La rebelión de los ingenieros

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La rebelión de los ingenieros
La rebelión de los ingenieros
POR VIRGINIA RÓDENAS
Rápido, diga el nombre de un arquitecto. (Ya se le habrán ocurrido por lo menos dos). Y ahora, el de un
ingeniero. (?) Y es que basta un test de andar por casa para demostrar cómo la cultura de la imagen, de
la que tan bien se alimenta la estrella de la arquitectura, ha eclipsado la fabulosa obra de los creadores de
estructuras, esqueletos de los sueños, en un polémico -e incluso falso- pulso entre arte y técnica.
Hugo Corres despacha el despropósito con una anécdota: «Cuando los ingenieros que hacemos
puentes vamos a la inauguración de una de nuestras obras, y especialmente si ésta tiene unas
características singulares y un impacto formal muy importante, el representante de la
Administración, que suele ser un político, nos presenta ante la concurrencia como «el arquitecto».
Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial, es el autor de una ingente obra pública, con puentes muy
importantes en Madrid e infraestructuras como las de abastecimiento de agua, y, sin embargo, nadie dice
«el ingeniero Juan de Herrera», que hasta la fundación que tiene la Escuela de Arquitectura de Madrid se
llama con su nombre. Es más, toda la fabulosa cantidad de infraestructura que se ha hecho en los
últimos 20 años en España es obra fundamentalmente de ingenieros y, curiosamente, pasa desapercibida
para la gente que la utiliza. Y mientras que la creatividad y el extraordinario aprovechamiento tecnológico
en la construcción de puentes han hecho de la ingeniería española un modelo para Europa, en nuestra
propia tierra, si un ingeniero tiene creatividad, se convierte «socialmente» y de forma automática en un
arquitecto». Lo que no deja de tener su miga.
Por cierto, Hugo Corres y su equipo son los artífices, entre otras muchísimas cosas, del nuevo
aeropuerto de Madrid, quizá la mayor obra de edificación europea del último periodo, formada por dos
edificios con 85 kilómetros de vigas postensadas para más de un millón de metros cuadrados de
estructura construida en el tiempo récord de dos años y medio. Todo un prodigio. «Pero nadie habla de
nosotros -dice con la fuerza de la costumbre el presidente de Ache (Asociación Científico-Técnica del
Hormigón Estructural), que aglutina a la crema y nata de la ingeniería española- sino de Lamela y Rogers,
que son los arquitectos. Y eso que ésta es, sin duda, una obra fruto de la perfecta comunión entre la
arquitectura y la ingeniería».
Pero eso, desgraciadamente, no siempre es así. El ingeniero Leonardo Fernández Troyano relata cómo
«la proximidad y complementariedad de ambas profesiones ha dado lugar a roces y polémicas entre
ellos, en gran parte por problemas corporativos, es decir, de competencias profesionales, pero también
por problemas de identidad de cada profesión. Esta polémica se inició en el siglo XIX con una violencia
inusitada, se superó en gran parte a principios del siglo XX, pero hoy en día sigue habiendo conflictos de
competencias e identidad. Un ejemplo actual de este problema ha llegado tras la irrupción de los
arquitectos en el campo de los puentes como diseñadores exclusivos. Eso se produce tras su
consideración de que el fenómeno resistente ocupa un segundo lugar, que el puente se ha convertido en
objeto de puro diseño, que lo mismo da un puente de 20 que de 200 metros de luz, olvidando el
fundamental factor escala. Un caso de esta forma de hacer puentes ha sido el del Milenio de Londres, del
arquitecto Norman Foster y el escultor Anthony Caro, que ha tenido serios problemas de vibraciones.
Desde luego, -añade Fernández Troyano- la del arquitecto y el ingeniero siempre será una relación
compleja porque cada uno sabe que dónde él es más débil es donde el otro es más fuerte. Y que
según crece la escala de la obra, la importancia del ingeniero va siendo cada vez mayor».
El desprecio de lo práctico
Lamenta asimismo este constructor y profesor que la sociedad «usa pero ignora la ingeniería. No olvide llama la atención- que lo que es utilitario se contrapone a lo bello, una dicotomía que entraña que lo que
es práctico se desprecia porque no merece mayor consideración. Además, -sentencia- los arquitectos
han tenido siempre más prensa». Edificadores con los que su padre, el insigne Carlos Fernández Casado,
profesor de Puentes y, en el sentido más amplio de la palabra, sabio, -del que ahora se cumple el
centenario de su nacimiento-, «trabajó mucho y muy bien. Él era un hombre abierto a todos los
conocimientos, que se sintió ingeniero muy joven -ingresó en la escuela a los 14 años y a los 19 ya
había acabado la carrera-, y que además consiguió los títulos de ingeniero de radiotelegrafía por París, el
de Telecomunicaciones en España, así como las licenciaturas de Filosofía y Letras y de Derecho. Un
académico de la Real de Bellas Artes al que bien se le
puede decir que perteneció a la generación de los grandes
constructores del siglo XX. En su legado destaca sobre
todo la interdisciplinariedad y su concepción del trabajo
conjunto. Pero eran otros tiempos en que los arquitectos
tenían más miedo a la estructura y se apoyaban mucho en
él; no como ahora, que ese miedo se ha perdido, y el
arquitecto tira más para adelante usando al ingeniero como
subordinado».
Cuando a Julio Martínez Calzón se le pregunta por la razón que ha llevado a la ciudadanía a racanear al
ingeniero la gloria que sí ha dispensado a los arquitectos y la injusticia de esa arbitrariedad te contesta:
«Es verdad que estamos un poco preteridos, una pena para nosotros. No sabe usted lo que acierta con
esto en la diana de mi vida». Y luego añade, como en un suspiro, que ha reflexionado sobre ello y que
cree tener una respuesta aproximada. Entonces explica: «En realidad, el arquitecto fue ingeniero en el
pasado. A raíz del Barroco es cuando la especialización de las actividades humanas cobró fuerza y hubo
que trabajar en la línea de la formalización, por un lado, y en el del análisis, por otro. Cuando gente como
Newton manifiesta que el cálculo puede representar a la naturaleza muy aproximadamente se generan
una serie de especialistas en esa dirección y aparecen los científicos y los técnicos, y ahí estamos
nosotros como ingenieros civiles que vamos analizando la resistencia de los materiales y los sistemas,
ya con términos muy científicos. Además, se va complicando la construcción y aparece la necesidad de
encontrar instrumentos matemáticos capaces de responder a los problemas que se plantean. Pero
cuando empieza a surgir la fase mediática, los arquitectos están más cerca de las personas en las
ciudades, mientras que los ingenieros, lejos, se dedicaban a hacer cosas en la naturaleza».
«No olvidemos tampoco que la arquitectura es una bella arte que se ofrece de inmediato, mientras todo el
arte nuestro, que lo hay, tiene una derivada más cualificada. Además, mucha de esa arquitectura que
tanta admiración causa no sería posible sin la participación de la ingeniería, y cada vez va a ser más así
hasta el punto de que en la arquitectura estructural la estructura es en sí mismo un elemento de suficiente
entidad artística».
El edificio Torre Espacio, que actualmente se levanta en la ampliación de la Castellana madrileña, es uno
de los últimos trabajos de Martínez Calzón, que también ha configurado el esqueleto de su vecina, la
Torre Sacyr Vallehermoso, aunque la primera, con 223 metros de altura, copará el título de «techo de la
capital» a principios de 2007.
Un matrimonio por ordenador
«La sociedad empieza a ver ahora que las grandes estructuras pueden ser bellas independientemente de
que sean arquitecturas o no. Usted va a un estadio de los de última generación y la estructura es la que
da todo a la arquitectura y es apasionante verlo. No cabe duda, -dice este primer espada de la ingenieríade que está llegando la hora de los ingenieros de una forma muy bonita, porque tras la separación en el
XVIII, el ordenador está volviendo a unir a arquitectos e ingenieros. Él es el elemento que permite que toda
esa complejidad numérico-matemática que obligaba a que el ingeniero se especializara y se separará de
alguna manera de la forma de las cosas se diluya. Y mientras que el ordenador quita barreras entre forma
y función, los arquitectos ven reducida su autonomía porque necesitan de esa ingeniería arquitectónica
para hacer los edificios de hoy. Seguirá habiendo arquitectos e ingenieros por mucho tiempo, pero a la
larga, probablemente, vuelvan a fundirse en uno solo».
Preguntado por ABC, Santiago Calatrava, paradigma del ingenieroarquitecto, rehúsa pronunciarse sobre la cuestión. Y Javier
Manterola no lo ve tan claro. «La hora verdadera de los ingenieros afirma- fue en el siglo XIX. Entonces se los enterraba en las
catedrales como a los héroes, en la misma Westminster, junto a
Nelson. Sí parece ahora que otra vez el ingeniero vuelve a salir al
exterior pero sin traspasar el ámbito de la profesión». Lo dice el
premio Príncipe de Viana de la Cultura de este año, el último
galardón de un rosario de las más prestigiosas distinciones al autor
de obras como el estadio de San Mamés, el auditorio donostiarra
del Gran Kursaal o el puente de Ventas en Madrid.
«La arquitectura hoy en día está pasando por un periodo formalista muy grande. Su estética exterior es la
que prevalece sobre su contenido interior, y esto no lo digo yo, sino los propios arquitectos. Decía el gran
Frank Lloyd Wright que cómo se puede ser buen arquitecto sin tener un pico de oro. Porque es
fundamental para ellos hacer cosas vistosas, sin importar demasiado si son buenas o malas, buscando
más impresionar que convencer, un mal general de toda la sociedad que a la arquitectura ha llegado de
pleno. Pero como al ingeniero no le ha importado demasiado que no se le reconozca su trabajo, no ha
activado los resortes de la propaganda; que se coge a un publicista y lo hace como, ¡ojo!, tienen muchos
arquitectos necesitados de patrocinar su fama para lograr encargos».
Y de las veleidades de la fama a lo prosaico terrenal, más aún cuando se trata de las brechas que cruzan
de parte a parte la cara entumecida de Madrid. Entonces Manterola dice: «Toda esta manía de hacer las
cosas subterráneas a mí me afecta directamente porque el puente de Cuatro Caminos lo diseñé hace
muchos años y ahora lo han sustituido por un túnel. Hoy la sociedad aguanta mal el tráfico aéreo. Yo
siempre he pensado que el puente era mejor que la plaza, y por eso se debería haber conservado el
puente y, en todo caso, haber tirado la plaza, lo que no deja de ser una opinión personal que para
muchos no será de recibo. Era grande, poderoso... y ahora el puente se hace suburbano. Pero ¿alguien
entendería Nueva York, Londres o París sin sus puentes?». Ni el progreso -se constata- sin ingenieros.
FUENTE
www.abc.es

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