Nos rompieron la cara a todos
Transcripción
Nos rompieron la cara a todos
Nos rompieron la cara a todos Para VR Me gustaría dorarles la píldora, qué mejor. La ilusión de realidad versus la realidad, cruda, atroz y despiadada. Pero hay que contar lo que ocurrió, no como mera catarsis o mero afán narrativo sino para que, encarado en palabras, el rostro de la maldad aparezca con más nitidez, para saber que esta existe agazapada y que no queremos vivir huyéndole, sospechándola detrás de cada acción y persona de esta nuestra ciudad convulsa. No se trata de contar por contar lo que le pasó a mi amiga, mujer que trabaja y que tiene dos jóvenes universitarios a su cargo y que es generosa por demás con todos los que la rodeamos (tenemos el privilegio de su amistad) sino de protestar, de subrayar la inseguridad y los bajos fondos de la condición humana, y la falta de acciones concretas contra lo que parece –por desgracia nos enteramos después del atraco a mi amiga- una práctica frecuente. Mi amiga sale de su trabajo al anochecer, llueve, Insurgentes sur, piensa en tomar el Metrobus pues ese día no lleva coche. Pero la lluvia cae copiosa y un taxi se arrima a la banqueta, justo cuando ella está dudando. Pareciera que le adivinara el apremio y se coloca como bandeja para que haga lo que no acostumbra: subirse a un taxi de la calle (tipos así desbancan a los taxistas honestos). Está por llegar a casa, cansada, con deseos de ver a sus hijos, cenar algo, prepararse para el día siguiente. Por precaución no suele bajarse frente a su casa sino unos metros antes, pero cuando está por pagar y descender, un hombre grueso se sube de prisa estorbándole y el taxi arranca. Lo que pasa después es la pesadilla de la que aún no sale. Un simple asaltante se queda con el dinero, o lleva a su víctima a los cajeros y la hace sacar el efectivo pero no se ensaña, golpeando el rostro una vez para empezar, dejando clara su intención, y luego repetidas veces a puño cerrado contra los ojos. Mi amiga lo cuenta, una y otra vez. Va recordando como fue, a qué olían: no estaban borrachos, droga seguramente. Repite la historia de nuevo, para entender lo incomprensible, para detener los golpes que se estrellaban en su rostro, sobre los ojos: hinchándolos, reventando párpados, fracturando mandíbula. El que manejaba insistía “mejor mátala”, mientras el otro dejaba huellas con el desarmador en sus muslos. Hasta que seguramente asustados (dice ella) por la sangre que le escurría, el gordo se apiada y le da un pañuelo que extrae de la bolsa de ella, para que se limpie. Ya no les parece prudente llevarla así al cajero, clara evidencia de la agresión. En ese único gesto de piedad, el pañuelo blanco se tiñe de rojo y la portezuela se abre en un lugar incierto, donde ella desciende con la bolsa al hombro, con los ojos cerrados, la sangre en la cara, trastabillando, buscando una puerta para tocar. Por fin, descubre una puerta entreabierta, el letrero de doble A sobre ella. Se atreve a entrar. Qué afortunado, piensa, ¿quién le hubiera abierto en esas condiciones? ¿Ella lo habría hecho ante una mujer bañada en sangre? ¿Quién quiere problemas? Le permitieron usar el teléfono y hablar a su casa, y dar la dirección de ese lugar y que su hijo acudiera en su auxilio. Hubiera querido evitarles a los suyos la impresión de verla así, madre al fin, pero no había manera de ocultar la vejación, el oprobio, la cobardía de esos hombres que por 4 mil pesos, que drenarían a un cajero, deformaban un rostro y herían la confianza y la integridad. Se trataba de lastimar los ojos, de que no los reconociera, de que no se atreviera a identificarlos si es que no perdía la vista. Ya en el hospital mi amiga se entera de que lo que le ha ocurrido a ella, esa saña, esa maldad, ese golpear por más de una hora los ojos para astillar las órbitas, para hundir el globo, para implantar el horror y el miedo, sucede a menudo. Le cuentan que hace poco una mujer mayor perdió la vista de un ojo, que un joven vino en el mismo estado que ella. Datos fríos, duros. Delincuentes en taxis, torturadores cobardes, asesinos al volante, escoria de esta ciudad donde se esgrime la bajeza contra el débil, sea mujer, sea joven, sea un hombre solo. Sí, tiene razón mi amiga cuando recuperándose de una segunda operación y ante mi deseo de escribir sobre lo que le ocurrió 1/2 Nos rompieron la cara a todos me dice: Ya sé cómo le vas a poner, como lo que me dijo otra amiga: “Nos rompieron la cara a todos”. Publicado en Kiosco de El Universal (21/11/09) 2/2