Leer Cuento

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UN HOMBRE, UNA MUJER, DOS IMPERMEABLES
Por Fernando
Cinco horas estuve sentado ante el computador. Comprobé que al menos
algunas páginas eran rescatables y los personajes resultaban seres vivos.
Manolo era decididamente un hombre de carne y hueso a quien podría
ofrecerle un café en el living de mi casa.
Ella, Agustina, se perfilaba con
lentitud, ganando sus espacios.
Me estiré haciendo crujir las articulaciones, luego fui hacia la ventana. Ya era
de noche, los vidrios estaban empañados. Afuera llovía.
Los vi bajo el farol, ambos con impermeables: el de ella blanco, el de él, gris
oscuro. Protegían con sus sombreros la lumbre de los cigarrillos.
Encontré extraño que se mantuvieran inmóviles en esta calle solitaria, en un
ambiente poco confortable. Además era evidente que entre ellos no existía el
amor.
Sólo conversaban, levantando la cabeza para mirarse como si no
esperaran ninguna sorpresa el uno del otro.
Pensé que pudieran ser
hermanos.
Poniéndome los anteojos los observé con mayor detención: él era rubio, ella
morena.
Me resultó inesperado que sus rostros me fueran familiares y, sobre todo,
poder notarlo a esa distancia.
De pronto aplastaron con el pie las colillas sobre el cemento húmedo y se
dirigieron hacia la avenida principal.
Los seguí con la mirada hasta que desaparecieron.
Cerré las cortinas, miré el reloj, me dije: “Es tarde, mañana debo trabajar…”.
Tuve sueños confusos: aparecía mi madre, el perro Tarzán de mi infancia
ladrando y moviendo su cola dura, el hombre y la mujer de los impermeables
huían perseguidos por una multitud armada de garrotes, a él, en la carrera se le
voló el sombrero, con urgencia buscaba la mano de ella para ayudarla en esa
fuga desesperada.
Desperté al escuchar unos fuertes golpes.
Supuse que era parte de la
pesadilla. Pero no, eran reales, insistentes. Me enderecé bruscamente en la
cama.
Con rabia avancé hacia la puerta.
-
Sí, ¿quién es?
-
Usted no me conoce – respondió una voz de hombre. No tuve dudas de
que era español por el siseo.
-
Por favor, ábranos que nos persiguen.
Dudé. La voz insistió.
-
Si usted no nos ayuda… Su ventana es la única iluminada en toda la
cuadra.
Pensé: “esto me pasa por huevón, por tener luces encendidas hasta…”
Después contesté:
-
¡Qué tengo yo que ver con sus problemas!
-
Por favor, se lo ruego – suplicó esta vez la voz de una mujer.
No sé qué me impulsó a abrir, quizás si el tono acezante y angustiado de ella
pero siempre estuve consciente del riesgo que corría.
La llave giró con dificultad y sentí la impaciencia detrás de la puerta. Entraron.
Los observé con desconfianza: ella morena, de pelo oscuro y frondoso y con
un impermeable blanco; él, rubio, sin sombrero y de impermeable gris.
Encendí la estufa porque sus ropas estilaban. Avanzaron hacia el calor.
Los observé con atención; una vez más tuve la sensación de que no me eran
desconocidos.
Los interrogué con los ojos.
Me devolvieron la mirada con una expresión
inocente, como si fuera natural irrumpir después de media noche en una casa
ajena.
El me extendió su mando diciendo:
-
Manolo Ganzaraín
Ella imitó el gesto y me pasó la suya, pequeña y fría:
-
Agustina Martínez.
Ambos nombres me resultaban familiares, pero a esta hora, metido en una
situación tan extraña, no atiné a asociarlos con nada relacionado a mi vida.
Respondí:
-
Fernando
Se hizo un silencio grueso. Para romperlo, me apresuré a decirles:
-
Si quieren sacarse los impermeables… - e hice un gesto vago.
Dirigieron sus pasos al perchero cerca de la puerta como si conocieran su
ubicación.
Les ofrecí un café cuando estuvimos otra vez reunidos en la sala.
Asintieron con la cabeza.
Me dirigí a la cocina, encendí un cigarrillo, aspiré hondo la primera
bocanada. Necesitaba pensar esperando que el agua hirviera. Me dije:
“Fernando, Fernando, eres un idiota, carajo. ¿Cómo se te ocurre dejarlos
solos? ¿Y si están armados y te amenazan?”
Sobreponiéndome, tomé la bandeja y avancé con decisión. No sé si fue la
curiosidad o el orgullo de vencer el miedo lo que me impulsó.
Estaban quietos ante la estufa. Cada uno tomó una taza.
-
¿Azúcar?
-
No gracias, contestaron a coro.
-
Por favor, siéntense; es incómodo equilibrar una taza cuando se está de
pie…
Avanzaron como autómatas. Cada uno ocupó un sillón. Los observé desde
el sofá, revolviendo con rabia el azúcar de mi café.
-
¿Hace frío afuera? – pregunté
-
Algo. Usted sabe, siempre es así después de la lluvia – contestó él.
Me dije:
“eres muy huevón, no te atreves a enfrentarlos; están en la
madrugada sentados en tu casa y les preguntas por el tiempo…”
No me sorprendió comprobar que ella era atractiva, delgada, vestida con
pantalones negros.
Tampoco que él llevara unos pantalones de color
indefinido y un sweater gris claro.
La situación era cada vez más tensa, más incómoda.
-
Y bien, ¿quiénes son ustedes y por qué me han pedido ayuda?, dije
alterado.
La mujer contestó:
-
Porque esta ventana iluminada era una señal…
-
¿Una señal de qué?
-
Resulta difícil de explicar – continuó. – Algo nos decía que usted era
capaz de comprender…
Recordé la turba con palos que los perseguía en mi pesadilla.
-
Pero ¿quiénes son ustedes? – insistí.
Intercambiaron miradas.
Ella por fin habló en tono cansado, casi en un murmullo: “usted debería
saber…”. Luego continuó:
-
El es español y yo chilena.
Está casado con una gran amiga mía.
Nuestra relación es sólo de negocios. ¿Algo más? – agregó en tono
desafiante.
-
¡Cómo que algo más! Lo que me cuenta no aclara nada…
El interrumpió con una entonación muy española:
-
Pues, aquí estamos abrigados y bebiendo una taza de café.
La ira me recorrió como plomo hirviente:
-
No es hora de bromas ni ironías.
Recalcando mis palabras los desafié:
-
¡Quiero saber qué hacen en mi casa a las… - miré el reloj – a las dos de
la madrugada!. Esa es la única respuesta que exijo.
-
Vamos pues, hombre, a usted le corresponde decirnos…
El se quedó en espera de una respuesta.
Como vi que no tenían intención de irse, pensé en llamar al conserje o
avisar a la policía.
Sin embargo, cualquier movimiento mío era vigilado por ellos, obligándome
al mayor disimulo. El teléfono estaba en mi dormitorio, busqué una disculpa
para abandonar el living:
- Voy al baño…
El hombre hizo un gesto que pareció apuntar a que yo estaba en mi casa.
Tenía la firme intención de buscar apoyo pero me sentí traicionándolos.
Para tranquilizar mi conciencia me dije que tal vez, la turba con garrotes que
los amenazara en mi pesadilla ya habría desaparecido, pudiendo ambos
volver a la calle sin correr peligro.
Antes de dirigirme al teléfono fui a la cocina a preparar otra taza de café.
De reojo vi como ellos, en silencio, seguían vigilantes cada uno de mis
movimientos.
***
Encendí un cigarrillo. Observé cómo el humo se disolvía en el aire. Aún
faltaban varias horas para el amanecer.
Algo incomprensible me empujó
con fuerzas hacia el computador. Leí las últimas frases escritas esa tarde:
“Allí estaban, casi inmóviles bajo el farol, ambos con impermeables: uno
blanco, el otro gris oscuro: eran Manolo Ganzaraín y Agustina Martínez”.
Regresé a la sala, estaba vacía.

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