3.Genio mujeres

Transcripción

3.Genio mujeres
VICTORIA CAMPS, El genio de las mujeres, Virtudes públicas, Ed. Espasa
Calpe
«Si sigo con mis visiones fragmentarias, el mundo entero deberá cambiar
para que yo pueda estar en él.»
CLARICE LISPECTOR, La pasión según G. H.
Suelo estar poco de acuerdo con lo que escribe el papa Woytila. Sin embargo, no me desagrada el
tono de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, hecha pública en octubre de 1988, de donde
extraigo la expresión que da título a este capítulo. La Carta es ambigua, lo reconozco, y permite
por lo menos dos lecturas contrapuestas. Empieza el Papa haciendo un recorrido por textos del
Antiguo y el Nuevo Testamento que ponen de relieve, ensalzan y elogian, con prolusión de
adjetivos laudatorios, la dignidad y la vocación de las mujeres, su «riqueza esencial», su
originalidad y absoluta igualdad de derechos con el hombre. Pero la disertación pontificia no acaba
en eso, porque el propósito final es otro. A fin de cuentas, de lo que se trata es de ratificar la
exclusión de la mujer del sacerdocio. Llegar a tal conclusión después del preámbulo apologético a
favor de la igualdad incondicional con el varón parece tomadura de pelo, pero se nos asegura que
no lo es. Basta acudir a las mismas fuentes bíblicas para encontrar las citas que aclaren la aparente
contradicción. La mujer es, en efecto, igual al varón en derechos, en sabiduría y en recursos, pero
el lugar y la función de ambos en la Iglesia no son los mismos, porque ella también es
esencialmente distinta. Su misión como esposa y madre no es ser sacerdote, papel obviamente
masculino a juzgar por el comportamiento de Jesucristo al fundar la Iglesia y escoger discípulos
varones. La dignidad de la mujer reside en otra parte: concretamente, en la capacidad de ser
amada y de amar, por la cual Dios le ha confiado de un modo especial al ser humano. En los
designios divinos, las funciones masculina y femenina están diferenciadas. Jesucristo tiene
atenciones especiales -e insólitas para su época- con las mujeres, pero hace sacerdotes a los
hombres. Éstos tienen un lugar específico en la Iglesia. El de las mujeres, en cambio, está en otra
parte aunque ni en la Carta papal ni a lo largo de la historia de la Iglesia se ha dicho claramente
dónde se encuentra ese lugar ni qué hay que hacer en él. El ser «esposa» y «madre» no ha tenido
una institucionalización tan determinada como el ser «pastor» o guía espiritual, que se le
encomendó al hombre. Sin embargo, ahí está explícita en la Carta a los Efesios tan citada y
discutida, la obligación de amar y el derecho a ser amada que corresponden solamente a la mujer.
Una bonita teoría que, en la práctica, ha dado resultados más bien penosos.
Sea como sea, y aunque la lectura de la Carta Pastoral nos deje, como es usual en los mensajes de
Woytila, perplejas y decepcionadas, no me parece justo desdeñarla sin más como una nueva
muestra de pensamiento retrógrado. Es cierto que el mensaje global da la impresión de un querer
dorar la píldora un tanto cínico, reconozcámoslo. Tras reafirmar con bellas palabras la casi superioridad de la mujer sobre el hombre, el Papa la invita suavemente a quedarse donde está y a no
meterse en asuntos que nunca fueron de su incumbencia. La lectura podría ser ésta, y quizá deba
serlo, pero cabe otra más innovadora, aunque seguramente menos fiel a las intenciones de su
autor. En unos momentos en que la no discriminación sexual está teóricamente aceptada y los derechos e igualdad de las mujeres también teóricamente suscritos, cuando el feminismo busca
nuevos desarrollos porque los primeros pasos ya están dados, el Pontífice viene a decir que
empeñarse en ocupar e imitar incluso los papeles masculinos no sea tal vez la mejor opción. No sólo
hay otras muchas cosas que hacer, sino que el mundo necesita visiones y orientaciones más
originales y menos trilladas. Posiblemente, sobren argumentos a favor del sacerdocio de las
mujeres. Por mi parte, sin embargo, no es ésa la cuestión que me interesa. Prefiero entender las
palabras de Juan Pablo II como muestra de un cierto discurso feminista o femenino, que invita a no
repetir lo ya hecho y a intentar sendas menos usuales. Pues estoy convencida -y es lo que quiero
defender aquí- que el discurso de la mujer, en un mundo de igualdades aún vacilantes y recién
descubiertas, es cierto, pero igualdades al fin, debería ser otro. Esto es: no sólo igual al del varón,
sino original, innovador y distinto con respecto a él. En ese sentido -y sólo en ése- suscribo el
siguiente párrafo, al final de la Mulieres dignitatem: «En nuestros días los éxitos de la ciencia y de
la técnica permiten alcanzar, de modo hasta ahora desconocido, un grado de bienestar material
1
que, mientras favorece a algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso
unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo
aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento presente, espera la
manifestación de aquel 'genio" de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el
hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque "la mayor es la caridad" (1 Cor, 13, 13).»
Sólo la última frase de la cita -que no es de Woytila, sino de San Pablo- no merece mi aprobación.
La mayor de las virtudes no es la caridad, sino, como he dicho repetidamente a lo largo de este
libro-la justicia, si bien la caridad o el amor han de ser vistos como complementos necesarios de
esa virtud principal. Y tal vez sea cierto que las mujeres, iguales pero distintas, y, además,
relegadas durante siglos a un papel subordinado, secundario e inferior, estén en mejores
condiciones de mostrar al mundo esa sensibilidad hacia los otros que el orgullo y la preponderancia
masculinos, por la razón que sea, ha mantenido oculta. En cualquier caso, de la incorporación de la
mujer al trabajo y a la vida pública, algo positivo debería seguirse. Algo positivo más universal,
quiero decir, que la pura liberación de cada una de las mujeres, la cual, dicho sea de paso, y a
juzgar por algunos de los resultados que va produciendo -esquizofrenia, stress, doble jornada-, es
más que discutible.
El discurso feminista ha cumplido una primera y larga fase reivindicativa, después de la cual se
encuentra un tanto desorientado y silencioso. La igualdad, por supuesto, no está conseguida a
todos los niveles ni en todos los aspectos, pero sí hay conciencia de que la discriminación es
injusta. Digamos que la no discriminación sexual es ya una de las notas irrenunciables del ideal de
justicia. No es posible hablar de justicia sin incorporar al concepto esa forma de igualdad. A partir
de ahí, la nueva andadura del feminismo debería tener un carácter distinto, menos reivindicativo y
más creativo, menos teórico y más ejemplar, menos palabras y más hechos, o ambas cosas a la vez.
Existe ya, es cierto, un llamado «feminismo de la diferencia» que ha acabado discurriendo
paralelamente al «feminismo de la igualdad», con adeptas a uno y otro bando. Ambos discursos
dicen verdades, y ambos se equivocan en sus exageraciones. Adherirse al discurso de la diferencia
no debería significar dejar de proclamar la igualdad de derechos, y adherirse al discurso de la igualdad no debería implicar una propuesta de simple imitación y repetición de lo masculino. Nuestro
pensamiento y nuestro lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen y necesidades, sin duda. No
es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje y escoger otro, porque no hay otro, ése es
también el nuestro. Pero sí cabe ponerlo en cuestión desde una historia que es obviamente distinta.
Es en este sentido en el que cabe defender, a mi juicio, la diferencia femenina. Diferencia no sólo
fisiológica y biológica -la menos importante a mis efectos-, sino, sobre todo, histórica y cultural.
Nuestra historia -la historia de las mujeres- ha sido otra, distinta de la de los varones, y ha tenido
que producir unas actitudes y una manera de ser, una psicología, que no coincide con la de ellos.
Yo no hablaría -como hace el Papa- de una esencia de lo femenino, pues me repelen los «esencialismos» y no quiero referirme, además, a datos necesarios e intangibles. Hablo de datos contingentes,
que podrían ser otros, pero que, hasta ahora y, en general, han sido estos. Unos datos que
muestran una serie de características bastante determinadas. La subcultura femenina,
precisamente por su inferioridad con respecto a la cultura predominante, ha dado origen a una
serie de «valores» propios y, en muchos casos, contrapuestos a los típicamente masculinos: la
paciencia, la falta de agresividad o de competencia, la discreción, la ternura, la receptividad.
Desde Aristóteles, que sepamos, se habla de unas «virtudes» de la mujer distintas de las del varón,
porque la función de la mujer, en la casa y en la polis, es también diversa. Si «hombre» es sinónimo
de autoridad, «mujer» es sinónimo de obediencia: la fuerza del varón estriba en el mando, la de la
mujer en la sumisión. De hecho, las virtudes morales son, en su mayoría, atributos masculinos; a la
mujer le convienen sólo las virtudes reclamadas por las funciones que desempeña1. Si la palabra
«virtud», en su acepción latina «virtus» tiene una raíz que alude claramente a la virilidad, a la
potencia, a la fortaleza, al valor, que se muestra en la fuerza física y en el dominio de las
emociones, las virtudes propiamente femeninas consistirían, en cambio, en la afirmación de todas
esas actitudes consideradas no viriles, muestras de debilidad más que de fuerza. Por supuesto que
tales valores aparecen, como negativos y nihilistas, porque son la antítesis del poder, las cualidades
que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados. Pero ¿es imposible verlos desde otra
perspectiva? ¿Han de ser negados sencillamente porque su genealogía muestra un origen indigno? ¿O
podrían llegar a afirmarse como valores una vez puedan ser predicados de seres libres e iguales?
Ha habido una diferencia evidente en las funciones asignadas a ambos sexos. Y se trata, por
1
cfr. Aristóteles, Política, V.
2
supuesto, de funciones asignadas a las mujeres por el sexo masculino, como expresión del dominio
y la opresión. Está claro y sería absurdo negarlo. Pero ¿se deduce de ahí que esas funciones no
hayan generado unos valores? ¿Cuál es la razón para oponerse a considerar esas cualidades como
tales, esto es, como valiosas? Discrepo de la conocida tesis de Simone de Beauvoir según la cual los
supuestos valores femeninos no lo son porque fueron inventados por los hombres para cebarse más
y mejor en su dominación. Así es, no cabe duda, pero ¿por qué dar por supuesto que en ese reparto
de virtudes los varones no se equivocaron y se asignaron a sí mismos precisamente lo menos
valioso? ¿Por qué tiene que valer más la fuerza que la debilidad, el mando que la sumisión, el
autodominio que el sentimentalismo, la coherencia que la dispersión? Lo cierto es que ninguno de
tales valores es absoluto: en unos casos, el mando es más valioso y eficaz, en otros es más
inteligente la sumisión; en unos casos, la debilidad puede ser más potente que la fuerza, la
liberación de las emociones más humana que el autodominio, la dispersión más abierta y
enriquecedora que la coherencia. El reparto de valores es, sin duda, injusto pero no porque se dé
el nombre de «valor» a lo que no lo es, sino porque es un reparto desigual, en el que unos gozan de
la posibilidad de escoger y mostrarse fuertes o débiles, racionales o emotivos, autoritarios o
sumisos a su antojo, mientras a las otras sólo se les permite mostrarse como seres débiles. Dada,
sin embargo, la ocasión de elegir una u otra manera de ser, ¿no es más inteligente, y más
prometedor incluso, reservarse la opción de mostrarse poderoso o débil, según vengan las
circunstancias, que la obligación de ser y parecer poderoso sea cual sea la situación?
«Las mujeres tendrían que ser capaces de asumir crítica y libremente su propia tradición, de
medirse con ella, de rechazar sus elementos negativos y de reivindicar, en cambio, aquellos otros
que -cualquiera que haya sido su función- revelan hoy una potencialidad positiva. No tendrían que
olvidar que los valores" no son sólo la función que han tenido: si así fuera. toda la cultura -incluidas
la poesía y la ciencia- se tendrían que rechazar. porque de un modo u otro, todos sus elementos
han representado un instrumento de opresión de la mayoría de personas de alguna época»2 Estoy
totalmente de acuerdo con estas palabras. Conviene, en efecto, que las mujeres asuman su
tradición, pero despojándola del contexto en que se ha gestado. De lo contrario, incurrimos en una
postura reaccionaria y anacrónica. No se trata de quedarse en el pasado ni de aferrarse a él.
Tampoco se trata, como seguramente alguien habrá pensando ya de «hacer de la necesidad virtud»:
puesto que nos han hecho así, aprovechemos lo que ya tenemos. Al contrario, se trata de aceptar
que la historia y la tradición de las mujeres ha producido una especial manera de ser que, durante
años, ha sido exclusivamente, una manera «servil» y sometida a otro, pero que puede mantenerse
superado el servilismo. Es esclavitud lo rechazable, no los valores que genera la esclavitud, que no
son más que la respuesta humana a una situación de por sí inadmisible. Si esto no es cierto, habrá
que aceptar la tesis contraria: que los valores por antonomasia no son los producidos por la
esclavitud, sino los otros, los que han producido la esclavitud, es decir, el poder, la fuerza, el
mando.
2
Giulia Adinolfi. Sobre las contradicciones del feminismo, en Mientras Tanto, 1979, pag. 16.
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