EL ATAÚD* Autor: Míchel Darío Mejía Piedrahita

Transcripción

EL ATAÚD* Autor: Míchel Darío Mejía Piedrahita
EL ATAÚD*
Autor: Míchel Darío Mejía Piedrahita
Galardón: Cuento ganador en la categoría juvenil
La noche del jueves soñé que estaba muerto. Recuerdo que aparecí en un
funeral, frente al féretro más hermoso que jamás se haya visto; un cajón de color
marrón con enchapes dorados, bordeado por finas líneas de oro, y rodeado de flores
amarillas, tan amarillas como el sol de un verano llanero. El ataúd estaba cerrado,
pero el muerto era yo, no cabía duda; pues era mi sueño, y las personas que
estaban allí hacían parte de mi círculo de conocidos. Todos con caras largas, sin
inmutarse por mi presencia, como si no se percataran de ella; cosa que reafirmó la
idea de que yo era el difunto. No sé cuánto tiempo estuve ahí, observando el cajón
de madera con la curiosidad de un niño que descubre algo nuevo y no puede dejar
de apreciarlo, pero fue una eternidad incontable, puesto que, según dice mi abuela,
en los sueños no hay tiempo.
El viernes desperté empapado en sudor sobre el colchón caliente de mi
habitación, que en las noches se transformaba en un horno de barro ardiente. Abrí
la puerta para bajar a comer y lo primero que vi fue un ramo grande de flores
amarillas en la mesa del corredor que iba hacia los establos; tan parecidas eran
esas flores a las de mi sueño, que confirmé lo que había pensado desde la hora en
punto en que abrí los ojos: yo me iba a morir, y pronto, quizá ese día o al siguiente;
por lo que me puse en la tarea inmediata de buscar un féretro digno de mi, igual al
del sueño, y de no encontrarlo, trabajar de manera incansable para construirlo.
La única persona que habría de creerme sin oponerse a mis agüeros era
Jaime; mi amigo de la infancia, mi secreto más grande, y quizá el único motivo por
el que sentía tristeza al pensar en la idea de abandonar el mundo.
 Jaime, me voy a morir esta semana, o quizá hoy. Pero necesito comprar
o construir un ataúd que vi, porque si no me entierran en ese te juro que vuelvo
desde las tinieblas para joderlos a todos.
 ¿Por qué te vas a morir, Manuel?
 Porque me toca. Pero eso no es el asunto, vengo a pedirte que me ayudes
con el ataúd, el ataúd es importante, sino consigo ese no descansaré en paz.
 ¿Y cómo es el ataúd?
 Imposible describírtelo, nos quedaríamos aquí toda la tarde.
 Antes disfrutabas el quedarte conmigo toda una tarde en este árbol,
¿recuerdas?
 Sí, si lo recuerdo. Te prometo que si conseguimos el ataúd tal vez
podamos venir una última vez antes de que me muera.
 Y bueno, ¿cómo vamos a conseguir ese ataúd si entre los dos seguro no
hacemos ni para una libra de papa?
 Ahí me ayudarás, Jaime. Vamos a robar a mis abuelos.
Me escabullí con Jaime por entre las puertas traseras de la finca para evitar
que nos vieran los abuelos, los mismos que me habían prohibido a gritos su
presencia en la casa años atrás, una casa que se acababa carcomida por los
comejenes y la pobreza que traía la sequía en el llano. Nos reíamos en silencio cada
que estábamos a punto de que nos encontraran, pues recordamos las noches en
que él trepaba a tientas por las ventanas para llegar a mi habitación. Pasamos frente
al abuelo, que dormía profundo sobre una mecedora con un cigarrillo en la boca,
una escopeta al lado y un periódico viejo en las piernas. El abuelo ya no tenía plata
ni siquiera para comprar el diario. Entramos despacio y en puntas al pasillo de las
flores amarillas, que comenzaban a marchitarse en el jarrón sin agua, pues el calor
omnipotente la había evaporado. “Te aseguro que cuando se marchiten me voy a
morir”, le dije a Jaime entre murmullos.
El cuarto de la abuela era el objetivo, allí estaba el baulito de la plata.
Recuerdo que a veces, cuando ella me dejaba entrar en la habitación, yo observaba
los momentos en que, con la desconfianza de una mujer aturdida por las malas
experiencias con un marido alcohólico; guardaba los morritos de billetes que ganaba
por tejer mochilas con las indias de Puerto Gaitán. Abrimos la puerta con cautela, y
allí estaba ella sobre la cama, dormida, más muerta que viva, pálida, pacífica;
transpiraba una tranquilidad envidiable. Le indiqué a Jaime que me avisara si la
muerta daba señales de vida, y comencé a caminar despacio por el suelo de madera
que traqueaba con cada paso, por más leve que fuera. Llegué hasta la mesa de
noche, miré a la puerta para asegurarme de que Jaime seguía conmigo, y volví mis
ojos al cofre que abrí lentamente. Ahí estaban los billetes, había una infinidad de
ellos, esperando a que alguien los gastara, y seguro ese alguien no sería la abuela,
pues ella ahorraba y guardaba sin objetivo alguno, como si durmiendo junto al dinero
en una cama podrida se sintiera menos pobre.
Al salir, Jaime y yo nos abrazamos y comenzamos a reírnos con la
satisfacción de una misión cumplida. El dinero que teníamos era bastante, aunque
no sabíamos nada sobre ataúdes, y él me sugirió que debía guardar algo para el
funeral, pues no valía la pena un gran féretro sin una ceremonia digna. Corrimos al
centro del pueblo y fuimos a las dos casas funerarias que tenía Puerto Gaitán.
Vimos ataúdes de todos los precios y colores, pero ninguno se acercaba siquiera
un poco al objeto maravilloso que había visto en el sueño y que no abandonaba mi
memoria. Recordaba el ataúd con cada detalle, me sabía incluso sus medidas y el
número de ventanitas que tenía a los lados con cortinas de tela blanca. Comencé a
desesperarme al ver que en el pueblo no encontraríamos el que estábamos
buscando, así que viajamos a Puerto López, visitamos tres casas funerarias, pero
ninguna tenía un ataúd que cumpliera con los requisitos que buscaba. Jaime
prestaba tanta atención a la forma en que yo describía al ataúd, que llegó a la
conclusión de que no era algo de este mundo, y que solo un maestro de la
ebanistería podría al menos acercarse un poco al modelo descrito por mí.
Cansados, pero seguros de que encontraríamos el lugar adecuado, Jaime
me sugirió que viajáramos a Villavicencio. Esa noche la pasamos en la terminal de
buses, nos recostamos en una esquina junto a las bancas de espera, y nos
desvelamos allí, entre el calor exasperante de las noches de verano y el sonido de
los motores, esperando el amanecer.
 Siento que me queda poco tiempo, Jaime. ¿Qué pasa si no encontramos
el ataúd?
 Vas a describirle al ebanista el ataúd que buscas, y él va a construirlo
antes de que te vayas y me dejes.
En cuanto amaneció, atravesamos Villavicencio para dar con un ebanista que
nos habían sugerido en el camino. Le describí al señor robusto y barbado las
características del ataúd que buscábamos, pero él cortó nuestros ánimos cuando
habló sobre el costo de una maravilla como esas. Sin embargo, dijo que podría
hacer una réplica que se aproximara un poco a nuestras expectativas. Luego de
pensarlo mucho y llorar en el hombro de Jaime, decidí que no había de otra, y el
ebanista comenzó a trabajar en la réplica sobre la que yo dormiría eternamente.
Una réplica, ni siquiera muerto iba a darme el placer de dormir sobre un acolchado
fino y poco ordinario. Esperamos todo el día en una pequeña sala de madera y en
la tarde, nos acercamos al taller para ver la primera parte del trabajo que estaría
terminado al día siguiente.
 ¿Escuchas eso, Jaime?
 ¿Qué?
 Es el ‘’se fue’’, está cantando, por allá en algún árbol, escucha su canto y
sentirás como repite ‘’se fue, se fue, se fue…’’ Ese pájaro solo canta cuando siente
la muerte cerca. No vamos a alcanzar, Jaime. Voy a morir como un desgraciado.
En la noche del día siguiente llegamos a Puerto Gaitán con el féretro, en una
camioneta que pagamos con los pocos billetes que nos quedaban. La pregunta en
ese momento era cómo llevaríamos el ataúd a la finca sin que los abuelos se
percataran, por lo que Jaime y yo tuvimos que cargar el cajón por más de dos
kilómetros de sabana para llegar por la parte trasera a las cabañas abandonadas
que antes, en los buenos tiempos, cuando no habían llegado las petroleras; eran
los dormitorios de cientos de campesinos. Nuestros cuerpos cansados caminaban
por instinto, abriéndose paso en la oscuridad, mientras nos tambaleábamos con la
madera pesada sobre los hombros. Justo cuando entramos por la puerta incómoda
del recinto donde dejaríamos el cajón, el peso nos pudo y este se resbaló hasta caer
sobre el suelo de cemento que generó un estruendo penetrante en la soledad de la
noche. Ambos quedamos atónitos. Cuando quise decirle a Jaime que corriéramos,
me sentí aturdido por el sonido seco de un disparo y vi a mi compañero tirado en el
suelo mientras se desangraba. Miré a mi derecha, confundido, entonces pude
apreciar la sombra asustada del abuelo con una escopeta en la mano, gritando
hacia nosotros:
 ¡Se van o se mueren, ratas, que en esta finca no hay nada para llevarse!
 ¡Soy yo, abuelo, no me mates! ¡Mataste a Jaime, lo mataste! – le grité
desesperado.
 ¡¿Manuel?! Dios mío, Manuel, ¡¿qué haces aquí?!
Los alcaravanes comenzaron a cantar. Eran las dos de la madrugada y se
escuchaban los chirridos infinitos de los loros que salieron de sus árboles. Nuestros
gritos y el llanto imparable de la madre de Jaime rompieron el silencio que invadía
la casa, y por primera vez en nueve meses comenzaron a caer pequeñas gotas del
cielo. Al amanecer la sabana estaba húmeda y fría por la brisa milagrosa que cayó
solo durante quince minutos posteriores al disparo, como si el sonido hubiese
abierto un rotico pequeño en las nubes que no tardó en cerrarse. Las flores amarillas
del pasillo estaban negras como la pólvora, y el cuerpo limpio y tranquilo de Jaime
reposaba al interior de la réplica de ataúd que ambos conseguimos tras recorrer
medio llano. Entonces allí estaba yo, de nuevo, como en el sueño, en un salón
grande, frente a un féretro idéntico que no estaba abierto, rodeado de personas que
conocía y asfixiado por el olor de un montón de flores que se habían marchitado en
el transcurso del día. Observé con mucha atención la réplica del ataúd que dejó de
ser perfecto cuando caí en la cuenta de que esta vez, a diferencia de aquel sueño,
ya estaba consciente de que el muerto no era yo.
*Al texto se le modificó el formato y se le corrigieron errores de digitación, lo demás
permanece igual a como fue enviado por el autor para participar en el concurso.

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