Desde la revolución

Transcripción

Desde la revolución
Desde la revolución
A Bar, porque le gusta mi novela.
A Leri porque por ahí le gusta
A Guille por todas las buenas frases que le robé y usé en estas páginas.
A mi familia y a mis amigos.
Esteban Magnani 2006
“No os empeñéis en corregirlo todo. Tened un poco el valor de vuestros defectos. Porque hay defectos
que son olvidos, negligencias, pequeños errores fáciles de enmendar, y deben enmendarse; otros son
limitaciones, imposibilidades de ir más allá, y la vanidad os llevará a ocultarlos. Y eso es peor que jactarse
de ellos." Juan de Mairena, Antonio Machado.
"¿Sabés que me pasa? A mi me falta realidad".
La abuela de mi mujer a mi mujer en mayo de 2006
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Parte I
Otto
19/12/01
Necesito ordenar un poco mis pensamientos. Por momentos, siento que las cosas están a punto de
quedar fuera de control. Necesito ordenar mis pensamientos.
Todo está llegando demasiado lejos. Tengo que ordenarme.
Otto
20/12/01
Como me explicaron en el curso: al menos una idea por día. Hoy fui a trabajar. Me senté en la silla, hice
llamados telefónicos. Al menos una idea por día y todo va a estar bien. Sólo es cuestión de relajarse. No
más pastillas violetas. Me generan más ansiedad que las rosas, aunque las rosas no me despiertan tanto
como las violetas. A las mañanas me tomo las verdes para despejar la mente. Eso. Rosas durante el día y
la noche; verdes al despertarme.
Me cuesta escribir. Voy a comprarme uno de esos aparatitos para dictarle a la compu.
Otto
24/12/01
Acababa de tomar una de las pastillas rosas, después de bajar del auto, cuando me llamó el enano del
capot para avisarme que me había dejado las luces del auto encendidas. Sólo entonces noté que había
llegado al banco. Todo el viaje había tenido números y porcentajes en la cabeza que contaba y recontaba
para afinar los márgenes. Ahora que me acuerdo no le agradecí al enano. Pero al fin y al cabo es su trabajo,
cumple con su deber. ¿El resto de la gente agradece a sus enanos? Tendría que fijarme. Mientras él se
volvía a meter en su cucha, al lado del carburador, abrí el auto y apagué las luces antes de que alguien
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tuviera un accidente por encandilamiento. Ahora sí, más conciente de lo que hacía, me encaminé a la
entrada del banco, donde evité a los golpes que los mendigos me tiraran al piso en busca de alguna
moneda. A uno de los mendigos más cercanos le di una patada en la cara en cuanto se acercó, con la boca
abierta y la lengua colgando. El ratón Pérez corrió rápidamente a recoger los dientes que cayeron, rojos, al
piso.
Me presenté como Otto Apel de Simon & Co.
—“¿Saimon?” —preguntó.
—Sí, Simon.
La secretaria del gerente me pidió que por favor esperara unos minutos que enseguida saldría “Mr. Ger
Ente” para atenderme y que me pusiera cómodo mientras tanto. Enseguida sacó sus tetas, que por cierto
eran notables, y las apoyó sobre el escritorio para hacerme más llevadera la espera. Intenté hacer los
cálculos una vez más, pero me resigné a mirarle las tetas cuando comprendí que mi atención estaba
definitivamente perdida. Lo mejor sería un breve sueño químico. Tomé una aurinegra para adormecerme.
Siete horas más tarde (como pude comprobar en mi reloj) ya estaba bastante despabilado cuando la
secretaria volvió a colocar las tetas en el corpiño, después de atender el teléfono. Sin cortar la conversación
que mantenía, introdujo en el medio la frase: “El Sr. Ente lo espera ”. Sin aislarla, la oración completa decía
algo así como: “...en el escritorio derecho hay dos cajones, el Sr. Ente lo espera, y allí vas a encontrar... ”.
Me pregunté si decía “allí” porque era extranjera. Tal vez sus padres lo fueran. Al fin y al cabo hay tantos
hijos de inmigrantes en este país. Argentina: crisol de razas, me dijeron en la escuela. Primaria o
secundaria, no recuerdo. Me descubrí abriendo la puerta sobre la cuál estaba el nombre o el cargo del Sr.
Ente.
Cuando entré en la habitación quedé algo encandilado por la sonrisa de Ger Ente, en cuyos dientes se
reflejaba un cuarzo de unos mil voltios, según pude calcular con mi fotómetro. El gerente hizo un gesto con
la mano derecha y el enano que descansaba sobre la biblioteca, al lado del foco, la apagó y volvió a apoyar
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la cabeza en la almohada, o al menos me pareció que volvía a hacerlo.
—Le ruego me disculpe la demora, pero estoy con con mareos y náuseas desde ayer. Usted sabrá, con
todos los cambios que ha habido últimamente en la economía, no hay manera de controlar el cuerpo.
—Por supuesto. Si lo sabré yo —dije, mientras sacaba de mi bolso una carpeta con los cálculos que a
esta altura me costaba recordar, ensombrecidos por siete horas de tener la mente en blanco teta. Intenté
recordar un número y cuando “4” apareció en mi cerebro me quedé más tranquilo.
Tras la carpeta, que puse sobre el escritorio, saqué mi pequeño kit revolucionario consistente en una
cacerola portátil antideslizante y una cucharita pequeña. Comencé con un leve ritmo que fue variando al
allegro durante la conversación, monótono pero erosivo.
—Vengo a pedirle los dólares de Simon & Co. —dije, intentado ser lo más claro posible.
—Supongo que se refiere a sus dólares.
—Exactamente. —Nos estábamos entendiendo. Respiré aliviado y comencé a bajar el ritmo de la
cuchara contra la cacerola.
—¿Se refiere a los que envió al exterior antes de la última devaluación?
El tema se complicaba. Pensé por un momento en guardar la cacerola y sacar la bazuca, pero preferí
seguir negociando.
—Sí.
—¿Los que ya no están en nuestro banco?
—Exactamente. —Mi respiración se agitaba a toda velocidad y el sudor comenzó a correr por mi
espalda.
—¿Who says? —Intentaba amilanarme con su dominio del inglés. No lo logró.
—Simon says.
“Ya está”, pensé. Su atención estaba conmigo. Dio cuatro vueltas completas en su sillón giratorio. Sacó
una lapicera de punta dorada y, cuando esperaba ver aparecer una chequera, con un sólo movimiento se la
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clavó en el cuello.
Comprendí que todo estaba perdido, al menos para él. Mientras salía me crucé con dos hombres del
personal de limpieza que pasaron a mi lado con una bolsa enorme y negra, marca Nike.
A la medianoche fui al pateódromo e hice mi record de cuarenta y cinco culos derecha/ izquierda y un
par de estómagos. Nunca comprendí a los que prefieren el puñódromo. Serán más baratos, pero nada se
compara a una buena patada. Mañana hablaré con el nuevo gerente y lo mejor será estar relajado. La
pastilla azul que tomé a la salida era cuadrada y, una vez más, me dio la sensación de que se iba a clavar
en mi garganta para no salir nunca. Pero, como siempre, pasó sin problemas. Lo malo fue que, por alguna
extraña razón, esta tampoco me dejó dormir en toda la noche.
Otto
25/12/01
Pasé por la oficina: Simon me esperaba sentado en mi sillón, con los pies sobre mi escritorio y con una
larga hebra de pasto entre los dientes, de esas fibrosas y bastante gruesas con la que se sacaba los restos
del bife de chorizo del almuerzo. Que hubiera semejante espacio entre cada molar me hizo preocupar por el
estado de su ortodoncia (seguramente sus padres no le habían prestado suficiente atención al tema).
Parecía llevar bastante tiempo esperándome, a juzgar por la cantidad de restos de almuerzo que se habían
juntado a su alrededor. Por suerte, el enano del cesto se había despertado y estaba comenzando a
amontonar todo en la palita para tirarlo. Preocupado, tuve que contener el deseo de sacar una pastillita azul:
a Simon no le gustaba que las utilizaran delante de él. Traté de pensar en otra cosa. ¿Él usaría pastillas?
¿Cuáles? Alcancé a ver algo de maicena en sus suelas antes de que las bajara. Simon se puso de pie y me
señalo un cuadro que estaba en la pared.
—Excelente reproducción —dijo, sin mirarme a los ojos. Su mano derecha jugueteaba con la hebra de
pasto mientras la izquierda se entregaba al ludo de colección que yo había comprado en la estación de
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Olivos, cerca de Perú Beach, por 70 dólares según aclaraba el certificado pegado a la caja.
Yo no esperaba aquella visita. Evidentemente, estaba haciendo lobby contra mi autoestima. Es decir que
intentaba hacerme sentir un idiota. Lo estaba logrando. Siempre había manejado la psicología con sutileza.
Recuerdo cuando durante una fiesta le preguntaron quién era Caparra y señalando hacia un costado en el
que se veía un hombre enjuto, pequeño, de anteojos y casi pelado, dijo:
—Es aquel que está al lado de la pared blanca en la que no hay un solo cuadro. A su costado está el
marco de la puerta roja.
Simon era así. Demoramos, pero al final comprendimos la insignificancia de Caparra, una persona que
no admitía descripciones. Simon también se encargaba de distribuir rumores antes de su llegada a las
fiestas. Por ejemplo, cinco minutos antes de su arribo, los presentes habían recibido el dato de que se
acostaba con la anfitriona y que el dueño de casa no se atrevía a hacer nada. Cuando entraba y saludaba al
inocente dueño de casa y a su esposa, todos se daban vuelta y se escuchaban risitas. Otras veces,
mandaba profesionales de prensa para que aseguraran que acababa de donar varios millones a un hogar
de ancianos. Cuando los rumores eran sobre su generosidad, solía ponerse un traje oscuro. Cuando eran
de tono más bien sexual, se vestía con algo entre el rojo y el violeta.
Por todo eso, que a mi llegada de una misión clave hablara de un cuadro que ni siquiera era un original,
resultaba una señal peligrosa. Simon estaba furioso por dentro.
—Se clavó la lapicera.
—¿De que marca?
– Scheaffer. —Respondí sin pensar, pero comencé a dudar si no era una Parker de las buenas, con
capuchón de oro.
—¿Estás seguro de que se escribe así?
Un sudor frío corrió por mi espalda. El último en escribir con un error de ortografía había sido despedido
con sólo media indemnización “debido a fallas en su desempeño ” y una quita del riñón derecho. Había visto
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al nuevo desocupado al día siguiente. Se juntaba con otros mendigos en la puerta de la oficina para reunir
las monedas que le permitieran cargar algo de nafta en el Alfa Romeo. Es que es muy difícil acostumbrarse
a bajar el estándar de vida. Casi tan complicado como volver a conseguir trabajo después de haber causado
semejante desilusión a una empresa.
—Al menos, eso decía. Fue todo muy rápido. La marca quedó al nivel de la carótida y se hacía difícil la
lectura en semejante situación.
—OK. —Se retiró de mi oficina sin mirar atrás. Solía hacerlo así, como alguien que tiene la seguridad de
que no le dispararán por la espalda. O que tiene ojos en la espalda.
Fui hasta la pequeña heladera a servirme un té bien frío. Necesitaba tranquilizarme. Le agregué cuatro
dedos de whisky. Sumé un pequeño chorrito extra, al final, que hizo rebalsar la taza y mojarme la media.
Noté que tenía manchas rojas por la sangre del mendigo. Pensé en sumarme a la moda de los borceguíes
rojos, ahora tan corriente gracias al número de mendigos en aumento. Aproveché el whisky para tomar una
pastilla roja muy pequeña, con una cobertura suave, casi aterciopelada. Recuerdo que una vez intenté
afeitarla con una gillette. Había sido una mala noche.
Me senté en mi escritorio y comencé a mirar por la ventana, en realidad un cuadro con edificios y un
eterno atardecer enmarcados por el dibujo de una ventana, ya que me encontraba en el subsuelo.
Realmente, me sentía en el subsuelo. Faltaban unas pocas horas para que abriera el banco, llevaba casi
dos días sin dormir y, encima, una sesión en el pateódromo. Estaba extenuado. Pero no había tiempo que
perder. Tomé la almohada y salí rápidamente de la oficina en dirección al banco. Subí a un taxi porque no
me sentía en condiciones de manejar. El conductor no paraba de hablar de la última campaña de Racing,
que ya salían campeones con que sólo el país aguantara un poco más antes de disolverse. Me impedía
concentrarme. Cuando ya estaba por golpearlo, respiré profundo y sin decir una palabra saqué mi kit
revolucionario. Se calló en la mitad de un nombre:
—Cha...
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Entré corriendo al banco. Habían cambiado de secretaria: me encontré con una gorda monumental con
verrugas en la nariz y, como noté más tarde, cuando se desnudó totalmente, en el resto del cuerpo.
—Mr. Ruiz lo atenderá en pocos momentos —me dijo con voz cascada.
Un nuevo juego de presiones estaba por iniciarse. No había llegado al puesto que tenía para perderlo a
manos de unos manipuladores; cuando la gorda comenzó a desnudarse ni siquiera intenté desviar la
mirada. Lentamente me retiré a mi sofá, sin darle la espalda, saqué mi almohada y me dispuse a dormir.
Cuando el cansancio estaba por rendirme, un ruido rítmico llegó a mis oídos, instantes después a mi
cerebro, y finalmente a mi conciencia. Cuando abrí los ojos, la gorda roncaba con un altavoz encendido en
la mano. Cerré los párpados con fuerza, decidido a ignorarlo, pero el teléfono comenzó a sonar. Soporté la
chicharra durante cinco minutos hasta que, al borde de la furia, me levanté y atendí. Los desgraciados
estaban logrando someterme. No debía permitirlo. Respiré profundo y dije:
—Tali Bank, buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarlo?
Un chillido intenso me perforó el oído y sentí un hilo de sangre correr por mi mejilla. Corté con un
movimiento brusco que me ganó una mirada de reproche de parte de la gorda, que giró la cabeza hacia el
otro lado, sobre un bibliorato más gordo que ella.
Volví a mi sofá con una mano contra la oreja. Tomé una pastillita aurinegra que venía envuelta en una
especie de celofán que le daba un toque de inocencia. Casualmente, la sensación en mi oído era que un
celofán entraba y salía una y otra vez. Bostecé infructuosamente para intentar destaparlo. Apoyé la oreja
sana sobre la almohada y me quedé dormido a toda velocidad.
Me despertó la gorda con sacudidas cortas e intensas que me hacían bambolear la cabeza. La vi
decirme, ya vestida, que el horario de visita había terminado y que el Mr. Ruiz se había retirado. Le dije que
no me mintiera, que los gerentes dormían en los bancos desde que había empezado el corralito por miedo a
la gente en la calle. Sin esperar el efecto de mis palabras saqué mi kit. Me dijo que esperara un momento y
después de dos llamados insistentes y algunas palabras, apareció el Sr. Ruiz, en pijama, que me hizo pasar
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a su oficina. Amagó quedarse dormido ni bien se sentó; indiqué al enano del cuarzo que prendiera la luz lo
que me permitió ver en detalle su rostro cetrino, triste y ajado.
—¡Apague esa luz inmediatamente! —le gritó al enano mientras sacaba un rifle de caño recortado. El
enano apagó el cuarzo y se escondió detrás de una Biblia. Ruiz guardó el arma, no sin cierta molestia
conmigo y con el enano. Respiró profundo e intentó mostrarse algo más conciliador a pesar de mi agresión
inicial.
—No le disparo porque es el quinto enano para cuarzo que tengo en menos de un mes. Los
presupuestos no están para tanto. ¿En qué puedo ayudarlo? —Cerró la pregunta tirando un escupitajo en el
cesto que, por lo que llegué a ver, le dio de lleno en la frente al enano que descansaba su turno en el
interior. Por suerte para él, ni se inmutó.
—Vengo de parte de Simon a buscar los dólares que ya no tenemos depositados.
Me miró sorprendido. Era un excelente actor.
—¿Cómo los que ya no tienen depositados?
—Sí, los que fugamos la semana pasada, antes de la devaluación.
—Es que ya no están.
O bien era un idiota, o se estaba haciendo el idiota, o me tomaba por idiota.
—¿Es usted idiota, se está haciendo el idiota, o me está tomando por idiota?
Puso cara de idiota.
—No se ponga así. No tenemos la intención de pelearnos con el Sr. Simon que en menos de 5 minutos
puede exterminar a toda mi familia y a la de los dueños de este banco, o hacerme violar por un oso
hormiguero en celo; pero por favor, entienda usted que lo que me está pidiendo excede de alguna manera
los cánones de la conducta, digamos, más aceptada. Es decir que, si bien comprendemos su pedido, no
podemos devolverle un dinero que ya no tenemos.
Me contuve de sacar la bazuca, y sólo retiré el kit revolucionario del bolso, lentamente, como para que
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tomara conciencia de lo que estaba por suceder.
—No se lo tome así, Sr...
—Sr. Apel.
—Sr. Apel. No se ponga así, por favor. Estamos todos en el mismo barco y entre bomberos no nos
vamos a pisar la manguera. Al menos deme algo de tiempo.
El idiota estaba sacándome de las casillas. Comencé a marcar con la cuchara un lento ritmo, que fui
acelerando lentamente. Se tapó los oídos, adivinando lo que podía pasar.
—Le suplico, Sr. Apel. Le entrego a mi sobrina, pero no me haga esto. Me puede costar el puesto justo
en este momento en el que estoy por comprarme una casa de vacaciones junto al mar para los inviernos de
años impares; es algo con lo que soñé toda mi vida. No me deje en la calle en las vacaciones de invierno de
los próximos años impares, se lo suplico.
Reconozco que me dio algo de lástima. Yo también me hubiera desesperado en una situación similar.
Por otro lado, me tentó su oferta, pero sabía lo que me esperaba cuando Simon se enterara de que no
había alcanzado el objetivo. Aceleré algo el ritmo, a modo de protesta.
Casi llorando, Ruiz agarró una birome bajo mi atenta mirada. Tenía poco filo. Su mano derecha sacó una
chequera de uno de los bolsillos y comenzó a llenar el primer cheque. Bajé el ritmo hasta lograr una tensión
razonable, no hiriente. Cuando Ruiz terminó de llenar el cheque, excepto el espacio para la firma, se levantó
y me dijo:
—Espere un momento. Se lo tengo que hacer firmar al Sr. Tali.
No me esperaba semejante maniobra. Dudé por un momento acerca de la posibilidad de seguirlo pero
me contuve. Sabía cómo era la seguridad en torno al Sr. Tali y sabía que yo no le caería muy simpático.
Me dejó solo.
Estuve una media hora esperando; a pesar de la tensión, el sueño me doblegó. Me despertó la puerta al
abrirse. Demoré unos segundos en enfocar y cuando lo hice vi a la secretaria gorda que me decía que el Mr.
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Ruiz acababa de ser castrado y sus pelotas fritas en aceite por el cocinero personal del Sr. Tali, por lo que
no iba a poder atenderme y me invitaba, de parte del Sr. Tali, a vol ver en otro momento para renegociar el
tema con el futuro gerente.
Me levanté preguntándome si sería una mentira para distraerme, pero cuando vi pasar dos pelotas
oscurecidas y humeantes inconfundibles, y más atrás la expresión de un Ruiz desmayado que traían
tendido sobre una camilla, comprendí que el asunto venía en serio. Era el momento de jugar fuerte, de
amenazar si era necesario, o de retirarme como una gallina.
—¿Puede dejarle un mensaje al Sr. Tali, de parte del Sr. Simon?
—No.
Me fui con la cabeza baja. Ese día las cosas no me saldrían bien de ninguna manera. A la vuelta, los
taxis no se querían detener por mi aspecto triste y desalentado. Uno que intenté detener se me acercó pero
cuando me vio me dijo como disculpándose:
—Mirá viejo, mis hijos no comen desde hace una semana, con mi jermu ni nos acordamos de lo que es
coger y lo poco que gano me lo gasto en merca para poder laburar de noche. Me queda un resto de actitud
mínimo, y si lo pierdo con vos y tu cara, seguro que me suicido.
Paré en un almacén a comprar actitud. Pagué con un billete de 5 dólares, lo que hizo llorar de emoción
al dueño que llamó a toda su familia. Me tuvo que dar el vuelto en patacones serie F. Los guardé al lado de
los Lecop, los Tegar y los Chemal más recientes que nos dibujó el gobierno. Los podría usar con los
mendigos al día siguiente, a cambio de algunos restos de actitud. Es sorprendente como una vez que los
mendigos se acostumbran a la pobreza pueden llegar a acumular bastante.
El siguiente taxista, después de medir mi actitud a ojo, me dejó subir. Le pagué con dólares nuevamente
y me dio el vuelto en cosas que puse en el bolsillo sin mirar. Mi cabeza estaba en otra parte, planeando una
estrategia para enfrentar a Simon. Veinte minutos después llegué a la puerta de su oficina. Estaba
esperándome.
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Otto
26/12/01
Hoy tuve que levantarme temprano para darme un baño con aguarrás. Es que Simon se empecinó en
pintarme con aerosoles de colores mientras me hablaba de las características de la pintura holandesa, en
una de sus típicas parábolas. Tuve que tomar una pastilla fucsia al salir de la bañadera, para calmar el
ardor. Esas pastillas tienen una forma decididamente extraña. Es geométrica, pero nunca pude encontrar el
nombre que lleva esa forma, a pesar de haberla buscado en varios libros de geometría. Tiene siete caras de
siete lados cada una. A veces más, varían con la hora.
Tomé un taxi para ir una vez más al banco. Cuando llegó el momento de pagar saqué un manojo de
llaveros y muñequitos de Rintintín del bolsillo. El taxista no aceptó e insistió en cobrarme la corbata cuando
le expliqué que no me quedaba otra cosa para pagarle. Se la di.
Cuando bajé del taxi noté que los mendigos, al verme, salían corriendo. Cuando hice un gesto para
acercarme, el más próximo pegó un grito aún más fuerte y se escondió detrás de un banco de plaza. Me
pareció raro que me reconocieran. No era el único que les pegaba al entrar al banco; sin embargo, parecían
temerme por alguna razón.
Pasé a la oficina del gerente donde me atendió un joven de barba y anteojos negros.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Vengo a hablar con el gerente.
—Ah, sí, tome asiento. Ya le comunico.
Cuando me di vuelta sentí que me pellizcaban el trasero. “Gajes del oficio ” pensé, sin inmutarme,
mientras seguía mi camino hasta el sofá. Esta mañana me había llevado un game boy para distraerme
durante la espera. Pero apenas lo encendí, el joven de los anteojos negros se acercó a mí.
—El gerente no está. Se fue a reunir con los otros gerentes y los obispos para ver cómo desactivan la
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“bomba de tiempo” —hizo el gesto de las comillas con los dedos índice y mayor de ambas manos — que es
el corralito. Ya sabe, una mesa de diálogo de esas que se usan ahora.
Me quedé perplejo. Evidentemente, esta gente no sabía con quién hablaba.
—¡Vengo de parte de Simon!
—¿De quién?
Me había dado cuenta, en los últimos tiempos, de que los bancos contrataban a gente cada vez más
idiota para asegurarse una obediencia que no evaluara riesgos. Cualquier persona que hubiera trabajado de
algo más que de lustrabotas sabía quién era Simon y estaba dispuesto a hacerse freír las pelotas antes que
defraudarlo.
—¿De qué trabajaba la semana pasada?
—Hasta ayer estuve vendiendo muñecos de Pokemon en un shopping.
—¿Y por qué dejó el trabajo?
—Porque no tiene mucho que ver con mi estilo de vida. Yo siempre preferí a los Power Rangers.
Tuve la tentación de golpearlo, pero no lo hice. En lugar de hacerlo le pedí prestado el teléfono para
llamar a Simon. El día anterior me habían desconectado el celular por falta de pago y hasta que no
resolviera el negocio actual no podría volver a activarlo. A causa de eso no vería a mi novia por bastante
tiempo, siempre habíamos hablado por celular. Pensé en pedir un préstamo para llamarla.
Simon no estaba en su oficina. Le dejé el mensaje explicando la situación y que me estaba yendo al
lugar en el que se reunirían los obispos y los banqueros. Aproveché para llamar a mi novia. Su teléfono
también estaba cortado. Realmente, la crisis estaba haciendo estragos.
—¿Me puede prestar dinero? Digo, ¿puede hacer que el banco me preste dinero?
—Sí. ¿Cuánto quiere?
—Necesito unos mil.
—Ah, por esa cantidad va a tener que darme el nombre y la dirección de su madre. En cuanto
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comprobemos los datos le depositaremos el dinero.
Le di la información y salí a la calle. Allí me esperaban los mendigos de diez cuadras a la redonda para
darme una paliza como nunca había recibido. Cuando un camión hidrante que casualmente pasaba por ahí
logró dispersarlos, intenté perseguirlos para recuperar mi maletín pero fue imposible. Todo mojado, me subí
al taxi rogando que me hubieran depositado el dinero antes de llegar a destino.
—A la reunión de los banqueros y los obispos. Vaya despacio por favor.
—Bueno.
Mantuvo un promedio de velocidad de setenta y dos Km. por hora en las calles internas y de ciento
veinte en las avenidas. No vi a cuánto aceleró en las autopistas porque esa parte del velocímetro me
quedaba oculto.
Una vez en Luján, después de pagar con mis zapatos de piel de cocodrilo y darle un pagaré por el resto
del dinero, junto con la dirección de mi madre (que pudo comprobar por medio de la radio), me dirigí a la
escalinata principal intentando arreglarme el pelo y desdoblando el cuello del saco para tapar las manchas
de sangre que me habían quedado en la camisa. El cura que estaba de guardia con una Kalashnikov me
detuvo.
—¿Adónde va?
—Tengo que hablar con el gerente del Tali Bank. Es urgente.
—¿Who says?
—Simon says.
Sin decir nada, abrió la puerta e intercambió unas palabras con alguien que estaba en el interior. Luego
volvió a salir.
—Espere aquí.
El sol del mediodía pegaba fuerte en las escalinatas de la catedral. Tenía sed pero ni un Lecop en el
bolsillo. De cualquier manera, no podría alejarme de la escalinata por si me hacían pasar. Cuando vi unos
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mendigos que se acercaban peligrosamente, me acerqué al cura de la Kalashnikov. Pensé en pedirle un
arma por si acaso pero me contuve. No debía demostrar miedo.
Cerca de la medianoche, la puerta se entreabrió y una voz me indicó que pasara al interior. Después de
cruzar la puerta agradecí la oscuridad reinante, así al menos no notarían que no tenía zapatos. Escuché una
voz monótona que rezaba entre los bancos frente al altar. Allí, un hombre vestido con chaleco negro y
camisa blanca estaba parado al lado de un pequeño grabador del que salía una letanía: reconocí el Ave
María.
A los poco metros fui interceptado por un cura.
—¿A quién busca?
—Al gerente del Tali Bank.
—Se acaba de retirar.
—Lo busca el Sr. Simon.
Su expresión no cambió, pero dijo:
—Voy a ver qué puedo hacer por usted. Tal vez aún lo encontremos en el estacionamiento.
Comenzamos a caminar a paso acelerado. El cura hacía ruido con sus tacones sobre el piso; mis pies
no provocaban ni un susurro. Del grabador salía, ahora, una letanía sobre Cristo y el paraíso que nos
esperaba después de este infierno. Salimos por una puerta trasera. Allí, un hombre muy bajo estaba
entrando en una gran limousine. Miró con cara de desagrado al cura, al vernos llegar.
—Viene de parte de Simon —dijo el cura, por toda explicación.
Sin levantar la mirada preguntó al aire:
—¿Qué quiere?
—Vengo a buscar el dinero que el Sr. Simon tenía depositado en su banco. —Estaba por interrumpirme
cuando me anticipé a explicar—. Sí, entendió bien, el dinero que el Sr. Simon ya retiró de su cuenta.
—¿Podemos hablar esto mañana por la mañana? Como usted sabrá, la situación del país es muy tensa
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y realmente tengo la cabeza en otra cosa. —Luego bajó el tono de voz —. Desde luego que conozco al Sr.
Simon y comprendo su urgencia, pero en este momento debo poner énfasis en otra cosa.
No pude obtener más que la dirección de su madre como garantía de que no me dejaría plantado.
Simulé llamar por mi celular desactivado para comprobar la veracidad del domicilio. Luego la acepté más
por compromiso que por otra cosa: nadie que hubiera llegado a ese puesto podía conservar una madre que
aún tuviera un hueso para ser roto. En mi mente, su madre se representaba como una babosa.
En la sacristía me prestaron el teléfono para llamar a Simon y explicarle la situación. Tal vez había
llegado el momento de cambiar de domicilio. Si al menos hubiera sabido dónde vivía mi novia me hubiera
ido a dormir a su casa.
Otto
29/12/01
Tuve que regresar en tren. Era el único medio de transporte que todavía aceptaba Lecop. Viajé como
una vaca en el compartimiento que iba a Liniers. Durante el tiempo que duró el viaje estuve en una
semipenumbra que me impidió leer los papelitos que un sinfín de zaparrastrosos me alcanzó durante el
viaje. Me dio curiosidad que tanta gente se dedicara a la literatura. Todos, en especial los niños, me dieron
la mano con una sonrisa y agradeciéndome. Pero después de descifrar algunas de las fotocopias comprendí
que en realidad lo hacían por interés: me pedían dinero por las causas más extrañas. Estuve tentado de
decirles que hambre era lo que había en África. ¡Por Dios, si sabían escribir podrían haber conseguido algún
tipo de trabajo! Una vez escuché que Bill Clinton decía en un discurso de la BBC que asistir a la escuela
primaria (en realidad él la había llamado con un nombre en inglés que no recuerdo) que ir a la escuela
primaria, decía, asegura en promedio... ¡un 10% más de ingresos que no haber ido! Así es como estos
estudiosos devolvían con sus impuestos la educación gratuita a la que habían accedido. ¡La educación era
un buen negocio!
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Creo que ese tiempo en el tren, casi imposibilitado de moverme, me dio una oportunidad que hacía años
no tenía: un tiempo muerto sin tener que manejar, sin la posibilidad de escuchar música, hablar por celular o
ver tele. Sólo el hombro del vecino más adelante y un paisaje de villas en la ventana. Saqué una pastillita
rosa, con dificultad, de mi bolsillo delantero. Me relajé en pocos segundos y recordé que algunos amigos
míos del trabajo iban de vez en cuando a reflexionar a algún templo, sin estímulos en torno. Interesante.
Una vez que llegué a Liniers averigüé qué colectivo me llevaba a destino. Por suerte pude pagar un
colectivo con los Lecops que conseguí a cambio de mi kit, más unos Tegar.
Al llegar de nuevo a Barrio Norte ya estaba amaneciendo. No tenía sentido irme a dormir por lo que tras
una ducha y un cambio de ropa tomé unas pastillas de cafeína que bajé con un Red Bull bien frío de la
heladera y salí al cajero más cercano a ver si habían depositado mi préstamo.
Después de pasar los controles de rigor que ahora reclamaba el banco antes de cada trámite, me dieron
el número y me dispuse a esperar. Es que no me atreví a utilizar el nombre de Simon. A mi lado apareció un
tipo que espiaba los números ajenos provocando gran incomodidad. Incluso alguna señora mayor se lo tapó
airadamente lo que, en lugar de amedrentarlo, lo incentivó a buscar otros sin darse cuenta de que
empezaba a crear malestar entre los que esperaban. Como últimamente el horno no está para bollos pensé
que lo iban a trompear. Sólo cuando se acercó a una de las cajeras comprendimos lo que sucedía. Era
sordomudo y estaba tratando de ver por qué número iban para no perder el lugar. Entramos en pánico. Es
que había sólo dos cajas abiertas y podían pasar horas hasta que alguna de ellas lograra comprender que
el sordomudo quería pasar sus dólares pesificados a una cuenta en otro banco del que podía sacar su
dinero, la mitad en Lecops, porque aún no había llegado al límite, o algo por el estilo. Los que esperábamos
con él empezamos a desfilar disimuladamente a su alrededor atisbando el número que tenía para ver si
estábamos condenados a esperar horas. Podíamos quedarnos una semana y terminar alquilando bolsas de
dormir como ya había hecho un grupo que estaba desayunando en uno de los extremos del banco.
Finalmente, alguien gritó aliviado que el sordo tenía el 76A, dos números más que yo. Respiré profundo y
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agradecí al destino.
Intenté distraerme mirando a los niños de la colonia de vacaciones que jugaban con el baldecito y la
arena. Ya a esa altura eran muchos los ahorristas que, al tener el dinero atrapado en el corralito, habían
decidido pasar las vacaciones ahí adentro, donde gracias al aire acondicionado estaba bastante más fresco.
Como todos eran clientes el banco había decidido poner una animadora disfrazada de Super Hijitus para
que los niños dejaran de molestar a la gente que hacía cola. Jugaron durante horas a dos perros para un
hueso, que me pareció fabulosamente divertido. Días después me enteré de que habían incendiado unos
cuantos bancos a comienzos del mes siguiente cuando los padres se enteraron por el resumen de cuentas
que les habían estado debitando, sin consultarlos, algunos pesos por día por el servicio. Lo había leído en el
diario...
—¡Cómo nos cagaron! —La voz estaba al borde del llanto y salía de más atrás. Giré la cabeza sólo lo
necesario como para alcanzar a ver de reojo quién me había hablado. Era un hombre de unos cincuenta
años que a juzgar por su transpiración recién entraba. Tenía un enorme lunar, probablemente canceroso,
colgando de uno de los costados de su mentón. Asentí débilmente. Continuó:
—Encima la humillación de tener que hacer horas de cola para pedir migajas de lo que es nuestro.
Mi respuesta fue una modesta onomatopeya que intentaba cortar la conversación pero sin rechazo
aparente. No estaban los tiempos como para dar excusas a las explosiones ajenas.
—¡Cómo nos cagaron!... Yo estoy viviendo desde hace tres meses de lo que tenía. ¿Y después? —Lo
miré como diciendo “Eso. ¿Y después?”, mientras me movía nervioso. Levanté la cabeza como si hubiera
visto a alguien y me alejé rápido. Me puse al lado del sordomudo y le hablé, como para que el pesado
creyera que me había encontrado con un amigo. Por supuesto que el sordomudo ni se enteró de mi
presencia, pero yo sonreí simulando que me había contestado algo. Seguí hablándole en voz baja unos
instantes más, sin prestar atención a las miradas de los curiosos. El sordomudo miró la hora y siguió
estirando el cuello para ver qué número seguía. Miré de reojo hacia el pesado que habían cagado pero no lo
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pude ver. Estaba por alejarme de mi refugio sordo cuando vi a una mujer que se acercaba sonriéndonos al
sordo y a mí, mientras hacía unos gestos extraños con las manos. El sordomudo también movió las manos
al mismo tiempo, como si en ese lenguaje no hiciera falta esperar a que el otro terminara de hablar para
comenzar a responder; más o menos como sucede en el chateo por computadora. Le sonreí y me dirigí a
otro costado de la oficina. Desde detrás de una columna los espié y vi que la sordomuda le explicaba al
sordomudo algo señalando hacia donde estaba yo, pero este último parecía no entender de qué le
hablaban. La chica me miraba como esperando una aclaración pero me hice el opa. Me fui más lejos a
esperar que, finalmente, llamaran mi número.
Cuando llegó mi turno me alegré: la suerte parecía a punto de cambiar. El préstamo había llegado y ya
disponía de varios tipos de bonos e incluso algunos pesos uruguayos originales, producto de las últimas
decisiones del ministro de Economía que se aplicaban a mí por razones que no intenté comprender.
Salí del banco en dirección a la telefónica para cargar pulsos en mi celular. Cuando llegué encontré que
lo habían cambiado por un negocio de productos regionales de los de “Todo por dos o tres Lecor ”. Miré
nerviosamente a mi alrededor, gracias a lo cual encontré una cabina telefónica que decía “Reclamos a su
telefónica amiga”. Delante de ella había una cola de unas cuatrocientas personas. La gran mayoría de ellas
tenía colgando del cuello el cartelito metálico con imanes que decían “medejástedejo por x$ ”; obviamente,
cuanto más adelante estaba el “medejástedejo”, más alto era el precio. Me saqué el reloj y logré negociar
con el que estaba cuarto. Me dejó y lo dejé en la cola. El que estaba tercero me miró con odio, como si le
hubiera sacado el pan de la boca con mi avaricia.
Mi medejástedejo me comentó mientras miraba el reloj:
—Tuvo suerte de que haya tanta oferta. En una época, en dos o tres días de cola me hacía la plata para
todo el mes. Hasta me tomaba vacaciones en Mardel, un par de veces al año. Ahora, con la malaria que
hay...
—Sí, claro —atiné a decir. El que estaba adentro de la cabina parecía sentirse mal. Transpiraba a mares
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y ya tenía el saco empapado.
—En cambio, ahora, como medejástedejo apenas si alcanza para pucherear. ¡Mire la competencia que
hay! Para llegar a estar cuarto como estoy yo, hace un mes que no dejo la cola. ¡Para ganarme un reloj de
mierda! – me miró indignado.
El reloj era de oro y me lo había regalado mi segundo abogado/ padrastro. Pero no le dije nada. El de la
cabina finalmente salió. El que estaba primero miró al segundo, el segundo al tercero y el tercero al cuarto.
Mi medejástedejo me cabeceó indicándome que avanzara, con una expresión elocuente de “¡Vos sí que
hiciste negocio!”. No conocía el método porque era la primera vez que pagaba un servicio personalmente,
pero comprendí que una ley tácita indicaba que era mi turno. Los medejástedejo nunca ejecutan el trámite
para no perder su puesto.
Respiré aliviado y entré. En el interior había un sistema de calefacción que mantenía la temperatura a
cerca de cuarenta grados, según pude calcular. Necesitaba hacer el trámite lo más rápido posible si no
quería morir deshidratado. Levanté el tubo y apareció un cartelito en el visor que decía “deposite una
moneda o pase su tarjeta de crédito”. Pasé mi tarjeta y a los pocos segundos comenzó a sonar un rock de
los Ratones Paranoicos. Intenté abrir un poco la puerta, pero era imposible debido a que el cable del tubo
era muy corto y no podía alejar la cabeza del aparato. El calor estaba aplastándome, pero me mantuve en
pie. Un día más sin teléfono me dejaría definitivamente en la calle. Si es que ya no lo estaba.
—Bstardes, bla Mrina ¿nqepuedodarle?
—Hola Marina, quiero pagar la deuda que tengo con ustedes para que me rehabiliten el teléfono.
—Ls dencias por fllas en secios deben hacse en la Cosión Ncinal de Temunicaones.
—Sí, pero no quiero hacer un reclamo. Quiero pagar.
—...
—¡¡¡Quiero pagar!!!
—Tito pfvor.
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Escuché otro tema de los Ratones Paranoicos entero cuando finalmente me atendieron.
—Pagos.
—Hola, sí, quería pagar mi cuenta de teléfono. —Mis pies parecían nadar en sudor. Sentí cómo las
medias, cargadas de agua, se iban metiendo entre mis dedos.
—¿Número?
Se lo di y tuve que esperar un largo silencio.
—Hola —dije finalmente, pensando que había perdido la comunicación.
—¡Espere un segundo por favor! Comprendo que esté nervioso, pero acá también lo estamos, la gente
nos insulta todo el día y no entienden que nosotros también somos víctimas de la empresa cipaya esta. ¡No
es mi culpa si no le funciona el teléfono o si se lo cortaron! —parecía furiosa.
—Sí, sí, desde luego, entiendo.
Pasaron varios segundos más y sentí que no me quedaba mucho tiempo antes de desmayarme. Intenté
de nuevo abrir la puerta estirando mi pierna izquierda y contorsionando mi cintura lo más posible, pero noté
un cartelito que decía que por razones de seguridad no se abriría hasta que terminara mi reclamo. Justo de
arriba del teléfono un ventilador comenzó a enviarme aire recién horneado directamente a la cara.
—El monto de su deuda es de $422. ¿Efectivo o tarjeta?
Teniendo en cuenta que estaba en un teléfono no había demasiadas opciones. Igual respondí
dócilmente.
—Tarjeta.
—Un momento, por favor.
Intenté concentrarme. En alguna revista para hombres del revistero de mi baño había leído que la
temperatura es sólo un estado mental y que alcanza con concentrarse para olvidarse de ella. Eso era lo que
debía hacer. Debería tomar un curso de concent...
—Su cuenta es en bonos. Ya no se puede pagar en bonos ¿No lo sabía? —estaba poniéndose nerviosa.
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—Bueno, es que me acaban de dar un préstamo y era lo que había.
—Por una pequeña comisión le voy a dar un servicio especial. Le voy a hacer la transacción a francos,
luego a libras egipcias y luego a dólares con una comisión del fghciteno por ciento, lo que da hasbcuatro. —
Se hizo un breve silencio—. Ahora sí. Da un total de $534 con todos los punitorios. Si acepta pagar, deberá
ingresar el número y el código de su tarjeta.
Sí, sabía que tenía una tarjeta; y algo me indicaba que tenía un código. El código era la fecha de mi
cumpleaños, esos cumpleaños de pobreza de infancia en los que tomaba Secco fría, con cubitos de hielo...
Sí, mi fecha de cumpleaños. Tenía que ingresarla. Sí. No había forma de olvidarme de mi cumpleaños, ni
siquiera ahora, así, tan acalorado, como si estuviera en el desierto del Sahara como el Principito, en ese
cuento que me leyó mi abuelo una vez...
—Si no pone el código en cinco segundos le corto. Me pagan por llamado y no tengo tiempo para perder.
Deje de abusarse.
¿Era un sombrero o un elefante adentro de una boa? No podía recordarlo. Ingresé el código utilizando
para ellos mis últimas fuerzas.
—Gracias por confiar en nuestra empresa—. “Click”.
Abrí la puerta y me senté. Afuera estaba fresco. Hermosamente fresco. Respiré profundo y me aflojé el
botón superior de la camisa. Mi celular comenzó a sonar. Me ilusioné pensando que sería mi novia. A pesar
de las preocupaciones, el delicado equilibrio hormonal estival requería mi atención.
—¿Hola? —Intenté recordar su nombre, pero invariablemente me salían nombres de gaseosas, jingles,
caras de deportistas bebiendo de una botella transpirada.
—¿Sr. Apel?
—¿Sí?
—¿El hijo de la Sra. de Apel?
—Sí. —Me angustié temiendo lo peor. Enfrente pasó un hombre con unas zapatillas Nike. Era fácil notar
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la marca porque desde uno de los costados proyectaba el símbolo contra las paredes.
—Su madre está aquí con varios golpes y magulladuras. Antes de aceptarla en el hospital queremos que
usted haga un depósito como para asegurarnos que los gastos estarán cubiertos.
—Sí, desde luego.
—Por favor, pase la tarjeta por su celular e ingrese el código. —Lo hice. Unos segundos después volvió
a hablar—. El dinero que podemos extraer de su cuenta alcanza para sólo dos días de internación. A partir
de ese momento, a menos que haga otro depósito, nos veremos obligados a darle el alta.
—Sí, no se preocupe. Pagaré todo esta misma tarde —. “Cuando cierre el negocio ”, pensé para mí.
Ahora sí que estaba entre la espada y la pared. Tenía que conseguir como fuera la comisión por cerrar el
trato con el Tali Bank. Estoy yendo a la oficina a buscar unos papeles y a discutir una nueva estrategia con
Simon. Espero que no se le dé por tener otra charla sobre pintura.
Otto
02/01/02
—¿Sabía que Napoleón Bonaparte tuvo durante algunos años a la Gioconda colgada en la pared de su
cuarto? —hizo un silencio reflexivo mientras miraba una pared vacía en la que, seguramente, veía la
Gioconda—. En su propia habitación. La veía todas las mañanas. Cuando vi la Gioconda no pude dejar de
recordarlo. Napoleón en persona.
Esa frase giró en mi cabeza por horas. Fue la última que escuché después de que Simon me informara
acerca de que los mayas jugaban a embocar una pelota de caucho en unos aros altísimos, pegándoles con
la cadera y los codos y que era tan difícil lograrlo que el que lo hacía se llevaba todas las joyas que tuvieran
los presentes, mientras que los perdedores eran sacrificados. También llegó a contarme lo exitoso que
había sido el trato con el Sr. Tali en persona, poco antes de que, “por accidente ”, un montacargas de la
empresa soltara un archivero sobre mí. Por supuesto, la ART se hizo cargo de mi internación. Hoy desperté.
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—¡Feliz Año Nuevo! Se perdió una fiesta hermosa. El cielo cubierto de cañitas voladoras. —Me quedé
mirándola—. Espero que se alegre de estar junto a su madre. Es una delicadeza de parte del sistema de
salud, el que nos internen con nuestros familiares. —Era una enfermera pequeña, como apelmazada y de
pelo negro ralo, pegado a su cuero cabelludo.
Miré al costado con mucho cuidado. Había una cama con una anciana desconocida sobre ella. En la
planilla que alcancé a distinguir sobre su estómago se leía: “Sofía García de Apel ”. Intenté explicar que no
era mi madre, que por favor la sacaran antes de que se gastara mi dinero, pero me fue imposible a causa
del tubo de oxigenación que emergía de mi garganta. Me esforcé, pero me dieron unas arcadas que
llamaron la atención de la enfermera.
—No se preocupe. Ya le traeremos la comida —me dijo con una sonrisa cómplice, mientras señalaba el
tubo con suero que colgaba a mi lado, vacío.
Cuando la enfermera se fue, comencé a mirar la habitación. Era blanca y tenía unos pocos carteles de
auspicio. Un control remoto con varios botones estaba atado a mi mano derecha. Era multifunción: servía
para el televisor, para obtener dosis de morfina que aplacaran el dolor (a sólo 20 US$ el “shot ”), para
manejar el aire acondicionado y para llamar a la enfermera. Busqué mi ropa con la mirada. Necesitaba una
pastilla. No estaba e intenté darme un shot de morfina, pero no salió nada. Seguramente tenía bloqueados
los servicios extra por falta de dinero en la cuenta.
A mi lado había un jarrón de flores plásticas y más allá una ventana. Desde donde estaba alcancé a ver
que en la calle la policía avanzaba sobre un grupo de gente que hacía cola en un banco. Pegaban con unos
palos largos, sin discriminar objetivos, con una ejemplar ecuanimidad policíaca. Mi otro vecino, el que
estaba a mi izquierda, me explicó con gran esfuerzo de sus pulmones y sin que yo le preguntara nada, que
se trataba de las campañas de prevención del delito que hacía el nuevo gobierno. El ministro del Interior
había explicado por televisión que, entre las medidas tomadas, la más importante era una campaña de
sinceramiento para recuperar la credibilidad. Por este motivo, ya que prácticamente la población entera
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estaba movilizada, se le pegaría antes de que hiciera desmanes. “La prevención atacará el problema de
raíz”, había dicho el ministro. Se calló para recuperar el aliento, y noté que estaba transpirando mucho. Yo
estaba mareado y necesitaba una pastilla de cualquier forma y color. Hubiera sido bueno tener una de esas
azules pequeñas que parecen muñequitos.
Mi vecino comenzó a hablar nuevamente. La noche anterior, cerca de la una, después de una lluvia
torrencial y cuando quedaban sólo algunos jubilados en la Plaza, aviones de la Fuerza Aérea habían
bombardeado acabando con los rezagados. Cuando se le consultó al ministro qué sentido había tenido el
bombardeo a una plaza vacía, explicó que se había calculado que cerca de la una y media la marcha
estaría en su apogeo, pero que a causa de la lluvia todo el plan se había tenido que adelantar y no había
logrado los efectos disuasorios esperados. Adujo excusas climáticas para las fallas en la prevención.
Encendí el televisor. Intentando cambiar de canal presioné por error el botón para inyectar morfina. Por
alguna razón extraña, esta vez sí funcionó. Me sentí mucho más relajado. Antes de caer en un hermoso
letargo alucinado, lleno de pastillas de formas geométricas, llegué a ver unos segundos de “Popstars 2 ”.
Otto
06/01/02
Al pasar ocho días de internación Simon & Co dejó de pagarle al hospital y decidieron darme el alta. Me
quitaron el suero, me dieron una muleta y una palmadita en la espalda. Me ofrecieron un enano para
ayudarme a caminar pero no tenía dinero ni para eso, por lo que no acepté. Me sentía raro. No era el dolor.
Era como si la realidad en torno a mí hubiera cambiado, se hubiera hecho más concreta. Me habían dicho
que el mundo se vuelve extraño cuando uno no toma pastillas, pero desde mi adolescencia que no lo
experimentaba directamente. Me gustaba y de cualquier manera lo mejor sería acostumbrarme, ya que
difícilmente podría pagarle a mi farmacéutico amigo. Era raro: me atraía el desafío de ese mundo sin
pastillas.
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Tuve que caminar buena parte del camino a casa con la gravedad tironeando intensamente hacia abajo.
En el camino advertí que la situación en las calles había empeorado notablemente durante mi internación. Al
llegar a la puerta de mi edificio vi que muchos de los que habían sido inquilinos ahora vivían en el palier de
entrada. El olor a puchero era casi insoportable, incluso dentro del ascensor.
Cuando entré a mi casa, encontré que habían pasado una resma de facturas bajo la puerta, muchas de
ellas en rublos (después me enteré de que les habían prohibido dolarizar los servicios), junto con una
calculadora (cuyo costo, mi banco había debitado de mi cuenta) para hacer el cambio automáticamente.
Gas, luz, teléfono, barrido y limpieza, patente, cochera, Infobae, cuota del campo de golf municipal, cuota
para las coimas para evitar que cierren el campo de golf municipal, cuota de la coima para la construcción
de torres frente a la Reserva Ecológica, cuota del departamento frente a la Reserva Ecológica, sastrería,
lavandería, Reader´s Digest, La Nación, teléfono celular (que ya había pagado) y una carta de reclamos de
indemnización de mi ex AFJP por lucro cesante generado por la falta de idoneidad en mi desempeño (en
realidad, era una carta documento). Con la calculadora que me enviaron saqué las cuentas rápidamente:
vendiendo los dos autos, la casa del country (que no había terminado de pagar) y los muebles, más un
gestor para que se encargara de todas las operaciones, podía conseguir entre cuatro y cuatro semanas y
media de tranquilidad, justo lo que necesitaba para recuperarme física y mentalmente, y encaminarme hacia
una nueva etapa de mi vida. Después de eso, me embargarían la casa por falta de pago de otra serie de
deudas. No lo pensé más y llamé a un gestor amigo que andaba en el tráfico de enanos, que además tenía
muy buenos contactos para vender.
Corté las pastillas que me quedaban en el botiquín para ir tomándolas poco a poco.
Otto
08/01/02
El panorama que me pintó el gestor fue desastroso. Me explicó que ya nada era como antes y que
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costaría mucho conseguir compradores para tantas cosas, que no había liquidez, que el corralito, etc. Sólo
pudo prometerme seis a ocho días antes de que la policía me desalojara y que, en realidad, lo ideal sería
que me fuera antes para evitar cualquier riesgo de trabajos forzados en alguna empresa que reclamara
deudas impagas. ¡Una semana! Tenía que apresurarme a pensar un plan.
Con ayuda del portero, al que le di los últimos Tegar que me quedaban debajo del colchón de agua, bajé
un sillón de dos cuerpos que cambié en el supermercado por suficiente comida como para aguantar hasta el
desalojo; compré algunos libros de autoayuda y me dispuse a dar un giro en mi vida. Cuando bajé a buscar
el pedido me llamó la atención ver un perrito atado a una reja que lloraba como si estuviese abandonado.
Me indigné, era un pequeño perro sin raza que alguien había dejado atado mientras hacía las compras.
Quien fuera capaz de hacer eso a un perro tan pequeño no merecía tenerlo. Lo desaté y lo subí conmigo.
Cuando llegó el pedido le preparé un lomo a la plancha que comió con desesperación, como si no hubiera
probado bocado en meses.
Primero miré por la tele algunos capítulos viejos de Montaña Rusa, que daban por Canal Volver, como
para vaciar mi cerebro de todo contenido. Luego tomé una mitad de pastilla bordó que encontré en el piso,
probablemente perdida por algún invitado de tiempos mejores y puse en el equipo de música unos CD de
concentración mental para la autoestima que me habían llegado con el desodorante de ambiente. Una voz
fuerte y segura me recomendaba ir relajando una parte de mi cuerpo por vez, pensar en cosas agradables y
tirar tres chorros de Fragancia Zen mientras explicaba que era el mismo que olía el Dalai Lama cuando se
concentraba. Los que habían grabado el CD sabían muy bien lo que hacían, porque cada tanto un
campanazo furibundo me sacaba de la somnolencia en la que había caído y devolvía mi atención a la voz
que me guiaba hacia mi interior.
El locutor me decía de distintas maneras que me querían. Sí, sin mucha precisión, sólo que me querían,
que tenía un lugar en el universo y que no importaba lo que dijeran los demás, que no podían reparar en lo
maravilloso que era, en mi esencia, esa que sólo yo conocía. Me recomendaba hacer pequeñas cosas para
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darme cuenta de que no era un inútil. Hice varios origami con unas servilletas siguiendo las instrucciones
para luego felicitarme por el resultado. Finalmente, lanzaba al aire un “¡creá! ”, tras el que quedaban veinte
minutos de música en los que hice un zoológico entero de figuras de papel, animales deformes, pero que yo
podía reconocer. Cuando faltaba poco para finalizar el primer CD la voz me anunció que me dejaría en
soledad unos segundos que debía aprovechar para hacer, sin su ayuda, una tarea liberadora: colocar el
segundo CD. Me sentí muy solo en el silencio, pero llevé adelante la tarea y la voz resurgió clara y fresca de
los parlantes. Hicimos algunos ejercicios más, como mimarme a mí mismo, para demostrarme que no
necesitaba a nadie. Para mi sorpresa, tuve una tremenda erección que no parecía formar parte del plan del
CD, pero decidí gratificarme con más mimos. Finalmente, me interné en un sueño sin final del que desperté
al día siguiente medio enloquecido de hambre.
Mazinger, mi perro, había hecho lo suyo en el baño. Fuera del inodoro, obviamente.
Encontré que me quedaba nada más que una pastilla azul. La corté por la mitad y la tomé. Guardé el
resto para mañana. Mañana también la voy a partir y a tomar la mitad. Y así sucesivamente para que me
alcance para siempre.
Otto
09/01/02
Después de desayunar fuerte busqué un anotador y una birome. Me vi interrumpido en mi tarea por el
perro, al que le ofrendé unos cuantos saludos optimistas. Él me agradeció con ese tipo de actitud que sólo
brindan los animales con su comportamiento ingenuo, ese que ha mantenido viva a más de una persona
cuya existencia había perdido sentido. Le di un poco de mi café con leche y parte de una tostada y volví a
buscar mi anotador y la birome.
En un curso de liderazgo me habían enseñado una serie de métodos para organizar bien una tarea
dentro de un plan sustentable, antes de iniciar cualquier proyecto. Estaba por empezar una nueva vida,
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nada más ni nada menos. Por eso puse al lado del anotador una botellita de Coca Cola de frambuesa que
me habían traído unos amigos de los EE.UU. y que reservaba para alguna ocasión especial. Una nueva
etapa estaba por comenzar. Escribí como título de mi proyecto “Proyecto frambuesa ”. Es que también me
habían enseñado que un buen título, algo con “pregnancia ” (una palabra “invalorable ” que pocos
entendían, según me dijeron), puede ser el primer paso para atraer, para generar consenso, como por
ejemplo, la idea de “Tormenta del Desierto” o “Guerra de las galaxias ” o “Popstars ”. Con el título elegido,
todo fue más fácil. Me imaginé lo bien que sonaría la anécdota sobre el origen de un nombre tan particular
cuando me entrevistaran y preguntaran sobre el plan que me había conducido al éxito.
Primero anoté en el “Haber” las cosas positivas que tenía: un título de la UB, cuyos últimos dos años de
cursada nunca hice pero que me dieron de cualquier manera por haber pagado el curso por adelantado con
el sistema Premium (un sistema que, justamente, no implica ningún tipo de compromisos por parte del
cliente). La razón de mi ausencia exagerada la había provocado mi padrastro/ abogado al conseguirme,
antes de vender su empresa al grupo “Excel-Nete”, un puesto jerárquico que no me dejó tiempo para seguir
estudiando. Me encantó trabajar con esa gente. Las reuniones de directorio solían terminar en unas orgías
increíbles, las mejores que disfruté en mi vida. Recuerdo una reunión de directorio que hicimos en el Parque
de la Ciudad que habíamos alquilado entero y en exclusiva. La gente de plata sabe divertirse.
Desdichadamente, por un manejo un tanto turbio de los empleados, que generó un gran descrédito en la
opinión pública, Excel-Nete vendió a precios irrisorios las acciones que le quedaban y se quedó sin
patrimonio. Me dieron una indemnización en maquinaria que vendí y que me alcanzó para vivir durante un
tiempo bastante largo. Embolsé otra buena cantidad que gasté en muñequitos Jack de colección y un viaje a
la India para pasar un mes de fiesta en Goa. El sistema era muy bueno: te llevaban y te aseguraban que te
traerían de vuelta aunque hubieras perdido totalmente la conciencia. Menos mal, porque no recuerdo casi
nada. La fiesta comenzó en el avión, pero algunas fotos que me regaló la empresa muestran que Goa es
muy lindo y que las fiestas fueron alucinantes.
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A la vuelta me dije “Basta de joda” y pensé en volver a estudiar, pero varios de mis profesores me
insistieron con que la mejor universidad era la vida misma, las relaciones humanas. Trabajé de
“chichonero” (una especie de lobbysta de fiestas) para algunas empresas. Mi función principal era hacerme
invitar a las fiestas a las que iba gente poderosa. Ahí les hacía algún comentario gracioso sobre su corbata
y pocos minutos después arreglaba un partido de golf con ellos. Esto me permitió contactar a mucha gente
influyente (eso había que anotarlo en el Haber). Hubo semanas en las que prácticamente no salí del club de
golf, como ocurrió cuando trabajé juntando fondos para una campaña política. Me sentía como un
maratonista, yendo de acá para allá, kilómetros y kilómetros por el césped. Como me pagaban horas extras,
no podía desaprovechar la oportunidad. Recuerdo que en esos tiempos encargué a un gestor que me
comprara la casa del country, pero aunque a los pocos días me llegó el carnet de miembro, con una foto
hermosa de sus ladrillos a la vista, la pileta y la parrilla, nunca llegué a verla personalmente. Es que, poco
antes de las elecciones, el destino me jugó una mala pasada. Tan cansado estaba por el trabajo que no vi
una de las lagunas del campo de golf y caí adentro con carrito y todo, junto con un senador. A él no le pasó
nada, pero yo me quebré el brazo por lo que no pude jugar al golf nunca más y perdí días enteros en un
juicio en el que se me fue mucho dinero.
Hay que entender que yo era un excelente lobbysta del golf. Sabía relacionar el swing de un golpe de
madera cuatro con las posibilidades de una nueva ley de hidrocarburos en dos frases. Entre mis mayores
logros (que por desgracia nunca pude anotar en un curriculum) estaba la rumoreada base nuclear de los
EE.UU. en Tierra del Fuego, el cajoneo de las causas por el tráfico de oro y varias más que en realidad
sería mejor no enunciar. ¡Qué injusto es dedicarse a una labor que no encuentra el reconocimiento que
merece! Nadie podía superarme en ese campo y ahora aquí estoy: sin ocupación.
Claro que la especialización también era mi condena. Intenté ser un lobbysta de hospital aprovechando
mi brazo quebrado pero las posibilidades de que aquel al que había que “tocar ” estuviera internado no eran
muchas. Traté de generar accidentes, pero la noticia corrió por el ambiente y se me produjo un vacío. Tuve
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que retirarme sin indemnización ya que oficialmente nunca había trabajado para una agencia de lobbies,
sobre todo si se tiene en cuenta que tal cosa no existe.
Luego comencé a trabajar para Simon, a quien había conocido en mi escuela primaria (en realidad ya no
puedo recordar si inventé esa historia como excusa para presentarme o si realmente fue así. Revisando las
fotos del primario encontré una cara que podría ser la suya, pero nunca pude comprobarlo. Nunca nos
dijimos claramente a qué colegio habíamos ido). Seguramente lo que a él le gustó es que yo venía con una
empresita de asesoramiento que te preparaba todo para el Y2K, el bug del año 2000, que supuestamente te
iba a dejar sin funcionar hasta la cafetera. Había leído en una revista que iba a ser el negocio del fin del
milenio, pero nadie se esperaba semejante avalancha. El tema estuvo muy bien manejado por algunos think
tanks del norte que repercutieron en todo el mundo. Yo, que venía corriendo primero solo y desde hacía rato
con el tema en el país, surfeé el tema como un rey y le cambié hasta los veladores a tipos que tenían mucha
experiencia en negocios del tipo. Cuando Simon supo lo que estaba haciendo en su propia empresa (mi
gente estaba reemplazando todas las bombitas de su oficina) lanzó una risotada y me llamó: “El uno de
enero de 2.000, cuando te quedes sin laburo, vení a verme ”. Yo sonreí, no dije nada, y el uno de enero me
presenté. Ahí estaba él, trabajando solo en una oficina vacía; me propuso trabajar para él por una suma
impresionante. Quise regatear un poco para no parecer regalado, me dijo “No” y acepté. Después nos
pusimos a charlar sobre generalidades y me pareció que había hecho el mismo curso que yo en la UB que
se llamaba “Sea un jefe con autoridad”. Fue en esa reunión que llegamos a la conclusión de que nos
conocíamos desde hacía mucho, tal vez de la escuela primaria, tal vez de “otra vida ”. Me dio un puesto de
mucha responsabilidad, pero a los seis meses me dijo “¿Y Otto? ¿Qué pasa? ¿Será que no todo el año es
carnaval?”: se había dado cuenta de que lo del Y2K había sido cuestión de suerte.
También tenía que anotar en el Haber mi memoria auditiva prodigiosa. Había hecho un curso del método
Silva para mejorarla aún más y el diamante en bruto se había transformado en una máquina de precisión,
una grabadora. En los momentos de apogeo, había sido capaz de reproducir, textualmente, discursos de
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cinco minutos en otro idioma. Ya no puedo hacer tanto, pero tengo almacenadas en mi cabeza cantidades
de información escuchadas alguna vez que suelen sacarme de un apuro. Hasta hace un tiempo bastaba
una palabra para que se disparara una frase escuchada años atrás. A veces me confundía en los detalles,
pero no me sucedía muy seguido.
Miré mi lista: en el Haber tenía un título y tres experiencias laborales. Ahora había llegado el momento
del Debe. Familia: inexistente. La pobre mujer a la que llamaba mi madre era la mujer de mi padrastro/
abogado. Mi estado de salud no era particularmente bueno. Dependía de la comida macrobiótica a la que
me había acostumbrado. En un asado en el que me encontraba trabajando para que la Sociedad Rural
donara dinero a una asociación que vendía pasaportes falsos a gente de Medio Oriente, tuve una
indigestión que me hizo vomitar tanto que, a causa del ácido del estómago, se me deshizo la corona de un
premolar.
En la última línea del Debe anoté que en pocos días estaría en la calle. No tenía amigos desde que
había perdido mi dinero. Apoyé la birome sobre la mesa y me recliné. Tenía que hacer algo realmente
distinto para salir del pozo. Agarré una botella de whisky, puse algo de música y me senté a pensar.
Otto
10/01/02
Me levanté en un estado como el que no recordaba en mucho tiempo, de la misma manera que no
recordaba al perrito que pateé sin ver cuando vino a saludarme. Intenté hacerle un par de caricias pero se
retiró desconfiado a uno de los rincones. En el afán de vaciar mi cabeza de problemas para empezar a
pensar en el futuro, me había bebido media botella de whisky. La coronilla latía tan fuerte que en el
momento de mayor expansión su reflejo escapaba de los bordes del espejo mientras sentía que mis ojos
iban a caer en el lavatorio. Saqué una bolsa, la llené de hielo, me envolví la cabeza con un repasador y
puse la bolsa encima, colgando casi hasta las orejas.
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Diez minutos más tarde me sentí más relajado y abrí la ducha para comenzar a forjar ese hombre nuevo
que estaba naciendo en mí. Bajo el agua, me tomé el tiempo necesario para revisar cada parte de mi
cuerpo. Una vez que se aflojaron por el agua caliente, me corté las uñas de los pies, algo que no hacía
personalmente desde mi adolescencia; me hice un enjuague bucal; me limpié las orejas con detenimiento y
me hice un baño de crema en el cabello. Cuando salí me sentía un hombre renovado, un hombre que había
dejado su pasado detrás, corriendo por el desagüe en busca del Río de la Plata; un hombre que se
abalanzaba hacia su futuro. Me paré frente al espejo y empecé a revisar con qué contábamos. No tenía un
físico espectacular, pero para la vida sedentaria que llevaba no estaba mal. De chico había hecho bastante
deporte y hay cierto estilo atlético que permanece en el tiempo aunque se abandone la práctica. En todo
caso, no tenía esas pequeñas marcas de moho que aparecen entre los pliegues de los más gordos. La vez
que vi, por primera vez, a uno de mis jefes en la pileta... brrr. Por suerte, yo estaba muy lejos de eso. De
cualquier modo, dudé si convendría un aspecto atlético en mi nuevo rol. En uno de mis trabajos solían echar
a los que tenían aspecto deportivo porque era un claro síntoma de insuficiente dedicación al trabajo. ¿Para
qué gastar energías en algo que no reporta más que unos pocos años de vida extra? Eso “siempre y
cuando no nos atropellara antes un camión”, repetía el responsable de Recursos Humanos.
Me resultaba extraño pensar en mi vida reciente de esa manera. Definitivamente, se había producido un
quiebre en mí. Podía contemplar lo que había sido hasta el mes anterior desde una perspectiva de millones
de años.
Un grito me sacó de mis reflexiones profundas. Era la vecina, que se estaba depilando. Ya la había oído
muchas veces, aproximadamente una vez por semana. Era tan velluda que no costaba mucho darse cuenta
que los lunes era el día de depilación: bastaba cruzarse con ella en el ascensor. Debía utilizar el sistema
“un solo tirón”, ya que el grito era siempre desgarrador y único. Vi en el espejo que mi pecho también
estaba cubriéndose de una alfombra cada vez más acolchada. Nubladas por los vahos del alcohol, se
cruzaron las imágenes que había visto en la tele la noche anterior. Eran de una especie de pegamento que
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se distribuía en las zonas a depilar y que luego se quitaba con un trapo junto a las pilosidades más
detestadas.
Pero lo peor llegó cuando mi mirada alcanzó mi cabeza. Si bien la hinchazón había desaparecido
después del hielo y del baño, noté que algo en mi apariencia me molestaba. Mientras en otras partes mi
pelo sobraba, en la parte superior de mi cabeza raleaba provocativamente. Es cierto que la cosa lucía
mucho peor por mi cara demacrada, pero de cualquier modo se veían rutas de vacío capilar trazadas por
vaya uno a saber qué tipo de animal cefálico, que conducían directamente a la coronilla. Aunque no llegaba
con la mirada, imaginé allí un claro peligroso. Debía hacer algo al respecto. Decidí ir ya mismo a la farmacia
a comprar alguno de los productos que detenían la caída del cabello.
Otto
12/01/02
Miré mucha televisión en estos días, buscando todo lo que se relacionara con las asambleas populares.
Decidí que el futuro pasaba por ahí y era necesario ubicar aquella en la que mejor encajara. En algunas
planteaban planes de gobierno para cuando cayera el presidente actual; en otras prometían la formación de
grupos de autoayuda o una huelga de hambre nacional; en otras comer y engordar hasta reventar; en otras
el suicidio en masa; en otras el no pago de la deuda externa. Esta última fue la que me causó más gracia
por lo que le dediqué especial atención y vi varios programas en los que especialistas daban explicaciones
más que válidas sobre la ilegitimidad de la deuda. ¡Como si la decisión de pagar o no pagar fuera cuestión
de legitimidad! El Tali me lo había dejado claro: el desafío es, en realidad, tener el poder de cobrarle a quien
no quiere pagar. Es decir, a todos.
También atrajo mi curiosidad la invasión de los EE.UU. a un país de nombre impronunciable. Acababa
de comenzar y su objetivo era quitar del poder a un Presidente comunista, musulmán, terrorista y pedófilo,
tal como había quedado demostrado por una profunda investigación de la CIA y el FBI, corroborada por
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veedores del mundo anglosajón. En la CNN se podían ver imágenes tomadas por una cámara oculta en las
que el presidente de ese país firmaba un decreto por el cual se prohibía a las empresas extranjeras llevar
armas durante las negociaciones con el gobierno. El periodista explicaba que el gobierno de los EE.UU.
había considerado tal prohibición como un ataque a los derechos de libre expresión, por lo que en defensa
de la libertad y de la industria de su país, había decidido invadir al régimen autoritario. El ataque había
utilizado un método “quirúrgico” gracias al cual sólo había eliminado a la mitad de la población civil sin
causar más que unos pocos daños materiales.
Cambié de canal. En la BBC mostraban a una turba de ingleses rodeando a un hombre de origen indio
trepado a un árbol en un parque. Al parecer, explicaba la cronista, este hombre, desconocedor de la
obsesión inglesa con la pedofilia, había alzado a un niño para hacerle unas gracias. Al verlo, el padre se
había lanzado al ataque al grito de “pedófilo ”, por lo que la mayoría de los padres que paseaban por ahí se
sumaron a la persecución hasta que el hombre se subió al árbol. Según explicaba la cronista, detrás de la
cual seguía el enfrentamiento, algunos padres habían ido a comprar piedras para arrojárselas y hacerlo
bajar del árbol antes de que llegara la policía y evitara el linchamiento. Mientras tanto, le arrojaban latas de
cerveza vacías que, si bien no lo lastimaban, producían en el indio gestos de pánico y desconcierto notables
por lo que deduje que era musulmán.
En un canal de documentales progresistas mostraban la vida de las nuevas familias que habían sido
legalizadas en distintos países desarrollados. Seguí mirando porque me encantaba la idea de observar
algunas lesbianas en acción, aunque el mito sobre las lesbianas siempre funciona mejor en la fantasía que
en la realidad. ¿O es que alguna vez alguien vio una pareja de lesbianas esculturales en la vida real? No.
Imposible. Salvo que se les pague, claro. Todas las que vi, incluso en ocasiones en las que las había de a
centenas, como en las marchas del Mardi Grass de Sidney, estaban más cerca del carnicero de la esquina
que de alguna de las chicas que suelen verse en las películas porno. Sin embargo, conservé la esperanza y
seguí mirando. Tal vez era uno de esos programas en los que con la excusa de hacer documentales se
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esquivan los controles del COMFER. Pero me equivoqué totalmente. El documental era sobre tercetos y
hasta cuartetos matrimoniales.
—Si ya están permitidas las parejas de gays y de lesbianas: ¿qué impide que tres o cuatro personas
estén enamoradas entre sí? —indagaba la locución en off, como si se tratara de lo más natural del mundo.
Por supuesto que el asunto generaba un problema legal importante. Siempre se había pensado en parejas
de dos personas, pero—: ¿Qué impide, si ya se cambió la necesidad de que un matrimonio esté conformado
por personas de distinto sexo, que ahora se cambie el número de integrantes? Hay que romper con los
tabúes.
Cambié de canal y me pasé un vaso de agua bien fría por la garganta.
Me encontré con un noticiero en el que había un informe sobre los grupos de autoayuda de padres cuyos
hijos se habían ido a vivir al exterior y se habían quedado solos y sin posibilidades de conocer a sus nietos.
Anoté el número de teléfono de la agrupación por si se me ocurría un plan. Esos padres podrían ver en mí al
hijo que habían perdido. Eso es lo último que recuerdo haber observado aquella noche. Y probablemente
haya sido lo último, ya que tengo una memoria prodigiosa.
Otto
13/01/02
Hoy me levanté más tarde de lo habitual. Fui al baño. Me lavé la cara con mucha agua fría. La sentía
hinchada por el sueño. Puse pasta en el cepillo de dientes y me miré al espejo, como siempre. Algo me
molestó, algo que parecía haberme acechado durante años y que ahora me atacaba de forma más cruel y
menos sutil: el manchón calvo que había intuido días atrás se había transformado en un valle desierto. Me
quedé estático, intentando pensar cómo podía haber sucedido tal cosa en tan poco tiempo; dudé si ir a la
cama a ver si allí estaba mi pelo. Tal vez estaba durmiendo y deseé despertarme. Sólo un día antes , había
reconocido una senda apenas marcada y ahora me encontraba con una autopista.
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Hasta ahora me había conformado con la idea de que “Alcanza con que no se me caiga más ”. O, como
dice una película que vi hace muchos años en la que un hombre mientras cae de una torre va repitiendo
“hasta aquí, todo va bien”. Otras veces había atenuado mi desesperación con la excusa de creer una vez
más en los beneficios de un producto nuevo. Pero esta vez era distinto: repentinamente, me había quedado
calvo, como si un gato gigante con una lengua extremadamente pegajosa me hubiera lamido desde la frente
hasta la coronilla arrancando casi todo a su paso. Sólo entonces comprendí lo que ocurría: era mediodía y
la luz que entraba por la claraboya del baño caía verticalmente, justo frente al lavatorio, es decir,
exactamente sobre mi cabeza, haciendo brillar el cuero cabelludo e ignorando mis delgados pelos restantes.
Había advertido este fenómeno de refilón en algún ventanal o parado bajo alguna luz dicroica de ascensor,
pero nunca lo había visto con tanto detalle. ¿Cuán pelado era yo? ¿Tanto como aparecía bajo una luz
inclemente o tan pelado como podría notarlo alguien más bajo charlando en la semipenumbra? Por primera
vez en varios días, deseé tener una pastilla de cualquier color.
Otto
14/01/02
Anoche cuando prendí el televisor un hombre se apuntaba con una pistola en la boca mientras las
cámaras lo enfocaban. Decía que estaba cansado de vivir para sufrir, que nada tenía ya sentido, que se
imaginaba que en pocos días el gobierno explicaría que él era una persona con problemas y que por eso se
había suicidado; y no porque estaba cansado de vivir en un país en el que se robaba a su gente, como era
la verdad. Que por eso hablaba ahora, cuando todavía podía hacerlo. Declamaba bien el hombre; me
resultó tan interesante que comencé a grabarlo mentalmente. Daba una serie de razones por las que
consideraba que el mundo lo había empujado a este extremo y culpaba al FMI, más puntualmente, por su
decisión “existencial”. Realmente, tenía una forma muy elocuente de decir las cosas y la escena fue
logrando una tensión asombrosa que las cámaras aprovechaban con primerísimos planos. Los periodistas
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le tiraban preguntas desde lejos deseando, seguramente, que la escena no terminara más. En un momento
llegó el mediador de la policía:
—No lo haga señor, vamos. La vida todavía puede darle muchas sorpresas.
—Todas las que me dio hasta ahora fueron malas. Mis padres me abandonaron al quedarse sin trabajo,
cuando era chico, de un día para el otro.
—Sí, pero tiene una familia, hijos.
—Sí, y nada para darles, salvo tristeza. ¿No se da cuenta de que no tiene sentido vivir para sufrir? ¿No
se da cuenta de que a usted también lo destruyen un poco cada día?
—¿A mí? —Pareció molestarse—. Ya tengo suficientes problemas para que me los recuerde. —Se
quedó callado un instante—. Tantos o más que usted ¿Sabe la miseria que cobra un policía? Y, sin
embargo, míreme: acá estoy, intentando sobrevivir con dignidad. —Abrió los brazos en lo que debía
considerar una imagen de dignidad.
—¿No le redujeron el sueldo?
—Claro, como a todo el mundo.
—¿Sabe adónde fue a parar el dinero que le sacaron a usted? ¿Para qué se levanta cada mañana? ¿Le
gusta su trabajo? ¿Ama a su esposa o sólo la tolera? ¿No está cansado de que en la calle cuando se dan
cuenta de que es un policía todo el mundo lo odie? ¿No recuerda al menos de vez en cuando que todo este
esfuerzo va a terminar en un ataúd?
El suicida convenció al mediador que, finalmente, sacó su arma y se la puso en la boca. El desconcierto
reinó en el canal y los otros policías también sacaron sus armas, aunque sin saber bien a quién apuntar.
Otros medios enviaron camarógrafos y periodistas pero la manzana estaba rodeada y no podía entrar ni
salir nadie. El canal que ya tenía su gente adentro vendía los derechos a precio de oro pero igual el evento
se comenzó a transmitir por cadena nacional. Fue la peor idea que se les podía ocurrir.
La gente comenzó a acercarse al canal con armas de fuego, cuchillos, arsénico, veneno para ratas, etc.,
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no para amenazar a alguien sino para sumarse a los suicidas. La policía no los dejó entrar. Se produjo una
escaramuza contra los que gritaban que tenían tanto derecho a suicidarse delante de las cámaras como el
hombre y el policía que estaban adentro. Los otros canales aprovecharon para dejar de pagar los derechos
de transmisión de lo que pasaba en el interior. “Manifestación de suicidas ” se leía en la parte inferior de la
pantalla. Algunos reclamaban por su sueldo atrapado en un banco; otros amenazaban con matarse si el FMI
no prestaba plata a la Argentina; algún otro quería ser presidente para matar a los políticos y suicidarse; no
faltó quien clamara por que su novia volviera a amarlo.
Pasaron varias horas y el asunto no se resolvía por lo que los medios volvieron a su transmisión habitual
y los flashes se hicieron cada vez más espaciados. Los últimos mostraban que cuando las cámaras se
retiraron la gente también empezó a hacerlo. La policía se llevó a los suicidas más persistentes, pero no
consecuentes, cuando ya no quedaba casi nadie. Mientras tanto, en otro canal me encontré nuevamente
con una asamblea de vecinos que no querían pagar la deuda externa. Fue ahí que una idea terminó de
madurar en mí. Se notaba en ellos una desesperación, una necesidad de expresarse, de sentirse fuertes.
Necesitaban un líder, alguien que los guiara y que también los sedujera. Ese podía ser yo. Me dediqué a
mirar tele varias horas, mientras bebía agua bien fría.
Realmente, hay mucho para aprender de la televisión. Preparé algo de arroz con pescado al estilo
japonés, le di un poco a Mazinger, y seguí mirando hasta que me quedé dormido. Mi sueño fue plácido,
como el de quien ha encontrado su lugar en el mundo. Sólo había que prepararlo y hacerlo habitable.
Otto
16/01/02
Al levantarme encontré un sobre bajo la puerta en el que me advertían que en dos horas más vendrían a
desalojarme por “falta de pago futuro comprobado ” y que se llevarían todos los muebles que encontraran
en ese momento como indemnización por lucro cesante futuro. Metí alguna ropa en un bolso, tomé un par
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de candelabros y el sillón en el que había visto televisión en los últimos días y los apilé en el ascensor. Al
apoyarme sobre un almohadón, se desprendió una pastilla rosa. Instintivamente, me palpé el bolsillo de la
camisa para ver si el pastillero con el último resto que me quedaba estaba todavía allí y le agregué el botín
recién encontrado. Mazinger parecía tan desconcertado por el movimiento de los muebles que me orinó los
zapatos.
Así me fui con mi mochila del barrio en el que había vivido tantos años aunque sin llegar a conocer más
que al portero, que al verme salir, ni se dignó saludarme. No me importó, algún día volvería, con más dinero
y poder que antes.
Una vez en la calle llevé como pude el sillón hasta el negocio de la esquina y lo vendí por dinero
suficiente como para una habitación de hotel por tres días. Caminé varios kilómetros con Mazinger,
alejándome de la región más rica de la ciudad hacia el barrio elegido como el mejor para llevar adelante mis
proyectos. Finalmente, cansado, metí a Mazinger en un bolso y me subí a un bondi.
Llegué a Almagro. En una esquina había una agrupación con una bandera que decía “No Más ”. Me
acerqué a ellos. Eran más o menos cincuenta personas y estaban en medio de una discusión enardecida.
En pocos minutos comprendí que había dos facciones que discutían acerca de la consigna principal de la
asamblea. Por un lado había quienes sostenían que debían llenar de contenido su consigna principal de
“No más”, mientras que otros aseguraban que esto implicaría una traición al pilar fundamental a partir del
que se habían reunido los vecinos: la diversidad de opiniones. Un hombre mayor, de anteojos, que por su
forma de hablar debía ser profesor, aseguró que darle mayor especificidad a la consigna los “alienaría ” de
muchos vecinos que hasta ahora habían encontrado en ella exactamente lo que deseaban. Tomé nota
mental de la palabra. Seguramente me serviría en el futuro.
—Este eslogan posmoderno es “multiplural” y abierto. Permite que cada individuo ponga el concepto
deseado detrás de él para darle un sentido único e individual. No tiene sentido aglutinar con consignas
detalladas. Lo mejor es aceptar la diversidad, y para aceptar la diversidad es necesaria una consigna
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semánticamente abierta —cerró el profesor.
Se hizo un silencio largo.
—No —gritó alguien, y ahí sí se produjo un aplauso cerrado.
Hubo quien propuso superar esta discusión insalvable formando una nueva corriente a la que se
llamaría, según aclaró, “No Más – Vertiente Especificación ”.
Tomé nota sobre el comportamiento de los asambleístas usando las variables que me habían enseñado
en la única clase a la que asistí de un seminario para graduados de la Universidad de Belgrano, que me
salió un ojo de la cara pero que dio un lustre importante a mi currículum. Estaba disponiéndome a escuchar
a otro orador, un viejito de pelo extrañamente amarillo, cuando sentí que alguien llamaba a mi espalda. Era
una chica con un rostro familiar, claro que con esa familiaridad que pueden tener millones de rostros. Me
hacía gestos extraños con las manos.
—Hola ¿qué tal? —pregunté. Me gustaba la forma de sus labios largos (hacia los costados) y bastante
carnosos.
—Ah ¿no sos sordomudo? —se sorprendió con un acento ligero, como de zona norte pero arrepentido.
Sólo entonces recordé quién era: la chica del banco, la amiga del sordomudo. La otra vez no me había
parecido tan linda como ahora, pero en un banco todo el mundo suele verse más gris, como al 50% de su
potencial. Tenía ojos color marrón claro y el cabello negro, demasiado negro, sospechosamente negro,
como teñido con la misma tintura que mi última novia (¿qué será de ella?). Más abajo se extendía una forma
borrosa aunque prometedora que escapaba al campo visual aceptado socialmente. Al menos no había uno
de esos escotes imposibles de evitar, que atraen los ojos sin que uno pueda hacer nada. En esa parte el
reborde de mis ojos me informaban que había alguna ropa oscura y, como dije antes, curvas prometedoras.
Me pareció ver en su rostro una expresión incómoda, como si le hubiera molestado descubrir que no era
sordomudo en lugar de alegrarse de que fuera sano. Estaba como si se hubiera equivocado de persona.
—Sólo de vez en cuando. ¿Y vos? —Tenía que controlar mi mirada que amenazaba con descender en
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busca de más información. Intenté pensar en los Duques de Hazard, una costumbre que no sé por qué
había adquirido en la adolescencia para estos casos, como forma de distracción de la libido.
En ese momento nos interrumpió un murmullo más fuerte proveniente de la gente reunida en torno a la
asamblea. Se podía escuchar que otro viejito seguía hablando y diciendo algo que, probablemente,
molestaba a la gente, a juzgar por las caras que yo alcanzaba a distinguir.
—... y es así como van avanzando, cada vez por más. Las presiones de la gente van matando la
posibilidad de crecer. Mañana sale otro negocio y tengo que bajar los precios. Que tengo que tener lo más
nuevo, que paguemos más impuestos, que salvemos al país. Y nosotros nos tenemos que ir sometiendo a
los deseos de la gente—. El murmullo era intercalado por algunos insultos cada vez más audibles, mientras
que otros pedían silencio para dejarlo terminar de hablar, respetuosos de la democracia. El viejo seguía
subiendo su nivel de indignación junto con el volumen, como para imponerse al ruido —. ¡¡Ya ni siquiera
puedo pedirle a los clientes que rebobinen las cintas de los videos!! ¡¡Hasta hace unos años castigaba con
dos pesos al que los entregaba sin rebobinar y ahora no puedo ni soñar con hacerlo porque pondrían el grito
en el cielo!! ¿Quiénes se creen que son? ¿Quién me paga por rebobinar las cintas? ¡¡Yo alquilo videos que
me tienen que devolver tal como los entrego!! —Tuvo que bajarse en medio de un griterío.
—¡Cerdo burgués! —gritó alguien.
—¡¡¡Rata de albañil!!!
—Es el dueño del videoclub del barrio —me explicó la amiga del sordomudo. Asentí y aproveché el
movimiento de cabeza para sopesar las partes más bajas de su cuerpo. No me llevé una decepción, aunque
últimamente el umbral de mis exigencias había bajado mucho. Saqué cálculos mentalmente y me dije que
estaba todo por ganar: ella se había acercado a mí. Intenté “adaptar alguna estrategia conocida al nuevo
entorno”. Eso lo había aprendido en un curso y mi memoria me lo ponía al alcance en el momento
necesario. Aproveché un murmullo de protesta frente a las palabras del viejo para pensar en cómo hacer
esa adaptación. Cuando estuve listo lancé la pregunta:
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—¿Y vos? ¿Hace mucho que venís a esta asamblea? —Por un momento temí poner en evidencia que
era la primera vez que venía, pero ella no pareció notarlo.
—No, hace dos semanas.— Miró rápidamente al frente. Se dio cuenta de que yo me había dado cuenta
de que ella me había hablado primero y de que yo había visto en esto una situación de levante. Para evitar
que se pusiera más incómoda agregué:
—Esta es la primera vez que vengo. A la asamblea a la que iba la aparatearon y me tuve que ir para no
agarrarme a trompadas. —Eso lo había sacado de Telenoche, de las declaraciones de un cacerolero.
Proseguí—: Las asambleas tienen que estar para algo más que para servir de lugar de cosecha de los
partidos de izquierda—. Esto lo había oído en “Detrás de las noticias ”, declaraciones de uno de los
periodistas, posiblemente Ernesto Tennenbaum.
Me miró con interés y se largó a hablar.
—Es increíble que no estemos todos luchando por lo mismo. ¡Hay que sumar y no restar! —Su voz se
aflautaba un poco cuando se apasionaba. Me resultó atractivo, me recordaba a una profesora de flauta que
había tenido en la primaria que pasaba la lengua por la punta antes de empezar a soplar. Nunca pudimos
descubrir si lo hacía a propósito—...cuando dijo eso me quise morir ¿Qué hago yo acá?... ¿Viste? —Asentí
rápidamente. Tenía los ojos más claros de lo que me había parecido a primera vista y una boca capaz de
volverme loco. Sus labios se movían a una velocidad increíble para el tamaño que tenían —...en una
situación que es un polvorín. Hay que reconocerlo.
—Eso dijo exactamente Lanata el otro día —respondí, haciendo un gesto de desaliento.
—Cada vez que veo su programa me deprimo. Pero es la única manera de estar más o menos al tanto
de lo que pasa.
—Radio diez habla todo el tiempo de este tema. —Pareció sorprendida, pero luego comenzó a sonreír.
Rápidamente comencé a reírme yo también. Radio diez era un tema que debería analizar con mayor
profundidad.
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—Bueno, me tengo que ir. No me puedo quedar a la votación. Ya sé que está mal, pero me tengo que
levantar temprano y si no me acuesto ya, mañana lo voy a lamentar todo el día. Chau... —Quedó a la
espera.
—Otto ¿Y vos?
—Mara. —El nombre me gustaba, probablemente porque lo asociaba con una perra que había tenido mi
abuelo. ¿Se había llamado Mara o Mora? Estaba por contárselo a Mara cuando nos interrumpieron.
—¿Ustedes son de la Comisión de Prensa?
Era la chica de la “cebra”. La había bautizado así porque acababa de verla caminar delante de mí hacía
unos instantes, mientras cruzaba la calle hacia la asamblea. Pude observar desde atrás su exagerado
meneo, iluminada por los autos que esperaban en el semáforo. Se veía que para ella caminar sobre la cebra
a la noche, seguida por las miradas de deseo y envidia de los pasajeros de los autos, colectivos y motos,
era como ser una modelo por un rato. Por eso, meneaba hasta la exageración su metro setenta (o más);
como si estuviera en la pasarela. Seguramente su cara, especialmente su nariz ganchuda, le había
impedido hacer la carrera de modelaje que habían soñado ella y alguna tía medio bagre.
—No —dijo Mara—, por lo menos yo —agregó, y me dejó el espacio para hablar.
—Por ahora no estoy en ninguna comisión —aclaré.
—Ah, bueno —se alejó la chica de la cebra con lo que me pareció un pequeño meneo dedicado a mí.
Cuando volví la mirada a Mara, parecía nuevamente atenta a lo que ocurría en la asamblea. Aproveché que
estaba distraída para observarla mejor. No era ni muy alta ni muy baja. Lo que no tenía de belleza parecía
tenerlo de personalidad, lo cual la hacía más bella. En definitiva, era linda. En sus manos llevaba una
carpeta. Me pregunté si estudiaría todavía. Vi que detrás de la carpeta sostenía un libro cuyo título me
esforcé por leer de reojo. Di un paso atrás como para tener mejor ángulo y pude leer que el libro era de un
tal Saramago, y su nombre, “Ensayo sobre la ceguera ”. Me sorprendí ya que en el viaje en colectivo había
subido el vendedor de libros con un speech de venta que me llamó la atención. Hacía mucho que no viajaba
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en colectivo, pero el refinamiento del vendedor que me tocó estuvo muy por encima de cualquier otro que
hubiera visto en mi vida. En un tono algo más apasionado que el de los que vendían medibachas
irrompibles o quitamanchas, el hombre promocionaba “la excelente literatura de un premio Nobel
merecido”, “un luchador incansable por los humildes”, que “opta por la subversión individual contra la
opresión de las autoridades catalogadoras, por el desorden de la vida contra el orden de la muerte ”. El
vendedor había agregado varias citas de escritores famosos acerca de la importancia de la literatura. En un
momento me lo imaginé como un crítico literario venido a menos que tenía que ganarse la vida de esta
manera. Sin embargo, me desencanté cuando lo escuché hablar con un peladito que estaba sentado
delante de mí. Como decía un amigo, “La única ese que pronunciaba era la de nasta ”. El tipo le explicó que
la semana anterior había estado vendiendo “La divina comedia” y “El Aleph ”, y que “Si yo tuviera libro' así
todo el tiempo... ¿sabé' qué?”. Me resultó increíble que el hombre se hubiera aprendido todo ese texto de
memoria, con las eses incluidas, y que no fuera capaz de sostenerlo unos minutos más. Cuando se iba, el
chico que lo había llamado le dijo “Un gusto” y el vendedor le contestó “¿Qué sabé' si no la probaste?...
jejeje”.
Mara comenzó a alejarse en busca de un espacio entre dos hombros que le permitiera ver mejor al
orador. Nuestro escaso contacto se estaba diluyendo y sólo lo rescataría con algo de esfuerzo, aún a riesgo
de que se notara la intención.
—Buen libro ese de Saramago. Siempre me pareció un tipo que opta por la subversión individual contra
la opresión de las autoridades catalogadoras, por el desorden de la vida contra el orden de la muerte.
Se dio vuelta sorprendida. Algo le sonaba raro en mi frase. Tal vez era demasiado forzada. Miró la
contratapa del libro y luego a mí.
—Eso es lo que dice en la contratapa. —Claro, de algún lado tenía que haberlo sacado el vendedor.
—Bueno, eso quiere decir que no soy tan mal lector. Saco buenas conclusiones.
Siguió mirándome con duda, pero se dejó llevar por la pasión que, evidentemente, tenía por el libro.
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Apenas si la escuché hasta que preguntó:
—¿Este lo leíste?
Sin demorar un segundo me jugué el todo por el todo:
—No, leí “La caverna”. Una historia sobre los seres humanos enfrentados a la dureza de un mundo
moderno que ya no tiene un lugar para ellos o, al menos, no los lugares que un ser humano podría desear.
—Ese no lo leí.
Respiré aliviado. “La audacia a veces da sus frutos, pero hay que saber dosificarla ” me había dicho un
profesor en un curso de liderazgo del Cema o de algún terciario que no recuerdo.
—En realidad, por lo que me dijeron, es bastante parecido a otros de él. Vale la pena leerlos, pero este
en particular es una obra reciente en la que sólo condensa ideas anteriores —. El vendedor había dicho que
“condensaba en forma superadora toda su trayectoria literaria ”, pero mejor prevenirme por si investigaba.
Volvimos a caer en un silencio profundo que disimulábamos haciendo como si siguiéramos las palabras
incomprensibles de una viejita que se quejaba del precio de las zanahorias o algo así. Aproveché para mirar
por el costado de la cara de Mara, casi a través, el lugar donde la chica de la cebra estaba sentada sobre el
cordón. Un viejo que venía caminando lentamente redujo su velocidad al pasar al lado de ella. Es que no
tenía corpiño, algo que yo ya había notado y, desde ese ángulo, el viejo se encaramaba sobre un panorama
más que tentador. La chica ni siquiera se dio cuenta y el viejo aprovechó para hacer un gesto de que se
había olvidado algo para volver a pasar, más lentamente todavía, y haciendo como que se sacaba un moco
de la nariz para espiar mejor sin que se notara.
Mara me saludó con un gesto rápido y se fue. Tenía mucho que hacer, me dijo, pero no quiso contarme
qué, cuando le pregunté. De cualquier manera, me convenía: no debía distraerme de mi verdadero objetivo,
que era buscar una forma de vivir que se adaptara a mis posibilidades y a un mundo que había cambiado
mucho más rápido que lo que yo podría. Me dediqué a escuchar y a memorizar lo que se decía. Nunca se
sabía lo que podría hacerme falta en el día de mañana. Después tendría que buscarme un hotel barato por
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los alrededores y luego una pieza en la que pudiera aguantar más tiempo. A menos que pusiera en práctica
un plan al que llamé “Operación Daktari”.
Otto
17/01/02
En la mañana, la casa de la chica de la cebra parecía arder con luz propia. Cuando me saqué la
almohada de la cara quedé encandilado por una pared blanca que la noche anterior no había existido más
que como el infinito. A mi lado, encontré la cara de la chica de la cebra (¿Cómo se llamaba? ¿Me lo dijo?)
que me miraba desde un portarretratos. Su lado de la cama estaba vacío y frío. Me levanté y fui a la cocina;
había una notita que me decía que lo lamentaba mucho pero que no había nada para desayunar y que al
salir no olvidara tirar bien fuerte de la manija para que la puerta se trabara.
Después de comprobar que efectivamente no había nada para comer, cerré la puerta detrás de
Mazinger, tal como me lo habían pedido. No sabía si esa noche sería necesario volver.
Otto
25/01/02
Definitivamente, Mara es el tipo de chica que me gusta. Realmente tiene algo que me atrae y no está
necesariamente en el cuerpo. Es como una energía. Recuerdo el curso de eutonía en el que me anotaron
mientras trabajaba en el tema de la privatización de YPF, haciendo lobby para un grupo de petroleras. Uno
de los personajes considerados como asesor clave del gobierno en el tema, estaba en el curso y yo
buscaba una excusa para hacer contacto. Lamentablemente, durante los ejercicios prácticos, por culpa de
mi insistencia en elegirlo para las prácticas pensó que yo era gay.
Al principio me rechazó con violencia, incluso para charlar, pero luego me pidió disculpas y me invitó a
tomar un café. Allí me explicó que justo estaba pasando por una etapa de confusión respecto de su
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identidad y que en todo caso yo le había brindado la posibilidad de abrirse al tema. Yo acepté encantado e
intenté en todo momento desviar la conversación a las petroleras, pero él volvía una y otra vez sobre la
cuestión de la homosexualidad. Cuando comprendí que saldría de esta negociación con algo muy distinto a
lo que estaba buscando dejé el curso de eutonía y no supe más de él. Creo que esa fue una de las razones
por las que terminaron echándome del trabajo en los lobbies. Querían gente que estuviera dispuesta a todo.
De cualquier manera, aunque no logré que mis clientes vendieran lo suyo, aprendí algunas cositas sobre
la energía. Aunque ahora dudo si las cosas que recuerdo las aprendí en otro curso al que me llevó mi novia
(dicho sea de paso, nunca me llamó y ya no tengo el celular, por lo que no tiene manera de ubicarme) que
creo que era sobre el I Ching (me pregunto si los chinos pondrán tanta energía en entender, por ejemplo, el
truco o el tute cabrero). El problema de mi excelente memoria es que recuerdo palabras, pero en cambio,
los contextos se me escapan. Es como un equilibrio universal.
Con Mara siento exactamente eso que me describieron en el curso: una atracción de energías similar a
la de dos imanes. Me acuerdo que el profesor (era chino, y tengo una vaga imagen de mi novia a mi lado,
así que debe haber sido en el curso de I Ching u otra cosa china) explicó que éramos como imanes, que
estábamos hechos de agua y que la Luna es como un imán para el agua, y que nosotros somos como
imanes para la Luna, y que a veces entre dos personas existen cargas opuestas que hacen que se atraigan.
No termino de entender por qué, entonces, la mitad de la población no atrae a la otra mitad, pero no es el
punto. Lo cierto es que Mara me atrae de una manera que nunca sentí antes y que es una chica muy
distinta de todas las que conocí hasta ahora, así que no sé bien cómo manejarme. Por ejemplo, le encanta
Mazinger, algo muy fálico según recuerdo de un curso o de un comentario que escuché en el colectivo.
“Acariciar perros es muy fálico”, dice una voz que todavía escucho, pero no sé en dónde.
Por lo pronto, me doy cuenta de que ella siente que hay algo especial en mí y eso se nota porque
muchas veces me mira como desconcertada por las cosas que digo y se ríe mucho. Yo no entiendo bien
qué es lo que le causa tanta gracia, pero al verla reír me río también, claro que intentando una imagen
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contenida, como para que no espere que siga con más chistes que no sé cómo hacer. En cambio, cuando
ella habla, suele ocurrir que no entiendo lo que dice. Ahora me metí en una subcomisión de la asamblea en
la que está ella, para poder verla dos veces por semana.
Por ahora sigo yendo a dormir de vez en cuando a lo de la chica de la cebra. Desde que no tomo
pastillas estoy hecho un semental y eso me paga el alquiler con placer. Aunque no haya comida, me viene
bien. El único problema es que a Mazinger lo tengo que hacer entrar tarde, cuando la chica de la cebra
duerme. No puedo creer que ella no comprenda el frío y el miedo que debe tener el pobre perro durmiendo
toda la noche afuera. Realmente, hay gente increíble, sin corazón.
Como sea, ahora estoy viviendo de una manera extraña, con poco dinero, como siempre me dijeron que
vive la mayoría de la gente, con unos pesos. ¡Fui a un supermercado a comprarme la comida y me preparé
yo mismo un sandwich! Ni decir que hasta encontré trabajo vendiendo celulares. Estoy utilizando mi agenda
de otra época para venderle a los que se están llenando de plata con la crisis. Les aseguro que estos
teléfonos tienen bloqueadores para no recibir llamadas de determinados números, que están protegidos
contra espionaje o cualquier otra cosa que se me ocurra en el momento. Además, me aprendí de memoria
el manual así que los apabullo con palabras cuando veo que dudan. Y si eso no alcanza, les cuento la
historia del burro de Buridan, que siempre impresiona bien. La saqué de uno de los cursos de liderazgo.
Recién voy por la B de mi agenda y tengo una tasa de efectividad del 32%, lo cual no está nada mal
teniendo en cuenta cómo están las cosas en este país. De cualquier manera, les doy otro nombre para
evitar que me reconozcan. Incluso tengo tarjetas con ese nombre: Rogelio Aguas. Lo tomé prestado de un
cantante. Por ahora nadie me reconoció y, en lo posible, evito encontrarme personalmente con ellos.
Si sigo así, cuando esté por la D voy a tener un cuarto propio en un lugar decente. Con Mazinger, por
supuesto.
Otto
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26/01/02
En la última reunión pasó algo increíble, algo que puede cambiar totalmente mi relación con Mara para
siempre: se olvidó su agenda y un librito negro que resultó ser su diario íntimo. Lo abrí y leí algunas partes
con mucho cuidado, pensé que debería actuar de modo que no se notara que lo había leído. Encontré una
anotación entera dedicada a mí.
Mara
23/01/02
Querido diario:
Las cosas están más o menos bien. El tema de las asambleas sigue siendo el que más me
llena los días. Ha sido fundamental para evitar mi caída después de que me despidieron. Además, estoy con
otra gente, veo a los vecinos con otros ojos y trato de pensar cosas que puedan servirnos a todos.
Hay un tipo en particular que me llama la atención. Me dijo que se llama Otto. Por momentos dudo si es
un idiota total o un genio sin intención. Un ejemplo: el otro día estábamos sentados en una mesa, en la
asamblea, discutiendo la quema de las boletas de ABL. Era una mesa chica. Sólo estábamos los cinco
encargados del tema: Otto, Martín, un abogado raro que habla como si fuera un tango, Juan, Mabel o
Raquel, y yo. En un momento de la discusión llegamos a uno de esos puntos en los que ya no hay
movimiento, un punto muerto de esos en los que tomás conciencia de que la potencia de los idiotas frena
multitudes. Es algo que vengo observando todo el tiempo: alcanza con un imbécil, que ni siquiera tiene que
ser malintencionado, para arruinar cualquier cosa positiva que estés intentando hacer.
Bueno, pero la cuestión es que una gorda de anteojos que viene siempre, que se llama Mabel o Raquel,
o algo así, se enojó con una contestación de Juan y le dijo una guarangada increíble. Ahí intercedí yo,
pidiéndole a todos que no fuéramos tan “susceptibles ”, que intentáramos calmarnos para poder llevar las
cosas a buen puerto. Entonces Raquel o Mabel, o lo que sea, preguntó:
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—¿Qué significa susceptible?
—Que suscepta —le contestó automáticamente Otto, el personaje este del que hablaba. Los otros tres
quedamos desconcertados y después empezamos a reírnos como locos. Él también se empezó a reír. Le
expliqué más o menos a Raquel o Mabel lo que era susceptible y seguimos la charla mucho más relajados;
finalmente, tomamos las decisiones que queríamos tomar. Todavía me queda la duda de si Otto lo hizo a
propósito, porque pareció sorprendido en el primer instante, cuando nos empezamos a reír; pero después
se sumó con naturalidad y, en todo caso, con ese chiste consiguió descomprimir la situación de una manera
que no se hubiera logrado ni en media hora de charla.
Hablando de duda, no recuerdo exactamente por qué tema estábamos dudando en la asamblea, pero
contó una historia muy buena sobre unos burros de un tal Aburrido o Aburridan o algo así. La cuestión es
que este burro está muriéndose de hambre justo en el medio de dos grandes parvas de heno riquísimas.
Las dos huelen maravillosamente y lo atraen por igual, y es por eso que no puede decidirse y... ¡se muere
de hambre! La historia nos dejó algo sorprendidos por la parábola, por llamarla de alguna manera, pero nos
permitió salir de ese atolladero y continuar. Verdaderamente, es un tipo muy desconcertante.
Juan, por su lado, me dijo que no le cae muy bien.
Otto
28/01/02
Me estoy cansando un poco de las largas charlas en la asamblea. Se vuelven bastante aburridas, aún
para quien tiene el entrenamiento de miles de charlas sobre temas aburridísimos. Recuerdo que en la época
en la que trabajaba en el tema de las petroleras iba a todos los seminarios que había en que estuviera
incluida la palabra hidrocarburos. Mi agenda de la computadora estaba prefijada para encontrar
automáticamente los nombres de seminarios que tuvieran esa palabra clave para sumarlos a mi agenda. Es
increíble lo rico que podía resultar ese mundo. Por día había no menos de dos charlas y en todas
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encontraba alguna cara nueva. Los lugares de encuentro eran los hoteles más caros de la ciudad. Las
recepciones eran buenísimas. Me resultaba bastante tedioso mantenerme lo suficientemente atento como
para escuchar el llamado y salir a tomar café al lobby en donde, justamente, tenía que realizar mi tarea.
Recuerdo que, en muchas ocasiones, éramos más los lobbystas que los verdaderos petroleros. También
estaban los que comenzaban a resbalar a toda velocidad por la pendiente de la crisis, que aún conservaban
un traje lo suficientemente nuevo como para no despertar sospechas en los de seguridad y así poder
colarse para comer. Pero en determinado momento, en el clímax de la privatización, se hizo demasiado
obvio que los lobbystas superaban ampliamente a los empresarios, por lo que se empezó a cobrar entrada.
Esto no cambió en nada el perfil de los asistentes excepto porque dejaron de asistir los que sólo iban a
comer. En una etapa posterior, enviaban entradas gratis a los petroleros y cobraban cifras exorbitantes a los
lobbystas que podían pagarlo. Así, el tema de las charlas a los petroleros se fue volviendo un negocio
bastante rentable, pero más relacionado con las relaciones públicas y el catering que con los hidrocarburos.
En un punto, comenzaron a multiplicarse las charlas con cualquier excusa. Los lobbystas tuvimos que
asegurarnos que realmente habría algún petrolero, lo que aumentó los gastos de investigaciones y los
organizadores decidieron pagarles a los empresarios petroleros para que fueran. Obviamente, los
decadentes eran los únicos que iban. En un curso de la época me dijeron que el negocio de los lobbies en
charlas se estaba cayendo y que había que modernizarse. Decidí anotarme en todos los clubes de golf, lo
que me resultó bastante más económico y productivo, hasta que me lesioné y tuve que abandonar.
De cualquier manera, al principio me llamó la atención la cantidad de charlas sobre hidrocarburos que
había. Supongo que debe ocurrir más o menos lo mismo con todas las tribus de la ciudad aunque,
obviamente, con perfiles distintos. Para probarlo, una vez busqué en Internet todas las actividades que
había para gente que hubiera decidido andar descalza y me encontraba no menos de tres por mes. Fui a
una con la esperanza de encontrar algún petrolero excéntrico, pero no se presentó ninguno y abandoné el
tema.
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Me aburro terriblemente en las asambleas y no siento que esté haciendo progresos reales. En las
comisiones me va un poco mejor, aunque más no sea porque atraigo la atención de Mara, lo que no deja de
ganarme la enemistad de Juan, un amigo de ella que, evidentemente, tiene esperanzas de algo más. Eso
me recuerda algo: “No hay nada como enemistarse con ese amigo bobo que tiene toda mujer ” me decía un
amigo lobbysta experimentado que estuvo en la venta de Entel. Para él, la categoría “amigo bobo ” es la de
esos buenazos que hacen todo por una mujer, hasta el punto de perder cualquier atractivo que hubieran
podido tener. “Darle a una mujer todo lo que quiere es la mejor manera de perderla ”, me dijo. El tarado este
de Juan es el modelo perfecto de esa descripción. Siempre coincide con Mara aunque, para que parezca
que conserva cierta autonomía de criterio, simula no estar de acuerdo en algún punto; o mejor aún, intenta
demostrar que se puede llegar “aún” más profundo que lo que había llegado Mara, por el mismo camino
que ella, como intentando demostrar que ambos se complementan brillantemente.
Pobre bobo. No se da cuenta de que su batalla se perdió hace rato y de que me está haciendo el juego.
No falta mucho para que empiece a demostrar celos de mí e incluso que haga algún comentario en mi
contra, acerca de mi peligrosidad, algo que sin duda va a aumentar el atractivo que tengo para Mara.
Mientras tanto, la hago reír mucho aunque no siempre entiendo por qué.
Le devolví el diario a Mara. Al principio sintió alivio, pero enseguida pensó que podría haberlo leído. Le
dije con una media sonrisa, lo más misteriosa posible, que no lo había hecho. Quería que se quedara con la
duda para que en los próximos días tuviera curiosidad por investigar cuántas cosas sabía. Eso la
mantendría interesada por un tiempo.
Había esa sola mención a mí, y por lo visto, está bastante desconcertada.
Ya voy por la C en mi agenda y sigo manteniendo un 32%. Nada mal. Voy a empezar a buscar un
departamento.
Mara
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28/01/02
Querido diario:
Qué alivio recuperarte. Esta es la primera vez que te escribo así, en segunda persona, pero
es la primera vez, también, que tomo conciencia de tu existencia material alejada de mi mente. Es verdad
que sigo con la estúpida costumbre infantil de decirte “querido diario ”, pero eso no lo hago porque te
considere distinto a mí, sino porque ya es, a esta altura de mi vida, un formulismo del que no puedo
escapar.
Casi te pierdo el otro día en el bar. No puedo entender cómo me pasó algo así. Tal vez fuera porque me
sentía realmente mal y quería irme. Nos habíamos encontrado con Juan antes de que comenzara la reunión
de la comisión de ABL y durante ese tiempo no paró de hablarme mal de Otto. Evidentemente está celoso,
aunque el tema está prohibido desde hace años, cuando me declaró su amor y le aseguré que no tenía más
esperanzas que la de ser su amiga y él aceptó. Pensé que haberse puesto de novio con Sandra había
dejado esta historia atrás. Además, ella es más linda que yo, al menos en lo que se considera como “lindo ”
en esta sociedad de mujeres famélicas. Y eso de tener una chica para pasear del brazo y mostrarles a los
amigos, a los hombres en general los tranquiliza, los hace sentir como más seguros. A pesar de todo, sé que
con ella está medio mal, mejor dicho, lo intuyo más que lo sé, y siempre presiento una especie de espera en
él.
Es un amigo incondicional que siempre me apoyó en las buenas y en las malas, pero a veces me ahoga
un poco. También puede ser inteligente y creo que es el único que me entiende cuando hablo de cosas
profundas. A veces está en la misma sintonía e incluso hace comentarios muy útiles para entender mejor las
cosas que yo misma estoy diciendo. Parecería que es el único que puede comprender lo que pasa por mi
cabeza en las reuniones de la comisión, pero también hay que decir que los demás, salvo Otto, son
bastante limitados. Creo que la molestia que me generó el otro día al hablarme como si fuera un hermano
mayor me dejó sin ganas de escuchar a nadie, hasta que Otto salió con uno de esos comentarios que no
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quieren decir nada pero que todos entienden. Juan y yo estábamos callados desde hacía rato, la charla
seguía sobre cómo era mejor presionar al gobierno por el tema de ABL. En un momento se hizo un silencio
y el orador pidió la opinión de los demás. Como Juan y yo estábamos manejando el tema, es evidente que
esperaban nuestra opinión, pero nosotros no habíamos escuchado casi nada. Otto nos miró a Juan y a mí y
preguntó:
—¿Por qué están tan ostrados?
Juan se puso colorado como un tomate y yo traté de contener la risa. Era una palabra que no existía (la
busqué en el diccionario para asegurarme de que así era), pero que encajaba perfectamente en un espacio
vacío entre la cerrazón y el aburrimiento de la ostra, la postración y demás sutilezas. Otto tiene esas cosas
que parece decir con inocencia, pero que evidentemente saca de una sensibilidad especial.
La asamblea a veces me desgasta mucho. Avanzamos muy lento (¿avanzamos?). Está el problema de
los que van para hablar de ellos mismos. No es un tema menor de las asambleas el hacer que la gente se
sienta menos sola, pero a veces se vuelve muy cansador. Por ejemplo, el bajito que tiene cara de contador
(tal vez no debería ser tan prejuiciosa, pero si no lo soy en mi propio diario, que “supuestamente ” no lee
nadie más... ¿dónde lo voy a ser?). El que tiene cara de contador, decía, está siempre hablando de sus
viajes. El otro día nos trajo un álbum de fotos en las que se lo veía frente a la torre Eiffel, el Coliseo de
Roma, La Ópera de Sydney, las pirámides de Egipto, y todos los íconos turísticos que uno pueda
imaginarse aunque con una particularidad: en todas estaba barriendo con una escoba, mirando al piso,
como despreocupado. Según nos explicó, él “es” fotógrafo artístico (aunque lo dice como alguien que
“quiere ser”, que se presenta así porque supone que su esencia pasa por ahí y los demás entendemos que
su esencia pasa por ahí) y cree que en las pequeñas cosas cotidianas está lo universal, lo que somos como
seres humanos. Después nos explicó que quiere hacer una muestra de fotografías y que quiere que la
asamblea la auspicie, signifique esto lo que signifique. Le dijimos que había muchas cosas que lograr antes,
pero que no estaba mal. A mí me pareció una estupidez, pero Juan dijo que sería bueno hacer una reunión
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en la que cada vecino mostrara un poco quién es, como para que dejáramos de ser caras anónimas en las
calles. Me suena un poco utópico. Cuando nos quedamos solos, Juan me dijo algo que me dejó pensando:
“Todos hacen algo que los distingue de los demás y lo usan como estandarte para no ser del montón. Y
quieren que los demás se lo reconozcan. Eso es lo que hay que aprovechar y estimular entre todos. Es el
equilibrio entre el individuo y la comunidad.”
Tiene razón. Aunque me pregunto qué será lo que me distingue a mí. O mejor dicho, lo que creo que me
distingue de los demás. ¿Mi sensibilidad y nada más?¿Me creo tan buena que no necesito ninguna
particularidad excéntrica para sentirme distinta? ¿Necesito sentirme distinta? Bueno, me parece que me
estoy yendo por las ramas. Como dice Otto: “Olvídate de Madrid ”.
Juan
28/01/02
Discutí con Mara por culpa de Otto. No aprendo a callarme. “Olvídate de Madrid ” dice el tarado ese
dándose aires de no sé muy bien qué y como si significara algo.
Idea de cuento: Un hombre va en colectivo mirando por la ventanilla. En una esquina ve a un anciano
parado pintando un cartel que no puede evitar leer. Dice “el aire es gratis ”. Está escribiendo la última “s ”.
El protagonista piensa que la energía vuelve en los que más experiencia tienen, tal vez en los sesenta, la
imaginación al poder y todo ese asunto. Se queda pensando en eso, pero como no vuelve a tomar el mismo
colectivo, no sabe si aparecen más pintadas en el barrio.
Su vida sigue, pero siempre apela al mismo recuerdo, que conserva con cuidado para los momentos en
los que se siente agobiado. Las cosas van mal, pero él respira gracias a la frase “El aire es gratis ”. Lo hace
sentir más liviano. Es otra forma de decir que vivir es inevitable y que por eso mismo no hay que tomárselo
en serio. El protagonista se obsesiona cada vez más con la frase y empieza a imaginar un corolario detrás
del otro, hasta elaborar una teoría sobre la emancipación del hombre a partir de su certeza de la muerte.
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Mientras haya aire se puede seguir, mientras se tengan pulmones no nos van a impedir ser lo que somos,
no nos van a obligar a comprarles hasta el aire. Finalmente, un día va en una especie de santa
peregrinación al lugar y encuentra el cartel. Arriba del mismo se lee: “Bicicletería ”.
Como siempre, la idea suma, pero la cuestión es concretar las sensaciones, construirlas sin desnudar el
armazón. Por ahí, vale la pena escribirlo.
Hoy vi de nuevo a la mujer del bastón que antes siempre me encontraba en el subte pidiendo plata para
comprarle los remedios a su hijo con SIDA y padre de tres niños, cuya mujer lo abandonó por otro. Esa
historia me había parecido truculenta, pero la que contó ayer me pareció aún peor: dice que tiene que
comprarle los remedios a su padre, un médico rural que atendió gratis durante cincuenta años y que ahora
está sufriendo los golpes de calor, cada vez más débil, por una enfermedad que no le da “tregua ”. Y en
ningún hospital lo quieren atender.
Mara
01/02 /02
El otro día estábamos proponiendo organizar una fiesta en el barrio con una serie de actividades
políticas nuevas para concientizar a la gente. Algunas de las propuestas eran muy complicadas y sutiles,
sobre todo una de Juan que proponía mezclar frases de distintos libros de teoría política para que la gente
armara uno nuevo que le gustara, sin dogmatismo. Hacía falta mucho esfuerzo y estábamos discutiendo
cómo organizarnos cuando Otto interrumpió con una pregunta: “¿Llevarían a un ciego a Venecia? ” Todos
nos quedamos desconcertados. ¿Qué quiso decir? ¿Que no tenía sentido? ¿Tiene sentido llevar a un ciego
a Venecia? Al fin y al cabo: ¿Qué es Venecia sino un lugar “mirable ”? ¿De qué sirve irse hasta allá si no se
va a apreciar? No sé si me gusta, pero hay que reconocer que no deja de tener una practicidad impecable el
comentario.
Dejamos el proyecto de lado hasta nuevo aviso.
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Juan
02/02/02
Creo que lo que más me aburre es Mabel o Raquel o como se llame. Cada vez que empieza a hablar me
quedo mirando cómo sube y baja la punta de su nariz, como si tuviera el labio superior demasiado corto. Si
a eso le sumamos los anteojos, totalmente pasados de moda, su imagen se vuelve insoportable. Pero ni
siquiera el aspecto es lo peor de todo. Es la forma de hablar, o mejor dicho, el contenido. Es lo que yo llamo
una “autoabastecedora de anécdotas”. Tengo la duda de si leí sobre la existencia de esa categoría en
algún lado. Significa que, no importa lo que haya pasado, ella consigue que la situación se transforme en
una anécdota. Por ejemplo, el otro día, mientras esperábamos que llegaran más personas a la reunión de la
comisión de ABL, se puso a contarnos a los que habíamos llegado temprano:
—El otro día estaba retentada. No sé qué me pasaba, pero cualquier cosa me hacía reír. Resulta que me
fui de mi cuñado (sí, dijo “de mi cuñado”) a comer un asado. Estaban todos mis sobrinos sentados
alrededor de la mesa y en eso mi cuñado se asoma a la calle por encima del ligustro y dice “¡Cómo me
gustaría tener ese cuerpo!”. Mi hermana y yo nos asomamos para ver a quién se refería, sobre todo porque
ellos tienen un vecino que está muy bueno...jiji... y sobre el que siempre... jijiji... charlamos —. A esta altura,
su nariz no paraba de subir y bajar, y tenía que detenerse varias veces por frase —. Y en vez de
encontrarnos con el vecino... ¿qué vemos?... a la esposa del vecino que tiene un ...jijiji... un cuerpo...
bárbaro... “¡Cómo me gustaría tener ese cuerpo! ”...jiji... Y yo estaba retentada... jiji... y no podía parar de
reírme. Estaba retentada... jijijiji.
Y siguió riéndose varios minutos. Bastó un pequeño estímulo para que lo convirtiera en una anécdota
completa. Se autoabastece de anécdotas: como estaba “retentada ”, todo se volvió un hecho inusual
(parecía decir que la gente, lamentablemente, no anda retentada por el mundo, pero ella sí), lo cuenta y se
transforma en su propio público que festeja el chiste con una risa que tapa el silencio del resto. No necesita
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a nadie. Es una hermafrodita del humor.
Patético. Si esta es la gente que va a cambiar el mundo, el país, el barrio, sus propias vidas...
Otto
02/02/02
Hace rato que habría abandonado mi plan en las asambleas si no fuera porque Mara va a esa comisión.
Aunque últimamente se muestra algo fría conmigo cuando Juan está cerca. Realmente, me estoy
desgastando y no se me ocurren muchas alternativas.
Por suerte, ayer en lo de la chica de la cebra había carne al horno. No sé quién la preparó pero seguro
que no fue ella. Una vez quiso preparar arroz y no le puso agua. Creo que se está aburriendo de mí tanto
como yo de ella.
Para peor, con estas historias y la poca atención de Mara, está decayendo un poco mi venta. Estoy en la
D y bajé el promedio al 28%. Creo que voy a tener que esperar un poco más para alquilar un departamento
nuevo. Tal vez una pensión...
Me parece que Mazinger se agarró sarna el otro día, por dormir en la calle. La chica de la cebra lo había
descubierto al ir al baño y lo echó con asco. ¿No se da cuenta de que se agarra sarna justamente porque
ella lo echa y que si no lo hiciera no tendría sarna? Si no hubiera hecho tanto frío me hubiera ido yo
también. Realmente, me hace perder la confianza en la humanidad.
Estoy leyendo “La caverna”, de Saramago, para evitar caer en una trampa en el futuro. No entiendo
mucho pero avanzo. La historia parece algo tonta. Tal vez sea mejor leer varias críticas sobre el libro en
lugar del libro mismo. La gente no suele hablar sobre lo que pasa en un libro sino directamente de la
interpretación que le dio. Podría ahorrarme el primer paso.
Mara
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02/02/02
Querido diario:
Hoy, cuando iba a la casa del único alumno que me queda, pasé por la vidriera de un bazar. Ahí
exhibían lo que llaman “kit revolucionario”: cucharón, olla y sartén, todo en hierro “antiabolladuras ”.
“Cambie el país con el kit revolucionario”, decía. ¿En eso va a terminar todo este despertar? No podemos
permitir que nos terminen estampando en una remera como al Che Guevara.
Juan
03/02/02
La ventaja de escribir en el colectivo es que uno debe detenerse cada pocas palabras porque hay un
pozo, un empedrado o una curva. Entonces aparece el tiempo obligado de reflexión sobre lo que se estaba
por escribir. Y de esa reflexión salen frases más pensadas, de más profundidad.
Hoy, la vieja del bastón subió al colectivo. Contó que su nieta, de la que se está haciendo cargo desde
que murió su hija en un accidente de auto, necesita una prótesis nueva para su brazo porque creció desde
que le pusieron el último y ya no le sirve. Que gracias al bracito (lo mostraba) había conseguido trabajo
hasta ahora ayudando en una casa, pero que desde que se lo tuvo que sacar no les quedaba plata ni para
comer.
Mara
03/02/02
Querido diario:
Creo que lo voy a invitar a tomar un café. El que te haya rescatado y devuelto me da la
excusa para hacerlo aunque sea para agradecerle. En realidad lo que quiero saber es si se esconde alguien
interesante detrás de esos comentarios entre agudos e ingenuos. Sigue siendo un enigma. Es una persona
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que te va desarmando, ganando tu confianza, pero que en el fondo parece peligrosa. Por ahí Juan tiene
razón. Hablando de Juan, el otro día lo vi desde la ventanilla de mi colectivo mientras estábamos parados
en un semáforo. Él estaba en un 59, pero no me vio. Como las ventanillas estaban cerradas y yo estaba
parada no me dio para gritarle. Pero me llamó la atención verlo escribiendo en un cuadernito negro. No
sabía que llevaba anotaciones. Siempre deja la sensación de que es un escritor en potencia, pero nunca
habla del tema. Y no era una simple agenda. Era un librito. Curioso.
Basta de pavadas me voy a dormir.
Juan
04/02/02
Casi sin querer, en el momento menos pensado, uno se termina enterando de algo que le cambia la
forma de ver el mundo. Estuve en la biblioteca intentando volver tarde a casa para evitar la inexorable pelea
con Sandra, atacada por esa histeria típica de las chicas lindas o que se creen lindas... bueno,
objetivamente ¡es linda! Pero tiene esa cosa de las lindas que esperan que uno esté agradecido porque
condescendieron a prestarle atención. Cree que por ser linda no deberían sufrir, pero sufre, y cómo sufre, se
la agarra con el tipo que tiene al lado, y le echa la culpa de que, a pesar de ser linda, no es feliz. Gracias a
todo esto, en la biblioteca di con una biografía de Marx que es muy interesante.
Lejos del superhombre que uno imagina al ver esa figura barbuda e inalcanzable de las fotos, el hombre
era... no sé cómo decirlo... un desastre. Siempre vivió por encima de sus posibilidades, intentando que no
se notara que no tenía los medios para llevar una vida burguesa y gastándose el dinero que le daba Engels
en vinos caros y clases de piano para sus hijas, aunque no tuviera para comer. Lo que me golpeó con
fuerza es que este tipo, que se podría decir que cambió la historia del siglo XX como ningún otro, terminó su
obra cumbre, “El capital”, parado, porque tenía unos forúnculos que le impedían sentarse.
A primera vista, que él tuviera una vida burguesa parece la prueba de que la ideología que supo
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construir estaba totalmente alejada de sus condiciones materiales de vida; en una palabra, era una
refutación andante de sí mismo. Cuando le preguntaban cómo era que vivía como un burgués, contestaba
que él era un producto de su tiempo, como todos, y que lo que hacía era preconizar una sociedad diferente
que todavía no existía; ni en él ni en nadie. Bien.
Para colmo, de sus siete hijos, cuatro se murieron antes que él por enfermedades de la pobreza. Dos
hijas que lo sobrevivieron, se suicidaron. Una de ellas vivía con un hombre, aunque sin casarse. Eleanor
Marx se llamaba; y descubrió un día que él la engañaba con otra mujer. El hombre lo reconoce y le pide que
terminen con su vida porque estaba deprimido, ya no tenía sentido. Ella toma el ácido prúsico disuelto en
una bebida; y él la mira hacerlo, pero luego no bebe de su propio vaso. ¡Buena manera de sacarse de
encima a la mujer! El suicidio de su hermana es un poco menos dramático, pero no menos emotivo. Laura
Marx y su marido decidieron, en 1911, ella con sesenta y seis años y él con sesenta y nueve, que la vida era
muy triste, que no valía la pena esforzarse. Se suicidaron, sin más. Hacía un par de semanas que habían
conocido a Lenin y a su mujer, que fueron a su entierro.
Tal vez podría proponerle un suicidio conjunto a Sandra. Y a último momento veo si le hago como le
hicieron a Eleanor o como le hicieron a Laura. Jeje. Pero dudo que sea posible. Ya no quedan mujeres
como aquellas.
Otto
04/02/02
El tema está mejorando. Mara me invitó a tomar un café. Técnicamente, no me invitó; pero me invitó sin
invitarme al decirme, cuando quedamos solos después de la última reunión de comisión, que tenía que
encontrarse con una amiga dentro de una hora y que no tenía ganas de volver hasta su casa. Me dijo que
sí, cuando le ofrecí hacerle compañía en un bar, mientras esperaba que se hiciera la hora. Me gustaría
afirmar que esto forma parte de una estrategia de duro y que esperé que ella se acercara; pero últimamente
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me resulta imposible dedicarle un minuto a nada que no sea vender teléfonos celulares. Para colmo, la
chica de la cebra ahora me obliga a salir cuando se va a trabajar porque tiene miedo de que meta a
Mazinger en la casa mientras ella no está. A veces me voy por unos días a la pensión, para descansar de
ella, pero no me alcanza para hacer eso todo el tiempo. Además, tiene algo que me atrae.
Lamentablemente, yo no tenía ningún temario preparado antes de ir al café, algo que siempre me
encargo de poner a punto antes de cada reunión. Sin embargo, tenía algunos temas lo suficientemente
generales como para poder tocarlos en cualquier momento. “Conversation pieces ” los llaman los yanquis.
Con esta estrategia nunca aparecen baches y se le da un dinamismo general a la charla que deja la
sensación de diversión, productividad y entretenimiento, aún si no lo hay. La técnica la saqué de un libro
llamado “Mejora tu plática”.
Así que me encontré en situación de charlar con ella sin estar específicamente preparado, pero con
ciertas herramientas mínimas como para llevar adelante la conversación sin demasiados riesgos. De
cualquier manera, mientras iba al baño a prepararme psicológicamente, opté por basarme primero en el
método que recomienda un libro llamado “Sea una buena escucha ”. La base de este sistema es escuchar
y, cada vez que se pueden contar más de tres segundos en el silencio ajeno, hay que repetir la frase de la
otra persona. La técnica puede volverse evidente, por lo que se debe cambiar de matiz a cada comentario
dándole entonaciones diferentes: irónica, comprensiva, graciosa, etc. Y aún así, es mejor no abusar. En
algunos casos la gente puede cansarse de hablar y es bueno tener a mano alguna anécdota del tipo de las
que sugiere “Mejore su plática”. Como en todo, prefiero ser flexible y estar abierto a distintas técnicas. “Lo
mejor de cada cosa” subrayaba un congresista que me dio un curso sobre liderazgo y marketing. Volví del
baño como para no parecer descortés o asustado, y mientras miraba el menú memoricé lo que llamaba mis
“anécdotas todo terreno”, es decir, anécdotas lo suficientemente vagas y simples como para encajar en
cualquier charla. La mayoría son versiones libres de algo que me pasó.
—Voy a tomar un café —dije, después de uno o dos minutos de mirar el menú en los que intenté regular
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mi respiración, relajar el cuello y poner mi mente en blanco. Las anécdotas todo terreno estaban como
ventanas en un monitor, listas para ser abiertas en cualquier momento con sólo seleccionarlas.
—Sí, yo también.
Pensé que tal vez fuera el momento de contar la anécdota sobre el origen del café, que suele dar muy
buenos resultados, pero no tenía que olvidarme de mi estrategia general de escucha. La miré demostrando
poco interés. Decididamente, había en ella algo difícil de explicar que me gustaba. Algo en su boca. Antes
de que el silencio se extendiera demasiado tiempo decidí dar el puntapié inicial pasándole la pelota. Al fin y
al cabo, el café ese era un poco un gesto de agradecimiento por haber encontrado su diario. Era la excusa
social que flotaba en el ambiente.
—Menos mal que lo encontré yo al diario y me di cuenta de que era tuyo. —Acomodé el servilletero
plateado—. Aunque no sé si adentro figuraba tu dirección como para que te lo devolvieran si lo encontraba
algún desconocido.
—No, no dice nada porque es raro que lo saque de casa. Es algo muy íntimo y necesito aislamiento para
poder escribir en él. —Mientras tanto me miraba, como asegurándose de que no le estaba mintiendo y que
era verdad que no había leído el diario.
Uno, dos, tres.
—Para poder escribir en él —dije, reflexivo.
Se detuvo. Me miró con curiosidad.
—Claro. No me imagino escribiendo en medio de un día de trabajo, en un colectivo o algo así. Hace falta
silencio para poder descubrir las cosas que pasan por dentro de uno. Hace falta poder pensar. —Podía
notar en su tono tímido que sólo le hacía falta un empujoncito para iniciar una catarata de palabras en la que
mi rol sería muy simple. A todas las mujeres les molesta el silencio, pero lo encaran de distintas formas.
Unas hablan, como es el caso de Mara; otras se callan y ponen cara de “no perdamos el tiempo en
chácharas y pasemos a la acción”; otras quieren pasar a la acción no tanto porque les atraiga sino para
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evitar el silencio del que se sienten culpables; y por último están esas raras excepciones que quieren que
uno les hable. En el último caso, lo mejor es hacer de cuenta que no es un buen momento para uno; lo que
puede generar dos respuestas: o bien se permite hablar de cualquier estupidez, o bien la noche se volverá
una tortura en la que la mujer intentará enterarse de esa razón supuestamente secreta e interesante por la
que uno no quiere hablar. En más de una ocasión tuve que terminar confesando alguna historia tonta que
nunca había ocurrido.
Nos trajeron los cafés y a partir de ese momento alcanzó con mirarla a los ojos, revolver de vez en
cuando el café y tomar algún sorbito para que se liberara y me contara todo. Me habló de muchísimas
cosas. Empezó por el tema de la asamblea y cuántas esperanzas tenía en ella y en que así se pudiera
cambiar realmente la forma de hacer política ya que el sistema actual estaba “obsoleto ” y que a pesar de
resquebrajarse no iba a cambiar; y que sólo se podía ayudar preparando el sistema que tendría que
iniciarse cuando este cayera definitivamente. Por eso tenía tanta fe en las asambleas. Aún así, reconocía,
muchas veces se le hacía difícil soportar la cantidad de estupideces que se decían, porque la democracia
tiene que incluir a la estupidez, no hay otra posibilidad. Me contó que sus padres eran unos burgueses
típicos (no logré imaginarme un burgués típico en el momento); y que sentía mucha culpa por traicionarlos al
luchar contra lo que representaban; y que hacía lo posible por llevarse bien con ellos que la habían ayudado
siempre.
Uno, dos, tres.
—Siempre te ayudaron —repetí.
Me miró a los ojos y temí que sospechara algo. Estaba a punto de sacar uno de mis temas generales
cuando me interrumpió.
—Encima se les murió el perro la semana pasada. Parece una estupidez, pero ese perro representaba
mucho para ellos. Lo compraron cuando yo me fui de la casa y se ocupaban de él como de un hijo. Desde
que se murió hablo casi todos los días con mi mamá por teléfono. —Se quedó revolviendo el café.
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Estaba a punto de repetir “por teléfono” pero preferí cambiar de estrategia y hacerle una pregunta más
directa. A veces sirve para desestructurar a las mujeres. Algunos ex lobbystas y ex amigos llegan a decirle a
la chica con la que están hablando “¿Cómo se te ocurrió teñirte el pelo de ese color? ” o un casi
desinteresado “La forma de tu cola es notable”.
—¿Estás en pareja? —Intentó demostrar que no había quedado desconcertada acomodándose el pelo
durante un rato largo. Al final se apuró para contestar.
—Parece una pregunta bastante directa.
—Bueno, lo es. Preguntando algo así uno se entera de lo que está viviendo la otra persona. —Creo que
era el capítulo “¿Por qué ser directo?” Allá por la página treinta y dos del libro “Mejore su plática ”.
—No en este momento en particular. En este momento estoy saliendo de una relación bastante difícil. —
Pareció dudar entre preguntarme a mí si estaba en pareja o contarme más sobre la crisis con la suya. Ponía
una expresión que me pedía un beso cada vez que dudaba. Jugué con la cucharita. Tendría que ir con
mucho cuidado. No era del tipo de mujeres que yo conocía.
—¿Y vos?
Había llegado la hora de la verdad. Ahora era mi turno para estar en el banquillo y no estaba en absoluto
preparado para una historia seductora y convincente. Necesitaba más tiempo de planificación. Miré su reloj
simulando disimulo.
—Nada firme.
Miró la hora ella también. Ya tenía que encontrarse con su amiga. Nos despedimos apresuradamente. El
balance, en mi modesta opinión, era más que positivo para una entrevista que no había preparado. Empecé
a pensar en los siguientes pasos apenas su trasero en retirada se salió de mi campo visual.
Mara
04/02/02
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Querido diario:
La charla con Otto fue más que interesante. Me pasó algo que hacía mucho que no me ocurría. Con Otto
salió todo muy bien, al menos para ser la primera vez que estamos solos. Le gusta hacer preguntas
incisivas, hacerte pensar y esperar a que encuentres la palabra justa. Detesto a los que están ansiosos por
parecer inteligentes y te interrumpen cuando creen que no te sale una palabra. No entienden la diferencia
que hay entre que no se te ocurra qué decir y que estés buscando la palabra precisa. O sea que te sobran
las palabras, no es que te falten. Pero los hombres, en general, nos subestiman. Otto no lo hizo ni una vez.
Es un tipo muy paciente, aunque un poco más enigmático de lo que me gustaría. No se sabe bien qué
piensa. Es un tipo reservado y uno se da cuenta que le pasan muchas cosas por dentro. En cuanto empecé
a hacerle preguntas más personales prefirió cambiar de tema y después ya me tuve que ir. No estuve muy
despierta, si consideramos que mi idea era enterarme un poco acerca de él. Sólo sé que es una buena
oreja.
En fin, como dijo Carlos el otro día en la reunión de la asamblea, no hay que olvidarse de disfrutar cada
día y eso fue lo que hice. Disfruté del tiempo que estuve con Otto sin preocuparme de lo que va a pasar
mañana. La vida es un continuum de presentes. Carpe diem (¡Qué latina que estoy!). Está bien que Carlos
se refería a la cuestión de cómo al socialismo, en algún recodo de la historia se le cayó el objetivo de reducir
los tiempos de trabajo para que todos pudiéramos “carpe diem ”; y en cambio compró la idea de la
realización a través del trabajo con la promesa del consumo. Pero bueno, yo hago lo que puedo con las
frases hechas que conozco. Como dirían mis amigos machistas: soy sólo una mujer.
Como si ellos no aplicaran la filosofía al fútbol y encima no se creyeran inteligentes por hacerlo.
Ayer escuché una frase, mejor dicho, media frase, que le decía un tipo al otro: “El sexo tiene que ser
como dice en los estacionamientos...” Me quedé todo el viaje en colectivo tratando de pensar qué habrá
querido decir.
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Juan
05/02/02
Siento que lo que pasa con Sandra es una deriva continental. Nuestros continentes se separan con
lentitud pero con una persistencia inexorable, formando un océano completo entre medio. Somos África y
América del Sur cada vez más separados por un océano Atlántico que no para de crecer.
Martín
06/02/02
Plan F: darle la paternidad a un chico nacido en Europa. Pasaporte asegurado y si te he visto no me
acuerdo. Es la posta porque no van a hacer tanta pregunta: cómo se conocieron, se metejonearon, el
levante la primera noche... ADN y listo. Y alcanza con arreglar para encontrarse un día X con la mina con la
que vas a tener el hijo, enterrar la batata y recordar los detalles para saberlos si los de inmigraciones te
preguntan: “¿dónde fue, de qué color era la pintura, usaron protección, se cruzaron con alguien en el
pasillo?”.
¿Qué gana la mujer que acepta el trato? Las europeas están medio piruchas y hay mucha feminista
resentida que no quiere un hombre al lado. Yo le hago el favor y ella me lo hace a mí.
La contra: bueno, por ahí uno se encariña con el pendejo, aunque no lo vea y se entra a rayar con verlo
y esas cosas, pero hay que considerarlo un trámite y listo. Es como poner un sello y se acabó.
Tema a investigar: residencias para padres extranjeros, si hay régimen de visitas obligatorias.
Seguramente dice algo en Internet.
Tengo que actuar, no tengo que ser como los burros esos de no sé dónde sobre los que habló Otto el
otro día. Basta de pensar planes geniales; acción es lo que me hace falta. Si no voy a terminar muriéndome
de hambre y duda como el burro. Ya mismo voy al locutorio a ver qué onda.
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Juan
06/02/02
Venía caminando por la calle detrás de dos minas de mi edad, más o menos, que hablaban sobre no sé
qué favor una de ellas había hecho por el novio o el marido. El remate fue: “No es que lo haya hecho
porque soy buena, sino para que vea lo buena que soy”.
¿Serán así todas las mujeres? ¿Habrá esperanza?
Otto
06/02/02
Ayer vi un enano por la calle. Hace mucho que no veía ninguno. ¿Qué les habrá pasado? Lo mismo con
los mendigos, son menos agresivos ahora. El otro día, cuando recordé cómo me atacaban antes casi le
escupo a uno que me pidió dinero, pero pude contenerme. Los tiempos cambian rápido. Y hay que saber
adaptarse.
Juan
07/02/02
Los que logran realizar cosas tienen que tener algo de “ladri ” y algo de talentosos. Cuanto más
imposible parece lo que obtuvieron, más de “ladri” debe tener el que lo hizo. Si uno tiene talento y
capacidad, encara una tarea conociendo los problemas que implica llevarla adelante. Si uno es inteligente y
toma “verdadera” conciencia de la envergadura de hacer que algo funcione, por muy pequeño que sea,
necesariamente se sentirá desbordado y con ganas de correr hacia un lugar seguro. La única manera de
evitar el pánico es tener una dosis de “ladri” proporcional a la envergadura de la tarea a encarar. El “ladri ”
hace de cuenta que tiene todo resuelto y, sobre todo, cree que tiene todo resuelto. Así convence a los
demás de que está todo resuelto y... ¡voilà!: una vez que consiguió eso tendrá la mitad del problema
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realmente resuelto. Ahora bien, un problema está resuelto cuando todos creen que lo está. Bastará un
pequeño esfuerzo más para recorrer el resto del camino. Ergo, ser “ladri” no es suficiente, pero es una
ayuda invalorable.
Por supuesto, hay otros caminos para construir algo: por ejemplo, seguir un plan trazado, cumplir los
pasos preestablecidos y alcanzar el objetivo. Pero eso casi no tiene méritos. Y además, suele fallar. En
cambio, el “ladrismo” como técnica... debería escribir un libro sobre eso. Sería perfecto para una colección
de autoayuda, de esas que lee Otto, por supuesto.
Hay que reconocer que también están los hiperpersistentes, que suelen ser bastante obsesivos. Esos
dedican toda su energía a uno o dos proyectos, apenas, y por eso obtienen lo que se proponían. Es el caso
de Martín. Tiene dos obsesiones: las minas e irse a vivir a otro país. Le hice un chiste sobre hacerle un hijo
a una europea y se lo tomó en serio. Enseguida sacó un cuadernito y lo anotó. Viene a las asambleas nada
más que para conseguir minas y a discutir la mejor estrategia para conseguir trabajo en otro país.
El ejemplo más cercano del “ladri” (y quien, claro, motivó estas palabras) es Otto, con esa actitud
condescendiente como si siempre supiera de qué se trata. ¿De dónde sacó esa historia de Buridan y los
burros? El otro día busqué si existía alguno de ese nombre; y sí: era un tipo de la Edad Media que tenía una
teoría sobre el movimiento. Por eso, entre dos clases fui a la biblioteca (estoy sin Internet de nuevo...) a
revisar una enciclopedia de historia de la física. Ahí mencionaba la historia de los burros estos. A veces
dudo: ¿Sabe de qué habla? ¿Qué hace de su vida? ¿De qué trabaja? Dice que vende celulares, pero
evidentemente no fue siempre su profesión: tiene restos fácilmente detectables de yuppie de los 90. No sé
en qué lo noto. Tal vez en su piel castigada, como si hubiera tomado sol demasiado tiempo (¿lámpara?); en
la forma en que muestra su reloj, como si fuera caro, aunque ahora sólo tenga uno taiwanés de dos pesos.
El otro día sacó su tarjeta personal con la ansiedad disimulada de quien sube a un escenario. Da la
sensación de que tuvo dinero, pero no quiere decir cómo lo obtenía. Una vez dijo algo sobre estudios en
marketing. Encima, se da aires con frases rimbombantes: “Es como llevar a un ciego a Venecia ”, dijo el otro
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día. No me quedó claro si nos quiso decir que él era Venecia y nosotros los ciegos, pero quedó flotando.
Mara se quedó mirándolo. Además: ¿De dónde sacó la frase? No parece capaz de elaborar por sí mismo
algo así.
Creo que la mejor manera de definirlo es llamarlo el rey de la ambigüedad. Nunca se sabe si las
estupideces que dice son en serio o no; si está siendo irónico; si está siendo banal a propósito; si está
repitiendo frases hechas como quien dice “¡Qué tiempo loco! ”. Hay que reconocerle que en este momento
la ambigüedad es lo que se usa. Es como un signo de los tiempos, así como hasta hace unos años la moda
era el cinismo superado, aquel de: “La gente quiere comer, hay que carnear a los pobres ”; “En este país se
vive cada vez mejor”, es decir, el cinismo como forma de escapar a la realidad.
Y antes de eso reinaba el modo pesimista: “Esto no da para más ”; “Todo es una mierda ”; “Nos vamos
al carajo”; “SOMOS LOS PEORES DE TODOS”. Estaba de moda, por entonces, hacer de cuenta que uno
era profundo porque podía indignarse y ver lo mal que estaba todo, como dice Cortázar en Rayuela.
Cuando eso se gastó, fue necesario pasar al cinismo. Y después, durante nuestro paso por el primer
mundo, la ambigüedad nos permitió hacer de superados, para que no se supiera si nos molestaba que todo
se fuera a la mierda mientras nos tomábamos unos drinks en alguno de los nuevos barcitos de moda. Creo
que lo que se viene ahora es una especie de pesimismo optimista, algo así como “ya que vamos a morir,
hagámoslo con las botas puestas”. Y eso nos permite a muchos salir a la calle a cacerolear, a organizar
talleres, o a juntar comida para darles a los cartoneros. Y después vendrá otra moda... vaya uno a saber
cuál.
Otto
07/02/02
Hoy a la mañana, por décima vez desde que me mudé a esta pensión de mierda, me mojé las medias al
levantarme. Como todos los días, desde que empezó este frío (que no sé qué hace en esta época), me
puse las medias y fui al baño a mear. Y como cada mañana, el piso del baño todavía no estaba seco por la
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ducha del día anterior y, repito, me mojé las medias. Odio las medias mojadas y más con agua que vaya
uno a saber desde cuándo está ahí. Me las cambié y falté a la cita que tenía con uno de la G en la que casi
seguro vendía un teléfono. En la ferretería compré una palangana gigante con un agujero que encaja sobre
el desagüe, una cortina y un tubo en ángulo para colgarla.
Martín
09/02/02
El trabajo de ascensorista me está matando. Me agota mentalmente y no encuentro una papusa
europea... ni siquiera un bagayo local para tirarme. Pensé que con tanta gente circulando por acá
embocaría alguna pero van tres meses y... naranja. En cambio: me canso. No entiendo cómo si lo único que
tengo que hacer es preguntar por el piso y apretar botones. Llego a casa filtrado. Ni cuando iba a la Facu
terminaba tan agotado; tengo la sensación de que es el peor de los yugos que tuve el más cansador por
mucho y no se entiende por qué si parece tan fácil. Corto acá estoy llegando a la parada en la que me bajo.
7:56. Estoy en el ascensor como Carlos el guardia está por abrir el edificio me acomodé en el banquito y
me puse a escribir. En los tres minutos que chamuyé con Carlos me volvió a contar que su hija tiene
golondrinos; suena fulero por cómo lo cuenta es colombiano creo y no me animé a preguntarle cómo se dice
en castellano eso de los golondrinos mejor no revolver el cuchillo en la herida. Ahora tengo que barrer.
8:03. Ya barrí no llega nadie nos hacemos señas con Carlos la gente cuando hace calor llega más tarde
porque no apoliya bien.
8:09. Acabo de subir dos tipos en un expreso hasta el octavo son laburantes que empezaron hace poco
y apenas si me saludan; escribo mientras bajo a recoger más gente.
8:15. Cinco pasajeros 2º, 5º y 7º podría jugarlo a la quiniela.
8:17. Bajan dos del 3º.
8:18. “¡Sube!” le ladro al tipo del 3º siempre igual toca para subir aunque baje un día de estos este garca
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me va a agarrar cruzado.
8:26. 7º piso vacío hasta abajo ahora puedo escribir largo: el otro día fui contando por primera vez la
gente que subía y la que bajaba; había una diferencia de como 120 personas supuse que había pifiado o
que habían bajado más por los otros ascensores pero repetí al otro día y de vuelta me dio esa diferencia.
Hoy voy a marcar palitos para estar seguro. Capaz que se está apilando gente arriba o quizás hay un
asesino que después las baja en bolsas de consorcio por el ascensor del portero.
8:44. Recién subió Agustín; este pibe parece macanudo tenemos lo que llamo una amistad de 2º piso lo
que quiere decir que no pasa del comentario sobre el clima.
8:49. Suben cinco desconocidos hasta el 8º así que aprovecho para escribir haciendo un conteo parcial
subieron 125 y bajaron 62 es normal porque es temprano.
8:51. Bajaron tres.
9:06. Subió Cicotello, del 6º me pregunta “qué tal Martín ” y le contesto “todo bien ” siempre usa mi
nombre como para demostrar lo macanudo que es y para que los demás se aviven de que hace mucho que
está en el edificio. Me usa para asustar a los demás, me cae mal, tengo que ver por qué bajó en el 4º, es
raro, por ahí está verseando a la secretaria tetona.
10:08. Hace una hora que no escribo, vamos 461 a 186 todavía es temprano hay que ver qué pasa
después de las 4.
10:16. “Qué escribís” me preguntó Oscar, “un diario” y se quedó sin palabras o llegamos demasiado
rápido a su piso.
10:18. “Qué hacés, Martín” ahora es Lanusse, creo que trabaja en el plan de lucha contra el SIDA o
tiene SIDA o algo así. “Escribo un diario, ¿llueve? ” porque tiene los zapatos mojados y “es una cosa de
locos llueve, para, llueve, para, ¿o querés que te mienta? ”. Es lo que yo llamo una amistad de 8º piso hasta
sé que tiene fémina e hijos creo que tres y que le gusta el squash.
12:24. Claro, ¡pero qué boludo! los de los pisos bajos usan la escalera por eso es que baja menos gente
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de la que sube. Del primero bajan sólo unas 50 personas en todo el día del segundo unas 80 y a partir del
tercero ya es más parejo y es imposible contar por piso a partir de ahí.
12:35. “Qué hacés”, “escribo un diario”, es Mario o por lo menos así oí que lo llamaban una vez en el
ascensor.
12:49. Van 452 contra 267.
13:00. Hora del almuerzo. Mi idea de un diario es una mierda.
Juan
09/02/02
Dejo esta anécdota para la posteridad, para que evalúe si lo que yo percibí es cierto, si la traición que
sufrí merece haberse experimentado.
Esta madrugada tuvimos que levantarnos con Sandra a las cinco de la mañana para ir a un entierro que
se hacía en Chivilcoy. No podíamos faltar porque era de una tía abuela de Sandra que la había cuidado de
chica. Era casi una abuela para ella, aunque últimamente no la había visitado mucho. Tampoco hubiera
servido visitarla porque la vieja tenía una demencia senil galopante y saludaba veinte veces a la misma
persona. Como decíamos, lo bueno de su enfermedad era que vivía conociendo gente nueva. El hecho es
que estábamos medio dormidos en el colectivo cuando empezó a amanecer.
—La verdad es que esta hora me desconcierta. No sé si es temprano o supertarde.
La frase de Sandra quedó como flotando en mi cabeza. Entre la bruma del sueño recuerdo haber inferido
que era una especie de empujón moral para sobrevivir a lo temprano de la hora, al sueño que teníamos, al
mal humor por hacer un esfuerzo grande tan sólo para ir a un entierro, es decir, para nada, si nunca se iba a
enterar de nada. Frente a esa muestra de actitud positiva, no pude menos que devolver una respuesta
estimulante, igualmente positiva, para empujar la situación.
—Mejor pensemos que es bien temprano, así creemos que nos queda todo el día por delante para
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aprovecharlo bien.
Me miró como molesta, juzgándome: se me había sido citado a un juicio sin que nadie me advirtiera, por
lo menos, que todo lo que dijera podía ser utilizado en mi contra.
—Yo no puedo pensar de esa manera. Vos pensás todo en términos de eficiencia: “aprovechar ”. ¿Qué
tiene de malo acostarse tarde? ¿Eso no es “aprovechar”?
Recordé el viejo chiste de la madre judía que le regala dos corbatas al hijo, una roja y otra azul. Al día
siguiente, el hijo visita a su madre con la azul puesta, la madre lo ve y entre lágrimas le pregunta: “¿Qué
pasa? ¿La roja no te gustó?”. Pero Sandra no es mi madre.
Mara
12/02/02
Querido diario:
Cuando era chica creía que nunca iba a ser grande. Cuando llegué a la adolescencia simplemente
odiaba a los adultos y su conservadurismo, representado a la perfección por su sueño tempranero, su uso
de la televisión y, sobre todo, por sus escasas ambiciones. Después empecé psicología y creí que ocurriría
lo inevitable, que la realidad golpearía las puertas de mi vida y que, tarde o temprano, tendría que
someterme a ella. Algo de cierto hubo, pero nunca me transformé en lo que eran mis padres, nunca perdí
ciertas costumbres que yo creía parte de mi adolescencia o de mi infancia y resultaron ser parte de mí. Hay
cambios posibles entre una generación y otra. Los jóvenes de mañana pueden conservar la calma. Es cierto
que en algunas cosas estoy peor: trabajar de niñera por unos pocos pesos me mata, pero sé que es
temporario.
Me gustó eso que escribí.
Juan
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12/02/02
Yo lo llamaría “culpa de género”. Así como los ingleses tienen que demostrar casi culposamente que no
son racistas o los alemanes probar que no son antisemitas, en nuestra generación los hombres tenemos
que demostrar que no somos machistas. Y si podemos, compensar años de subyugar mujeres,
esclavizándonos a nosotros mismos como en la ley del Talión. No es justo, pero el péndulo se movió al otro
extremo y va a demorar en encontrar su centro.
Otto
13/02/02
Ayer perdí la tarde tratando de vender un celular a un imbécil al que le debía guita. Tendría que haberme
acordado antes de que me hiciera perder tanto tiempo. Hace unos años le había aplicado una técnica para
no pagar deudas que aprendí en un curso del Cema. Funciona así: tenés que pagarle algo a alguien.
Supongamos un proveedor. Viene y te empieza a decir que en el último pedido se olvidó de facturarte unas
leches. Te da las pruebas del caso y le decís que sí, que ahora vas a tener que intercalar la factura nueva
del pedido anterior, etc., etc., etc. Al mes empieza a llamar todos los días porque ya se cumplió el plazo que
le habías dicho. Le contestás que no encontraste a la persona adecuada para preguntarle sobre el tema. En
los días subsiguientes, cuando viene a traer un pedido: “Che, acordate lo de aquellas leches. ”. Hasta aquí,
todo normal. El tipo probablemente vea que no va a cobrar esas leches de mierda y dice: “Má sí, que se
quede con la plata”. Pero hay otros que no, que insisten. A esos, cuando traen la siguiente factura y llaman
para cobrar les digo: “Ah, sí, como estoy justo por averiguarte lo tuyo vas a tener que esperar un par de
días más así te lo pago todo junto, con la deuda esa de las leches que tenía ”. Así lo tenés una semana en
remojo hasta que te dice: “Dame el cheque por lo último aunque sea. ” Vos insistís: “Pero mirá que ya me
dan el OK”. Y el tipo a esta altura se tiene que haber avivado y te contesta: “No, está bien ”. Y nunca más
vuelve a pedir esa guita. Y si alguno es lo suficientemente terco como para hacerlo (nunca me pasó),
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simplemente lo demolés: “Ah, no, ya lo tenía para incluirlo en ese pago que te dije, pero como me dijiste
que no, lo cancelé y ahora tengo que empezar todo de nuevo. Me van a matar ”.
Así de fácil. El problema es el rencor de los malos perdedores. Ahora el tipo me viene bicicleteando a mí
con el pago del celular desde hace un mes.
Juan
15/02/02
No entiendo por qué cada vez quedamos menos en la asamblea. En realidad, sí lo entiendo. El fuego se
está apagando. Se huele la desazón: hacemos algo para cambiar las cosas, va todo bien, nos unimos,
tiramos abajo un presidente y... el que viene es un clon y después otro y otro. No importa. Es cuestión de
tiempo. Todos se van a ir sumando. Si a alguien le queda alguna duda acerca de que este sistema político
ya perdió no sólo sentido, sino también eficacia, racionalidad, humanidad y hasta sustentabilidad, no tiene
más que ir a un banco un día de cobro de jubilaciones y observar las situaciones que se dan ahí: jubilados
que se descomponen, gente que se pelea con el guardia de seguridad, cajeros al borde del colapso, gente
que pasa sus vacaciones en el hall con baldecitos, palitas e hijos porque el banco no les permitió sacar un
peso para viajar... Alcanza con la media hora que lleva depositar un cheque. No hace falta leer teoría
política para darse cuenta de la estupidez a la que hemos llegado. Si alguna vez esto tuvo sentido, hace
tiempo que se perdió en alguna curva de la historia.
Hoy a la mañana vi a la vieja del bastón en el colectivo. Esta vez pidió plata para su hermana a la que
mantiene desde hace 22 años, desde que se le cayó un andamio en la cabeza y quedó “cuadraplítica ”; y
necesitaba dinero para darle de comer y no le quedaba más remedio que mendigar porque la habían
echado de todos los trabajos a causa de su sobrina, que había enloquecido desde que su madre quedó
“cuadraplítica” y que iba a llorar al lugar en el que ella estuviera trabajando.
Le di veinte centavos.
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Martín
17/02/02
Un laburo piola en el que estuve fue el del servicio tercerizado para el 112 de Telefónica. Me garpaban
por llamado así que tenía que conseguir que la persona entendiera mi explicación sobre el servicio lo más
rápido posible. A la semana ya sabía el 95% de las preguntas estándar y me pasaron a atender llamados
comerciales de contratación. Gracias al ascenso podía, en caso de tener celular, ganarme cien minutos
gratis de yapa.
Lo mejor fue ver que ese laburo tenía mucho que ver el zen: después de chamuyar una y otra vez la
misma sanata las mismas preguntas las mismas respuestas sin parar fui pasando por distintas etapas
comparables a las que se alcanzan con el zen, según leí en una revista en el bondi.
Primero viene el esfuerzo de buscar en el marote la respuesta correcta y después el esfuerzo por no
distraerse cuando se dan respuestas automatizadas; hay que escuchar por lo menos un cachito lo que a
uno le están preguntando; aunque las preguntas son casi las mismas lo que pasa es que no todos
entienden las mismas palabras: después de un tiempo te avivás que ante la voz de una vieja hay que
abandonar “pin maestro” o “digitalización de la línea ” y otros chamuyos. En esta etapa los que trabajamos
nos agarramos una tara: al atender el teléfono en casa no podemos evitar el “Telefónica, buenos días ”.
Más tarde el esfuerzo sigue pero se vuelve secundario respecto del dolor de cabeza de la náusea del
sapucay que te queda en el marote por decir una vez más, otra vez más y una más, boludeces como “el
servicio brinda además una serie de ofertas especiales le cuento... ” que a nadie le interesan. Es como si el
camino de las neuronas estuviera tan manyado que se recalentara. Esa era la explicación que daba uno de
mis compañeros a los mareos y náuseas de la segunda y tercera semana y en esa parada muchos no
resisten y renuncian, viven la situación como humillante lo que resulta ventajoso para la empresa ya que
como están a prueba estos “empleados” no cobran casi nada.
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Después viene una fija: el odio o la depresión o una mezcla de ambos. Uno empieza lentamente a odiar
al que llama para preguntar lo que uno ya explicó 10 veces en la última media hora, 100 en la jornada, 1.000
en la semana. Es difícil no contestar con una ironía las obviedades “pero cuál es el signo numeral ” y “no se
puede programar que el contestador salte cuando sonó 6 veces en vez de 4 porque tengo la ficha en el
living vio y a veces salta antes de que llegue y... ” y ¡¡Noooo!! ¡No se puede todo idiota, no se puede! ¿Cómo
hay que decirlo? ¿Por qué Telefónica no hace una campaña avisando que no se puede aumentar el número
de veces que suena el teléfono y nos raja a todos a la mierda?
Eso nos preguntábamos. Pero “hay que aguantar” decían los veteranos, “ya llegará la calma ”.
Era verdad. De repente las preguntas que se te meten en el marote por el auricular suenan como un
tango lejano y casi sin darnos cuenta dejamos fluir como un fiambre por el Ganges palabras rituales que ya
son parte de nuestra alma, de nuestra esencia, alcanza con soltarle las alas, apenas si nos escuchamos
como en una misa lejana. Y fuera del trabajo nos volvemos personas silenciosas, reflexivas, se crea un
clima de cofradía entre los que llegamos a este nirvana, conocemos las respuestas que fluyen desde el
bobo, sin control, con vida propia: esto es el zen.
Lástima que no pude apreciar la etapa siguiente si es que la había: me echaron a los 4 meses. Un tipo
que había laburado 5 meses les había ganado un juicio por trabajo insalubre.
Juan
17/02/02
Hoy vino el plomero a arreglarme un caño. Me dijo que llegaba tarde porque lo habían vuelto loco con
que perdía gas una estufa. Estuvo una hora revisando con espuma y no encontró nada. Cuando quiso
probar con un encendedor para demostrarles que no perdía nada le dijeron que estaba loco y se negaron a
pagarle los cien pesos que les pidió. “El argentino es muy rompebolas ”, concluyó.
Le pregunté si había vivido mucho en el exterior. Me cobró $50 y se fue. Seguramente estaba más
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convencido que nunca de que tenía razón.
Mara
17/02/02
Querido diario:
Hoy escribo arriba del 168. Algo que no suelo hacer y que seguramente se notará en la caligrafía
desprolija.
Quería escribir sobre la impresión que me generó ver el otro día al gordito de la asamblea, Raúl creo que
se llama, con lentes de contacto semivioletas. Es increíble la sensación de no poder dejar de mirarle esos
ojos totalmente muertos. Tal vez, lo que ocurre es que uno siempre mira a los ojos a los demás y en ello no
encuentra nada extraño, pero cuando hay algo extraño en ese lugar en el que solía verse “el alma de las
personas”, es inevitable notarlo todo el tiempo, porque de hecho uno está mirando hacia allí. En fin, no sé si
se entendió, pero en todo caso llega mi parada. O yo llego a ella.
Juan
18/02/02
Estuve buscando un absoluto. Cuando uno se siente un poco perdido lo mejor es buscar algo firme de lo
cual agarrarse, al estilo de Descartes. Actualmente, como estuve viendo, esto resulta difícil. No hay
absolutos, “todo es relativo”, “depende del punto de vista con que se mire ”, “si creés que hay una sola
verdad sos un facho”, etc.. Me tuve que rendir, pero seguí dispuesto a encontrarlo en secreto y con
descuido, de la misma manera que suelo encontrar las cosas en mi casa cuando dejo de buscarlas. Así fue
que el otro día, en una sala de espera, encontré una revista sobre ciencias y me encontré con un absoluto
(al menos eso es lo que decía la revista): la ley de gravedad, que dice más o menos que todos los cuerpos
que existen se atraen mutuamente en forma proporcional a su masa y en forma inversamente proporcional
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al ¿cuadrado? de su distancia. Fórmula más, fórmula menos, lo que decía es que todos los cuerpos que
existen en el universo someten y son sometidos por todos los demás a esta ley y al mismo tiempo. Como
obedientes ciudadanos que pagan sus impuestos. Ninguno se resiste, es inherente a ellos; y esto debería
ser siempre así, a menos que el universo colapse. Es decir que la última partícula que está en el otro
extremo del universo tiene un efecto sobre las teclas que presiono para escribir esto. En el mismo instante
en que esa partícula “es”. Por eso mismo, seguía el artículo, el vacío es imposible: mientras haya algo de
materia en el universo, va a haber gravedad, y la gravedad es energía, y la energía, como dijo Einstein, es
lo mismo que la materia.
Como sea, no es un tema menor encontrar algo tan sólido. En el mismo artículo, haciendo un poco de
historia, cuentan que Newton, el que descubrió de alguna manera lo de la Ley de Gravedad (con mayúscula
según parece), creía que debía haber alguna especie de policía universal omnipresente que obligara a todo
átomo (aunque todavía no se supiese sobre los átomos) de materia a someterse a estas leyes. Si bien el
divulgador científico decía que estos devaneos seniles del ya viejo Newton no afectan a la mecánica laica
de los cuerpos, se nota en su forma de escribir cierta duda. ¿Cómo puede ser que todos y cada uno de los
átomos del universo respeten esta ley? ¿Por qué? El otro día un Hare Krishna terminó preguntándome eso
mismo después de que yo hiciera una fuerte defensa de la razón pura, mientras esperaba el 168 en Cabildo.
—Casualidad —le respondí sin vacilar.
De cualquier manera sería ingenuo no reconocer que Cortázar/ Oliveira tiene razón: una explicación es
un error bien vestido.
Mara
19/02/02
Querido diario:
Hace tiempo me pasó algo que nunca te conté. Una tarde, Martín, mientras estábamos en el
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café, nos dijo que había conseguido trabajo. Nos pusimos muy contentos. Él era abogado (ES abogado) y
en una época le había ido bastante bien, pero justo cuando la crisis se profundizaba perdió la casa durante
un juicio (fue acusado de algo así como mala praxis) y de ahí en más sólo agarró algún que otro trabajo
provisorio (¿uno como ascensorista?). La cuestión es que nos dijo, cuando ya terminaba una asamblea, que
había conseguido algo; no hace falta decir que nos pusimos más que contentos. Enseguida le pregunté de
qué:
—Repartiendo comida. Me pagan seis pesos por noche y encima me dejan comer.
Intenté poner mi mejor cara y no mirar a ninguno de los que estaba alrededor de la mesa.
—¡Qué bueno! —dije, con mi mejor esfuerzo.
—¿Pizza y empanadas? —preguntó Juan. No era irónico, al menos no en su tono ni en su intención,
pero igual me sonó irónico. Lo mismo, Martín estaba sinceramente contento después de meses sin trabajar,
por lo que no notó nada.
—¡No! Es un restaurante mexicano. La comida es variada y buena. Un poco picante, pero buena.
Enseguida la conversación derivó a las características culinarias de los distintos países, con largas
explicaciones de los más viajados gracias al “uno a uno ” sobre platos exóticos. En realidad, parecían
apuntar más a nuestra envidia que a informarnos. Igual, yo me quedé tan angustiada por la situación de
Martín que no pude ni hablar del tema con Juan.
Al tiempo, Martín dejó de aparecer por las reuniones de la asamblea, algo raro en él, pero no tan extraño
teniendo en cuenta que de los quinientos que éramos al principio quedamos menos de veinte como máximo.
Le pregunté a Juan y me dijo que andaba con problemas de trabajo. Al principio no pregunté nada más ya
que los que tienen trabajo sufren tantos problemas para mantenerlo, como los desocupados para sobrevivir.
Después de varias veces que me dijera que tenía “problemas de trabajo ”, detecté que había algo más, que
detrás de la fórmula repetida siempre exactamente igual había un indicio de algo, un acento exagerado,
algo. Así que le pedí más detalles. Aunque habló a “regañadientes ” (¡esa palabra creo que no la había
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escrito en mi vida!), pareció alegrarse de que yo, finalmente, notara que pasaba algo raro. Como si así
pudiera justificarse frente a sí mismo el contar algo que, en realidad, se moría por relatar. Los hombres son
tan chismosos como las mujeres sólo que disimulan un poco más.
Con su cara más seria me contó:
—¿Te acordás de que está trabajando en un restaurante mexicano? ¿Viste que la comida es muy
picante? No sé si los mexicanos comen así por el frío o para combatir el hambre y los parásitos. El tema es
que, tradicionalmente, usan muchos picantes. El sueldo de Martín incluye la comida y, como apenas le
pagan, tiene que comer siempre ahí. En algunas oportunidades logra que le den unas quesadillas o algún
plato suave, pero en la mayoría le dan de lo que sobró en la cocina y no hay vuelta atrás. Varias veces pidió
que le dieran sin picantes, pero no lo consiguió.
Tomó aire para permitir que el silencio funcionara como antesala del verdadero chisme, del final del tabú:
—La comida mexicana le dio hemorroides. Sale del trabajo y tiene que ir a la pensión a hacerse un baño
de asiento con agua fría que es lo único que lo calma. No tiene ni para remedios. Ahí se queda todo el
tiempo, sin venir, siquiera, a la asamblea. A veces no come por varios días.
No supe qué decir. Si no hubiera sido tan triste hubiera resultado gracioso. Juan remató:
—El otro día Martín me dijo: “Es que cuando venís de culo, los petes vienen de punta ”.
“Muy fuerte”, diría Vonnengut, al que estoy leyendo.
Bueno, justo ayer volvió a aparecer Martín, algo más pálido y delgado, pero contento. Nos dijo que había
dejado su trabajo y que había conseguido otro mejor, relacionado con la abogacía. Lo felicitamos. Tardé en
entender cómo era el asunto. Y era algo así: trabajaba para un abogado que vendía modelos de cartas para
apelaciones legales en los alrededores de Tribunales. Nos contó que, por ejemplo, como la semana pasada
había salido la ley tapón para el corralito, él había empezado a vender modelos de cartas para solicitar el
“amparo contra la ley tapón”. Así que se había tomado el trabajo de repasar todas las leyes al respecto;
como para poder asesorar a los compradores acerca de qué versión comprar:
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—Me gané unas cuantas propinas —dijo. Esa fue la primera noche, en meses, que lo vi pedirse un café
con leche y medialunas, en lugar de un cortado.
Creo que sólo pude contar esta anécdota ahora, porque tuvo un final feliz. Antes me deprimía
demasiado.
Me voy a la marcha de los viernes. Realmente, están decayendo; creo que están perdiendo su sentido.
Tenemos que reinventarnos un poco o vamos a seguir desgranándonos hasta que no quede ninguno.
Tengo la sensación cada vez mayor de que nos quedamos en discusiones internas acerca de cómo manejar
la economía exterior, como quien se pregunta de qué color quiere el auto antes de saber si alguna vez va a
tener la plata para comprarlo.
Ayer pase por un estacionamiento que en la entrada decía: “Entre y salga despacio ”. Finalmente,
entendí eso de que el amor es como dice en los estacionamientos. Todo llega.
Otto
21/02/02
Ayer perdí el tiempo en forma increíble. Fui al punto de encuentro para salir con la columna de la
asamblea hacia plaza de Mayo. De los que éramos al principio no debe quedar ni un 10%. Con suerte. Pero
la mayor pérdida de tiempo se dio porque Mara ni siquiera fue. Se suponía que nos íbamos a encontrar diez
minutos antes, con ella, Juan y Martín, para discutir una cosa acerca de la quema de boletas de ABL, pero
nos encontramos sólo nosotros. Nos quedamos esperándola hasta que se hizo la hora de salir. Éramos
veinte o treinta tipos. La mayoría de ellos, ya me di cuenta, se conocen de la facultad. Seguro que son de
una agrupación de izquierda. Lo noto en la forma en que se dejan las barbas: no les importa tener cuatro
pelos locos.
Por suerte, Juan se fue a sostener la bandera de la Asamblea delante de todos y no tuve que charlar con
él. Lo vi luchando contra el viento todo el camino. Para colmo, debe pesar menos de sesenta kilos, por lo
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que parecía que iba a salir volando en cualquier momento.
Estuve un rato con Martín que no paró de hablar de las tetas de una de las compañeras que tenemos.
Yo estaba receptivo al tema, porque a la chica de la cebra casi no la veo últimamente, así que me entretuve
bastante siguiendo su mirada. Me llamó la atención que no dijera nada respecto a la chica que está
formando la comisión de cartoneros (creo que la idea es darles de comer) que tiene una figura de esas que
obsesionan. Igual, en un momento él se calló y empezó a acercarse a la chica, que estaba con una amiga
muy alta, rubia, un poco escuálida y con una remera que decía: “one dollar, love you long time ”. Como
Martín se puso a hablar con esta rubia, me encargué de la otra, que no me prestó demasiada atención. Me
parece que a Martín le fue un poco mejor.
En el camino vi un grafiti que me dejó pensando: “Terminemos con el hambre: mate un pobre ”.
En fin, fue una noche perdida y dudo realmente que el poder, en el futuro, pase por las asambleas. Creo
que estoy necesitando un plan B, porque desde acá no voy a lograr nada.
Juan
21/02/02
Cada vez somos menos en las marchas de los viernes. Para peor, Mara no fue a la última y tuve que
bancarme a Otto y a Martín mientras la esperábamos. En cuanto empezamos a marchar me fui adelante a
agarrar uno de los palos que sostiene la bandera; una verdadera lucha, porque el viento estaba bravo y me
tuvo haciendo fuerza todo el tiempo. Ahora tengo el antebrazo tan dolorido que no puedo sostener ni un
vaso de agua; y el hombro izquierdo se me terminó ampollando de tanta fuerza que hice contra el caño para
que no se volara. Igual, creo que soporté dignamente. No será una lucha como las que llevó adelante el
Che, pero...
Más allá de esto, lo que es preocupante es que perdimos nuestra convocatoria para las marchas de los
viernes. Nos estamos dedicando a discutir cosas sin sentido, sobre todo porque no las podemos cambiar, y
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si pudiéramos, no tendríamos la experiencia para hacerlo. ¿Creemos realmente que si estuviéramos en el
Ministerio de Economía podríamos decir “No se paga más esta deuda injusta ” y a la mierda? Nos falta
mucho, muchísimo, para saber siquiera cómo se hace ese planteo de forma que tenga visos de hacerse
efectivo sin que nos manden a los “marines”. Hay que empezar por hacer cosas chicas, como la que
propone la gorda (que nunca me acuerdo cómo se llama) que creó la comisión de cartoneros. La idea es
innovadora y me dejó sin palabras, pero la abatieron los argumentos de los partidos de izquierda de que
“eso es poner paños fríos en el malestar que causa el capitalismo ”, que “es hacerles el juego ”, que “lo que
hay que hacer es explicarles a los cartoneros cómo iniciar la revolución ” y demás frases del manual del:
“cuanto peor, mejor”. Es demasiado frustrante pasárnosla comprendiendo por qué la deuda es ilegítima
cuando no hacemos nada para que no se pague; principalmente, porque no alcanza con decirle a la gente
“Mire señora, la deuda es ilegítima, así que si vamos todos a la Plaza y les decimos que no queremos pagar
nos van a tener que escuchar”. En el mejor de los casos convencemos a la señora y la señora convence a
otra señora y en diez años llenamos la plaza diciendo “¡La deuda es ilegítima! ”. Una estupidez.
La lucha pasa por otro lado, menos ingenuo, que no sé bien cuál es. Es un esfuerzo inútil, casi
masoquista, advertir a través de la teoría cómo te están violando y no hacer nada concreto para defenderte.
Creo que esto va a terminar en una división muy fuerte.
Martín
21/02/02
Ayer después de todo un día en Tribunales fui a la marcha de los viernes. Estaba con Otto haciendo un
repaso de las minusas que circulaban esa noche cuando me apiolé de que una de la columna no era
argentina y de que había varias que valían la pena de esas que se suben el pantalón se acarician el culo y
miran alrededor para saber si las están mirando. Una vez le dije a un gomía que todas las minas hacen eso,
pero él me contestó que no es siempre así: “algunas miran antes de subirse el pantalón y acariciarse el
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toor”.
Sin perder tiempo me acerqué a la con pinta de extranjera. La pegué: ¡era holandesa! Por suerte parlaba
bastante castellano y que una cosa que la otra que está acá estudiando y una de las chicas de la asamblea
la conoció en la facu y la invitó a vivir una marcha de las verdaderas. Eso fue lo que me contó; paré las
antenas ¡mamasa!... ¡es la posibilidad que estuve esperando tanto tiempo!
El problema es que no sé si hice bien en establecer contacto sin preparación previa. Tendría que haber
manyado más sobre las leyes holandesas los gustos y costumbres, la música de onda... algunas palabras
en holandés pero como no era posta que ella volvería a aparecer por la asamblea decidí ir de frente
manteca, tranquilo, pero al frente.
Obviamente ella era pura sonrisa. Ya me pasó con otras gringas. No sé si es porque se sienten agentes
de Relaciones Públicas de su país cuando están frente a tantos extranjeros, si es porque son felices con sus
vidas de primer mundo o si simplemente no entienden una mierda y quieren caer bien; igual como sea
sonríen mostrándote todo el comedor y yo obviamente meta sonrisa jugando el juego, enseguida me enteré
de que vino sola al país. No sé si tendrá novio allá, en el culo del mundo, pero si hizo todos estos kilómetros
por cuatro meses y le faltan dos muy cercana la relación no debe ser. Tal vez sean de esas parejas
modernas europeas en la que cada uno hace la suya sin problema.
Por lo pronto conseguí parte del prontuario. Igual, antes de resultar pesado preferí tomarme el buque
porque ella estaba rodeada de buitres y lo mejor es distinguirse, sea por lo que sea. La amiga está en la
comisión de cartoneros según me dijo Otto. La verdad que el loco ese es un personaje pero se portó bien
conmigo haciéndome la gamba y ocupándose de la gorda.
Ya decidí que voy a pasarme a la comisión de cartoneros a ver si me hago amigo de la gorda y le saco el
teléfono de la holandesa arrugué de pedírselo en el momento. Ahora me parece que me lo hubiera dado: no
encajaba un “no” entre tanta sonrisa a menos que los países europeos hayan importado esa histeria sádica
de las argentinas.
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Mara
21/02/02
Querido diario:
Ayer, al final me quedé en casa. Cuando estaba por salir me dio un dolor de ovarios terrible y me tuve
que quedar. Me siento muy mal. Me voy a dormir la siesta.
Juan
22/02/02
Estoy llegando a una conclusión acerca de las peleas estúpidas de las parejas. ¿Cómo puede ser que
recordar la fecha exacta en la que vimos tal o cual película se transforme en tema importante? ¿O que uno
termine durmiendo en el living porque ella dice que las sábanas están sucias y que hay que cambiarlas, al
revés de lo que uno opina?
Debería haber un manual que explique estas cuestiones antes de que uno se embarque con una mujer.
Un manual que avise:
Es cierto, amigo lector, que las estupideces que figuran más arriba no tienen demasiada importancia en
nuestra vida en general. Cambiar o no cambiar una sábana no es un pensamiento al que deban dedicar
más de dos o tres segundos. Y basta. El problema, obvio, es que cuando uno le da tanta importancia a una
cuestión tan banal como la de la sábana, ya no se trata de ella. No hace falta ser psicólogo para darse
cuenta de eso. Pero el proceso es lento por lo que resulta engañoso. Uno tal vez no tenga ganas de
cambiar la sábana. Pero ella insiste en que llegó el momento de hacerlo. Y que le toca a uno. Cuando pasan
las primeras cien veces de cambiar la sábana, o una lata de tomates por una de otra marca, o aceptar que
hace falta comprar otra estufa, o un perro, uno empieza a descubrir que hay infinidad de pequeñas cosas
que está haciendo sin ganas. Y lo dice.
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¡Error!
Lo que acontece es una escalada de críticas, seudo-razonamientos que pueden llegar al nivel de insultos
(“sucio”, “amarrete”, “egoísta”, etc.), con el fin de eliminar posibles resistencias. Si el varón manifiesta que
no le molestan las sábanas un poco sucias, ella deberá decir que las sábanas están “hechas un desastre ”,
“un asco”, como para volver más difícil una posición contraria que no suene a invitación a la pelea lisa y
llana. Así, los ataques preventivos van regulándose, afinándose, hasta encontrar nuestro punto de quiebre.
Justo por encima de ese nivel, la mujer se detiene para no forzar la nota inútilmente. Su objetivo está
logrado: es más fácil cambiar una sábana o una lata de tomates que sufrir la pelea que anuncia un
comentario tan fuerte como el de “las sábanas están hechas un asco ”. El tono de la mujer tiende, además,
a eliminar la posibilidad de una discusión, alcanzando el volumen de “fin de discusión ” en la primera frase.
El proceso resulta económico y práctico; la mayoría de los hombres se protege así del desgaste siempre
y cuando en algún momento la mujer no mine el equilibrio acusando al hombre de pusilánime. Pero eso es
una posibilidad que no viene ahora al caso.
Eso debería decir el manual.
El problema es que otros, como yo, no aguantamos y terminamos hinchándonos las pelotas. Como me
ocurrió ayer con Sandra. Y la eché de mi casa. Así de fácil. Y encima se sintió la víctima, como me dejó bien
en claro antes de irse a lo de la madre. Me tildó de machista. Machismo era el de Darwin: no le daba las
llaves del placard a su mujer. Eso era machismo. Lo mío era simple defensa propia. Obviamente, no lo
entendió y me llamó “infantil”. Le contesté que era una “pelotuda ”, como para asegurarme que no hubiera
vuelta atrás, de que en el futuro no me arrepentiría. Ese “pelotuda ” fue mi forma de quemar las naves.
Nunca la había insultado y ella nunca lo permitiría.
Pero lo importante es aprender la lección: esto no puede volver a pasarme. Sabiéndolo, es imposible que
me pase. Es imposible. Debería escribir el manual para neófitos. Podrán caer en la trampa, pero al menos
habrán sido advertidos.
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Mara
22/02/02
Querido diario:
Finalmente la asamblea se va a abrir. Lo vamos a charlar en el próximo encuentro para decirles a estos
imbéciles hiperpolitizados que no saben escuchar, algo paradójico ya que si eso es lo que creemos, no tiene
sentido decirles nada.
En la última asamblea, en nuestra comisión perdimos el tiempo en forma increíble. Estuvimos como dos
horas escuchando a Martín que nos explicó cómo se organizan las fiestas de los boliches. Según nos dijo es
necesario hacer descuentos para que la gente venga y cuanto mayor es el descuento, más alto tiene que
ser el supuesto precio de la entrada y más posibilidades hay de que la gente se acerque. Así, una fiesta que
de cualquier manera se iba a hacer con entradas gratuitas, se hace con entradas a 25 pesos y se les
“consigue” algunas gratuitas a amigos elegidos que, a su vez, las reparten entre otros amigos que alucinan
por ir gratis a una fiesta tan cara. Y el que fue gratis a la fiesta no va a dejar de tomarse una cerveza aunque
esté cara ya que... “logró entrar gratis”. Cada tanto alguien, además, paga la entrada y se hace algo de
dinero extra. Es increíble que la gente funcione así.
Al final, la idea no estaba tan mal, pero los de los partidos querían que esa noche fuéramos a una
marcha por los caídos en medio oriente, otros querían que fuéramos a la fiesta que organizaba su
agrupación en Ciudad Universitaria y así, cada uno remando para su lado y peleándose entre ellos. La
cuestión es que todos los que no pertenecemos a un partido decidimos que nos vamos a juntar por nuestra
cuenta para pensar nuevas formas de participación que no tengan que ver solamente con la teoría política,
sino con cosas concretas. Es una lástima haber dado este paso recién ahora, porque ya quedamos muy
pocos vecinos. Creo que nuestras primeras energías se van a centrar en un proyecto por vez. Y me parece
que ese va a ser el de hacer un comedor para los cartoneros.
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Cambiando de tema: realmente hace mucho que nadie me dice un piropo en la calle. Hoy me di cuenta
al mirarme en una vidriera. Fue como descubrir de golpe que no era invisible, aunque para los demás
parezco serlo. Es como si fuera un vampiro al revés: sólo me ven los espejos.
Martín
24/02/02
Volvió la holandesa ya le saqué el teléfono. Estuve leyendo mucho sobre el país y la argentina que se
casó con el príncipe, estoy casi listo. Entre esto y el trabajo en Tribunales no estoy dando abasto.
Juan
25/02/02
En las ciencias duras, me vengo a enterar por la revista que tomé prestada de la sala de espera, hay
algunas cosas que son tan relativas como las que hay en las ciencias sociales, pero no en el sentido de los
posmodernos, que aprovechan eso como excusa para inventar cualquier cosa.
Por ejemplo, el tema del movimiento. El movimiento no existe, afirma, lo cual suena poco relativo. En
realidad, lo que hay son miradas, perspectivas. Un auto se mueve claramente en referencia a la esquina o,
si queremos comparar con escalas más altas, se mueve con relación a la Tierra. Pero, aún avanzando muy
rápido, se mueve mucho menos respecto de un satélite que está girando sobre la Tierra. Y se mueve
muchísimo más rápido, junto con la Tierra, si se toma como punto fijo al Sol; y ni hablar con relación a la
galaxia. Pero si queremos hablar de movimiento en estado puro, movimiento indiscutible y absoluto... no se
puede, según explica el artículo. El movimiento es SIEMPRE relativo.
Un astronauta, como ocurre en un cuento de Asimov que leí cuando era chico, puede quedarse flotando
en el espacio. Él se siente quieto. Él está quieto. Aunque hubiera aire y no tuviera casco, no se despeinaría,
a menos que hubiera viento. Sin embargo, la nave se aleja de él y él, sin sentirlo, muy probablemente
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terminará chocando, ya muerto, contra alguna atmósfera o algún planeta y se deshará en la nada. Es decir
que un cuerpo cualquiera no se mueve: simplemente es. Y ser le implica estar en relación con las demás
cosas respecto de las cuales se puede mover, pero no hay nada en el cuerpo en sí que demuestre que se
está moviendo. Por más que lo abramos con un bisturí, le hagamos una ecografía o lo que sea, no vamos a
detectar nada en él que nos diga que se está moviendo.
La duda que me queda es si existen algo así como coordenadas universales, lugares absolutos en
relación con el todo. Para ello deberían conocerse los límites del universo y determinar un arriba y abajo,
izquierda y derecha, como ya se hizo con el planeta Tierra. Pero hasta donde yo leí es imposible porque,
aunque el universo no es infinito es muy grande, tanto que determinar sus límites resulta muy difícil; porque
encima esos límites cambian, están en expansión. Ni hablar de intentar conocer su forma. Así que el
movimiento, tan obviamente cierto y universal, termina pareciéndome tan relativo como tantas otras cosas.
Me gustaba más la gravedad. Era más firme, universal.
Me pregunto que pensaría Mara de todo esto.
Mara
26/02/02
Querido diario:
Juan está cada vez más raro. Ahora está leyendo sobre ciencias y habla como si sus benditas leyes
pudieran dar un sentido al universo. Creo que se peleó con Sandra, pero prefiero no preguntarle mucho.
Últimamente estamos bastante alejados. Lo último que me dijo es que la ley de gravedad es algo universal
sobre lo cual se puede construir todo lo demás. ¿Cómo se construye una familia sobre eso? ¿Cómo se
arregla la falta de tiempo para llevar la ropa al lave-rap con la ley de gravedad? Me miró como si yo no
hubiera entendido nada. Pero no soy tarada, yo entiendo lo que quiere decir, pero de cualquier manera
sabemos que la ley de gravedad existe desde la prehistoria o de antes. No hacía falta más que tropezar o
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dejar de sostener una de las herramientas de piedra para darse cuenta de eso, sin ser Einstein ¿Y qué
cambia, por eso, de la vida cotidiana? NADA.
Me parece que Juan está muy mal y necesita algunas respuestas, de esas que se encuentran adentro
pero que él busca afuera. Espero que no termine metiéndose en una secta. El otro día lo vi desde el
colectivo charlando con un Hare Krishna, esos que andan de naranja. Me gustaría saber qué hacía con él.
Pero como nos estamos distanciando, justamente por estas cosas, no le puedo preguntar. ¡Qué paradójico!
Cuando uno más necesita de la confianza y de la capacidad de comunicación para charlar con el otro,
descubre que no puede hacerlo, justamente porque esa capacidad de comunicación está rota.
La asamblea finalmente se “escindió”, como decimos todos, aunque no sé bien por qué, ya que sería
mucho más fácil decir que “se dividió”. Ya había notado nuestra preferencia por las palabras complicadas,
preferentemente largas. De cualquier manera es muuuuuucho mejor todo desde que nos separamos de los
chinos maoístas del PCR, esos que estaban aparateando la asamblea sin que nosotros hiciéramos nada.
En cualquier momento decretaban que ellos tomarían las decisiones y que nosotros seríamos simples
ejecutores, eso sí, “por el bien de la organización ”. Ahora estamos organizando lo de la comida de los
cartoneros.
Se me terminaron las ganas de escribir.
Juan
27/02/02
Fumo tranquilo. Fumar me da más tiempo, me lo estira y puedo escribir mejor, más calmo, sin esa
sensación de estar corriendo detrás del segundo que se viene, de desear estar en Palms Springs. Es lo que
acabo de leer en el libro de Easton Ellis; se llama “Menos que Cero” (igual que una banda de conocidos de
Mara). El personaje principal se va con su novia a una playa hermosa en la que lo único que hacen a lo
largo de la semana es el amor y tomar champagne, además de ir a la playa. Al séptimo u octavo día, ambos
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están sentados aburridos y la chica dice “deberíamos haber ido a Palm Springs ”. Y así, él se da cuenta que
es hora de volver a la ciudad. A eso me refería. “Deberíamos haber ido a Palm Springs ”. Excelente.
Una de las cosas que me gusta hacer cuando fumo, es cerrar los ojos y mirar las imágenes que se me
presentan, generalmente como caleidoscopios.
A veces me vienen imágenes reales, no lisérgicas. Por ejemplo, hace unos momentos, vi a Mara y a mí
el día en que nos conocimos. O sea: me veía a mí también desde afuera, algo que evidentemente no ocurrió
pero que tengo en mi mente con total claridad. Dos certezas contradictorias: una certeza sensorial y otra
lógica. Interesante.
Conocí a Mara cuando ella estaba de espaldas (o sea que yo la conocí antes que ella a mí), pero en mi
recuerdo me veo a mí mismo mirando la espalda de Mara. Estábamos en el subte y la primera vez que le
dirigí la palabra fue sin haberle visto la cara. O sea, primero la miré, luego le hablé y finalmente la vi. Sí,
creo que está claro el orden de los eventos.
—¿Sabés cuál es la Estación Virrey del Pino? —Estaba parada delante de mí en un subte más o menos
lleno. Desde mi posición no alcanzaba a ver los carteles y me dio la sensación de que esa chica que estaba
de espaldas, a juzgar por la pollera hasta las rodillas, los zapatos y la cartera, debía venir del trabajo y,
como la gente suele trabajar todos los días, deduje que conocería las estaciones. Así pienso yo a veces.
Se dio vuelta con “cara social”, esa expresión distante que se usa con los desconocidos.
—¿Virrey del Pino?
Le expliqué que me habían dicho que bajara allí, pero que no llegaba a leer el cartel con el plano de las
estaciones. Esto, obviamente, lo dije con la manera breve y llena de gestos que suele utilizarse en el
ruidoso transporte público.
Ella aguzó la vista. El planito estaba justo enfrente de nosotros, pero ella estaba varios centímetros más
cerca y tiene mejor vista.
—No, no hay Virrey del Pino —parecía dubitativa.
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—¿Cómo que no?
—No, creo que ni siquiera hay una estación con ese nombre, aunque me suena mucho. Pero claro, ¿no
es la de la central de policía? ¿No es en el centro, en la línea A? Esto es Belgrano.
—No, me dijeron “línea D”. La de la Central de Policía creo que es Cevallos, Virrey Cevallos.
Me acerqué para mirar directamente yo. El resto de los pasajeros parecía extrañamente ensimismado.
Noté que uno de ellos me miraba como sabiendo cuál era mi estación pero creía que yo estaba tratando de
acercarme a la chica. En ese momento percibí por primera vez el olor de Mara. La miré nuevamente, desde
una distancia demasiado corta como para una situación social y descubrí que era hermosa. No hermosa,
objetivamente hermosa, sino hermosa para mí, con esa magia especial que se produce cuando armonizan
la mirada y el mirado.
Corroboré que Virrey del Pino no estaba y pensé en bajarme en la siguiente estación a comprar una guía
porque ya dudaba hasta de que me hubieran dicho que tomara el subte. Ella también bajaba ahí, en
Juramento. Ella venía al lado mío y sostuvimos una charla repetitiva como para alcanzar el kiosco de
revistas.
—Me dijeron que bajara en Virrey del Pino.
—Sí, me suena mucho. Pero viste que en el esquemita no estaba.
—Por ahí se confundieron de Virrey.
—¿Pero era en Belgrano?
—Sí, en Virrey del Pino, me dijeron.
—¡Cómo me suena haberla visto en el subte!
Pero de golpe algo que dije le reavivó la certeza de que conocía un Virrey del Pino. Así que se quedó
conmigo en el kiosco para averiguar dónde era. El kioskero nos explicó que había dos nombres para la
misma estación: Virrey del Pino y José Hernández. Evidentemente los constructores no se habían puesto de
acuerdo y habían hecho carteles distintos para la misma estación, confundiendo a todo el mundo, hasta que
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finalmente optaron por José Hernández. “Todavía quedan algunos carteles que dicen Virrey del Pino ”. Nos
quedamos charlando un rato y me dijo que iba a la asamblea del barrio y decidí empezar a ir.
Así conocí a Mara. Comencé a desearla.
Otto
01/03/02
Juan no es peligroso: se detiene para ver si la gente se da cuenta de que está diciendo algo inteligente.
Se queda mirando, esperando la señal de que lo alcanzaron en su análisis antes de seguir. “La vanidad
tapa los oídos”, decía un profesor, “Alguien que está seguro de que deja atrás a los demás, no puede ser
peligroso”.
Juan
01/03/02
La semana pasada fuimos más que las últimas veces a la marcha y se reavivó un poco el fuego de las
asambleas. Nos entusiasmó ver tanta gente en la plaza de nuevo, demostrándole a los que especulan con
aprovechar este desorden que la gente sigue queriéndolos afuera. Resultó un poco ridículo ver tantas
columnas de izquierda separadas, pero los asambleístas, al menos, seguimos juntos en esta lucha. Menos,
pero juntos. Espero que esto nos reanime para la lucha y nos lleve a hacer algo concreto.
Mara
01/03/03
Querido Diario:
Otto me regaló un CD de Manu Chao. Yo ya lo tenía hace un par de años. Pero lo tiré por la ventana. Es
que un día me estaba bañando con la música a todo volumen, como hago siempre para escuchar por
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encima del ruido del agua, y en esa parte en que dice “Welcome to Tijuana ” empezó a saltar: “Welc, welc,
welc, welc,...”. Acababa de meterme en la ducha y pensé, bueno, lo aguanto unos minutos y salgo. No
fueron más de dos, porque me puso de tan mal humor que salí toda mojada, envuelta en una toalla, abrí el
equipo y tiré el CD por la ventana.
Ahora lo escucho pero salteo esa canción porque me pone de muy mal humor.
Otto no me dio ninguna razón para regalarme ese CD. De hecho, creo que ni siquiera lo había
escuchado en su vida. Le decía Manu, con acento en la a, no “Manú ”, como suele decirle todo el mundo.
Daba la sensación de que nunca había escuchado el nombre y que lo había leído como debería sonar:
Manu. Me dijo, con una de sus medias ironías, serias, algo acerca del “sincretismo cultural que logra Manu
(no Manú) Chao en esa obra”, que no pude tomarme en serio. Últimamente está muy raro, como si
estuviera preocupado. Igual hay algo en él que, tengo que reconocer, me resulta irresistible. Pero,
evidentemente, a él no le pasa lo mismo conmigo, porque no da ningún paso hacia mí. Nos vemos en la
asamblea y salvo por esa charla de café nunca pasó nada. Lo que sí es cierto es que es el tipo más práctico
de nosotros para resolver las cuestiones de cómo juntar la comida, dónde distribuirla, cómo cocinarla,
cuánta, cómo, etc. No se queda en la cuestión teórica, en lo lindo que sería hacer tal o cual cosa. Él no
teoriza, hace. La verdad es que, una vez más, me sorprendió, a todos, en realidad, cuando dijo que había
que conseguir un sponsor para la comida. Muchos empezaron a criticarlo. Algunos, incluso, estaban
enojados porque de golpe empezó a ocupar un lugar que no tenía y que nadie sabía ocupar. Genera mucha
desconfianza su manera tan poco “ideológica”, o de “ideología tácita ”, que parece tener. Terminó diciendo
que la cuestión era empezar a hacer las cosas, cometer errores si era necesario, pero aprender. A Juan no
le gustó nada la idea y contestó que prácticamente estaba proponiendo un “El fin justifica los medios ”.
Entonces, Otto le contó de un monje que, sentado bajo la sombra de un árbol, decidió no cometer ningún
pecado más en su vida:
—No caminó para no matar a ningún insecto. No comió lo que le ofrecieron para no quitárselo a otro. No
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bebió el agua que le rogaron que tomara para que otros no conocieran la sed, -parecía recitar de memoria-.
Se murió debajo del mismo árbol, a la semana siguiente, de hambre y sed.
La verdad es que a veces nos deja impresionados. Esa misma noche, cuando le hice un comentario
sobre su forma de resolver las cosas me respondió:
—Las cosas se hacen haciéndolas.
En un momento pensé que venía a la asamblea por mí, pero ahora me doy cuenta de que, aunque
parecía desmotivado, estaba esperando encontrar el lugar en el que encajar sus intereses. Así que por ahí,
en realidad, no le intereso tanto. De cualquier manera, a mí no me gusta andar dando señales. Si gusto,
gusto. Y si no, no.
Juan
02/03/02
Creo que he comprendido quién es Otto. Lo descubrí por un gesto que lo representa tal cual es: ambiguo
y desconcertante. El otro día, en la asamblea, se sentó justo enfrente de mí comiendo unas galletas y noté
que, sistemáticamente, después de morder una sacudía la parte que le quedaba en la mano para sacarle
las miguitas. La galletita está hecha de miguitas ¿Para qué sacárselas? ¿Qué significa que alguien haga
eso? No tengo la menor idea, pero esa es la representación perfecta del sinsentido constante que es Otto.
Es la expresión de lo inexpresable. Sólo algo tan confuso y contradictorio puede resultar preciso a la hora de
describirlo.
Otto
02/03/02
Las cosas van mal. Lo de la crisis es más serio de lo que creía. Hace una semana que no vendo un
teléfono. Me estoy quedando sin dinero. Debo un mes en la pensión. Mazinger come de la basura. Ya no
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puedo ni compartir los champignones con él, las pocas veces que todavía los compro.
A pesar de eso creo ver una luz al final del túnel. En la asamblea las cosas están cambiando. Desde que
no vienen más algunos de los asambleístas nos entendemos mejor y empezamos a hacer cosas. Ahora
quieren darles de comer a los cartoneros. No sé muy bien por qué, pero todos están convencidos de que es
una buena idea y cada vez que se lo cuento a alguien me felicitan. Creo que hay una luz en cuanto a que
eso nos dé una visibilidad y el comienzo de una carrera política. Para colmo, la gente es tan poco
pragmática y falta de experiencia que creo que estoy encontrando un lugar de liderazgo en el que me puedo
fortalecer y empezar a trabajar en mi objetivo. El otro día tuvimos una discusión acerca de cómo juntar la
comida y propuse conseguir un sponsor. Varios, principalmente el “buenazo ” de Juan, me dijeron que eso
no iba de acuerdo con nuestra ideología y no sé cuántas cosas más. Saqué una parábola (así las llamaba el
profesor, si mal no me acuerdo) acerca de un monje. La aprendí de memoria en “La importancia del
pragmatismo”, uno de esos cursos que hice mientras iba a la Universidad. Juan se quedó sin palabras, lo
que resulta bastante raro (está más callado últimamente, creo que se peleó con la novia o algo así). Así que
quedó tácitamente aceptado lo del sponsor. Es la forma de empezar a crecer realmente y de hacer cosas
que nos permitan proyectarnos en el ámbito nacional. Creo que tengo una idea para conseguir dinero:
rastrear a Barreta. Algo vamos a pensar juntos. Seguro.
Le regalé un CD a Mara. Me lo llevé de lo de la chica de la cebra después de mi última visita. No tiene
forma de ubicarme (nunca vino a la nueva asamblea). Me dijo que era buenísimo y si a ella le gustaba
supuse que a Mara también. Las dos tienen más o menos la misma edad y fueron a escuelas religiosas.
Antes de dárselo leí un par de críticas que cayeron en mis manos, en las que se hablaba del sincretismo de
Manu Chao. Le dije a Mara algo de eso como para que pareciera que lo conocía. Ella lo había perdido hacía
un par de años. Se lo debe haber regalado un ex novio o algo así, porque pareció incómoda al recordar el
tema.
99
Juan
04/03/02
Anoche casi no pude dormir. Estaba muy fumado, leyendo a Burroughs, “El almuerzo desnudo ”, y llegué
a una de esas partes en las que habla de ciencia, tradiciones y otras cosas exóticas. El siguiente párrafo
aparecía entre paréntesis: “El candirú es un pez pequeño en forma de anguila o gusano, de medio
centímetro de grosor y de unos cinco de largo que circula por ríos de mala reputación de la cuenca del
Amazonas y que se cuela por la picha o por el culo o por el coño de las mujeres, faute de mieux, y se queda
enganchado allí gracias a sus espinas afiladas, sin que se sepa con qué objeto (porque no ha habido ningún
voluntario que observe in situ, el ciclo vital del candirú)”. Quedé tan impresionado por este bicho que no
pude seguir leyendo. Sentía un dolor hueco en mi propio sexo que me paralizaba. Como forma de
exorcizarlo decidí demostrarme que semejante bicho sólo podía salir de la mente llena de droga de un
escritor discutible.
Desgraciadamente, la Enciclopedia Británica habla del Candirú. Y dice, básicamente, lo mismo que en
“El almuerzo desnudo”: que es un pez parásito de unos dos cm. y medio de largo y que suele meterse en
las agallas de otros peces. Y que se sabe que en algunos casos se ha metido por las uretras de seres
humanos. Una vez que entra clava sus espinas produciendo “inflamación, hemorragia e, incluso, la
muerte”. Como no decía nada acerca de cómo se lo sacaba de allí, fui a un locutorio, fumado como estaba,
y entré en Internet en busca de más información. Encontré un sitio especializado en parásitos que explicaba
cómo el candirú se siente atraído por el olor de la orina y se acerca a su fuente. La idea de que si uno no
orina no pasa nada me tranquilizó; pero el párrafo siguiente me llevó a un estado de pánico del que recién
hoy me recuperé: “El dolor, aparentemente, es espectacular. Es necesario ir al hospital antes de que estalle
tu vejiga; tienes que pedirle a un cirujano que te corte el pene ”.
No pude buscar más datos. Intenté subir rápidamente del porro comiendo muchos dulces que compré en
el kiosco, pero me saturé enseguida y me dieron náuseas. Vomité en el ascensor de mi edificio y tuve tal
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mareo que demoré como diez minutos en levantarme. Estaba todo sucio, pero la sola idea de ponerme bajo
el agua desnudo, casi me hace vomitar de nuevo por miedo al candirú. Me fui a la cama.
Creo que no podré fumar por un tiempo. Tengo miedo a la paranoia. Paranoia de la paranoia.
Por supuesto que dejé de leer ese libro de mierda.
Otto
05/03/02
Hablé con Barreta. Se lo ve muy mal, muy desmejorado. Cuando vio que yo tenía el recorte de una
crítica del CD de Manu Chao entre mis papeles, me dijo:
—Ese hijo de puta casi me hace perder un ojo.
Y me señaló una cicatriz que le cruza el ojo derecho.
Al parecer, iba caminando por la calle y de la nada cayó un CD a tal velocidad que le abrió la ceja y parte
del pómulo. Los vecinos llamaron una ambulancia y lo llevaron al hospital. Cuando llegó a la casa descubrió
que algún vecino le había puesto el CD, partido y lleno de sangre, en el bolsillo de la campera.
Le conté a grandes rasgos mi situación y mis planes. Me miró un rato largo, como midiéndome.
—¿Cuánto necesitás para vivir?
Me costó pensar en una respuesta. Casi no llevaba registro de mis gastos, aunque hay que reconocer
que debía gastar unas cien veces menos que cuando trabajaba de lobbysta.
—Creo que el mes pasado me entraron 346 $ de la venta de teléfonos y no me queda un centavo.
Giró la cabeza hacia la izquierda al mismo tiempo que una semisonrisa avanzaba por el mismo lado.
Miró hacia abajo, se puso serio de nuevo. Estaba creando expectativa para una frase demoledora.
—Veo que lo que querés es pucherear. Puedo recomendarte a un par de amigos que están buscando
gente para telemarketing.
Lo miré de abajo para arriba. Tenía los pantalones raídos y las muñecas asomaban delgadas por debajo
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de una camisa con los puños como mordidos.
—¿Ah, sí?
Tosió para ganar tiempo, pero una hecatombe pareció estallar en sus pulmones. La tos se fue haciendo
más cargada y terminó con un terrible gargajo que fue a dar sobre la raíz de un árbol y comenzó a colgar,
cada vez más largo, aunque sin llegar a cortarse. Parecía muy denso. Como si la situación le hubiera
recordado algo, empezó a buscar en sus bolsillos. Era un verdadero artista en eso de preparar los
discursos. Un artista venido a menos, por otra parte.
Finalmente, sacó un paquete de cigarrillos Particulares cuyo envoltorio era del mismo color amarillo
verdoso que el gargajo que colgaba de la raíz. Me pregunté si habría alguna conexión química. Encendió
uno y después de rascarse por debajo del labio inferior con el dedo gordo de la mano derecha, la misma
que sostenía el cigarrillo, me contestó.
—Sí.
Casi le pregunto: “Sí, ¿qué?”; pero preferí bajar un poco la cabeza. Las cosas están difíciles y no vale la
pena buscarse las pulgas. La última vez que nos vimos fue en un spa rodeados de mujeres que nuestras
secretarias nos habían elegido. No resultaría extraño ver a alguna de ellas, o de nuestras secretarias, pasar
revisando las bolsas de basura de los alrededores. Como las que estaban entre las raíces del árbol del
gargajo del color del paquete de Particulares. De hecho, una mujer con aspecto de no haber llegado nunca
ni a secretaria, comenzó a revolver la basura junto a sus hijos, ignorándonos tanto a nosotros como al
gargajo, que seguía estirándose sin cortarse. Casi le digo a uno de los chicos que no lo toque, que quería
saber hasta dónde se podía estirar sin romperse. Volví a mirar a Barreta.
—¿Y vos en que andás? ¿No necesitarás un socio?
Su mirada vagaba perdida por detrás de mí. Parecía concentrado. Seguramente se trataba de una
mujer. Giré la cabeza siguiendo su mirada. Efectivamente, había una mujer cruzando la calle. Debía pesar
por lo menos ochenta kilos y usaba una minifalda sin medias que dejaba al descubierto una piel sonrosada.
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Había que reconocer que llevaba su carne con orgullo, con extraña sensualidad.
—Esas son las mujeres que todo hombre quiere. Las flaquitas son para mostrárselas a los amigos y para
la foto. Pero en el fondo eso es lo que queremos todos. Cuanta más carne mejor.
Nos quedamos callados hasta que la gorda sensual desapareció de nuestra vista. Barreta tenía razón.
—Más que un socio, necesito un proveedor. Tengo una política de tercerización, como siempre. —
Pareció buscar otra gorda con la mirada pero no la encontró —. Tiene sus riesgos, pero como están las
cosas en este momento, creo que hay que apostar fuerte para hacer algo más que pucherear.
—Contame.
Me explicó el plan a grandes rasgos. Tiene algunos puntos débiles, pero en el fondo puede funcionar.
Sólo necesito una buena base de operaciones. A la mierda con el proyecto de la asamblea, aunque va a
servir de tapadera. Al menos por ahora.
Cuando terminó de hablar, el gargajo se había secado. Sin cortarse en el medio. Mazinger, que había
estado dando vueltas por ahí, lo olfateó un rato y finalmente lo lamió.
Mara
08/03/02
Querido diario:
Otto nos dejó paralizados el otro día, con una propuesta que nadie había pensado antes, tan aferrados
estamos a nuestro pensamiento individualista, ese tan funcional al neoliberalismo (ya me estoy poniendo
política. Parecería que en esta época no existe otra forma de ver las cosas que no sea por el prisma de la
política). Lo propuso después de que todos los de la asamblea habláramos un rato largo acerca de las
dificultades económicas que estábamos sufriendo. Juan, desde que cortó con Sandra, (sí, como al pasar,
finalmente me lo dijo: se separaron) está boyando de la casa de un amigo a la de otro porque tuvo que
rescindir el alquiler. No le gusta hablar mucho del tema, pero yo me enteré porque todo el tiempo me está
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dando el número de un amigo distinto para que lo llame. En realidad, casi no hablamos por teléfono, pero es
que el lazo viejo era fuerte y hay ciertas costumbres, como la de estar al alcance de un llamado, que no se
pierden. Y con la plata que gana en la facultad no le alcanza (ni alcanzará) para alquilar nada de nada.
Martín está en la misma situación y yo reconozco que tampoco estoy viviendo como me gustaría. Si
ahorrara algo de la plata del alquiler viviría mucho mejor. Recién ahora que estoy ayudando a un par de
chicos con problemas en la escuela dejé de comerme los ahorros. Bueno, justamente después de que nos
contamos eso, él propuso que alquiláramos una casa grande para dividir gastos.
Después de recuperarme de la sorpresa, me pareció una opción realista, de acuerdo con los tiempos
que nos está tocando vivir, en los que una casa para una sola persona es algo desmedido. Yo sé que ya
somos grandes, pero habrá que aprender a ser más solidarios, a vivir de otra manera, menos egoísta y,
sobre todo, más realista.
Martín se enganchó enseguida. Le pareció bárbaro porque él está todavía en el cuartito de un tío que se
está muriendo y que lo está volviendo loco (según dice él) con reclamos de ayuda todo el tiempo. Los hijos
ni aparecen por la casa, pero Martín dice que en cuanto se muera van a venderla y lo van a echar a él. Así
que ahora, con el trabajo nuevo y con la posibilidad de una casa que le salga barata está entusiasmadísimo.
Hasta Juan pareció pensarlo seriamente.
—¿Alguien tiene garantía o plata para la seña? —preguntó, yendo un par de pasos más allá de lo que yo
habría esperado de su primera pregunta.
En principio quedó claro que los números indican que es la mejor opción. De eso no queda duda.
Todavía no hay nada más firme que, simplemente, “ver casas ”. Habrá que ver si aparece alguna, si nos
decidimos y, fundamental, si tenemos la plata para alquilar. Aunque hace poco me dijeron en la facu (¿fue
Roxana o Mantu?) que por lo mismo que estoy alquilando yo ahora, se puede conseguir algo mucho mejor.
Probablemente esto se diluya y quede en la nada. Va a ser una lástima.
104
Juan
09/03/02
Confieso que la idea que planteó Otto anoche me agarró desprevenido. Si uso el cerebro y la
calculadora no tengo mucha opción. En su momento, logré sostener el alquiler porque Sandra pagaba una
parte. Pero desde que nos separamos, como mis ingresos no me alcanzan anduve de mudanza casi todas
las semanas. Y con tanto taxi llevando las cosas de acá para allá, más la comida afuera, no hay manera de
ahorrar para pagar la comisión, el depósito y el mes adelantado.
Nacho ya no me soporta, no tanto por mí, sino por la cara que pone su esposa cada vez que me ve. Es
terrible cómo las mujeres destrozan las relaciones entre los hombres. Él sabe que si yo me voy, ella igual va
a encontrar una nueva razón para molestarlo; pero en vez de resolver la situación estructural (¿cortarle la
cabeza de un hachazo?) prefiere ir dando lo que llama “baby steps ”, pequeños pasos para mejorar la
relación. Le dije a Nacho que me iba a la casa de una chica que conocía de otro lado. Supongo que adivinó
que no era cierto, pero prefirió creerme. La verdad es que pasé casi toda la noche dando vueltas a la Plaza
San Martín para darles un poco de aire. Estuve horas viendo pasar cartoneros hacia Retiro, llevando su
cosecha del día. Alguno, cada tanto, me pedía un pesito, pero no insistía mucho, supongo que por la pinta
de desamparado que yo debía tener. En un rincón de la plaza, varios de los mendigos que se reúnen
durante el día, comían algo. Uno de ellos también me encaró para pedirme “para el alfajorcito de maicena ”.
Me hizo reír y le di un par de monedas. A las dos de la madrugada cierra el boliche donde trabaja un
compañero de la facultad y me fui con él a tomar una cerveza. Después me dejó dormir en el piso de su
casa.
Esa noche me sirvió para convencerme de que no tengo mucha opción. Con lo que gano en la facu, no
puedo alquilar nada mejor que una pocilga. Entre varios, en cambio, podríamos alquilar algo más grande y
cómodo. Además, tal vez sea la manera de construir algo distinto, un verdadero núcleo social para así
acercar mi forma de vida a las utopías que quise para toda la sociedad.
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Por otra parte, tener que dormir compartiendo el techo con un tipo como Otto, no es algo que me
estimule demasiado. Hasta donde yo puedo ver, él representa lo más nefasto de nuestra sociedad. Es un
muerto, un ser de un mundo en vías de extinción. Tal vez yo también, pero por lo menos intento algo nuevo.
Ahora caigo, por eso este desasosiego. Anoche soñé que, después de una guerra, me apresaban y me
ataban a un muerto que había sido compañero mío durante la batalla. Eso hacían los etruscos con sus
enemigos. De alguna manera, si vivo con Otto voy a estar atado a un muerto.
Mara
10/03/02
Querido diario:
Hay un solo dominio en el que el hombre es amo absoluto, en donde no lo limita la naturaleza ni nada
ni nadie más que él mismo. Ese mundo es el de los sueños, un territorio en el que tenemos todo el poder y
ninguno al mismo tiempo.
Una más de Otto: el otro día estábamos en la asamblea en una discusión interminable acerca de la
propiedad privada. Según Juan era un robo, según otro de los chicos nuevos, Daniel, no era un robo sino
una necesidad que, mantenida en pequeña escala, es positiva, porque todos queremos y necesitamos tener
cosas; y que eso no necesariamente nos transforma en burgueses. De golpe, Otto murmuró algo y Daniel le
preguntó qué había dicho:
—Nada, pensaba en la propiedad.
—¿La propiedad es un robo o no, para vos?
—La propiedad es transitiva —dijo, muy serio.
Empezamos a hablar de otra cosa.
Juan
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12/03/02
La crisis está golpeando seriamente a la gente. Ayer fui a la facultad a una charla sobre nuevos
proyectos, viables, autosustentables, o algo así. Como llegué muy temprano, me fui a otra aula a esperar y
leer el diario. Había mucha gente, entre ellos un hombre mayor que me resultaba conocido. Pasé varias
páginas y el hombre me llamó. Pensé que él también me había reconocido así que puse una sonrisa de “ah,
sí, ya me parecía que lo conocía”.
—¿Terminaste con la parte principal? —señaló el diario.
—¡Eh! Sí.
—¿Me la prestás?
—Claro.
Le pasé una parte y seguí leyendo. Cuando se le terminó me pidió unas páginas más y le pasé el resto
del diario. Algo de mi molestia se debe haber traslucido, porque el tipo me miró con cara de “¿Qué le vamo
´a hacé?”, y me dijo:
—Vos viste... la intelectualidad no paga. —Y se zambulló en el diario como si yo no existiera. Me fui a un
café y lo dejé leyendo. Cuando se hizo la hora volví a subir y no lo encontré hasta que entré en mi aula: era
uno de los disertantes. Cuando me vio pasar me hizo un guiño y me alcanzó el diario. Le agradecí con un
gesto y me fui a mi casa antes de que empezara a hablar.
Tendremos que inventar algo nuevo. Este mundo ya no va para ningún lado.
Otto
13/03/02
Voy a ir al supermercado. Desde que no tengo que sacar a pasear a Mazinger me siento algo solo y
siempre termino en el supermercado. Me gusta. Aunque lo lamento un poco por Mazinger, pero no había
otra solución. Después de lo que hizo, no me dejó alternativa, tenía que sacrificarlo o convivir con esa
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desagradable escena en mi mente el resto de mi vida. Intenté pensar en otra cosa, pero cada vez que lo
miraba volvía a ver su lengua haciendo esa asquerosidad.
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Parte II
La casa es grande y ellos están sentados en torno a una mesa baja. Hay una bombita lejana que ilumina
la escena desde un pasillo ayudada por algunas velas.
Comen pizza. Están contentos aunque algo asustados; excepto Otto, que parece distraído observando
la casa. Mara aprovecha la penumbra para mirarlo sin que él lo note pero el resultado es frustrante. Piensa
que “aunque hubiera un reflector apuntándole a la cara no sabría qué pasa por adentro suyo ”. Juan busca
la mirada de Mara, sus ojos oscuros en las sombras. El reflejo de una vela le permite adivinar adónde
apuntan y el resultado lo hace moverse inquieto en su asiento. Martín hace cuentas. Puso el dinero para
comprar los ingredientes de la primera cena y el vino; y se pregunta si quedó claro que fue así, si debería
recordárselo a los demás, si debería invitar o qué (hoy obtuvo más de veintiocho pesos de comisión por los
recursos de amparo y otros papeles por el estilo).
Los comentarios deambulan entre buenas intenciones, cierta tímida alegría, y la ausencia de un tema
interesante... hasta que quedan atrapados en la red de una conversación en la que preferirían no participar.
Cuando se dan cuenta es demasiado tarde: la cortesía obliga a escuchar a los otros, a permitirles su propio
descargo. Además, abandonar el tema es condenar la velada al silencio aunque seguirlo los lleve a
enterarse de cosas que preferirían ignorar.
Mara
19/03/02
Querido diario
Increíble que haya ocurrido lo de anoche. No porque sea inverosímil, al fin y al cabo sólo ocurrió una
cena entre cuatro personas: Otto, Juan, Martín y yo. Lo increíble es que se haya dado en concreto eso que
pensamos hace un tiempo: el mundo de las ideas desarrollándose en la práctica. Increíble.
Muy resumidamente, Martín consiguió que nos alquilaran la casa del tío de un compañero de trabajo que
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le cobraba barato. La fuimos a ver primero Juan y yo, y en otro momento, Otto. La casa me gustó, pero no
estaba muy convencida. A la noche me llamó la dueña de mi departamento y me dijo que me devolvía dos
meses de alquiler si me iba dentro de los tres días subsiguientes (creo que le alquiló el departamento a un
alemán; en dólares, por supuesto). Le dije que sí en ese mismo instante.
Al día siguiente, nos juntamos y establecimos algunas normas de convivencia, le dimos el dinero al
dueño y firmamos un contrato escrito por su hijo y fiscalizado por nuestro abogado: Martín. Yo, como era la
única que tenía algo de plata (por lo que me dio la dueña del departamento de Amenábar) puse todo el
depósito. No pagamos comisión.
¡Lo hicimos!
Así es que ayer tuvimos nuestra primera cena. La preparó Martín que resultó ser un excelente cocinero
(aunque cocina casi sin especias). Y la verdad que la pasamos muy bien juntos. Estuvimos charlando
durante horas y tomando vino. Creo que a todos nos emborrachó un poco el descubrir que entre el planear
algo y hacerlo puede haber tan poca distancia. Habría que ver en qué reside la dificultad, o la sensación de
dificultad. En realidad, es más un tabú, un hábito cultural esto de no vivir en comunidad.
Hay que reconocer que la noche no terminó del todo bien. Empezamos a hablar de anécdotas
asquerosas. Juan, por ejemplo, contó que una vez cuando era adolescente estaba por declararle su amor a
una chica que le gustaba desde hacía mucho tiempo, pero que al empezar a hablar, sin querer escupió una
burbujita de saliva que quedó fijada en la nariz de su amada. Él se incomodó tanto por esa burbujita de la
que “no podía quitar la vista”, aunque ella ni la hubiera notado, que sólo podía pensar “olvidate de la
burbujita, olvidate de la burbujita, olvidate...” y nada más. Como hacía tiempo que estaba dándole vueltas a
la chica, sin decidirse, esa vez finalmente la hartó y nunca más ella le dio la ocasión de volver a intentarlo.
Al final de la anécdota, Juan se quedó mirándome un segundo más de lo normal, como si hubiera
descubierto algo que tenía que ver conmigo.
Yo conté la que me pasó una vez en la cola del banco. Un tipo que estaba delante de mí estornudó muy
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fuerte, con la nariz claramente cargada. La mujer que estaba adelante se pasó la mano por el pelo
instintivamente y encontró que la habían llenado de moco con sangre. Encima, tenía la campera blanca, o
color hueso, toda salpicada de gotitas rojas.
Las anécdotas fueron subiendo de tono hasta que Martín contó una que me resulta irreproducible y que,
de hecho, no llegué a escuchar hasta el final: la mezcla del vino con la anécdota me hizo ir al baño a
vomitar. Nadie se dio cuenta, pero después de eso me tuve que ir a la cama y pasar mareada la primera
noche en mi casa.
Claro. Ahora que lo pienso, la mirada de Juan, esa que se demoró en mí después de la anécdota, fue
porque cree que a mí también me hartó su constante merodeo, que dejó pasar la hora. Lo siento
olisqueándome alrededor, como un perro esperando el celo de una perra. Los hombres creen que todo
depende de hacer las cosas en el momento indicado, no aceptan que a veces ese momento no llega nunca.
Dentro de la especie humana, los varones son los que tienen más lazos con nuestro pasado animal.
Otto
19/03/02
Se ve que nunca tuvieron forúnculos. Si los hubieran tenido no se hubieran reído tanto porque un tipo
tenga que terminar su libro parado.
Esta nueva situación me gusta. Me da estabilidad y en quién apoyarme en caso de que haga falta.
Además, la casa es perfecta. La revisé antes que el resto: tiene una entrada bastante aislada y una ventana
al garaje que me da mucha autonomía. Tendré que decir que conseguí un trabajo de noche. Igual, mucho
no me preguntan. Lo de Barreta está casi cerrado. Esta semana empiezo.
Juan
19/03/02
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Estoy seguro de que Otto no sabe quién es Marx. Ni se impresionó cuando conté lo de sus forúnculos.
Tampoco pareció impresionado cuando Mara contó lo del estornudo con sangre. A mí la imagen me resultó
bastante fuerte, pero a él parece que nada lo impresiona.
La verdad es que, para ser la primera cena, estuvo bastante bien. No creo que lleguemos a ser grandes
amigos, y si no me obsesiono con desenmascarar a Otto, la convivencia puede resultar pacífica, algo que
me conviene. Acá gasto menos de la mitad que en el departamento anterior y, como dije, hay que ser
creativos y enfrentar los problemas nuevos con recursos nuevos. Va a ser difícil sobrellevar la convivencia
con Mara, como si no pasara nada. Ella sigue mirándolo a Otto con ojos de enamorada. Y creo que a Otto
ella también le gusta, pero por alguna razón se mantiene a distancia.
El más inocente es Martín, pero cada tanto me sorprende. Después de terminar su anécdota, cerró con
una conclusión admirable. Debía estar bastante borracho para contarla. Voy a reproducir la historia con mis
palabras, porque puede servirme para una novela en el futuro (a esta altura, mi futuro parece una buhardilla
donde se guardan las novelas que nunca voy a escribir). Contó:
“En esa época me habían prometido un posible trabajo en una ONG. Como muestra de buena voluntad
y como forma de ir conociendo el terreno, me pidieron que fuera con el grupo que iba a hacer la campaña
de vacunación en la villa del Bajo Flores, aunque yo no pudiera ponerle una inyección ni a una muñeca.
Todo fue muy bien. Hay un barrio de bolivianos que es muy lindo y está muy cuidado, se diría que
exageradamente cuidado, como para distinguirse de los “ladrones y sucios ” argentinos. Ese día justo había
un festival de no sé qué corno y estaban todos supercontentos armando los preparativos.
“Estuvimos vacunando toda la mañana y al mediodía nos acercamos a un comedor que está en el medio
de la villa para almorzar unos fideos y unas albóndigas que me resultaron un tanto sospechosas; pero como
estaban calientes, y hacía frío, no dudé en comerlas para entrar en calor.
“Cuando llegó el momento de salir a vacunar de nuevo, nos juntamos en la puerta por grupos. En varios
de ellos faltaba gente que tenía que ir al baño, así que esperamos un rato, respetando la consigna de
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mantenernos juntos en la villa. El problema fue que todo el mundo empezó a querer ir al baño. Algunos se
quejaron de que no se sentían bien y el mal olor empezó a cruzar las puertas. El baño no daba abasto para
todos y una de las cocineras se llevó a un par de chicas a su casa, que quedaba a la vuelta. El problema se
generalizó y yo también empecé a sufrir unos retorcijones que me obligaron a rastrear un baño con
urgencia. Como la prioridad la tenían las chicas, tuve que ir detrás del comedor, a un pasillo oscuro, donde
no había ni miras de papel higiénico.
“El director de la campaña nos dijo que se suspendía la actividad por el resto del día, que nos volvíamos
al centro y cada uno a su casa, que evidentemente nos habíamos intoxicado con la comida. Todos
estuvimos de acuerdo, porque nos sentíamos mal. El problema es que éramos casi cuarenta personas y
cuando el último salía del baño, el primero quería volver a entrar. Decidimos quedarnos hasta que todos
terminaran, pero un par empezó a levantar fiebre y se hizo urgente partir. Finalmente, subimos al micro
como pudimos.
“A los doscientos metros tuvimos que parar en una estación de servicio. Estuvimos ahí media hora,
hasta que algunos insistieron en que nos fuéramos, urgente, y la gente de la estación amenazó con llamar a
la policía. Decidimos no parar más, pero a las diez cuadras apareció otra urgencia: un pibe nuevo, un
pasante alemán, no aguantó más, se ensució los pantalones y se puso a llorar. Lo limpiamos como pudimos
y le prestamos un pantalón limpio.
Cuando arrancamos, se hizo obvio que alguien más había explotado. En lugar de escandalizarnos, todos
nos empezamos a dejar llevar por la urgencia. El micro apestaba y el chofer amenazó con bajarnos ahí
mismo. Le prometimos limpiarle el micro cuando llegáramos. En fin, mejor no seguir con los detalles.
Pero lo que más me emocionó fue la increíble conclusión de Martín: “Este era el tipo de balurdo que
podía unirnos para siempre o desintegrar irreversiblemente al grupo. Lamentablemente, nunca supe qué
pasó. Cuando a los tres días me sentí mejor, empecé a buscar otro trabajo.”
Muy fuerte. Me emocionó la forma en que lo contó. Lo que podría haber quedado como un pacto de
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sangre (en este caso, de mierda, a decir verdad) terminó dividiéndolos.
Otto sale del supermercado con un paso que no le es propio, que parece impostado, acompañado por
una de las cajeras que acaba de terminar su turno. Es grandota, indiscutiblemente gorda. Van juntos, muy
pegaditos, riéndose uno del otro, seduciéndose con una metralla de gestos convencionales. Otto usa lo más
básico de los libros de lenguaje corporal que leyó para alcanzar sus objetivos. En la esquina hay un telo y
entran con naturalidad sospechosa.
Juan
20/03/02
Ya no sé bien qué pensar. ¿Estamos pensando de forma tan revolucionaria que lo viejo nos queda chico
o somos unos delirantes? Es cierto que lo conocido no va pero, ¿hasta dónde la realidad puede usarse
como tubo de ensayo de algo nunca probado? ¿Soy conservador por pensar así? ¿Habrán tenido los
revolucionarios de 1789 la misma sensación? La última asamblea se dedicó a discutir si presentábamos un
proyecto aprovechando que el 24 de marzo se viene otro aniversario del golpe militar del 76. La propuesta
es, básicamente, la siguiente: limitar el voto a la gente que tenga entre 18 y 22 años. La resolución tendría
potenciales ventajas y desventajas. Como explicaba uno de los iniciadores del proyecto, al votar únicamente
los jóvenes la política dejaría de ser conservadora, algo sumamente importante. La historia demostró, dijo
Raúl, que los únicos sistemas exitosos son los flexibles, y como el conservadurismo es esencialmente la
tendencia a la inflexibilidad, la innovación constante garantizaría que en el futuro no se produzcan nuevas
crisis como las que “han asolado a la humanidad en los últimos siglos ”. Por otro lado, los jóvenes no
pensarían sólo en el corto plazo y deberían elegir a aquellos candidatos que mejor aseguraran un futuro
realizable. Así, las medidas coyunturales que originan la antinomia desarrollo-ecología se resolverían mejor,
de forma más sustentable, porque los jóvenes se preocuparían por el futuro del planeta, aunque más no sea
114
por simple egoísmo.
Por otro lado, está el riesgo de que los jóvenes resulten fácilmente influenciables por su falta de
experiencia. Entonces, alguien dijo que previamente hay que ocuparse de la educación para evitar ese tipo
de problemas. Pero otro saltó:
—¡Y acá se habla tanto de la importancia de la educación para el cambio social, para evitar las
equivocaciones! Y yo, ¿qué puedo decir? Universitario al pedo: a cada tarado voté... ¡a cada tarado! Me
tragué tantos sapos como libros, me tragué.
Lo conocido no sirve. Está demostrado. ¿Pero y lo nuevo? ¿Cómo saber si es posible? Estoy perdido. O
la humanidad entera está perdida.
Juan está sólo en la casa. Es martes a la noche y tiene cara de aburrido. Parece deprimido. Va a la
cocina y busca en una bolsa de supermercado una botella de vino que compró esa tarde. Saca una copa
alargada que está cuidadosamente guardada en el fondo de la alacena. La apoya sobre la mesada. Busca
un sacacorchos. Lo encuentra y toma todo en sus manos, aprovechando cada dedo. Se dirige a su
habitación y se sienta frente al escritorio que tiene una computadora encima. Descorcha la botella con
cuidado y se sirve hasta la mitad de la copa. Agarra un tubo negro de rollo de fotos, lo abre, y con dos
dedos recoge una sustancia verde y compacta. La pica cuidadosamente con un cuchillo sobre un platito que
parece estar allí para ese uso. Con un trocito de cartón cortado de un boleto de subte hace un rollito. Retira
un papel para armar cigarrillos de un paquetito también verde rotulado “Ombú ”, y enrolla todo
cuidadosamente con el rollito de cartón en el extremo. Sólo entonces prende la computadora. Toma un
trago de vino. Busca un encendedor por los alrededores pero no hay ninguno. Rebusca en sus bolsillos y
tampoco lo encuentra. Se pone de pie. Está molesto, como sorprendido de que, de repente, se interponga
una piedra en un camino que no había presentado obstáculos. Finalmente, encuentra un encendedor en la
cocina. Duda si prenderlo allí o si llevar a su pieza el único dispositivo que hay para prender las hornallas.
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No hay nadie más en la casa; finalmente, se pone el lado del rollito de cartón en los labios, enciende el otro
extremo y apura el paso hacia su habitación. La computadora ya está lista para trabajar. Abre la opción
“herramientas del sistema” para realizar el “mantenimiento”. Aparece una ventana llena de colores. Le da
inicio, la agranda y observa cómo los cuadraditos de colores se mueven a los saltos inmersos en un extraño
caos de paso regular. Toma otro sorbo de vino. Se acomoda mejor mientras mira la pantalla. A lo lejos se
escucha el tránsito de la calle. El rumor no es intenso y, a veces, permite oír el tenue crepitar de la brasa.
Mara
20/03/02
Querido diario:
Ayer, cuando volvía de cuidar a unos chicos (sí, ahora soy baby sitter, además de hija mantenida y
profesora de clases de apoyo) pasé por la carnicería para comprar un poco de carne picada para la salsa y
un par de bifes por si acaso. Por primera vez, vi algo que parecía parte de un ritual: el tipo se hacía la señal
de la cruz antes de empezar a cortar la carne. Supongo que será para no cortarse (es increíble la cantidad
de carniceros a los que les falta algún dedo) aunque no descarto alguna condena religiosa. Pero iba a otra
cosa. Cuando estaba pensando en eso vi a Otto que salía con una de las cajeras del supermercado de acá
a la vuelta riéndose mucho. Es una chica poco atractiva. Seriamente, poco atractiva. Si no fuera porque no
es correcto (por una cuestión de no fortalecer los estereotipos), diría que es gorda. Para colmo, tenía una
remera muy ajustada que decía: “Yo confundí libertad con libertinaje y no pasó nada ”. Un asco.
Y salían haciéndose chistecitos y riendo. Por supuesto que no me vieron.
A la noche no pude aguantar comentarle algo a Otto, mientras preparaba unos mates.
—Te vi, hoy a la tarde.
—Ahá.
—Sí, acá a la vuelta, cuando venía de la facultad.
116
—Sí.
—Venías con una chica. —No dio ninguna señal de preocupación y respondió enseguida.
—Sí, con la cajera del supermercado.
Me sorprendió. Me quedé callada. Ya había insistido más de lo que correspondía si quería parecer
desinteresada.
—Era una compañera del secundario. Me reconoció y como salía justo en ese momento de trabajar, me
quedé charlando un rato con ella.
¿Qué significan mis celos con Otto? ¿Me creo la dueña de este harén masculino o qué? Cada uno de los
hombres de esta casa puede hacer lo que quiera y yo no tengo derecho a decir nada. Creo que me está
haciendo falta un “service” (como dicen los cerdos guarangos estos); si no, no tiene explicación haberme
puesto de esta manera, casi celosa.
No es que Otto me esté prestando menos atención, pero está un poco más distante, como si ya no
tuviera intenciones conmigo ¿Como si nunca las hubiera tenido? En realidad, cuando nos mudamos acá yo
me juré que no permitiría que pasara nada con ninguno de los chicos (¿A quién quiero engañar? Me prohibí
que pasara algo con Otto, que era el único con el que podía llegar a pasar algo); y ahora, cuando no me da
pelota, me pongo mal. Creo que me estoy transformando en una pesada. Mejor que no, porque los chicos
me van a volver loca. Mejor que mida mis palabras.
Por segunda vez, desde que se mudaron, tienen una cena sin ausencias. Martín preparó un pollo al
horno. Se hacen los comentarios de rigor acerca de sus sorprendentes habilidades culinarias. Martín simula
no interesarse, pero se siente orgulloso de ellas y decide contar una anécdota.
—Yo tenía un tío que decía que lo mejor para seducir a una chica es prepararle una rica comida. Según
él era el colmo del romanticismo. Pero cuando lo hice con la holandesa, no se sorprendió tanto.
—Ella viene de una sociedad más moderna; ahí los roles deben estar más intercambiados. En cambio,
117
acá es como el “antimachismo”: el hombre que está dispuesto a ser tierno, a romper con los moldes de la
sociedad, resulta más llamativo —agrega Juan.
—Un profesor mío decía que el camino hacia el corazón de las mujeres hermosas pasa por el estómago
—cierra Otto. Juan le dirige una mirada desconfiada.
—Claro, al menos, por el corazón de las gordas. En cambio, el camino al corazón de los hombres
empieza un poco más abajo del estómago. —Mara enrojece y lamenta haber hecho un comentario que la
desnude así delante de todos. Mira alrededor, como buscando un cigarrillo aunque no fuma —. Es un chiste
malo, bien machista... o feminista, no sé. —Y agrega, con una hilacha de voz, a medio camino entre el
comentario para sí misma y la revelación para los demás—: Un chiste retrógrado y pedorro.
El silencio se instala en la mesa y, cuando está por traspasar el límite que lo elevaría a la categoría de
“incómodo”, Martín habla nuevamente.
—Es un pollo de campo, sin porquerías para que tenga doble pechuga ni alimentos balanceados. Afke
me clarificó un poco el asunto este de la modificación genética y el asunto de los campos de engorde. —Es
la primera vez que nombra a Afke con tanta familiaridad. Todos conocen su nombre de la asamblea.
La charla deriva hacia cuestiones ecológicas y lo mal que está el mundo. Mara se entusiasma y, como
para borrar su paso en falso anterior, ataca “un mundo que está totalmente equivocado, un mundo que
sigue con el entusiasmo del goloso un camino hecho de caramelos, electrodomésticos caros y demás
desperdicios que lo conducen al abismo”. Cuando termina, está nuevamente colorada por lo grandilocuente
de sus palabras, que la avergüenzan. Pero cree estar en lo cierto y sostiene las miradas de los demás.
Juan se solidariza y agrega que parece la descripción de “los yanquis, cada vez más gordos y llenos de
basura a su alrededor, comiéndose poco a poco al mundo que hay debajo de sus pies, sin importarles que
un día no quede nada”.
—Y encima se presentan como el modelo a seguir, el paradigma del éxito social. Si los 6.000 millones
de habitantes del planeta consumieran durante un par de meses lo mismo que consumen ellos, el mundo
118
sería un gigantesco basurero lleno de los desperdicios de nuestra gula. No duraría un año. —Cuando Juan
termina de hablar, Mara lo mira agradecida.
—Desde que yo recuerdo, están anunciando el fin del mundo... Y se viene. Esto se va a terminar en
cualquier momento aunque sólo los yanquis consuman así. —A Martín le gustaría recordar fechas y
estudios que anuncien la contaminación final, el Apocalipsis, pero no puede.
—Sí, cuando comprendan que era cierto ya va a ser demasiado tarde. Cínicos y egoístas. —Mara se
regodea en las palabras aunque intenta contenerse y no dejar fluir el enojo que tiene por el canal que acaba
de abrirse y no ofrece resistencia. Que todos estén de acuerdo hace tentadora la saña, el enojo irreflexivo.
—Es una estrategia. Decir que llega el fin antes de que llegue, para evitarlo. Si uno lo anuncia cuando
realmente está por ocurrir, cuando va a quedar demostrado que se tenía razón, es demasiado tarde—
aclara Juan.
—Una estrategia tonta que al final termina favoreciendo a sus enemigos. Ya nadie les cree nada, son
como los santones de Lavalle anunciando el fin del mundo que nunca llega. Gracias a ellos ahora se puede
anunciar cualquier desastre sin que a nadie se le mueva un pelo —. Otto, que parecía distraído, habla por
primera vez en la noche. Cuando termina, su mirada se pierde nuevamente en la ventana.
Mara empieza a juntar los restos de comida de los platos. Su cara está colorada una vez más. Los
demás se miran incómodos como si se hubiera cometido un sacrilegio y ninguno se animara a aceptar que
los sacrilegios le molestan.
Juan
20/03/02
¿De dónde saca estas cosas, estas ambigüedades? ¿Tuvo profesores? ¿De qué? Ya no me animo a
preguntarle qué estudió porque siempre me sale con estupideces que no responden a mis dudas. “Hice
cursos”, “Leí libros”, dice. Libros de autoayuda debe haber leído, nada más. ¿Y qué pasa con Mara, por
119
qué tan colorada cuando le habla?
Igual hay que reconocer que Otto tiene razón en algunas cosas: el otro día todos hablábamos sobre todo
lo que íbamos a hacer para cambiar el barrio y era obvio que lo hacíamos por inercia, sin demasiada
convicción, pero nadie se animaba a decirlo o ni siquiera, por ahí, se daba cuenta. Y él en un momento
interrumpió y dijo “El que habla pero no hace otorga ”. ¿De dónde carajo lo sacó?
—¿Sabés cuándo te das cuenta de que una mujer ya está vieja? Es fácil: ¿Viste que las mujeres se la
pasan mirándose el cuerpo en busca de un grano, una estría, un pelo? —Barreta hace una pausa retórica
con la excusa de sacar un cigarrillo y encenderlo. Otto lo mira aburrido, como si no tuviera mucha opción.
Barreta da una pitada y sigue, imperturbable.
—Cuando son chicas, las mujeres son capaces de hacer contorsiones increíbles, frente al espejo, para
mirarse cualquier rincón del cuerpo: se doblan, giran, como si trabajaran en un circo. ¿Viste cómo se
agachan con una minifalda para que no se les vea nada? —Revuelve su café, deja un silencio y sigue —. ¿Y
viste cómo se retuercen de una manera que parece imposible mantener el equilibrio? Tratá de hacer algo
así un día y te acalambrás todo. —Toma un sorbo —. En cambio, cuando envejecen, ya no quieren
retorcerse tanto, les duelen los huesos y los músculos; son más vagas. Entonces, lo que hacen es estirar el
pedazo de cuerpo que quieren ver: tiran del salvavidas que tienen en la panza para llevarlo dentro de su
campo visual, tiran de la cola, de la carne floja y flexible para que quede frente a ellas, como si estuvieran
hechas de miki moko.
Una mujer que lo viene mirando desde hace unos minutos con cara de molestia se levanta y se acerca a
la mesa:
—Disculpe, ¿podría apagar el cigarrillo? Este es el sector de no fumadores.
—Pero, ¿qué es esto? ¿La Alemania nazi? —Con desagrado da una larga pitada que termina de
consumir el cigarrillo y apaga la colilla.
120
La mujer abre los ojos con furia y vuelve a su mesa. Otto toma el último sorbo de su café.
—¿Faltará mucho para que nos atiendan en la clínica?
—Tranquilo. Quieren esperar a que se vayan todos antes de hacernos pasar. Probá esto.
Le da una pastilla naranja. Otto la mira, se la mete en la boca y toma un trago de agua. Después se
levanta y se dirige al baño.
Mara
21/03/02
El cinismo es el camino más fácil. Cuando sos cínica nada te toca, estás por encima de todo. Es el
camino más fácil: la ironía, el descompromiso. El romanticismo está pasado de moda y nadie se anima a
vivirlo. Pero el cinismo también está desnudo y nadie se anima a señalarlo; y si alguien lo hiciera alcanzaría
con un comentario ácido para quemar el dedo del que lo señaló. Los artículos que hablan sobre la pobreza
tienen que elegir entre ser trillados (¿Cómo diferenciar el dolor personal y concreto que produce presenciar
el hambre? ¿Cómo transmitirlo en medio de un mar de descripciones que cuentan del dolor? ¿Hasta dónde
pueden llegar los adjetivos?) u optar por ser cínicos: exponer la incapacidad de conmover por el asesinato
número tres mil del año o por la quinta violación de la hija de un comerciante del barrio. Tal vez sean los
cínicos los que más sufren; quizás tengan que esconderse allí detrás, refugiarse en esa imperturbabilidad
porque son débiles y no quieren que nadie lo sepa. O tal vez sean los cínicos los verdaderos existencialistas
de este mundo, los que saben que la vida, o mejor dicho, la conciencia de la vida, no tiene sentido y que
todo da lo mismo. A veces me pregunto si los Grosso, los Carlos Saúl o las María Julia no son los
verdaderos existencialistas de nuestro tiempo, los que saben que la moral tendría sentido sólo si la vida lo
tuviera.
Eso sí, a los que nos “duele” vamos a estar siempre allí, en el escenario, listos para recibir las críticas
de los que asisten al espectáculo sin comprometerse jamás. Tal vez estemos equivocados y ese dolor sea
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un pequeño espectáculo privado que no tiene sentido imponer al que no quiere ver. O, tal vez, no sirva
transmitirlo porque quedará empañado por los pequeños espectáculos privados del que nos mira.
Mara sale de su habitación en medio de la noche para ir al baño en el preciso instante en que Otto entra
a la casa. Mara está por saludarlo pero Otto no le da tiempo, la toma de la cintura, le da un beso en la boca
y la arrastra a su habitación. Mara se deja llevar sin participar y sin ofrecer resistencia, como si dudara de si
se trata de un sueño. Otto cierra de un portazo que la hace saltar. Quiere decir algo pero Otto vuelve a
taparle la boca con la suya mientras comienza a desnudarla. Mara se entrega sin oponer más resistencia.
Juan
21/03/02
Es tarde, casi las dos de la mañana, hace calor y me cuesta mucho dormir. Para colmo, Otto recién pegó
un portazo que me despabiló cuando estaba por lograrlo. Ahora hace mucho ruido en su habitación y lo
mejor es que me distraiga y aproveche para escribir un rato sobre algo que estuve pensando todo el día: el
sentido de nuestra lucha. Las cosas están mejor que en la época de la Revolución Francesa y, sin embargo,
estamos convencidos e intentamos convencer al resto de que estamos pasando por el peor momento de la
Humanidad. ¿Peor que en la época feudal? ¿Peor que en la Revolución Industrial, donde niños y mujeres
trabajaban catorce horas diarias? Esas luchas, que se sostuvieron con sangre para lograr un mundo mejor,
consiguieron cambios. No fue un triunfo absoluto, pero si ellos pudieran asistir al mundo moderno sentirían
que triunfaron, que su lucha y su sacrificio valió el esfuerzo, que hay más gente que come; y eso era lo
único que importaba hace cincuenta años: comer. Hoy discutimos la ampliación de derechos, de
posibilidades, si las modelos favorecen la anorexia o si hay que pagar la deuda externa. ¿Por qué nuestra
sensación de derrota? ¿Por qué no advertimos que hoy se puede salir a la calle con el pelo largo cuando
hace veinte años no se podía? ¿Por qué no ver que los que mueren de hambre ya no son el 90% de la
122
población sino el 50? Es que tal vez el dolor y la indignación sean los únicos motores de cambio
suficientemente fuertes como para seguir mejorando esta sociedad; por eso bebemos de las injusticias que
quedan, para seguir luchando, para alimentar nuestra voluntad de mejorar el mundo.
Mara está sentada en la cama con la espalda contra la pared. Se tapa con el cubrecama y empieza a
hablar, un tanto incómoda, para devolverle a la situación un aspecto de normalidad. Otto sigue acostado
boca arriba con los ojos fijos en el techo, como si no viera nada. Mara habla de generalidades y luego le
confiesa que hace mucho que siente que entre ellos hay “onda ” y que se “había sorprendido de que no
hubiera pasado nada antes”. Que la verdad es que “no esperaba que las cosas se dieran de esa manera ”,
pero que, “bueno, es mejor sorprenderse”.
—¿No?
Otto no le responde y Mara se siente más incómoda aún.
—¿En qué pensás?
Otto la mira y se toma su tiempo en responder.
—Me acordé de un conocido que usaba uno de esos bolsos que están de moda y que tienen una sola
tira. Una vez cruzó la calle corriendo porque venía un colectivo y se le bajó el bolso hasta los tobillos,
tropezó, cayó y el colectivo le pasó por encima.
Mara lo mira desconcertada por unos segundos. Luego se viste intentando que Otto no la vea y se va de
la habitación en silencio. Otto sigue tirado en la cama mirando el techo.
Otto
22/03/02
Hacía mucho que los mendigos no me pedían dinero. Ayer después de salir de la clínica con Barreta
había varios y tuve que patearlos. Barreta se reía al verme y me decía “Pará, pará, no hagas quilombo ”.
123
¡Pero si nos iban a dejar en bolas! Este Barreta...
La asamblea cumple su reunión número quince. De los fundadores no queda más que uno. Apenas la
mitad tiene más de cinco reuniones de antigüedad. Como siempre, buena parte de la energía se gasta en el
intento de mantener la asamblea unida, en que los cambios no desborden la esencia de la asamblea,
aunque nadie sepa muy bien cuál es.
La gente parece agradecer las caras que renuevan un poco el paisaje, como si fuera un bar de pueblo
chico. Los recién llegados muestran cierta admiración por los asambleístas veteranos, los escuchan, y
estos los miran con la esperanza de descubrir entre ellos al líder que pueda inspirar más fuerza y
esperanzas (aunque insistan en que no creen en los líderes); mientras tanto, disfrutan de que les presten
atención. Pero saben que lo más probable es que pequeñas diferencias terminen por empañar las
esperanzas. Las alianzas se tejen siempre, aunque se las oculte debajo de la superficie.
—En un barrio ocuparon una clínica y la quieren hacer funcionar con voluntarios —cuenta alguien,
aunque sus palabras no permiten adivinar si siente un orgullo parasitario respecto de la “otra” asamblea o
envidia porque “ellos” hacen y “nosotros” no.
Poco después se empieza a organizar la logística para concurrir a la plaza el 24 de marzo. Las marchas
de los viernes prácticamente han desaparecido y “el 24” parece un excelente momento para demostrar que
las asambleas todavía tienen poder. El gobierno no quiere líos y “Las asambleas ”, dice alguien, “deben
transformarse en los intermediarios entre el gobierno y ese lío. Tenemos que empezar a ser los
interlocutores con el pueblo”. Varios lo miran y asienten con la cabeza.
Termina la asamblea y cuando quedan unos pocos, comentan sobre la persistencia de la lluvia en ese
verano. “A mí se me mete agua por todos lados”, comenta, “No importa cuánta membrana ponga: el agua
es muy hija de puta”.
—Sí. Y somos 70% agua —cierra Otto, como si pensara en otra cosa.
124
Los demás los miran de reojo y se ríen un poco incómodos.
Juan
22/03/02
El otro día, en una de las asambleas estábamos charlando acerca de si existe un mundo real o no. O
sea, lo que se discutía era si sólo existían nuestras percepciones o si hay algo real (como dicen ellos, “real ”
en el “sentido duro”, como si real admitiera muchos sentidos y alguno de ellos pudiera ser “blando ”). Yo
sostenía que si no creíamos que existía un mundo objetivo no tenía sentido intentar cambiarlo como lo
hacíamos desde la asamblea, que mejor nos fuéramos a casa. Si cada uno tiene su mundo, la única
posibilidad de modificarlo es alterar las percepciones individuales. Daniel lo tomó a mal y me trató de
autoritario. Allí empezamos a discutir sobre si la gravedad existe o es algo individual. Empecé a despotricar
contra la izquierda que creía en el new age y planteaba la discusión sobre la libertad en inconducentes
términos posmodernos.
—A ver: probá saltar por la ventana y decí que no te vas a matar —lo apreté.
—Eso es otra cosa. Obvio que me voy a hacer mierda.
—Entonces hay un mundo objetivo.
—Sólo soy yo interactuando con las circunstancias que puedo percibir. No es importante si hay un
mundo objetivo.
—¿No es importante? Si no fuera importante me encantaría sentir que estoy en una playa del Caribe y
rodeado de niños rellenitos que en vez de tratar de venderme cualquier porquería, juegan al fútbol. Pero no:
estoy en Buenos Aires; y acá y en el Caribe hay niñitos pobres. ¿Alguna vez percibiste, por ejemplo, que
una piedra te hablara?
Los demás no intervenían mucho. Me parece que estaban cansados de la discusión.
—No. Y no puedo creer que me estés preguntando eso —contestó Daniel.
125
—¿No será, entonces, que las piedras no emiten sonidos? —Lo miré a Otto, como para dar prueba de
que hasta el más idiota podía entender lo que estaba diciendo y le pregunté:
—¿Las piedras hablan?
—No es que las piedras no hablen. Nos están ignorando.
Eso fue lo que dijo, el muy hijo de puta.
Y todo el mundo se cagó de risa. Y la risa es como el odio: cuando llega, la razón no sirve para nada.
Juan
24/03/02
No puedo creerlo. Este país está así por la gente que tiene. No hubo coordinación con el gobierno para
organizar la marcha. No hizo falta. No hubo represión, tampoco hubo mucha gente. Fuimos casi todos los
de nuestra asamblea, cumplimos con una suerte de ritual que se cierra sobre sí mismo, que no afecta al
mundo “real”. Martín tenía que coordinar nuestra actividad con la organización general. En cuanto llegamos
nos dimos cuenta de que algo andaba mal: en todos los lugares a los que íbamos nos echaban diciendo que
ese lugar estaba reservado para otra asamblea. El tal Luis con el que Martín había articulado, parece no
haber existido nunca. Preguntamos 200 veces por el famoso “Luis, de la Asamblea de Colegiales Sur ”,
hasta que finalmente nos dijeron que se había disuelto. Que se había disuelto la asamblea, supongo. Ahora
que lo pienso, también es probable que Luis se haya disuelto. ¡Plifff, disuelto! ¡Como si nunca hubiera
existido!
Fuimos a parar con nuestra bandera al final de la marcha, después de una “columna ” de veinte
jubilados de Valentín Alsina. La mayoría de ellos, los únicos con los que interactuamos por la furia que
teníamos, ni pudo leer los folletos que les dimos porque no había llevado anteojos.
Los oradores dijeron lo mismo de siempre. Todo sobre el pasado, claro, y algunas ambigüedades sobre
el futuro. Sólo las imprescindibles, pero que sonaron bien combativas. Volvimos a casa separados, cada
126
uno por su cuenta, sin apenas despedirnos. No hizo falta aclararlo, pero fue el final de nuestra asamblea.
Martín
24/03/02
Ahora me encajan el fardo. Pero si lo preparé todo con la holandesa, a ella, claro, no le dicen nada
porque es extranjera son unos xenófobos al vesre ¿qué culpa tengo yo si la asamblea de Colegiales Sur
terminó disolviéndose? ¡Ahora resulta que yo soy un rompe asambleas!
Lo que pasa es que los señoritos no movieron un dedo por la coordinación y nadie les dijo nada. Ellos
empezaron pensando en armar el gran tole-tole para el 24 de marzo y terminaron dibujando unos panfletitos
de mierda donde la gente votaba si quería garpar la deuda externa. A ver: ¿qué les tendríamos que decir a
ellos que buscan expandir los “horizontes de las mentes urbanas ” y terminan con la sanata de siempre? Yo
por lo menos agité un poco salió mal pero moví el orto y si ellos terminaron haciendo una gilada que no
miren para acá porque yo tengo la conciencia bien tranquila.
Me parece que me voy a tomar el palo por un par de días y en la casa no me van a ver el pelo por un
tiempo.
—¿Sabés por qué terminé yo así? ¿Haciendo esta mierda? —Barreta se interrumpe para poner un
Particulares en su boca, encenderlo y dar una pitada. Tiene ojeras profundas y los ojos rojos, como si no
hubiera dormido toda la noche. Mientras despliega el ritual, que parece estudiado de memoria, tiene un aire
extraviado, como si se sintiera por un instante el tipo con facha, auto y rubia de las publicidades. Lo disfruta
unos instantes, pero luego su expresión vuelve a ser la de quien recuerda una derrota.
—Yo me mandé una cagada. Era muy pibe para saberlo, pero fue una cagada grande. La cuestión es
que tenía quince o dieciséis años; estaba con unos amigos en un parque y nos hacen señas para que nos
sumemos a un partido de fútbol. En un equipo faltaba uno y en el otro dos. Mis dos amigos sabían que yo
127
era un perro jugando y se ofrecieron para sumarse juntos. —Barreta hace una pausa y apaga el cigarrillo.
Otto mira su reloj, impaciente—. Me sumo al otro equipo, me muevo un poco y, no sé bien cómo, me
encuentro en el medio de la cancha y los del otro equipo se me vienen encima porque la pelota está por
caer justo donde estoy yo. Un compañero me grita “¡Reventala! ” y yo no dudo un instante. Justo antes de
que uno de ellos me pegue una patada, le doy un zapatazo y me caigo al piso, agarrándome la canilla
izquierda. Cuando vuelvo a mirar están todos gritando “gol ” y ni siquiera putean al que me pegó. Me paro,
me quejo un rato mientras me felicitan, hago como si me costara un poco pisar y sigo jugando.
Barreta levanta la cucharita con la misma mano que sostiene el cigarrillo y la usa como si fuera una
batuta que le ordena el discurso. Otto la sigue un instante con la mirada, mira el reloj y sigue escuchando.
—A los dos minutos, pasa más o menos lo mismo: estoy en un costado de la cancha y la pelota me
viene. Cuando quiero pasársela a un compañero que está medio lejos me resbalo y le pego tan mal que la
pelota agarra un efecto increíble, pasa por sobre la cabeza de dos o tres de ellos y le queda en los pies a
nuestro centrodelantero que gambetea al arquero, hace el gol y empieza a correr mientras me señala con el
dedo. Nos abrazamos. Mis amigos no lo pueden creer. Todos en mi equipo me empiezan a mirar con otros
ojos—. Da otra larga pitada, creando el clima para el remate de la historia. —Los otros sacan, un
compañero recupera la pelota y me da un pase al pie, despacito. Me doy cuenta de que hay expectativa en
los dos equipos. Uno de ellos se me acerca como dudando. ¿Viste cómo te acercás a uno que sabés que
en cualquier momento te pinta la cara?: piernitas cerradas, de lejitos, mirando bien la pelota, como rezando
para que dé el pase... ¿Y yo qué hago? La situación no es complicada para un jugador normal: tengo
espacio para tirar la gambeta larga o dársela a un compañero que está solo atrás mío, a un par de metros.
Pero igual: me doy cuenta de que hay expectativa y de que todos quieren ver otra jugada mágica. “¿Qué
hago? ¿Qué corno hago?” pienso, y veo a mis dos amigos en la tribuna cagándose de risa porque se dan
cuenta de lo que pasa. Entonces me decido: paro apenas la pelota con la derecha, la adelanto unos
centímetros, miro a lo lejos a los delanteros que me miran esperanzados de que ocurra otro milagro y que
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corren al vacío. Es un pase imposible. Y cuando finalmente estoy por patear, el brazo izquierdo estirado, la
pierna derecha tomando envión... me tiro al piso agarrándome la rodilla, mientras grito “¡Nooooo, los
meniscos de nuevo, nooooo!”.
Apaga el cigarrillo. Ya no le queda café, pero trata de recoger con la cucharita el azúcar oscurecido por
el líquido. Cuando ve que no puede, mira a Otto y le dice:
—¿Ves? Ahí la cagué. No erré el zapatazo tan tranquilo y dije: “Sí, soy un perro ¿y qué? ”. Ni tampoco
pensé que por ahí justo le pegaba bien a la bola. No, viejo, me asusté, pensé que había tenido suerte, nada
más. Y esa es una edad muy jodida para arrugar. Quedás marcado. El resto de mi vida me pasó lo mismo:
cuando las cosas me salían bien pensaba que era de orto y me iba antes de que se dieran cuenta de que
yo era una mentira. ¿Mirá si Batistuta se hubiera asustado cuando empezó a embocarla en Boca, después
de que lo echaran de River por perro? ¿Mirá si creía que había sido una racha y decidía retirarse? ¡Por
favor!
—Claro, claro —dice Otto, mira el reloj, luego la clínica de enfrente y nuevamente a Barreta que saca otro
cigarrillo - Che, ¿y cuánto riesgo tiene este asunto?
La pregunta no sonaba preocupada, sino que parecía más bien técnica, como para mensurar correctamente
el riesgo.
- Y, vos viste cómo es esto. A cierta altura del partido la única forma de cogerse una mina nueva sin pagar
es enganchando una separada con hijos.
Juan
25/03/02
Cuando uno mira tiene infinitos puntos de vista posibles. Eso quiere decir que si miro este cuarto durante
infinito tiempo, en algún momento lo tengo que ver como si fuera el Lawn Tennis Club, en otro como si fuera
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Marte y así. ¿No? O sea que si lo miro a Otto durante suficiente tiempo, en algún momento tengo que verlo
como una especie de genio insuperable. ¿Cuántos millones de años me serán necesarios? ¿Por qué Mara
enganchó ese punto de mira desde el primer momento y, desgracia estadística insuperable, sigue viéndolo
desde allí aunque ya sospeche algo?
Todo es cuestión de perspectivas, tan patéticamente cuestión de perspectivas que a veces ni vale la
pena discutir.
Mara
26/03/02
Querido diario:
Me costó volver a escribirte. Es que se terminó la asamblea y creo que se cerró una etapa. Sí, se
cerró una etapa para mí y para todos los de la asamblea. Estábamos estirando una obviedad: no sabíamos
qué hacer, salvo criticar. Cuando encaramos lo que íbamos a preparar para el 24 de marzo, parecía que la
íbamos a transformar en una fecha inolvidable: plantar tomates en Plaza de Mayo, tomar la Bolsa de
Comercio e impedirles robar por un día, disfrazarnos de policías para que la gente no supiera quién era
quién, subvertir el orden... tantas cosas dijimos. Es cierto que al final nos resignamos a menos que a lo
planeado, pero ojalá hubiéramos hecho eso, por lo menos. La marcha fue mala en general. Encima
desapareció un pibe. No era un activista ni nada parecido y dicen que estaba borracho, pero no aparece por
ningún lado. Era uno de los que iban al comedor de San Telmo.
Martín tampoco apareció por casa ni esa noche ni la siguiente, aunque nos dimos cuenta de que pasó a
buscar algunas cosas. Creo que va a costar superarlo, pero es lo mejor que podemos hacer por la
convivencia: aceptar a cada compañero de la casa como es.
Creo que llegó para mí el final de la actividad política. Al menos por un tiempo. Tal vez sea hora de
comenzar con la micropolítica, de esa que tanto hablamos, de cambiar uno y de cambiar la manera de
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relacionarnos con los demás. No lo sé. Por de pronto, el sistema ha sabido cerrar sus filas: los que debían
irse están como si nada hubiera pasado y las noticias hablan de que el país paró de caer, como si fuera un
éxito cuando la verdad es que, simplemente, no quedaban profundidades por explorar. Desde hace una
semana los diarios no hablan más que de un tal Simon ( “Sáimon ”, le dicen), un mafioso al que atraparon y
que, durante los últimos gobiernos, parece haber tenido el tipo de negocios que se les ocurra: tráfico de
armas, de obras de arte, de drogas, etc. Ahora, supuestamente se mató cuando lo seguían los periodistas
para sacarle fotos, pero es todo muy confuso. Nada ha cambiado desde los tiempos de Nerón: es sólo que
el circo se ha perfeccionado un poco y que al pan ahora lo compramos en Uggi's.
Estoy triste.
Otto
27/03/02
La marcha fue un éxito. Todo salió como esperábamos. Había menos gente de la que calculamos, pero
pudimos llevar a cabo el plan. Ahora Barreta me dijo que lo ayude con el tema de la vigilancia un par de días
y después ya vamos a cobrar.
Barreta me dio unas pastillas naranjas, redonditas, para aguantar mejor el operativo.
Barreta y Otto caminan por callejones de tierra mirando hacia las casillas que los rodean, como si
buscaran algo. Parecen desorientados. Finalmente ven, al final, un pedazo de pavimento que brilla,
húmedo, a la luz de un farol. Se dirigen hacia allí sin decir palabra. Cuando finalmente ponen un pie sobre
el asfalto, una voz surge de las sombras.
—¿Tenés un pesito para la birra?
Barreta y Otto se miran un instante.
—Toma pibe. —Barreta saca una mano del bolsillo exhibiendo una moneda; la otra mano descansa en
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el interior del saco.
El chico se acerca mirándolos y extiende la mano.
—¿Diez centavos? ¡La puta que te parió! ¡Pero mirá el reloj que tenés, ratón, y me vas a dar una
moneda de mierda! ¿Sacás un billete o no?
Barreta saca la otra mano y la expone a la luz. El chico se detiene en seco y los mira. Se da vuelta y
empieza a correr, pero no llega a dar más de dos pasos.
Mara
10/04/02
Querido diario:
Hace mucho que no escribo, pero realmente no puedo más. Pasó algo increíble. El otro día estábamos
comiendo con Otto y Juan y nos llamaron de la policía para ver si conocíamos a cierta persona: nos dieron
el nombre de Martín. Estaba en un hospital, acusado de intento de robo; y una anciana había sido detenida
por acuchillarlo.
Salimos corriendo al hospital. Allí lo encontramos con un policía en la puerta. Al parecer, lo detuvieron
hasta que investiguen qué pasó. Por alguna razón, la viejita lo acuchilló en el puente que cruza por encima
de las vías, justo antes de llegar a la estación de tren Colegiales, del Mitre.
Martín estaba mejor, pese a que había perdido mucha sangre. Cuando llegamos recuperó el
conocimiento y nos contó lo que había pasado.
—Bajé del bondi, enfilé para la casa de Afke, pateé un par de cuadras hasta el puente que pasa sobre
las vías, subí y empecé a cruzar. La verdad es que no se veía un corno y me daba un poco de miedo.
Cuando miré para ver si venía alguno de tefren manyé una sombra que me atemorizó un poco. Igual, al
acercarnos me di cuenta de que era una abuela que no mataba una mosca. Yo andaba medio resfriado y
justo uno o dos metros antes de que nos cruzáramos con la viejita me dieron ganas de estornudar. Saqué
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de golpe el pañuelo del bolsillo de la campera y estornudé. La viejita sacó un cuchillo y me lo clavó.
Según las declaraciones de la viejita, Martín había intentado atacarla y había sacado un arma. Por eso lo
acuchilló con el Tramontina que llevaba en la mano por si acaso. Pero cuando lo vio herido se asustó y
llamó a la policía para que lo curaran y lo metieran en la cárcel. Era la primera vez que llevaba un cuchillo
encima, pero como la semana anterior habían asaltado a su sobrina había decidido defenderse. “A mí no
me van a hacer lo que sale siempre en la televisión ” dijo, orgullosa.
No sabíamos qué decirle. Al menos queda el consuelo de que Martín parecía muy contento de que lo
visitara Afke que se sentía un poco responsable y llegó justo antes de que nos fuéramos.
Mara está tirada en el piso de la habitación de Juan, recordando sus tiempos de secundaria, el sadismo
de la adolescencia. Se ríen y Juan se pone serio y empieza a hablar:
—Mi tortura en el secundario empezó cuando me cambié de escuela. Fui a parar con un grupo de
tarados, probablemente tan tarados como yo. En una clase de gimnasia, cuando hacíamos abdominales, el
que me sostenía las piernas de golpe me miró la panza donde se me había levantado la remera y empezó:
“Miren, tiene un pupo pelusero”. Me miré y vi que tenía una pelusa del buzo amarillo que había estado
usando todo el día. Todos se empezaron a reír de mi “pupo pelusero ”. Mi ombligo era profundo y muchas
veces me había sacado pelusas del ombligo. La cuestión es que se hubiera quedado todo ahí si no hubiera
sido por un día que el mismo pibe empezó con que cómo estaba mi pupo pelusero. Entre dos me agarraron
y me levantaron la remera. Tenía pelusas y como si eso lo justificara me cagaron a patadas. De ahí en más
tenía que revisarme el ombligo cada dos minutos para asegurarme que la siguiente vez que me levantaran
la remera no me golpearan. El chiste duró hasta quinto año.
Juan paró un segundo con cara dolida.
—Todavía a veces me encuentro con algún compañero que me mira y me dice “¿Tenés pelusa en el
pupo?”
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Mara lo mira unos segundos y empieza a reírse .
Mara
08/04/02
Querido diario:
Poco está pasando en este mundo mío. Con decirte que lo más excitante ha sido que finalmente me
dejaron un baño para mí. Les pareció justo que si ellos eran mucho más sucios o, como lo dije yo, “manejan
un concepto de higiene distinto del mío”, lo mejor sería, para evitar futuros roces, que yo utilizara
exclusivamente un baño. No tuvieron problema.
Aparte de eso, la nada. Martín salió del hospital pero casi no lo vemos. Se la pasa con su holandesa.
Juan trabaja bastante en la facultad y en una consultora política coordinando un grupo de encuestadores; le
está yendo mejor. Cuando está en casa se encierra a fumar sus porros. Cada tanto lo “visito ” y
escuchamos algo de música, charlamos de cosas intrascendentes o me cuenta alguna de sus historias.
Creo que ninguno de los dos toleraría una charla política o mucho menos existencial de las que teníamos
antes. Lo máximo que nos permitimos decir sobre ese cambio es que “estamos creciendo ”.
Otto... es un enigma. En realidad el enigma es qué clase de enfermo es. Después de lo del otro día
actúa como si nada y yo, claro, tampoco voy a hablar, es obvio que fue sólo un momento. Parece que
consiguió un trabajo nocturno porque lo escuchamos salir por las noches y casi no lo vemos durante el día.
Reconozco que su aire misterioso me sigue resultando atractivo, pero hay algo oscuro en él que cada vez
me gusta menos. En resumen, con el fin de la asamblea todos atravesamos lo mejor que podemos esta
crisis, cada uno con su pequeño trabajo y lo que parece una certidumbre adocenada de que nada va a
cambiar.
Mara
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12/04/04
Querido diario:
Cada tanto Juan me cuenta alguna historia de las que está pensando escribir. La del otro día me gustó
bastante. Me gustó cómo la contaba:
—“Creo que es sobre una tribu de Centroamérica, sé que hay mucha selva en los alrededores. No sé si
los Mayas o los Aztecas o, mejor, unos inventados por mí, muy parecidos. Supongo que es mejor que los
invente para que no haya historiadores que me critiquen porque las plumas no eran así o los trajes en
realidad eran más largos que lo que yo los describo o alguna cosas por el estilo.
La cuestión es que la comunidad tiene una pirámide altísima, de esas que son toda escalera. Y los indios
saben de una costumbre muy vieja para demostrar la hombría, tan vieja que hace años que no se utiliza. En
general, la prueba la ordenaba el jefe a los que querían disputarle el trono. Consiste en intimar al enemigo a
subir la pirámide sin tropezarse, sin dudar. En la punta de la pirámide están los esclavos más perversos que
hay en el pueblo, también leprosos, deformes, etc. Desde ahí le gritan, lo amenazan, lo insultan, le dicen
qué le va a pasar si sigue subiendo. Pero no lo pueden tocar, no le pueden pegar, ni siquiera lo pueden
escupir; y esto se respeta. El jefe sabe que si el elegido completa la prueba se trata de un hombre que tiene
autocontrol y lo acepta como consejero o sucesor.
A pesar de que parece una pavada, la prueba es muy difícil. Se recuerdan pocos que la hayan superado
y algunos aseguran que ninguno lo hizo. Saben que con sólo subir quinientos escalones, sin tropezar, tienen
asegurado un puesto que les brindará gloria, a ellos y a su familia, y que de allí en más no tendrán motivos
de preocupación. Pero saben que no pueden equivocarse, que no pueden dudar. Casi no importa que los
esclavos los insulten o los amenacen desde arriba. La verdadera dificultad radica en que cada hombre se
enfrenta consigo mismo, tiene que hacer la cosa más simple sabiendo que en ello le va la vida, porque si no
triunfa será tirado a los perros. Una prueba tan sencilla, que ofrece la gloria al triunfador, si no es superada
no puede merecer un castigo menor.
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La prueba se anunciaba con meses de anticipación y les estaba prohibido trabajar durante los dos
últimos meses, por lo que muchos candidatos terminaban desertando, desbordados por la ansiedad. Tenían
que permanecer en la plaza central, frente a la pirámide, y debían comer, dormir, estar allí; y no les estaba
permitida ninguna distracción.
Cierto día, el jefe decide que ya está viejo y que tiene que proponer un sucesor. Quiere elegir a su hijo, a
quien ama profundamente. Decide restablecer la prueba, después de décadas, porque su primogénito es
resistido por los consejeros y sólo si supera la prueba será aceptado.
Finalmente amanece, seis meses después de la fecha del anuncio. Los esclavos están arriba de la
pirámide. Todavía falta para que empiece la ceremonia, pero ya algunos leprosos se cortan los dedos y los
lanzan por la escalera para que el hijo del jefe los vea al subir, se asuste... y caiga. El hijo del jefe está en la
base. Le están poniendo sus mejores ropas para la prueba. Los que están arriba saben que recibirán
grandes privilegios si logran que el príncipe tropiece. Además de su libertad, obtendrán doncellas, animales,
tierras, alhajas... Pero eso ya poco importa, se entregan al desenfreno sin recordar razones, contagiados
por el horror que ven a su alrededor, compitiendo por ser aún peores que aquello que los asquea. Saben
que fueron elegidos para eso y deben hacer honor a la confianza.
Todos están reunidos. El jefe sobre su trono, rodeado de los consejeros que miran enojados, los
sacerdotes y, más allá, el pueblo. Finalmente, el hijo del jefe se acerca a su padre con un trote corto. Lo
saluda como lo hubiera hecho un niño. El padre le responde, emocionado. Mira cómo las costillas estiran la
piel a causa de los meses que estuvo esperando frente a la pirámide. Miran al príncipe acercarse a la base
de la escalera, detenerse y volver a mirar pidiendo la autorización del padre para subir. El rey hace un gesto
casi imperceptible. El hijo acepta, devoto, el gesto de su padre y da el primer paso. Tanto el pueblo como
los consejeros, los sacerdotes y el jefe, no dudan que el príncipe llegará hasta arriba. Todos saben que no
trastabillará ni una vez, que subirá sin dudar, que llegará sin problemas. Y lo saben por una sencilla razón:
el hijo del jefe es tonto, tan tonto que jamás se dará cuenta de lo que está haciendo en ese momento.”
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—¿No sabés que las moralejas pasaron de moda? —le pregunté.
—Sí, pero son una tentación insuperable para mí —me contestó Juan.
Otto espera en una parada de colectivos envuelta en sombras. Lleva cerca de diez minutos esperando
inútilmente. Mira inquieto a su alrededor. Su bolso descansa al lado del árbol que tiene clavado el cartelito
con el número del colectivo. Está solo y da vueltas en torno al árbol; de vez en cuando, levanta la cabeza
para ver si por la calle se aproxima alguna luz.
De repente, oye un ruido que se acerca y se ilusiona, pero al afinar la mirada divisa al camión recolector
de basura. Otto retrocede hacia la pared, y se apoya en ella. El camión se detiene a unos metros de
distancia y los muchachos levantan las bolsas de basura a la carrera. Otto vuelve a mirar al final de la calle
en busca de una luz que se acerque. El camión avanza lentamente y los muchachos, al trote corto, se le
acercan y siguen tirando las bolsas al interior de la compactadora. El chofer enciende el compresor sin
alterar la marcha. Otto los mira justo en el momento en que su bolso vuela junto a las bolsas de basura
hasta quedar atrapado en una pala que lo traga lentamente. Lanza un grito repentino, pero enseguida se da
cuenta de que es demasiado tarde. Los recolectores lo miran y Otto se calla de repente, les sonríe y mira
hacia otro lado. Se pone a cantar una canción de los Guns and Roses, imitando el falsete sostenido de Axel
Rose. Los basureros se miran y siguen su trabajo, acostumbrados como están a ese tipo de cosas.
Juan
12/06/02
El otro día tenía que ir al baño con urgencia pero Martín se estaba bañando. Entré por primera vez,
después de un par de meses, al baño de Mara. Era un asco. Lleno de bombachas colgadas por todos lados,
un tacho de basura que rebalsaba. Parecía el subconsciente de una niña prolija y reprimida. Menos mal que
no lo comparto con ella. ¿Meses sin escribir y esto es lo único que tengo para contar?
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Martín los reúne a todos. Se lo ve mejor que nunca. Otto está en su mundo y mira por la ventana. Mara
siente curiosidad pero lo disimula. Cada tanto observa el desinterés de Otto e intenta imitarlo para no
parecer chismosa. Juan llega y se sienta, buscando una posición equilibrada entre la curiosidad por lo que
les puede decir Martín y la ambigua certeza de que nada va a pasar en este mundo, aunque desea
fervientemente estar equivocado.
Martín compró unas cervezas. Juan percibe lo inusual del gesto; suele hacer chistes con Mara diciendo
que Martín sufre el “síndrome de la crisis”: aquellos que lo pasaron mal, no van a estar tranquilos nunca
más. “Es algo que también les ocurre a los que sobrevivieron una guerra, sólo que más suave ”, le explicó
alguna vez. Durante esas charlas con Mara, Juan acepta que él también sufre del síndrome pero que no se
le nota porque no tiene un peso de más que permita comprobar hasta dónde llega su avaricia. En cambio,
Martín gana cada vez más dinero como abogado. Ya no vende recursos de amparo, ahora está de
secretario de un juez.
Martín destapa una de las cervezas y sirve en los vasos. Hasta Otto parece haber percibido el detalle de
las bebidas y muestra algo de curiosidad. Todos levantan las manos en gesto de brindis y, antes de chocar
los vasos, Martín anuncia:
—Por mi casamiento.
El efecto logrado es perfecto. Se quedan mirándolo y, poco a poco, van sonriendo y felicitándolo. Él
prosigue:
—Y me voy a vivir a Holanda.
Apenas pasado el asombro, los buenos deseos se multiplican. De repente, a pesar del ruido de brindis y
gritos, se oye el fuerte golpe de una puerta que es tirada abajo. Seis policías armados, con chalecos
antibala y trajes camuflados, los rodean y los obligan a tirarse al piso. Les dicen que quedan detenidos por
asesinato y tráfico de órganos. Que los han delatado en la clínica donde se hacían los transplantes
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clandestinos.
Mara
19/08/02
¿Cuánto hace que no escribo acá? No sé si seguiré haciéndolo, “querido diario ”, pero no podía dejar de
contarte que terminó la historia penal: fuimos sobreseídos. De lo que no estamos sobreseídos es del horror
que tuvimos que vivir, acusados de secuestro, asesinato, tráfico de órganos y demás. Otto resultó ser una
larva de lo peor, un tipo con el cerebro quemado por las drogas y el capitalismo. Un cerdo sin moral... ni
religiosa, ni atea. Cuando pienso... brrr. Estuvieron a punto de mandarlo al loquero, pero finalmente
decidieron que el tipo argumentaba demasiado bien. En el juicio declaró que él no había hecho nada malo,
que solamente había aprovechado algo que no era utilizado, como los estómagos de la gente pobre,
órganos que a la larga iban a terminar muriendo de un balazo después de un asalto y entonces, “¿qué
sentido tenía semejante desperdicio de vida?”. Gracias a él había gente que llegaría a la vejez. Y lo único
que cobraba a cambio eran unos papelitos de colores que no daban la vida. Elegían bien a quiénes sacarles
los órganos; eran personas a las que les quedaban, a lo sumo, un par de años antes de que los matara la
policía u otro ladrón y, para colmo, esos años de vida los hubieran dedicado al robo. Él lo sabía bien porque
antes de “sacarles nada” los seguían con el socio para comprobar que no se los iba a extrañar demasiado.
Gracias a él, pibes definitivamente inservibles habían salvado vidas, algo que, con seguridad, jamás
hubieran hecho en caso de seguir vivos, “¿O es que su señoría cree, acaso, que iban a terminar
recibiéndose de médicos?”.
Cuando terminó de hablar, tenía la mirada extraviada. El abogado intentó, en un principio, hacerlo callar;
después, de declararlo insano. Contó que Otto, siendo niño, había heredado una fortuna que le permitió
financiarse los estudios en colegios caros; pero que nunca había tenido una familia que se hiciera cargo de
él. Había sido criado enteramente por el sistema: abogados, jueces, escuelas bilingües, televisión,
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psicopedagogos, publicidad y libros de autoayuda. El Juez le preguntó “¿Usted cree que es culpa de los
abogados que lo criaron que este hombre haya terminado haciendo lo que hizo? ”. El abogado no supo qué
contestar.
Cuando pienso que llevó a la casa, más de una vez, los restos de los que se tenía que deshacer...
Lo bueno es que, con esfuerzo, logramos dejar todo esto en el pasado. Y que empieza una nueva
historia: Juan me propuso casamiento cuando salimos de los Tribunales por última vez y le dije que sí y nos
dimos un beso interminable. Después del casamiento nos iremos de viaje a ver qué nos depara la ruta
latinoamericana. Nos dimos cuenta de lo poco que valen nuestras vidas, de que lo mejor será vivirlas
intensamente, sin mirarnos tanto el ombligo. Seguramente, en la ruta aprenderemos cosas que nos servirán
cuando nos decidamos por un nuevo intento de cambiar el mundo. Sí, suena demasiado espectacular,
impresionante, lo de cambiar el mundo, pero es un problema semántico. Cuando uno se cambia a sí mismo,
algo en el mundo cambia también. No es imprescindible el gran plan, el que orquesta todo. Ese plan, lo
único que nos puede ofrecer es frustración. Estoy contenta.
Chau, querido diario.
Juan
30/09/02
Mañana nos subiremos al micro que nos llevará al norte, después del casamiento. Mara me regaló el
cuento que le relaté hace un tiempo. Debe ser una de mis pocas narraciones que llegaron al papel. Se lo
agradecí y decidí que voy a empezar a escribir sin más esperas.
Además, creo que este viaje nos va a permitir pensar mucho, tener las cosas más claras, hablar con otra
gente. Siento que vamos hacia la gran unión latinoamericana, hay señales en Venezuela, en Brasil, en
Argentina. Tal vez avanzamos hacia la toma de conciencia final, esa que cambiará todo. Porque si no lo
cambiamos nosotros, juntos, está claro que no lo cambiará nadie.
140
Otto
16/10/02
Hoy uno de los socios me pasó unas pastillitas azules entre los barrotes. Me ayudaron bastante, porque
ayer los enanos se rebelaron y mi habitación quedó saqueada. Ni un cuadro me dejaron. Las pastillas tienen
forma de rombo. Las tomé mientras miraba hacia el parque. Allí pasea mucha gente en carritos de golf y
llevan los palos al hombro, como si fueran fusiles. Están vestidos de gris; el blanco ya no se usa más,
parece, en los campos de golf. Tendrían que estar de blanco. Recuerdo cuando trabajaba en uno. En un
campo de golf. Tenía que vestirme de blanco. Era muy difícil evitar que los mendigos me lo ensuciaran al
pedirme dinero. Tenía que salir pegándoles con el palo y aún así terminaba lleno de alfajorcitos de maicena
pegoteados en la ropa. Eran los buenos viejos tiempos, donde uno sabía qué hacer para triunfar, donde
cada hombre sabía exactamente lo que valía con sólo mirar su cuenta bancaria y nadie le recriminaba nada.
Tiempos que ya no existen. Hoy en día, los jugadores de golf se pasean en trajes grises y sólo tienen un par
de enanos para que los ayuden. Y acá sólo dan alfajorcitos de maicena como comida.
Martín
17/10/02
Esta ciudad es un relojito. Todo prolijito, previsible. Ayer invitamos a varios amigos a morfar. Yo sabía
que los argentinos iban a quedarse después del postre y la pareja de gringos se iba a ir apenas apoyaran la
cucharita por última vez. Y tal cual. Se lastraron todo eso sí hasta que probaron el dulce de batata con cara
de “aquí no ha pasado nada” pero de cajón que lo escupieron en el baño. Son medio giles estos tipos ¿Por
qué no dicen que es un asco para ellos y listo? Igual, la verdad que si dicen que el dulce de batata no les
gusta les lleno la cara de dedos: con lo que tuve que yugar para conseguirlo.
Eso sí: hay que aceptarlo, me gusta la ciudad. Está bueno que se pueda ir a todos lados en bicicleta.
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Siempre que no llueva, claro, lo que pasa cada muerte de obispo: ¡si yo vivo cantando “Garúa ”! Hasta que
Afke me pide que por favor me calle y yo con tal de que no engrane la gringa me callo. Pero la verdad
verdadera es que acá llueve aunque sea una vez a lo largo del día. Si a la matina llueve no salís con la bici,
si está nublado pensás después va a llover y cómo nunca sale el sol en realidad nunca salís con la bici a
menos que vayas a cinco cuadras de distancia y por cinco cuadras locas quién se va a poner a inflar las
gomas que se quedaron sin aire porque no se usa la bici. Pero eso no quiere decir que todas sean malas en
Amsterdam si ayer conseguí yerba.
Esteban Magnani, Almagro
Febrero de 2005
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