raúl calvo quesada

Transcripción

raúl calvo quesada
LA VERDAD SOBRE CARMEN
SOFIA MALATESTA
Irremediablemente, todas las mañanas que entraba en la estación de metro de Plaza
de España y bajaba las enormes escaleras mecánicas en busca del andén de la línea 10,
pensaba en La Divina Comedia. Y no era ni de lejos porque me llamara Beatriz, era más
bien porque me distraía pensando que si alguien tuviera que diseñar ahora una
arquitectura del infierno, no dudaría en hacer que la gente llegara al primer círculo
montado en unas escaleras como estas, plácidas e inexorables.
Así me entretuve, de nuevo, esa mañana. Llegué al andén con la habitual indolencia,
el sutil pesar cotidiano ante la perspectiva nada halagüeña de pasarme ocho horas
intentando vender a gente por teléfono packs de televisión, teléfono e internet a precios
bastante bajos, irrechazables. Y de nuevo Dante en la cabeza.
A mi alrededor los mismos otros, enfermos de ictericia, de todos los días. Sus caras
amarillas, las almas ya hechas totalmente de CO2, un leve vistazo para ver que todo está
igual y luego al libro de turno. Entonces descubrí aquellas mejillas llenas de vida.
No la había visto en mi vida, pero ya nos conocíamos, quizá ella un poco menos a
mí, pero yo a ella totalmente. No me extrañaban sus formas, su gran volumen
perfectamente armonioso, la piel pálida y el cabello negro y liso por encima de los
hombros, incluso adiviné los lunares de su espalda y su olor, oculto entre el agrio olor
cotidiano del metro. Escuchaba un disco que ambas conocíamos y cantaba suavemente,
sin marcar las palabras, más bien como una letanía interior de la que sólo se podían
identificar unas leves eses, y unas pes muy suaves que bien podrían ser emes.
Cantaba mientras se dirigía del borde del andén a un banco, se sentaba, abría el libro
y lo volvía a cerrar habiendo leído apenas dos frases; se levantaba y se dirigía a la salida
y, sin llegar a salir, volvía de nuevo al andén o al banco. O lo contrario. No parecía, sin
embargo, nerviosa o acechada. Sus movimientos eran el resultado de una indecisión
constitutiva, algo natural, propio de una persona como ella, que no termina de tener
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claro por qué se ha de coger el metro cada mañana y no puede uno simplemente
entreabrir las ventanas de su cuarto y mirar cómo baila el polvo o cómo las sombras
cambiantes de los objetos confieren a estos la capacidad de mostrarnos su vida, hasta
ahora desconocida: incapaz de encajar la injusticia cotidiana por muy lógica que ésta se
nos quisiera presentar.
Justo cuando los auriculares escupían suavemente la voz de Beth Gibbons “And so
bare is my heart, I can’t hide. And so where does my heart belong”, el móvil sonaba en
el bolso de Carmen. Así se llamaba, nadie me lo había dicho nunca, pero yo ya había
salvado esa leve distancia. Como he dicho, nunca había hablado con ella, pero la
conocía perfectamente. Ella, Carmen, miró el teléfono, reconociendo el nombre pero
confusa, y maldijo los pocos refugios que quedaban desde la aparición del móvil, aún
menos desde que en el metro había cobertura. Tiró un poco del vestido a modo de
desaire, y contestó.
- ¿Si?
Yo estaba a veinte metros más o menos así que no pude oír, en sentido estricto, la
conversación, pero me la pude imaginar con absoluta nitidez.
- Hola, creía que ya estarías en los túneles y no íbamos a poder hablar.
- Si, bueno, ¿por qué has llamado entonces? Dime.
- Vaya. En fin.- La voz de aquél chico sonaba cansada, pero a su vez sometida.
Esperaba una respuesta que no llegaba, así que se cargó de valor por un breve momento
y prosiguió.- Esto no puede seguir así.
-¿Qué pides? Ya sabías de lo que iba esto. No me parece justo que incumplas el
trato. Creí que todo estaba bien claro.
- Está bien. Soy yo el que no puede seguir así. Tienes un grave problema y no me
dejas que te ayude.
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- ¡Ya estamos! Si una mujer va a casa de un tío una noche y se acuestan, y ella se va
sin prometer otra cita o sin dejar una nota amorosa o sin derretirse como una
adolescente del siglo diecinueve, es que tiene un problema. ¿Qué es lo que esperabas?
¿Que se me cortara el aliento? ¿Que se arrebolaran mis mejillas? Pues cariño, desde ya
te digo que eso no va a suceder jamás.
- No es eso. Sabes que no me importa que esto sea una cuestión sexual solamente,
tampoco me importa tu promiscuidad, es algo de lo que ya hablamos la primera vez. El
problema es que estás buscando algo, te acuestas conmigo o con cualquier otro
esperando que te curen, que alguien te conteste, y no debe ser así. Aquí no hay
respuestas, esto debe ser… -se interrumpió un poco, quería madurar las ideas, el dolor.
Pero no le dejaron.
- Mira, guapo, me acabo de levantar y no estoy para alta filosofía, y mucho menos
para aprender lo que esto debe ser. Luego hablamos. Adiós -colgó el teléfono y se
volvió a poner los auriculares.
Ahí seguía esperando Beth Gibbons para susurrarle al oído. Para intentar paliar ese
dolor suave, alimentándolo.
En el otro andén, un futbolista anunciaba unos grandes almacenes con una elegante
gabardina marrón. Justo en ese momento, delante de aquel atleta omnipresente y
anodino, Carmen vio el interior de la herida. Era cómo si aquellos almacenes fueran el
resumen de lo que estaba por venir y, a la vez, una síntesis de la profunda traición y del
desgarro del que manaba su profunda y meditada indolencia, su deriva y su naufragio
cotidiano. A su mente -sí, yo podía ver incluso su mente- acudió la imagen de toda la
sangre y podredumbre acumulada desde hace tanto que se iba enquistando, una materia
negra que se esclerotizaba día tras día, y comprendió, de manera definitiva, que nunca
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se podría cerrar en ese lugar y en ese tiempo, que sólo el sol y el salitre arreglarían todo
aquello que se había perdido, lo que se había destrozado.
Pero el panel indicaba que el metro llegaba en dos minutos.
Casi no se dio cuenta, es decir, ella sabía lo que iba a hacer, el cuerpo bramaba y, al
fin y al cabo, aun quedaban dos minutos. Daba tiempo. Lo que olvidó completamente
era dónde se encontraba y la clase de individuos civilizados y moralistas que le
rodeaban.
Las manos fueron directas al bolso y, sin soltar el libro en ningún momento, sacaron
el paquete de Lucky Strike blando, después, las mismas manos sacaron del paquete un
cigarrillo y después un mechero: el daño estaba hecho. No se redime a los fumadores, se
les cura. Nadie se acercó, más bien todo lo contrario, pero un observador avispado podía
ver las caras de desaprobación de todos los buenos ciudadanos que esperaban el metro.
Mientras, totalmente ajena, Carmen se sentaba en uno de los bancos con la muñeca
doblada mientras sostenía el cigarrillo entre los dedos. Los que estaban sentados
huyeron despavoridos como si en vez de un cigarro llevara en las manos la cabeza
cercenada de un hombre. Apenas se lo llevó un par de veces a la boca y, ayudada por el
alivio que le produjo la nicotina, viajó lejos, muy lejos, como setecientos kilómetros y
veinte años aproximadamente. Era entonces una niña con un bañador rosa con unos
divertidos peces dibujados en un costado, llevaba puestas las gafas de sol de su madre
porque así se sentía mayor, capaz de jugar con los niños de Aguamarga.
Sentada en la fina arena hacía y deshacía montones con Ludwig, el hijo de un
compositor y de una profesora de francés, ambos de Colonia. Nadie podría nunca
arrebatarle ese recuerdo, era algo que seguiría viendo después de todo esto, era tan claro
y potente que ni la propia muerte, ni todos sus anuncios, serían capaces de sacárselo de
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la calavera. Yo, que desde mi banco también podía ver a Ludwig, completamente
desnudo y tostado y a la propia Carmen, no pude evitar sonreír.
La arena brillaba blanca y producía una leve ceguera momentánea. Se extendía
encerrada entre las laderas de dos colinas llenas de la vegetación seca y dura de la zona,
que se introducían en el mar con estática violencia. Las olas repetían su arcana letanía
destinada a apaciguar las almas de los cuerdos y a atribular las de los genios. Ludwig
cantaba, susurraba, una melodía infantil y ella intentaba desentrañar las maravillas de
aquel idioma que le parecía bello y exacto. El mar se extendía, verde por vocación y
azul por obligación, brillante, hasta su mismo límite, el fin del mar, por donde navegaba
en equilibrio un velero conocido.
- ¡Señorita, señorita! Aquí está terminantemente prohibido fumar.- Carmen abrió los
ojos. Levantó la cabeza por primera vez y, sin dejar de atisbar el mar y la trayectoria de
aquel barco funambulista, vio la desagradable silueta del agente de seguridad, de aquel
héroe. Arrojó displicente el pitillo al suelo. El tren estaba aparcado, brevemente, en el
andén.
Tan embebida estaba imaginándomela, que no se si Carmen llegó a subir al metro.
Cuando se cerraron las puertas miré dentro del vagón y allí no estaba, tampoco en el
andén. Decidí no investigar en otros vagones y vagar yo, en busca de una conclusión,
bella y exacta como el idioma de Ludwig, de todo lo que había visto en el andén. No
quería romper el sortilegio.
Así que, mientras tras las ventanillas se repetía, como un paisaje de dibujos
animados viejos, el eterno ciclo de tubos de los túneles, volví a ver a Carmen, ahí
estaba, su música, sus lunares y su móvil, salía del metro, recibía los primeros rayos de
sol en la cara y volvía a alzar la cabeza, por segunda vez. Cruzaba la calle Princesa y se
dirigía a su casa en Leganitos con los hombros descargados. Unos minutos después,
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mientas el resto del rebaño pasaba como un derribo metálico por Tribunal, encendió un
pequeño flexo en su habitación y comenzó a escribir con la acertada precisión de un
pianista.
Querido, ya estimado, Amador:
Creí que no podría vivir sin ti, lo peor fue que pude, no quedó más remedio. Desde
entonces he buscado tu olor en cada cama, tu sabor en cada beso y tus ojos en tantas
personas, que a veces no supe distinguir el final de una y el principio de otra. Estos
años han languidecido, se han desparramado y se han convertido en un vómito
informe. Ahora miro al sur, busco el sol, como Nietzsche. ¿Te acuerdas? No, no
quiero empezar a recordar ahora, hay tanta carne, tanto deseo. No, no, ya no.
Intenté cubrirte, a modo de despedida, con una torre de cuerpos, bocetos de difuntos,
pero tu recuerdo siempre ha sido más opaco y más denso, nunca pude traspasarlo.
Hoy por fin encontré las fuerzas para señalar la dirección de tu olvido y hoy, por fin,
puedo vivir de espaldas a tu nombre, pero no aquí, no en Madrid. Tú sigues siendo
esta ciudad y esta ciudad te sigue correspondiendo, y yo con ella.
Esta tarde me marcho, me voy a Aguamarga, empiezo de nuevo una vida en la que tú
no tienes sitio, construiré un lugar en el que la sal ayudará a cerrar las heridas. Así,
sin la ayuda de un dios que hace tiempo olvidó ya esas tierras, miraré al frente sin
sentir el metal bruñido en la sien.
Deséame suerte donde quiera que estés. Yo, por mi parte, te deseo que seas, que
vuelvas a ser, allá donde te encuentres.
Espero, con todas mis fuerzas, no volver a atisbar tu sombra.
No hacía falta firmar. Dobló la carta intentando distinguir si lo que crecía dentro era
una flor o una bestia, y la metió en el libro. Si empezaba a hacer la maleta ahora esa
misma tarde estaría viendo un mar embravecido en una playa abrazada por dos riscos.
Ya habría tiempo después de completar la mudanza, de momento le bastaba con un
poco de sol en los ojos y un poco de salitre en los labios.
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Mi tren llegó temblando a la estación. Ineludible su destino: la realidad. Me
reflejaba ligeramente en los cristales de la puerta. Me miré con descaro y me sorprendí
con una sonrisa en los labios. Cuando yo saliera de trabajar, ya sería de noche, Carmen,
sin embargo, andaría descalza viendo ocultarse el sol por el mismo alambre que, siendo
niña, vio recorrer aquél barco.
Carmen, que todo lo merece. Carmen, que tiene el valor que a mí me falta.
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