de Méjico»
Después de haber sido muy aplaudida la lectura del
Ocean-Time, el honorable mister Ewing, un tenor muy guapo,
suspiró la Beautiful isle of the sea con toda la aspereza de una
garganta inglesa.
El reading, la lectura me pareció que tenía algún atractivo: pero se redujo a que un digno hijo de Tejas leyó dos o
tres páginas de un libro, empezando en voz baja, y continuando en alta voz. Fue muy aplaudido.
El Chant du berger, para piano solo, por mistress
Alloway, inglesa que cantó un rubio menor, corno diría Teófilo
Gauthier, y una pantomima escocesa del doctor T... terminaron la primera parte del programa.
Después de un intermedio de diez minutos, durante el
cual, nadie abandonó su asiento, principió la segunda parte
del concierto. El francés Paul V... tocó dos valses preciosos,
inéditos, que fueron ruidosamente aplaudidos. El médico de
a bordo, un joven moreno muy presumido, recitó una esce83
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na burlesca especie de parodia de la Lady of Lyon, drama muy
popular en Inglaterra.
A lo burlesco sucedió el entertaiment. ¿Qué nos preparaba con este nombre sir James Anderson ¿Un a conferencia
o un sermón? Ni una cosa ni otra. Sir James Anderson, sonriendo, sacó una baraja de su bolsillo, se arremangó los puños de la camisa e hizo juegos de manos tan sencillos como
bonitos, y que merecieron muchos aplausos.
Después de Happy moment, de mister Norville y del You remember, de mister Ewing, el programa anunciaba el God save
the Queen. Pero algunos americanos rogaron a Paul V... que
en su calidad de francés, cantara el himno nacional de Francia. Al instante mi dócil compatriota empezó el inevitable
Partant pour la Syrie, suscitando enérgicas reclamaciones por
parte de un grupo de norteamericanos que querían oír la
Marsellesa. Entonces, sin hacerse de rogar, el obediente pianista con una condescendencia que demostraba mayor facilidad nws1cal que convicciones políticas, atacó
vigorosamente el canto, de Rouget de l’Isle. Aquel fue el
mayor éxito del concierto. Después, los espectadores, en
pie, entonaron lentamente, ese canto nacional en que se
ruega a Dios «quo guarde a la reina».
En resumen aquella; velada valió tanto como todos los
conciertos de aficionados, es decir, que tuvo un éxito para
los autores y para sus amigos. Fabián no asistió a ella.
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XVII
En la noche del lunes al martes, el mar estuvo Más agitado. Volvieron a crujir las mamparas de los camarotes, y las
maletas rodaron de nuevo. Cuando subí a cubierta a las siete
de la mañana llovía. El viento empezó a refrescar, y el oficial
de cuarto mandó cargar las velas; pero entonces, el buque
no teniendo apoyo, empezó a dar fuertes bandazos. Aquel
día 2 de abril, no se vio nadie sobre cubierta y hasta los salones estuvieron desiertos. Los pasajeros no salieron de sus
camarotes, faltando al almuerzo y a la comida; tampoco fue
posible jugar al whist, pues las mesas se escapaban bajo las
manos de los jugadores, y en los dados no había ni qué pensar. Algunos pasajeros, más intrépidos que los otros, tendidos en los canapés, leían o dormían: tanto valía desafiar la
lluvia sobre cubierta por donde los marineros, vestidos con
sus chaquetas impermeables, se paseaban filosóficamente. El
segundo, firme en el puente, y envuelto en su capote de caucho, hacía su cuarto. Sus ojuelos brillaban de contento entre
los chubascos y las ráfagas. Aquel hombre estaba en sus glorias, y eso que el buque se balanceaba excesivamente.
Las aguas del río y del mar se confundían en la bruma a
algunos cables de distancia. La atmósfera gris. Algunas aves
paraban chillando a través de la era niebla. A las diez se
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avistó por la banda de estribor una fragata que navegaba
viento en popa pero no pudo reconocerse su nacionalidad.
A eso de las once, el viento se calmó y roló dos cuartos
al NO. La lluvia cesó de pronto. A través de los claros de las
nubes se dejaron ver algunos jirones de cielo. El sol asomó
un momento y pudo hacerse una observación, que dio este
resultado:
Latitud: 46º 29’ N.
Longitud: 42º 25’ 0.
Distancia: 256 millas.
De consiguiente, a pesar de la mayor presión de las calderas, la rapidez del buque no había aumentado, pero la culpa era debida al viento del Oeste, que atacando de proa al
steam-ship, retardaba su marcha. A las dos, volvió a espesarse
la niebla y de nuevo refrescó la brisa. La bruma era tan intensa que los oficiales situados en los puentecillos no velan a
los hombres que se hallaban a proa.
Esos obscuros vapores, acumulados sobre las olas
constituyen el peligro mayor en toda navegación y son causa
de abordajes inevitables y mucho más peligrosos que un incendio. Así es que cuanto más densa era la niebla más redoblaban su vigilancia los oficiales y marineros, vigilancia que
no fue inútil, pues a las tres de la tarde apareció una fragata a
doscientos metros del Great-Eastern, con sus velas inutilizadas por un fuerte golpe de viento, y sin gobierno; el
Great-Eastern pudo maniobrar a tiempo, y evitar pasarla por
ojo, gracias a la prontitud con que los vigías de guardia avisaron al timonel valiéndose de bien combinadas señales, que
se hacían con una campana colocada en el castillo de proa.
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Un toque indicaba buque a roa; dos, buque a estribor, y tres,
buque a babor. El marino, que se hallaba en la barra gobernaba convenientemente y se evitaba el abordaje.
El viento siguió refrescando hasta el anochecer pero los
balances disminuyeron, porque la mar, cubierta ya a un lado
por los bancos de Terranova no podía seguir alborotada. Así
fue que sir James Anderson se determinó a anunciar un
nuevo «entretenimiento» para aquella noche. A la hora indicada los salones se llenaron de gente, pero aquella vez no se
trataba de juegos de manos ni de naipes. James Anderson
contó la historia del cable transatlántico, que el mismo había
colocado; enseñó fotografías que representaban los diferentes aparatos inventados para a inmersión, e hizo circular los
modelos de empalme de los trozos de dicho cable. Por último, mereció, y con mucha justicia los tres hurras con que
todos los concurrentes acogieron su conferencia; de cuyos
aplausos, una parte, y no corta recayó en el promotor de
aquella empresa el honorable Cyrus Field, que asistía a la reunión.
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XVIII
Al amanecer del 3 de abril, el horizonte se presentaba a
la vista con ese matiz especial, que los ingleses llaman
«blink». Era una reverberación blanquecina se indicaba próximos hielos. En efecto, el Great-Eastern navegaba entonces
por aquellas aguas donde flotaban los primeros témpanos de
hielo, desprendidos de los bancos que salen del estrecho de
Davis. Para evitar un choque con aquellas inmensas masas,
se organizó una vigilancia especial.
Soplaba una fuerte brisa del O; jirones de nubes, verdaderos andrajos de vapores, cubrían la superficie del mar; a
través de sus claros se distinguía el azul del cielo. Un rumor
sordo salía del fondo de las olas agitadas por los vientos, y
las gotas de agua pulverizadas se convertían en espuma.
Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a
cubierta; me dirigí a proa donde la proximidad de los costados del buque formaba un ángulo muy resguardado, una especie de retiro en el que un ermitaño hubiera podido vivir
alejado del mundo. Me coloque en aquel rincón, sentado en
una claraboya y con los pies sobre una enorme, polea. El
viento, que azotaba el estrave del buque pasaba sobre mi
cabeza Sin rozarla. El sitio era bueno para soñar; desde allí
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abarcaban mis ojos toda la inmensidad del buque y podía
seguir sus largas líneas ligeramente encorvadas que se elevaban hacia la popa. En primer término, un gaviero encaramado a los obenques del trinquete se sostenía con una mano
y trabajaba con la otra con una destreza admirable. Más
abajo se paseaba un marinero de cuarto, yendo y viniendo
de un lado a otro, con las piernas abiertas y dirigiendo una
mirada penetrante a través de sus párpados arrugados a causa de la bruma: en segundo término, divisaba en el puentecillo a un oficial que de espaldas al viento y calado el
capuchón, arrostraba las ráfagas del viento. Del mar sólo se
distinguía una línea estrecha del horizonte trazada por detrás
de los tambores. El buque impulsado por sus potentes máquinas, cortaba las olas con su agudo estrave y se estremecía
como los costados de una caldera c4os fuegos se hallasen
continuamente avivados. Algunos torbellinos de vapor,
arrancados por aquella brisa que los condensaba con suma
rapidez, se retorcían en las extremidades de los tubos de escape. Pero el colosal buque de proa al viento, y sobre tres
olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual
un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.
A las doce y media el cartel anunció 44º 53’ latitud
Norte, y 47º 6’ longitud Oeste. ¡Sólo habíamos andado 227
millas en veinticuatro horas! Los novios debían maldecir
aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice cada vez más
lenta y aquel insuficiente vapor que no obraba conforme a
sus deseos.
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A las tres de la tarde el cielo, despejado por el viento,
resplandeció. Las líneas del horizonte formadas de limpios
trazos, parecían ensancharse en torno del punto central que
ocupaba el Great-Eastern. Calmó la brisa pero el mar continuó aún mucho tiempo levantando anchas olas de un color
verde sucio, y con bordes de espuma. Tan poco viento no
correspondía a una mar tan gruesa; aquellas ondulaciones
eran desproporcionadas; el Atlántico gruñía aún.
A las tres y treinta y cinco minutos se divisó un buque a
babor; era una fragata americana la Illinois, que llevaba rumbo a Inglaterra.
En aquel instante, el teniente H. me manifestó que doblábamos la punta del banco de «New-Found–Land», nombre que dan los ingleses al de Terranova. En aquellas aguas
es donde se pescan esas inmensas cantidades de bacalao,
cuya tercera parte bastaría para alimentar a Inglaterra y
América si se desarrollaran todos sus huevos. Pasó el día sin
novedad. La cubierta estaba tan concurrida como de ordinario por los pasajeros. Hasta entonces la casualidad no había
puesto frente a frente a Fabián con Enrique Drake, al cual,
ni el capitán Archibaldo ni yo, perdíamos de vista. Por la
noche reunióse en el salón la tertulia de costumbre, y se repitieron los mismos ejercicios de lectura y canto que arrancaban los mismos aplausos prodigados a. los mismos
aficionados. Suscitóse una cuestión bastante viva entre un
habitante del Norte y otro de Tejas, que quería «un emperador para los Estados del Sur». Afortunadamente aquella discusión política que amenazaba degenerar en riña fue
90
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interrumpida por la llegada de un telegrama imaginario dirigido al Ocean-Time y concebido en estos términos:
«El capitán Semmes, ministro de la Guerra, ha hecho
pagar al Sur las averías del Alabama»
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XIX
Salí del salón y subí a cubierta con el capitán Corsican.
La noche era obscura; ni una sola estrella brillaba en el firmamento. El buque estaba envuelto en una sombra impenetrable; las ventanas de las cámaras resplandecían como
hornos encendidos. Apenas se veían los marineros de cuarto
que se paseaban lentamente por las toldillas; pero se respiraba el aire libre, y el capitán, que aspiraba aquellas frescas
moléculas con todos sus pulmones, me dijo :
-Me ahogaba en el salón; aquí al menos nadamos en
plena atmósfera. ¡Esta absorción es vivificante! Necesito
cien metros cúbicos de aire cada veinticuatro horas o me
asfixio.
-Respire usted, capitán, respire, a sus anchas -le contesté -. Aquí hay aire, para todos, pues la brisa no se economiza. El oxígeno es una gran cosa y debemos confesar que
los habitantes de París y Londres no lo conocen más que de
nombre.
-Si - replicó el capitán -, prefieren el ácido carbónico;
cuestión de gustos. Por mi parte lo detesto, hasta en el
champaña.
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Hablando así llegamos hasta la borda de estribor que se
hallaba al abrigo del viento por las altas pares de los camarotes. Los espesos remolinos de humo producían una verdadera lluvia de chispas que se escapaban de las negras
chimeneas. El mugido de las máquinas acompañaba al silbido de las brisas que pasando por entre los obenques metálicos, los hacían vibrar como cuerdas de arpa. A este rumor se
mezclaba a cada cuarto de hora el grito de los marineros:
¡All’s well! ¡All’s well! ¡Sin novedad! ¡Sin novedad!
No se había olvidado ninguna precaución para la seguridad del buque en medio de los parajes frecuentados por los
hielos flotantes. El capitán hacía sacar un cubo de agua cada
media hora con objeto de reconocer la temperatura y si ésta
hubiera descendido a un grado inferior, no hubiera vacilado
en variar de rumbo. Sabía efectivamente, que quince días
antes, el Péreire, se había visto cercado por los icebergs en
aquella latitud, peligro que debía evitarse. Por lo demás, su
consigna nocturna prescribía una vigilancia rigurosa. El
mismo no se acostaba. Dos oficiales se quedaron con el capitán en el puente; el uno observaba la marcha de las ruedas,
el otro la de la hélice. Además, otro oficial y dos marineros,
hicieron la guardia en el alcázar de proa mientras que un
contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave. El
pasaje podía estar tranquilo.
Después de haber observado estas disposiciones, Corsican y yo nos volvimos a popa. Se nos ocurrió la idea de pasear algún tiempo sobre cubierta antes de retirarnos a
nuestros camarotes, como dos pacíficos ciudadanos en la
plaza de su pueblo.
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Creíamos estar solos allí; sin embargo, cuando nos
acostumbramos a aquella obscuridad, percibimos un hombre apoyado en el parapeto, completamente inmóvil. Corsican, después de mirarlo atentamente, me dijo:
-Es Fabián.
En efecto, era Fabián. Lo conocimos; pero él, sumido
en una muda contemplación, no nos vio; sus ojos parecían
fijarse en un ángulo de las cámaras y se les veía brillar en la
sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía horadar aquella profunda obscuridad? Me pareció que lo mejor era dejarlo entregado a sus meditaciones; pero, acercándose el capitán
Corsican le dijo:
-¡Fablán!
El joven no respondió; no le había oído. Corsican le
llamó de nuevo. Entonces volvió un instante la cabeza y
murmuró:
–¡Silencio!
Luego, señaló con la mano una sombra que se movía
lentamente, al extremo de las líneas de las cámaras. Aquella
forma apenas visible era lo que miraba Fabián.
–¡La dama negra! - murmuró después, sonriendo tristemente.
Me estremecí. El capitán Corsican agarróme de un brazo y sentí que también temblaba. El mismo pensamiento
nos había asaltado. Aquella sombra era la aparición anunciada por Pitferge.
Fabián se había entregado nuevamente a su contemplación. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga miré
aquella forma apenas esbozada en la sombra, y que poco a
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poco, se fue marcando más netamente a nuestras miradas.
Avanzaba vacilaba andaba se paraba volvía a emprender su
marcha y parecía más bien deslizarse que andar, ¡un alma
errante! A diez pasos de nosotros se quedó inmóvil. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta y envuelta
en una especie de albornoz, y cubierto su rostro con espeso
velo.
-¡Una loca una loca! ¿no es a sí ? - murmuró Fabián.
Y era en efecto, una loca; pero Fabián no hablaba con
nosotros, sino consigo mismo.
Aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pareció
ver brillar sus ojos a través del velo cuando se fijaron en Fabián. La velada se acercó más a él, y Fabián se levantó electrizado. Se puso ella la mano sobre; su corazón, como para
contar sus latidos... y después, huyó, desapareció detrás de la
cámara.
Fabián cayó de rodillas con las manos extendidas.
-¡Ella! - murmuró.
Luego, moviendo la cabeza añadió:
-¡Qué alucinación!
Entonces el capitán Corsican le tomó la mano.
-¡Ven Fabián, ven! –dijo, y se llevó consigo a su desgraciado amigo.
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XX
Ni Córsican ni Yo teníamos la menor duda; aquella
sombra era Elena la prometida de Fabián, la mujer de Enrique Drake. La fatalidad había reunido a los tres en el mismo
buque. Fabián no la había reconocido aun cuando había
gritado: ¡Ella! ¡ella! Y, ¿cómo había de reconocerla? Pero no
se había engañado al decir: ¡Una loca! porque sin duda el
dolor, la desesperación, su amor, muerto en su corazón, el
contacto del hombre indigno que la había arrebatado a Fabián, la ruina, la miseria la vergüenza habían destrozado su
alma trastornado su juicio.
De esto hablábamos el día siguiente Corsican y yo.
No dudábamos ya sobre la identidad de aquella joven:
era Elena a quien Drake llevaba consigo al continente, americano asociándola a su vida aventurera.
Los ojos del capitán brillaban al pensar en aquel miserable. Yo sentía que mi corazón iba a estallar. ¿Qué podíamos nosotros contra él, el marido, el dueño'?
Nada. Pero lo más importante era impedir un nuevo
encuentro, entre Fabián y Elena pues Fabián acabaría por
reconocer a su prometida lo cual ocasionaría la catástrofe
que queríamos evitar. Aun podíamos abrigar la esperanza de
que aquellos dos desgraciados no volviesen a verse más. La
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desventurada Elena no se presentaba durante el día ni en los
salones ni sobrecubierta; sólo de noche, burlando a su carcelero, sin duda venía a bañarse en aquel ambiente húmedo,
ya pedir a la brisa un pasajero alivio. De allí a cuatro días, a
más tardar, el Great-Eastern habría arribado a Nueva York, y
podíamos confiar en que la casualidad no burlaría nuestra
vigilancia y que Fabián ignoraría la presencia de Elena en
aquella travesía del Atlántico.
Durante la noche, había variado algo el rumbo del
steam-ship, pues, a consecuencia de haberse encontrado tres
veces el agua a una temperatura de veintisiete grados Fahrenheit, es decir, a cuatro grados centígrados bajo cero, el
buque había bajado hacia el Sur. Indudablemente teníamos
cerca grandes hielos.
En efecto, aquella mañana el cielo presentaba un resplandor especial; la atmósfera era blanca; todo el Norte se
iluminaba con una intensa reverberación producida evidentemente por la reflexión de los icebergs. Una brisa penetrante atravesaba el espacio, y a las diez, una nieve muy sutil
vino súbitamente a cubrir de blanco el steam-ship. Elevóse
luego en derredor nuestro una espesa faja de nubes, en medio de la cual señalábamos nuestra presencia con incesantes
silbidos, cuyo sonido fuerte, y atronador espantaba las bandadas de gaviotas que se posaban en las vergas de la nave.
Habiéndose disipado la niebla a las diez y media vimos
un vapor de hélice en el horizonte, por la parte, de estribor.
La blanca extremidad de su chimenea indicaba que pertenecía a la compañía Inman, y que transportaba emigrantes de
Liverpool a Nueva York. Aquel buque nos dio su número:
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era el City of Limerik, de 1.530 toneladas y 256 caballos. Había salido dé Nueva York el sábado, y, por lo tanto, llevaba
algún retraso.
Antes del almuerzo, algunos pasajeros organizaron una
especie de lotería que no podía desagradar a los aficionados
al juego o lo que lo parece. El resultado de aquella rifa no
debía conocerse hasta que transcurrieran cuatro días; era lo
que se llamaba la «rifa del práctico». Es sabido que cuando
un buque llega a la entrada de un puerto, un práctico sube a
bordo. Divídense las veinticuatro horas del día y de la noche, en cuarenta y ocho medias horas, o en noventa y seis
cuartos según el número de jugadores. Cada uno de éstos
pone un dólar y la suerte le señala una de aquellas medias
horas o cuartos de hora, ganando los cuarenta y ocho o noventa y seis dollars el pasajero durante cuyo cuarto de hora
pone el práctico el pie en el buque. Según se ve, el juego es
sencillo, no es una carrera de caballos, sino de cuartos de
hora.
Un canadiense el honorable Mac-Alpine, tomó la dirección de este negocio. Reunió con facilidad noventa y seis
jugadores, entre los cuales había algunas pasajeras que no
eran las menos aficionadas al juego. Seguí la corriente general y di un dollar. La suerte me designó el cuarto de hora
número 64, un máximo número que no ofrecía ninguna
probabilidad de ganancia. En efecto, aquella subdivisión del
tiempo se contaba desde el mediodía al siguiente: había,
pues, cuartos de hora diurnos y nocturnos. Fácilmente se
comprenderá que estos últimos no tienen valor aleatorio;
pues es raro que los buques se aproximen a los fondeaderos
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en medio de la obscuridad, y, por consiguiente, es difícil que
se reciba un práctico a bordo durante la noche; las probabilidades de ganar son muy pocas; pero me consolé fácilmente.
Al bajar al salón, vi anunciada una lectura para aquella
noche. El misionero de Utah anunciaba una conferencia sobre el mormonismo. Buena ocasión para iniciarse en los
misterios de la Ciudad de los Santos. Además, aquel elder,
mister Hatch, debía ser un buen orador y convencido. La
ejecución no podía menos de ser digna de la obra. El anuncio de dicha conferencia fue bien acogido.
Tomada la altura resultaron las siguientes cifras:
Latitud: 42º 32’ N.
Longitud. 51º 59’ 0.
Distancia: 254 millas.
A las tres de la tarde los timoneles anunciaron un gran
steamer de cuatro palos. Aquel buque modificó algo su rumbo para acercarse al Great-Eastern con objeto de dar su número. Por su parte el capitán se acercó a él un poco y el vapor
hizo la señal de su nombre. Era el Atlanta uno de los grandes buques que hacen el servicio de Londres a Nueva York
tocando en Brest. Nos saludó y le devolvimos el saludo. A
los pocos instantes desapareció.
Entonces Dean Pitferge me hizo saber, con, manifiesta
complacencia que se había suspendido la conferencia de
mister Hatch. Las puritanas de a bordo no habían permitido
a sus maridos que se iniciaran en los misterios del mormonismo.
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XXI
A las cuatro de la tarde despejóse el cielo, que hasta
entonces se había mantenido cubierto. El mar se habla calmado y el buque ya no arfaba. Parecía que estábamos en tierra firme. La inmovilidad del Great–Eastern sugirió a los
pasajero la idea de organizar carreras. El hipódromo de Epson no hubiera ofrecido mejor pista; y, por lo que hace a los
caballos, a falta del Gladiator y de la Touque debían reemplazarse por escoceses de pura sangre, que bien valían tanto
como aquéllos. No tardó en circular la noticia y al punto los
sportsmens y los demás pasajeros abandonaron el salón y sus
camarotes. Un inglés, el honorable Mac Karty, fue nombrado comisario y los corredores se presentaron sin tardanza.
Estos eran seis marineros, especie de centauros, a la vez caballos y jockeys, dispuestos todos a disputar el gran premio
del Great-Eastern.
Las dos calles de cubierta formaban el campo de las carreras. Los corredores debían dar tres veces la vuelta al buque recorriendo así un trayecto de mil trescientos metros.
Era suficiente. Las tribunas, es decir, las toldillas y los puentecillos fueron invadidos por una muchedumbre de curiosos,
armados de gemelos y algunos de gafas con guardapolvos de
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gasa verde sin duda para preservarse del polvo del Atlántico.
Faltaban los carruajes, es verdad, pero no el espacio para
hacerlos entrar en fila. Las señoras, lujosamente ataviadas,
ocupaban la toldilla de popa. El golpe de vista era magnífico.
Fabián, Corsican, Pitferge y yo nos colocamos en la
toldilla de proa. Aquel punto era el que podía llamarse el recinto del peso en él se hallaban reunidos los verdaderos
gentlemen riders. Delante de nosotros se levantaba el poste de
salida y de llegada. Empezaron las apuestas con entusiasmo
británico; cruzáronse enormes sumas tan sólo al ver el aire, y
apostura de los corredores cuyas proezas no se hallaban aún
insertas en el studbook. Yo no pude menos de mirar con
cierta inquietud a Enrique Drake, mezclándose en aquellos
preparativos con su acostumbrada desenvoltura discutiendo,
disputando, decidiendo en un tono que no admitía réplica.
Afortunadamente, aunque Fabián se había interesado en la
carrera apostando algunas libras, parecía indiferente a todo
aquel juego, pues mantenía alejado con la frente siempre
pensativa y la imaginación en otra parte.
Entre los corredores que se presentaron, dos especialmente habían llamado la atención pública. El uno era un
escocés de Dundee, llamado Wilmore, hombrecillo delgado,
de corta estatura listo, de poco hueso, ancho pecho, mirada
viva y penetrante y parecía ser uno de los preferidos. El
otro, mocetón, bien plantado, llamado O’Kelly, y largo como un caballo de carrera contra balanceaba a los ojos de los
inteligentes, las probabilidades que existían a favor de Wilmore. Apostaron a su favor tres contra uno, y yo, por mi
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parte, participando de la preocupación general, iba a arriesgar en su favor algunos dollars, cuando el doctor me dijo:
-Apueste usted por el pequeño; –el grande está descalificado.
-¿Qué quiere usted decir?
–Quiero decir –replicó con seriedad el doctor– que no
es de pura raza. Podrá tener cierta ligereza inicial, pero carece de resistencia. El pequeño, por el contrario, es de raza;
repare qué tieso es vea usted ése pecho tan bien desarrollado, sin rigidez ese hombre ha debido ejercitarse más de una
vez, corriendo a la pata coja, es decir, saltando sucesivamente sobre uno y otro pie, y produciendo lo menos doscientos movimientos por minuto: apueste usted por él,
créame; no le pesará.
Seguí el consejo de mi sabio doctor y aposté por Wilmore. Los otros cuatro corredores no merecían que se hablase de ellos. Se sortearon los puestos: la suerte favoreció al
irlandés, a quien tocó la cuerda. Los seis corredores se colocaron en línea a la altura del poste. No había que temer falsas salidas, lo cual simplificaba el trabajo del comisario.
Dióse la señal, que fue acogida con entusiastas hurras.
Los inteligentes reconocieron enseguida que Wilmore y
O’Kelly eran andarines de profesión. Sin ocuparse en sus
rivales, que les adelantaban sofocándose corrían con el cuerpo un poco inclinado, erguida la cabeza el antebrazo pegado
al esternón, y los puños adelantados, y acompañando cada
movimiento del pie, opuesto por un movimiento alternativo. Iban descalzos; sus talones no tocaban nunca en el suelo, dejándoles la necesaria elasticidad para conservar la
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fuerza adquirida. En una palabra todos sus movimientos se
relacionaban y completaban. A la segunda vuelta O’Kelly y
Wilmore, siempre en la misma línea se habían adelantado
mucho a sus adversarios, que parecían echar los pulmones
por la boca demostrando la verdad de este axioma que repetía el doctor:
-No se corre con las piernas, sino con el pecho. Buenos
son los músculos; pero valen más los pulmones.
En la penúltima vuelta los gritos de los espectadores
saludaron de nuevo a. sus respectivos favoritos. Por todas
partes estallaban los ¡bravos! y los aplausos.
-El pequeño ganará - me dijo Pitferge -. Está tranquilo y
el otro jadeante.
En efecto, Wilmore tenía el rostro pálido pero tranquilo, mientras que O’Kelly humeaba como paja mojada. Corría
a fuerza del látigo, como se dice en la jerga de los sportsmen pero ambos se sostenían en la misma línea; por último, traspasaron las escotillas de la máquina llegaron al poste de la
arribada...
-¡Bravo por Wilmore! -gritaban unos.
-¡Bravo por O’Kelly! -decían otros.
-Wilmore ha ganado.
-No, que hay empate.
La verdad era que Wilmore, había ganado, pero, apenas
por medio paso, y así lo decidió el honorable Mac-Karty. Sin
embargo, prolongóse la discusión y aun pasaron a palabras
mayores. Los partidarios del irlandés, y especialmente Enrique Drake, sostenían que había deat-head, que la carrera era
nula y debía empezarse de nuevo.
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Pero en aquel momento, cediendo a un involuntario
impulso, Fabián se había acercado a Enrique Drake, diciéndole con frialdad:
-Se equivoca usted, señor; el vencedor es el escocés.
Drake avanzó con viveza hacia Fabián.
–¿Qué dice? - le preguntó con aire amenazador.
-Digo que no tiene usted razón - replicó con calina Fabián.
-Sin duda porqué habrá apostado a favor de Wilmore.
-He jugado, como usted, a favor de O’Kelly -replicó
Fabián con el mismo aplomo -; he perdido y pago.
-Señor mío - exclamó Drake -, ¿pretende usted acaso
darme...?
Pero no acabó la frase. El capitán Córsican se había interpuesto entre Fabián y él, con la intención de tomar la
cuestión por su cuenta. Trató a Drake con una dureza y un
desprecio significativo; pero, por lo visto, Drake no quería
habérselas con él. Así fue que cuando acabó de hablar Corsican, Drake se cruzó de brazos y, mirando a Fabián, dijo
con maligna sonrisa:
-Por lo visto, necesita usted amigos que le defiendan.
Fabián, pálido de coraje, precipitóse contra Drake, pero
le detuve. Por su parte, los compañeros de aquel bribón se
lo llevaron, no sin que antes hubiera dirigido a. Fabián una
mirada rencorosa.
Corsican y yo bajamos con Fabián, que se limitó a decir
con voz tranquila:
-En la primero, ocasión, abofetearé a ese miserable.
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XXII
En la noche del viernes al sábado, el Great-Eastern atravesó las corrientes del Gulfstream, cuyas aguas más azules y
menos frías se distinguían sobre las capas adyacentes. La
superficie de aquella corriente comprimida entre las olas del
Atlántico, es ligeramente convexa. Es, pues, un verdadero
río que corre entre dos riberas líquidas y tino de los más importantes del globo, pues reduce, a simples arroyos el Amazonas y el Mississipí. Los cubos de agua que se sacaron del
mar aquella noche demostraban que su temperatura había
subido de 27º Fahrenheit a 51º, que equivale a 12º centígrados.
El 5 de abril había comenzado con una salida de sol
magnifica. Las anchas olas del fondo resplandecían. Una
templada brisa del Sudoeste soplaba a través del aparejo.
Estábamos en los primeros días hermosos del año. Aquel
sol que hubiera reverdecido los campos del continente, hizo
brillar en el buque frescos tocados. La vegetación se retrasa
algunas veces, la moda jamás. Pronto se llenaron las calles de
cubierta de grupos de paseantes, como se ven los Campos
Elíseos en un domingo del mes de mayo.
No vi en toda la mañana a Córsican, y deseando tener
noticias de Fabián, pasé a su camarote que estaba junto al
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gran salón; llamé a su puerta pero no me respondió; abrí y
no encontré a nadie.
Subí a cubierta; entre los paseantes no se hallaban mis
amigos ni el doctor. Entonces me ocurrió la idea de averiguar en que parte del buque estaría la desventurada Elena.
¿Qué camarote ocuparía? ¿Dónde la tendría encerrada Enrique Drake? ¿A quién estaría confiada aquella infeliz, a la que
su marido abandonaba días enteros? ¿Sin duda a alguna camarera o alguna enfermera indiferente? Quise enterarme, y
no por curiosidad, sino por el propio interés de Elena y de
Fabián, y aunque no fuera más que para evitar un encuentro
siempre temible.
Comencé mis pesquisas por los camarotes del gran salón de señoras, y recorrí los pasadizos de los dos pisos que
había en aquella parte del buque. Esta averiguación era fácil,
porque en la puerta de cada camarote estaban inscritos los
nombres de los pasajeros en tarjetones, lo cual simplificaba
el servicio de los camareros. No encontró el nombre de Enrique Drake, lo que me causó poca extrañeza pues aquel
hombre debía haber preferido los camarotes situados en la
popa del Great-Eastern, que daban a los salones menos frecuentados. Por lo demás, desde él punto de vista de comodidad no existía la menor diferencia entre los departamentos
de proa y los de popa pues la Sociedad de Fletadores no admitía
para el embarque sino una sola clase de pasajeros.
Me dirigía hacia los comedores, examinando detenidamente los pasillos laterales colocados entre una doble hilera
de camarotes; queriendo Drake aislar a Elena no había podido escoger un lugar más a propósito.
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La mayor parte de aquellos camarotes estaban desocupados; recorrí los corredores laterales, puerta por puerta
viendo en ellas algunos nombres, pero no el de Enrique
Drake. Iba ya a retirarme, desanimado, cuando llegó a mis
oídos un vago murmullo, casi imperceptible procedente del
fondo del corredor de la izquierda. Dirigíme, hacia aquel lugar. Los sonidos eran más pronunciados y percibí una especie de cántico plañidero, cuyas palabras no llegaban hasta mí.
Escuché. Era una mujer que cantaba; pero en aquella
voz inconsciente que notaba un profundo dolor. Aquella
voz debía ser la de la pobre loca. Mis presentimientos no
podían engañarme. Me acerqué muy despacio al camarote,
que tenía el número 775; era el último de aquel obscuro corredor, y debía recibir la luz por una de las portillas inferiores abiertas en el casco del Great-Eastern. En la puerta de
aquel camarote no había nombre alguno; Drake no tenía
interés en que se conociese el sitio donde tenía confinada a
Elena.
La voz de la infortunada llegaba distintamente hasta mí.
Su canto era una sucesión de frases incoherentes e interrumpidas a cada instante; una mezcla de tristeza y dulzura.
Hubiérase dicho que una persona bajo la influencia de un
sueño magnético, recitaba estrofas sin ilación. Aunque no
tenía medios para establecer la identidad, no me quedó duda
de que la que cantaba de aquel modo era Elena.
Estuve escuchando algunos minutos, e iba ya a retirarme cuando oí pasos en el saloncito. ¿Sería Drake? Por interés de Elena y de Fabián no quería ser sorprendido en aquel
lugar. Felizmente el corredor daba vuelta a las dos hileras de
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camarotes y, me permitía subir a cubierta sin ser visto; pero
tenía curiosidad de saber quién venía. La semi obscuridad
me favorecía y colocándome en un rincón del corredor pude ver sin ser visto.
El ruido de los pasos había cesado y, ¡extraña coincidencia!, con él el canto de Elena. Pronto volvió a empezar
otra vez el canto y el piso volvió a crujir bajo la presión de
pasos lentos. Asomé la cabeza y en el fondo del corredor, a
la tenue claridad de la imposta de los camarotes, reconocí a
Fabián.
¡Era mi desventurado amigo! ¿Qué instinto le conducía
a aquel lugar? ¿Había descubierto antes que yo el retiro de la
joven? No sabía qué pensar. Fabián se acercaba lentamente,
tentando los tabiques, aplicando el oído, siguiendo, como
guiado por un hilo, aquello, voz que lo atraía a pesar suyo tal
vez, y sin saberlo él mismo. Y, sin embargo, me parecía que
el canto se iba debilitando a medida que él se acercaba y que
aquel hilo iba a romperse. Fabián llegó Junto al camarote y
se detuvo.
¡Cómo debía palpitar su corazón al escuchar aquellos
tristes acentos! ¡Cómo debía estremecerse su ser! ¡Imposible
era que aquella voz no despertase en él algún recuerdo! Pero,
si ignoraba que Drake estuviese a bordo, ¿cómo había podido sospechar la presencia de Elena? No; era imposible; sólo
le atraían aquellos tristes acentos que correspondían al inmenso dolor que le embargaba.
Fabián continuaba escuchando. ¿Qué iba a hacer?
¿Llamaría a la loca? ¿Y si Elena apareciese de improviso? Todo era posible y peligroso en aquella situación y, sin
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embargo, Fabián se aproximó más a la puerta. El canto, que
languidecía poco a poco, cesó de repente, oyéndose luego
un grito desgarrador.
¿Sintió acaso Elena por una comunicación magnética la
proximidad de aquel a quien amaba? La actitud de Fabián
era espantosa; estaba abismado en sí mismo. ¿Iba a derribar
aquella puerta? Así lo creí y me precipité hacia él. Me reconoció; yo tiré de él, y se dejó arrastrar sin oponer resistencia.
–¿Sabe usted quién es esa desgraciada? –me preguntó
luego con voz sorda.
-No, Fabián, no lo sé.
-Es la loca – dijo–. Pero esa locura no es incurable. Un
poco de amor curaría a esa pobre mujer.
-Vámonos, Fabián, vámonos - le dije.
Llegamos sobre cubierta; Fabián se separó de mí sin
decir una palabra, pero no le perdí de vista hasta que entró
en su camarote.
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XXIII
Algunos instantes después encontré al capitán Corsican;
le referí la escena que acababa de presenciar y él comprendió, como yo, que la situación se complicaba. ¿Podíamos
evitar el peligro? ¡Ah! ¡cuánto hubiera dado por acelerar, la
marcha del Great–Eastern, e interponer un Océano entre
Drake y Fabián.
Al separarnos Corsican y yo convinimos en vigilar con
más asiduidad que nunca a los actores de aquel drama, cuyo
desenlace podía estallar de un momento a otro a pesar
nuestro.
Aquel día se aguardaba el Australasian, paquebote de la
compañía Cunard, de 2.760 toneladas, de la línea de Liverpool a Nueva York. Debía haber salido de América el miércoles y no podía tardar en aparecer.
Hacia las once los pasajeros ingleses organizaron una
suscripción a. favor de los heridos de a bordo, algunos de
los cuales no habían aún salido de la enfermería y entre ellos,
el contramaestre, amenazado de una cojera incurable. La
lista se llenó de firmas, pero no sin que hubieran surgido
ciertas dificultades de detalle que acabaron con un cambio
de palabras gruesa.
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A las doce, el sol permitió hacer esta observación:
Longitud: 58º 37’ 0.
Latitud: 41º 41’, 11’’N.
Distancia: 257 millas.
Sabíamos la latitud hasta por segundos. Los dos novios
que acudieron a consultar el cartel hicieron un gesto de impaciencia; estaba visto que tenían motivo para quejarse del
vapor.
Antes de almorzar, el capitán Anderson, quiso distraer a
sus pasajeros del fastidio de tan larga travesía y organizó
ejercicios gimnásticos que él mismo dirigía. Unos cincuenta
hombres, armados, como él, de un palo, imitaban todos sus
movimientos, con exactitud de monos. Aquellos gimnastas
improvisados trabajaban metódicamente sin desplegar los
labios, como milicianos en una parada.
Anuncióse un nuevo entertainment para la velada al que
no asistí. Aquellos pasatiempos, que siempre eran los mismos, me aburrían. Habíase fundado otro periódico rival del
Ocean-Time, pero aquella noche se fusionaron las dos publicaciones.
Pasé las primeras horas de la noche sobre, cubierta. El
mar se agitaba y anunciaba mal tiempo, aunque el cielo se
mostraba todavía sereno. Los balances hacíanse cada vez
más pronunciados. Recostado en uno de los bancos da la
cubierta admiraba aquellas constelaciones que esmaltaban el
firmamento. Las estrellas hormigueaban en el cenit, y aun
cuando la vista no podía distinguir más que cinco mil en toda la esfera celeste, me parecía que aquella noche las había a
millones. Contemplaba cómo se arrastraba por el horizonte
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la cola del Pegaso con toda su magnificencia zodiacal, semejante al manto estrellado de una reina de hadas. Las Pléyades
se elevaban en las alturas del cielo, al propio tiempo que los
gemelos, que a pesar de su nombre, no salen juntos, como
los héroes de la fábula. El Toro parecía que con sus ojos
chispeantes se fijaba en mí. En la misma cúspide de la bóveda celeste resplandecía Wega, nuestra futura se redondeaba
estrella polar, y no muy lejos de ella esa corriente diamantina
que forma la corona boreal. Todas estas inmóviles Constelaciones parecían, empero, moverse a cada balance del buque
y en las oscilaciones, trazaba el palo mayor un semicírculo
perfecto, delineado desde la B de la Osa mayor hasta la estrella Altair del Aguila en tanto que la luna, ya baja, sumergía
en el horizonte el extremo de su disco.
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XXIV
Fue mala la noche; el steam-ship, espantosamente azotado al sesgo, arfaba de una manera atroz. Los muebles bailaban con estrépito y los objetos de tocador empezaron su
música. El viento debió refrescar mucho. El Great-Eastern
navegaba entonces por esos parajes tan fecundos en siniestros, donde la mar es siempre mala.
A las seis de la mañana me arrastró hasta la escalera del
salón principal. Agarrándome a los peldaños y aprovechando los intervalos de las oscilaciones, logré subir a cubierta y
desde allí dirigirme, no sin gran trabajo, al castillo de proa.
Aquel sitio estaba desierto, si así puede llamarse un lugar
donde se hallaba el doctor Dean Pitferge, fuertemente agarrado y vuelto de espaldas al viento, con la pierna derecha
pasada por uno de los montantes del pasamano. Hízome
seña de que me acercara por supuesto con la cabeza pues no
podía valerse de los brazos, que lo sostenían contra la violencia de la tempestad. Arrastrándome como un anélido,
llegué al castillo de proa y me aferré con el doctor.
-¡Ea! -me dijo -, esto marcha; precisamente en el momento de llegar damos con una tromba una verdadera
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tromba hecha como de encargo para este buque. ¡Bien por
el Great-Eastern!
El doctor hablaba con frases entrecortadas; el viento se
llevaba la mitad de sus palabras; pero yo le comprendía. La
voz tromba lleva en sí su propia definición.
Ya sabemos lo que son estas tempestades giratorias,
llamadas huracanes en el Océano Indico y en el Atlántico, tornados en la costa de Africa, simoun en él desierto y tifón en los
mares de la China tempestades que con su empuje irresistible ponen en peligro los buques de mayor porte.
En aquel instante, una tromba había sorprendido de al
Great-Eastern. ¿ Cómo le haría frente el gigante los mares?
-Este buque lo va a pasar mal - me decía Dean Pitferge
-; repare usted cómo esconde la nariz entre la pluma.
Esta metáfora marítima respondía perfectamente a la
situación en que se encontraba el steam-ship. Su estrave desaparecía por completo en una montaña de agua espumosa
que le embestía por la proa y por babor. No se veía a lo lejos.
Todos los síntomas del huracán aparecieron. A las siete
se declaró la tempestad. La mar había crecido de una manera
monstruosa. Aquellas pequeñas ondulaciones intermedias
que marcaban el desnivel de las grandes olas, desaparecieron
aplastadas por el viento. El Océano se hinchaba en prolongadas olas cuyas cimas se rompían con indescriptible impetuosidad. A cada momento aumentaba la altura del oleaje y
el Great-Eastern, que las recibía de través, daba espantosos
bandazos.
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-Sólo quedan dos recursos - dijo el doctor con el aplomo de un marino -, o recibir de frente las olas, capeando a
poca máquina o escapar sin obstinarse en luchar con esta
mar endemoniada; pero el capitán Anderson no mandará
ninguna de estas dos maniobras.
-¿Y por qué? - le pregunté.
-¿Por qué?... - respondió el doctor -, porque es preciso
que le suceda algo.
Al volver la cabeza vi al capitán, al segundo y al primer
maquinista envueltos en sus capuchones y agarrados a los
pasamanos. La bruma de las olas los envolvía de pies a cabeza. El capitán se sonreía según su costumbre; el segundo reía
enseñando, sus dientes blancos y viendo a su buque balancearse de manera que parecía que sus mástiles y sus chimeneas iban a derrumbarse.
Sin embargo, la terquedad del capitán en empeñarse en
luchar con el mar me admiraba. A las siete y media era espantoso el aspecto que presentaba el Atlántico. Por la parte
de proa el oleaje cubría el buque. Yo miraba aquel sublime,
espectáculo, aquella tremenda lucha del coloso contra las
olas; hasta cierto punto comprendía la obstinación del «amo,
después de Dios», el cual no quería ceder, pero entonces
olvidaba que el poder del mar es infinito, y que nada de lo
que haya salido de las manos del hombre, puede resistirlo,
en verdad, por fuerte y poderoso que fuese el gigante, se
vería obligado a huir ante la tempestad.
A eso de las ocho se produjo un choque; era un formidable golpe de mar que acababa de descargar sobre el buque
por la parte, de babor de la proa.
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-Esto no es un arañazo - dijo el doctor -, sino un puñetazo en la cara.
Efectivamente, el puñetazo nos había hecho daño. En
la cresta de las olas aparecieron algunas astillas. ¿Eran pedazos de nuestra propia carne, o los trozos de algún cuerpo extraño? A una señal del capitán, el Great-Eastern viró un
cuarto para esquivar aquellos fragmentos que amenazaban
meterse por entre las palas de las ruedas. Miré con más detención y vi que el golpe de mar acababa de llevarse el pavés
de babor, a pesar de hallarse a cincuenta pies de altura sobre
el nivel de las aguas. Los pares de jabalcón estaban destrozados; muchas planchas del forro habían saltado; otras temblaban retenidas aún por algún clavo. El Great-Eastern se
había estremecido al choque pero seguía marchando con
imperturbable audacia. Era preciso quitar cuanto antes los
restos que obstruían la proa para lo cual era preciso correr el
temporal: pero, el steam-ship se obstinaba en afrontarlos. Toda la soberbia de su capitán lo animaba y no quería ceder, no
cedería. Un oficial y algunos hombres fueron a limpiar la
cubierta por la parte de proa.
-¡Atención! - me -dijo entonces el doctor -; la catástrofe
está cerca.
Los marineros avanzaron hacia la proa. Nosotros nos
agarramos al segundo palo y desde allí mirábamos por entre
las brumas. Las olas barrían la cubierta. De pronto, otro
golpe de mar más violento que el primero pasó por entre las
brechas abiertas en la obra muerta arrancó una enorme
plancha de hierro que cubría la bita de proa demolió la maciza escotilla por donde se bajaba al departamento de la tri116
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pulación, y dando de lleno en la borda de estribor, la hizo
pedazos llevándosela como si fueran trozos de lienzo lechados al aire.
Los hombres yacían por tierra. Uno de ellos, un oficial,
medio ahogado, se sacudió sus rubias patillas y se levantó; y
viendo tendido y sin conocimiento a uno de sus marineros
sobre un áncora precipitóse sobre, su cuerpo, lo cargó sobre
sus espaldas y se lo llevó. La tripulación huía en todas direcciones. En el entre puente había tres pies de agua. Nuevos
residuos cubrían el mar, y entre otros algunos miles de muñecas que mi compatriota de la calle Chapon pensaba aclimatar en América. Todas aquellas muñequitas, arrebatadas
de sus cajas por un golpe de mar, bailaban sobre las olas,
escena que hubiera provocado, sin duda la risa en otra situación menos grave. La inundación aumentaba. Líquidas masas de agua se precipitaban por entre, las aberturas, y la
invasión de la mar fue tal, que según la relación del ingeniero, el Great-Eastern recibió más de dos mil toneladas de agua
lo bastante para echar a pique a una grande fragata.
–¡Muy bien! –exclamó el doctor, al ver que una ráfaga
se le llevaba el sombrero.
La situación era insostenible: hubiera sido una locura
prolongarla por más tiempo. Era preciso huir más que deprisa. El steam–ship, empeñado en resistir las olas de frente,
era como un hombre que se obstinara en nadar entre dos
aguas con la boca abierta.
El capitán Anderson lo comprendió al fin. Le vi asir la
ruedecilla que dirigía los movimientos del timón: el vapor se
introdujo precipitadamente en los cilindros de popa giró el
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timón, y el coloso, como si fuera una lancha puso la proa al
Norte, huyendo ante la tempestad.
En aquel momento el capitán, por lo común tan sereno
y tan dueño de sí mismo, exclamó con rabia:
-¡Mi buque está deshonrado!
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XXV
En cuanto el Great-Eastern hubo virado de bordo, presentando su popa a las olas, cesaron los balances. La inmovilidad mas absoluta sucedió a. la mayor agitación. El
almuerzo estaba servido. La mayor parte de los pasajeros,
reanimados por la quietud del buque, bajaron al dining-room y
pudieron comer sin experimentar sacudida ni choque alguno. Si un plato cayó al suelo, ni una copa derramó su contenido sobre el mantel a pesar de no haberse colocado las
mesas de suspensión. Pero tres cuartos de hora después
empezó la danza de los muebles, los objetos colgados so
balanceaban y la loza chocaba en los aparadores. El
Great-Eastern acababa de emprender otra vez su interrumpido rumbo al Oeste.
Subí a la cubierta con el doctor Pitferge, quien encontrando allí al dueño de las muñecas, le dijo:
-Amigo mío, toda su pequeña familia ha pasado por una
prueba terrible; no balbucearán ya en los Estados Unidos.
-¡Bah! -contestó el industrial parisiense -. La pacotilla
estaba asegurada y mi secreto no se ha ahogado con ella.
Volveremos a hacer muñecas como ésas.
Como se ve, mi compatriota no se desesperaba fácilmente. Nos saludó con mucha amabilidad y nos dirigimos
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hacia la popa donde un timonel nos dijo que se habían enredado las cadenas del gobernalle en el intervalo que medió
entre los dos golpes de mar.
-Si este percance hubiera ocurrido en el momento de la
evolución -me dijo Pitferge -, no sé lo que hubiera sucedido,
pues la mar se precipitaba entonces a torrentes sobre el buque. Las bombas de vapor han comenzado ya a sacar el
agua; pero no ha concluido todo.
-¿Y el pobre marinero? -le pregunté.
-Está gravemente herido en la cabeza. -¡Pobre mozo! es
un pescador, casado y con dos hijos, que hacía su primer
viaje a Ultramar. El médico de a bordo responde de su curación, y eso es lo que me hace temer por su vida; en fin, ya
veremos. También ha cundido el rumor de que el golpe, había arrebatado otros marineros: pero, afortunadamente, no
es cierto.
-Parece que hemos vuelto a seguir nuestro rumbo.
-Si, el rumbo al Oeste, contra viento y marea demasiado
se conoce -añadió agarrándose a un gancho para no rodar
por la cubierta -. ¿Sabe usted lo que haría yo del
Great-Eastern si fuera mío? Pues lo convertiría en un barco de
lujo a diez mil francos por pasaje. Entonces Do irían a su
bordo más que millonarios, gente que no tuviera prisa. Se
invertiría un mes o seis semanas en ir de Inglaterra a América; jamás cortaríamos las olas al sesgo, siempre navegaríamos
viento en popa, no se conocerían ni los balances ni el cabeceo, mis pasajeros estarían libres de mareo y yo les pagaría
cien libras por cada nausea.
-Es una idea práctica - le respondí.
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–¡Sí! – replicó -, se podría ganar dinero... o perderlo.
El steam-ship continuaba su ruta á poca máquina dando
sus ruedas cinco o seis vueltas a lo más para irse sosteniendo. El oleaje era formidable; pero el estrave hendía con regularidad las olas y no embarcaba agua. No era ya el buque
una montaña de metal que avanzaba contra una montaña de
agua sino una roca recibiendo indiferente los embates de las
olas. Una lluvia copiosísima nos obligó a buscar un refugió
en el salón principal. Esto calmó el viento y la mar. El cielo
se aclaró por el Oeste, deshaciéndose en el opuesto horizonte los densos nubarrones que lo cubrían. El huracán nos
envió sus últimas rachas hacia las diez de la mañana.
Al mediodía pudo, ya medirse la altura con bastante
exactitud:
Latitud: 41º 50’ N.
Longitud: 61º 57’ 0.
Distancia: 193 millas.
Esta considerable disminución en la marcha recorrida
sólo debía atribuirse a la tempestad que había combatido el
buque por la noche y a la madrugada tempestad tan terrible
que uno de los pasajeros, verdadero habitante del Atlántico,
pues lo había atravesado cuarenta y tres veces, no habla
visto otra igual. Además, el ingeniero confesó que nunca
había sufrido el Great-Eastern los embates de olas con tanta
violencia como entonces. Pero debemos repetirlo: si el admirable steam-ship anda medianamente, si se balancea demasiado, ofrece en cambio seguridad completa ante los furores
del mar. Resiste como una roca maciza y esa rigidez se la
debe, a la perfecta homogeneidad de su construcción, a su
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doble quilla y al ajuste maravilloso de sus piezas. Su resistencia es absoluta.
Pero repetimos igualmente que por grande que sea su
resistencia no debe oponérsele a una mar desencadenada.
Por grande que sea por fuerte que se le suponga un buque
no se «deshonra» por huir de la tempestad. Un capitán no
debe olvidar jamás que la vida de una persona vale más que
la satisfacción de su amor propio. Si el obstinarse es siempre, peligroso el empeñarse es censurable y un ejemplo reciente, una catástrofe lamentable, acaecida a uno de los
paquebotes transatlántico, nos prueba que un capitán no
debe desafiar al mar, aun cuando esté a punto de ser alcanzado por algún buque de una compañía rival.
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XXVI
Las bombas, sin embargo, seguían achicando el lago
formado en el interior del Great-Eastern, parecido a un estanque en medio de una isla. Poderosa y rápidamente movidas por el vapor, restituían al Atlántico lo que le pertenecía.
La lluvia había cesado; el viento refrescaba de nuevo; el cielo, barrido por la tempestad, estaba despejado. Entrada la
noche, seguí paseando sobre cubierta. Por las escotillas de
las cámaras salía el resplandor de su brillante iluminación.
Por la popa, y hasta donde podía alcanzar la vista se proyectaba un remolino fosforescente, irregularmente rayado
por las brillantes crestas de las olas. Las estrellas, reflejadas
en aquellas capas blanquecinas, aparecían y desaparecían en
medio de nubes empujadas por fuerte brisa. Por la popa rugía el fragor de las ruedas, y bajo mis pies percibía el ruido
de las cadenas del timón.
Llegado al gran salón, me sorprendí al ver una compacta. muchedumbre de espectadores, que aplaudían frenéticamente. A pesar de los malos ratos de aquel día el
entertainment de costumbre desplegaba las sorpresas de su
programa. Del marinero herido, moribundo, no hablaba ya
nadie. Los pasajeros acogían con satisfacción marcada la
presentación de una compañía de minstrels en las tablas del
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Great-Eastern. Esos minstrels son cantores ambulantes, negros
o ennegrecidos, según su origen que recorren las poblaciones inglesas dando conciertos grotescos. Pero esta vez
nuestros cantores eran marineros o camareros del buque
pintados de negro. Llevaban trajes de deshecho, adornados
con botones de galleta; anteojos formados de dos botellas
unidas, y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos
truhanes, muy listos por cierto, cantaban canciones burlescas e improvisaban discursos llenos de retruécanos y juegos
de palabras. Les aplaudían a rabiar, y ellos redoblaban sus
gesticulaciones y sus gestos. Para terminar, un bailarín, ágil
cómo un mono, ejecutó un paso inglés que arrebató a los
concurrentes.
Pero, por interesante que fuese el programa de los minstrels, no había divertido a todos los pasajeros. Una gran parte
de ellos estaban en el salón de proa apiñándose alrededor de
las mesas. Allí se jugaba en gran escala; los que ganaban defendían las ganancias obtenidas en la travesía; los que perdían y a quienes el tiempo apremiaba trataban de recuperar
sus pérdidas, tentando la suerte, con golpes atrevidos. Un
tumultuoso ruido salía de aquel salón. Oíase la voz del banquero anunciando las jugadas, las imprecaciones de los que
perdían, el sonido del oro, el roce de los billetes. Luego reinaba un profundo silencio; pero cuando se conocía el resultado de alguna jugada atrevida redoblaban las exclamaciones.
Yo me trataba muy poco con los concurrentes de la
smoking-room. Tengo horror al juego, pues me parece un placer grosero y con frecuencia malsano. El hombre atacado de
esta enfermedad adolece necesariamente de muchas otras: es
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un vicio que nunca va solo. La sociedad de los jugadores,
mezclada siempre con otras sociedades, no me agrada. Allí
dominaba Drake rodeado de sus satélites, es decir, de los
aventureros que iban a probar fortuna en América.
Yo procuraba ev1íar el contacto de aquella gente bulliciosa, pero aquella noche pasaba por delante del salón sin
entrar, cuando oí una violenta explosión de gritos e injurias
que me detuvo: púseme, a escuchar, y después de un momento de silencio, creí oír, con gran asombro mío, la voz de
Fabián. ¿ Qué haría allí? ¿Iba acaso a buscar a su mayor
enemigo? ¿Estaría a punto de estallar la tan evitada catástrofe?
Empujé la puerta con violencia. El tumulto estaba en su
apogeo. Entre los jugadores distinguí a Fabián. Estaba en
pie frente a Drake, que también estaba en pie como él. Me
precipité hacia Fabián. Sin duda Drake acababa de insultarle
con insolencia y grosería pues Fabián levantó la mano, y si
no cruzó la cara de su adversario, fue porque Córsican, apareciendo de pronto, lo detuvo con un rápido ademán.
Pero Fabián, dirigiéndose a su enemigo, le dijo con tono sarcástico:
-¿Da usted por recibida esta bofetada?
-Sí - respondió Drake -. ¡Aquí está mi tarjeta!
La fatalidad, a pesar nuestro, colocó a aquellos dos
mortales enemigos frente a frente: ya era tarde para separarlos. El capitán Corsican me miró y yo creí sorprender en
sus ojos más emoción que tristeza.
Fabián había recogido la tarjeta que Drake arrojara sobre la mesa. La tenia con la punta de los dedos como un
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objeto que no se sabe por donde tomarlo. Corsican estaba
pálido. Mi corazón palpitaba con violencia. ¡Aquella tarjeta!
Fabián la miró por fin: leyó el nombre escrito en ella y lanzó
una especie de rugido.
-¡Enrique Drake! – exclamó -. ¡Es usted! ¡usted! ¡usted!
-¡El mismo, capitán Mac-Elwin! –respondió tranquilamente el rival de Fabián.
-No cabía engaño. Si hasta entonces Fabián había ignorado el nombre de Drake, éste, se hallaba muy bien informado, de la presencia de Fabián en el Great–Easten?.
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XXVII
Al siguiente día, corrí en busca del capitán Córsican, y le
encontré en el gran salón. Había pasado la noche junto a
Fabián, el cual se hallaba todavía dominado por la emoción
terrible que había producido en él el nombre del marido de
Elena. ¿Le había hecho presentir una secreta intuición que
Drake no estaba solo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le revelaba la de Elena? ¿Había adivinado, por último,
que aquella pobre loca era la misma joven quien amaba hacia
tantos años? Corsican no pudo decírmelo, pues Fabián no
había pronunciado una palabra en toda la noche.
Corsican sentía hacia Fabián una especie de pasión fraternal. Aquella intrépida naturaleza le había seducido irresistiblemente.
-He intervenido demasiado tarde - me dijo -. Yo debí
haber abofeteado a ese miserable mucho antes de que Fabián le levantara la mano.
-Inútil violencia -le dije -. Drake no le hubiera seguido al
terreno donde quería usted llevarlo: era a Fabián a quien él
buscaba; la catástrofe no se hubiera podido evitar.
-Tiene usted razón - me, dijo -. Ese truhán ha logrado
lo que quería. Conocía a Fabián, conocía todo su amor. Ele127
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na le habrá revelado tal vez, en medio de su delirio, sus secretos pensamientos, o quizá se los hiciera saber lealmente
antes de casarse. Impulsado por sus malos instintos, encontrándose en contacto con Fabián, ha buscado esa querella
reservándose el papel de ofendido. Ese canalla debe ser un
duelista temible.
-Sí - le respondí -, cuenta tres o cuatro desdichados lances de ese género.
-Querido señor -respondióme Corsican -, no es el duelo
lo que yo temo. El capitán Mac-Elwin es de aquellos que no
retroceden ante ningún peligro; pero, lo que me da miedo,
son las consecuencias. Si Fabián mata a ese hombre, por vil
que sea abrirá un abismo entre él y Elena. Y, sin embargo,
sabe Dios si, en el estado en que se halla esta desgraciada
mujer tendría necesidad de un apoyo como el de Fabián.
-Pero – repuse -, a pesar de todo lo que pueda resultar,
lo que debemos -desear en obsequio de Elena y de Fabián,
es que Drake sucumba. La justicia está de nuestra parte.
-Cierto, pero hay que temerlo todo, y estoy desesperado
por no haber podido, aun a costa de mi vida evitar este encuentro.
-Capitán - le respondí, tomándole la mano -, todavía no
se han presentado los padrinos de Drake. Aun cuando todas
las circunstancias le den a usted la razón, no debemos desesperar.
–¿Se le ocurre algún medio de evitar este lance?
-Hasta ahora ninguno -, pero, si ha de efectuarse este
duelo, no puede a mi modo de ver, verificarse sino en Amé-
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rica y antes que hayamos llegado allá, el azar, que ha creado
esta situación, puede tal vez librarnos de ella.
Córsican meneó la cabeza como hombre que no admite
la eficacia de la casualidad en las cosas humanas. En aquel
momento Fabián subió la escalera que conduela a la cubierta. Sólo le vi un instante. La palidez de su rostro me impresionó. Daba pena el mirarle. Nosotros le seguimos. El iba
divagando sin dirección fija evocando aquella pobre alma
casi escapada de su mortal vestidura y tratando de evitarnos.
Pero, de repente, se acercó a nosotros y nos dijo:
-¿Era ella? ¿la loca? ¿Es verdad que era Elena? ¡Pobre,
Elena!
Dudaba aún, y se marchó sin aguardar una respuesta
que no hubiéramos tenido valor para darle.
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XXVIII
Al mediodía Drake no había enviado todavía sus padrinos a Fabián. Sin embargo, estos preliminares debieran haberse cumplido ya si Drake se hubiese decidido a pedir
sobre la marcha una satisfacción por medio de las armas.
¿Aquel retraso podría infundirnos alguna esperanza? Yo sabía muy bien que los sajones entienden de otro modo que
nosotros la cuestión de honor, y que el duelo ha desaparecido casi enteramente de las costumbres inglesas. Ya he dicho
que no sólo la ley es severa para los duelistas, y que es imposible eludirla como sucede en Francia sino que hasta la opinión pública se ha declarado en contra de ellos. No
obstante, aquella circunstancia era especial. El lance había
sido buscado, deseado. El ofendido había provocado, por
decirlo así, al ofensor, y todos mis razonamientos venían
siempre a parar a que se había hecho inevitable este encuentro entro Fabián y Drake.
En aquellos momentos los paseantes invadieron la cubierta. Eran los fieles que salían del templo: oficiales, marineros, pasajeros que regresaban a. sus puestos o a sus
camarotes.
A mediodía el cartel anunciaba:
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Latitud: 40º 33’ N.
Longitud: 66º 22’ 0.
Distancia: 214 millas.
El Great-Eastern no se hallaba más que a 348 millas de la
punta del Sandy-Hook, lengua de tierra arenisca que forma
la entrada de los, fondeaderos da Nueva York. Pronto surcaría las aguas americanas.
Durante el almuerzo no vi a Fabián en su puesto de
costumbre, pero Drake ocupaba el suyo. Aunque bullicioso
como siempre, aquel Miserable me pareció que estaba Inquieto. ¿Trataría de buscar en la bebida el olvido de sus remordimientos? Yo lo sé, pero lo cierto es que hacía
frecuentes libaciones en unión de sus amigos habituales. Me
miró varias veces de reojo, no osando o no queriendo mirar
de frente a pesar de su procaz desfachatez. ¿Buscaba a Fabián entre los presentes? Lo ignoro. Me llamó la atención
que se levantara bruscamente de la mesa antes de terminar la
comida y al punto me levantó para observarle; pero se dirigió a su camarote, en el cual se encerró.
Subí a cubierta. El mar estaba tranquilo, puro el cielo; ni
la menor nube, ni un poco de espuma. El doctor Pitferge
me dio malas noticias del marinero herido. El estado del enfermo se agravaba y, a pesar de las seguridades del médico,
era difícil que se restableciera.
A las cuatro de la tarde algunos minutos antes de la
comida se señaló un buque a babor. El segundo me dijo que
debía ser el City of París, de 2.750 toneladas, uno de los mis
hermosos steamers de la compañía Inman, pero se equivocaba pues cuando estuvo cerca el buque se vio que era el Saxo131
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nia de la Steam National Company. Por espacio de algunos
instantes los dos buques navegaron a contrabordo, a menos
de tres cables de distancia. La cubierta del Saxonia estaba
llena de pasajeros que nos saludaron con un triple hurra.
A las cinco apareció otro buque en el horizonte, pero
demasiado lejos para que pudiera conocerse su nacionalidad:
debía ser el City of París. ¡Es un acontecimiento el encuentro
de estos buques, de estos huéspedes del Atlántico, que se
saludan al pasar! Se comprende empero, que una nave no
vea con indiferencia a otra pues el peligro común del elemento que desafían es un estrecho lazo que los une.
A las seis apareció un tercer vapor, el Philadelphia de la
línea Inman, destinado al transporte de emigrantes de Liverpool a Nueva York. Decididamente recorríamos ya mares
frecuentados y no podíamos estar lejos de tierra. Yo ardía en
deseos de desembarcar.
También se aguardaba al Europa vapor de ruedas de
3.200 toneladas y 1.800 caballos de fuerza perteneciente a la
Compañía transatlántica dedicado al servicio de pasajeros
entre el Havre, y Nueva York, pero no se le vio. Sin duda
habría remontado al Norte.
A las siete y media anocheció. Por entre los últimos rayos del sol poniente apareció la luna permaneciendo algún
tiempo como suspendida en el horizonte. Una lectura religiosa hecha por el capitán Anderson en el salón y acompañada de cánticos, se prolongó hasta las nueve de la noche.
Concluyó el día sin que Corsican y yo recibiéramos la
visita de los padrinos de Enrique Drake.
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XXIX
El día siguiente, 8 de abril, fue hermosísimo. El sol se
presentó radiante. Sobre cubierta encontró al doctor Pitferge, que se bañaba en aquellas olas luminosas, el cual me dijo:
-Nuestro pobre herido ha muerto pasada la noche. ¡Los
médicos respondían de él! ¡Oh, los médicos! ¡De nada dudan! Ese es el cuarto compañero que nos deja desde que
salimos de Liverpool, el cuarto dado de baja en el
Great-Eastern, y aun no ha terminado el viaje.
-¡Pobre hombre! –exclamé -. ¿Que va a ser de su pobre
mujer y de sus hijos?
-¿Qué le hemos de hacer? -respondió el doctor -; ésa es
la ley, la gran ley. Es preciso, morir, debemos ceder el
puesto a los que vienen. Nadie se muere, ésta es al menos mi
opinión, sino porque ha de desocupar un puesto al que otro
tiene derecho. ¿Sabe usted cuantos fallecerán durante mi
existencia si vivo sesenta años?
-Lo ignoro, doctor.
-El cálculo es sencillo - replicó Pitferge -; si vivo sesenta
años, habré vivido veintiún mil novecientos días, o sean quinientas veinticinco mil seiscientas horas, o sean treinta y un
millones quinientos treinta y seis minutos, en fin, mil ocho133
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cientos ochenta y dos millones ciento sesenta mil segundos.
Durante ese tiempo habrán muerto irremisiblemente dos
millones de individuos que estorbaban a sus sucesores, y yo
partiré a mi vez cuando sea un estorbo. Lo importante está
en estorbar lo más tarde posible.
El doctor continuó desenvolviendo esta tesis para probarme una cosa sensillísima, es decir, que todos somos
mortales. Juzgué oportuno no, contradecirle y dejarle hablar.
Mientras paseábamos, vi a los carpinteros de a bordo que se
ocupaban en reparar las averías de proa. Si el capitán quería
entrar en Nueva York sin averías, los carpinteros no debían
descuidarse pues el Great-Eastern navegaba rápidamente por
aquella mar tranquila cuyas aguas jamás habían surcado con
tanta velocidad. Así lo comprendí al observar el buen humor
de los novios que asomados a la escotilla de la máquina no
contaban ya las vueltas de las ruedas. Los grandes émbolos
se movían con rapidez y los enormes cilindros, oscilando
sobre sus ejes, resonaban como enorme echadas al vuelo.
Las ruedas daban entonces once vueltas por minuto, y
el steam-ship marchaba a razón de trece millas por hora.
Al mediodía los oficiales no tomaron la altura, pues conocían ya perfectamente la situación por rutina y pronto se
vería la tierra.
Mientras me paseaba después del almuerzo, Corsican se
dirigió a mí. Al verle preocupado comprendí que tenía que
comunicarme algo.
-¡Fabián ha conferenciado por fin con los testigos de
Drake! - me dijo -; iré ruega que yo sea su padrino y pida a
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usted que tenga la bondad de servirle de testigo en este lance: ¿podrá contar con usted?
-Sí, capitán. ¿Es que no queda ya esperanza de arreglo?
-Ninguna.
-Pero, ¿cuál ha sido la causa de esa querella?
-Una cuestión de juego, un pretexto y nada más. El caso es que Fabián no conocía a Drake y Drake, le conocía a
él. El nombre de: Fabián es para su enemigo un remordimiento que quiere borrar matando al hombre, que lo lleva.
-¿Quiénes son los padrinos de Drake?
-El uno - me respondió Corsican -, es un farsante....
–¿El doctor T...?
Exacto. El otro es un yankee a quien no conozco.
–¿Cuándo vendrán a vernos?
-Los aguardo aquí.
En efecto, pronto vi a los dos que se dirigían hacia nosotros. El satisfecho. Se creía sin duda un gran hombre porque representaba a un pícaro. Su compañero, otro comensal
de Drake, era uno de esos mercaderes eclécticos que están
siempre, dispuestos a vender lo que se les quiera comprar.
Después de saludarnos enfáticamente, saludo al que
Corsican apenas se atrevió a contestar, el doctor T... tomó la
palabra.
-Señores - dijo con tono solemne -, nuestro amigo
Drake, que es un caballero, cuyo mérito y buenas maneras
aprecia todo el mundo, nos envía para que tratemos de un
negocio delicado. El capitán Fabián Mac-Elwin, a quien desde luego nos hemos dirigido, ha designado a ustedes para
que lo representen en este asunto. Creo, pues, que nos en135
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tenderemos como cumple a personas bien educadas, respecto a los puntos delicados de nuestra misión.
No respondimos, dejando a aquel charlatán que hablara
sobre su delicadeza.
-Señores – continuó -, no es discutible siquiera que la
ofensa ha partido del capitán Mac-Elwin. Este señor, sin
razón al menos, y aun sin pretexto, ha sospechado de la
honradez de Drake en una cuestión de juego; además, antes
de mediar provocación alguna le ha inferido el mayor insulto
que puede recibir un caballero.
Esta fraseología empezaba a fastidiar al capitán Corsican, que se mordía los bigotes e iba perdiendo la paciencia.
-Al grano, caballero - dijo con aspereza al doctor T.... a
quien cortó la palabra -. El asunto es muy sencillo. El capitán Mac-Elwin ha levantado la mano contra el señor Drake:
su amigo de ustedes da por recibido el bofetón. Es él el
ofendido y exige una reparación. A él le toca elegir armas.
¿Qué más?
-¿Acepta el capitán Mac-Elwin? -preguntó el doctor,
que estaba desconcertado por el tono de Corsican.
-Lo acepta todo.
-Pues bien, nuestro representado escoge la espada.
-¿Dónde se efectuará el duelo? ¿En Nueva York?
-No; aquí; a bordo.
-¡A bordo! Conformes: ¿y cuando? ¿mañana al amanecer?
Esta tarde a las seis, detrás del gran salón de cubierta
que a esa hora está desierto.
-Perfectamente.
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Dichas estas palabras, Corsican se apoyó en mi brazo y
volvió la espalda al doctor T...
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XXX
No era posible ya aplazar el desenlace de aquella cuestión. Sólo faltaban algunas horas para que se verificara el
duelo. ¿Cuál era el origen de aquella precipitación? ¿Por qué
no aguardaba Drake que él y su adversario desembarcara
para batirse en tierra firme? ¿Aquel buque fletado por una
compañía francesa le parecía más propicio para un duelo a
muerte?
¿0 acaso Drake, quería deshacerse de Fabián, antes que
éste colocara el pie en el continente, americano y sospechase
la presencia de Elena a bordo, que Drake, debía suponer
ignorada de todo el mundo? Sí; eso debía ser.
-Bueno - dijo Corsican -. Cuanto antes mejor.
-¿Le parece que indique a Pitferge, que asista al duelo
como médico?
-Si, lo creo acertado.
Corsican fue a avistarse con Fabián. La campana sonaba
en aquel instante: pregunté al timonel qué significaba aquel
toque y me manifestó que doblaba a muertos por el marinero que había fallecido durante la noche. En efecto, iba a verificarse tan triste ceremonia. El tiempo tan hermoso hasta
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entonces, varió. Grandes nubes subían lentamente por el
Sur.
Al oír la campana los pasajeros acudieron en tumulto
hacia estribor. La toldilla, los puentes, el castillo de proa las
lanchas y botes colgados de sus pescantes se llenaron de espectadores. Los oficiales, marineros y fogoneros, francos de
servicio, se alinearon sobre cubierta.
A las dos apareció un grupo de marineros al extremo
del buque: salió de la enfermería y pasó por delante de la
máquina del timón. Cuatro hombres llevaban el cuerpo del
marinero, metido en un saco de lona y fijo en una tabla con
una bala a los pies. El pabellón inglés envolvía el cadáver. El
grupo, seguido de todos los compañeros del difunto, avanzó
lentamente a través de los concurrentes que se descubrían a
su paso.
Al llegar detrás, de la rueda de estribor se detuvo el
cortejo fúnebre y depositó el cadáver en el último rellano en
que terminaba la escalera al nivel de la cubierta.
Delante de la fila de espectadores colocados sobre el
tambor, hallábanse de gran uniforme el capitán Anderson y
sus principales oficiales. El capitán tenía en la mano un libro
de oraciones; se descubrió durante algunos minutos, y en
medio de un silencio profundo, no interrumpido siquiera
por la brisa leyó con voz grave las oraciones de los difuntos.
En aquella atmósfera densa pesada sin que se percibiera un
ruido, ni el menor soplo de viento, sus palabras se oían distintamente. Algunos pasajeros respondían en voz baja.
A una señal del capitán, el cuerpo, alzado por sus conductores, cayó en el mar, sobrenadó un momento y desapa139
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reció después en medio de un círculo de espuma. En aquel
instante gritó la voz del vigía:
–¡Tierra!
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XXXI
La tierra anunciada en el momento mismo en que se cerraba el mar en el cuerpo del pobre marinero, era baja y
amarillenta. Aquella línea de dunas poco elevadas, era
Long-Island, la isla larga gran banco de arena animado por la
vegetación que cubre la costa americana desde la punta
Montaukc hasta Brooklyn, el suburbio de Nueva York. Numerosas goletas de cabotaje bordeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo, por ser la campiña preferida de los
habitantes de Nueva York.
Los pasajeros saludaron con la mano aquella tierra tan
deseada después de una travesía tan larga y en la que no habían faltado incidentes penosos. Todos asestaban sus anteojos hacia aquella primera muestra y del continente
americano, y cada cual la contemplaba y veía de diversa manera, conforme a sus deseos. Los yankees saludaban en ella a
la madre patria; los sudistas miraban con cierto desdén
aquella tierra del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la observaban como hombres que
les falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, traspasando todas aquellas llanuras del Far-West y
atravesando las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus
inagotables criaderos de oro. Los mormones, con la frente
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erguida y el gesto despreciativo, apenas examinaban aquellas
playas: dirigían sus miradas más allá, a su desierto inaccesible
a su lago Salado, a su ciudad de los Santos. En cuanto a los
dos novios, aquel continente era para ellos la tierra de promisión.
-Sin embargo, el cielo se iba obscureciendo cada vez
más: todo el horizonte del Sur estaba encapotado; gruesos y
espesos nubarrones iban aproximándose al cenit. La pesadez
del aire aumentaba; un calor sofocante penetraba la atmósfera como si el sol de julio cayese a plomo sobre ella. ¿No habrían terminado aún los incidentes de aquella eterna
travesía?
-¿Quiere usted que le asombre? - me dijo él doctor, que
estaba a mi lado.
-Asómbreme usted, doctor.
-Pues bien, antes de terminar el día tendremos tempestad.
-¿Tempestad en el mes de abril?
–El Great-Eastern se burla de las replicó Pitferge encogiéndose de hombros -. Vamos a tener un huracán hecho
para él. Mire usted, esas nubes de mal agüero que invaden el
cielo; se parecen a los animales de los tiempos geológicos, y
antes de poco se devorarán.
-Confieso que el horizonte está amenazador. Su aspecto
es tempestuoso, y de aquí a tres meses sería de su parecer,
querido doctor, pero hoy no.
-Pues yo le digo - respondió Pitferge, animándose -que
la tempestad estallará dentro de pocas horas. La presiento
corno un «storm-glass». Mire usted esos vapores que se
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condensan en lo alto, del cielo, observe esos cirrus, esas colas
de gato que se cierran en una sola nube y esos anillos espesos que cierran el horizonte. En breve habrá condensación
rápida de vapores, y, por consiguiente, una producción de
electricidad. Por de pronto el barómetro ha bajado súbitamente a 721 milímetros y los vientos que reinan son los del
Sudoeste, los únicos que producen tempestades en invierno.
-Sus observaciones podrán ser exactas, doctor -lo respondí, como hombre que no quiero ceder -. Pero, ¿quién ha
sufrido tempestades en esta estación y en estas latitudes?
-Se citan casos en los anuarios. Los inviernos templados
se distinguen con frecuencia por tempestades. Si hubiera
vivido usted en 1772, o para no ir tan lejos, en 1824, habría
oído retumbar el trueno en febrero en el primer caso, y en
diciembre en el segundo. En el mes de enero de 1837 cayó
un rayo cerca de Drammen en Noruega causando estragos y
daños de consideración, y en el mes de febrero de este último año, cayeron también en los barcos de pesca de Tréport,
en el canal de la Mancha. Si tuviese tiempo para consultar la
estadística le confundiría.
-En fin, doctor, puesto que se empeña... Allá veremos.
¿Tiene usted miedo del rayo?
-¡Yo! El rayo es mi amigo, es mi médico.
-¡Su Médico!
-Sin duda. Aquí donde usted me ve, he sido atacado por
el rayo el 13 de julio de 1837 estando en Kiew, cerca de
Londres, y me curó una parálisis del brazo derecho que había resistido a todos los esfuerzos de la medicina.
-¿Se chancea?
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-De ningún modo. Es un tratamiento económico, tratamiento por la electricidad. Amigo mío, le podría os que
prueban que el citar otros hechos más auténtico rayo sabe
más que los doctores más hábiles, y que su intervención es
muy útil en casos desesperados.
-No importa -le dije –, tendrá siempre poca confianza
en su médico y no pienso llamarle.
-Porque no le ha visto ejercer. Escuche un ejemplo que
recuerdo. En 1817, en el Connecticut, un campesino que
padecía de un asma tenida por incurable fue herido por un
rayo y quedó curado radicalmente. Aquél fue un rayo pectoral.
El doctor hubiera sido capaz de reducir el rayo píldoras.
-¡Ría usted, ignorante, ría cuanto quiera! ¡No entiende
una palabra de tiempo ni de medicina!
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XXXII
Pitferge se marchó y yo permanecí sobre cubierta mirando cómo avanzaba la tempestad. Fabián seguía aún en su
camarote y Corsican estaba con él. Fabián tomaba sin duda
algunas; disposiciones para el caso de una desgracia. Entonces me acordé que tenía una hermana en Nueva York, y me
estremecía al pensar que tal vez tuviéramos que llevarle la
noticia de la muerte del hermano a quien esperaba. Yo hubiera querido ver a Fabián, pero pensé que era mejor no
estorbarle a él ni a Corsican.
A las cuatro avistamos otra tierra frente a la costa de
Long-Island: era el islote de Fire-Island, en cuyo centro tiene un faro que alumbra dicha tierra. En aquel momento los
pasajeros invadieron las toldillas y puentes, mirando hacia la
costa que teníamos a unas seis millas de distancia al Norte, y
aguardando el instante, en que el práctico llegase y decidiera
la importante cuestión de la rifa. Los poseedores de los
cuartos de horas nocturnos, habíamos perdido toda esperanza y los de los cuartos de hora diurnos, excepto aquellos
que se hallan comprendidos entro cuatro y seis de la mañana
tampoco podrían confiar ya en la suerte. Antes de la noche,
el práctico llegaría a bordo y en su presencia quedaría termi145
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nado el juego: por lo tanto, todo el interés se concentraba
en las siete u ocho personas, en quien la suerte había dado
los próximos cuartos de hora y estas se aprovechaban de la
ocasión, para vender, comprar y revender su número con
verdadero afán.
A las cuatro y dieciséis minutos se avistó por estribor
una goletilla que se dirigía hacia nosotros. No cabía duda; era
el práctico. No tardaría en subir a bordo más de un cuarto
de hora. La competencia pancha hallarse pues, entre el segundo y tercer cuarto de hora que median entre las cuatro y
cinco de la tarde; las demandas y ofertas volvieron a empezar. Después cruzáronse apuestas insensatas sobre las cualidades personales del práctico; como por ejemplo:
–Diez dollars a que el práctico es casado.
-veinte, dollars a que es viudo.
-Cincuenta dollars a que tiene patillas rubias.
-Sesenta dollars a que tiene una verruga en la nariz.
-Ciento a que al saltar a bordo el primer pie que pondrá
sobre cubierta será el derecho.
-A que fuma.
-A que fuma en pipa.
-¡No! ¡sí! ¡no!
Y otras mil apuestas, tan absurdas como las anteriores,
pero que aceptaban algunos. La goletilla se acercaba. Veíanse
distintamente sus airosas formas, bastante marcadas por la
proa y sus curvas prolongadas que le daban el aspecto de un
yate de recreo. ¡Qué lindos son esos buques de cincuenta a
sesenta toneladas, admirablemente construidos para resistir
los temporales y sortear los embates de las olas! Al llegar
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aquélla a dos cables del Great-Eastern, se puso al pairo de
pronto y echó un bote al agua. El capitán Anderson mandó,
parar y por primera vez en quince -días cesaron de funcionar las ruedas v la hélice. Un hombre saltó de la goleta al
bote que empujado por cuatro remeros, se dirigió al
steam-ship. Largóse una escala de cuerda por el costado del
coloso, al cual atracó el cascarón de nuez del práctico, que
trepó ágilmente y saltó a cubierta.
Acogiéronle los gritos de júbilo de los gananciosos y las
exclamaciones de los que perdían, y las apuestas y las rifas se
resolvieron en esta forma.
El práctico era casado.
No tenía verruga alguna.
Usaba bigotes rubios.
Y había saltado a cubierta con los pies juntos.
Por último, eran las cuatro y treinta y seis minutos en el
momento en que ponía el pie sobre el Great–Eastern.
El poseedor del vigésimo tercio, cuarto de hora ganaba
el lote de noventa y seis dollars. Lo tenía Corsican, que ni
siquiera pensaba en ganancia semejante en aquellos momentos. No tardó en aparecer sobre cubierta y cuando le
presentaron el dinero, dijo al capitán Anderson que conservará aquella cantidad para entregarla a la viuda del joven marinero a quien el golpe de mar había causado la muerte.
El comandante, sin decir una palabra, le dio un fuerte
apretón de manos. Un momento después un marinero se
acercó a Corsican, y después de saludarle eón aire rudo, le
dijo:
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-Señor, los compañeros me envían para que es usted un
hombre de muy buenos sentimientos, y todos le dan las gracias en nombre del pobre Wilson, que no puede manifestarle su agradecimiento por sí mismo.
Corsican, profundamente conmovido, estrechó la mano
del marinero.
El práctico era un hombrecillo que no tenía aspecto de
marino: llevaba gorra de hule pantalón negro, un gabán pardo con forro encarnado y un paraguas. Desde aquel momento él era el amo a bordo.
Al saltar sobre cubierta y antes de subir al puente, había
arrojado un gran paquete de Periódicos, sobre los cuales se
precipitaron con cierta avidez los pasajeros. Eran noticias de
Europa y de América; era el lazo político y social que se estrechaba entre el Great-Eastern y ambos continentes.
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XXXIII
Habíase formado la tempestad; la huella de los elementos iba a comenzar. Una densa bóveda de miles de tinte
uniforme se iba extendiendo sobre nuestras cabezas. La atmósfera sombría presentaba un aspecto muy triste: La Naturaleza quería justificar los presentimientos del doctor
Pitferge.
El steam-ship iba poco a poco acortando su marcha. Las
ruedas no daban mas que tres o cuatro vueltas por minuto;
por las válvulas entreabiertas se escapaban espirales de humo
blanquecino; las cadenas de las áncoras estaban preparadas.
En el palo do mesana ondeaba el pabellón inglés.
El capitán Anderson había tomado todas sus disposiciones para fondear. Desde el tambor de estribor, el práctico
hacía señales con la mano, ordenaba las evoluciones del buque en los estrechos canales; pero el reflujo bajaba y el
Great-Eastern no podía pasar la barra que corta la embocadura de Hudson. Había que esperar la marca creciente. ¡Aun
faltaba un día!
A las cinco menos cuarto, y por orden del práctico, se
soltaron las anclas, cuyas cadenas resbalaron por los escobenes con un ruido comparable al del trueno. Hubo un instante en quo creí que la tempestad empezaba. Cuando las
149
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uñas de las anclas mordieron la arena el steam-ship permaneció inmóvil. I\71 la menor ondulación desnivelaba el mar.
El Great-Eastern era un islote.
En aquel instante la bocina resonó por última vez.
Llamaba a los pasajeros para la comida de despedida.
La Sociedad de Fletadores iba a prodigar el champaña a sus
huéspedes; ninguno de éstos se hubiera atrevido a faltar a la
cita. Un cuarto de hora después los comedores se hallaban
llenos de comensales, y la cubierta enteramente desierta.
Sin embargo, siete personas debían dejar desocupados
sus puestos; los dos adversarios que iban a arriesgar su vida
en el duelo, los cuatro amigos y el doctor que debía asistirlos. Habíase escogido perfectamente la hora del encuentro,
así como el sitio. No había nadie sobre cubierta; todos los
pasajeros estaban en los dining-rooms, los marineros en sus
puestos, los ofíciales en su comedor particular y ni un solo
timonel a popa pues el steam-ship se mantenía inmóvil sujeto
por sus anclas.
A las cinco y diez minutos de la tarde Fabián y Corsican
se unieron al doctor y a mí. Desde la escena del juego, yo no
había vuelto a ver a Fabián. Me pareció triste, pero en extremo tranquilo, y nada preocupado. En aquel momento su
pensamiento y sus inquietas miradas se dirigían y buscaban
siempre a Elena. Se limitó a apretarme la mano sin pronunciar una palabra.
-¿No ha venido Drake? -me preguntó Corsican.
-Aún no -le contesté.
-Vámonos hacia popa allí es la cita.
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Fabián, el capitán Corsican y yo, echamos a andar. El
cielo se obscurecía. Sordos gruñidos se oían en el límite del
horizonte: era como un bajo continuó, sobre el que destacaba vivamente la algazara que salía de los salones. Algunos
relámpagos lejanos desgarraban la espesa bóveda de las nubes. La atmósfera estaba impregnada de electricidad.
A las cinco y veinte minutos llegaron Drake y sus testigos. Aquellos señores nos saludaron, saludo que les fue ceremoniosamente devuelto. Drake no habló una palabra. Sin
embargo, en su fisonomía se traslucía una excitación mal
contenida. Lanzó a Fabián una mirada llena de odio. Nuestro amigo, que estaba apoyado en el enjaretado, ni siquiera le
vio. Se hallaba absorto en una contemplación profunda y, al
parecer, no pensaba en el papel que debía representar en
aquel drama.
Corsican, dirigiéndose al yankee, uno de los testigos de
Drake, le pidió las espadas; éste se las presentó. Eran espadas de desafío cuya ancho, cazuela resguardaba la mano del
que las esgrimía. Corsican las tomó, las examinó, doblando y
blandiendo las hojas y midiéndolas, y luego dejó que el yankee escogiera una de ellas. Mientras hacía estos preparativos,
Drake, se quitó el sombrero, despojóse del gabán, se desabrochó el cuello y la pechera de la camisa y se remangó los
puños. Luego tomó la espada: entonces observó que era
zurdo, indudable ventaja para él, acostumbrado a batirse con
los que manejaban el acero con la mano derecha.
Fabián no se había movido de su sitio, como si no tuviera nada que ver con todos aquellos preparativos. Corsican
le tocó con la mano y le presentó la espada. Fabián miró
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aquel brillante acero, y pareció que volvía de pronto a recobrar toda su memoria.
Tomó la espada con mano segura y murmuró:
-Sí, es justo; ¡ya recuerdo!
Después se colocó delante de Drake, el que inmediatamente se puso en guardia. En aquel reducido espacio era
imposible retroceder, pues el combatiente que lo hubiese
hecho, se habría visto acorralado contra la pared del salón;
era pues, indispensable batirse a pie firme.
-¡Vamos, señores! - dijo el capitán Corsican.
Las espadas se cruzaron. Desde las primeras arremetidas algunos rápidos uno-dos, tirados por Una y otra parte, y
ciertos ataques y paradas, me demostraron que Fabián y
Drake debían hallarse poco más o menos a igual altura y
esto me hizo augurar bien respecto a Fabián, el cual se
mostraba sereno y dueño de sí mismo, no manifestaba cólera y más bien demostraba una indiferencia en el combate,
mayor sin duda que la de los propios testigos. Enrique Drake, por el contrario, le miraba con furibundos ojos: a través
de sus entreabiertos labios asomaban sus dientes apretados;
tenía la cabeza casi metida entro sus hombros, y su fisonomía presentaba todas las señales dé un verdadero odio que le
privaba de su sangre fría. Quería matar a todo trance.
Después de algunos minutos de lucha se bajaron las espadas; ninguno había sido tocado hasta entonces, aunque
Fabián tenía algo desgarrada la manga de la camisa. Se les
concedió un breve descanso. Drake se limpiaba el sudor que
inundaba su rostro.
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La tempestad se desencadenaba con todo su furor. El
rumor del trueno era incesante y a cada momento se oían
estampidos tremendos. La electricidad se desarrollaba con
toda su intensidad, las espadas chispeaban, despidiendo luminosos destellos a la manera de los pararrayos entre los
nubarrones tempestuosos. Después de un instante de descanso, el capitán Corsican dio de nuevo la señal de combate.
Fabián y Drake volvieron a ponerse en guardia. El segundo
ataque fue más violento que el primero. Fabián se defendía
con admirable calma; Drake atacaba con rabia. Algunas veces, después de una estocada furiosa de su contrario, creí yo
que Fabián iba a responder con otra pero ni Í siquiera lo
intentaba.
De pronto, tras un quite en tercera Drake se tiró a fondo. Creí que Fabián había sido herido en el pecho; pero éste
había parado en quinta pues el golpe iba bajo, descargando
un golpe seco en la espada de Drake, el cual se retiró cubriéndose con un rápido semicírculo, mientras los relámpagos desgarraban las nubes sobre nuestras cabezas.
Fabián tuvo ocasión de responder al ataque pero no lo
hizo. Aguardó a que su adversario se repusiera. Lo confieso,
aquella generosidad no fue de mi agrado; Drake era uno de
esos hombres a quienes no se deben tener miramientos.
De pronto, y sin que yo pudiera explicarme aquel extraño abandono de sí propio, Fabián dejó caer su espada. ¿Había sido herido mortalmente sin que lo sospechásemos?
Toda mi sangre se agolpó al corazón. Y, sin embargo, la mirada de Fabián había adquirido una animación singular.
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-¡Ea! ¡defiéndase! -gritó Drake afirmándose sobre sus
piernas, rugiendo como un tigre y dispuesto a precipitarse
sobre, su enemigo.
Al ver desarmado a Fabián le consideré perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su adversario, para impedir que
se asesinara a un hombre indefenso, pero Enrique Drake, se
quedó también inmóvil.
Me volví. Pálida como un cadáver, con las manos extendidas, Elena avanzaba hacia los combatientes. Fabián,
fascinado por aquella aparición, permaneció con los brazos
abiertos sin moverse.
–¡Tú! – exclamó Drake, dirigiéndose a Elena -. ¡Tú
aquí!
La espada le temblaba en las manos: parecía la de San
Miguel empuñada por Satanás.
De pronto, un relámpago deslumbrador, una violenta
iluminación envolvió toda la popa del buque y sin saber cómo caí al suelo, casi sofocado. El relámpago y él trueno habían sido simultáneos. Se percibió un fuerte olor a azufre.
Merced a un esfuerzo supremo, recobró mis sentidos: había
caído sobre, una rodilla me levantó como pude y miré. Elena se apoyaba en el brazo de Fabián. Drake se había quedado petrificado, en la misma postura y tenía el rostro negro.
El desdichado, atrayendo el rayo con la punta de su espada había hecho que descargara sobre él.
Elena dejó a Fabián, se aproximó a Drake, le miró llena
de angelical compasión y le puso la mano en el hombro...
Aquel ligero contacto bastó para hacerle perder el equilibrio
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y para que el cuerpo de Drake cayera al suelo como una masa inerte.
Elena se inclinó sobre él mientras nosotros retrocedíamos espantados. El miserable Drake, era cadáver.
-¡Muerto por el rayo! -dijo el doctor, asiéndome del
brazo -; ¡muerto por el rayo! ¡Ah! ¡no quería usted creer en
la intervención del rayo!
En efecto, ¿Drake había sido muerto por descarga
eléctrica como aseguraba el doctor Dean Pitferge, o como
después lo sostuvo el médico de a bordo, se le había abierto
una arteria en e1 pecho? No lo sé. Lo cierto es que no teníamos ante los ojos más que un cadáver.
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XXXIV
Al siguiente día martes 9 de abril, a las once, el
Great-Eastern levaba el ancla y se disponía a entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con seguridad incomparable.
Durante la noche la tempestad se había disipado; los últimos
nubarrones desaparecían en el lejano horizonte. La mar se
animaba bajo las evoluciones de una flotilla de goletas que
bordeaban la costa.
Era un pequeño buque de vapor que traía la comisión
sanitaria de Nueva York. Provisto de un balancín que subía y
bajaba sobre cubierta marchaba con una rapidez extraordinaria y me daba una idea de aquellos pequeños ténders americanos, construidos bajo un mismo modelo, de los cuales
unos veinte nos rodearon bien pronto.
No tardamos mucho en traspasar el Light-Boat, faro
flotante que marca los pasos del Hudson. Costeamos la
punta de Sandy-Hook, arenosa lengua de tierra que termina
en un faro, y desde la cual algunos curiosos nos saludaban
con hurras.
A la. una después de haber navegado a lo largo de los
muelles de Nueva York, el Great-Eastern fondeaba en el
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Hudson, y las áncoras, enganchándose en los cables telegráficos del río, estuvieron a punto de romperlos al partir.
Entonces empezó el desembarque de todos aquellos
compañeros de viaje, de aquellos compatriotas de una travesía a quienes no debía volver a encontrarlos californianos,
los del Sur, los mormones, los novios... Esperé a Fabián y a
Corsican. .
Hube de referir al capitán Anderson los incidentes del
duelo que había ocurrido a bordo. Los médicos hicieron su
correspondiente informe y como no tuvo que intervenir la
justicia en la muerte de Drake se dieron las órdenes oportunas para que se llenaran en tierra los últimos deberes para
con su cadáver.
En aquel momento, el estadístico Cokburn, que en todo
el viaje no me había hablado, me dijo:
–¿Sabe usted, amigo mío, cuántas vueltas han dado las
ruedas durante la travesía?
-No, señor.
-Cien mil setecientas veintitrés.
-¡Ah, de veras! ¿Y la hélice?
-Seiscientas ocho mil ciento treinta.
-Agradecidísimo, señor.
Y el estadístico Cokburn se marchó sin saludarme.
En aquel instante se unieron conmigo Fabián y Corsican; Fabián me estrechó con efusión la mano.
-Elena -me dijo -curará. Ha recobrado por un momento la razón. ¡Ah! ¡Dios es justo, y se la devolverá por
entero!
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Hablando de esta suerte, Fabián confiaba en el porvenir. En cuanto a Corsican me dio un fuerte abrazo sin ceremonias, pero de una manera algo ruda.
-Hasta la vista - me gritó cuándo tomó asiento en el
tender donde se encontraban ya Fabián y Elena en compañía de mistress R..., la hermana del capitán Mac-Elwin, que
había acudido a recibirle. El tender se alejó, llevándose aquel
primer grupo de pasajeros al desembarcadero de la Aduana.
Los miraba alejarse y al ver a Elena entre Fabián y la
hermana de éste, no dudó ya que los cuidados, la adhesión,
el amor, lograsen devolver la razón a aquella pobre alma extraviada por el dolor.
De pronto recibí un abrazo, me volví y reconocí al
doctor Pitferge.
-Y ahora - me dijo -, ¿qué va a hacer usted?
-Puesto que el Great-Eastern ha de permanecer ciento
noventa y dos horas en Nueva York, y debo volver a embarcarme, en él, tengo ciento noventa y dos horas que pasar
en América o lo que es igual, ocho días, que empleándolos
bien bastan para ver a Nueva York, el Hudson, el valle de
Mohawk, el lago Erié, el Niágara y todo ese país cantado por
Cooper.
-¡Ah! ¿va usted al Niágara? - exclamó Dean Pitferge -.
A fe que me alegraría de volver a verlo, y si mi proposición
no le pareciese importuna...
El buen doctor me divertía con sus extravagancias. Su
proposición me interesaba pues en él encontraba yo un guía
muy instruido.
–¡Vengan esos cinco! - le dije.
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Un cuarto de hora después, nos encontrábamos en el
tender, y a las tres de la tarde después de haber remontado
el Broaway, nos alojamos en dos habitaciones del Fifth Avenue Hotel.
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XXXV
¡Ocho días en América! El Great-Eastern debía zarpar el
16 de abril, y eran las tres de la tarde del cuando, puse el pie
en la tierra de la Unión. ¡Ocho días! Hay turistas impacientes, «viajeros exprés» a quienes probablemente hubiera bastado este tiempo para visitar toda la América.. Yo no
deseaba tanto.
Ni aun aspiraba a visitar a Nueva York detenidamente
pata escribir después de aquel examen rápido un libro sobre
las costumbres y carácter de los americanos. Pero en su
constitución, en su aspecto físico, Nueva York está pronto
vista; no tiene más variación que la de un tablero de ajedrez,
calles cortadas en ángulos rectos, llamadas avenidas, cuando
son longitudinales, y streets cuando son transversales; con
números de orden en aquellas diversas vías de comunicación, disposición muy práctica pero muy monótona; y ómnibus americanos haciendo servicio en todas las avenidas.
Visto un barrio de Nueva York está vista toda la gran ciudad, salvo, si se quiere, aquella confusión de calles y callejuelas aglomeradas en la parte Sur, donde se ha agolpado la
población mercantil. Nueva York es una lengua de tierra y
toda su actividad se encuentra en la punta de aquella lengua.
A cada uno de sus lados se desarrollan el Hudson y el gran
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río del Este, que son dos verdaderos brazos de mar, surcados de buques, y cuyos ferry–boats enlazan la ciudad por la
derecha con Brooklyn, y por la izquierda con las orillas del
New Jersey. Una sola arteria corta de través la simétrica
aglomeración dé los barrios de Nueva York llevando a ellos
la vida: es el viejo Broadway, el Strand de Londres, el bulevar Montmartre de París, casi intransitable por su parte baja
a la que afluye la muchedumbre, y casi desierto en su parte
alta; una calle en que las casuchas y los palacios de mármol
se tocan ; un verdadero río de fiacres, ómnibus, coches de
alquiler, carretas y carromatos, con andenes por orillas, y
sobre el cual ha habido que echar puentes para dejar paso a
los transeúntes. Broadway es el verdadero Nueva York, y
por allí nos paseamos el doctor Pitferge y yo hasta entrada
la. noche.
Después de comer en Fifth Avenue Hotel en donde nos
sirvieron únicamente guisos liliputienses en platitos de muñeca me fui a terminar el día en el teatro Barnum, donde se
representaba un drama que atraía a la muchedumbre: New
York’s Streets. En el cuarto acto figuraba un incendio, y una
verdadera bomba de vapor manejada por verdaderos bomberos. Esta constituía la «great attraction».
En la mañana del siguiente día dejé al doctor que despachara sus asuntos. A las dos 4 la tarde debíamos encontrarnos en el hotel. Fui al correo, situado en Liberty Street, 51,
para recoger las cartas que tenía allí detenidas; luego a
Rowling Green, 2, a casa del cónsul de Francia el barón
Gualdree Boilleau, que me recibió muy bien; luego a la casa
de Hoffmann, en donde cobró unas letras, y, por último, al
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número 25 de la calle 36, casa de mistress R..., hermana de
Fabián, cuyas señas me había dado éste. Allí adquirí noticias
de Elena y de mis dos amigos; supe que por consejo de los
médicos, mistress R..., Fabián y Corsican, se habían ausentado de Nueva York llevándose consigo a la joven a la cual el
aire y la tranquilidad del campo le serían favorables. Una esquela de Corsican me anunciaba aquella marcha tan repentina. El bravo capitán había ido a Fifth Avenue Hotel y no me
había encontrado. ¿A dónde irían al salir de Nueva York?
No lo sabían. Al primer sitio hermoso que impresionara a
Elena; allí permanecerían hasta que desapareciera el encanto.
Corsican me prometía tenerme al corriente, y confiaba en
que yo no partiría sin darles antes a todos un abrazo por
última vez. Sí: hubiera tenido mucho gusto en poder ver de
nuevo a Elena y abrazar a Fabián y a Corsican; pero, ausentes ellos y marchándome yo, no debía pensar en volverlos a
ver.
A las dos estaba de vuelta en el hotel; encontró al doctor en el bar-room, que estaba lleno de gente como un salón
de la Bolsa o un mercado, verdadero salón público, en el
que se mezclaban los transeúntes y los pasajeros, y en el que
todo el que llega encuentra gratis, agua fría galleta y Chester.
-Hola, doctor - le dije -, ¿cuándo partimos?
-Esta tarde a las seis.
-¿Tomaremos el rail-road del Hudson?
-No, el Saint-John, un admirable steamer, otro mundo, un
Great-Eastern de río, una de esas máquinas maravillosas de
locomoción que vuelan con frecuencia. Yo hubiera preferido enseñarle el Hudson de día pero el Saint-John sólo navega
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de noche. Mañana a las cinco de la madrugada nos hallaremos ya en Albany. A las seis tomaremos el New York Central
Rail-road y por la noche cenaremos en Niágara Falls.
No cabía discutir el programa del doctor; lo acepté a
ojos cerrados. El ascensor del bote, colocado en su rosca
vertical, nos subió hasta nuestros cuartos Y nos volvió a bajar algunos minutos más tarde con nuestra maleta de turistas.
Un coche de a veinte francos la carrera nos condujo en un
cuarto de hora al embarcadero, ante el cual el Saint-John estaba ya despidiendo densos torbellinos de humo.
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El Saint-John y su gemelo el Dean Richmond, eran los más
hermosos steam-boats del río; son más bien edificios que barcos. Tienen dos o tres pisos con plataformas, corredores,
galerías y paseos, asemejándose a la morada flotante de un
plantador; el conjunto lo dominan unos veinte postes empavesados y ligados entre si por armaduras de hierro que
consolidan el total de la construcción: sus dos enormes
tambores estaban pintados al fresco como los tímpanos de
la iglesia de San Marcos de Venecia; detrás de cada rueda se
eleva la chimenea de las dos calderas, las cuales no van colocadas dentro del casco del steamboat, precaución muy prudente para el caso de una explosión. En el centro, entre los
tambores, se mueve una máquina de extremada sencillez: un
cilindro, un émbolo que pone en movimiento un largo balancín, el cual sube y baja como el enorme martillo de una
fragua y una sola biela que mueve el árbol de aquellas macizas ruedas.
Una muchedumbre de pasajeros llenaba ya completamente la cubierta del Saint-John. Pitferge y yo fuimos a instalarnos a un camarote que daba a un inmenso salón, especie
de galería de Diana cuya redondeada bóveda descansaba en
una serie de columnas corintias. Por todas partes comodidad
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y lujo: alfombras, divanes, canapés, objetos de arte, pinturas,
espejos y hasta gas, fabricado a bordo en un pequeño gasómetro.
En aquel momento la colosal máquina se puso en marcho, y yo subí a los puentes superiores. En la proa había una
caseta cuidadosamente pintada: era la cámara de los timoneles. Cuatro hombres vigorosos se mantenían junto a los
rayos de la doble rueda del timón. Después de un paseo de
algunos minutos, volví a bajar a cubierta entro las calderas
enrojecidas ya de las que se escapaban pequeñas llamas azules, por efecto de la acción del aire que despedían los ventiladores. Del Hudson no podía ver nada. La noche avanzaba
y, con la noche, nos venía encima una nube a que podía
cortarse con cuchillo».
El Saint-John bramaba como un formidable mastodonte.
Apenas se distinguían las luces de las poblaciones situadas en
las riberas, y los fanales de los buques de vapor que remontaban las obscuras aguas lanzando fuertes silbidos.
A las ocho entró en el salón. El doctor me llevó a cenar
a un magnífico restaurant, instalado en el entre puente, y
servido por un ejército de criados negros. Pitferge, me hizo
saber que pasaban de cuatro mil los viajeros que iban a bordo, entre los cuales se contaban mil quinientos emigrantes,
alojados en la parte más baja del steam-boat. Terminada la cena fuimos a acostarnos en nuestros cómodos camarotes.
A las once me despertó una especie de choque. El
Saint-John se había parado. No pudiendo el capitán maniobrar en medio de aquellas densas tinieblas, mandó hacer al-
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to. El enorme buque dio fondo en el canal, y se durmió
tranquilamente sobre sus anclas.
A las cuatro de la madrugada el Saint-John prosiguió su
marcha. Me levantó y pasé a la galería de proa. La lluvia había cesado, se deshacían las nubes y las aguas del río aparecieron nuevamente a nuestra vista; luego las orillas; la
derecha ondulada cubierta de una verde arboleda y de arbustos que le daban el aspecto de un largo cementerio. En
último término cerraban el horizonte, altas colinas, formando una graciosa línea. En la orilla izquierda sucedía lo contrario, pues todo eran terrenos llanos y pantanosos. En el
lecho del gran río, entre sus islas, aparejaban muchas goletas
para aprovechar las primeras brisas; los steam-boats remontaban la rápida corriente del Hudson.
El doctor había ido a buscarme a la galería.
-Buenos días, compañero -me dijo después de aspirar el
aire fresco -. ¿Sabe usted que gracias a esa maldita niebla no
llegaremos a Albany a tiempo de alcanzar el primer tren?
Esto va a variar mi programa.
-Lo siento, doctor, pues no tenemos tiempo de sobra.
–¡Bah! Todo se reduce a llegar al Niágara Falls de noche, en vez de llegar por la tarde.
Esto no me convenía pero era preciso conformarme.
En efecto, el Saint-John no quedó amarrado al muelle de
Albany antes de las ocho. El tren de la mañana ya había salido, había que aguardar el de la una y cuatro minutos de la
tarde. Podíamos, pues, visitar descansadamente aquella curiosa ciudad, que forma el centro legislativo del Estado de
Nueva York. La ciudad baja comercial y populosa sita en la
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orilla derecha del Hudson, y la ciudad alta con sus casas de
ladrillo, sus establecimientos públicos, y su notable museo
de fósiles, parecían uno de los grandes barrios de Nueva
York transportado a la falda de aquella colina sobre la que se
extiende en forma de anfiteatro.
A la una, después de almorzar, estábamos en la estación
del ferrocarril, estación libre, sin barrera ni guardianes. El
tren paraba en medio de la calle como un ómnibus. Se sube
cuando se quiere en aquellos largos vagones, sostenidos en
su parte delantera y en la trasera por un sistema de cuatro
ruedas. Estos vagones se comunican entre sí por medio de
puentecillos que permiten a los viajeros, pasearse de un extremo al otro del convoy. A la hora marcada sin que hubiésemos visto ningún empleado, sin sonar campana alguna sin
el menor aviso, la jadeante locomotora adornada como un
estuche como un objeto de orfebrería se puso en movimiento, arrastrándonos con una velocidad de doce, leguas
por hora; pero en vez de estar hacinados como en los vagones de los ferrocarriles europeos, podíamos ir y venir comprar libros y periódicos «no sellados». La estampilla no entra
en las costumbres americanas; a ningún censor de aquel país
singular le ha ocurrido la idea de que es preciso vigilar con
más cuidado las lecturas de los que leen en un vagón de ferrocarril que la de los que lo hacen en un rincón de su hogar
arrellanados cómodamente en un sillón. Todo esto podíamos hacerlo sin tener que esperar a llegar a una estación. Las
botillerías ambulantes y las bibliotecas, todo marcha con los
viajeros, el tren atravesaba campos sin barreras, y bosques
recién desmontados, a riesgo de tropezar con troncos echa167
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dos por el suelo; con poblaciones nueva de calles anchas,
cruzadas de rails, pero a las que aun faltaban las casas; ciudades embellecidas con los nombres más poéticos Roma Siracusa, Palmira. Así desfiló a nuestra vista todo el valle del
Mohawk, aquel país de Fenimore que pertenece al novelista
americano, lo mismo que el país de Rob Roy, a Walter Scott.
En el horizonte, brilló por un momento el lago Ontario, teatro de las escenas de la obra maestra de Cooper.
Aquel teatro de la gran epopeya de Bas de Cuir, región
salvaje poco tiempo antes, es un campo muy bien cultivado
en la actualidad. Esto no agradaba al doctor: se obstinaba en
llamarme, Ojo de Halcón, y no respondía más que por el
nombre de Chingakook.
A las once, de la noche cambiábamos de tren en Rochester, y pasamos las corrientes del Tennesee, que huían en
forma de cascadas bajo los vagones. A las dos de la madrugada después de haber costeado el Niágara sin verlo, durante
algunas leguas, llegamos a la ciudad de Niágara Falls, y el
doctor me condujo a una magnífica fonda llamada Cataract
House.
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El Niágara no es un río, ni siquiera un riachuelo, es un
simple desagüe, una sangría natural, un canal de treinta y seis
millas de largo, que vierte las aguas del lago Superior, del Michigan, del Hurón y del Erié, en el Ontario. La diferencia de
nivel entre estos dos últimos lagos, es de trescientos cuarenta pies ingleses; esta diferencia repartida por igual en todo el curso de las aguas, apenas había creado una cascada;
pero las cataratas solas absorben la mitad de ella: de esto
procede su fuerza formidable.
Aquel raudal del Niágara separa los Estados Unidos del
Canadá. Su orilla derecha es americana la izquierda inglesa. A
un lado hay policemen; al otro ni sombra de ellos.
El 12 de abril, al amanecer, el doctor y yo bajamos por
las anchas calles de Niágara Falls, aldea fundada al lado de las
cataratas a trescientas millas de Albany, especie de pueblecillo lacustre, edificado en un sitio pintoresco, lleno de palacios suntuosos y de quintas agradables, que los yanquees y
los canadienses habitan en buena estación. El tiempo era
magnífico; el sol brillaba en un cielo frío. Oíanse sordos y
lejanos mugidos, y se distinguían en el horizonte algunos
vapores que no debían ser nubes.
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-¿Es la catarata? - pregunté al doctor.
-Paciencia - me respondió Pitferge -. Pronto llegaremos
a orillas del Niágara.
Las aguas del río corrían tranquilamente; eran claras y
poco profundas, asomando sobre la superficie numerosos
Picos de rocas parduscas. Los rugidos de la catarata eran
cada vez más pronunciados; pero no se la veía todavía. Un
puente de madera sostenido por arcos de hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en medio de la corriente. El
doctor me condujo a él. Hacia la parte superior del río, extendíase éste hasta perderse de vista; hacia la inferior, es decir, a nuestra derecha se advertía el primer desnivel de un
rápido; más allá, a media milla del puente, desaparecía el terreno por completo, sobre el que se cernía una densa polvareda de agua. Allí estaba la cascada americana que aun
podíamos ver. Más allá se dibujaba un paisaje tranquilo; algunas colinas, casas de campo, es decir, la orilla canadiense.
–¡No mire, usted! ¡no mire! -me gritó el doctor -. ¡Cierre los ojos! ¡no los abra hasta que yo se lo diga!
No le hice caso y miré a todas partes. Pasado el puente,
pisamos la isla. Era la Goat-Island, la isla de la Cabra un trozo de tierra de setenta acres, poblado de árboles, cruzado de
alamedas soberbias por las que podían circular los carruajes,
y arrojado como un ramillete, entre las vertientes americanas
y canadienses, separadas por una distancia de trescientas
yardas. Los mugidos del agua redoblaban: nubes de vapor
húmedo rodaban por el aire.
-¡Mire usted! - exclamó el doctor.
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Al salir de un bosquecillo, apareció el Niágara a nuestra
vista con todo su esplendor. En aquel sitio formaba un recodo brusco, y rodeándose para formar la catarata canadiense el horse-shoe-fall, la herradura se precipitaba desde una
altura de ciento cincuenta y ocho pies por dos millas de anchura.
La naturaleza lo ha combinado todo en aquel sitio para
recrear la vista. Aquel recodo del Niágara favorecía singularmente los efectos de luz y sombra. El sol, hiriendo las
aguas en todos los ángulos, variaba caprichosamente los
colores, y el que no ha visto aquellos efectos de luz no puede aceptarlos sin dificultad. En efecto, cerca del
Goat-Island, la espuma es blanca es nieve inmaculada una
corriente de plata derretida que se precipita en el vacío. En
el centro de la catarata., las aguas son de un verde mar admirable lo cual indica cuán profunda es la capa de agua y tanto,
que un buque el Détroit, que calaba veinte pies, lanzado a la
corriente, pudo descender por la catarata sin tocar. Por el
contrario, hacia la orilla canadiense los torbellinos, como si
estuviesen metalizados por los rayos luminosos, resplandecían semejando oro fundido al precipitarse al abismo. Debajo, el río es invisible. Sólo se distingue el vapor y los
remolinos. Yo columbré, no obstante, enormes hielos aglomerados por el frío del invierno que afectaban la forma de
monstruos, que con las fauces abiertas, absorbían de hora en
hora los cientos de millares de toneladas que derrama en
ellos el inagotable Niágara. A una media milla más abajo de
la catarata el río adquiría de nuevo su aspecto apacible, y
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presentaba una superficie compacta que las primeras brisas
de abril no podían derretir aún.
-¡Ahora al centro del torrente! -me dijo el doctor.
-¿Qué quería decir? No le entendía pero me enseñó una torre construida sobre el picó de una roca a algunos centenares de pies de la orilla y al borde mismo de un precipicio.
Aquel monumento audaz, elevado en 1833, por un tal Judge
Porter, se llama «Terrapin-Tower».
Descendimos por las cuestas laterales de Goat-Island.
Al llegar a la altura del curso superior del Niágara, vi un
puente, o más bien algunas tablas echada sobre las cabezas
de las rocas, que unían la torre a la orilla. Aquel puente costeaba el abismo, tan sólo algunos pasos de distancia. El torrente mugía por debajo. Pasamos atrevidamente por
aquellos maderos, y en breves instantes llegamos al peñasco
principal que sustentaba a Terrapin-Tower. Aquella torre
redonda de cuarenta y cinco pies de altura es de piedra. En
su cima tiene una balaustrada circular rodeando un techo
cubierto de estuco rojizo. La escalera de caracol es de madera y en ella se ven escritos millares de nombres. El que llega
a lo alto de la torre, se agarra a la balaustrada y mira.
La torre está en plena catarata. Desde su cumbre las miradas abarcan todo el abismo, y penetran hasta en las gargantas de aquellos monstruos de hielo que se tragan el
torrente. Se siente como se estremece la roca que sostiene la
torre. En torno de ésta se descubren hundimientos espantosos, como si el lecho de río fuese cediendo. Allí es inútil hablar, porque no se oyen las palabras. De los inmensos
remolinos de agua salen formidables truenos las líneas líqui172
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das humean y silban como flechas la espuma salta hasta la
cima de la torre, y el agua pulverizada se esparce por el aire
formando un espléndido arco iris.
Por un simple efecto de óptica la torre parece que anda
con una rapidez aterradora pero afortunadamente, retirándose de la cascada; pues si la ilusión fuese al contrario, el
vértigo sería irresistible y nadie podría mirar aquel abismo.
Jadeantes, nos retiramos un momento al piso alto dei la torre. Entonces, el doctor me dijo:
-Este Tarrapin-Tower, amigo mío, caerá el día menos
pensado en el abismo, y tal vez antes de lo que se cree.
-¿De veras?
-Sin duda alguna. La gran cascada canadiense retrocede
insensiblemente, pero retrocede. Cuando se construyó la
torre en 1833, distaba mucho más que hoy de la catarata.
Los geólogos pretenden que el salto estaba hace treinta y
cinco mil años en Queenstown, siete millas más abajo de la
posición que hoy ocupa. Según BacweIl, retrocederá en lo
sucesivo Un metro por año, y, según sir Carlos Lyell, solamente un pie. Llegará, pues, un momento en que la roca que
sostiene la torre, roída por las aguas, resbalará por las pendientes de las cataratas. Pues bien, el día en que se derrumbe
el Terrapin-Tower, habrá en la torre algunos curiosos que
caerán al Niágara con ella.
Miré al doctor como para preguntarle si figuraría en el
número de aquellos curiosos. Pero me indicó que le siguiera
y volvimos a contemplar de nuevo la horse-shoe-fall y el paisaje
que le rodea. Entonces distinguimos, algo escorzada la cas-
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cada americana separada por la punta de la isla en donde se
ha forma de una catarata central de cien pies de anchura.
Este salto americano, igualmente admirable es recto, sin
sinuosidades, y tiene ciento sesenta y cuatro pies de altura;
mas, para contemplarlo en todo su desarrollo, es necesario
colocarse enfrente del mismo, en la orilla canadiense.
Todo el día anduvimos recorriendo las orillas del Niágara atraídos irresistiblemente por aquella torre en donde los
mugidos del agua la niebla de los vapores, el juego de los
rayos solares, la embriaguez y los olores de la catarata, nos
mantenían en perpetuo éxtasis. Después regresamos a
Goat-Island para contemplar la gran cascada por todos sus
lados, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido conducirme a la «gruta de los vientos», abierta detrás de
la cascada central, a la cual se llega por una escalera practicada en la punta de la isla; pero se había prohibido la subida a
causa de los desprendimientos que ocurrían hacía algún
tiempo en aquellas rocas quebradizas.
A las cinco de la tarde entramos en Cataract House, y
después de comer rápidamente, volvimos a Goat–Island. El
doctor quiso verde nuevo las Tres Hermanas, admirables islotes situados a la cabeza de la isla, y cuando se hizo de noche, me llevó de nuevo al tembloroso peñasco de
Terrapin-Tower.
El sol se había puesto detrás de las sombrías colinas.
Los últimos resplandores del día habían desaparecido. La
luna casi llena brillaba en todo, su esplendor y la sombra de
la torre se prolongaba sobre el abismo. Por la parte de arriba
las aguas tranquilas resbalaban bajo ligeras brumas. La orilla
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canadiense sumida en tinieblas, contrastaba con las masas
más claras del Goat-Island y de la aldea de Niágara Falls.
Bajo nuestros pies la inmensa sima agrandada por la penumbra parecía un abismo infinito en el cual mugía la enorme catarata. ¡Qué impresión! ¿Qué artista podría
reproducirla con la pluma o el pincel? Una luz movible apareció en el horizonte: era el fanal de un tren que pasaba por
el puente del Niágara, suspendido a dos millas de nosotros.
Hasta la media noche permanecimos así, mudos, inmóviles,
en la cima de la torre, irresistiblemente, inclinados sobre el
torrente, que nos fascinaba. En fin, en un momento en que
los rayos de la luna herían cierto ángulo de aquel polvo líquido, vislumbré una faja láctea, una cinta diáfana que temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar; una pálida
irradiación del astro de las noches, cuyo ligero resplandor se
descomponía atravesando las brumas de la catarata.
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XXXVIII
Al día siguiente, 13 de abril, figuraba en el programa del
doctor una visita a la orilla canadiense. Un simple paseo.
Bastaba seguir las alturas que forman la derecha del Niágara
por espacio de dos millas, para llegar al puente colgante. Salimos a las siete de la mañana, por un sendero sinuoso que
se prolongaba por la orilla derecha y desde la cual se veían
las aguas tranquilas del río, que ya no llevaba impresa la agitación producida por su caída.
A las siete y media llegamos a la Suspensión Bridge, que es
el único puente que conduce al Great-Western, y el New York
Central Rail-road, el único que da entrada al Canadá en los
confines del Estado de Nueva York. Dicho puente, está
formado de dos ánditos: por el superior pasan los trenes, y
por el inferior, colgado veintitrés pies más abajo, pasan los
carruajes y los peatones. La imaginación se niega a seguir en
su trabajo al audaz ingeniero John A. Roebling, de Trendon
(Nueva Jersey), que osó construir aquel viaducto en tales
condiciones: un puente colgante que da paso a trenes, situado a doscientos cincuenta pies, sobre el Niágara y, transformado de nuevo en rápido. El Suspensión Bridge tiene 800
pies de largo y, veinticuatro de ancho. Sólidos machones ido
hierro hundidos fuertemente en las orillas, le preservan del
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balance. Los cables que le sostienen formados cada uno de
cuatro mil alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y
pueden resistir un peso de doce mil cuatrocientas toneladas.
Se inauguró en 1855 y costó quinientos mil dollars. En el
momento en que llegábamos al centro del Suspensión Bridge,
un tren pasaba por encima de nuestras cabezas y advertimos
que el ándito se hundía más de un metro bajo nuestros pies.
Un poco más abajo de este puente está el sitio por
donde Blondin pasó el Niágara por una cuerda tirante, de
orilla a orilla: no lo atravesó, pues, por encima de las cataratas. La empresa no era por eso menos arriesgada. Mas, si
Blondin nos asombraba por su audacia ¿no debe, admirarnos más el amigo que montado en sus hombros, le acompañaba en aquel viaje aéreo?
-Debía ser un glotón - dijo el doctor -, pues, Blondin
hacía las tortillas, admirablemente sobre su cuerda tensa.
Estábamos ya en la tierra canadiense y remontamos la
orilla izquierda del Niágara para ver el salto bajo un nuevo
aspe5cto. Media hora después entrábamos en una fonda inglesa donde el doctor hizo que nos sirvieran un buen desayuno. Entretanto hojeé el libro de los viajeros donde figuran
algunos miles de nombres. Entre los más célebres me llamaron la atención los siguientes: Roberto Peel, Lady Franklin,
conde de París, duque de Chartres, príncipe de Join ville,
Luis Napoleón (1846), príncipe y princesa Napoleón, Barnum, Mauricio Sand (1865), Agassiz, (1854), Almonte, príncipe Hohenlohe, Rothschild, Bertin (París), Lady Elgin,
Burkardt (1832), etc.
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-Y ahora a las cataratas - me dijo el doctor cuando terminó el almuerzo.
Seguí a Dean Pitferge. Un negro nos condujo a un
guardarropa donde nos dieron un pantalón impermeable un
«water-proof» y un sombrero de hule. Así vestidos, nuestro
guía nos condujo por un sendero resbaladizo surcado de
grietas ferruginosas, lleno de Piedras negras de agudas aristas, hasta el nivel inferior del Niágara. Después, en medio de
los vapores del agua pulverizada pasamos a situarnos detrás
de la gran catarata que caía delante de nosotros como el telón de un teatro delante de los actores. Pero, ¡qué teatro!
¡Qué corrientes tan impetuosas formaban las capas atmosféricas violentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos ni vernos ni oírnos en aquella caverna tan
herméticamente cerrada por las paredes líquidas de la catarata, como si la naturaleza la hubiera cerrado con un muro
de granito.
A las nueve regresamos a la fonda donde nos quitamos
nuestros empapados vestidos. Al volver a la orilla lancé un
grito de sorpresa y alegría.
-¡Corsican!
El capitán me oyó y se dirigió hacia mí.
-¡Usted aquí! –exclamó -, ¡qué alegría!
-¿Y Fabián? ¿Y Elena? -pregunté a Corsican estrechándole la mano.
-Están ahí todo lo bien que es posible. Fabián lleno de
esperanza y Elena recobrando poco a poco la razón.
-Mas, ¿cómo es que les encuentro en Niágara?
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-El Niágara - me respondió Corsican -, es en verano el
punto de cita de los ingleses y los americanos. Vienen a respirar aquí, a restablecerse de sus dolencias, ante el sublime
espectáculo de las cataratas. Nuestra Elena se ha impresionado a la vista de este delicioso sitio, y por eso nos hemos
quedado a las orillas del Niágara. ¿Ve usted aquella casa de
campo, Clifton-House en medio de los árboles, a la mitad de la
colina? Allí es donde habitamos, en familia con mistress R....
la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre
amiga.
-¿Y Elena - le pregunté -, ha reconocido a Fabián?
-Aún no - me respondió el capitán -. Ya sabe usted que
cuando Enrique Drake cayó herido de muerte, Elena tuvo
un instante, de lucidez. Su razón se abrió paso a través de las
tinieblas que la envolvían; pero aquella lucidez desapareció
pronto. Con todo, desde que la hemos traído a respirar este
aire puro, en este ambiente apacible, el doctor ha observado
una mejoría sensible en el estado de Elena. Está serena su
sueño es tranquilo, y se nota en sus ojos como un esfuerzo
para recordar alguna cosa ya sea presente o pasada.
-¡Ah, querido amigo! - exclamé –la curarán ustedes. Pero, ¿dónde están Fabián y su amada?
-Mire usted - me dijo Corsican extendiendo el brazo
hacia el Niágara.
En la dirección indicada por el capitán vi a Fabián, que
todavía no nos había visto. Estaba en pie sobre una roca, y
delante de él se hallaba Elena sentada e inmóvil. Fabián no
apartaba de ella los ojos. Aquel sitio se conocía con el nombre de Table-Rock. Era una especie de promontorio peñas179
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coso tendido sobre el río que muge a doscientos pies debajo
de él. Antes presentaba una superficie ovalada más considerable; pero las caídas sucesivas de enormes trozos de roca le
han dejado reducida a muy pocos metros.
Elena miraba y parecía sumida en un éxtasis profundo.
El aspecto de las cataratas desde aquel sitio, es most-sublime,
como dicen los guías, y tienen razón. E s una vista de conjunto de ambas cataratas: a la derecha la canadiense cuya
cresta coronada de vapores, cierra el paisaje por aquel lado,
como el horizonte del mar; enfrente, la americana y encima
la elegante masa del Niágara Falls, medio perdida entre los
árboles; a la izquierda te da la perspectiva del río que huye
entre sus elevadas orillas; debajo, el torrente luchando con
los témpanos desprendidos.
Yo no quería distraer a Fabián. Corsican, el doctor y yo,
nos habíamos aproximado a Table-Rock. Elena conservaba
la inmovilidad de una estatua. ¿Qué impresión producía
aquella escena en su espíritu? ¿Renacía su razón poco a poco
bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? De pronto, vi a Fabián dar un paso hacia ella. Elena levantándose
bruscamente, avanzaba hacia el abismo; pero se detuvo de
repente y se pasó la mano por la frente, como si hubiese
querido borrar de ella alguna imagen dolorosa. Fabián, pálido como un cadáver, pero sereno, se había colocado de un
salto entre Elena y el abismo. Elena había sacudido su rubia
cabellera; su cuerpo encantador se estremeció. ¿Veía a Fabián? No. Parecía una muerta, volviendo a la vida y buscando en torno suyo una nueva existencial.
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Corsican y yo, no nos atrevimos a dar un paso, aunque
viéndoles tan cerca del abismo, temíamos una desgracia. Pero el doctor Pitferge nos detuvo.
-Déjenlos – dijo -, dejen hacer a Fabián.
Oíanse los sollozos que hinchaban el pecho de la joven.
De sus labios salían palabras inarticulables. Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin exclamó:
-¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso! ¿dónde estoy?
Entonces se dio cuenta de que había alguien cerca de
ella., y al volverse un poco nos pareció completamente
transfigurada. Brillaba una mirada nueva en sus ojos. Fabián
estaba en pie, tembloroso, mudo, con los brazos abiertos.
-¡Fabián! ¡Fabián! - gritó al fin Elena.
Fabián la recibió en sus brazos, en los cuales cayó exánime. El joven lanzó un grito desgarrador, pues creía a Elena muerta; pero el doctor intervino.
-Tranquilícese Fabián - le dijo -; esta crisis la salvará...
Elena fue transportada a Clifton-House y depositada en
su cama en donde pasado el desmayo, se durmió con apacible sueño.
Fabián, animado por el doctor y lleno de esperanza
puesto que ella lo había conocido, se acercó a nosotros.
-¡La salvaremos - me dijo -, la salvaremos! Todos los
días asisto a la resurrección de su alma. Hoy, mañana quizá,
mi Elena me será devuelta. ¡Ah, Dios mío! ¡Bendito seas!
Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea necesario. ¿No es
cierto, Archibaldo?
El capitán estrechó a su amigo contra su pecho. Fabián
se volvió a mí y al doctor prodigándonos muestras de cari181
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ño, y haciéndonos partícipes de su esperanza. Y, a la verdad,
era ésta muy fundada: la curación de Elena estaba próxima...
Pero era indispensable marchar. Apenas nos quedaba
una hora para volver a Niágara Falls.
En el momento de encontrarlos debíamos dejara aquellos tan queridos amigos. Elena dormía aún. Fabián nos
abrazó. Corsican nos prometió que nos expediría un telegrama para informarnos del estado de Elena medió el último
adiós, y al mediodía salimos de Clifton-House.
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Algunos instantes después bajábamos por una rampa
muy larga de la orilla canadiense que nos condujo al borde
del río, que estaba casi enteramente obstruido por el hielo.
Allí nos esperaba un bote para pasarnos a América. Un viajero lo ocupaba ya. Era un ingeniero de Kentucky, que dijo
su nombre y circunstancias al doctor. Nos embarcamos sin
perder tiempo ya rechazando los témpanos, ya rompiéndolos, la canoa llegó al medio del río, donde la corriente tenía
el paso más libre. Desde allí dirigimos una última mirada a
aquella admirable catarata del Niágara. Nuestro compañero
la observaba atentamente.
-¡Qué hermoso es eso! - lo dije -, ¡es admirable!
-Sí -me respondió -, pero, ¡cuánta fuerza motriz desperdiciada! ¡cuántos molinos se podrían poner en movimiento con semejante salto de agua!
Jamás he sentido más vivos deseos de arrojar un ingeniero al agua.
En la otra orilla un pequeño ferrocarril, movido por un
canal desviado de la catarata americana nos llevó en algunos
segundos hasta la altura. A la una y media tomamos el tren
expreso que nos dejó en Buffalo a las dos y cuarto. Después
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de haber visitado aquella moderna y gran ciudad, después de
haber gustado el agua del lago Erié, tomamos de nuevo el
«Nueva York Central Railway» a las seis de la tarde. A la mañana siguiente, dejando las cómodas literas de un sleeping-car,
llegamos a Albany, y el rail-road del Hudson, que corre a flor
de agua a lo largo de la orilla izquierda del río, nos dejó en
Nueva York a las pocas horas.
Al día siguiente, 15 de abril, acompañado del infatigable
doctor, recorrí la ciudad, el río Este y Brooklyn. Llegada la
noche di el último adiós a Dean Pitferge, y me separé con
pesar de tan excelente amigo.
El martes 16 de abril, era el día fijado para la partida del
Great-Eastern. A las once me dirigí al embarcadero treinta y
siete, donde el tender debía esperar a los viajeros.
Estaba lleno ya de pasajeros y de bultos. Me embarqué,
y en el momento en que el tender iba a desatracar, me agarraron por el brazo: volvíme y me encontré frente a frente al
doctor Pitferge.
-¡Usted! - exclamé asombrado -. ¿Vuelve a Europa?
-Sí, amigo mío.
–¿En el Great-Eastern?
-Exacto. He reflexionado y parto: tal vez sea éste el último viaje del Great-Eastern, el viaje del que no volverá.
Iba a darse la señal de partida cuando uno de los camareros del Fifth Avenue Hotel corriendo desesperado, me entregó un telegrama fechado en Niágara Falls:
«Elena ha vuelto en sí. Ha recobrado la razón. El doctor responde de ella. Corsican»
Comuniqué la grata nueva a Pitferge.
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-¡Responde de ella! ¡responde de ella! - murmuró mi
compañero de viaje -. También yo respondo. Pero, ¿esto
qué prueba? ¡Amigo mío, quien responda de mí, de usted,
de todos nosotros, puede equivocarse!
Doce días después llegamos a Brest, y al día siguiente a
París. La travesía de vuelta se había realizado sin que ocurriera nada digno de notarse con gran disgusto de Dean Pitferge, que continuaba esperando su naufragio.
Y cuando estuve sentado ante IMÍ mesa si no hubiese
tenido a la vista mis apuntes diarios, aquel Great-Eastern,
aquella ciudad flotante en la que había habitado por espacio
de un mes; aquel encuentro con Elena y Fabián; aquel incomparable Niágara todo me hubiera parecido un sueño.
¡Ah! ¡qué hermoso es viajar, «aunque se vuelva del viaje»,
diga lo que quiera el doctor Pitferge!
Durante ocho meses no oí hablar de mi original amigo;
pero un día el correo me trajo una carta llena de sellos de
varios colores, y que principiaba con estas palabras:
«A bordo del Coringuy, arrecife de Auckland. ¡Por fin
he naufragado!
Y terminaba así:
«Jamás me he encontrado mejor»
«Su afectísimo amigo»
«DEAN PITFERGE»
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