Domingo de Ramos (Ciclo B)

Transcripción

Domingo de Ramos (Ciclo B)
UNA PALABRA JOVEN (Abr 09)
Secretariado de Pastoral Juvenil-Vocacional de Huelva
Domingo de Ramos (Ciclo B)
«Bendito el que viene en nombre del Señor»
Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús
mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles:
―Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha
montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle:
“El Señor lo necesita y lo devolverá pronto”.
Fueron y encontraron el borrico en la calle, atado a una puerta, y lo soltaron. Algunos de
los presentes les preguntaron:
―¿Por qué tenéis que desatar el borrico?
Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se los permitieron.
Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó.
Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los
que iban delante y detrás gritaban:
―Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de
nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!
Marcos 11, 1-10
Una de las veces que subió a Jerusalén, Jesús entró en la ciudad montando un asno mientras
era aclamado por la gente que enarbolaba ramas de olivo. No fue un gesto casual, fruto de la
improvisación, sino perfectamente calculado, como lo prueba el hecho de que, previamente,
mandara a sus discípulos a buscar el animal. La razón está en la profecía de Zacarías que había
dicho: ¡Alégrate, Jerusalén! Mira a tu rey que llega justo, victorioso y humilde, sobre un burro...
Destruirá los carros, los caballos y los arcos de la guerra y dictará la paz a las naciones. El
caballo era el animal de la guerra, el asno era el animal de la paz. Quien entra así en Jerusalén es el
rey de la paz. El pueblo entendió el signo y por eso lo acompaño con ramas de olivo, también
símbolo de paz.
Contemplar a Jesús entrando así en Jerusalén, en estos momentos en que el caballo rojo de
la guerra cabalga por el desierto de nuestro mundo dejando una estela de muerte y destrucción,
resulta sobrecogedor porque despierta en uno sentimientos contrapuestos de nostalgia y esperanza:
nostalgia porque el deseo de paz, siempre presente entre los hombres, nunca se ha visto plenamente
cumplido; y esperanza porque, a pesar de todo, no renunciamos a la utopía de un mundo justo y
fraterno.
Pero hasta en esto podemos engañarnos y llamar paz a cualquier cosa para conformarnos y
acallar nuestra insatisfacción, olvidando que la paz no es sólo ausencia de guerra, sino que es, sobre
todo, plenitud de dicha. El árbol de la paz tiene muchas ramas y todas son necesarias: la paz es
sentirse seguro sin miedos ni temores; es vivir la concordia de una vida fraterna basada en la
confianza mutua; es la suma de todos los bienes que otorga la justicia; es la unión de las voluntades
y de los esfuerzos para construir un mundo más humano en el que nadie sobre, en el que todos
quepan y se sientan respetados.
Pero la auténtica paz es frágil como la arcilla y los golpes de la soberbia o el egoísmo la
rompen, primero en el interior de las personas, luego en la relaciones interpersonales; de ahí salta a
la convivencia en el seno de los pueblos y termina cortando los lazos que unen a las naciones. La
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violencia es como una sombra que va invadiendo el espacio humano y dejando tras de sí un reguero
de muerte, destrucción, sufrimiento y tristeza. A medida que avanza, arrincona la paz.
Sólo cabe esperar que todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de credo, raza,
lengua, cultura o nacionalidad entonen el canto de la paz y que su voz suene tan fuerte que ahogue
el ruido de la guerra y los gritos de los violentos. Que el Príncipe de la Paz bendiga a la humanidad
y, como dice el profeta Isaías, derive hacia ella la paz como un río, como un torrente en crecida que
inunde el valle de la muerte y lo convierta en el valle de la vida.
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