Tras la huella de Zapata

Transcripción

Tras la huella de Zapata
Tras la huella de Zapata
Por: Alejandro Rosas
Fecha: 27/03/2013
Morelos guarda aún el
aroma del zapatismo.
Aquel que reivindicaba
su derecho ancestral a
la tierra. Su historia
puede contarse a través
de algunos cuantos
pueblos, unidos entre sí por veredas, cultivos de maíz y recuerdos. La
ruta de la revolución del sur no es una simple carretera, es el
recorrido de la historia que se detiene en cuatro paradas.
Un coñac y un puro
Mientras Obregón y Villa desgarraban a la patria en los campos del
Bajío, Emiliano Zapata puso en marcha su revolución en el pueblo de
Tlaltizapán -capital moral del zapatismo en 1915. Desde ahí dispuso
de las tierras de Morelos; las repartió conforme a los viejos títulos de
propiedad expedidos en tiempos de la colonia, ayudó a la gente, dictó
leyes, y en sus ratos libres, hasta se dio el gusto de practicar la
charrería o escuchar poesía en la plaza del pueblo mientras
disfrutaba de una copa de coñac fumándose un buen puro.
“El molino de Tlaltizapán era una casa al estilo antiguo -escribió el
profesor Amador Espejo Barrera-, con un gran patio en el centro y
alrededor las habitaciones; las situadas frente a la calle servían como
oficinas del Cuartel General y sólo dos cuartos eran ocupados por el
general Zapata, uno como dormitorio y otro para comedor. A la
izquierda de sus habitación se encontraba la tesorería y pagaduría;
en el fondo se había instalado una fábrica para acuñar moneda, con
los aparatos útiles y necesarios, pues el general Zapata siempre quiso
que en el territorio controlado circulara la moneda zapatista”.
El cuartel del caudillo -en otros tiempos un molino de arroz- alberga
hoy una escuela y un modesto museo de sitio. Por encima de las
fotografías, algunas armas y una copia original y amarillenta del
famoso plan de Ayala, las reliquias más preciadas del lugar son el
traje ensangrentado que Zapata traía puesto al ser asesinado, el
sombrero agujereado por las balas de la traición, un juego de naipes
del jefe revolucionario y la cama que utilizó Emiliano durante su
estancia en Tlaltizapán.
Unas calles arriba se levanta la parroquia del pueblo. En su fachada
aún pueden verse los rastros que dejaron las balas federales cuando
tomaron el cuartel general en 1916. En el atrio se encuentra un
mausoleo en forma de pirámide que proyectó el propio Zapata para
que, llegado el momento, los generales zapatistas encontraran el
descanso eterno dentro de sus nichos.
Cayó para no levantarse más...
Al iniciarse el trágico año de 1919, la revolución del sur se
encontraba en franca derrota. Los mejores compañeros de Emiliano
habían muerto. Desesperado ante la falta de hombres, pertrechos de
guerra y victorias, y contrario a su costumbre, Zapata confió en el
coronel Jesús María Guajardo –un Judas enviado por Venustiano
Carranza y Pablo González- quien le preparó una celada en la
hacienda de San Juan Chinameca.
La muerte dejó su rastro cerca de las dos de la tarde del jueves 10 de
abril de 1919. Principio y fin de su historia, Chinameca parecía tener
un sino trágico. Años antes, cuando Zapata iniciaba su lucha (1911)
un enfrentamiento en los alrededores de la hacienda casi le había
costado la vida.
Un monumento del caudillo sureño en magnífica montura recibe al
visitante. Los agujeros de bala en el dintel de la entrada aún guardan
el sonido de los clarines que le rindieron honores antes de que se
escuchara la orden de “¡Fuego!”. La casa de la hacienda ha sido
restaurada y hoy alberga un museo.
“Donde el agua se arremolina”
El 12 de septiembre de 1909 se reunió el consejo de ancianos de
Anenecuilco. Don José Merino, el capuleque solicitó entregar el
cargo por motivos de edad. Era necesario trasmitir el poder a un
joven que reuniera “como principales cualidades la seriedad en sus
actos, sin vicios y conocedor de los problemas del pueblo”. Eligieron
así, a Emiliano Zapata.
“En esos momentos y por acuerdo del consejo –recordaría Salomé
Benitez-, Emiliano es trasladado a la sacristía de la iglesia ubicada en
el segundo piso a fin de ser sometido a una ardua enseñanza durante
treinta días, la cual se basaba en estudio de códices y glifos del lugar,
así como documentos que demostraban la autenticidad de la
tenencia de las tierras y aprende a amar su historia, su cultura, para
poder amar a México”.
El nuevo calpuleque -representante del pueblo- había nacido treinta
años antes. Sobre los restos de la casa paterna la imaginación
reconstruye lo que alguna vez existió. El adobe de las paredes asoma
claramente. Protegido por un solemne recinto, el sitio que vio nacer
a Zapata ha traspasado el tiempo. Cada 8 de agosto Anenecuilco
celebra como fiesta religiosa el natalicio de Emiliano. Ahí, en el lugar
“donde el agua se arremolina” comenzó el zapatismo.
“Este pequeño pueblo protegido del cielo”
Los restos de Zapata escaparon a la gran hipocresía revolucionaria.
Aquella perpetrada por el sistema político mexicano que por decreto
reunió a los principales jefes revolucionarios –Madero, Carranza,
Villa, Calles y Cárdenas- bajo las frías piedras del monumento a la
revolución.
La vieja máxima “el pueblo mexicano como un solo hombre se
levantó en armas” es un mito. Los caudillos revolucionarios se
exterminaron entre sí. Quizá los odios entre ellos fueron mayores
que contra Porfirio Díaz o Victoriano Huerta. La revolución se comió
a sus hijos a través de la traición, el asesinato o en el mejor de los
casos el exilio.
Ni muerto, transigió Zapata con los otros caudillos de la revolución y
menos con la historia oficial. Su destino fue siempre resistir.
“Revoluciones van, revoluciones vendrán, yo seguiré con la mía” comentaba ufano. Solitario, hoy descansa en Cuautla. No podría ser
más feliz. La ciudad alcanzó la fama gracias al ilustre cura Morelos y
bajo su sombra, Zapata yace en paz, cobijado por “este pequeño
pueblo protegido del cielo” como lo llamó en 1812, el cura de
Carácuaro.
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