Cruzó - ciudArte
Transcripción
Cruzó - ciudArte
C ruzó la plaza y caminó a lo largo de la calle Real, entre fachadas de piedra rojiza, brillantes a esa hora de la tarde. Cuatro gatos dormitaban a la sombra de un viejo ciprés. Uno de ellos la miró de soslayo, sin moverse, con los ojos entrecerrados. María sonrió y, aunque le habría gustado, no quiso acercarse a acariciarlos por no perturbar su descanso. Siguió el rumbo de la calle, que zigzagueaba antes de enderezarse en lo más alto de la aldea. Desde allí, nada más enfilar la última cuesta, ya se veía el bosque de encinas y robles cubriendo las colinas. Se detuvo para contemplarlo mientras dos palomas alzaban el vuelo desde un tejado. El bosque, tras los campos sembrados de trigo y centeno, parecía estar siempre dispuesto al encuentro. Esa era la sensación que conservaba desde hacía años: la de sentirse invitada por los árboles; invitada a pasear, a gozar de su compañía. De lejos daba la impresión de estar deshabitado, aunque bien sabía ella que no era así. Era la casa de los pájaros y albergaba todo un pueblo de pequeños animalitos a los que protegía su sombra generosa. Lo miró con simpatía mientras el sol caía a plomo sobre la tierra y las hojas de los chopos temblaban en la brisa. Escuchó aquel susurro, un rumor entrañable tan parecido al de la lluvia y siguió caminando calle abajo. Sus pasos resonaron en la soledad de la tarde. Dejó atrás la última casa de la aldea, en cuyo jardín sus dueños habían plantado tres hermosos rosales, cruzó la carretera en la que moría la calle Real y siguió andando por un estrecho sendero en dirección al bosque. El sonido de sus botas se hizo más crepitante al pisar tierra y guijarros. A ambos lados del sendero, invadido por la fragancia de las mieses crecidas, algunos campos aguardaban la cosecha, tostados de cereales, y otros -los menosdescansaban al barbecho mostrando las glebas rojizas de sus entrañas. Andaba decidida a pesar del calor y se lamentó de no haber cogido un sombrero. Intentó cubrirse con el cuaderno que llevaba consigo, pero le resultó incómodo andar así. Agachó levemente la cabeza y entornó los ojos para protegerse de tanta claridad. En las riberas algunas flores lilas y amarillas se agitaban, como hijas del viento que eran. Una solitaria amapola entre el cereal llamó su atención y el trinar de un ave le recordó la inmediata presencia del bosque. Miró entonces el azul nítido del cielo. Una bandada de vencejos hacía cabriolas en las ráfagas de aire y por unos instantes también ella se sintió liviana, como una hoja mecida por la brisa; como cuando era niña y su padre la llevaba al campo. Siempre se había sentido libre y feliz allí, entremezclada con la naturaleza. Ahora llevaba el pelo menos largo, cortado en media melena, pero aun así sintió como el aire lo acariciaba con dedos juguetones. Caminó un poco más, hasta donde la brisa se arremolinaba cerca de los árboles. Escuchó el roce musical de las espigas, y sobre ellas una mariposa pareció remontar a saltos el aire. Y allí mismo, donde terminaba la última lengua de trigo comenzaba el reino del bosque. Se detuvo en el umbral silencioso de una rama y sintió en el abrazo de la encina el temblor del encuentro. Una oropéndola dibujó un trazo amarillo delante de sus ojos y un mirlo cantó con su voz de agua, frondosa y alegre, animándola a adentrarse por la senda que se adivinaba entre los espinos. Conocía bien aquella rudeza que a veces ofrecía el bosque, por eso vestía un pantalón largo, de algodón, grisáceo como las piedras calizas que afloraban dispersas entre la vegetación. Comenzó a ascender la colina, ya bajo el claroscuro de los árboles, mirando al suelo para no tropezar. Era un ligero esfuerzo que siempre merecía la pena. Sintió el sudor en su espalda y en su frente, y por primera vez también la molesta insistencia de algunos insectos. Los apartaba con el cuaderno mientras caminaba concentrada en la ascensión. El mirlo parecía llamarla a ir hasta donde fuese marcando su voz. Los árboles reposaban en una luz sobria, pero de una sobriedad confortable, mullida. En la transparencia de la tarde ninguna cosa parecía destacar sobre las demás, juntas proporcionaban una sensación de equilibrio: las chicharras aserrando el aire, el balanceo de algunas ramas, el resinoso olor de las jaras... Unos metros más adelante, a media altura de la colina, la senda suavizaba su pendiente hasta llegar a la cima, donde el bosque se aclaraba. Hacia allí dirigió sus pasos. Cuando llegó buscó la piedra donde solía sentarse y abandonó el cuaderno sobre la hierba. Su respiración se fue relajando mientras contemplaba el paisaje desde la altura. Pudo apreciar mejor la extensión de los cultivos y los huertos; y el sendero, que mantenía unidos a la aldea y al bosque como un ondulado cordón umbilical. Notó cómo el pensamiento iba adormeciéndose al compás de su respiración. Saludó a los árboles y cerró los ojos para integrarse mejor en la tarde del campo. Los mantuvo así, con las palmas de las manos apoyadas en los párpados, los codos descansando sobre las rodillas, mientras crecía el rumor de las chicharras como una canción. Después volvió a mirar el paisaje desde la altura. A aquel cerro entre árboles lo llamaban La Peña del Águila y, aunque las rapaces podían volar todavía mucho más altas, desde allí veía el mundo a sus pies: la aldea tendida a la orilla de los chopos, los huertos, las sombras de las escasas nubes sobre la superficie de la tierra...