MÚSICAS CON MENSAJE Desde la temblorosa andadura de sus
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MÚSICAS CON MENSAJE Desde la temblorosa andadura de sus
MÚSICAS CON MENSAJE Desde la temblorosa andadura de sus compases iniciales hasta la triunfal y afirmativa apoteosis final, la Novena sinfonía de Beethoven puede leerse en los términos de una grandiosa cosmogonía, una suerte de largo y complejo relato que encuentra en la aparición del elemento humano (los cantantes, el coro, pero sobre todo la irrupción de la palabra) no solo su culminación, sino también su grado de conciencia más alto. En términos parecidos lo percibía ya Schumann, cuando escribía en 1835: «La sinfonía representa la historia del nacimiento del hombre: al principio el caos… luego, la orden de la Divinidad: ‘¡Hágase la luz!’… más tarde, el sol levantándose sobre el primer hombre, estupefacto ante semejante magnificencia… En resumen, todo el primer capítulo del Pentateuco». Tal como ocurre en otras piezas de Beethoven, también la música de la Novena sinfonía parece surgir de la nada. Un trémolo en pianissimo, un simple intervalo de quinta, un arpegio descendente, una célula rítmica yámbica (corchea-negra): al principio no existe ni una melodía ni un tema propiamente dicho, tan solo una serie de elementos mínimos que, bajo la mirada del oyente, empiezan a entrar en contacto los unos con los otros y a agregarse en modalidades más amplias y complejas. Será a partir del compás dieciséis cuando se imponga un primer tema compacto y definido, dotado de un perfil autónomo. La música de Beethoven presenta a menudo un marcado carácter ‘biológico’ cuya morfología se apoya en un inaudito aprovechamiento de las potencialidades de la forma sonata. Son tantas las problemáticas planteadas por una obra como la Novena que resulta difícil resumirlas en pocas líneas. La integración de la voz humana es tan solo una de ellas, pero no menos crucial es la articulación formal de la pieza. La presencia en segunda posición del scherzo, tradicionalmente situado en tercer lugar, es una decisión que el compositor tomó por razones de equilibrio estructural, para introducir una zona de gran vigor rítmico entre los grandes continentes del Allegro ma non troppo inicial y del Adagio molto e cantabile. No menos inesperada es la recapitulación temática del primero, segundo y tercer movimiento que Beethoven realiza en la introducción del cuarto movimiento. Igual que la Heroica, también la Novena alumbra un orden nuevo. En la Tercera sinfonía, indisolublemente asociada con la figura de Napoleón, esta idea es contemplada todavía como el producto de una acción individual que se impone por medio de choques y enfrentamientos trazando un recorrido cargado a la vez de dinamismo y dramatismo. Este principio tiene su correlato musical en la forma sonata, donde el antagonismo temático encarna la posibilidad del cambio y de la evolución. Sin embargo, en el momento en que Beethoven escribe la Novena, la Historia parece haber dado un paso atrás. Con el fracaso de Napoleón, la derrota de los ideales de la Revolución Francesa y la restauración de los valores absolutistas, el orden antiguo daba la sensación de haber triunfado finalmente sobre el nuevo. La revolución a la que apela la Novena sinfonía tiene ahora un signo diferente que no desdice lo anterior pero lo enriquece, lo amplía y lo transfigura. Es un sentimiento de carácter más ético que político, más colectivo que individual. Encarnado en los versos de Schiller, es el canto fraterno de una Humanidad que contempla lo Absoluto con una actitud de estupefacta e inefable alegría, capaz de superar los conflictos que plantea la existencia y la Historia. De una manera análoga, el último Beethoven enfoca la forma sonata desde una perspectiva nueva: el antagonismo temático pasa a un segundo plano y el devenir del discurso sonoro tiende a apoyarse en un trabajo cada vez más próximo al procedimiento analítico de la variación. En este recurso se apoya de manera directa el tercer movimiento de la Novena y –aunque según modalidades más encubiertas– el desarrollo del primer movimiento y también el cuarto, en donde las sucesivas elaboraciones del tema de la alegría siguen un proceso de progresiva amplificación. Si en la Novena de Beethoven la multitud de voces alcanza su máxima comunión en la entonación conjunta de un motivo luminoso y esperanzador, en el Réquiem de György Ligeti se produce el efecto contrario: los perfiles individuales de las voces se superponen en estructuras tan densas que acaban por emborronarse en nebulosas sonoras oscuras e indefinidas. Escrito entre 1963 y 1965 para dos voces solistas (soprano y mezzosoprano), dos coros mixtos y orquesta, el Réquiem lleva a su máximo grado de complejidad y riqueza la técnica de la «micropolifonía» propia del compositor húngaro. Este procedimiento se fundamenta en una especie de ilusionismo sonoro: una polifonía de elementos pequeños tan densa y enrevesada que el oyente la percibe globalmente como una mancha tímbrica ligeramente temblorosa, definida por sus rasgos exteriores de color, peso y textura. El parámetro melódico y el rítmico quedan en cambio difuminados por el efecto de saturación derivado de la superposición de tantas líneas polifónicas. La tremenda complejidad interna de la micropolifonía tiene su reverso en una indudable capacidad evocadora de matriz casi impresionista, un impresionismo que cabría definir de lúgubre, generador de atmósferas de opaco resplandor. En el Réquiem Ligeti da un ulterior paso adelante con respecto a las anteriores piezas compuestas según esta técnica (Lontano, Atmósferas, Apariciones). Mientras aquellas eran partituras puramente instrumentales que desarrollaban un discurso abstracto, en este caso el compositor toma como soporte un texto muy cargado de tradición y significados como el de la misa de los muertos. En ese nuevo contexto, la micropolifonía se carga de valores expresivos más explícitos aún y no es casual que el talante misterioso y enigmático del Réquiem llamara la atención de un cineasta como Stanley Kubrick, quien recurrió a su música para acompañar las apariciones del misterioso monolito en la película 2001. Una odisea del espacio. Pero no todo en este Réquiem es densidad impenetrable. También aflora en ciertos momentos un gusto por líneas sonoras más prominentes e individualizadas característica de la futura producción de Ligeti. El compositor solo pone música a tres partes del texto latino de la misa: el «Introitus», el «Kyrie», y la secuencia «Dies irae», de la cual proceden las dos secciones «De die judicii sequentia» y «Lacrimosa». En el plano formal, la obra está concebida como una yuxtaposición de estructuras homofónicas («Introitus», «Lacrimosa») y polifónicas («Kyrie»), mientras que el «Dies irae» introduce islas de homofonía dentro de un contexto mayoritariamente polifónico. El «Introitus» emerge de los registros graves de voces (bajos) e instrumentos (trombones) y poco a poco se expande conquistando de manera gradual las regiones más agudas. La intervención de las dos solistas aligera por un momento la densidad sonora y otorga a los últimos compases una cualidad algo más luminosa. El «Kyrie» es, en palabras del compositor, una «gran fuga» a cinco partes principales, cada una de las cuales consiste en un canon a cuatro voces, lo que produce una masa coral a veinte voces. Para las atmósferas del «Dies irae» (la sección más extensa y articulada de la obra), Ligeti busca inspiración en las visiones apocalípticas de Brueghel, Bosch y Durero, lo que da lugar a una música «exaltada, hiperdramática y desenfrenada»: un fresco sonoro alucinado cuyos ecos aún perdurarán en la ópera Le Grand Macabre, compuesta diez años más tarde. El «Lacrimosa» posee en cambio un clima más contenido y recogido que, sin embargo, no atenúa la opresiva negrura de la obra. Sin perder su carácter de reflexión intemporal sobre la muerte, el Réquiem ligetiano enriquece el tema de nuevas y siniestras connotaciones. El anonimato que se cierne sobre las voces a menudo indistinguibles que conforman su ropaje sonoro encarna tal vez una forma de horror más actual: la amenaza de un exterminio masivo que, el perfeccionamiento de los medios tecnológicos ha hecho cada vez más factible y eficaz. Con el holocausto nuclear como telón de fondo, el lóbrego escenario del Réquiem ligetiano viene a evocar la imagen de un paisaje apocalíptico sin juicio final ni juez, sin condenados ni salvados. © Stefano Russomanno