Entrevistas inolvidables: JIM HINES
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Entrevistas inolvidables: JIM HINES
_________Entrevistas inolvidables Esta foto se hizo con el disparador automático, ya que Jim Hines y yo estábamos solos en su modesta vivienda en las afueras de la localidad de Giddings (Texas, Estados Unidos). JIM HINES, ENTRE LA MISERIA Y LA SOLEDAD *"Yo siempre seré para los negros de todo el mundo un gran campeón". *"Pero en Estados Unidos los campeones se devoran como si fueran hamburguesas". "Aquí Radio Cañón, de El Paso. Seguidamente, una canción de Rocío Jurado..." Llevaba la radio del Mustang Birdfire (Pájaro de Fuego) a todo volumen y posiblemente la sorpresa hizo que pisara el acelerador más allá de las cincuenta y cinco millas (90 kilómetros a la hora) permitidas en autopista. El caso es que los coches de alquiler no llevan detector de radar policial y cuando quise darme cuenta los destellos azulados del coche del sheriff se reflejaban en el retrovisor. Tras adelantarme, me obligó a parar. Estando en Texas uno no puede imaginar a otro sheriff que al que descendió del coche: traje negro, sombrero ladeado, colt al cinto y andar cadencioso. Para mí era como extraído de un "western". Cuento esto porque a partir de una anécdota trivial se pueden sacar sabrosas consecuencias. Tras pedir disculpas por haberme saltado la norma de velocidad, y contarle que acababa de llegar en avión a Austin y que me dirigía, en coche alquilado en el mismo aeropuerto, a Giddings para entrevistar al gran campeón olímpico Jim Hines, compuso un gesto de asombro: --Yo soy el sheriff de Giddings y no conozco al señor Jim Hines. --¿Cuántos habitantes tiene Giddings, sheriff?. --No llega a tres mil. --¿Y no conoce a Hines, el hombre más rápido de la historia?. --No, no sé quién es... Sígame. No podía creérmelo. Pero así es América. Mientras seguía al coche del sheriff y recorríamos las pocas millas que faltaban para llegar a Giddings, iba pensando en las cotas de despersonalización, absolutamente demenciales, del país más rico de la tierra. Pero cuando nos paramos en una gasolinera, en pleno centro urbano, y los tres mozos de la misma afirmaron desconocer quién era Hines, me tiraba de los pelos. Creía vivir una pesadilla. Por eso, cuando, tras no pocas gestiones por teléfono, el sheriff me llevó por un camino sin asfaltar hasta una destartalada casa de las afueras, comprendí muchas cosas. --¿Es usted Jim Hines?. --Sí. --Aquí hay un periodista español que le busca... Era de noche. Un hombre y dos niños huyeron de estampida al ver llegar dos coches, entre ellos el del sheriff. Jim Hines se quedó sólo. Me hizo entrar, tras disculparse timidamente porque la puerta chirriaba. Ya está: tenía enfrente, en camiseta, descalzo, sin afeitar, al sprinter del siglo, al fabuloso atleta que logró en México la proeza de bajar los cien metros de los diez segundos. Han pasado doce años de la gesta. Para Jim Hines, ahora con grueso bigote, la vida ha dado un vuelco. O muchos vuelcos a la vez. Ahora es un campeón que vive en una destartalada casa de madera y que tuvo que vender las medallas de oro para poder comer. De México le queda un póster colgado de un rudimentario marco en la pared. ¿Será posible?. En América todo es posible. Será casualidad o no, pero es cierto que un pesado manto de silencio se cierne sobre ciertos protagonistas del Black Power o Poder Negro, un eslogan que se convirtió por primera vez en argumento de discusión política en Estados Unidos en el verano de 1966, cuando James Meredith, uno de sus promotores, fue víctima de una emboscada a lo largo de una autopista de Missisipi. El Black Power nació así como un grito de dolor y de protesta, del fracaso de la política integracionista, de la fatal desilusión causada por el movimiento en pro de los derechos civiles de los negros. Primero hablaron los políticos para concienciar a la gente. Stokely Carmichael o Martin Lutero King lo hicieron desde postulados pacíficos, Malcom X apelando a la violencia. Luego, fue el turno de los grandes deportistas y el primer aldabonazo lo dio Cassius Clay al hacerse de los Black Muslims o Musulmanes Negros. Y en México, aprovechando la audiencia de la Olimpiada, el Black Power tuvo su puesta de largo ante el mundo. Tommy Smith, el "monstruo" que bajó en los doscientos metros de los veinte segundos y su compañero John Carlos subieron al podio con guante negro y puño cerrado. Otro negro, George Foreman, medalla de oro en boxeo, categoría de los pesados, subía al ring enarbolando una bandera americana. Faltaban aún más reacciones y la de Jim Hines, que pulverizaba el récord de los cien metros, en una histórica carrera, no se haría esperar. No levantó el puño ni se calzó el guante negro. La suya fue una protesta más sutil y, si se quiere, más embarazosa, porque cuando el que era presidente del Comité Olímpico Internacional, Avery Brundage, se acercó para imponerle la medalla en el podio, Hines rehusó, acusándole de defensor del racismo. Después de los primeros momentos de estupor, Lord Burghley, también miembro del COI, y medalla de oro en Amsterdam en 400 metros vallas, sería el encargado de culminar la ceremonia, sin problemas. Jum Hines había ganado el oro de la gloria olímpica, pero, sin quizá saberlo, se había ganado también el carbón del desprecio. Se había autocondecorado con el silencio. Porque otro defecto de América es que no perdona. Han pasado doce años. Jim Hines tiene la imagen de un derrotado. Su vivienda, pequeña y descuidada, apenas sin muebles, no es el mejor reflejo de la situación. El reflejo más exacto está en sus ojos, en la mirada entre cansada y asustada de tanto escudriñar el futuro sin encontrar más respuesta que la dura realidad. Giddings, un pequeño pueblo en la carretera de Austin a San Antonio, parece ser su último refugio. De ahí es su mujer, a la que, por cierto, yo no vi, porque me dijo que estaba trabajando, y hay que creerle, aunque no me imagino en qué y a aquellas horas, a no ser que fuera enfermera. Sus dos hijos, ahora me doy cuenta, debían ser los que salieron de estampida al ver el coche del sheriff. Jim Hines no es nada explícito. Cuesta sacarle las palabras. Le pido que me cuente un poco su vida y hace un gesto con la mano, como de querer abarcar el entorno, que quiere decir muchas cosas: --Nací en Dumas, un pueblo de Arkansas. En 1946, septiembre. Cuando tenía diez años, comencé a correr, y en 1966, dos años antes de la Olimpiada, hacia los 100 metros en 10'3. Una vez en México, ya corrí las pruebas preliminares en diez segundos, junto con otros corredores que hicieron esa marca: mi amigo Charlie Greene y el cubano Hermes Ramírez. Luego, en la final, ya lo sabe: corrí con 9'9. --Algo insólito. ¿Le ayudó la altitud de la capital mexicana?. --Me ayudó. Pero a todos, no sólo a mí. La altitud era para todos. --Usted puso la cota difícil. ¿Cuándo se batirá su récord?. --No se batirá en Moscú. Pasarán otros cuatro años para que los corredores aprendan mi técnica. --¿Que consiste en...?. --Buena salida, aceleración a los dieciséis metros y aceleración de nuevo al final, en vez de tirarse sobre el hilo de llegada. Si usted observa la fotografía de la llegada, verá que los otros se tiran y yo estoy aún en plena carrera. La fotografía en cuestión es el póster de una revista, que cabalga en las desnudas paredes de la pequeña salita en que estamos. Un sofá achacoso, un butacón y un tocadiscos que sirve a la vez de mesilla, componen el resto del decorado. --¿Problemas después de la Olimpiada, Jim?. --Después de México, dejé de correr. Me hice profesional del fútbol americano. Fiché por el Miami Delphins. --Setenta y cinco mil dólares de contrato por los tres años, ¿no?. --Sí. --¿Ganó dinero como atleta?. --Oficialmente, no. Hoy se paga por todo. --¿Qué hizo de las medallas?. --Las vendí a un banco. --¿Tan mal van las cosas?. Nuevo gesto con la mano y una respuesta que no admite dudas: --En Estados Unidos hay tantos que los campeones se devoran como si fueran una hamburguesa. Es una tragedia. --¿Se arrepiente de haberse significado como simpatizante del Black Power?. --No; eso no. Yo siempre seré para los negros de todo el mundo un gran campeón. Nunca he salido de mi entorno; no conozco más que parte de mi país y México, pero imagino que gozaré de simpatia por ahí. Jim Hines está inquieto y yo lo noto. Quizá sus hijos esperan, detrás de cualquier árbol, que yo me vaya para regresar a casa. Quizá estén con unos vecinos. Lo cierto es que Hines, sin atreverse a decírmelo, está deseando que me vaya. Es lo que hago, no sin antes apurar unas cuantas fotografías más, entre ellas una con el disparador automático, en la que nos encuadramos los dos. Le digo que ha sido y es uno de mis ídolos, y sonríe por primera vez: --Imagino que tengo muchos admiradores por el mundo. También en Estados Unidos, no crea... See you later, now... --Hasta la vista. Jim Hines, empleado en una casa de Austin como vendedor de bombillas y lámparas, quedó en la puerta, de pie, descalzo y con la mano levantada en señal de adiós. Cuando los faros del Birdfire iluminaron la casa, no podía creerme que allí viviera el hombre en aquellos momentos oficialmente más rápido de la historia. Pero así es. Vive allí, a la espalda de un pueblo de nada perdido en la inmensidad de Texas, y sin que el propio sheriff, posiblemente porque a Jim no le sobren los dólares para frecuentar el "saloon", le conociera. Tuve que ir yo para presentarles.