Prólogo del autor:

Transcripción

Prólogo del autor:
Prólogo del autor:
Mi padre escribía con letra barroca y redactaba francamente
bien. Un escritor en potencia que no llegó a ser, por un lado, y
un escritor frustrado por las circunstancias, por otro. De él
adquirí la afición a la escritura y él me inició en la lectura.
Primero con aquellas novelas de tigres en la selva de la India o
de Malasia, de Emilio Salgari, y después, ya algo más mayor, me
impactó mucho una trilogía que compró de Gironella: Los
cipreses creen en Dios, Un millón de muertos y Ha estallado la
paz. Por aquellos entonces ya me había dado yo al gusto de
escribir. De hecho, aún me acuerdo de la primera redacción en la
academia de don Reyes con apenas siete años. Recuerdo que
fue, Mari Pili Cabezas mi profesora, la primera en felicitarme por
aquel escrito. Aquello me llenó de satisfacción y me espoleó, y
otra de mis redacciones quedó finalista para el concurso CocaCola de redacción que se celebraba en Badajoz en el teatro
Menacho; y allí fuimos en excursión a vivir la experiencia,
aunque no resultó ganadora.
Desde entonces y debido a la afición y a mi trabajo, no he
dejado de escribir, creo, que ni un solo día. En bloc de papel,
servilleta de bar, máquina Olivetti u ordenador. Es algo que de
verdad me apasiona. Tanto, que respeto profundamente este
oficio de poner negro sobre blanco, una noticia. Unos hechos
que vas a contar a otros; o unos pensamientos, o unos
sentimientos.
Escribir es un oficio duro pero grato. Y no porque el papel lo
aguante todo, no. Es por su finalidad. Igual no pensamos
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seriamente en ella, pero hace y sirve de todo. Desde válvula de
escape, a satisfacción económica. Perdón por si puede resultar
prosaico esto de lo crematístico, pero es así. Yo me he ganado la
vida escribiendo en periódicos y revistas. Si bien eso no lo tengo
como el oficio en sí de escritor. Para mí escritor es el que se gana
la vida escribiendo cosas que salen de su propio yo. Que piensa e
imagina y se las transmite a los demás a modo de novela, cuento
o ensayo. Da igual el género o el formato. En definitiva, una obra
completa que sale desde dentro de uno. Y eso es difícil. Y es
difícil porque escribir es un oficio que requiere de algo
verdaderamente intangible. No es la técnica, que también, es,
sobre todo y por encima de todo, un estado mental y anímico.
No se escribe cuando uno quiere, sino cuando te lo dice tu
adentro.
Le llamaremos “musa”, o inspiración, como se le ha llamado
siempre. Otros le dirán ciencia infusa. Pues bueno, eso. Y eso no
se tiene en cada momento que uno quiere, de ahí que el escritor
por muy disciplinado que quiera ser, nunca podrá someterse al
cien por cien a un horario. Unas normas más o menos flexibles,
sí, pero un horario fijo, no. Al menos este es mi caso y creo que
el de muchos que se dedican por afición o por oficio, a este bello
arte de transmitir a los demás lo que uno siente y piensa,
imagina, o crea, en ese proceso imaginativo que ha de tener el
escritor.
Dicho esto y sin querer destripar la novela, me corresponde
hacer un ejercicio de sinceridad con los lectores que esto, ya
maquetado e impreso, tuvieren en sus manos. La sinceridad
obliga y compromete, y como siempre he sido muy
comprometido y siempre he actuado sin red, sé de antemano
que puede doler:
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Esta novela recrea unos hechos que prácticamente han
sucedido en un cincuenta por ciento, el resto es producto de la
imaginación del autor, así que quien se diere por aludido, puede,
o no, llevar razón. Los personajes son, repito, casi al cincuenta
por ciento reales, y los que lo son, han formado una parte
importante de mi vida. Sé que es demasiado común, se podría
decir que vulgar, que la primera obra de un escritor o aspirante a
escritor, sea autobiográfica, lo sé. He caído también en esa
tentación, pero a decir verdad, en este mi caso, no ha sido por
eso. Han sido las circunstancias las que han influido de manera
más determinante en que en su día eligiera entre esta, y otra ya
comenzada un año antes y que aún, sigue inconclusa.
El estado anímico influyó en que fuera la que ahora tiene en
sus manos y no otra, la primera de mis obras que, además, no sé
si será la última, si bien, cayendo en un tópico más, podré decir
que me puedo morir tranquilo al haber alcanzado aquello que
todo hombre debe hacer en su vida en la Tierra y que ya lo tengo
hecho. He tenido –y tengo-, dos hijas maravillosas, he plantado
más de un árbol y alguno aún sigue dando sus frutos, y he escrito
este libro. ¡Ah! y ya, más moderno, también he montado en
globo, siendo bautizado, en mi primer viaje, con el nombre de
Príncipe del Guadiamar.
En realidad me da exactamente igual caer como no en el
tópico de la obra autobiográfica. Parece como si eso quisiera
decir que no se tiene la suficiente capacidad creativa y hay que
recurrir a cosas que le han pasado a uno y contarlas. Eso parece
ser, o eso dicen, que es más fácil que imaginar una historia,
montar la trama y narrarlo. Bueno, pues no lo voy a discutir,
pero yo en realidad no es por eso que lo haya hecho así, sino
más bien por la necesidad de decir y contar esta parte de mi vida
novelada que puede gustar o no, pero que está hecha con el
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mayor cariño y el más absoluto respeto a quienes pareciendo
personajes de ficción, son de carne y hueso. A ellos, los que son
de verdad que se sientan identificados y por cualquier
circunstancia no les guste su papel en la obra por no describir
con claridad sus sentimientos o pensamientos, pido de
antemano disculpas. En absoluto ha sido mi intención hacer que
alguien pudiera molestarse por verse aquí representado.
Dicho esto, y haciendo hincapié en que prácticamente toda
la segunda parte de la obra es ficción, hacer la observación, de
que no es un análisis sicológico ni ningún psicoanálisis el que de
mí hago y trato de transmitir, nada más lejos de mi intención. Sin
embargo, sí hay una parte de mi manera de ser, aquí plasmada.
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DEDICATORIA
A mi madre. A mi padre del que heredé la afición a escribir.
A mis hijas que me han querido, y me quieren, como el padre que
a lo peor no fui. A mis dos grandes amores de la juventud:
Ángeles y Mari Carmen, aunque en su día me causaran daño, no
les guardo rencor (y no es un reproche, a Ángeles después se lo
ocasioné yo); a la madre de mis hijas, Dolores, a la que tanto
daño hice pidiéndole desde aquí perdón Y a una de las mujeres
anónimas del libro, y que no es ficción, porque fue el pilar donde
me basé, y la ventana, por la que comencé a ver de nuevo el
amor. Y la que me enseñó a hacerlo (amar) con todo el cuerpo y
con toda el alma… y a mi primera nieta: Jara.
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El almacén de sueños
CAPITULO I
Lord Byron: “He pasado toda la vida intentando que alguien
me ame”.
El autor: Cuando alguien me amó, casi nunca, supe
entenderlo.
Dos de la madrugada, relativo silencio. La televisión daba
los reflejos que alumbran para no estar ciego en la totalidad de
unos tonos ocres de miedo y luto. Oscuridad de noche oscura y
calma de campo en estío sin grillos ni chicharras. Una habitación
de tres por tres metros, con puertas marga, del color mustio y la
resistencia frágil que enmudece cuando entras en la observación
de un lugar privado pero enormemente público como es un hostal
de pueblo. Testigo y cerradura de tantas almas que por allí han
pasado. Por todo lujo ornamental, un pobre y estrecho armario
que hace las veces de adorno, más que de verdadero guardarropa
de gente que se mueve al clarear el día para salir corriendo al
trabajo, que les tiene por estas tierras de manera itinerante. Un
adorno tan estrecho que ni da para acoger el ancho de un bolso de
viaje.
No es siquiera de ésos modernos de la firma sueca, de los
recién llegados hace unos meses y vecinos de Ikea, en Castilleja,
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no. Es de los tradicionales, de ésos hechos de tableros de
aglomerado con finas láminas de contrachapado a la espalda, de
los de antes. Mide alrededor de 1,75 metros y ensancha poco más
de 45 centímetros. Dentro, en su interior amenguado, tres
cajones, y sobresaliendo por su aspecto, de los tres, el de arriba
con la tapa azul, del color añil del unicornio que se le perdió a
Silvio Rodríguez y que no hace juego con nada. Mientras, los
otros dos, son de color beige con la forma semidibujada de los
anudamientos de la madera cortada del tronco de un árbol.
Dos de la madrugada y se va la luz. No hay luz de
emergencia. La oscuridad es absoluta. El silencio se hace oír con
mayor claridad aún, al pararse el leve sonido del televisor
encendido a la compañía del pensamiento que le mantiene con los
ojos abiertos. Sonido monótono y cadencioso, pero acompañante
fiel cual escudero de sombras y soledades. Se esfumó la
posibilidad de ver y de oír algo. Un instante de mínimo
desconcierto al sentirse como uno de los protagonistas de El
Ensayo sobre la ceguera de Saramago. Trastorno en el sigilo de la
noche, la única referencia lumínica entra a través de una pequeña
ventanita en el aseo, de dos hojas de aluminio, con cristal opaco,
abierta al patio del hostal y de poco más de cincuenta centímetros
cuadrados.
No hay tiempo, ha desaparecido en el mismo instante que
saltó el automático. No hay más que mudos sonidos y frustración.
Quejas, olvidos, penas, sin sabores, preguntas sin respuesta,
preguntas a las que buscar respuesta, respuestas dadas al fiasco
que se empeñan en mantenerse como únicas. Incertidumbre,
hesitación y más preguntas, más respuestas, más preguntas sin
respuestas en el emporio de la soledad de aquella habitación.
Muda la noche, muda la luz, mudos los inquilinos pasajeros de
anochecidas calladas. Mudos todos menos los patos que
despiertan de golpe a la oscuridad nacida de un cortocircuito y
que hace de resorte como en electrolisis que les hubiera
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propinado una corriente tal, que originó su despertar en
sobresalto.
Un verdadero jolgorio, un aluvión de cánticos como
graznidos de cuervo; un sonio ruidoso, bronco, pesado, antipático
y lúgubre se apoderó de la quietud del silencio, de la solemnidad
de la noche calmada aunque tenebrosa en su lobreguez. Un
bullicio que despierta de golpe tanto al durmiente que descansa
como al sibilino que sueña y profetiza o al que en vigilia obligada
piensa, medita y recapacita sobre sus cuitas: referentes de su
inquietud y su zozobra.
Unos metros cuadrados como habitación de huéspedes
dentro de lo que otrora fuera mansión de lujo para solaz y
descanso de algún adinerado sevillano que subía a la cornisa
aljarafeña a rebajar unos grados el asfixiante calor del verano.
Habitación de puertas blandas, accesibles. Amarguras de puertas
adentro y dentro de una mansión de regia construcción y seguro
abolengo. Señorial enclave que pasó del lujo a la sencillez hecha
ordinariez, chocarrería y mala construcción para aprovechar el
espacio.
Inacabada, inadecuada, sólo con el marchamo de calidad de
sus paredes gruesas. Muros que esconden el sollozo de la pena o
el gemir de la pasión amorosa. Gritos, susurros, suspiros, besos.
Torre de Babel que esconde tras sus puertas marga, al inquilino
moreno, de tez morena y rizos morenos; al de tez negra de
brillante ébano y marfil, al sudamericano amante de la madre
patria que ve aquí su futuro, y el de su familia.
Muros que guardan del calor y del frío pero no de la
rusticidad del entorno. Paredes que alumbran rigidez y señorío.
Ecos que amparan la vejez y que pronostican una alegoría de la
insensatez a quien le trajo y condujo a estar entre ellas.
Resonancias silentes que sólo, en aquella espesura en la que se
confunden graznidos de patos, olores a manta vieja, y
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pensamientos confusos, mantienen la pervivencia y suspiran por
un futuro absolutamente incierto.
Los pensamientos están ahí, encerrados en una prisión
escogida, muy mal escogida. La realidad de ese momento es la
que es y está ahí teniendo que afrontar a sus casi cincuenta y un
otoños, el postrero devenir de su vida desde la impotencia, la
calamidad, el remordimiento y la duda que se multiplica por
momentos. Afronta entre aquellas paredes, la dualidad de una
situación nueva y anómala, desconocida, controvertida y exigente
a la vez. Vivir es el fin, el por qué o el por quién vivir, es la
cuestión, los medios a priori: ninguno.
Desde la indigencia económica por no haber sabido vivir la
vida -desde un punto de vista económico-, ni condurar las
oportunidades, ve cómo se le viene encima todo un mundo de
raídos amaneceres carentes de horizontes y desprovistos de luz.
Era oscuridad en la habitación, y hay oscuridad en su corazón y
en su alma. Se auto-flagela al considerarse un personaje
saramaguiano, y mira a su alrededor donde únicamente ve la
brillante oscuridad que le envuelve.
Nada hay que resplandezca más que su íntima turbiedad, y se
limita a soportar de estoica manera lo que en esos momentos, el
destino, su destino, le tiene preparado en un presente sombrío de
sentimientos y austero en oportunidades. Un destino buscado y
ganado a pulso. Conseguido sin grandes esfuerzos por sus propias
miserias, por su inmadurez, sus carencias, sus limitaciones. Por
ser un ser irreflexivo, egoísta y torpe hasta la saciedad. No hay
espejo donde mirarse para ver cómo es la cara de la estupidez
humana, y si acaso, de soslayo, repasa el reflejo sonoro de sus
voces que le condicionan y no animan a buscar soluciones por el
momento: es la comodidad del injusto.
Ya había sonado la sirena y llegado la hora de exprimir el
tiempo, el que veía que se le iba o el que por mejor decir, se le
había ido. Un tiempo lleno de plenitud, de abundancias, de
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multitud de oportunidades mal desarrolladas y todas ellas
desaprovechadas. Había llegado el momento de marcarse alguna
meta justo en el instante que se fue la luz y que su desilusión, en
el más amplio envase, afloraba. Se contaminó del negativismo, de
la severidad de sus convicciones, del realismo de sus necesidades
obviando la parte más sencilla, la más noble del hombre, la que
nos conduce a la felicidad: el saber compartir.
Se volvió intransigente porque ya lo era en el fondo y su
vehemencia siempre le condujo a diferentes simas en las
profundidades de su cerrazón. Y bajaba a pulmón libre, sin
escafandra que le ayudara a soportar la presión, lo que aventuraba
un desenlace fatal en su cerebro: se convirtió en su día en el
monstruo que nunca quiso ser, pero que mutó porque el gen
estaba predispuesto, y se originó por generación espontánea el
sujeto que llegó a ser sin saber a ciencia cierta cuál fue el
momento de la mutación o si por el contrario, fue un proceso de
evolución lógica encuadrada en alguna patología psiquiátrica que
deviniera de la infancia, la adolescencia, la juventud y/o la
madurez que nunca tuvo.
En aquella habitación de hostal andaluz, como les sucede a
los suicidas y a los que están a punto de administrarles la
inyección final, vio pasar la película de su vida por delante de él.
En aquella oscuridad se proyectaron fotograma a fotograma todas
y cada una de sus vivencias. Su peripecia vital estaba plasmada
en aquel muro de sesenta centímetros de grosor encalado, blanco
sucio de tabaco, que daba el color sepia que su propia vida, la de
él, evidenciaba en el tiempo..., por la edad, pensó…, por la falta
de limpieza, la razón verdadera de estar así de descolorida la
pared.
Surrealismo paranoico crítico como un cuadro de Dalí lo que
allí se atisbaba en la penumbra. Los síntomas eran más
tangenciales al trastorno bipolar; aquello era lo que se adivinaba
en el interior del huésped de la habitación número 26. Una
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estancia a la que se accedía desde la recepción, y atravesando un
pasillo jalonado por cocina a la derecha y comedor a la izquierda,
se llegaba al zaguán donde estaba una cabina de teléfono y,
veintidós escalones hacia arriba y a la derecha, que daban a un
gran hall de patio andaluz muerto en decoración y que hacía eco
por la soledad de sus paredes que dejaban al desnudo aún,
registros de la luz y cables sin tapar. Unas destartaladas mesas allí
puestas, como tiradas y dejadas por en medio, con tableros de
cristal y ribetes con adornos dorados que hacían resonancia a la
vista, así como reverberaba el taconear de alguna señora al pasar
a la habitación doble, de una cama, cuyo colchón chirría a cada
una de las embestidas cuando dos cuerpos se aman. Mezcla de
sensaciones, emociones e inquietudes sudadas abandonadas al
sexo.
Se encendieron las señales del nerviosismo y achicó agua del
barco que veía hundirse a medida que más y más se empeñaba en
buscar soluciones a lo que por el momento no tenía remedio,
mucho menos, cuando la decisión de irse de su casa en la que
vivía con su segunda esposa, la había tomado él en otro más de
los arrebatos que su huida hacia adelante le obligaba dentro del
guion de su película.
Las vacaciones que precedieron al desenlace del hostal,
transcurrieron ya con la anormalidad de la deformación palpable
en sus vidas, la del matrimonio que él acababa de deshacer, y de
su vida de pareja. Los motivos y las motivaciones que le llevaron
a actuar así, un misterio por resolver al común de los mortales si
bien la patología es evidente aunque no deje huellas, pero
preclara la actitud, además de egoísta, interesada e ingrata, para
quien la adoptó, otra cosa son las razones que a ello le llevaron.
Reflexiones hechas en voz baja y para sí mismo y su egocéntrica
y ecléctica manera de ver y vivir la vida. Una vida, por demás,
cargada de abalorios inanes, insignificantes, nada o casi nada que
valiera la pena ser puesto en el haber de la cuenta de resultados
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de su existencia. El hedonismo como filosofía de vida se
mezclaba con el paroxismo de su ímpetu y daba espectaculares
resultados, pero vanos de contenido real a la postre. Era la fruta
que madura y pudre en un día y que no deja siquiera el poso del
buen café de puchero en el puchero.
Calló la voz, mudo el silencio
ahogada la pena, sufría el necio.
Amparo y sigilo prendidos de un techo,
aunque para mí lo importante fuera el desprecio.
Despertarse a la luna, vivir al sol,
estaba afligido sin condición,
dormitaba los sueños de una pasión
cuando de repente, es su crisol,
se fundieron los cuerpos.
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CAPÍTULO II
La frustración había llegado a su corazón por duplicado en
muy poco tiempo. El amor ofrecido desde su ímpetu juvenil, casi
aniñado, le hizo sopesar de manera importante los pasos a dar en
el futuro inmediato. No los calculó desde la consciencia y
coherencia de la madurez a la que se puede llegar tras sufrir uno o
dos desengaños, no, lo hizo desde su única manera, del único
modo que conocía, o sea, ofreciéndose a la vida en cuerpo y alma
pero con un resentimiento tácito, escondido, producto de sus
desencantos anteriores, es decir, el materialismo cochambroso de
los irresponsables.
El sedimento que aquellas decepciones habían dejado en su
interior, le fueron conformando sin él saberlo, de una manera que
hasta pasados muchos años nadie consiguió averiguar el origen
de sus posteriores procederes. Una forma de vivir que se
convirtió en una patología en toda regla que dio con sus huesos
en la más baja de las resoluciones humanas: el desprecio por uno
mismo, eso sí, tras engendrar el daño a su paso en los dos
referentes más íntimos con los que convivió en matrimonio.
Si el materialismo llevado a la práctica desde la cordura es
malo, el realizado desde la inconsciencia es peor aún porque es
camaleónico. Se viste y desviste con la facilidad que el mago
entra y sale del cajón cerrado con cadenas y siete candados. Nada
le importa, nada más que conseguir su meta, el capricho que se le
viene en gana, si bien todo hay que decirlo, en realidad sólo fue
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consciente de eso después de su segunda aventura; después de
haber liquidado los gananciales del amor que le ligaron en teoría,
y sólo en la teoría de unos meses, a su primera esposa. A partir de
entonces, cuando fue consciente de sus cualidades, la universidad
de la vida le fue proporcionando las suficientes materias y
materiales como para sacar la carrera sobresaliente cum laude,
doctorándose de manera definitiva y con el paso de los años, con
las nuevas tecnologías más aún, en el arte de la seducción.
El prototipo histórico de un vulgarmente conocido hoy como
mujeriego, es decir un Casanova, algo que hay que diferenciar, al
menos en el aspecto patológico de la enfermedad con el
donjuanismo, es Jacques Casanova de Seingalt, quien en el siglo
XVIII hizo de la seducción una carrera, no de obstáculos, sino de
retos y afanes, puesto que según sus propios cálculos, se acostó
(eufemismo éste para no decir que estuvo fornicando) con 122
mujeres en 39 años. El protagonista de esta historia no llegó a
tantas, ya que en primer lugar sus aventuras duraron sólo 25 años,
casi 15 menos que Casanova, ni empleaba el tiempo que la teoría
de los estudios sobre Casanova decían en cuanto a la duración, máximo cuatro semanas las de Casanova-, las más significativas
podrían llegar hasta tres meses, con cada una de sus conquistas.
Conquistas que por otro lado, y descrito está en los libros de la
propia historia individual y colectiva memoria de los hombres, no
eran sólo por el placer sexual, sino, y con la aquiescencia de las
seducidas, la relación amorosa perfecta en el tiempo y en la forma
mientras duraba, no era el sexo por el sexo.
El amor es cosa de dos siempre y se da en su esencia pura
durante el tiempo que dura el enamoramiento, el juego de la
seducción, tanto por una parte como por la otra. Se manifiesta de
diferentes maneras entre el binomio y dependiendo de quien lleve
la iniciativa. Esto de la iniciativa, como casi todo en esta vida, es
muy relativo, ya que cada factor del conjunto juega su papel tal y
como la Madre Naturaleza ha dictado en el rol a desarrollar por la
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hembra y por el macho a la hora de llegar a las últimas
concreciones que son, en la teoría, las de procrear. Esto en los
animales irracionales, en los racionales, la procreación pasa a un
segundo plano cuando se está en la fase de seducción, esta llega
después al conseguir el macho o la hembra, llevar a su terreno al
otro.
Si bien está generalizada la impresión de que el hombre
piensa con la bragueta, no menos generalizado es el hecho de que
hasta que a la mujer no le apetece o no quiere, el hombre pasta en
las dehesas del aburrimiento, la desazón y la calentura hormonal
que desemboca en muchos casos en dolores testiculares, o sea, la
cabeza del hombre, donde más neuronas tiene el macho
generalmente, porque se confunden las neuronas con la
testosterona.
De igual modo es conocido, que la mujer, de tradicional "el
sexo débil", en la realidad más contundente, es el antónimo de
débil cuando en su estancia y preponderancia amorosa, se sabe
elegida, buscada y pretendida. Entonces es cuando la mujer
conoce los laureles del éxito y difumina la sensación de debilidad
que le ha otorgado tradicionalmente la sociedad patriarcal en la
que vivimos. La mujer, pues, es el eslabón que capacita al
hombre en el binomio hembra-macho, visto, sobre todo, en el
terreno de las sinergias sexuales.
La pasión por el sexo y el sexo como pasión, dos elementos
clave en lo cotidiano para muchos y órgano servil a la
intransigencia, memez y puritanismo de otros. Desligar el sexo
del amor es tarea difícil pero aprobada al albur de muchos.
Marcar los referentes del amor sin sexo, labor enjundiosa y poco
probable. Hacerlo desde la perspectiva mojigata de unas
creencias rancias, en cualquier caso, sólo respetable, pero nada
llevadero, y practicar el sexo sin amor, trabajo más encaminado a
manifestar la soberanía epistemológica de un acto fisiológico y
animal, que demostrativo de sentimientos humanos.
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Así, con estos mimbres se hacen los cestos de tantos y tantos
avatares que el río de la prolijidad amorosa tiene a bien ofrecer a
lo largo de una vida. Eso sí, una vida llena de meandros que
cultivan las mieses del encanto y del desencanto, del amor y del
desamor, de la cautividad de unos sentimientos o las inmensas
lagunas del engaño y la sagacidad del mentiroso.
La mentira es la base, el asiento donde se cimenta todo lo
relacionado con una vida cargada de aventuras, de episodios
reales que superan cualquier ficción, de incidentes y lances que
rayan la esquizofrenia y lindan con patologías de tipo neurótico
en cuanto al carácter que esta tiene como la merma de habilidad
para corregirse desde la propia mente. La mentira es la fina y
firme proposición sobre la que se basa todo el comportamiento,
empezando por uno mismo y continuando con todo lo que a su
alrededor tiene.
Es la mentira la esencia misma del absurdo, es lo que
prolonga el tiempo de una relación en crisis devenida del
comportamiento de uno sólo de los componentes de una pareja.
La mentira es escaparate, es degradación, es vicio. La mentira es
la porcelana que adorna el sinsentido, la plegaria al miedo, el
cántico a lo ilógico. Es la más vil de las veleidades. Es ligereza e
inconstancia, es el resumen de lo anodino y la decrepitud
plasmada en el poco quererse uno mismo por el egoísmo que
proyecta el ego mal entendido. La mentira es el mal de la
supervivencia por hacer algo que nos mantenga vivos en la
vorágine de las miserias que obviamos.
Pero la mentira también es arma cándida, es ingenua e
inocente cuando se trata desde la perspectiva de la defensa, desde
el conocimiento en que es mejor mentir que hacer daño, cuando
las consecuencias posteriores serán eso: daño y perjuicio a
terceros. Hay hasta mentiras francas y sinceras (¿como reyes
republicanos?).
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Seducción, amor, mentira, ficción, realidad, pareja, fines
comunes, pasión…, todo entra en el lujo de una estancia tan
grande como es el crisol donde se entremezclan todos estos
sentimientos con una importantísima argamasa para poder
fundirlos y que el resultado sea el óptimo: la moral. Y la moral
como tal, en singular, puede determinar o ser determinante en la
vida y la obra de quienes se aferran a ella desde unos principios
basados en la virtud. Para vivir en pareja, la virtud cuasi teologal
más importante puede ser la confianza, y el bisturí que la siega
como a racimo en parra, es la mentira.
Siega tanto la confianza como hace a su vez de semillero de
otros tipos de comportamientos naciendo la desconfianza, la
insatisfacción, la desilusión, la incertidumbre, la incredulidad y la
inseguridad hasta en uno mismo por si fuera el verdadero
causante de tanto mal como ve a su alrededor cuando lo ve. Vivir
en desconfianza, en la alerta que hace vigilia permanente ante las
actitudes del otro, es sencillamente terrible. Mientras, el otro vive
su mentira permanentemente y acicala sus modales y se
transmuta en ciento y un títeres que hace sus pantomimas de cara
a la galería…, y no sufre. En resumidas cuentas padecen una
severa patología: la pseudología fantástica (mitomanía) que se
define en unos claros comportamientos que les hace
característicos y aúna en torno a sus particularidades como son el
que mienten con una determinada finalidad.
La mentira tiene un carácter marcadamente activo en estos
personajes. Son vanidosos; sienten una contrastada necesidad de
estimación así como aparentar más de lo que se es, gozan de una
gran imaginación que ponen en práctica cada vez que tienen
necesidad de ello. Se deleitan de una enorme actividad a la vez
que necesitan sentir el placer por fabular obteniendo beneficios
materiales, pero como efecto colateral (a diferencia con el
farsante donde el beneficio material es lo importante), a la vez
que la expresión es fundamental, y, por lo general, son amables y
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hasta encantadores de modales agradables y distinguidos. Y
cuando se destapa el tarro de sus esencias embusteras, abandonan
su papel y saben a la perfección cuándo abandonan el terreno de
la realidad.
La calamidad marcó su ímpetu;
no hay creencias al beneficio de la duda.
Abjuró firme de la compostura,
que de anocheceres llenó su espíritu.
Otra característica de estos personajes, es la poca ambición
respecto de lo material que poseen. Lo que persiguen más que
otra cosa es el aprecio, la estimación, el reconocimiento, esta es
su finalidad y no otra. Marginalmente pueden obtener algún
beneficio económico, generalmente producto de alguna estafa o
algo relacionado con ello, pero no es lo que buscan sino sólo algo
supletorio más que principal, y esto les diferencia del farsante
como tal si bien su farsa arraiga y cercena la libertad y capacidad
de los demás.
Casanova, Cagliostro y otros tantos y tantos “palomos
ladrones” de la historia del amor, han sido mitómanos - al decir
de algunos -, pseudólogos fantásticos que han vivido por y para el
placer, el lujo, y el hedonismo desde la seducción y la mentira.
Todo era una fachada de cara a la consecución de la felicidad y
del placer. Sus modos de actuar cambian con los tiempos, al igual
que los medios, los fines: los mismos. Nada les impide hacer su
voluntad ni conseguir lo que quieren, lo que buscan y ansían de
manera enfermiza, y lo hacen casi sin darse cuenta mientras lo
hacen, y no pueden sustraerse a la fuerza que les empuja hacia
esos comportamientos. Sólo, de vez en cuando, al ser conscientes
del daño hecho, es cuando de manera breve se forjan algún que
otro reproche pero sin ninguna intención terapéutica: es el
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reproche acalla conciencias. Algo liviano en el tiempo, el
reproche, porque acto seguido piensan en la siguiente conquista,
en la artimaña a urdir de cara a conseguir una nueva muesca en
las cachas de sus pistolas, una marca más que dejará la
satisfacción plena del botín conseguido, del envite ganado, de la
apuesta lograda.
Pero ante la irresponsabilidad de los firmes, de los
convencidos de sus propias actitudes y aptitudes, podríamos
llamar cinegéticas, en cuanto a la búsqueda y caza de la pieza,
como en el caso de los descritos a través de tantos libros, se
superpone (aunque sean los mismo comportamientos en lo
básico), la de los más toscos e insensatos, es decir, la cobardía,
porque esta es la madre de la crueldad.
Tras la mentira se esconde el cretino.
De la cobardía nace el fatuo.
Cuando ambas cosas se juntan,
el resultado es el sin sentido.
La cobardía es el recurso del débil, del menos capacitado
para hacer de su irresponsabilidad y conductas reprobables, al
menos y como mínimo, el responsable de esos actos, pero no, su
desatino, su miedo, su debilidad, lo aboca al padecimiento y la
desazón; al desconcierto, a convertir sus limitaciones en la
verdadera miseria y excusa en la que vive y se otorga como modo
de vida, sin madurar en la corresponsabilidad de actuaciones y en
la asunción de sus episodios, ese desatino. El cobarde sólo
amenaza cuando está a salvo, cuando se siente seguro bajo el
paraguas de la comprensión del otro o de los otros, de ahí su
ruindad al conocer de su cobardía que en absoluto es un acto
reflejo, sino que consciente de ella le conduce por la vereda de la
intransigencia y los miedos.
19
CAPÍTULO III
El amor suele sacudir los cimientos del entendimiento y de la
razón. Por amor se hace de todo y se llega a todo. Pero el amor
hay que conocerlo y no mezclarlo con lo insustancial ni con lo
severo de una realidad cotidiana. Saber distinguir el amor de
cualquier otra forma de atracción lleva su tiempo y tiene sus
propias leyes que formulan y ponen en práctica los reglamentos
que cada cual se da a sí mismo para comerciar con el material que
a su alcance tiene. El amor visto y vivido después “de la edad del
pavo” de manera apasionada es la concreción del paso de la
adolescencia a la juventud, el siguiente sería el matrimonio que te
aboca por las responsabilidades adquiridas, a la madurez. No fue
el caso. Amor de medio pelo, el tercero. Amor fingido y adornado
con guirnaldas de efusivos modales, de caridad demostrada en
hechos, de compañerismo cínico, de sutilezas acomodadas
mientras un vientre crecía, y dentro se desarrollaba parte de ese
amor demostrado desde la vehemencia de unas noches de boda
que llevan a los comparecientes en el tálamo a las evidentes
ojeras y mal estado físico de tres días dados a la expresividad y el
cansancio por quitarle tiempo al sueño y al descanso en su
espacio de lo razonable. Un amor vehemente que transporta en la
nave de la alegría y el gozo a quien se ve correspondido, ese acto
sublima cualquier otra circunstancia terrenal, pero cuando se
quiere prolongar, cuando se le quiere dar continuidad hacia lo
20
eterno, es cuando se produce el efecto de acción reacción al
abortarse tamaña osadía.
La frustración del primer amor, aquella ruptura llevada a
cabo de la manera más tonta y despreocupada - se dejó ir por la
inercia de la distancia-, lo marco. Ella exhibió que por su parte no
quería involucrarse a fondo en materia tan resbaladiza como es la
asunción de compromisos, como es la creación de lazos que atan
en lo físico y lo moral. La otra parte no quería lazos que detallan
convivencia, que anuda afectos, que amarra libertades
contrapuestas, que adosa cuerpos como una losa en la inaugurada
madurez del compromiso, que atraílla sensaciones y que sujeta
iniciativas, de ahí el desengaño. Aquel primer martillazo a su
conciencia recién estrenada como enamorado, lo sintió en todo su
cuerpo y principalmente en su alma, y, sólo, la reacción
protectora del mecanismo de defensa que los humanos tenemos,
fue capaz de controlar el embravecido mar de procelosas aguas
que atormentaron todo su ser en respuesta al enorme disgusto que
le supuso tan enorme pérdida.
Había conocido a aquella mujer por la casualidad de la vida
que se empeña en tornar difícil lo fácil y en hacer lo imposible
probable. El azar, como siempre, puso esas líneas divergentes en
su nacimiento y hasta entonces alejadas, en paralelo con la
intención de hacerlas converger con el paso del tiempo, con el
transcurrir de muchas traviesas en las que el soniquete se produce
de manera cadenciosa. Cadencia que se vería reflejada en las
formas.
Sus vidas se unieron por azar en el fundidor que hace, con
determinados materiales, que se produzca la reacción química:
edad similar (ella un año mayor), estatura similar, él algo más
alto; pelo parecido, ambos morenos con rizos en sus cabellos;
literatura común, él leía a Proust, a Tagore..., ella quedó prendada
al instante, al conocer que un chico de provincias que fumaba en
21
pipa, hablaba de Marcel Proust: "el amor es una enfermedad
inevitable, dolorosa y fortuita"...
El tiempo era el adecuado: verano, vacaciones, y él tenía una
bicicleta amarilla..., no eran edades de bicicleta amarilla, pero le
hacía desplazarse con más rapidez hasta la calle en la que se
encontraba veraneando aquel primer gran amor de su vida. El
tiempo transcurriría rápido, veloz como el estampido de un
trueno. Los días pasaron a la velocidad del rayo y su indigencia
amorosa se manifestó en largos espacios de soledades que
combinaba con la expectación del recuerdo y el anhelo de volver
a verla.
Aquel verano del setenta y tres, cuando la motorización del
joven era aquella bicicleta, la amarilla, se dejó de fabricar el
emblemático Seat-600, romántico por demás ya que éste fue el
vehículo que la llevó hasta sus dominios pueblerinos. Fue para
quince días pero se quedó el mes entero. El mismo mes que él
conoció en su esencia pura, el amor y la decepción de las
partidas.
Antes, él de niño y de adolescente, había llevado siempre
muy mal las separaciones. Ya fuera cuando vinieran sus tíos a
verle, o al contrario, cuando con su familia se desplazaban a
visitar a otros familiares. El lagrimal en las despedidas se
manifestaba siempre de manera abundante, lo que arraigó en su
carácter, una cierta sensiblería que transmitía de manera
fehaciente a todos aquellos que a su alrededor estaban.
Conocer el amor en puridad desde la inocencia de una niñez
y una adolescencia vivida en el lujo de un entorno fácil y
agradecido, resultó mucho más deleitoso. Saboreó las mieles de
la felicidad de poco a poco. No fue un amor de explosión, de a
primera vista, aunque sí, así fue, pero no de la forma esa en la que
luego se cree uno enamorado de golpe. Fue algo paulatino,
medido, una explosión controlada, sinceramente sincero por las
carestías en cuanto a experiencias anteriores. No había aval que
22
cobijara aquellos sentimientos desde la sabiduría y el
conocimiento, desde la verdadera confianza que da la
experiencia, y así, cada movimiento, cada conversación, cada
gesto, era espontáneo por un lado y tremendamente sincero por
otro.
No cabía ni la estrategia ni entraban tácticas ni se
evidenciaban técnicas de seducción por ninguna de las dos partes,
sólo se daba la sinceridad emblemática de la inmediatez, de la
improvisación y de ver que todo, absolutamente todo, parecía ser
un guion previamente escrito que estaban desarrollando. No había
fallos, no había fracturas de ningún tipo, no había recelos, ni
miedos, sólo sensaciones que se iban creando de una a una en la
misma medida que se producía el paso del tiempo y que se
acumulaban en el silo de las sensaciones para ser guardadas.
Un tiempo, que de la misma manera que se iba, tejía con
finas, pero fuertes hebras, el tapiz del amor cuyo paisaje dibujaba,
sobre todo, una marquesina adoquinada entre césped, con una
visera de madera en un paradisíaco lugar que se le antojaba de
ensueño con grandes álamos, y frondosos eucaliptos que
aderezaba un olor a cloro, de piscina, en un territorio que hacían
propio a la luz del día y a la claridad de las mañanas del mes de
agosto.
Una intimidad publicitada en el hecho de estar con gente,
pero no había gente. Estaban solos, con mucha gente, y ruidosos
niños que jugaban, pero no veían ni oían nada más que desde su
proximidad, el rostro del otro. Los ojos se perdían largos ratos
entremezclados subiendo y bajando por la faz del amado
escrutando frente, nariz, labios. Reparando en la mueca, en el
gesto, la leve sonrisa, unos poros abiertos al sudor del estío, unos
pelos mojados. No había otro roce, otro contacto físico que el de
las manos anudadas, como las miradas extasiadas, embelesados el
uno y el otro, en el estático cuadro pintado que tenía enfrente.
23
Unos dedos que se bebían todo lo que los ojos mandaban al
cerebro. Era el canal de comunicación que hacía estremecerse,
contraerse ése centro de percepciones por donde se sabe que uno
ama: la boca del estómago justo debajo del esternón, y de cuando
en cuando, muy a menudo, un suspiro que se dejaba sentir desde
dentro del alma, del uno y del otro. Al suspiro siempre lo
acompañaba una sonrisa y la mirada ahondaba en el corazón
pidiendo su mercancía, exigiendo una respuesta que al instante
era dada: un apretón más de manos, una vuelta de tuerca al
medidor; más anudarse los dedos, más sentir por la piel, al tacto
en ese contacto.
Todo aquello así y allí hasta que llegó el primer beso, y
cuando esto se produjo fue como el big bang. Un huracán, un
tornado pasó por sus mentes al sentirse de aquella manera, al
notar cómo se palpaban los labios y cómo se mezclaban sus
jugos. Los sentidos, los cinco, estaban al ciento cincuenta por
ciento de sus posibilidades. Tacto en las manos, sabor en los
labios, oído en el deseo de captar captando los leves, levísimos
ruidos que aquel beso producía. La vista repartida entre el sueño
con los ojos a medio cerrar o a medio abrir y el pensamiento, y la
realidad, y el olor que captaban, el que expelían sus cuerpos
sudorosos por el abrazo y la pasión que hizo subir más de un
grado la temperatura corporal, semidesnudos, tapados con un
traje de baño.
Aquello fue apoteósico. Los cuerpos enardecidos temblaban
como si de frío se tratara, como si hubieran pasado de un estado
de letargo en el calor de una guarida en hibernación, al frío seco
de las madrugadas de invierno en la tundra helada del Gulag.
Temblaban cuerpos y almas. No daban crédito a tanta felicidad en
las postrimerías de aquel nacimiento, de la certificación de lo que
habían sido los quince días anteriores en la fertilización de lo
sembrado a base de miradas, sonidos y reflexiones.
24
El amor pensado, el deseo, el que se fue madurando como
fruta en árbol, dejó paso al amor sin contemplaciones, al amor
real, al que lleva y eleva la categoría de amigos a compromiso
cuando lo sella y rubrica un beso. El que hace adquirir en la
tienda del entusiasmo, todas las cajas llenas de ilusión, pasión,
cariño, delirio, frenesí, vehemencia, necesidad de compartir.
Cambió todo tras la explosión, el cielo era más azul, el calor
era liviano, los ruidos de voces, el chapoteo del agua, la música
que sonaba por la megafonía, el canto de los pájaros, el conjunto,
quedó exento de ser oído. Los cuerpos se aderezaron con el olor
de la hierba recién segada..., se tumbaron en la solemnidad del
momento mirándose a lo más hondo de sus ojos. No había nada y
estaba todo..., "no importaba nada, ibas a encontrarte con él"..., se
oía por los altavoces..., te recuerdo Amanda, la calle mojada,
corriendo a la fábrica, donde trabaja Manuel...
Se abrazaron tendidos en el verde mantel, se miraron mucho
tiempo, quizás toda una vida. Se vieron desde la proximidad más
próxima haciendo planes de futuro por separado. En un pispás,
pasaron de ser simples y reconocidos amigos, a ser un amor de
verano. Cambió de naturaleza su situación civil, con la
particularidad, de que en él, era su primer gran amor, su primer
beso amoroso dado desde la frescura de la inocencia, de la
inexperiencia. Aquello era de una nueva categoría dentro de sus
valores, los aprendidos.
Ella, miraba el fondo del verde mar de los ojos de él. Veía y
leía lo que pensaba y su mente iba más rápida que la de aquel otro
cuerpo entregado, sumiso y sometido al deleite, a la placidez y el
sosiego desde la candidez de un adolescente. Ella, cerebral,
mucho más pragmática, infinitamente más consciente de todo, le
dio la importancia que tenía, que aquello tuvo en aquel momento
y no transmitió nada que no fueran sensaciones cándidas,
inocentemente sencillas que no pudieran hacer sospechar algo
contrario a lo que también sentía. No había tenido grandes
25
amores, pero sí había sentido lo que era enamorarse sin ser
correspondida..., con el paso del tiempo llegaría a decir que nunca
jamás nadie, la había querido como aquel chico de provincias.
Y de la pasión y el gozo, al extremo contrario, a la
frustración. En poco más de una semana de reconocidas caricias,
de innumerables besos, de apasionados abrazos, de interminables
conversaciones, en las que curiosamente no entraba el futuro en
común, llegó la desazón de la despedida envuelta en la fina tela
de la incertidumbre y adornada, acaso, con el ramillete de las
expectativas, del qué vendrá después. Frustración que acusó más
quien se quedaba que la que se iba.
La mujer lo tenía claro, en su futuro más inmediato no
entraba, no daba cabida, a una relación estable que llevara
aparejado el compromiso de formar una familia y dedicarse a la
casa, a los niños, a un marido que con el paso del tiempo echara
barriga, le gustaran los coches de carreras, los toros y el fútbol y
sentarse los domingos a ver la televisión. No entraban en sus
cálculos inmediatos ni de futuro a medio plazo, cargarse con la
responsabilidad de llevar una casa, y sus inquietudes, más se
centraban en la vía intelectual, la del estudio, la de una formación
mucho más completa que la que hasta el momento tenía. Justo ese
año se había diplomado en enfermería y le pareció poco, no era
suficiente para ella y eligió hacer, ya con trabajo estable, una
licenciatura: derecho.
Y por derecho que lo hizo hasta que se tituló con el paso de
los años y ya habiendo dejado de lado, no sólo aquel amor de
verano del 73, sino otros pretendientes salidos en ese camino y
espacio de tiempo. Una mujer familiar, algo introvertida, pero
enormemente divertida. Franca y sincera, sencilla, pero algo
"pija" por el entorno en el que se movía, y sobre todo: noble.
Todo ello, conjugado con las ganas que de vivir y conocer mundo
se tiene a esos años, hizo que no llevara a término ninguna de las
cortas relaciones que mantuvo.
26
Sin embargo, el desengaño y la desilusión sí se apoderaron
de aquel otro cincuenta por ciento que se quedaba en su territorio.
El que revivía de a diario los lugares por donde pasaba y paseaba
con ella hace un día, una semana..., el mes pasado a estas horas
estaba yo con ella aquí, se decía, y hasta el lagrimal se ponía en
marcha y se derrumbaba. Intentó verla de inmediato pero sus
limitaciones eran tremendas. Había empezado a trabajar por su
negativa a seguir estudiando. Trabajo que tampoco le reportaba lo
suficiente como para ser autónomo, así que tuvo que recurrir a
todo tipo de artimañas para conseguir poder ir a ver a su amor lo
antes posible, hecho que sucedió en la Semana Santa del setenta y
cuatro.
Como el jazmín, como el azahar,
blanco de oscuridad venidera;
la ilusión hecha quimera,
y a una rosa destronar.
Sevilla vestía sus mejores galas, su mejor colorido y su
mejor olor. Todo estaba engalanado cuando él llegó, a la estación
de los Amarillos en el Prado de San Sebastián, y allí le estaban
esperando. Era el mismo joven que no hacía más de medio año
hablaba de Proust y de Tagore, que seguía fumando en pipa. El
mismo joven lampiño con cara aniñada al que en las películas de
mayores de dieciocho años o en las discotecas de su pueblo aún le
pedían el carné.
Se bajó con toda la ilusión del mundo, con la febril
necesidad de la correspondencia, con el ansiado anhelo de hacer
fértil su estancia allí, con su enamorada, en un terreno que no era
el suyo y que desconocía por completo. Ni estaba acostumbrado
de a diario al ritmo de la ciudad ni a tanta gente, menos, en unas
fiestas como son la Semana Santa sevillana.
27
Le esperaban dos mujeres, su amada con la que mantuvo
largas conversaciones telefónicas durante esos siete meses que les
separaron, y su hermana, ambas con la seguridad que da jugar en
cancha propia y la unión que hace la fuerza. Aquella Semana
Santa fue el prólogo de su primera, terrible y gran decepción. Fue
el primer acto de la caída en picado de su ilusión, de su sueño, de
la esperanza depositada en que podría compartir su vida con
aquella mujer a la que deseaba hacer suya, para siempre.
El epílogo, poco más tarde, se escribiría también en Sevilla,
en el terreno del contrario en otra fiesta, en la Feria de Abril, allí
quedó herido de muerte por incomparecencia de su adorada mujer
morena de rizados cabellos, el amor y la relación que
mantuvieron, y con esta circunstancia, murió aquella reciprocidad
de sentimientos que se habían demostrado en tan corto espacio de
tiempo significando la primera piedra de toque en un aspecto muy
negativo con el entorno femenino.
A aquella mujer no le faltaba de nada ni le sobraba nada, ni
en el plano físico ni en el intelectual. La veía como la mujer
perfecta y de inmediato la colocó en la hornacina de la
veneración más radical, de ahí su más que probable equivocación,
pifia a la que sólo el tiempo califica y cuantifica en errores que
transcienden lo natural, lo corriente. Una normalidad que nadie
sabe cuál es ni donde está el límite porque a ver quién lo pone.
Volver quisiera mañana verte,
sin que el tiempo me hubiera sentenciado,
no evocaré más tu pasado,
mas por eso, moriré a la muerte.
28
CAPÍTULO IV
Vives en el tiempo con el tiempo de la reflexión, todo,
ocasionado por los desvaríos incrédulos en los que desde la
mazmorra del sentimiento te ofreces a la vida a cada instante, lo
que se va haciendo un iceberg que te obliga a encarecer las
propias actuaciones y las decisiones ulteriores, que en la mayoría
de los casos, cuando no se tiene fe en uno mismo, dan al traste
con lo que originariamente se había pensado. Esto, al final,
concurre en el desatino y el delirio imaginativo que anuda cual
gordiano nudo, el entendimiento y empieza a tomar unos
derroteros que conformarán ya el periplo de toda una vida: la
formación del carácter al terminar la adolescencia estrenándose
así, de esa manera traumática en la juventud como le había
sucedido, marca sin duda la totalidad de un comportamiento.
Los días siguientes a la asunción del hecho en sí, de dar por
finiquitado el asunto de aquel primer revés importante en su vida
en lo que a materia amorosa se refería, los llevó, desde la pena
más profunda, al escepticismo. Como cualquier enamorado
arruinado, desposeído de la riqueza de la que no hacía un año
había sido tenedor, se detractaba. Un bien del que no quedó
siquiera como usufructuario pudiéndola ver, al menos y de vez en
cuando, por la calle o por cualquiera de los lugares que visitaba y
que quizás hubieran servido de nuevo como albergue de un
sueño, de una potencial vuelta. La distancia se convirtió en
enemiga, y siempre es enemiga del amor porque limita todo, pone
29
las fronteras y marca el tiempo. Aquella distancia se transmutó en
la pala que echaba toneladas de tierra sobre aquel ataúd que
contenía su amor y que iba enterrando sin remedio ni remisión
alguna.
Vi el amor nacer, y se esfumó.
Duele amar, duele el amor;
y con este inmenso dolor,
quiero de inmediato ver
cómo puedo resolver
cuanto antes mi aflicción.
La frustración como compañera inseparable de la decepción;
el naufragio en el mar de las expectativas como infortunio que
aparejaba contradictorios pensamientos y muchas preguntas sobre
qué y cómo hacer las cosas en adelante. El futuro como fachada
se le ponía por delante en lugar de ser la verdadera meta y un
preclaro horizonte hacia el que mirar, sobre el que otear las
posibilidades venideras. Todo era lobreguez, las sombras se
proyectaban sobre la insolencia del tiempo y del porvenir que se
le antojaba invierno gélido y lluvioso. Arreciaban sobre él todo
tipo de inclemencias que soslayaban el sueño en el que había
vivido. Carencias y antojos, desmembramiento de posibilidades y
escasez de perspectivas en las que vaciar toda la desgracia que le
envolvía. Artes y partes de un todo que se había resquebrajado,
roto; desilusión a raudales y todo tipo de carestías.
Quiso ser halcón en lugar de verse como la paloma asediada
y golpeada desde la altura, desde el techo del infinito donde no se
ve el misil que cae a velocidad de vértigo. Pensó y deseó hasta
que todo aquello, aquella felicidad vivida, no hubiera existido…,
un acto de cobardía, sin duda, pero el dolor que sentía era tan
intenso que le llevaba a concebir las más extravagantes ideas.
30
Renunciaba a lo vivido y a la vez hacía patente con la
renuncia lo vivido. Eran una misma cosa, un mismo océano de
irresoluciones, de titubeos. Quería ser y no ser a un mismo
tiempo. Buscaba en los bolsillos algo que consiguiera hacer el
hechizo que le sacara de aquella atormentada situación y tiró por
la calle de en medio. Tardó lo suficiente, pero al final consiguió no en la realidad, sí en la ficción que se organizó -, formar de
golpe un organismo paralelo, un doble. Su cerebro creó, por
generación espontánea, el Mr Hide que todos llevamos dentro.
Nació en él un nuevo valor como defecto que se llevó por
delante, en principio, algunas de las virtudes que le habían
caracterizado como podrían ser la sinceridad, la honestidad y la
franqueza.
Nació su parte mala, la que con el paso del tiempo desarrolló
sabiendo lo que hacía convencido plenamente de lo que hacía,
sólo que su doblez no comenzó a manifestarse en toda su
extensión hasta pasados cuatro años, ya casado, y con otro
tremendo fracaso a sus espaldas, precisamente el que le dio el
espaldarazo total dando vida de manera definitiva en la práctica al
pseudólogo fantástico que era.
Fantasía, dame el lujo de soñar.
Realidad, no te postres frente a mí,
que si por soñar vivo y soy feliz,
quimera, sueño, ilusión, ¡echadme a volar!
Quiso salir del aturullamiento por la Puerta del Príncipe,
como los toreros agraciados con semejante galardón,
precisamente, el mismo año que se cortaba el último rabo en la
Maestranza sevillana, y puso sus inexpresivos ojos en otra mujer,
que coincidía con su primer, gran y extinto amor en una cosa: la
profesión.
31
Se fijó en ella siendo, en lo físico, opuesta a su primer
referente femenino. Era de tez clara, rubia y algo más alta,
aunque fina de silueta y formas muy marcadas. Ojos verdes y
cara de virgen. Manos estilizadas y porte un tanto señorial que le
hacían destacarse del resto de las amigas con las que compartía
piso. Un lugar, por cierto, en el que se pasaba las horas y las
horas, al principio, sirviéndole aquellas interiores paredes para
rumiar la indigencia amorosa de la que quería salir, y
posteriormente, de catedral de sus aspiraciones amatorias. Con
todas las inquilinas del lugar tuvo relaciones más o menos
efusivas sin llegar a finalizar ninguna de ellas en lo que al aspecto
sexual se refiere.
Su “Casanova“, en lo efectivo de la relaciones sexuales
completas, aún no había nacido, pero se gestaba entre aquellas
paredes. Aquel santuario en el que consumara con el paso del
tiempo su primera relación con quien a la postre fue su primera y
legal mujer, con ésa que le hizo pasar por la vicaría tan sólo tres
años después, de este nacimiento en ciernes, pero hasta entonces,
durante los meses que precedieron a este desenlace, vivía en la
comodidad del mendigo agraciado por unas manos amigas que le
ayudaban a sobrellevar el duelo que manifestaba.
Lo que había sucedido y sin atisbar siquiera una nueva
situación de otro desengaño, iba desencadenando en su cerebro
la conformación total de un espécimen que vivía ya de la ilusión,
de la fantasía, dentro de una jerarquía que ambicionaba, desde la
frustración y el complejo de inferioridad, el alimento de su
preciada ansia por saberse amado, por notarse querido, por
entender que el amor era cosa de dos y que era posible
mantenerlo en el tiempo, de hacerlo eterno en lugar de ser lo
efímero que había sido en su primera gran ocasión.
32
El amor es al tiempo, lo que la pasión al casamiento.
No dura el amor, pero se mantiene el tiempo
desde la víspera, en el enamoramiento.
Pero después, acarreados por el viento,
cesa el amor y pervive el tiempo,
sin lujos, celos ni remordimientos.
Aunque lo verdaderamente importante
hayan sido desde siempre: los sentimientos.
Las dudas como consecuencia de aquel fracaso lo llevaron
por los caminos del titubeo la perplejidad y los recelos. Dejaba de
creer en sí mismo a pasos agigantados sin ser capaz de ver que no
todo tenía por fuerza que darse de la misma manera que a él le
había pasado. Así, miraba de manera esquiva a su alrededor
viendo en los hombres, en todos los hombres el rival a batir, y en
las mujeres, en todas las mujeres, su objeto de deseo, la pieza, no
para cazar, sino que las veía más como el cazador y él la presa
objeto de caza.
Se martirizaba constantemente abandonándose en el
desprecio por sí mismo. Culpándose de un fracaso que había
elevado a una categoría demasiado alta sublimando en demasía su
apariencia y humillándose y sojuzgando su comportamiento.
- ¿Seré un bicho raro? A ver por qué no tengo la misma suerte
que Pepe, o que Luis, o que Paco. Claro, esto de dejarme con los
pantalones cortos hasta los dieciséis, y encima con “frenillo”, me
para. Pero es que no me miran siquiera ¡coño!
- Aquella niña, la recuerdo, Pola, qué preciosidad de criatura. Ella
fue la primera que me gustó de verdad. Qué cosa más bonita,
pero claro, ni me miraba, yo con pantalones cortos y los demás…
En todo este laberinto en el que se encontraba forzaba las
situaciones. Se empeñaba en enamorarse, sentía la necesidad de
33
paliar cuanto antes aquella culpa, innecesaria, creada a expensas
de unos resultados inexistentes, que sólo estaban en su mente,
pero que allí se ofrecían como la verdadera causa y efecto de sus
males. Mientras más pasaba el tiempo, más veía escaparse
cualquier atisbo de redención por su parte, y la penitencia crecía y
crecía por momentos. La vio y se prendó de ella, y el primer
pensamiento se lo dedicó a la persona que pudiera estar con
semejante beldad, porque alguien así no podría estar sola, se
decía.
De la misma manera que se produjo el enamoramiento se
producía de forma paralela la negación a poder conseguir que
aquel primor le prestara atención, y, mucho mejor que eso, que le
dedicara sus miradas, sus sonrisas, sus palabras, sus caricias. Que
se le entregara. Pero eso era terreno que entraba más en la pura
quimera que en una realidad con nombre y apellidos, con una 38
de talla y unos ojos que le parecían un fondo marino de la Costa
Brava, o una ágata. Era sencillamente preciosa y preciada en el
ámbito de los juglares que pretendían tener pareja. Él, aún
recordaba los pantalones cortos que tanta vergüenza le hicieron
pasar no hacía tanto tiempo, cuando alguna veraneante acudía a
su ciudad y todos hacían por ella quedándose siempre con las
ganas de haber sido en él, en quien tan preciado huésped, hubiera
puesto su mirada.
Lo mismo le sucedió esta vez. Sintió celos hasta de sus
mejores amigos cuando veía que se acercaban a ella aún estando
todos en la misma pandilla. Los otros siempre eran más altos,
más guapos y más ricos, y, más mayores. Todo eran desventajas
porque él era el más bajo, el más feo (según se veía) y el más
“pobre”, además de uno de los más pequeños de aquel grupo de
amigos. Muchos de ellos, además, habían empezado a volar fuera
de sus hogares a estudiar, y, ¡encima eso! los otros estudiando
fuera y él seguía allí con dieciocho años cumplidos y un porvenir
sin resolver lo más mínimo, o sea, que veía que su tarjeta de
34
visita estaba más limpia de contenido que la de cualquier
indigente social de los que había perseguido la Ley de Vagos y
Maleantes. No tenía avales que cubrieran sus importantes déficit
en las más importantes materias, ni la intelectual, ni la
económica, y, ni mucho menos la amorosa. Tendría que hilar
muy fino para poder llevarse el gato al agua y sería sólo su
condición nata de autodidacta la que podría salvarle de aquel
asegurado naufragio.
Pero venía de un desengaño, del primer gran hundimiento
que sufrió su alma. Llegaba no hacía mucho de la primera
catástrofe y acudía a aquella cita con la inseguridad plena y la
confianza en sí mismo menguada hasta las más altas cotas, sin
chaleco salvavidas, confiando sólo en el azar que jugara a su
favor alguna vez. Puso empeño, su tenacidad empezó a recorrer
los caminos del más nítido flirtear y se abandonó al placer de ir
viendo cómo las situaciones fluían dejándose llevar por las
circunstancias que mandaban e imponían el detalle de las más
variopintas formas de hacerlo. Se dejó abducir por el momento y
aquellos cuerpos femeninos que le rodeaban. Se había adueñado
de un espacio -aquel piso donde vivían-, que compartía sin la
menor queja con otros de quienes bebía y aprendía el arte de la
seducción, del ligue, del galanteo.
Miraba e intentaba ver cómo dejar atrás sus prejuicios, su
timidez, su retraimiento, sus temores, dicho de otro modo: la
inseguridad que se creó pareja al abandono sufrido meses antes.
Aprendía de los mayores, de aquellos que ya habían tenido sus
devaneos; miraba en derredor de todo lo que se movía a su lado.
Espiaba formas, frases, posturas. Se acicalaba en las sombras y
plagiaba hasta la manera de vestir de los más encumbrados en la
asignatura de conquistar féminas. Se iba convirtiendo en la
clandestinidad en un aprendiz de seductor, de manera más o
menos inconsciente, pero que a la postre, aquello eran las bases
donde se cimentó toda su posterior vida y obra.
35
Nacido ya el pseudólogo fantástico, el soñador, el quimérico,
el caprichoso y delirante ser que luego sería, como buen
fantástico, mentiroso hasta engañarse a sí mismo, hasta negar su
Mr Hide, hasta conseguir hacer del egoísmo una doctrina, a ser
egocéntrico por inconsciente y a fomentar una enfermedad que no
tenía nada de genética, sino aprendida, estudiada desde la
calamidad de unos fracasos que proveyeron la alacena de la
infecundidad racional dando paso a todo tipo de fantasías incapaz
de saciar su sed. Una sed impuesta por el método de cuya espiral
es imposible salir una vez que se ha entrado.
Es un laberinto de contradicciones porque se ama una cosa y
se odia el resultado. Donde la dificultad es acicate para conseguir
el fin, donde la pureza de la relación humana, a menudo se ve
envuelta sólo en el sexo y por el sexo. No hay otro horizonte, no
hay más fronteras. Enamoramiento, conquista… sexo. Resultado
final de una ecuación que distingue sólo las incógnitas en el
número.
Desmembrado mi ser queda
cuando tu antojo atascó
las cañerías de mi alma… y de mi corazón.
36
CAPÍTULO V
El calor del verano de nuevo envolvía con su papel celofán
las intenciones del perseguidor. Ya en la primavera hubo un
primer acercamiento. Muy tímido, pero se dio, y se podría decir
que era el preludio de algo o la toma de postura y medición de
fuerzas por parte de ella. La presa era el cazador (como casi
siempre en esto del amor), y la mujer tensó su arco para disparar
la flecha que atravesara de manera definitiva el corazón de quien
ya sabía que suspiraba por ella. Y aquel maniquí conquistador,
ansioso también de experimentar y probar del bebedizo, lo intuía.
Para tensar el arco se sirvió de las artimañas propias del sexo
femenino, y la primera diligencia hecha en este sentido, fue el
darle celos para asegurarse de las pretensiones del enamoradizo
joven. Se sabía bien fijada en su posición. El campo de batalla lo
abrió por todos los flancos de golpe, y a poco él, saca el pañuelo
blanco y pide el armisticio dándose por vencido antes de que
comenzaran en realidad las operaciones de “caza y captura“: la
batalla del amor. Pero no, él siguió de la mano de uno de sus
mejores amigos. Los psicólogos de antes, los que no tenían
titulación alguna pero que te escuchaban hasta las cuatro de la
mañana sentados en un banco del parque. Hablar y hablar. Pedir
ayuda, un auxilio que venía envuelto en la venda de la insistencia,
de la perseverancia.
Había que estar firmes ante la adversidad, y la mano en el
hombro o la palmadita en la pierna acompañada de un: “tú no te
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preocupes, sigue adelante, pero vámonos que es tarde”, bastaba.
Esta era la culminación de una conversación en la que se había
tratado de todo, desde los celos hasta su absoluta falta de sintonía,
o su total despreocupación de ella hacia él. Y con el tiempo corría
el desasosiego, los nervios, las prisas por si algún avezado en la
materia amorosa venciera la resistencia de la joven y terminara
con todas sus pocas posibilidades.
Y pasó la primavera y llegaron los rigores del verano, casi
metidos en las fiestas patronales del pueblo los contactos se
producían en aquel espacio reducido de un piso que daba cobijo a
cuatro compañeras de profesión, ahí, y alguna caldereta en el
campo. Él entraba y salía del lugar como Pedro por su casa.
Aquel contacto casi familiar iba haciendo que las barreras fueran
menguando, que la proximidad hiciera de roce suficiente como
para ir ganando puestos en la carrera y encabezar las
probabilidades de ser el tocado con la varita mágica de la
aquiescencia de la dama dueña y señora del castillo de su
corazón.
Con la proximidad de la charla, un día cualquiera, sentados
ambos en el sofá de la casa, la química fue la que se impuso y
marcó los acontecimientos subsiguientes. Una coquetería
femenina, un dejarse llevar por la confianza que manaba del pozo
de su preponderancia, un brotar en la proximidad del manantial
de la imaginación, le llevó a desparramar su cuerpo por el sofá
tendiendo las piernas a lo largo, y apoyando su cabeza en los
muslos del joven - que se encontraba en la parte derecha de aquel
improvisado tálamo, de escay color piel, dejando la espalda
pegada en el rincón apoyado en el brazo-, casi rozando sus
genitales con la nuca. Su pelo se desmadejó por los pantalones y
él padeció el sobrecogimiento lógico por lo inesperado de aquella
actitud de entrega. ¿Era lo que él pensaba?, ¿a qué se debía aquel
ademán, aquella postura tan íntima, la que más hasta el
momento?
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La emoción le partió, y desde el centro del pecho le recorrió
todo su ser. Las piernas, apretadas, inmovilizadas le temblaban
por dentro, las manos no sabía dónde ponerlas, le sudaban y las
dejó apoyadas con los puños cerrados pegadas a sus caderas
haciendo de sujeción de la postura marmórea en la que se había
convertido. Sus ojos se centraron en la frente limpia de cabellos,
y en los ojos semicerrados de ella, y su corazón se desbocó por
las praderas de la ensoñación. Fue un lujo a la vez que austeridad
amorosa aquel momento en el que todo se paralizó: la música ya
no sonaba, María Dolores Pradera enmudeció de golpe y se paró
su Amanecí en tus brazos.
El calor no se dejaba sentir ni de manera tenue, si bien, los
sudores se dispararon al instante siguiente cuando sin decir
palabra tomó con sus manos las mejillas de aquel ser amado, algo
por otro lado inimaginable hacía sólo unos minutos. Estaban
solos en la estancia y en la casa. No fue premeditado el momento
por ninguno de los dos, al menos que él supiera porque nunca
hubo confesión al respecto, con lo cual la frescura de la soledad
daba posibilidades a que se produjeran determinados
acontecimientos, los lógicos que la escena en cualquier obra
teatral podría narrar.
El tiempo se había estancado pero corrió tan rápido como el
relámpago (era la segunda vez que le pasaba, y no sería la
última). Se colgó del techo, en la lámpara del salón, un lecho de
crisálidas en sus capullos de seda amarillos, se adornó todo con
las serpentinas de la navidad y la fiesta se dejaba trasponer desde
sus corazones hacia afuera. Latían desaforadamente y sonaban los
cascos de los caballos enloquecidos galopando por la sabana
desierta y abierta a la inmensidad en la que se convirtieron ambos
músculos, y, de nuevo, como hacía casi dos años, al tomar con la
caricia de sus manos los pómulos tersos, límpidos, serenos de la
mujer para llevar sus labios a los suyos, se produjo un nuevo bigbang.
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Se expandía el universo en la recepción total y la entrega
absoluta del uno en el otro, si bien la postura no era la más
cómoda para disfrutar del abrazo al tener que estar doblado hacia
adelante. Arqueada su columna lo necesario para poder llegar a
libar tan preciado néctar, casi se parte el esternón, todo para
poder llegar a entremezclarse las salivas cuando las lenguas
tomaban la iniciativa en el intercambio de razonamientos que se
hacían a través del gusto y del tacto, del paladar y de las manos,
aún sudorosas, las de él, que escrutaban aquel angelical rostro,
aquella divinidad que sentía ya parte de sí mismo, por el abrazo
en el que se encontraban, por las caricias.
No había voces ni ecos, ni luces ni sombras, estaban solos en
la enormidad de una marisma amorosa cargada de sosiego y
humedad. Llenos de la sal que da sabor a la vida, a la que ellos
vivían en esos momentos. Un abrazo que no pasaba y pasó. Unos
besos que alimentaron sus vidas, pero que pasaron, que dieron de
comer al necesitado hambriento, al indigente en el que se había
convertido tras aquel primero y gran fracaso y que tampoco sería
el último. Se desposeyó de la timidez que con él caminaba tan a
menudo, y decidió llevar la iniciativa, pero no, aquella mujer no
era tan fácil de convencer a partir de lo que había parecido una
actitud de entrega, de sumisión, de obediencia, de docilidad, no,
ni mucho menos.
Desde el primer momento, desde aquel primer momento,
marcó las pautas sobre quién llevaría las riendas en aquella
relación recién estrenada. Al instante siguiente de romperse el
primer beso, las primeras caricias, el primer contacto físico
demostrativo del nacimiento o certificación de una idea, de un
sentimiento que tenían a sus asolas, inmediatamente después, fue
ella quien se convertía por propia iniciativa y sin ningún tipo de
oposición - ni académica ni a sensu contrario -, en el patrón de la
nave con la que navegarían por las turbulentas aguas del amor, y
él, sólo el grumete. Fue ella quien se convirtió en el jardinero del
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jardín del amor y él, en bracero actuando a sus órdenes. Fue ella
quien, motu propio, ejercía de directora de la orquesta del amorío
y él sólo un músico de la última fila donde golpeaba los timbales
de su corazón y hacía sonar los platillos de su alegría y el
triángulo de la delicadeza.
De la acción muda se pasó a la palabra y el atontamiento, el
azoramiento que le entró producto de nuevo de su timidez - que
renació al abrir los ojos -, y del temor lógico de su pensamiento
de que aquello sólo hubiera sido un calentón, un escarceo, un
flirteo provocado por la propia situación de soledad, no le dejó
casi tiempo para discernir entre lo ambiguo y lo conveniente y se
entregó, como animal sagrado, al sacrificio de su alma en el ara
de los enamorados ante aquella sacerdotisa que le miraba de
manera dulce y áspera a la vez, con la aspereza de la dominación,
del coqueteo, de la suficiencia, de la madurez, de la vanidad,
inclusive, del genio, que lo tenía y mucho.
Pensó que de inmediato aquello daría pie y forma a un
compromiso formal, como era lo lógico por otro lado. Creyó, que
como le sucedía a todo el mundo y a él mismo en el pasado, una
cosa de esas como la que había ocurrido garantizaba de facto un
compromiso que se adquiría de cara a una posterior relación. ¿Y
el tiempo?, esa era harina de otro costal. De momento pensó sólo
en el compromiso, en la asunción de responsabilidades, en el
vínculo que se había formado y las contrapartidas que aquella
situación devengarían de parte de cada uno de los comparecientes
en aquella habitación, familiar, bullanguera y ruidosa en tantas
otras ocasiones pero que ahora había quedado sumida en el
silencio más absoluto. Su irresolución era manifiesta y la manija
la tomó aquella diosa en la que se había convertido momentos
antes para aquel aprendiz de Casanova: la mujer de la que se
había enamorado.
Para que las cosas fueran por el camino debido, lo suyo
hubiera sido que ambos expusieran con determinación y valor sus
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argumentos de cara a ver qué pasaría, a qué se comprometían o
qué comportaba aquel primer beso y abrazo apasionado que
actuaba de certificado para ulteriores resultados. Pero como casi
todo en su vida, y así quedó demostrado con el transcurrir del
tiempo, la lógica no formaba parte de sus aconteceres diarios ni
imponía criterios racionales, así que se dejó llevar por el miedo y
no impuso su alícuota parte, el cincuenta por ciento que le
correspondía redactar en el contrato tácito o explícito al que se
someterían de inmediato.
No era en él la valentía un valor que se significara por
encima de los demás, y no la valentía en el sentido estricto de
carencia de miedo a los peligros o riesgos contra su integridad
física porque en eso sí que era valiente, es el valor ante
situaciones de esta índole, donde no hay precipicios reales sino
figurados. Donde el fiero animal al que enfrentarse, resulta ser la
persona amada, y se dejó llevar. La carencia de una valentía, de la
que da la seguridad, le perseguiría toda su vida marcando a hierro
y fuego sus comportamientos y por ende sus fracasos.
Ella le miró fijamente e impuso raudo sus condiciones: aquí
no ha pasado nada, esto no significa nada…, y ¡zas! El jarro de
agua fría le devolvió de golpe a una realidad cruda y tozuda. La
mujer esperó que él hubiera sido más determinante, más valeroso,
más viril si se quiere, y tomando al toro por los cuernos le hubiera
espetado al segundo beso después de separarse los labios : tú ya
eres mía y serás para mí, por siempre - como seguramente habría
hecho Casanova. Y de este modo, la diosa se habría convertido en
zagala obediente y se hubiera dado por entero y sin remisión a
quien convertiría en su oficial novio. Así se hacían las cosas
antes, con esa mentalidad pueblerina que tan arraigada ha estado
siempre, pero no, no fue el caso ya que despertaban por aquellos
entonces las bienintencionadas nuevas formas y costumbres en
igualar - al menos desde el punto de vista laboral -, al hombre y la
mujer, a pesar de que las hijas de Afrodita siguieran prefiriendo
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en muchos casos, a un adinerado chico aunque fuera de
provincias que a un pobre y humilde proletario que se dedicara a
cualquiera de los comunes oficios.
Pero la cobardía, el miedo al fracaso y al ridículo eran
moneda que abundaba en el silo de los sentimientos del
mozalbete, del impúber chaval que veía aquello desde la
perspectiva de la subordinación en lugar de la dominación como
condición general de su especie que determina la procreación,
pero hasta en eso, en el tema laboral, estaba por debajo, en cuanto
a condición económica se refería, de aquel ser al que ya adoraba,
y, además, teniendo a la cobardía como escudo, y nunca como un
arma, porque no lo es.
Contracción a la pena, tembloroso el sueño;
amor descuidado, insuficiente, romo en te quieros,
dominado queda el hombre, vivo el miedo.
El cobarde huye, y él huyó siempre, durante toda su
existencia no hizo otra cosa más que huir y siempre hacia
adelante. Se perdía huyendo y le perdieron tantas huidas, hasta la
última. Su incapacidad manifiesta y su obcecación por
enfrentarse sólo al mundo entero sin ayuda ni apoyo en los
demás, hizo que fueran en muchos ámbitos, las circunstancias, las
que mandaran por encima de la razón y la lógica. Huía de sí
mismo desde el momento que se sintió débil, que notó en su
interior la flaqueza y la fragilidad de sus sentimientos a los que
por nada quería contrariar y no se oponía a quienes razonaban por
él aunque fuera en su contra. Ser cobarde ante la vida sólo puede
traerte problemas porque te refugias en las más recónditas
guaridas del comportamiento humano, y, casi siempre, se escoge
mal.
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Una búsqueda equivocada da con un lugar incorrecto, y esto
te aboca al peligro de la ligereza, al riesgo de la irreflexión, al
trance de la precipitación dando como resultado un miasma de
aturdimientos y complicaciones que marcan la deriva de un
rumbo por lo general extraviado y confuso en la consumación de
lo pretendido.
En aquel momento su cobardía le impidió enfrentarse cara a
cara a la lapidaria frase de “aquí no ha pasado nada, esto nada
significa”. ¿Cuál era la intencionalidad real de ésos dos nada?
Asumió con precipitación primero y con docilidad después la
imposición hecha desde el bando opuesto. ¿Sería esto el sentar las
bases para lo que más tarde sería una verdadera carga de
profundidad por parte de quien ya le había cautivado y
martirizado en el mismo acto de aquella obra? Las cosas no
empezaban nada bien, y como al niño que le quitan el caramelo y
le entran más ganas de tenerlo, él sufría por haber imaginado
poseerlo para sí en aquel abrazo, y quedarse en pocos segundos
toda aquella ilusión, esa fábula que habían protagonizado, en
humo que se dispersaba.
Y como gaseoso era todo en aquel momento, celaje que
envuelve la perplejidad del inseguro, sólo pudo respirar
contradicción, o sea, fue por entero el propio silogismo que tiene
como conclusión la proposición que niega otra conclusión,
desenlace al que había llegado y del que se desdecía igualmente,
un lío ¡vamos!.
Cuando no hay claridad en otros sitios más que en tus
sentimientos y no en el raciocinio, puedes apostar sin miedo a
perder, que siempre tropezarás con algo. Si la claridad no se
proyecta afuera del espíritu y refleja la voluntad en el espejo de la
consciencia, entonces te mantienes en una calle londinense en sus
mejores días de cerrada niebla. Cuando esto se da, es como la
catarata del ojo que te impide ver con la refulgencia que emite un
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cuerpo resplandeciente, entonces entras en las catacumbas de la
desolación y el espanto y caes y te derrumbas.
Y ahí estaba tirado. Sentado en el sofá aún, pero abatido,
colapsado por lo bueno y lo malo que se había producido unos
minutos antes. Entró en el maniqueísmo más puro de las cosas y
gritó en sus adentros. Voces que no dejaba salir al exterior pero
que ruborizarían al más pintado. Le gritaba a su incompetencia y
a su falta de generosidad consigo mismo. Postrado entre aquellos
estampados miraba la lámpara ya sin crisálidas en sus capullos de
seda amarilla; no había serpentinas de colores ni confetis por el
suelo, ni adornos alrededor de su pesadez de obesidad mórbida
que le impedía levantarse.
Un peso que provenía de su interior e impedía a sus
cincuenta y cinco kilos reales, moverse de tan estampado
confidente que lo seguía soportando mientras el objeto de su
deseo se había levantado con la gracia y el donaire que le
caracterizaba, sin darse importancia iba y venía cual alevilla
grácil, menuda, mariposa de estudiados vuelos, ora en la cocina,
ora en el salón, ora en el pasillo, ora en la habitación. Hablaba
como si nada hubiera pasado con esa voz medio en falsete que le
caracterizaba cuando particularmente se quería hacer notar más.
Darse importancia a través de la voz es como enamorar a un
ciego, y así estaba aquel ovillo de líos, dejándose enamorar con el
recuerdo de un abrazo, unas caricias y un beso, y aquella voz que
iba y venía saliendo de un sitio y entrando en otros dando
musicalidad al momento como si nada hubiese acontecido unos
minutos antes. Todo así hasta que la puerta del piso se abrió.
Aparecieron dos de las inquilinas compañeras y amigas de los dos
ocupantes, las que en principio, nada observaron al entrar en la
antesala no pasando del cordial saludo e inmediata despedida del
que se consideraba ya en sus adentros, víctima de Cupido y mártir
atormentado postrado a los pies de su adorada dama. Llegaron
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ellas y se marchó él cargado de sus cuitas y de una zozobra que le
impedía ver con claridad la calle.
Esa noche no durmió; ¿cómo hacerlo viviendo de tan
deleitable y cercano recuerdo y con poco más de diecinueve
años? ¿Cómo dormir después del aldabonazo de los dos “nada”?
Soñaba con los ojos abiertos ajustando la realidad a la ficción que
se quería montar, así, hizo planes de futuro y desmigó todo lo que
había sucedido horas antes intentando ver una luz en el fondo del
túnel en el que se convertía de vez en cuando su realidad
amañada.
Pasaron los días y la situación no cambiaba. Dos, tres,
cuatro, y, cuando parecía que se iba a apoderar de él la amargura
y el desconsuelo de un fracaso sin haber empezado a ser
realmente un éxito, de nuevo otro aviso lo suficientemente
perceptible le hizo recuperar el ánimo: Un guateque en la casa de
campo de unos amigos fue la ocasión elegida por la dueña y
señora de sus pensamientos y sentimientos, para poner más
cloratita en aquel fogón en el que se cocinaba su destino, eso sí,
con todos los riesgos de explosionar llevándose por delante lo que
hubiera.
Y lo hizo, se presentaron todos a la casa en el campo y se
dieron bebidas y comida y hubo jugueteos de chicos con chicas y
de chicas con chicos. Él, de cuando en vez resoplaba y se le
endurecía el alma al verla coquetear con unos y con otros. De
pronto se sentía en la necesidad de ir a por ella y a los dos
minutos lo contrario. Le daba rabia, sentía celos, revoloteaba por
los tejados de la tribulación y se hundía en su propia miseria por
haber acudido a aquel aquelarre del engreimiento de la mujer a la
que amaba; a contemplar un desfile de posturas, gestos y
artimañas. De voces y jugueteos con sus amigos, de roces, de más
flirteos, de risas y más risas…, y él se moría por dentro y por
fuera ahogando de vez en cuando su malestar con la cerveza que
acompañaba a la comida que se servía cada cual. Eran horas ya
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de sestear, de poner música más calmada, más lenta, para quienes
quisieran dormitar, para aquellos que buscaban la felicidad del
sueño, la expansión en el descanso, o, inclusive, el revolcón con
una de las invitadas al festín, y, entonces, ella se aproximó hacia
donde estaba, sumido en la clandestinidad del disimulo para no
aparecer como lo que por dentro era: un volcán a punto de entrar
en erupción, un brazo de mar, un torbellino impetuoso que se
llevaba por delante hasta sus más mínimas sospechas. Le tomó
por la mano y le dijo: ven, vamos a dar un paseo. Lo dijo con voz
firme, atemperada, sutil, ofreciéndole su mano derecha y no
importaba nada de lo que había alrededor de ambos. Aquel gesto
era público, y, aunque entre ellos y ellas conocieran del
ensimismamiento de él hacia ella y su determinada intención,
aquel movimiento era la certificación hecha al albur de una
intencionalidad, la de la mujer segura, que manifestaba y
consagraba así un pasado tiempo de esperas y conjuras,
conspiraciones y cábalas, de suposiciones y sueños. El hecho en
sí legitimaba las aspiraciones del joven y se dejó llevar una vez
más, como siempre.
De la mano anduvieron un largo trecho, pasearon bajo el sol
de justicia hasta una chopera cercana a la casa que daba al río
donde se bañaban. Hablaron de todo lo insustancial de la vida de
aquellos momentos. Ni una sola referencia a cuestiones profundas
que pudieran derivar en una conversación erudita o ilustrada.
Nada de eso, ni de ellos. Hablaron de la fiesta, de los amigos de
la fiesta, de las parejas hechas en la fiesta, de la comida, del
trabajo de ella, de nada importante en sí mismo, pero cogidos de
la mano.
Al paso por aquellos troncos, en más de un chopo planeó
haberla apoyado y besado apretándola contra la madera, pero fue
incapaz de hacer nada parecido a aquello por las mil preguntas
que se hacía al pensarlo: ¿y qué hará si le achucho?, ¿y si me
rechaza?, ¿y si piensa que quiero abusar de ella?, ¿y si me da una
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“guantá”?, ¿y si sale corriendo pidiendo socorro? Todo un océano
de dudas y todo eso sólo por un beso, el mismo al que ella no
habría dado pie como en el sofá en aquel gesto de entreguismo
libertario al placer y la pasión de hacía un tiempo, no, sino como
iniciativa suya.
No soltaba la mano a pesar de sudar de lo lindo, no quería
arriesgarse a perder aquello en lo que vivía por un gesto
inoportuno. Y ella pensaba: a ver si me toma por la cintura, me
apoya contra el árbol y me besa. Nada, absolutamente nada más
que conversación y manos cogidas. Y ella se cansó de la falta de
iniciativa y tomó las riendas para conducir al équido y sus mudas
divagaciones de nuevo hacia la casa. Nuevo fracaso, nueva
pérdida de control en la batalla que se libraba, y ella se separó de
él al llegar al gran salón donde la música se oía despacio, y
murmullos, y conversaciones de diván, como si no hubiera
pasado nada, como si de la mano hubieran andado la rivera dos
amigas, dos hermanos contándose sus cuitas o hablando de las
banalidades de la juventud. En la superficialidad de su
conversación se evidenciaban las carencias, la falta total de
iniciativa que le provocaba el miedo, el complejo de inferioridad
y la falta de seguridad en sí mismo. Nacía y se afianzaba entonces
un nuevo aspecto: la dependencia por depreciación de sí mismo.
Pero a la vez que nacía ese sentimiento, la tarde se iba
apoderando de los jóvenes, las bebidas de vasos largos iban
haciendo su efecto y desde luego, en su intención no estaba el
salir de allí corriendo como si nada, no, ni mucho menos. A la
pesadez de las horas del sesteo le fue siguiendo la algarabía, el
ruido. El murmullo pasó a voces, el volumen del tocadiscos subió
de golpe cincuenta decibelios y aquello empezó a tomar la forma
de una orgía juvenil campestre donde desde luego el sexo no era
la columna cervical de la reunión, en absoluto, si bien ya había
algunos que hacían sus pinitos en el terreno de fornicar, y como
era lo lógico, los mayores en edad que se buscaban las mañas
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para, en aquella época de restricciones, hacer lo que se podía más
o menos escondido y en los lugares más recónditos de la casa o
del campo, con todas las incomodidades que aquello reportaba de
pinchazos en tan sensibles partes, pero se perdonaba, y con
mucho gusto, la limosna por el coscorrón.
Así, la noche fue tomando partido y tornando la claridad del
sol en oscuridad de luna, llena, por cierto, que se animaba a salir
por el oeste de donde se encontraban. Entre unas cosas y otras,
entre su desesperación e impaciencia, por un lado, y por otro, la
posibilidad de servirse emboscándose en la penumbra para
intentar de nuevo un asalto a la fortaleza, se enrocaba en la
desesperación del tiempo que veía pasar muy despacio. Una
calmosa espera viendo a aquella mujer yendo de un lado para
otro; ahora con uno, después con otra, ahora en un grupo, ahora a
solas con ella misma, encerrada, precintada con el lacre que sella
los más confidenciales secretos. Nadie sabía lo que pensaba, ni a
corto ni a largo plazo, sólo ella.
La música seguía sonando, pero era música movida y ahí él,
con esos ritmos no podía forzar el acercamiento, tenía que esperar
a la lenta para poder de alguna forma llevar a cabo lo que había
estado pensando desde que vinieron del paseo, y así, sin chopos
ni eucaliptos donde esconderse, sino en la claridad tenue de la
noche, poder llevar a cabo su propósito, el de invitarle a bailar y
poder así darse la oportunidad de tocarla de nuevo, de abrazarla,
tomarla por las caderas. Asirse de esas finas y estilizadas caderas
de la talla treinta y ocho más o menos; de hablarle al oído, y, en
un arranque de valentía, decirle lo que tanto tiempo llevaba
pensando, algo, que por otro lado, aún no le había dicho en
ninguna de las dos ocasiones en las que más íntimamente -la del
sofá en su casa y la de la tarde por la chopera-, habían estado
juntos.
Pensaba en que la noche y la música ayudarían, y a decir
verdad, otro factor también importante que lo sería luego en su
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vida: el alcohol, que si bien aún no era un bebedor nato, ya
empezaba con los escarceos de las copas y alguna que otra curda
se había cogido, aún así, no quería beber demasiado no fuera a ser
que producto del exceso, tuviera un mal desenlace el asunto
porque cuando bebía en demasía, aunque no se ponía violento
como les pasa a otros, algunos de su entorno más íntimo por
ejemplo, se venía abajo y no era capaz de coordinar en
condiciones, con lo cual, mejor sólo las dos copillas para perder
la vergüenza y a lanzarse como experto cazador, que aún no era, a
la espesura del bosque a ver qué ocurría.
Quiero beberme la sed de tus pensamientos,
para desde el oasis de mis miedos,
poder entender tus sentimientos.
Esos escondidos que a nadie dices,
esos mismos que a la verdad ocultas,
y en tus vaivenes ver los que facultas,
y así podré saber lo que decides.
A la rapidez del Travelin Band le siguió como enlace hacia
la música tranquila el Who'll Stop The Rain de los “Creedence”,
después Let it Be de los Beatles, y una serie más de canciones del
estilo más puro y genuino de la música de los sesenta y primeros
de los setenta que invitaba particularmente al arrumaco y al
galanteo entre aquellos que ya formaban pareja o entre quienes
buscaban el ligue ocasional de una noche de verano. Eran los
finales de julio, ya habían pasado las fiestas patronales del pueblo
y se mantenía la resaca festiva de esos calurosos días estivales.
La noche caía y la claridad de la luna protagonizaba el
cuadro de las aspiraciones amorosas de aquel joven en ese verano
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del setenta y cinco. Se daban todas las condiciones como para que
aquello, su intencionalidad afectiva y sus ansias amatorias, se
vieran recompensadas por una vez. Más, después de las
frustraciones que se había bebido cual trago amargo de angostura,
por la tarde en el paseo.
Estaba decidido, sólo tenía que esperar a que terminara el
disco que sonaba de Gilbert O’sullivan: Alone again, y poder
lanzarse en el siguiente con la determinación de un guerrero
Masai a la caza y captura del ser amado. La canción: Tus manos
en mi cintura de Adamo. Y todo se desarrolló con la normalidad
anormal que provoca el nerviosismo de la indeterminación, de la
vacilación, de la inseguridad, dándose hasta un instante de
perplejidad que de inmediato el humor gaseoso del humo y los
dos cubalibres que se había tomado, disiparon. Amparado en el
murmullo y la ley del hielo que impone una situación como
aquella en la que cada cual va a lo suyo, se dispuso cargado de
razones a tomar al toro por los cuernos de una vez por todas y se
dirigió a su objeto de deseo a invitarla a bailar con la más de las
comunes preguntas que se hacían en aquellas reuniones de las que
eran tan asiduos.
¿Bailas?, le preguntó con una voz que no salía de manera
armónica, ni sonaba con las garantías reales del convencimiento
absoluto de una respuesta positiva; pero lo hizo y tendió la mano
en gesto de invitación y ayuda a levantarse del sillón que ocupaba
la efigie. Los ojos verdes de ella se clavaron en los verde de color
de aceituna de él. Hubo un instante de duda, de silencio, no había
respuesta de ningún tipo y el tiempo pareció extenderse por el
salón.
Los primeros acordes de la canción empezaron a sonar y no
había movimiento. De nuevo un sudor frío le recorrió el alma
mostrándose por su cuerpo como un temblor de piernas y un
encogimiento en el estómago. Vivió unos segundos de ansiedad
que le parecieron horas, pero ella, en lo que no fue sino la
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reacción lógica y normal, en tiempo y formas, sólo esperó lo
suficiente para tomarle la mano y levantarse. No hubo ni una sola
palabra por su parte, su consentimiento se basó en el gesto y no
en el lenguaje, y sonaba ya la voz de Adamo: “No has de sufrir si
escuchas de mis quince años el cantar, y ausente estés de las
cosas que mi adolescencia fue a soñar, capricho fue que sin
querer ya preparaba este amor, por eso así yo te lo cuento y te lo
canto a media voz, por eso así yo te lo cuento y te lo canto a
media voz”… y las manos estaban allí, en su cintura, haciendo de
cinturón. Mirando con la dulzura que la canción decía, y se
deshacía, y se iba derritiendo, al sentir su cuerpo contra el suyo
cada vez más juntos, cada vez posándose más y más superficie
desde el arrimo de los muslos hasta las mejillas que comenzaron
a rozarse.
Los brazos de aquella imagen rediviva de la belleza absoluta,
en contraposición a la postura defensiva habitual de aquellos
entonces con los codos pegados a los pechos, en ellas, se
enroscaron por el cuello de aquel muchacho cándido, nervioso,
dándole la posibilidad total de la apretura absoluta de los cuerpos.
Dos cuerpos medio púberes, esbeltos, con la fragancia de los
diecinueve años. Dos organismos sin estrenar en el sexo puro, dos
entes receptivos a todo tipo de sensaciones corpóreas que
desembocan en la complacencia erótica cuando se mezcla amor y
calor humano, cuando se bate en el crisol del deseo, el amor y la
pasión que a esos años, con todo aún por estrenar, es como el
Krakatoa, presto y dispuesto a llevarse por delante todo lo que
coja a su paso.
La canción terminó y los dos cuerpos seguían ensimismados
en el ala este del salón, la que quedaba más cercana a la puerta
por la que se accedía al patio. Siguieron unidos sin decir nada,
sólo abrazados esperando que el siguiente disco pusiera de nuevo
en movimientos sus piernas con ese compás de uno para la
derecha y dos hacia la izquierda. Los pies casi no se movían del
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sitio, sólo una leve inflexión de rodillas para girar de poco a poco.
Continuaban abrazados cuando de nuevo la música se dejaba oír.
Ahora eran el dúo Simón y Garfunkel y The Sound of silence.
No había comentarios ni murmullos. Se oía el silencio de los
sonidos y lo disfrutaban. La emoción se acompañaba de aquellas
notas, de aquellas voces que de forma delicada acompasaban los
dos cuerpos en los que la excitación era evidente. Las mejillas
daban por hecho el hecho del roce, con complacencia, con
ternura; la nariz casi pegada a la oreja, la del uno en la del otro.
Notaba sus pechos, con la dureza y la rigidez de la edad que se
mostraban como montículos del placer, tersos y sonoros,
haciendo eco a su respiración. No eran ni grandes ni pequeños,
eran sencillamente, perfectos.
Era la primera vez que él había tenido la oportunidad de
sentirlos, nunca antes, ni en la escena del sofá los había tocado, ni
siquiera rozado. No hubo abrazo entonces, sólo un beso en muy
mala postura y esta, la de ahora entre sus brazos, era la perfecta.
Notaba todo su cuerpo que se estremecía cuando unas veces
apretaba él su cintura y otras ella. Se dejaron llevar por la
agitación erótica del momento y se fundían cada vez más fuerte el
uno contra el otro. Se terminaron los sonidos del silencio con él
absolutamente excitado. No querían ni podían separarse, alguien
apagó la luz y sólo quedó la claridad de la luna llena que se abría
paso por la ventana y la puerta del patio que estaba abierta de par
en par.
Con la complicidad de la oscuridad se fueron aproximando a
la puerta del patio; terminó el otro disco y tuvo la posibilidad de
ir saliendo de poco a poco sin la vergüenza que le proporcionaba
la claridad evidenciando su excitación ante los demás. Se fueron
fugando lentamente hacia el patio, como dos anónimos
delincuentes que escapan de la vigilancia de los guardianes de
una cárcel. Salieron sin separarse, sin hablar, eran dos en uno, o
53
mejor, uno en dos. La connivencia era absoluta y la comprensión
de lo que querían: total.
Seguían abrazados, fundidos y aún no se habían besado;
cuatro canciones juntos, atados a cintura y cuello y ni un solo
beso. Estaba clara de nuevo la irresolución y el miedo a no hacer
bien las cosas, pero el paso más importante estaba dado; la
conexión corporal indicaba todo a favor y el estar unidos de aquel
modo era el aval más importante para ratificar el sello del
compromiso.
Por fin, ya fuera, en el patio, tomó la decisión de comenzar a
besarla en la mejilla y en el cuello, y notó cómo se estremecía,
percibió el cambio de forma de su piel y sus pechos. Recorrió la
cintura, sin apretar, palpando, y sus manos frotaban la espalda en
una caricia que ella acogía con tranquilidad, con confianza, con la
plenitud receptiva de la amante que espera el desenlace de aquella
orgía de abrazos. Se separaron lo justo para mirarse de nuevo a
los ojos iluminados en aquella penumbra y no hubo palabras, el
abrazo concluyó juntando sus labios, sus lenguas en el
intercambio de néctares, de placer, de agradecimiento a tanta
frustrada situación anterior…, ya no bailaban.
Hilvanaron sus cuerpos por entero con la perfección del
sastre cuando cose y remata una de sus mejores prendas de vestir,
y así estaban ellos, vistiendo un momento maravilloso,
explayándose en la fertilidad de la pasión y el gozo, construyendo
la habitación del deseo con todo el ímpetu y el entusiasmo que a
esas edades se tiene desde la inocuidad y candidez de lo ideal, de
lo quimérico, de lo soñado en tantas noches de vigilia. Tiempos
de desesperación, de miedos, de calor agobiante, de interminables
charlas en un banco del parque.
El sueño se estaba haciendo realidad y superaba en
sensaciones lo soñado, lo ansiado. Aquello traspasaba la barrera
de la normalidad en la que hasta entonces había vivido no
habiendo tenido ninguna experiencia amatoria. La única
54
referencia del placer alcanzado había sido en la soledad del baño
o de su habitación, él consigo mismo, pero ninguna que hubiera
sido impulsada desde el cuerpo a cuerpo o cuerpo contra cuerpo.
Era virgen en la totalidad de sus relaciones a pesar de sus casi
veinte años. Nunca había estado con mujer alguna; ni siquiera
había ido a putas porque era algo que rechazaba de plano a pesar
de haber podido hacerlo y gratis. Esa oportunidad la tuvo de la
mano de un señor de Murcia que se quedaba de paso en la posada
de uno de sus amigos y que en más de una ocasión les había
invitado.
Estaba virgen e inmaduro en todo, lo que provocó un
desenlace que no hubiera querido pero que sobrevino de la
manera más lógica tras todos aquellos refregones que ambos
cuerpos se daban; y en medio de todo aquel festín, con la luna por
testigo, le sobrevino el primer orgasmo que sintió con una mujer,
sin siquiera bajarse los pantalones. Estaban vestidos. La ropa
interior y aquel lino beige, fueron los encargados de embeber el
producto de aquel aquelarre de besos y abrazos. No pudo
contenerse y se desmadejó en aquellos brazos que vieron cómo se
convertía en un mar de suspiros y de agónicas y emocionadas
sacudidas.
Tras esos segundos de conmoción y placer, la mejor
conclusión de todo lo que había sucedido la puso ella entendiendo
lo que había ocurrido besándole con ternura y separándose unos
centímetros de él. Había notado cómo se producía aquella
convulsión y dio por hecho que había eyaculado, además, disfrutó
la situación, también le produjo una cierta embriaguez libidinosa,
con lo que la situación podría cambiar de momento, pero no, se
quedó allí parada con él. Esperó sin hacer nada a que el joven
ideara cómo poder deshacerse de aquello que le empapaba y de
manera un tanto vergonzosa, él, le pidió que se acercara a por
unas servilletas al comedor de la casa. Mientras ella bajaba, él
maniobraba tratando de controlar aquella, paradójica, molesta y
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confortable, a la vez, situación, en la soledad de la luna que le
miraba y casi aplaudía. Entonces, de repente, se compinchó en
aquel instante, una nube, un cúmulo grueso que quiso ocultar a
Selene para darle más tranquilidad y oscuridad a aquel, aún,
palpitante cuerpo que se limpiaba el producto de tanta excitación
vivida.
Pasó el tiempo; las horas de la madrugada empezaron a
llegar y había que irse cada cual a su casa. Se fueron juntos en el
mismo coche, con la evidencia en forma de mancha en sus
pantalones. La dejó en el portal de la casa y aquel día, ya casi
amaneciendo, no subió a acompañarla, sólo un beso de despedida,
ya público, ante los demás ocupantes del vehículo, y un hasta
mañana cargado de toda la ilusión del mundo. Llegó a su casa y
no era él, era un circo, un ballet folklórico, una orquesta, una
caldera, una muchedumbre de jolgorio. Daba saltos (sin saltar
claro, la gente estaba dormida en su casa), daba gritos de alegría
(sin gritar por lo mismo), pero que le salían de la garganta como
al mejor barítono. Se desnudó, fue al baño y se aseó lo mejor que
pudo sin hacer mucho ruido y echó al cesto de la ropa sucia
aquellos testigos mudos de su primer acto de amor y de un sexo
relativo de fricción y rozamientos y poco más, ninguna otra
maniobra que lo catalogara de sexo puro y duro. Pero se sentía
feliz.
Timón, remo, vela,
y en el lienzo la acuarela.
Vela, timón, remo,
y por fin nos conocemos.
Remo, vela, timón…
y me partiste el corazón.
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CAPÍTULO VI
Renace el amor y uno se envalentona, se pone las pilas de
nuevo porque ha sido recargado su ánimo y su autoestima, su
alma se ha removido y su espíritu queda extasiado, adormecido,
obnubilado, clausurado a la mendicidad del amor pretérito, roto,
desgraciado, que lo postró en el sillón del desaliento, y vibra y
crece de nuevo.
Se sosiega la voluntad y se hace templanza la vehemencia.
Hay reverencias de todo tipo a la frescura del conocimiento y la
sabiduría, en la certeza de que algo ha pasado y que va a
continuar. Se sueña más, se duerme menos, se especula más, se
acierta menos. Se deleita uno en sus cábalas y planea futuros
cercanos y lejanos en el tiempo. Calibra, mide y sopesa cada uno
de los minutos y segundos vividos en la explosión del amor
manifestado, no el imaginado, y, curiosamente, después de sentir
así el amor, ni siquiera se dijeron un te quiero o un te amo esa
noche de luna llena. Dos palabras, si no prohibidas, sí, muy
cargadas de responsabilidad, de compromiso. No era fácil decir:
te quiero, por el vínculo que conllevaba y la carga de exigencias
que compelían. ¿Se acordó de aquel primero: no pasa nada?
¿Sería por eso que no se lo dijo?
Tuvo tiempo de mirar al pasado con angustia pero sin
desdén, sin reproches. Le ocasionaba a la vez dicha y zozobra,
inquietud y serenidad. Pensó en la felicidad de su renacimiento al
amor y veía cómo se revivía de nuevo el pasado cercano
57
encarnado en aquella otra mujer. Era su felicidad, era el frescor
del ánimo que entraba de nuevo por la ventana y recordaba los
días vividos en plena y total complacencia con su primer gran
amor, sin dejarse seducir, eso sí, por el brío de la sensiblería que
abaratara los costos de aquello que terminaba de adquirir en el
mercado de su racionalidad: su nuevo amor.
Sin ningún tipo de componendas se daba al lujo de compartir
el pasado sin reproches con el presente incomparable. Quería
vivir eso, sin obviar lo otro, pero centrándose en exclusiva en lo
que había logrado, y puso todo su empeño en conseguir que así
fuera, por lo que no escatimaba tiempo al tiempo a la hora de
pensar en ella y de planear. Se fugaba, unas veces, lejos, con su
ninfa de la mano, o abrazados, corriendo; otras miraba la
ensoñación vestida de paz y calma, de reposo y serenidad bajo un
techo común con voces de niños jugueteando. Era la inmadurez
personificada, pero soñaba con esas cosas, lo más común.
El sentido de la responsabilidad, de todo lo que aquello
conllevaba, ni por asomo hacia acto de presencia, no existía en él,
y no existiría nunca. Era una vida vivida desde la imaginación,
era un espejismo en el oasis real de su existencia todo lo que se
figuraba, todo lo que hacía y sobre lo que se basaba su esencia
como ser humano. Crecía así pues, de alguna manera, el futuro
del pseudólogo fantástico, el pensador egoísta, el encantador de
serpientes, el trilero del amor y la conquista, el bufón de su
conciencia. Sin darse cuenta, sin ser realmente consciente de sus
habilidades y sí de sus carestías, comenzó a tejer la madeja de su
personalidad en el crecimiento a la vida adulta, desde una clara
plataforma, cuyos cimientos, no eran los más idóneos y bien
forjados como para concederle el asalto a la madurez desde el
conocimiento y la sabiduría, que acompañan los años.
Su puericia era evidente y sus carencias más que innegables,
pero de cualquier modo y debido a la inercia que había provocado
aquella fricción, como en los pequeños coches con los que jugó
58
de pequeño, se iba envolviendo poco a poco en la maraña que no
tardando mucho, iba a hacer que todo comenzara a complicársele
de manera irreversible, ya, por el resto de su vida.
Siguieron las visitas y los planes, el más inmediato de todos,
y a corto plazo: las vacaciones. No había pasado más de un mes
desde el guateque y ya hacían planes para ir juntos de vacaciones,
el lugar, la costa malagueña en el sitio más de moda de los setenta
y, ¡nada más y nada menos!, que Torremolinos. Ella se iría
primero, con una compañera de piso, él iría unos días después,
justo cuando el trabajo en el que había comenzado a trabajar unos
meses antes, le permitiera salir ocho días de vacaciones.
Y así fue, ella se marchó, en el tren llevando como equipaje
a su amiga y compañera de piso, más sensata, más asentada,
menos loca, menos engreída. Llegaron y la comunicación desde
entonces se hizo vía teléfono. Él desde la oficina se pasaba horas
colgado del auricular oyendo aquella voz a la que imaginaba
según le contaba. La playa, las discotecas, las comidas en los
chiringuitos, las fiestas, las compras, en fin, todo lo que hacía de
cotidiano en la plena ociosidad de las vacaciones. Él soñaba y se
imaginaba allí con ella. No llegaba el día en el que tomara su
bolso de viaje y recorriera, como fuera, aquellos casi quinientos
kilómetros que les separaban. Y el día por fin llegó. El viaje lo
hizo en dos etapas, con un amigo hasta la capital hispalense y de
ahí, desde la Estación de los Amarillos, en autobús hasta Málaga.
El viaje lo inició de madrugada porque el autocar salía a las
diez de la mañana de Sevilla, y en el R-6 de su amigo y con la N630 de los setenta en las condiciones que estaba, el trayecto no se
hacía en menos de tres horas y media, con lo cual, a las cinco de
la mañana estaba - sin haber dormido ni un minuto -, ya
levantado y a la espera de ser recogido sobre las cinco y media.
Iba medio alucinado, no en vano se daban dos circunstancias
más que importantes. Por un lado eran las primeras vacaciones en
las que se le permitía salir solo - siempre había ido con sus padres
59
hermanos y demás familia -, y por otro el hecho vacacional en sí
que determinaba ¡nada más y nada menos! que irlas a pasar junto
a su amada. Solos en la inmensidad de aquel océano de nuevas
sensaciones y cosas por descubrir. Un mundo nuevo cuyo
universo de posibilidades desconocía en su más amplio sentido
porque únicamente era un chico de provincias, metido en aquella
marejada de los setenta con el boom del turismo en pleno auge. A
eso se le sumaba que era la cuna donde se citaban la flor y nata de
una sociedad extranjera que acostumbraba a determinados
comportamientos en sus respectivos países, desconocidos por la
incipiente sociedad española que nacía a la explosión del
consumismo europeo como consecuencia de aquellas avalanchas
de turistas.
Estaba virgen en todos y cada uno de los campos con los que
se iba a encontrar. Impoluto a la experiencia en solitario, y era
casto cual damisela recién salida del colegio de monjas, en el
aspecto sexual, por lo que los horizontes que dibujaba en el
parabrisas del R-6 eran infinitos, y por estos motivos que no
hiciera caso en la mayoría de las ocasiones a los comentarios y
razonamientos que su amigo le formulaba buscando la
conversación lógica del recorrido tan largo que por delante
tenían. Tuvo que repetirle mil y una vez las cosas; llegó a
preguntarle si se encontraba bien o si se estaba quedando sordo, si
le había dado un ictus o se estaba volviendo loco de remate con la
mirada clavada en la montaña, como el abuelo Víctor de Víctor
Manuel.
Pero le daba lo mismo lo que le dijeran. De momento
hablaba como se quedaba callado al instante siguiente. Miraba la
luz proyectada por los faros en el asfalto y recorría ése camino a
la misma velocidad que lo hacía la claridad que se reflejaba. Veía
allí, cómo se quitaba de en medio el camino que le separaba de la
felicidad absoluta; aquel asfalto que hacía de intermediador entre
el sueño y la realidad poniéndoles de acuerdo total.
60
Miraba cómo pasaban metro a metro los kilómetros y se
circunscribía a la necesidad del habitáculo pequeño, pegado al
respaldo del coche dejando caer hacia atrás la cabeza a veces y
así recostar su tiempo, por si pasaba más rápido en aquella
posición que le invitaba a dormir. Pero quería y no quería dormir,
porque de hacerlo, sería como traicionar una buena parte de toda
esa liturgia de su felicidad. Debía ser fiel al canon que imponía el
peaje de aquella aventura, la primera y gran aventura en solitario
de su vida. No había vivido otra circunstancia parecida ni de
largo, y debido a esto, no podía ser desleal a tan particular
situación.
Obedecía a su cerebro a la vez que desobedecía a su corazón.
Caminaba por las praderas verdes del regocijo con sólo mirar
hacia adelante y proyectar así su imaginación en la pantalla
transparente del cristal que tenía a poco menos de un metro. Sin
claridad aún, meditaba, con la noche cerrada que presidían aún
las estrellas de aquel cielo de agosto que como luciérnagas
colgaban del navideño árbol de su imaginación. Pasaban los
kilómetros y casi a mitad de camino, antes de llegar al pueblo
extremeño que vio nacer a Zurbarán, empezaron a dibujarse en el
cielo, hacia su izquierda, las más que evidentes señales del
amanecer. Salía el sol y cambiaba todo el panorama que le
devolvía a la realidad del tiempo que se le alargaba cada vez más
a medida que menos distancia le separaba de su próxima posta en
el Prado de San Sebastián de Sevilla.
Con los primeros rayos de sol las cambiantes sensaciones.
Con la alegría del nuevo despertar donde no muy lejos los gallos,
aunque no los oyera, habían puesto con su nota musical de
cántico rural, el amanecer, llegaba también el encuentro con
nuevos escenarios vividos. Recordó cuando la ilusión le
transportó a tierras sevillanas hacía poco menos de dos años y
cuya última estancia había supuesto algo tan tremendo como la
pérdida definitiva de su primer gran amor. Y recordaba con
61
tristeza aquel tiempo no tan alejado en el tiempo a medida que se
acercaban a Monesterio y al límite de provincias (con Huelva en
primer lugar y Sevilla poco después) y de región.
Sensación agridulce por el pretérito cercano y por el futuro
próximo. Hubo un momento que no supo donde atender y
quedarse parado en sus pensamientos, y algo le dijo en su interior
que mirar hacia atrás no era lo correcto, sino que lo que procedía
era seguir oteando el horizonte de lo venidero y dejar la
perspectiva pasada guardada en el baúl de su recuerdo sin otro
particular que el de lo gratamente vivido. La voz de su amigo, de
su chofer particular le devolvió de golpe al mundo real
preguntándole si paraban en el bar de la estación de autobuses del
último pueblo de la provincia de Badajoz a tomar un café y estirar
un poco las piernas.
- Oye, que vamos con tiempo suficiente, para coger el autobús en
Sevilla, que pareces una aparición, que estás y no estás, que vas
como agilipollado ¡coño!
Se apeó de golpe de la fluctuación, que como en el mercado
de valores, le provocaron minutos antes los recuerdos mezclados
con la alegría del motivo de estar allí, y contestó afirmativamente.
- Vale, sí, que debes ir ya cansado y yo a lo mío, pero es que no
me puedo aguantar, son tantas las ganas que tengo de llegar.
¿Qué hora es?, ¿nos dará tiempo a llegar, no? ¿Y si hay mucho
tráfico a la entrada de Sevilla, que vamos a llegar después de las
ocho y aquello debe estar como un termitero del Kilimanjaro?
- Que sí hombre, que sí. Que desde aquí nos quedan como cien
kilómetros y hasta las diez y media no sale tu autobús. Tenemos
más de dos horas.
- Bueno si tú lo dices, venga, unas tostaditas, un café y una copa
de coñac ¡ea!
Las explicaciones y la conversación fueron suficientes y
tomaron el café con unas magdalenas porque no había tostadas.
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Acto seguido subieron de nuevo al Renault-6 amarillo ocupados
en la conversación que comenzaron en el bar, con la gente de
acompañantes y el murmullo lógico que le hizo abstraerse de su
principal y único propósito del pensamiento: llegar a
Torremolinos.
Ciento setenta y una leguas le separaban del cambio de
diligencia. Se vio como un amante del siglo XVIII que atravesaba
campos yermos por el calor del estío, de colores pajizos pardos y
de oro al relucir del sol en la mies seca y convertidas en pacas de
paja para el ganado, haciendo postas para ver a su amada. Más
adelante cambio de carruaje, del particular al colectivo, y, por fin,
sumido de nuevo en su personal historia, las leguas pasaron. Al
poco vio la excelsa Giralda sevillana que se alzaba por encima de
todos los edificios dando la señal inequívoca de la proximidad a
su destino al enfrentar la larga recta que les conduciría desde
Santiponce al mismo centro de Sevilla.
Llegaron sin mayores problemas de tráfico hasta el Prado de
San Sebastián, allí, la misma parada de autobuses donde otrora
fuera recogido por dos mujeres en la Semana Santa de hacía dos
años. Hoy no habría nadie, pero de nuevo sus pensamientos se
fijaron en el entorno y no pudo evitar que la emoción se
apoderara de nuevo por el recuerdo. Miraba a su alrededor y veía
con extrañeza los edificios colindantes que tan familiares se le
habían hecho. Los Juzgados, la Universidad, la fuente…, de
nuevo la duda, la añoranza, de nuevo las sensaciones vacilantes,
su inoperancia y la deslealtad a sus sentimientos actuales, la
infidelidad de pensamiento ¿pero por qué?
La inmadurez tiene muchas formas de manifestarse y esta es
una, la incapacidad de analizar y dar por concluida de manera
definitiva una situación por muy complaciente que hubiera sido, o
lo contrario. Tampoco eran edades como para ser maduro porque
apenas tenía veinte años, pero de algo debería haberle servido el
mazazo sufrido. Paró el coche en un estacionamiento cercano y
63
ambos ocupantes se bajaron abriendo el maletero para sacar el
bolso de viaje donde iban las pertenencias del veraneante, del
emocionado joven que miraba a su alrededor haciendo balances y
creando hipótesis sobre el futuro inmediato. Lo primero, como
era lógico, sacar el billete a Málaga, después tomar un café con su
amigo, buscar el andén y subir al autocar que le llevara a su
destino.
Así fueron dándose las circunstancias, inclusive tuvieron la
ocasión de presenciar una anécdota ciertamente violenta entre dos
miembros de raza gitana que peleaban por no sabían muy bien
qué y en la que la policía tuvo que intervenir para poner punto y
final a tal situación. Los nervios le comían, no llegaba el
momento de estar sentado en el asiento cuando de repente, en el
trajín de pasajeros, vio una silueta de mujer, morena, pelo rizado,
pizpireta en el andar, porte elegante, ¿era ella?, pensó.
Salió corriendo dejando con la palabra en la boca a su amigo;
dejó el equipaje en el suelo y corrió mientras pensaba que si era
ella qué le iba a decir. ¿La saludaría?, ¿le respondería al saludo?
Se aproximaba a aquella mujer parando ya en su alocada carrera
entre gente que le miraba. Fue deteniendo el paso para
emparejarse con ella y llamarle por su nombre. No hubo lugar.
Justo cuando le iba a llamar la atención, como si le hubiera
presentido, la chica se paró de repente como si se sintiera
perseguida y volviendo la cabeza hacia atrás comprobó de frente
a escasos metros el rostro de alguien que parecía quererle dirigir
la palabra. Él se frenó de golpe y al ver a la mujer dispuesta a
realizar algún interrogatorio ante lo que había sospechado como
una persecución, se dio la vuelta sin esperar ni producir gesto
alguno, mímico o sonoro.
No era ella pero el corazón le latía a doscientos por hora.
Quería que hubiera sido, en el momento, pero al instante
siguiente se alegró de que no lo fuera. Qué contrariedad, qué lío,
se dijo, qué barullo de ideas, de sensaciones, de sentimientos.
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Qué tendría que hacer para desdibujar de su mente tantísimas
emociones acumuladas en tan poco tiempo. El corazón le latía
con la misma aceleración de un Mirage F-1. La ambigüedad se
había establecido en su cerebro, la tergiversación hasta de su
propia iniciativa de estar allí era un hecho, todo era confusión,
barullo, no de personas, sino de circunstancias.
Remaba a contra corriente y la euforia se trocaba laxitud en
tan sólo un instante. Al siguiente lo contrario y de nuevo la
adrenalina subía. Era una olla a presión que podría estallar en
cualquier momento. Estaba casi al borde de un delírium tremens
sobrevenido por aquella cantidad de situaciones que se dieron cita
de golpe sin quererlo y sin siquiera esperarlo. Era una encrucijada
que le llevaba a una importante cantidad de estrés. Su amigo lo
observaba todo como quien está en una platea presenciando una
obra de teatro vanguardista. No decía nada, sólo miraba, callaba y
si acaso pensaba: éste está como una cabra, el desayuno le ha
debido sentar mal.
Corría la gente de un lado para otro, ajena a todo, abstraída
en sus ocupaciones. Algunos, sentados, a la espera de quemar en
aquella más cómoda y reposada situación los minutos que les
separaban de la salida de su autocar al `pertinente destino, pero
uno, tan sólo uno de tantos y tantos, se veía como único poseedor
de todo el protagonismo en los andenes yendo de un lado a otro,
más nervioso que un gitano en una feria de ganado. De pronto la
galaxia de sus pensamientos se paró de golpe cuando por el
sentido del oído oyó y escuchó con toda la atención de la que
pudo ser capaz de tener: “el autocar con destino a Málaga se
encuentra estacionado en el andén número 22 y efectuará su
salida en los próximos minutos”.
En esos momentos casi treinta metros le separaban a su
amigo, a él y su equipaje del andén 22. Con un rápido gesto, sin
decir palabra alguna, tomó las bolsas de viaje, se despidió a la
francesa de su amigo y corrió hacia la puerta abierta del autobús.
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Primero tuvo que dejar en los bajos el equipaje y posteriormente
subir los tres peldaños que daban acceso a la cara del conductor
que vendía los billetes, allí mismo:
- Uno para Málaga, dijo con voz entre temblorosa y cavernícola.
Más bien de paleto de provincias que visita la capital por
primera vez. Pagó el importe que el chofer le pidió y se fue a su
asiento, que para más berrinche le tocó en la ventanilla en lugar
de en el pasillo (su claustrofobia ya por aquellos años se
manifestaba de sobra y esta era una de ellas). Llegado a su
asiento, a los dos minutos, se le sentó un señor gordo, desaliñado
en el vestir y poco cuidado en su aseo personal, ¡lo que faltaba!
Aquello empezaba más a parecerse a una aventura tipo
Hermanos Marx que al inicio de unas alegres y entretenidas
vacaciones veraniegas. Tenía que encontrar el modo cuanto antes
de deshacerse de todo aquello que le ataba, molestaba y lastraba
su pretendido bienestar, desde los pensamientos, las dudas, los
recuerdos, las contradicciones, las malas sensaciones, y, hasta del
hecho que tenía a su izquierda que ya antes de ponerse en marcha
el autocar, le había propinado dos codazos uno en el codo y otro,
casi doloroso, en el riñón.
¿Medios para conseguir relajarse?, ¿la sofrología?, por
ejemplo, complicado ¿o simplemente la técnica del avestruz? Lo
de la sofrología era engorroso entre otras cosas porque no estaba
nada puesto en esta técnica de relajación que muy bien le hubiera
venido, porque la verdad es que estaba como para que le diera un
infarto de miocardio. O eso o un colapso por la presión y la
tensión con la que estaba viviendo aquellas últimas horas, pero
claro, el corazón de un joven de esa edad, soporta exponerse
hasta acciones de máximo riesgo. Y ciertamente, esta no era una
de ellas, era simplemente la concatenación de una serie de hechos
que fueron dando en la diana de lo que a un ser feliz y contento le
empieza a mermar la capacidad de ser feliz cuando se quiere
66
serlo. ¿Sería acaso esto premonitorio de lo que pasaría unos días
después?
Veamos. El viaje, ya en marcha el autocar, lo empezó sin
tener que echar mano de la hipnosis ni de las ciencias o doctrinas
orientales ya muy de moda por aquellos entonces como el yoga o
el zen, y sin tener que recurrir ¡por supuesto!, a ningún
alucinógeno que lo transportara a otro mundo menos evidente y
de diferentes olores que los que su acompañante expelía. Lo
inició tratando de leer un libro, a ver si Tagore podía poner un
poco de orden en su alocada y confundida cabeza. Pues no,
resultó, que Rabindranaht tampoco era la solución más asequible
como medio de distracción porque el olor y el movimiento
cancelaban toda posibilidad de concentración en lo que decían
aquellos versos a los que su pensamiento contestaba: “El pájaro
manso moraba en la jaula y el pájaro libre en el bosque. Pero el
destino había cruzado sus sendas.
- ¿Por qué a mí este tío al lado me sientan?
El pájaro libre cantaba: "Amor, volemos al bosque".
El pájaro enjaulado decía suavemente: "Ven tú aquí. Vivamos los
dos en la jaula".
- Joder con la jaula, si esto es el amor yo me bajo ya mismo, en
cuanto pueda si no se va este torrezno andante.
Decía el pájaro libre: "Entre rejas no pueden extenderse las alas".
"¡Ay! -decía el pájaro preso- ¿sabré yo posarme en el cielo?
- Allí es donde voy a estar yo en muy poco tiempo como el gordo
se me eche en lo alto.
El pájaro libre cantaba: "Amor mío, entona tus canciones al
campo".
El pájaro enjaulado decía: "Permanece a mi lado, te enseñaré la
canción de los sabios".
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- ¿De los sabios, canción de los sabios?, desde luego no es mi
caso y para cante y canción los del sobaquillo de éste, lo de los
pies es cante jondo, profundo.
El pájaro libre cantaba: "No, no. Nadie puede enseñar una
canción".
El pájaro enjaulado decía: "¡Ay!, no puedo escapar. ¡Mis alas
están muertas!
- Eso me pasa a mí, que creo que debo ser ya un ánima en el
infierno, o en el purgatorio, por malo, porque dicen que allí huele
a fósforo y azufre, y éste canta más que una almeja marinera.
Y claro, con esta conversación consigo mismo, no había
manera de contar con el Nobel indio ni por casualidad para
distraerse, así que recurrió a algo más práctico y más acorde con
los propósitos iniciales que le llevaron a montarse en aquel
vehículo con aquella dirección concreta.
Se metió de lleno en la galaxia de sus fantasías, no sin antes
utilizar el truco de ponerse en los orificios nasales, dos servilletas
de papel respirando por la boca que se huele menos, y a medida
que los kilómetros dejaban atrás la capital hispalense, más
lograba concentrarse en el objeto de su deseo, en el motivo de su
aventura, en la razón de su vivir enamorado.
Justo en el momento que fue capaz de cuadrar en su objetivo
la fotografía que quería hacer en sus pensamientos, en ese
segundo, dejó de existir el señor gordo maloliente y andrajoso de
al lado, el runrún del motor y el cuchicheo de la gente. Todo se
paró como por arte de magia porque quedó absorto ya en su
nebulosa de meditación y reflexiones. Proyectos, propósitos,
sueños y planes para cuando llegara y viera a su amor. Dibujó su
imagen, que por querer mirarla tan de cerca, como si allí mismo
estuviera, le costaba trabajo poner en claro sus facciones, su
rostro completo, sus ojos, algún gesto. Su ansia era tal por verla
que se le borraba. Pasa siempre. Pero daba igual. Construía frases
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de salutación, imaginaba cómo sería el recibimiento, pensaba lo
que primero harían juntos, dónde irían, qué conocerían…
Así transcurrieron las casi tres horas que tardaron en llegar a
Málaga donde supuso le estarían esperando, su amada y su amiga,
para luego desplazarse juntos hasta Torremolinos. Casi tres horas
de pura abstracción; estaba enajenado en sus pensamientos que
más que eso eran sueños, cábalas de todo tipo, lugares por
descubrir, todos. Nuevos horizontes, y, lo más importante, en
aquel entorno la reafirmación de aquel amor que naciera tan sólo
unos meses antes y que fuera rubricado hacía muy poco tiempo.
Ni siquiera el suficiente como para ser consciente de él de una
manera adulta.
Sí crecían espiritual y personalmente los demás, pero él se
iba estancando en la edad que menos responsabilidades conlleva.
No había dado el paso de la adolescencia a la juventud en
condiciones, como debiera ser, más bien se dejó llevar por las
corrientes con las que a su alrededor convivía y que propiciaron
en él todo lo contrario de lo que debería haber sido normal, es
decir, si convives con gente mayor que tú y ves cómo actúan
conforme a su edad, lo más lógico es que te vayas haciendo a
esos comportamientos y modos de ver la vida y crezcas en todos
los aspectos. Pues no, no actuó así en él la lógica y más que
crecer se estancó, probablemente por un complejo de inferioridad
que sin saberlo había nacido de esa relación causa efecto de andar
con gentes, mayor que él. Cuando él tenía quince años otros
tenían diecinueve, y, eso se nota.
Aquel episodio, el que sucedió en su recién estrenada
quincena de años, lo recordó durante el trayecto en el autobús
como parte de un hecho que claramente marcó muchas de sus
posteriores acciones, ya que había pasado la barrera que limitaba,
¡y mucho!, en aquellos entonces la mayoría de edad, o sea, los
dieciocho años. No se explicó muy bien porqué recordó aquella
peripecia, obra conjunta de dos turbios y feos incidentes cuando
69
sólo contaba con la categoría de púber. Se dieron cita por un lado
su primera gran borrachera (se bebieron entres tres o cuatro una
botella de anís del mono, ése mismo que lleva la cara de Darwin
en la etiqueta) y la otra la colaboración pasiva, se podría decir, en
una violación masiva.
Aquello era muy fuerte ya que todos los de la pandilla,
encabezados por los mayores, estaban dispuesto a hacerlo con la
hermana de uno de ellos a la que previamente habían camelado
con chucherías y helados varios, y una vez convencida por
aquellos piquitos de oro, subieron a la casa. Mientras los decanos
en aquel arte tonteaban, los menores se daban al libre albedrío de
la bebida esperando un turno que no llegó nunca, ya que los que
llegaron fueron los padres de la casi violada joven y del ebrio
hermano que no sabía dónde meterse. La cuestión es que recordó
aquel asunto tan horroroso y memorizó en el tiempo pasado lo
que supuso semejante acción en cuanto a vergüenza y horrible
resaca.
Mezcló de todo en aquel estado zen en el que
voluntariamente se había inmerso, no sólo aquel episodio, sino
también otro en el que se erigió como héroe al salvar a una niña,
la hermana pequeña de otro de sus amigos, de morir ahogada en
la piscina de la casa porque fue él quien se tiró al agua a salvarla,
y así lo hizo. Recuerdos, que nada tenían que ver con el motivo
de su viaje, pero es que el tener determinadas compañías a tu lado
y si no estás acostumbrado a ellas, motivan verdaderos estados de
buceo en lo más profundo del cerebro con tal de oponerse a la
realidad que a milímetros tienes, realidad sonora, realidad fétida,
realidad incómoda.
No estaba acostumbrado ni a viajar en autobús tantos
kilómetros solo con gente extraña, ni estaba acostumbrado a tener
obligatoriamente que soportar algo que no le gustara. Su carácter
le impedía permanecer en situaciones forzadas o no deseadas, por
lo cual, si no estaba de acuerdo en algún asunto o incómodo en
70
cualquier lugar, tomaba el portante y se largaba. Era una manera
de practicar su libertad, de la que se iba concienciando, la que iba
anteponiendo como valor a otros que consideraba menos
importantes aunque a la larga fueran más prácticos, sin embargo,
ya en esas edades, empezó a optar por lo políticamente
incorrecto.
Empezaba a desterrar de sus actuaciones, entre otras cosas, la
hipocresía y la vulgaridad, y, sobre todo, la mediocridad de la
gente. En esas estaba cuando por la ventanilla vio que habían
entrado en Málaga, y que de allí a la estación seguro no quedaba
mucho camino por recorrer como así fue. El tiempo de volver a la
realidad, de quitarse los tapones de la nariz, de ser consciente que
aquello era Málaga, de cerciorarse de nuevo que había alguien al
lado de su asiento que comenzó a mover sus ciento y pico de
kilos para, con el autobús aún en marcha, tratar de coger el
equipaje que llevaba en la parte superior, era una clara alusión a
la proximidad del estacionamiento en el andén de aquel autocar
que le había llevado.
Se restregó los ojos como si hubiera venido dormido y fijó
su mirada por la ventanilla en todo lo que había en el exterior.
Entró bajo un arco, y a los cinco segundos vio, de pie en el andén,
la figura que estaba deseando ver. El corazón se manifestó dando
un vuelco, y a la vez se produjeron unas extrasístoles y las
cosquillas en la boca del estómago. ¡Todo a la vez! Sudoración en
las manos, aceleración del pulso y frenazo del conductor que hizo
que el joven diera con la nariz y la frente en el asiento que llevaba
delante. Por fortuna, el gordo pringoso estaba ya en el pasillo a
dos metros de él.
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CAPÍTULO VII
Recrearse en el onirismo suele ser contraproducente por la
carga de fantasía que conlleva profesar esta actitud, ya que el
hacerlo sin una consciencia justa de lo que se hace y por qué se
hace, te puede llevar a una praxis inconveniente y no deseada,
que, además, concluirá en una malformación del individuo. Le
impedirá crecer, madurar con arreglo al implacable transcurrir del
tiempo, cuando se van cumpliendo años, y esto cada vez se
evidenciaba más en aquel mozalbete que terminaba de llegar a la
capital española del turismo de los años setenta.
No pensó ni por un momento -en que el enamoramiento, o
sea lo que él sentía-, que para llegar a estas experiencias con la
necesaria disponibilidad interior, es necesario haber completado
el proceso de maduración -algo que en él evidentemente no se
había dado-, ni tener en cuenta la experiencia del mantecoso, pues
de lo contrario la búsqueda de estas emociones-sensaciones que
era lo que notaba con aquella mujer, ocultaría el intento de revivir
situaciones infantiles, y en la búsqueda de la otra persona se
perdería aún más la propia identidad. En absoluto pensó en eso ni
se cuestionó por qué alguien de su edad e inmaduro por los cuatro
costados, no podría estar enamorado, ¿o no podía enamorarse? Él
lo estaba, ¿o creía que lo estaba? A ver, en aquellos momentos no
se hizo el bosquejo de su pintura, pero es que con el paso del
tiempo, tampoco, y si esto era así, qué era entonces lo que sentía
o qué era lo que hacía sintiendo lo que sentía.
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No hay patrones para el enamoramiento ni termómetros que
marquen la cantidad ni la calidad de lo que uno está enamorado,
por un lado, por otro, si sentir lo que él sentía era o no estar
enamorado, desde luego que placentero y agradable era, con lo
cual, en un principio era suficiente. No hacía análisis filosóficos
ni psicológicos de manera exhaustiva de su estado de ánimo y
comportamientos, sólo veía lo que sentía, y sentía ¡y de qué
manera!, lo que veía y vivía, además, se le sumaba a esta
amalgama de emociones la anterior experiencia y lo que su mente
y su cuerpo dijeron de aquel fiasco amoroso. Desde esos
postulados, para qué hacer más cábalas, cuando terminaba de
desembarcar en un nuevo islote paradisíaco donde lo onírico del
autobús, daba paso a la realidad más recalcitrante allí parada en el
andén.
Bajó lo antes que pudo porque la tarea era complicada, ya
que, sobrepasar el muro a modo de dique de embalse que tenía
delante en la estrechez del pasillo del autocar, era tarea harto
difícil, y, por supuesto, operación que no se impuso, más bien,
dejó distancia y cuerpos entre medias, que atenuasen los hedores
de aquel personaje. Así que estoicamente, aguantó hasta que su
acompañante terminó con las acciones emprendidas unos minutos
antes de pararse el vehículo en su estacionamiento y hubo bajado
la escalerilla.
Los ojos le brillaban y el corazón se aceleraba. Quería
empujar al gordo, pero no había manera de hacer que tan pesada
mole de carne anduviera más deprisa y recorriera los pocos
metros de pasillo que le separaban de la puerta. Se le hizo eterno
aquel camino de Santiago en peregrinación a la salida. Un vía
crucis donde el mucho dolor era sustituido por un pestilente olor.
Mientras, miraba por la ventanilla, y a paso de cofrade bajo un
palio, no quitaba ojo al andén. La veía allí, con un gesto que no
era precisamente que denotara la alegría de la enamorada que
espera la llegada de su enamorado. ¿O eran suposiciones suyas?
73
Vaya, la duda asalta de nuevo. Pero a él no le dejaban de subir las
pulsaciones a medida que recorría lento, como un caracol, aquel
angosto espacio entre asiento y asiento.
Su gesto, el de ella, se podría calificar entre circunspecto y
expectante, en cualquier caso casi más tirando a enero que al mes
de agosto en el que se encontraban. Miraba sin mucha
convicción; repasaba uno por uno los viajeros que iban saliendo,
y si acaso, algún cometario aislado a su amiga. Al orondo
personaje, cuando bajó, le tuvo que mirar dos veces para poder
quedarse con todo su contorno. Durante todo el tiempo que tardó
en salir del autocar, ni una sola vez se cruzaron las miradas de
una y otro por la ventanilla, y eso que él no le quitaba la vista de
encima, pero la cuestión es que así fue hasta que por fin
consiguió salir de aquella cárcel que le separaba de su destino.
Bajó, se miraron por fin, y él fue hacia ella y no al contrario,
sin embargo, quien sí hizo la intención de acercarse al joven fue
la amiga acompañante de su amada, amiga también de él,
evidentemente, pero de inmediato se paró al ver que su
compañera no se movía en lo que hubiera sido un gesto lógico
para ir a abrazar a quien llegaba porque su corazón, el de ella: ¿lo
estaba esperando? No. No se movieron y él llegó hasta las chicas,
primero saludó a la amiga ¡mira por dónde!, y normal desde su
punto de vista, ya que luego, una vez saludada la amiga, quería
fundirse en un abrazo y un beso. Un beso de amor, con su
deseada enfermera, la que de inmediato curaría los males
padecidos durante el tiempo que estuvieron separados y de la
alergia advenida, en el viaje, a determinados olores.
Dos besos en las mejillas a su amiga acompañados de un:
¿qué tal lo lleváis? Respuesta de la joven sonriente: “muy bien
esto es fantástico”. Ya casi no oyó la contestación porque se fue
hacia su objeto de deseo, hacia la mujer a la que iba a ver después
de casi quince días sin otro contacto que las llamadas telefónicas.
Se fue con gesto decidido para abrazarla y, de repente, se
74
encontró con una estatua, de frente ofreciéndole las mejillas
imitando el mismo saludo de quien sólo era su amiga y no su
amada. Se quedó frío. Le dio dos besos en sendos pómulos y le
cambió el rictus de momento. Con el ceño fruncido se dirigió a la
panza del coche para recoger sus bolsas de viaje. No hubo ni un
solo comentario por parte de ella al tocarse las dos caras, o mejor,
los labios de él con su rostro ofrecido para eso.
En un segundo había pasado de la euforia a la postración.
Casi se le paralizan todos los músculos de su cuerpo. La frialdad
del recibiendo no presagiaba nada bueno, pero en un acto más de
fe y de autoconvencimiento no miró ni analizó como negativo
aquel saludo sino más bien lo calificó como una manera tímida
(por querer darle en aquel momento una solución rápida al tema y
restarle toda la importancia posible), de recibir a alguien a quien
no ves desde hace dos semanas. Tomó los bolsos y juntos ya
charlando se dirigieron hacia un taxi aparcado a las afueras de la
estación de autobuses. Subieron a él los tres dándole la dirección
del hotel en el que se alojaban las muchachas, y hacia allí se
encaminó el coche que no tardó en llegar más de quince minutos.
Pagaron y ya en la puerta del hotel, tomaron la palabra para
decirle que estaba en la habitación 203, justo enfrente de la de
ellas porque la suya era individual y habían conseguido reservarla
para estar lo más cerca posible. Pidió la llave en recepción, dejó
el carné, subió, se duchó, se cambió y en menos de treinta
minutos estaba abajo en el vestíbulo del hotel donde las dos
chicas le esperaban en amena y entretenida conversación.
¿Dónde vamos?, preguntó el de rizados y mojados pelos y
olor a Aqua Brava; y la respuesta fue tajante: a casa de unos
amigos que hemos conocido aquí la semana pasada. Extrañeza de
nuevo a pesar de que su corazón vibraba. Esperaba y creía que
saldrían a comer algo por ahí, los tres solos y juntos, de tapeo.
Pero no, aún así, estaba contento, rezumaba felicidad, por sus
poros sólo respiraba placidez por la cercanía de su amada y
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expelía alegría y contento de estar ya allí, por fin, con ella.
Llegaron a la casa en cuestión y salió a recibirles una chica de su
edad poco más poco menos, muy guapa y educada, fiel al aspecto
que el edificio identificaba como a una familia acomodada.
Se la presentaron, le saludó con los dos besos de rigor en las
mejillas y la joven les invitó a que pasaran porque en un instante
saldrían sus hermanos y se irían. Entraron a un salón amueblado
con muebles de diferentes estilos, una mesa octogonal adamesca
con un centro de plata vieja con flores secas , un mueble de
comedor isabelino en el que reposaba una vajilla de la Cartuja,
una vitrina renacentista en la que se encontraba en parte de las
estanterías una cristalería de Bohemia y en otras, vasos y figuras
de vidrio de Murano, vitrina a juego con una librería llena de
libros antiguos de tapas y lomos de piel envejecidas por el paso
del tiempo que compartían espacio con libros más nuevos de
tapas de cartón duro, y una gran mesa de comedor con sillas para
diez comensales. Unos sillones Luis XV y a juego un sofá con
cuatro sillas de apagado estampado con un fondo de tenue verde
y una mesita con pedestal de estilo Georgiano.
No le faltaba un detalle a aquella estancia, porque en el
techo, en el centro, una lámpara de araña checa, de Palme, se
encargaba de poner la luz a las cenas y veladas que allí se
realizaban. En las paredes se podían ver óleos y acuarelas con
diferentes motivos: retratos de algún antepasado miembro de la
familia, bodegones, marinas y uno muy particular que casi
distorsionaba con todo el entorno decorativo porque se salía del
estilo antiguo que dominaba la casa. La tela estaba enmarcada en
un marco doble de madera con un paspartú blanco. Se le podría
encuadrar entre el impresionismo y el fauvismo.
Lo miró detenidamente y de inmediato fue el que más le
llamó la atención. Era un hombre desnudo, sentado casi en
posición fetal, no se le veían los brazos, sólo desde la punta de los
pies como en el primer plano de una fotografía, agrandados por la
76
cercanía del objetivo, y la cabeza con la barbilla a la altura de las
rodillas. Cara triste con ojos muy tristes, los ojos más apenados
que jamás hubiera visto, un pronunciado cráneo absolutamente
calvo, y detalladamente marcados los músculos de los hombros y
las piernas, del fémur, las rótulas y los gemelos. A su lado
izquierdo colgaban unos eslabones de una cadena, casi del mismo
color verde que el sofá. Su cara de tristeza era tal que daba
verdadera pena al mirarlo y allí se quedó observándolo durante
varios minutos, absorto, ensimismado en aquel hombre que
pareciera encarcelado entre las cuatro paredes de sí mismo.
Mientras, la anfitriona había regresado desde otra estancia de la
gran mansión a preguntarles si hasta que llegaran los esperados
querían tomar algo.
Él absorto en la observación del cuadro, analizando tanta
tristeza, ni se enteró del comentario, por lo que tuvieron que
repetirle casi al oído y con la voz algo subida de tono y medio de
guasa, si quería una cerveza. Dijo que sí y preguntó por el
nombre del cuadro. De nuevo le llamó la atención, porque la
contestación fue que, a aquella pintura, su autor un tal Nicasio
Pimentel, extremeño y gran retratista, le había llamado: “El grito
del mudo”. De nuevo se quedó en la observancia del significado
del título mirándolo y escrutando por tan maravillosa
composición de pintura y título.
Instantes después, estaban sentados tomando la cerveza a la
espera de que los restantes miembros del grupo salieran de una
vez. En tanto, entre sorbo y sorbo, y mirando a su alrededor, se
daba cuenta por todo lo visto y pensado al llegar, que se ratificaba
en el juicio que a priori se hizo al entrar en la casa. Se afirmaba
en que los moradores de la misma, debían de tratarse de una
familia bien, ya fuera andaluza, ya fueran madrileños adinerados,
con casa en la playa.
De golpe irrumpieron en el salón los dos jóvenes. Parecían
ambos algo mayores que su hermana y que él, debían rondar los
77
veinte y veintiuno y ella debía tener diecinueve, o sea, la misma
edad que los tres invitados. Sólo por las vestimentas y el estilo, al
verlos y aún sentado, de inmediato les calificó mentalmente: vaya
par de pijos que son éstos. Se hicieron las presentaciones y
tomaron el mando de la nave los dos engominados señoritos, no
sin antes, al llegar, saludar con un par de besos a las dos
extremeñas extranjeras, recientemente conocidas.
Los seis salieron de la casa, cinco en animada conversación,
y uno, empezando a hacer un ejercicio de introversión pero sin
perder ripio de lo que pasaba, que además, y al momento de salir,
fue evidente porque se formaron parejas en la manera de situarse
cada cual al lado de cada quien. Aquello empezaba a atufar. Se
suponía que él debería ir de la mano de su novia y luego los
demás como quisieran. Pues no, resulta que él era, el jugador que
iba de postre, un bulto ¡vamos!, porque el mayor de los hermanos
se emparejó con “su” chica, el otro con su amiga y la hermana
hacía trío con esta última pareja, y él, de lastre para cubrir los
impares.
Aquel forúnculo de tan animado grupo era el que iba por el
extremo como si fueran dando de mano en la caza al salto, el
lateral izquierdo de un equipo de fútbol, al costado y retrasado.
Aquello cada vez le gustaba menos. La conversación era amena,
se reían, iban divertidos todos como era lo más natural y lógico
por todas las circunstancias. Jóvenes de vacaciones sin otra
preocupación que la de divertirse. Llegaron a la zona del tapeo y
pararon en el primero de los bares del recorrido que harían donde
eran ¡cómo no!, muy conocidos aquel par de casi gemelares
hermanos.
Pidieron cervezas y tapas de malagueñitas, ¿qué se va a
tomar en Málaga?, - y encima lo llamaron espeto-, y eso terminó
de darle la puntilla, porque ya con hambre a las horas que eran y
sin haber probado bocado desde el desayuno en Monesterio,
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ahora ponerle sardinas fue como darle con la puntilla en el
cerviguillo. Primera de las negaciones:
- no gracias, es que a mí las sardinas como que no me van mucho,
¡y si encima son espetos!
Ni siquiera la respuesta fue pedirle otra cosa, espetos de
sardinas y a comer. Entre bromas y risas comían, mientras a él se
le ponía la misma cara que al protagonista de “El grito del
mudo”. Se entristecía por momentos al ver que el tiempo pasaba
y ni una sola muestra de cariño por parte de la veraneante. Lo que
sí se produjo fue un tímido acercamiento de la joven desconocida,
como en un intento de quererlo unir al grupo viendo su actitud
como huidiza, apartada y sin conocer los motivos de por qué se
encontraba de aquella manera. Pero con la cara y la disposición
que vio, de inmediato optó por mantenerse integrada de lleno en
la cuadrilla de cinco, el equipo de baloncesto estaba al completo,
y el suplente, parecía más que fuera del otro equipo.
Sabor amargo de cerveza, amargura en su corazón. Cada vez
era más intensa la sensación que iba pasando de desconcierto a
dolor real. Se veía, y no sin motivos, como un auténtico y
verdadero convidado de piedra, un cacho de algo, un apéndice
que cuadrara los pares por si iban a jugar luego al monopoli o a
las cartas. Otras cañas de cerveza y ahora pidieron para
acompañar atún encebollado ¡menos mal!, no era un plato de
garbanzos, pero por lo menos de aquello podría picar y matar al
menos un poco el gusanillo del hambre, por un lado, por otro, es
que no podía tomar nada de alcohol con el estómago vacío, ni
cerveza siquiera, y actuar él por su cuenta pidiendo algo, le daba
muchísimo corte.
Así siguieron, de terraza en barra y de barra en terraza hasta
cerca de las seis de la tarde, lo que significó, que al menos los
varones, se habían tomado unas cuantas cañas, porque las
hembras dejaron de acompañarles hacía rato y tomaban refrescos,
con lo cual, a esas horas de la tarde iban ya algo contentillos. La
79
ingesta de cerveza había propiciado en cualquier caso que viera la
situación de otra manera, pero en nada cambiaba su malestar
interior, si bien, los vapores etílicos hacían en su mente
operaciones y razonamientos variopintos, todos ellos en cualquier
caso, justificativos de semejante postura.
Seguramente aquella manera de comportarse de ella, sólo
fuera en agradecimiento a ésas personas que les habían ofrecido
su casa, su amistad y hasta hacerles de Cicerone por aquellos
parajes desconocidos a los que habían llegado a vacacionar, que
diría un bonaerense. La hora era la justa de llegar al hotel, echar
una siesta y estar preparados para la juerga de la noche.
Torremolinos “la nuit”. Sugerente invitación a la diversión desde
lo desconocido para él, de aquel ambiente, de aquella vorágine de
gentes venidas de todas las partes del mundo. Discotecas
psicodélicas, con nuevos estilos, de ensoñación, las que marcaban
la moda en los nuevos usos musicales, en fin, un verdadero lujo
para un pueblerino chico que hacía por primera vez sus
vacaciones solo sin sus padres. Las de antes con ellos, siempre en
Cercedilla y con otro tipo y círculo de amistades diferentes, y de
manera absolutamente familiar.
Aquello era totalmente distinto, así que terminada la
sobremesa tras el tapeo, subieron a la habitación. Cada cual a la
suya, claro. Se tumbó en la cama y se quedó dormido como un
bebé, hasta que a las diez de la noche, golpearon la puerta las dos
jóvenes de manera insistente porque habían quedado a las diez y
media con aquellos de quien hacía unas horas, se habían
despedido. Se asustó y contestó que en quince minutos estaba
abajo. De nuevo ducha rápida, rápido acicalamiento y con sus
mejores pero arrugadas galas del bolso de viaje, pantalón beige y
polo azul marino, sin lagartos ni laureles, bajó como una flecha.
Un mínimo asomo de resaca porque había comido muy poco,
pero vamos, nada para tener en cuenta. A esas edades ya se sabe,
la mancha de mora…
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La pandilla al completo estaba allí, en el vestíbulo; los cinco
(latinos) con el destino decidido y esperándole, porque sitios
había donde elegir, y más, desde El Mañana, El Remo, El Copo,
la sala de fiestas Lido, el Pedro´s, Lali Lali, pasando por otros
tantos locales como Joy, Tabú, Caprice, Metro, Number One, o la
elegante sala de fiestas Los Violines, o el muy “in” Long Play,
Papillón/Butterfly, Pato-Pato, la discoteca Picasso y bares que no
vieron abiertos por el mediodía, como ¿Pour quoi pas?, Red lion,
El toro o The galloping major que eran más de ambiente
nocturno que diurno.
Todos aquellos locales se postraban a sus pies, y la cosa no
estaba para bares que ya habían recorrido buena parte de ellos por
la mañana, así que tocaba discoteca, o sala de fiesta. Aun así, por
el camino, echaron mano de un recurso gastronómico que se
empezaba a dar con la llegada de tantas culturas, y caminando
hasta el lugar que se elegía en aquel mismo momento, tomaron
hamburguesas y perritos calientes a modo de cena, eso sí, una
cena nada típical spanish. Pero bueno, tendría que ir aprendiendo
las modas.
Él sólo escuchó un nombre, ¡nos vamos a Boga-Boga!, por
cierto, de las más elegantes del momento sino la que más, la
entrada, 175 pesetas. Dos años antes había escrito Ángel
Palomino en referencia sobre todo a Torremolinos en general
que: “En la Costa del Sol todos los días son días de fiesta; todas
las noches, noches de sábado“, y no era precisamente un sábado,
sino un lunes aquel 18 de agosto de 1975 y, en efecto, se vivía y
se veía el ambiente festivo de algazara y bullicio por las calles
que fueron recorriendo a pie hasta llegar a las puertas de BogaBoga, donde un uniformado portero, tras pedir los carnés (en
especial a él por su infantil cara), les cobró las entradas,
amarillas, en las que se podía ver y leer el anagrama de BogaBoga, y en letras más pequeñas: Torremolinos; en el centro justo
y debajo del nombre, y más abajo: Abierto diariamente desde las
81
9,30 P.M. a las 4,15 A.M. y por debajo de esta inscripción: Open
daylí fron 9,30 P.M. till 4,15 A.M. Abajo en un recuadro: firts
drink, y más abajo, primera consumición 175 pts.
No había mucha gente cuando llegaron, casi nadie (cuatro
putas y un tambor, que decían en su pueblo), y buscaron una
mesa cercana a una de las cuatro pistas de baile que había. Se
acomodaron en las sillas, que eran un tipo de sillones bajos
acolchados y esperaron que llegara el camarero para pedir las
consumiciones. En esta ocasión, en la disposición al sentarse
buscó ponerse al lado de su anhelo, y lo consiguió ya que ella
quedó entre él, a su izquierda y uno de los hermanos, el mayor, a
su derecha, al lado de éste su amiga, a su derecha, el menor de los
hermanos, y cerrando el círculo y a la izquierda de él, la joven
recién conocida.
Llegó el camarero y las chicas pidieron combinados, los
hermanos cubalibres y él whisky escocés -le sirvieron Johnnie
Walker etiqueta negra-, y comenzó la animada conversación.
Bueno, lo de animada era un decir, porque él no metía baza por
parte alguna, ya que sus pensamientos y su interés, estaban en
exclusiva centrados en ella que alegremente charlaba y se reía
con aquel joven apuesto, con su lagarto por encima de la tetilla, y
su cabeza engominada y, además, proyecto de médico.
La música que sonaba al ser las primeras horas de la noche
cuando estaba aún entrando la gente, era música movidita, casi
toda extranjera por no decir toda. Se tomó el güisqui en un pispás
mientras los demás iban creciendo en la animación, parecía como
si ya se hubiera impuesto que su pareja debería ser la recién
conocida muchacha, porque a tenor de lo que estaba viendo,
estaba claro que los hermanos estaban con las extremeñas, y de
complemento, directo o indirectos, los otros dos, de ahí que diera
la casualidad de que aquella linda joven estuviera a su izquierda.
A esta circunstancia no le había prestado atención ni un solo
momento porque se bebía la cara y el cuerpo que tenía a su
82
derecha, asomándose casi a ella, dándole por completo la espalda
a la otra convidada de piedra, porque a su, a él, le daba la mitad
de espalda su amada copa en mano, por estar prestándole toda la
atención a su parlanchín y pijo amigo.
Como no hablaba, bebía más deprisa que el resto, porque
ponerse de cháchara con su impuesta pareja, como que no estaba
mucho él por la labor, de lo que la mujer se dio cuenta enseguida
y más estaba en las conversaciones de su otro hermano y la
invitada cruzando la mesa sus comentarios. Pidió otro uisce
beatha, que diría un cursi (agua de vida), de los de la etiqueta
negra para ver si se animaba algo más y mientras iban cambiando
las cosas y aquella mujer, como si de una brújula se tratara, fuera
moviéndose, girándose hacia su izquierda, buscando su norte.
Buscándole a él, a ése con quien no hacían más de quince días
había sellado un pacto de amor, con el que había contraído un
compromiso. Ese mismo que se fue arraigando en los días que
estuvieron sin verse, durante aquellas larguísimas conversaciones
por teléfono, donde ya se habían pronunciado las palabras
mágicas, donde ya había entrado el intercambio de sentimientos,
las confesiones, las revelaciones de lo que pensaban el uno del
otro.
Toda la parafernalia que ha de darse y que conlleva el
comienzo, el nacimiento de algo, donde se habían declaro una y
otra vez su amor diciéndose que se querían, que se amaban a
pesar que coincidiera con el tiempo de las vacaciones a las que
ella no iba a renunciar porque el viaje estaba preparado desde
hacía tiempo, de ahí que él, en un esfuerzo sin calificativos,
consiguiera hacer aquello: irse ocho días fuera de su casa con su
recién estrenada novia y unos duros en el bolsillo para divertirse
y reafirmarse en aquel amor sin paliativos, apasionante.
Apasionado por los cuatro costados y testimonio fiel de lo
que sentían. Fue ella quien le animó a hacerlo, él la habría
esperado porque sus recursos no eran muchos, pero no, ella le
83
insistió en que no podía estar tanto tiempo sin verle y tuvo que
hacer cábalas y capirotes para acceder a aquel deseo de ella, y,
por supuesto el anhelo de él. Resueltos los dos principales
problemas, el de faltar al trabajo y el del dinero (para lo que tuvo
que recurrir a cantidad de argucias al objeto de juntar lo
suficiente), tomó las maletas y se fue con la firme intención de
que cuando volvieran juntos, al finalizar aquellos ocho días,
regresaran con la firmeza y la confirmación de cara a un futuro en
conjunto.
Esas eran las expectativas, así estaba todo cuando se subió
esa misma mañana de lunes, muy temprano al R-6 de su amigo, y
ese lunes 18 de agosto, intenso y de cansancio, estaba a punto de
finalizar. Eran las doce menos cinco minutos, y ya se había
tomado tres güisquis en poco más de una hora que llevaban allí, y
como en el cuento, a las doce por arte de magia, como si
estuviera programado, cambió la música de movida a lenta y esta
vez no se cortó ni un pelo. La pista que tenían justo al lado quedó
vacía a excepción de dos parejas que del mismo modo que
bailaban animadamente unos minutos antes, juntaron sus cuerpos
para reposadamente seguir la diversión, quizás hablar y decirse
cosas que del otro modo no podían, o simplemente estrechar sus
cuerpos y rebajar la tensión del movimiento corporal y el
ejercicio realizado con anterioridad.
Seguía hablando, ella con el otro joven, él consigo mismo,
pero sin darse la más mínima tregua a la especulación y ni
siquiera darle paso a la educación que le podría impedir cortar
una conversación cuando otras dos personas están hablando, le
tomó del brazo, más que nada para llamarle la atención y le dijo,
no le preguntó, se lo dijo de manera casi imperativa: ¡vamos a
bailar!
Ella dudó un instante tan solo, si bien su primera respuesta,
lo primero que se le vino a la cabeza fue decirle no, o no me
apetece, o espera que termine de hablar, sin embargo, sin decirle
84
nada al futuro médico, que más parecía su pareja de baile natural
en aquella fiesta, se levanto y se fueron hasta la pista. Se juntaron
pero sin abrazarse cuando lo que él estaba deseando era achuchar
aquel cuerpo contra el suyo, sentirla, notar su respiración en su
oído y algunas palabras amables que revalidaran todo lo que
había sido hasta entonces su corta relación. Pero no. No se daba
eso. Notaba un cuerpo frío entre sus brazos, un cuerpo inerte que
se dejaba llevar únicamente por la cadencia y el ritmo, el compás
que impone bailar lento.
No se notaba emoción ni en su cuerpo ni en su cara, menos
en su alma, que no sentía porque no transmitía sensaciones ni en
su expresión corporal ni hablada. Terminaron los poco más de
tres minutos que duró aquella canción y el pinchadiscos fundió
con otra, no hubo espacio entre una y la siguiente por lo que
siguieron allí, pegados, pero como de compromiso, como
bailando en uno de esos guateques que lo hacías con una de tus
íntimas amigas donde no pasaba de nada más que eso, bailar sin
arrimarse por el decoro y el respeto que se tenían como amigos.
Eso parecían, amigos en lugar de una recién estrenada pareja
de novios que se veían después de casi quince días y donde él
había sido reclamado. No había emoción. Figura alabastrina que
se desliza por la pista de baile dejándose llevar. Ni una palabra, ni
un gesto… ni nada. Y la cabeza del joven disparada y disparatada
en sus elucubraciones, en los análisis así, a pie de pista, por la
contundencia de lo que se evidenciaba segundo a segundo.
¿Tendría él que tomar la iniciativa?, ¿sería quien tenía que
preguntar?, que apretar su cuerpo contra el de ella, forzar de
alguna manera aquella aproximación.
¿Sería él quien debería besarla sin más con un te quiero
como postre al beso? En esas andaba cuando de repente, estando
sumido en sus pensamientos y la estrategia a seguir, fue ella
quien bajó los brazos que habían estado en aquella posición
defensiva del baile durante todo el tiempo, quien le cogió por la
85
cintura para apartarlo, y, en el centro de la pista, en ese momento
solos, sin nadie a su alrededor de testigos ni padrinos del hecho,
le miró a los ojos, pasaron dos segundos, y le dijo: lo siento, pero
no te quiero.
Con las mismas, se dio media vuelta y le dejó plantado en la
pista, solo, como un maniquí, como una marioneta a la que su
operador ha dejado inmóvil. Se convirtió en estatua de sal, en un
títere. Se sintió humillado, confuso, abochornado, entre otras
cosas porque el equipo de baloncesto le miraba desde la mesa allí,
parado, desolado, exánime y a punto de desmayarse por el color
de la cara que se dejaba ver de vez en cuando, justo, cuando una
de las bolas lumínicas del techo de la discoteca al girar le
alumbraba la cara, una cara de susto, de espanto, como la del
torero tras ser empitonado en la ingle, y a él lo habían
empitonado en el corazón.
Quería morirse. Nunca, jamás en sus diecinueve años tuvo
una sensación de desprecio a la vida como en aquellos momentos.
No se sentía ni siquiera persona. Se confundía entre el sonrojo
por su tremendo pavor a hacer el ridículo, y el dolor provocado
por el dardo envenenado que se le había clavado en el corazón.
Era una mueca de la estancia, un mimo incapaz de colegir. Se
quedó sin neuronas, le bajaron las defensas, su corazón latía sin
latir, no oía ni música, ni murmullos, ni voces. Estaba allí pero no
estaba porque ya estaba muerto. Había muerto a la felicidad, al
placer, al éxtasis que había sentido no hacía tanto tiempo. Había
muerto a la vida y nacido a la muerte.
Estaba hecho un guiñapo. Pasaban los minutos y lo único
que reaccionó de su cuerpo fue el lagrimal. Dos larguísimas
lágrimas recorrieron todo sus dos pómulos hasta caer del mentón
al suelo, ese suelo que hacía unos momentos había estado pisando
quien él creía que le amaba. Al no haber reacción por su parte, la
iniciativa la tomó su rubia amiga y se fue a por él a la pista,
mientras, ella, ya estaba sentaba en el mismo lugar que dejara
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hacía poco menos de diez minutos, hablando animadamente con
el engominado joven.
Le llevó hasta su asiento y cuando se iba a sentar, al percibir
a su lado a la mujer que era causa y efecto del malestar más
profundo que había sentido en su vida, sin mediar palabra con su
amiga, se levantó y se fue a otra mesa, vacía y detrás de una
especie de biombo que hacía las veces como de reservado. Le
siguió su amiga. Le dijo que se fuera con ellos, con los otros. Él,
aún con lágrimas en los ojos le pidió por favor que le dejara solo,
y así lo hizo la muchacha comprendiendo el dolor que le
atenazaba y que le hacía de reaccionar así.
Se enjugó las lágrimas con el pañuelo, llamó al camarero y
pidió una botella de aquel etiqueta negra que le había servido con
anterioridad, y le daba lo mismo el precio aunque no anduviera
muy sobrado, porque desde luego estaba claro que los ocho días
que iba en teoría a pasar allí, se los iba a beber casi con toda
seguridad en esa noche aciaga, de sabor a hiel, y, además, en la
soledad de aquella mesa redonda. El vaso con hielo y la botella
de presidenta de aquel tribunal que se disponía a juzgarle. Y sin
mediar otra cosa que el silencio, empezó a celebrar el juicio
consigo mismo de aquel delito del que no sabía si era el
denunciante o el denunciado, el agredido o el agresor, la víctima
o el asesino. La cuestión es que como conclusión del pleito la
sentencia le marcó ya de por vida.
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La calamidad me sumió en el vértigo de lo irracional.
Rota, desecha, atormentada, afligida, quedó mi alma.
La soledad no es nada comparable al desamor,
ni la incertidumbre es la más cruel de las sin razones.
Amas con pasión, se deshace el hechizo y mueres al amor.
En ese momento, matas al amor, matas la capacidad de
amar,
de volver a querer así de nuevo, y entonces te transmutas en
otro ser.
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CAPÍTULO VIII
La vida y el carácter aún por formarse de los individuos, por
lo general, lo marcan o definen muy pocos acontecimientos -este
ocurrido uno de ellos-, en la corta existencia y pasos que van de
la niñez, pasando por la adolescencia y la juventud hasta llegar a
la madurez. Esta se puede sobrentender, no en materia de edad,
sino en la asunción de responsabilidades, adquisición de
compromisos y toma de decisiones, que evidentemente van
íntimamente ligados a la edad. Sea antes o después de venir de la
“mili” (que entonces marcaba un hito), o sea, entre los veinte y
los treinta años por poner un margen amplio y tener menos
probabilidades para errar en el razonamiento.
Si a los treinta años ya no había madurado habiéndose
casado a los veintidós y teniendo un hijo, mal iba la cosa, pero
bueno, es una opción más, la de la inmadurez, y cuando se habla
de esta y en relación al chico ahora sentado frente a una botella
en una discoteca de Torremolinos y fumando pitillo tras pitillo,
pipa tras pipa, la inmadurez referida es la concerniente al no
haber llevado a término, nunca, el desarrollo de algunas de sus
capacidades como ser humano. En concreto las capacidades
relativas a sus comportamientos. Entre ellas las de tipo afectivo y
las que tienen que ver con la toma de decisiones por el miedo al
fracaso, o sea, si había que poner un nombre y un rostro a la
definición de inmadurez para cualquier diccionario, sólo había
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que mirar a aquella mesa de madera de aquella discoteca y
calificarlo con su nombre.
Se estaba enjuiciando así mismo, de igual modo que
enjuiciaba lo que había pasado. Tan pronto se hacía un reproche y
de nuevo se humedecían los ojos, como entre trago y trago
intentaba hacerse el fuerte y desechar cualquier tipo de
especulación. O entre cigarro y cigarro, hinchar el pecho y
plantarse botella y vaso en mano en la otra mesa como si nada
hubiera pasado. ¡Iluso de él! Acto seguido un recuerdo, unas
imágenes que le transportaban a la casa de campo de sus amigos
la noche del guateque, de lo que no habían pasado veinticinco
días, y de nuevo, los humedales de sus ojos hacían que brillaran
córnea y cristalino y las pestañas sintieran de nuevo el líquido
que dejarían pasar hacia la confluencia con la nariz y labios.
Aquello tenía todos los visos de entierro hebreo con
plañideras palestinas. Qué montón de divagaciones,
disquisiciones, preguntas sin respuestas y respuestas a las que
hacerles una pregunta. Solo estaba entre la indecisión, la desazón
y el miedo. Solo ante el toro que la vida de nuevo le había
mandado lidiar, sin capote ni muleta, ni siquiera espada para
defenderse, únicamente con la montera que tapaba su
entendimiento. Se desmontó ante lo evidente y brindó sus
siguientes güisquis al intento de olvidar, no de buscar respuestas,
no, sino de olvidar cuanto antes aquel mazazo, aquella puñalada
dada por la daga que llevaba la mano de la persona amada,
aquella cornada que le partió en dos la aorta.
Ella se convirtió de golpe en los Casio, Casca y Bruto.
Asesina de su amor y traidora de sus sentimientos, aun así, no
sentía ningún reconcomio ni odio hacia su persona. Pasó el
tiempo, y entre baile y charla se adentraron en las altas horas de
la noche. Sobre las tres, levó anclas el quinteto, y su amiga rubia,
la que hizo dos o tres veces intención de ir a consolarle, se dirigió
hacia donde estaba para decirle: venga vente que nos vamos al
90
hotel. Le contestó que no y le pidió de nuevo por favor que no le
insistiera. Así lo hizo y los cinco salieron de la discoteca con
rumbo para él desconocido, pero, hacia el hotel. No hubo otra
despedida. Terminó la botella de güisqui y, hasta las cuatro y
cuarto aún, le daba tiempo de tomar otro. Lo pidió con unas ya
ostensibles señales de embriaguez, pero no fue óbice para que el
camarero (que estaba bien acostumbrado a ver borracheras mucho
más importantes), le sirviera la última copa allí. Con ella llegó la
hora del cierre, se lo advirtieron de palabra y buenos modos, se
levantó, pagó y salió a la calle.
No sabía ni donde estaba ni adonde tenía que ir, sólo se
acordaba del nombre del hotel. Preguntó a alguien de los muchos
que por allí pasaban con pintas de ser de la zona; le indicaron, y a
pesar de estar algo lejos, optó por ir caminando para refrescarse
de lo que percibía ya como una regular melopea, andando, en
lugar de coger un taxi. De todos modos, tuvo que preguntar varias
veces durante el recorrido porque no reconocía los lugares por
donde habían pasado al ir a la discoteca. Despistado siguió hasta
que vio las luces del hotel identificando por el neón azul, que allí
era donde le habían llevado por la mañana al llegar y por la tarde
a echar la siesta.
A pesar de su estado de más o menos ebriedad, no iba dando
tumbos, ni haciendo excesivas eses en su camino, ni tenía un
comportamiento vergonzoso llamando la atención por su talante o
aspecto desaliñado. Sabía controlar la situación, más por el miedo
al ridículo que por verdadera compostura. Y con las mismas, al
tomar la decisión de irse a la cama, encendiendo otro cigarrillo,
vio justo enfrente del hotel una gasolinera abierta. Se dirigió
hasta allí, dio las buenas noches, eran ya las cinco y veinte de la
noche, llevaba casi una hora trajinando, entró y preguntó si podía
tomar algo porque la gasolinera disponía de servicio de café-bar
las veinticuatro horas del día.
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El empelado le miró y vio la cara de pena que llevaba el
muchacho y su estado anímico reflejado en el rojizo color de sus
ojos producto del alcohol y el llanto, así que le preguntó qué
quería tomar. En esta ocasión pidió lo que siempre había bebido:
un dyc con hielo y agua. El dependiente no puso objeción alguna,
le preguntó si se encontraba bien y se lo despachó. Mientras le
servían la copa, se acercó a una de esas máquinas de discos que
funcionaban con un duro, miró de nuevo al señor, y le pidió
permiso, por las horas que eran, para poner música. El
“gasolinero” contestó afirmativamente con un gesto de su cabeza.
Introdujo la moneda después de haber mirado los títulos, y
empezó a sonar una canción de Juan Pardo: Sin ti. La misma
canción que estuvo sonando dos horas hasta que a las ocho de la
mañana, con otros tres dyc más en el cuerpo, y con el cambio de
turno, aquel acompañante-trabajador mudo -que se aprendió a la
fuerza la canción del cantante gallego de memoria-, pero amable
y comprensivo, de las dos horas y pico anteriores, se ofreció para
dejarle en la misma recepción del hotel. Subió a la habitación 203
y se tiró en la cama vestido como iba. Se durmió a pesar de la
claridad, y despertó a las tres de la tarde.
Cuando el calor primero y la luminosidad le devolvieron a la
vida real, a aquella habitación de hotel, en Torremolinos, la
resaca era de olores, sabores y dolores. Eso en primer lugar. De
pasiones, cólera y rencor, en segundo cuando empezó a pensar y
darse cuenta de nuevo a la vida. Mal olor del sudor de toda una
noche y madrugada, entremezclado con la colonia y el
desodorante que se puso al ducharse antes de salir de juerga. El
humo del tabaco y los aromas del ambiente de la discoteca, los
recogidos en la gasolinera, mezcla de ambientador de club de
alterne y gasoil, y el propio de la habitación, todo entremezclado
daba como resultado un cóctel fétido, tan nauseabundo, que nada
más ser consciente de él, lo llevó de golpe al baño para abrir la
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taza del inodoro y vomitar como un vulgar borracho postrado de
rodillas ante el tótem roca.
Motivos tenía para ello por la importante ingesta de alcohol
de todo aquel tiempo bebiendo hasta venir el día, de su primer día
de vacaciones. ¡Vaya comienzo de vacaciones! ¿Vacaciones de
qué y para qué? Terminó de poner su estómago en condiciones
echando hasta la bilis; se limpió los dientes en condiciones, hizo
enjuagues, y se metió en la ducha. Se sentó en la bañera con el
grifo del agua fría, como era lógico por la temperatura que hacía,
abierto a toda presión y se lo puso en la cabeza. Así y allí
permaneció durante más de treinta minutos, dejando sólo que el
agua depurase su cuerpo para poder adentrarse posteriormente en
su alma.
De momento sólo era una cuestión física, un problema de
estado corporal. Después de más de media hora, cuando
empezaban a arrugársele los dedos de los pies, decidió
enjabonarse, despacio, sin prisas. Terminó, se medio secó, porque
era preferible sentir el frescor en el cuerpo húmedo, y la mejoría
material se hizo ostensible. Se puso los calzoncillos y volvió al
baño a peinarse, y allí ya empezó a ver reflejado el rostro de la
frustración, del desengaño, de la realidad del fracaso por el
descalabro sufrido. Empezó a dejar de sentir el malestar de su
cuerpo, y empezó el reinado de la inquietud de su espíritu. Vio en
aquel espejo dibujado el rostro de la desazón, del tormento, de la
desesperanza, de la debilidad y de la impotencia ante una
situación realmente kafkiana como la que se había producido
hacía ya poco más de quince horas.
Se vio como el elegido para el sacrificio en un ritual
iniciático, en uno de esos en los que el alma se transmuta o se
transforma en una especie animal o vive dentro del propio tótem.
Fue tal el mazazo recibido que a medida que se sosegaban su
estómago y su dolor de cabeza, crecía la consciencia propia, el
ser, en definitiva, su alter ego. Nacía en él el personaje de Robert
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Stevenson: Mr. Hide. En el que se había convertido de golpe,
durante el sueño. No hubo brebajes ni pócimas, ni trepanaciones
craneales, ni operaciones neurológicas.
Todo lo que sucedería en adelante en su vida, sería producto
de la derrota durante ese tiempo dormido del consciente ante el
subconsciente en esas horas de pesadillas adornadas de vapores
etílicos, y acompañado por el calor, ruido de coches, de puertas
que se abren y cierran, de equipajes que se mueven al entrar o
salir, de movimientos de camas mientras las camareras trasiegan
haciendo las habitaciones de los huéspedes. Su cuerpo inerme a
todo tipo de sonidos recogió sólo la espesura de sus adormecidas
ideas, tanto por el vaho alcohólico, como por el tormento chino al
que se sometió las horas anteriores.
Soñó que era un joven de la tribu Hamer en su proceso de
cambio dispuesto a vivir la experiencia decisiva a la iniciación de
su vida amorosa. Y entre las pruebas que tienen que pasar estos
jóvenes etíopes para poder llegar a elegir la primera de sus
mujeres, es la de apalearlas con las varas que ellas mismas portan
para que el opositor a adulto o a casamentero, les propine una
somanta que mientras más aguante la mujer, más posibilidades
tendrá de ser la elegida. ¡Qué barbaridad!
Parecía un sueño-pesadilla premonitorio. Raro, muy raro e
inconcebible en su cultura, pero tan cierto que lo había soñado,
como que estaba allí parado viendo la imagen de un ser alicaído,
roto, deprimido en su consciente y que alígero tenía que
plantearle a su consciente las inmediatas decisiones que habría de
tomar. Esto lo hizo mientras se vestía. Únicamente tenía que
coger unos pantalones del bolso que ni siquiera había deshecho al
llegar por las prisas, y otro polo; meter en una bolsa de plástico la
ropa sucia y con determinación echarse a la calle. Así lo hizo y
bajando las escaleras empezó a organizarse la agenda de lo que le
quedaba del día cuando llevaba veinticinco horas allí y cuya
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primera consigna, antes de salir de la habitación, fue la de no ver
a las chicas bajo ningún concepto.
Ya en el vestíbulo, al dejar la llave en recepción, había
tomado otra decisión mientras bajaba: irse de allí cuanto antes, no
aguantar ni un sólo minuto más en aquella capital de la diversión
y el jolgorio, por lo que preguntó a la recepcionista qué quedaba
más cerca del hotel, si la estación de autobuses o la del tren. A
ambas iría para saber en qué medio huía antes de aquel maldito
lugar al que no volvería mientras viviera, se lo dijo y se lo
prometió. La respuesta fue que la del tren estaba a tan sólo diez
minutos andando cogiendo la avenida hacia la izquierda, y la de
autobuses a unos quince a la derecha, y así lo hizo. Salió, se puso
las Ray-Ban modelo policía americano y tomó hacia la izquierda
dirigiendo sus pasos de manera decidida hacia su primera gran
huída: la estación del tren.
Huir, salir corriendo, alejarse como quiera que fuese cuanto
antes del objeto que le producía tanto dolor. Poner tierra de por
medio. Esta es una solución fácil que muestra la cobardía como
mejor aliado y resultado. Huir también es sinónimo de inmadurez
porque cuando se huye se pierden las referencias y las
posibilidades de rectificar. Huye el torpe, el miedoso, el inmaduro
o el cobarde. Se convirtió en fugitivo de sí mismo. Dentro de su
cobardía aplicó y racionalizó como pudo aquello que Sartre
decía: “cada hombre tiene que inventar su camino”; y él en efecto
se lo dijo: lo inventaré aunque sea huyendo.
De aquella determinación adoptada no era consciente, en sí,
de que fuera una huida, sino un bálsamo de fierabrás para su
espíritu, una tranquilidad, como mínimo momentánea, para su
dolorida alma, y un espacio en el tiempo que delimitara y purgase
aquel arruinado ser que se sentía.
Necesitaba un tiempo muerto y un espacio vivo, un
paréntesis vacío de contenido y lleno de presunciones, pero era
imposible apagar el proyector que una y otra vez, de obstinada
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manera, le pasaba los mismos fotogramas con el mismo sonido.
Los de la pista, allí en medio y separados por centímetros y
aquellas palabras. Qué suplicio aquel vivido y repetido una y otra
vez de testaruda manera. Qué imágenes, qué cúmulo de
despropósitos. Iba andando y de vez en cuando tropezaba con
alguien a quien tenía que pedir perdón por su torpeza. El
aturdimiento unas veces y las lágrimas otras, no le dejaban ver
con claridad meridiana el camino ancho de la acera por la que
caminaba rumbo a su éxodo.
La alquimia no había funcionado, lo que había sido pura
química, una reacción en cadena no pasado un mes, se había
volatilizado. De haber pasado unos días mágicos, maravillosos,
de gozo, de recrearse en todo aquello y vivir unas experiencias
nuevas y fascinantes, se había convertido en un verdadero vía
crucis de quince estaciones, y él se encontraba en esos momentos
en el Huerto de Getsemaní, en su primera estación, la del tren, no
orando, pero sí llorando y hasta haciéndose reproches. De
momento no se pedía otro tipo de explicaciones, aún le quedaban
catorce por recorrer hasta finalizar el particular camino de su
existencia. De la oración en 'Gath-Šmânê', a su inmediata
condena a muerte figurada no pasó tiempo alguno.
“Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos
viste pasar, he venido por última vez, he venido a contarte mi
mal. Caminito que entonces estabas bordado de trébol y juncos en
flor, una sombra ya pronto serás, una sombra lo mismo que yo”.
Recordó la letra del tango de Gabino Coria Peñolaza haciendo
aquel recorrido porque era justo lo que le había sucedido. Era una
sombra de sí mismo y del de antes de ayer, que en tan sólo un día
lo vio pasar. Una fantasía, un camino sin tréboles ni juncos en
flor. Era más lo que el sol proyectaba en el suelo que persona, era
una utopía de ser humano y un proyecto de nada. Un caminante
con nombre, un espejismo del desierto, un aguador sin cántaros.
Su sombra era un cirujano sin bisturí, un enjambre sin abejas, un
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cazador cazado o un depredador depredado, y en esas llegó a las
puertas de la estación del tren, cuando empezaba a luchar por
discernir entre lo lógico y lo conveniente. Había tardado poco
más de diez minutos y ni una sola vez se preguntó ¿pero y ella?,
¿qué pensaba?, ¿porqué actuó así?
Nada en absoluto le mantuvo en la resolución de buscar un
atisbo de sospecha que le condujera por aquel caminito andado
hasta algún confortable oasis de tranquilidad espiritual que
pronosticara o pusiera algo de luz en su apagado caminar. Se paró
un instante, tomó aire, caliente y con la humedad y el olor a mar
que ni siquiera le había dado tiempo a disfrutar. Sudaba
ligeramente y ya oía la voz de mujer que por los altavoces
anunciaba la salida de un tren “estacionado en el andén número
dos con destino Córdoba”.
Prendió otro pitillo y resueltamente entró al hall de la
estación donde en forma de ele se disponían las ventanillas donde
sacar los billetes según dirección. Se quitó las gafas de sol y miró
a su izquierda donde estaba el panel informativo de los trayectos
para saber dónde debía preguntar, qué tren y cuándo salía el
primero para su destino y el importe del billete. No miró las tres
largas colas llenas de gente que en sendas ventanillas esperaban
su turno.
Se quedó de nuevo con la mirada clavada en la montaña, otra
vez, como el abuelo Víctor. Miraba hacia aquel gran panel con
destinos, horarios y recorridos, llegadas y salidas. Tan absorto
estaba en su empeño de buscar y ver para donde quería ir, que se
le pasó de largo un importante detalle: las dos jóvenes estaban en
una de aquellas colas esperando. Mientras, él seguía escrutando
en el mural de nombres y números. Miraba pero no captaba lo
que debía porque su mente no estaba allí en aquel batiburrillo de
letras y números que a cada poco cambiaban subiendo unas,
bajando otras, sonando como canjilones repasando la noria.
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De nuevo el proyector le ofrecía otra visión muy distinta de
lo que en la realidad tenía justo de frente, y un poco más adelante
y a su derecha: las chicas. Mantenía su confusión entre lo onírico
y lo real. Fumaba copiosamente, con ansia de que algo le entrara
en su cuerpo y envenenara su alma dolorida anestesiándola. No la
quería sentir ni se quería sentir como hombre fracasado, envuelto
en el mar de dudas y de infortunios que se encontraba. No había
desayunado absolutamente nada y tenía el estómago totalmente
vacío, más, con la limpia que se había hecho nada más levantarse,
y el tabaco iba haciendo que se resintiera de nuevo, lo que le
indicaba que debía comer algo que equilibrara el ph y aquel
malestar que ya sentía.
De nuevo malestar físico unido al psíquico; y en esas estaba
cuando notó que alguien le tomaba del brazo y lo giraba treinta
grados: era su rubia amiga. Se sorprendió de la misma manera
que se asustó por aquella injerencia en sus pensamientos, en su
abstracción hecha realidad. Bajó de la nube y quitó los ojos del
collage que estaba mirando y oyó las palabras: ¿qué haces aquí?,
le preguntó, él mientras salía de la sorpresa y trataba de
reaccionar lo antes posible para que no se le notara mucho su
estado físico y anímico, se acercó hasta uno de los ceniceros para
tirar la colilla y tomarse el tiempo suficiente para responder y a la
vez preguntar.
- He venido a comprar un kilo de percebes ¡no te fastidia! La
ironía fue un recurso entre banal y estúpido, además de
inmerecido hacia aquella mujer que por él se preocupaba. En esos
momentos salía parte de la rabia contenida, del rencor que se le
acumulaba dentro desde hacía unas cuantas horas ya.
- Me voy a casa. Le dijo sin cambiar casi de postura -y
arrepintiéndose de inmediato de lo dicho-, perdona.
- En el primer tren que salga para allá, me las piro. ¿Y vosotras
qué hacéis aquí? Miró un instante a su derecha y vio de espaldas
a la causante de hacerlo conocedor aquel día de aquella estación.
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La respuesta por parte de la chica que se había puesto seria, fue la
obvia:
- Vamos a sacar los billetes para cuando nos vayamos, hay que
hacerlo con antelación porque luego igual no hay plazas hasta
Puertollano, ¿tú cuando te quieres ir?
- Ahora mismo, si es posible, le espetó.
- Eso va a ser imposible -le respondió ella-, como mínimo
mañana y si hay billetes, ya te digo que en estas fechas hay
mucho movimiento de gente y puede ser muy difícil.
- Bueno -contestó él-, entonces preguntaré a ver los autobuses. Y
si no aquí, en fin cuando sea, de todos modos me haces el favor
de preguntar ¿vale?, y si lo hubiera, ¿podrías sacármelo?
Le dio mil pesetas y evitaba la cola, tampoco quería ponerse
a su lado. Ella afirmó y se fue hasta donde estaba aquella
representación del mal, de su mal, y causante de tanto
sufrimiento. La cara de aquella mujer postrada, cruzada de brazos
que esperaba, tampoco reflejaba desde luego el rostro de la
felicidad, de la satisfacción y del placer y la alegría propia de
quien se encuentra segura de sí misma, de lo hecho horas antes y
estando de vacaciones.
No llegaron a cruzarse las miradas porque él durante la
conversación con su amiga seguía casi de espaldas adonde ella se
encontraba. Salió de nuevo hasta la puerta y vio de lleno una
tentación allí justo delante de él, un pequeño cartel tamaño folio
pegado encima de otros carteles que anunciaban corridas de toros
en Málaga, que decía: El teléfono de la Esperanza SI escucha tus
problemas, llama al 4590050. Lo miró y hasta se asustó de lo que
de inmediato pensó. ¿Sería aquella la solución, el remedio a lo
que estaba pasando?
- ¡Pero seré imbécil!, se dijo, y encendió otro habanos (no
cigarros puro, no, sino de aquellos del paquete azul y blanco,
fuertes como ellos solos, marca de cigarrillos que había sustituido
99
hacía unos meses por el ducados), y comenzó a pasear por la
puerta sin entrar en el hall donde las colas caminaban más lentas,
incluso, que los penitentes nazarenos que portan el palio en la
Semana Santa.
Miraba al vacío de la avenida abundantemente transitada.
Coches y más coches en busca de la playa o de vuelta de esta para
comer en sus casas, hoteles o chalet. Un vacío de contenido fértil
pero lleno de contingencias y adversidades. Pudieron pasar como
veinte minutos hasta que vio salir por las puertas a las dos chicas.
Él venía de vuelta, hacia arriba, de uno de los cortitos paseos que
había dado durante esos veinte minutos en que tardaron en llegar
a la taquilla. Acera arriba cien o ciento cincuenta metros, acera
abajo en la misma distancia. Ya sí, ya no quedaba más remedio
que enfrentarse de lleno con la realidad.
Clavó su mirada en ella y aligeró levemente el paso para
encontrarse con las dos mujeres y saber qué había pasado: si se
iba ese mismo día por la tarde-noche -que es lo que hubiera
deseado-, si se iba al día siguiente o si tendría que ir a la estación
de autobuses a buscar una alternativa en el tiempo para no pasar
allí ni un solo día más. Llegaron por fin las unas a la altura del
otro y se pararon, una, a quien le pidió el favor, con cara
sonriente y amena, y ella, el dolor de sus dolores, con cara
entremezclada de ironía, hipocresía, descontento, sufrimiento y
pena. Él la miraba, pero con las gafas de sol y tras el verde cristal,
tampoco se sabía muy bien hacia quien dirigía sus ojos, y
tampoco cabía la posibilidad de que se le viera como los tenía,
enrojecidos, cargados, acuosos, irritados e incluso hinchados del
llanto, el humo y el restregarse y enjugarse las lágrimas una y
otra vez la noche anterior y lo que llevaba de día.
Deseaba oír las palabras mágicas, por parte de su rubia
amiga, de: te hemos conseguido un billete para esta noche pero
no llegarás hasta mañana a las dos de la tarde, cosa que por otro
lado le daba lo mismo. Quería quitarse de allí cuanto antes, dejar
100
atrás aquella pesadilla y poner orden en su desordenada cabeza,
por lo que eso de estar viajando toda la noche y parte del día
siguiente, le resultaba francamente satisfactorio después de lo que
había pasado. Sería darle tiempo al tiempo, ubicarse desde la
distancia, administrar las probabilidades y analizar cuanto
pudiera, si es que era capaz de hacerlo. Pero no, no iba a tener
tanta suerte aquel mortificado esbozo de hombre en el que se
había convertido, y como al perro flaco que todo se le vuelven
pulgas, lo que oyó de la boca de su apreciada y jubilosa amiga en
ese momento entre gritos y aspavientos fue: “¡nos vamos los tres
juntos mañana!”.
No quiso morirse otra vez porque ya se había muerto más
veces que vidas tiene un gato, así que lo que sus neuronas, las que
fueron capaces de reaccionar, dijeron, es que no se puede tener
tan mala suerte en tan poco espacio de tiempo. ¿Pero cómo que se
iban los tres juntos mañana?, ¿y eso, a qué venía?, ¿por qué y
quién lo había decidido?, ¿cómo pedía explicaciones?, o, ¿cómo
manifestar su descontento, su desacuerdo?
La situación desde luego era aflictiva; de haber tenido un
cilicio a mano se lo hubiera puesto, y con un flagelo se habría
abierto las carnes y golpeado la cabeza al grito de ¡Oh, Husein!,
como un chiita en la Achura, o, de haber podido también, con
gusto se hubiera transformado en uno de los empalaos de
Valverde de la Vera que hacen su Vía Crucis la noche del Jueves
Santo, porque aquello era lo que le faltaba para que rebosara el
vaso de su sufrimiento, de su contrariedad, de su mohína.
Y ni era jueves ni él era santo. ¿Qué hacer?, ¿qué decir?, se
quedó más parado, más inmóvil, que el Manneken Pis, y a poco
se lo hace allí mismo (el pis), porque, como al cadáver de un
suicida ahorcado en el olivo del huerto, igual, se le relajaron los
esfínteres y tuvo que contenerse como pudo para no ponerse allí
en evidencia, ¡sería ya el remate de la feria!
101
- Salimos mañana a las once de la mañana, le dijo, hacemos
trasbordo y parada en Puertollano y llegaremos a casa sobre las
diez de la noche.
No se oyeron más comentarios de ninguno de los querubines
allí parados, frente a los carteles del teléfono de la esperanza, en
los sucesivos segundos. Y alguien tenía que decir algo, y, desde
luego, no era él quien estaba dispuesto a llevar la iniciativa, así
que dejó que alguna de las chicas se le adelantaran, mientras
disimulaba el correr de esos segundos de silencio con el gesto de
sacar el paquete de tabaco, con ostensible mímica ofrecer y como
un mudo funcional llevárselo a la boca y encenderlo.
Lo hizo con movimientos lentos, pausados, estudiadamente
calmosos, hasta que oyó aquella voz. La misma de la que sus
últimas palabras fueron aquel “ya no te quiero”, a ella le oyó
preguntar:
- ¿Has comido?, ¡vamos a tomar algo!, haciendo el gesto
inmediato de ponerse a andar en dirección al hotel, por el mismo
camino que él había llevado hasta la estación.
Con el tabaco en la boca aún, no había dicho nada y aquello
se tornaba cada vez más truculento, más incómodo para todos, y
él, sin tomar ninguna decisión lógica. Cualquiera de las muchas
que podría tomar. Pero hacer algo, lo que fuera que les llevara a
racionalizar un comportamiento, una actitud coherente -tampoco
había habido un desembarco masivo de alienígenas que les fueran
a abducir, era una de esas cosas que pasan a los diecinueve años o
a los dieciocho o a los veinticinco-. En cualquiera de los sentidos,
mover ficha, por ejemplo, decir que no le apetecía ir con ellas, o
vestirse de bizarro caballero y hacer como que no había pasado
nada aunque la procesión fuese por dentro. O ponerse la mantilla
y la peineta y tomárselo a broma; o hacerse la víctima ante su
verdugo y sufrir el castigo adentrándose hasta las más profundas
aguas del Erebo y navegar hasta Hades de una puñetera vez.
102
Desde luego que reunía todos los requisitos para entrar sin
que Cerbero le opusiera ninguna resistencia. Se merecía estar en
el infierno porque antes de llegar donde Mefistófeles reinaba, ya
hizo el paso por las precedentes moradas del llanto, la angustia, el
miedo, el hambre y hasta el Hipno (el sueño, su sueño-pesadilla),
que era el mismísimo hermano de la muerte, de su muerte.
Seguían caminando y tras haberse escondido en sí mismo y
el humo de su habano, las mujeres empezaron a decidir dónde ir a
comer. Más que nada, para que tomara algo sólido mientras ellas
tomaban un café al haber comido antes de ir a la estación a sacar
los billetes. Eran ya las cinco de la tarde, pero daba lo mismo, en
cualquier lugar se podría tomar algo consistente que equilibrara
tan perturbadas y vacías tripas.
Por fin adoptó una decisión al encontrarse en un cruce de una
avenida con otra. Decidió ir por un lado y dejarles que ellas
fueran por otro, así que abrió fuego con la poca artillería de la que
disponía y les dijo que prefería estar solo, que bajaba hacia la
playa a tomar algo en algún chiringuito y que se verían por la
mañana en la estación.
No era eso lo que la otra parte del trío quería oír, pero bueno.
Ante todo y por encima de lo que había sucedido la noche
anterior, debería haber primado que eran amigos de vacaciones y
que viajan juntos, que se podrían hablar las cosas, o no. O dejarlo
para otra ocasión, para cuando llegaran a su casa, por ejemplo, y
tratar de llevar aquellas horas que les quedaban en la capital del
jolgorio de la Costa del Sol de la mejor manera posible. No fue el
caso, dicho y hecho. Les dejó en el semáforo y giró hacia la
derecha calle abajo caminito de la playa. Las chicas siguieron por
donde iban en dirección al hotel. De nuevo empezaba para él otra
de las estaciones de su particular vía crucis, ahora, la “santa
hermandad” hizo acto de presencia y le requirió de inmediato
para interrogarle por su última decisión, y casi única, sin tener en
cuenta los sentimientos de sus partenaires. Así que se preguntó
103
sobre esta actitud adoptada: ¿ha sido correcto ése
comportamiento?, ¿y si tu amada quería pedirte perdón y volver
de nuevo y juntos hasta casa?, ¿por qué te has separado de ella sin
darle tiempo a que hablara?…, pues estamos apañados, se dijo, si
ahora encima entro en este tipo de consideraciones… ¿me caben
aún más reproches que hacerme?
De haber sido un mar de dudas se convirtió de golpe en un
océano de irresolución. Todo era vacilación, ambigüedad y
perplejidad, en él y sus alrededores. Era incapaz de conectar la
eficacia y la coherencia, era un amasijo de huesos y carne. Había
perdido la capacidad de adaptación que el ser humano tiene para
las muy diferentes situaciones por las que ha de atravesar a lo
largo de su vida. Pensó que ahí se mide buena parte de la
inteligencia, y desde luego su barómetro en este sentido, estaba
dando unos resultados muy negativos en la medida del proceso
que estaba llevando a cabo. La lucha entre él y su otro yo en el
nacimiento de alguien nuevo dentro de sí mismo, que desconoces
y no admites, estaba mostrándose en su más amplia expresión, de
ahí el desconcierto y la incapacidad de coordinar en condiciones
porque él no era así. Aunque no estaba a la altura de las
circunstancias en cuanto a su punto de madurez, tampoco era un
despiadado e insensible personaje que rozara la mala educación
en sus comportamientos, por muy frustrante que hubiera sido el
caso que se le había dado unas horas antes. En ningún momento
reaccionó de forma soez, así que cuando padeció el primer
impacto, asumió el hecho, con un tremendo dolor, eso sí, pero no
se dio al negocio de no saber qué hacer y de orillarse de la
consistencia del razonamiento y posterior conclusión. Estaba
claro que el señor “Hide” en su nacimiento ya daba muestras de
un poderío extremo sobre su propio yo. Aquel alter ego sumaba
muy deprisa mientras el joven perdía la perspectiva del
raciocinio, y la calamidad se asentaba de tozuda y persistente
104
manera en su interior. Se iniciaba así una cruzada entre lo lógico
y lo conveniente, contra lo insensato y lo irracional.
Veo desaparecer por el brocal de mi consciencia
una realidad mal conformada.
Quisiera así, pues, que mi amada
al no conocer, YA, de mi de mi existencia,
diera pábulo con su inocencia
a una verdad muy mal llevada.
Sumido estoy en sepulcral silencio.
Me atormenta todo, hasta las risas.
Jamás quisiera haber querido amar…,
pero te quiero.
105
CAPÍTULO IX
¿Cómo saber cuando uno se está transformando?, ¿cómo
saber que la evolución en su manera de ser está experimentando
un cambio, y por qué?; ¿cambio o mutación? ¿Eso, lo del cambio,
lo hacen las condiciones atmosféricas y las estaciones como
influyen en el resto de la Naturaleza ya sea reino animal o
vegetal, o, por el contrario, dentro del reino animal hay una
importante diferencia entre los racionales y los irracionales?
Evidentemente que la diferencia existe y ya desde los
presocráticos hasta Ortega, se ha estado filosofando sobre estos
temas y distinguiendo claramente entre lo racional, y las
búsquedas del conocimiento y discernimiento entre el bien y el
mal y la de la felicidad, y lo irracional o el instinto.
Él era joven, y como tal, inmaduro No parecía que se
moviera por instintos, lo que tampoco le impedía madurar
buscando la felicidad, pero si esta búsqueda en las dos ocasiones
había terminado como el rosario de la aurora (ciñéndonos en
exclusiva al aspecto amoroso), lo de filosofar y seguir los
mandamientos de Epicuro en carta a Meneceo, por ejemplo, ya sí
que se convertía en una ardua tarea en su estado anímico actual.
Porque pensaba que se le habían pasado ya los tiempos de
analizar y reflexionar sobre lo acontecido y por mucho que lo
hiciera no cabía solución alguna.
Por más que dijera el discípulo de Jenócrates que: “Nadie
por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar
106
se fatigue. Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado
para lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que aún
no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como
quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la
felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el
viejo: el uno para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por
el recuerdo agradecido de los pasados, el otro para ser a un
tiempo joven y maduro por su serenidad ante el futuro. Así pues,
hay que meditar lo que produce la felicidad, ya que cuando está
presente lo tenemos todo y, cuando falta, todo lo hacemos por
poseerla".
Qué bonita enseñanza, qué bien queda sobre el papel y como
teoría filosófica, pero las evidencias, los hechos eran otros muy
distintos. De la misma manera que le había llegado la hora de
filosofar se le había pasado. Entonces, ¿en qué término se
encontraba?, ¿en qué espacio?, ¿en qué conclusiones? Era o se
veía más como un ser irracional dejándose llevar por sus instintos
que otra cosa; funcionaba lo mismo que tocaba la guitarra: de
oídas, en lugar de como persona cabal y consciente capaz de
racionalizar todo lo que había sucedido, no ya para buscar en sí la
felicidad amorosa, el cariño de pareja y demás, no, sino al menos,
y como mínimo, su equilibrio y estabilidad anímica que no le
hicieran sentirse de la manera que se sentía hacía una veintena de
horas.
“Serenidad ante el futuro”, decía Epicuro, ¿pero tenía acaso
futuro? El mar, de fondo en ambos casos, en el de la perspectiva
física hacia donde llegaba y miraba lleno de gente y algarabías,
azul cielo y sin oleaje, y el de sus dudas, convirtiendo aquel
Mediterráneo, como el mar tranquilo de los Sargazos hacia el que
se encaminaba el día anterior, de golpe, en el bravío y enfurecido
Cantábrico. Se dirigió hacia uno de los establecimientos
hosteleros que le pareció más tranquilo y allí enjugó su malestar
con unas cervezas y unas tapas en la barra.
107
Mientras, las dos mujeres habían llegado al hotel; durante el
trayecto se hicieron muchas preguntas, la una a la otra y la otra a
la una. ¿Qué es lo que había pasado?, ¿qué sucedió para que
tomara el joven aquella decisión de irse solo hacia la playa en
lugar de con ellas?; sin embargo nada hablaron de lo sucedido la
noche anterior, ya lo habían referido en el silencio de la
habitación, pero sin profundizar mucho en el asunto. No sufrían
como él, lógicamente, pero también se habían impregnado del
malestar y el dolor que transpiraba aquel mozo que tanto le había
gustado, e incluso había amado -como así quedó demostrado-,
durante unas semanas.
Llegaron hasta la habitación, se pusieron los trajes de baño y
se dirigieron hacia la playa a disfrutar de aquel tranquilo mar en
ese su último día de vacaciones allí en Torremolinos. Mientras, a
poco más de un kilómetro, a la izquierda de donde se encontraban
bañándose las chicas, las cervezas y las tapas dieron paso al café
con hielo y al güisqui.
Sittin on the dock of the bay, sonaba por los altavoces de
aquel tenderete expendedor de comidas y bebidas, y él con su
vaso en la mano sentado allí, con el universo del mar azul ante
sus ojos.
No se cruzaban ante él cuerpos semidesnudos, medio
quemados por el sol, sudorosos de corretear por la orilla, no, nada
se interponía entre su mirada y el fondo marino de la distancia.
Arrogante y terca la realidad lo devoraba de la misma manera que
encarecía sus pocas artes cognitivas de cara a poder inspeccionar
sus adentros, lo que decían, qué le parecía aquello y qué hacer en
adelante. Simplemente miraba sin pensar en nada. Su futuro
estaba en el fondo de aquel vaso y el tintinear del hielo era el
único sonido vivo que le trasmitía las vibraciones de aquel sólido
al que no daba tiempo a licuarse porque rápidamente rellenaba el
tubo que contenía el extracto de la malta. Miraba el horizonte, el
mar y a aquel color de oro venido a menos, como él.
108
Un guiñapo, un infeliz, vidrio en mano, ante el regocijo de
cientos de personas que se divertían bajo aquel sol de agosto.
Pleno verano meteorológico e incipiente invierno en su vida.
Calamidad, calvario advenido, infortunio, era la adversidad
personificada pero ya pasada por alcohol vuelta y vuelta. En la
medida que le iban llenando el vaso, se le anestesiaba la
posibilidad de padecer más, se le atenuaba de poco a poco el
dolor que sentía. Estaba en la mesa de operaciones buscando su
unicornio azul justo en el momento que más efecto hacía el éter
embotellado en Segovia, y perdió la pista, y los niveles de GPT
subían en la misma proporcionalidad que disminuía su facultad
cognoscente.
Perdió la referencia de la vergüenza y el sentido del ridículo
lo primero -¡quién se lo iba a decir!-, de modo que sólo se rió de
sí mismo y no formó ningún alboroto, aún estando ebrio, le temía
más a lo antiestético que a cualquier otra cosa. Sus prejuicios eran
muchos, de pueblerino. La tarde se perdía y la playa se iba
vaciando poco a poco, el sol se encarnaba de rojizo pajoso,
espeso de neblina en el horizonte, calinoso, enturbiado por la
distancia, pero esbelto, poderoso y orgulloso de haber hecho su
día, grande sobre el mar.
Él se veía igual de crecido que el sol, pero no de lustre, sino
de fachoso y anestesiado. Igual de grotesco que el joven
Benjamin Braddock (Dustin Hoffman en el Graduado), ante las
acometidas de la señora Robinson. Creía que se había graduado
en el amor en aquel campo aquella estrellada y lujuriosa noche de
roces, besos y achuchones. Sabía que su “Elaine”, andaría por las
cercanías, pero no quería imaginarse ni con quién ni cómo, así
que con el quinto segoviano se le echaron encima la noche y las
dudas y las preguntas. Ya, casi ebrio, se desnudaba ante la
limitaciones, las mismas que le mantenían enclaustrado en una
cárcel de cristal conduciéndolo por las sinuosas estribaciones de
109
la marea alta, la que le ganó terreno, a toda aquella arena poblada
de sombrillas y hamacas tan solo unas horas antes.
Batía el mar en oleaje que levemente se dejaba oír como
acompañante de aquel sonámbulo paseante. Espuma silenciosa
como los sonidos del silencio de la misma película que había
visto tres veranos antes, y en unas horas, tomaría rumbo de nuevo
hacia donde no lo esperaban tan pronto. ¿Qué contestar a las
preguntas que con toda seguridad le harían al llegar, sus padres,
sus hermanos, sus amigos a los que había vuelto locos con
aquellas vacaciones a pasar con su amada en Torremolinos?
Esto no podía estar pasándole a él. Era una maldita pesadilla
que duraba pertinaz en el tiempo. O que estaba dormido,
dormitando aquel delirio que se ofuscaba de manera caprichosa
en seguir maltratándole. Pero no, no era sueño ni pesadilla, el
agua que mojó sus pies en un pequeño paseo de la barra a la
orilla, copa en mano, así se lo indicaba como testimonio
referencial de que estaba despierto, pero no muy consciente.
Quedaban algunas horas para tomar el tren de vuelta y le daba lo
mismo todo, nada le motivaba ni le impedía hacer aquello que
quisiera, todo esto sin darse cuenta de que estaba aferrado a un
vaso hacía ya casi 24 horas y no se mostraba en absoluto
preocupado por su situación ni conocía el poder de absorción, de
adicción que el alcohol tenía.
Aquello era el preámbulo de una enfermedad. Comenzaba a
escribir el prólogo de su desestabilizada y truculenta existencia
que hasta entonces había rodado sobre unas ruedas cuyos
rodamientos se encontraban engrasados y nada se oponía al
rozamiento que hiciera chirriar la maquinaria de su felicidad,
salvo el episodio de su primera negación, de su primer fracaso al
que ya tenía que sumar otro, y con ello, dos de dos. Una marca
casi inadmisible; inaceptable para quien pretende hacer carrera en
los orígenes de su nacimiento al amor. De golpe, había pasado de
un extremo al otro de la felicidad, y estos cambios, este giro
110
copernicano sentaba las definitivas bases de su peripecia vital. En
el futuro que se labraba asido a un cilindro vidrioso de veinte
centímetros como continente y líquido de 40º de alcohol como
contenido…
"Por todas partes vengo sin hacer otra cosa que persuadiros a
los más jóvenes y a los más viejos de que antes y con más
empeño que de vuestros cuerpos os preocupéis de vuestra alma de
modo que sea lo mejor posible, y vengo proclamando que la
virtud no deriva de la fortuna, sino que, al contrario, de la virtud
derivan la fortuna y todos los demás bienes humanos, tanto
privados como públicos".
Por un lado hubiera querido tener a Platón a su vera para que
le metiera por vía intravenosa todo el contenido extenso de ese
pensamiento, racionalizarlo y creerse virtuoso para luego serlo, y
preocuparse de su alma, aunque dolorida, pero dispuesta a la
cura… ¡pero anda que él estaba como para pensar en Platón y el
resto de su sabiduría y llevarla a la práctica!
La noche se volvió compañera porque necesitaba una amiga,
alguien en quien confiar, y como ella, la noche cerrada, nadie
mejor para acompañarle. En ése frente sombrío y carente de la
suficiente luz, se le aparecieron como fantasmas aquellos súcubos
con bellos cuerpos a medio vestir que le tentaban. Se le
aparecieron de golpe Abrahel y Baltazo de la mano, cubiertas tan
sólo por una túnica de seda que dejaba entrever al tras luz de la
luna sus esculturales y desnudos cuerpos. Las curvas de sus
senos, enhiestos los pezones por el frescor de la noche, y el
erizado vello de sus pubis.
Se frotó los ojos ante semejantes manes y vio cómo le hacían
señas para que las acompañase a la orilla. Estaba ebrio y dudoso,
trémulo como el bebedor compulsivo en mañana de resaca,
estólido ante sí mismo y la fluctuación que le producía aquella
visión, ¿irreal? No se encontraba como para averiguar si había
entrado en un coma etílico o sólo era su imaginación infecunda
111
de realidades. La carencia de sonidos referenciales de la
evidencia tampoco ayudaba mucho porque estaba sordo al
convencimiento de lo manifiestamente auténtico, y aquellos
ángeles-demonios seguían parados delante de él insinuándose
como diosas a la espera de ser homenajeadas placenteramente.
La fantasía del pseudólogo se mostró también en aquella
playa, aquel día de vacaciones, de esas vacaciones que jamás
olvidaría cuando delante y de golpe en la arena se vio
conquistando el amor de semejantes deidades. No se esforzó en
las tácticas ni empleó ninguna técnica aprendida o preconcebida
de antemano, en absoluto, sólo se dejó guiar por el
convencimiento que desde el onirismo más puro acertó en verse
revuelto a aquellos cuerpos amándose sin reparo alguno en la
playa a la luz de Febe. Aquellas apariciones lo envolvían entre
sus brazos y abrazos, le cubrían el rostro con sus gasas y se
desmadejaban de manera lujuriosa en aquella arena que le ungía
cual luciérnaga con la mica resplandeciente a los destellos
luminosos de la naciente Bimbaio.
Fue una orgía estelar con Abrahel y Baltazo, tan real que
cuando quiso darse cuenta, bajando a la realidad de la noche
poblándose de gente aquel espacio que le había servido de tálamo
unos minutos antes, estaba empapado en agua salada, sudor
salado y el flujo viscoso propio de una eyaculación.
Su estado de embriaguez anuló por completo su sentido del
ridículo, cercenó la posibilidad de aparecer la vergüenza ante
aquel estropajoso panorama que era, y, vacilante, le obligó a
levantarse con el recuerdo en su mente de aquellas deidades con
las que había tenido ese encuentro apócrifo y tan cargado de un
sexo que hasta entonces la realidad de su vida le había negado.
Así, de aquella impresentable e impensable guisa, como un
Clochard, como toda una elucubración fantasiosa y demudada,
como un gánster metafísico, tomó el camino del hotel donde
esparcir imaginación y cuerpo en la bañera que sirviera de
112
ablución física y psíquica a tan demacrados cuerpo y alma. Sólo
le quedaban unas horas hasta llegar a la estación de vuelta a casa.
Llegó al hotel no sin antes poner en duda el recorrido. No sin
antes dar tumbos y tropezones en la arena y tener que precisar el
camino imaginándose la rosa de los vientos en su desmenuzada y
evaporada, por el alcohol, cabeza. Recurrió a las enseñanzas de
su recién pasada adolescencia y los fuegos de campamento de la
OJE. Se creyó Juan de la Cosa, sin astrolabio ni sextante mirando
a las estrellas para determinar el rumbo que le llevara hasta su
hospedaje. Algo muy sencillo por otro lado, ya que sólo era coger
la playa hacia la derecha y recorrer poco más de un kilómetro
andando, luego, mirar a su izquierda y ver el luminoso que
dominaba en la terraza del hotel.
Miró el estrellado techo y habló con las luminosidades allí
colgadas. Habló como el borracho perdido tratando de encontrar
su casa. Un soliloquio tartajoso, balbuciente, sin sentido alguno.
Tras decidir el rumbo, sin timón ni vela que le llevara, pasados
casi cincuenta minutos, oteó por fin el neón verde que como
estrella del norte le ubicaba en su destino. Pasó la abierta puerta y
en la recepción le miraron como se merecía semejante espectro,
mezcla de realidad mendigante y fantasía fantasmagórica. Casi
tropieza en el primer escalón tras pedir mascullando la llave de la
habitación, ¡todo un éxito de memoria!, si se tiene en cuenta que
tan sólo la había pedido -sereno- una sola vez.
Su estampa parecía sacada de un lienzo en cuyo retrato
figurara un mendigo de Montmartre pintado por un bisoño
impresionista. Estaba tan nublada su mirada como difuminado un
carboncillo en un papel guarro. Eran casi las doce de la noche, el
día se le había escapado, entre el poco sueño hecho cuando llegó
abierto el alba desde la gasolinera, hasta las tres de la tarde.
Después, recién levantado, la estación y más tarde la playa, todo
un conglomerado de actividades turísticas propias del desatino en
lugar de la cordura y la lógica de unas vacaciones. Ya no se
113
preguntaba qué había pasado ni por qué había pasado. Ni siquiera
se hacía reproches.
No escudriñaba en sus adentros buscando explicaciones. No
pensaba ni en ella siquiera, sólo se dejaba llevar, por obligación,
del paroxismo que imponía el alcohol consumido. Era un títere de
sus carencias, un necio ante la corte de los dependientes cuya
cobardía les lleva a atenuar la realidad desvaneciéndola con
emanaciones exógenas todas propias de la inmadurez, pero no lo
sabía, todo lo hacía por pura inercia.
Un poder sobre natural envejeció mi espíritu.
Unas deidades mitológicas desnudaron mi cuerpo.
El síncope advenido de la torpeza me cubrió de fango.
Y tenía que despertar limpio por la mañana.
Subió a la habitación y se metió en el baño. Llenó la bañera e
introdujo todo su deteriorado cuerpo junto a su flemática alma
carente de la más mínima virtud ni atisbo de preocupación
siquiera. Se sumergió en aquel agua fría pero que era de
agradecer, a pesar del frescor de la noche por toda la excitación
que sus poros transpiraban. Reposó la cabeza en el frío brocal
blanco cerámico que revestía el hierro, sacó ambos brazos que
apoyó en los bordes y cerrando los ojos se quedó dormido. Así
estuvo hasta las cuatro de la mañana, hora en que el frío ya sí se
había apoderado de su temperatura corporal.
Abrió los ojos, y casi tiritando, salió arrugado como un
garbanzo en remojo, de aquella cuna que lo había mecido en un
sueño plácido y profundo liberándole de todo tipo de consignas y
malos rollos. Durmió tan profundamente esas poco menos de
cuatro horas, que ni siquiera tuvo la posibilidad de soñar,
corriendo, inclusive, el riesgo de haber podido ahogarse de
haberse sumergido, por el casi coma etílico en el que se
114
encontraba, y haber hecho una aspiración que le hubiera supuesto
un encharcamiento pulmonar y un terrible desenlace.
Al incorporarse, de lo primero que se sintió consciente, fue
del tremendo dolor de cuello que la postura mantenida durante
aquel tiempo le causaba. Haciendo un esfuerzo tomó la toalla y
con gesto de sufrimiento en su rostro, comenzó a secarse
echándose en la cama otras dos horas en las que el duerme vela
fue la tónica. Al tiempo, las primeras claridades del alba se
empezaban a querer dejar ver, allá, tras las montañas no lejanas,
sobre el escarpado diente de sierra de las colinas que miraban al
naciente, pero aún tímido resplandor: el sol que se desperezaba.
Su tiempo allí se acababa. Una vez seco, sin querer pensar en
nada, comenzó a notar su cuerpo por dentro, su estómago y un
ligero redolor en el costado derecho.
El malestar era generalizado, la sensación de sed le hizo
llevar la cabeza al lavabo y beber agua del grifo con tremenda
fruición, con la codicia propia de un camello al que le espera una
larga travesía por el desierto y ha de abrevarse. No sabía si
meterse de nuevo en la cama, quedarse despierto o salir a que la
brisa marina de la mañana hiciera terapia reconstituyente. Optó
por la última opción, así que se vistió, cogió la llave y bajó. En
cinco minutos estaba de nuevo pisando la arena de la playa con
los primeros rayos del sol coronando las crestas pegadas al confín
azul limpio de nubes, que su vista dibujaba; sólo había dormido
seis horas.
El malestar del cuello no se había ido, y la incomodidad
persistía, de ahí que abriera sus orificios nasales como si
estuviera en las alturas del Machu Picchu para que entrara más
cantidad de oxígeno que limpiara toda aquella oxidada, por el
alcohol, maquinaria humana. La brisa marina actuó como debía e
iba despejando, a medida que caminaba, la cabeza atormentada
del joven, por una parte, y la desazón corpórea por otra.
115
Anduvo en dirección opuesta a la que por la noche había ido.
Se encaminó hacia allá instintivamente, no obedecía a ninguna
otra cuestión, sólo fue el azar quien hizo que en lugar de girar a la
derecha al llegar a la playa dirigiera sus pasos a la izquierda.
Nada más que eso, con lo cual, ponía camino de por medio entre
él y los posibles trabajadores-espectadores, de su tarde noche de
beodez y lujuria onírica. A medida que caminaba, el cuerpo se le
iba asentando, y con ello, la capacidad de razonar. Se comenzaba
a ubicar en el espacio y en el tiempo, tanto en el físico, por la
playa en la que paseaba, como en el real de la hora que le sugería
inclusive la posibilidad de calmar tan tremenda resaca con algún
tipo de desayuno que pusiera en orden su condición física, y así,
intentar también concretar su actitud anímica, teniendo en cuenta,
que en poco más de dos hora, debería tomar el bolso de viaje y
dirigirse a la estación donde se encontraría de nuevo con las dos
mujeres.
Paseó más de tres kilómetros, y la reacción positiva del
tratamiento surtió sus efectos, y en la primera cafetería que vio
abierta a tan tempranas horas, entró a pedir algo para desayunar y
así dar por finalizada la destemplanza estomacal. Entró y no supo
qué pedir porque el cuerpo nada le pedía en concreto. Un café
con cruasán como que no le apetecía mucho, pero cerca de las
nueve de la mañana ¿qué iba a tomar?
El camarero era un señor de unos cuarenta y cinco años
curtido en el arte de la hostelería. Él su único y primer cliente de
la mañana, terminaba de abrir. Se fue hacia el joven y le preguntó
qué le servía si quería desayunar, indicándole con el dedo un
expositor en el que sólo había bollería. El gesto del muchacho
que ya había cumplido una parte de la pena de su resaca, dijo
claramente sin llegar a mover la cabeza, que no era eso lo que le
apetecía. A pesar de ser agosto, más le habrían gustado unos
churros con un café.
116
Al quedarse encogido de hombros, con el gesto fruncido, fue
el hombre del delantal quien ejerciendo ya de conocedor de
muchas de esas situaciones, y viendo la cara ajada y aniñada del
muchacho -dudó si era mayor de dieciocho años-, le espetó:
¡chico!, lo mejor para la resaca son dos huevos fritos con jamón y
una cerveza.
Dicho y hecho. Entró en la cocina y en menos de cinco
minutos sacó un plato con un par de yemas en las que mojar pan,
una loncha de jamón y del tirador de cerveza llenó una jarra. Él
obedeció como un dócil mancebo y se metió entre pecho y
espalda a tan tempranas horas aquel americanizado desayuno.
Algo, por otro lado, que no era la primera vez que hacía, si bien
no como cuestión terapéutica en lo concerniente a lo más
conveniente tras una importante merluza. Lo de menos en
cualquier caso fue el resultado, que cierto es que le dejó nuevo; lo
relevante del asunto, es que eran las nueve de la mañana y ya se
había bebido dos jarras de cerveza acompañando los huevos y el
jamón.
Antes de pagar mantuvo una pequeña conversación de
agradecimiento con el señor de la barra, que al recoger el dinero
de la cuenta más la propina que el chaval le dejó, puso otra jarra
de cerveza al joven en agradecimiento al agradecimiento, con lo
cual, de nuevo empezaba temprano la ingesta de alcohol el
segundo día, y último, que comenzaba allí al lado del mar.
Le quedaban poco menos de dos horas hasta meterse en el
tren: ¿qué hacía? Se pasó por un quiosco de prensa y compró un
periódico. Se encaminaba hojeándolo hacia el hotel, cuando una
terraza con mesas de hierro forjado pintadas en blanco le llamó su
atención para sentarse y leer allí sentado, lo que la prensa diaria
decía. A los dos minutos salió un camarero preguntándole qué
deseaba tomar. Pensó sólo cinco segundos, en los que su mente le
dijo, has comido bien, tienes el estómago lleno, no hay resaca ni
malestar…, pues un segoviano.
117
Y así lo hizo, poco más de las nueve y media de la mañana y
el mozo sacó en la bandeja un vaso de tubo con hielo, una botella
de Dyc y una jarrita con agua. Lo bebió y pidió un segundo uisce
beatha, (qué paradoja que esto sea etimológicamente: agua de
vida) o, sea, un segundo güisqui en poco más de tres cuartos de
hora, como manera de ir llegando al momento de su partida. Leyó
el periódico y con el nuevo vaso en la mano ya empezó a notar la
euforia lógica de las tres cervezas y el primero de eso a lo que la
gente de la época decía que sabía a chinches y que había bebido
casi del tirón.
Pero la euforia que comenzaba a sentir no era un estado de
optimismo, entusiasmo o felicidad, no, más bien esa euforia era
un malestar hacia sus adentros. Es lo que tiene el alcohol, que lo
mismo que te encumbra en las más altas cotas de la animación, te
baja de golpe a las cloacas de la vida, al Érebo donde domina el
perro guardián, y los pensamientos se vuelven opresión,
contrariedad, reconcomio y hasta remordimiento. Una ansiedad
moral que le devolvía de inapelable manera a la realidad motivo
de su frustración y estado, en el que era incapaz de controlar su
desmedida ingesta alcohólica que era ya más que evidente.
Anduvo hasta el hotel y de camino pensaba en sus males, en
su decepción y en el tiempo próximo y presente que tenía que
compartir con su “desamada”, porque a pesar de todo, la verdad
es que la amaba. Quería a aquella mujer con locura, y se
represaliaba una y otra vez por haber cometido el error de
sucumbir inocentemente a aquel amor al que se entregó en cuerpo
y alma, mucho más en alma que en cuerpo, pero lo hecho, hecho
estaba y no quedaban excusas que poner a la mesa de la
desconsideración ni al abandono irrelevante; ni siquiera pegas al
tormento ni conmiseración consigo mismo.
Claro, que eso lo haría quien estuviera capacitado
intelectualmente y hubiera adquirido el consiguiente grado de
razón que a su edad fuera normal. Pero no, él tomó la vía rápida,
118
el atajo vulgar, el menos comprometido y el que más daño hace.
Entró en la órbita de la inculpación y como remedio acortó los
lazos, que aunque sólo fuera como seres humanos, les podrían
unir en otro momento. Tomó el bisturí de la intransigencia y el
miedo a la realidad y sesgó de golpe, con aquella decisión,
cualquier posibilidad de remonte, de acercamiento o de vuelta.
Inconscientemente había optado por la peor de las medidas,
ahora bien, era la más cómoda, la que menos le comprometía, la
que menos en la teoría le hacía sufrir, la más cobarde de todas.
Era ampararse en la banalidad, escudarse en la vacuidad, aislarse
en su desabrimiento, todo hecho desde el temor a padecer más
cuando lo escogido, era en realidad, lo que más padecimiento y
males conllevaran. Refugiarse en el alcohol como medio para
conseguir el fin de olvidar, es, además de mentiroso y sucio con
uno mismo, el mejor combustible para quemar lo mucho o lo
poco de capacidad de recuperarse que pueda tener una persona.
La edad, la poca autoestima, sus complejos y la carencia de
virtudes que afloraran por encima de aquel tremendo defecto,
pusieron la mecha encendida para hacer arder aquella caldera
llena de buenas intenciones, por un lado, y de resentimientos y
pasiones frustradas por otro.
Subió a la habitación, cogió la bolsa de viaje y bajó
esperando no encontrarse en el trayecto a las muchachas. Era aún
algo temprano pero por si acaso oteó primero el horizonte desde
la recepción a la entrada y a la salida. Se encaminó hacia la
estación con la maleta del fracaso llena y la cabeza entre el
pensamiento aforístico y la laxitud etílica. Se reconocía así
mismo con su padecimiento vital e intentaba expulsar los
elementos perturbadores del mal que le imponía su forma de
proceder -ahora escondiéndose-, y le impelía a cambiar de
apariencia, al menos, para ni siquiera notárselo él.
No las vio. En un pispás entró a formar parte como uno más
de los viandantes que descansaban equipaje y cuerpo en los
119
asientos del andén o que se arremolinaban ante las taquillas con
la intención de sacar el billete que les llevara a su destino, o que
paseaban arriba y abajo para entretener el tiempo de la espera.
Muchas eran las personas que allí estaban, las dos mujeres con las
que haría el viaje aún no habían llegado.
He sido suplantado: el amor me ha herido de muerte.
Constreñidos quedan mi voluntad y mi ánimo,
angosta la lealtad a mí mismo.
Un acto reflejo en su deambular por entre aquellas inquietas
gentes, le encaminó a la cantina de la estación; faltaban treinta y
cinco minutos para que saliera su tren. Justo en el momento de
entrar él en el bar, las chicas pasaban la puerta de entrada al hall
donde la tarde antes se encontraron. No se vieron, si bien, él la
presintió justo en el instante de pedir un dyc con hielo y agua al
camarero que de nuevo le miró con la pregunta en los ojos:
¿tendrá este chaval dieciocho años?
No hizo siquiera la intención de requerirle el carné y se lo
despachó. Pagó y se retiró dos pasos de la barra vaso en mano.
Asomó la cabeza por la puerta en dirección al apeadero y ya si las
vio. Estaban las dos paradas con las maletas en el suelo esperando
la llegada del vagón donde entrarían para la vuelta adelantada de
sus vacaciones. Se contrajo y entró de nuevo en el local con
maniobra evasiva de cobardía, de querer obviarlas, de impedir el
contacto visual y físico a pesar de que en poco más de veinte
minutos estarían sentados en el mismo compartimento. Cerró los
ojos creyendo que el mundo se pararía, los abrió al instante y el
mundo seguía, y allí estaba.
Daba igual, en cualquier caso quería prolongar todo lo
posible aquella situación de tenerla cara a cara. Mientras, el
alcohol iría haciendo el efecto pertinente desinhibiendo a aquel
120
presunto aprendiz de lo que la vida era. Hasta este momento
grandes cosas aprendió, si bien no era consciente de ellas. Una, y
que marcaría la pauta a seguir en los inmediatos meses, fue que
había cosas malas en el mundo, pero una frustración por desamor,
te inclina a cualquiera de los instintos más perversos que del ser
humano puedan emanar, no hacia los demás, no, sino contra uno
mismo, casos en la historia los había y muchos. De nuevo, la
cobardía por un lado, y la impotencia por otro, sellaron el sobre
sin dirección ni remite de su calvario. Dentro, el texto y el
contexto se adornaban de efluvios etílicos.
Quiero vivir mi ansia y morir al desaliento.
Deseo saber si la vida, con un gesto obsceno como este
me ha sentenciado,
y me ha dejado dormitar para cambiarme.
121
CAPÍTULO X
De tripas hizo corazón. El recipiente donde guardaba y por el
que se manifestaban sus sentimientos, pasó de la aceleración a la
calma, cuando en realidad debería haber sucedido lo contrario.
Pero el alcohol ingerido hizo su efecto aplacador y disminuyó el
ritmo sinusal hasta las noventa pulsaciones más o menos lógicas
que debería tener a la hora de tomar el pescante para subir al tren.
Escaso el equipaje con el que recorrer el pasillo que le llevase
hasta donde ya se encontraban acomodadas las dos mujeres.
El tren ya situado en la estación de Málaga -hasta donde
llegaron hacía unos instantes procedentes de Torremolinos-, era
una máquina locomotora diesel 1.600 con cuatro vagones. Todos
de segunda clase, y que les llevaría hasta Córdoba donde harían
trasbordo hasta su destino definitivo. El compartimento para seis
personas era de los de eskay marrón, de esas burdas imitaciones a
cuero que le da un aspecto más distinguido, pero que no cuela a la
hora de pasar un cierto tiempo sentado allí en pleno verano.
Aquel vagón que les llevó hasta Córdoba se encuentra en plena
actividad viajera en la Cuba de Castro todavía, quién se lo iba a
decir entonces a él.
El saludo fue escueto: ¡hola cómo estáis! Y de repente, de
nuevo pareció que se le aparecieran las tres deidades hermanas,
Cloto, Láquesis y Átropo que hilaron, devanaron y cortaron el
hilo de su vida en un instante cuando tras el saludo inicial,
mirando más al suelo y a la altura donde poner el equipaje, sus
122
ojos se cruzaron con aquellos otros. Ojos verdes, cabellera rubia,
lisa, alisada al viento que por la ventanilla de guillotina,
entreabierta, se dejaba pasar. La máquina aún parada y con el olor
a gasoil que quemaba al ralentí justo antes de proceder a la salida.
Luego del ronco sonido de la bocina y la consabida y muy certera
señal que el factor hizo, se dispuso a andar. Allí estaba en el
andén, con la bandera enrollada y como imprescindible nota
característica que le aseguraba al maquinista, de que daba la
orden de salida. Calada la gorra roja con una palma dorada a
modo de identificación, y con la oscilación de aquel trapo rojo de
manera lateral por encima de la cabeza, venía a decir con aquellas
ostensibles señales, que el tren se podía poner en marcha.
Su corazón de nuevo se heló. Por un momento dudó si estaba
vivo o no, si las parcas habían hecho su trabajo al completo, si el
olor del gasoil era eso, casi el mismo que recordaba de pequeño
en el campo al lado del tractor, o eran los efluvios que emanaba el
río Estigia en las profundidades del averno. Dudó si soñaba o la
cruda realidad que había omitido segundos antes, aparecía de
nuevo en la escena aquella de película lacrimógena de amores
frustrados de los años cincuenta.
Se tambaleó sin saber muy bien si era por el güisqui, por el
tirón del tren al arrancar o por el miedo infundido desde el centro
neurálgico de los sentimientos. O porque su corazón no
bombeaba la sangre necesaria para que sus movimientos fueran
acompasados y normales. Temió lo peor: salir rodando por el
departamento. Y de pronto decidió que aquello no podía seguir
así y promovió en su cerebro la idea de que mandara él y no el
músculo cardiaco. ¡Ea!, se dijo, aquí no ha pasado nada. He de
afrontar, como mínimo, las siete u ocho horas que de camino me
quedan. Volvió a hacer que la cabeza ordenara y el corazón
respondiera, y así tomó la decisión de sentarse en el asiento de
enfrente de donde estaban ya sentadas las dos jóvenes.
123
Esbozó una leve sonrisa consentidora e indicativa de hacer
amigos, y comenzó la conversación más tonta y con menos
sentido que había iniciado jamás. No eran preguntas a las que
darle respuestas las chicas, del tenor referido a cómo se lo habían
pasado, o cuestiones parecidas. No era una conversación: era un
soliloquio que emanaba del absurdo, de la languidez de ideas, de
la incoherencia, rayano con el disparate. Habló de propósitos y
proyectos que parecían sacados de una película surrealista.
Esbozos de cosas que en nada podrían acoplarse ni a lo que había
venido haciendo hasta entonces, ni con un futuro lógico en donde
estaba viviendo y hacia el que se dirigía. Contaba cosas
inconexas, como las de un sueño que eres incapaz de poner en
orden.
Ellas le miraron con extrañeza, y se miraron con extrañeza.
Con el pasmo de quien ve a un fantasma en una holografía. Un
alma en pena en tres dimensiones y con voz casi de cuchicheo,
como la de una cacofonía fantasmagórica de museo en la
madrugada, a oscuras, adornados aquellos sonidos, los que él
emitía, por los acordes acompasados de las ruedas del tren al
pasar por las vías cogiendo ritmo. Ese sonsonete cadencioso y
hasta aburrido que deja en el ambiente el paso del tren por las
juntas de dilatación de los raíles que en pleno verano estaban más
dilatadas que durante el crudo invierno y de ahí la tosquedad del
ruido más amenguado aquel día de calor.
Hablaba y hablaba. No paraba de decir frases discordantes al
aire ante ésas dos mujeres que no se atrevían a interpelar a aquel
orador sin atril, folios, ni argumentos. Pasaban el tiempo, los
raíles, los árboles, los postes de la luz como líneas paralelas que
jamás se unirán a la locomotora de cabeza. Con su comba en los
alambres que ascendía hasta llegar a la próxima jícara que hacía
de aislante eléctrico en el tendido de baja tensión o de telégrafos,
de color verde del jade, y otra vez volver a bajar, y a subir, y otra
y otra. Y la voz no callaba, y las chicas le oían, pensaban, se
124
miraban y enmudecían ante semejante espectáculo. Algo tenía
que pasar; ¿cómo romper aquel torbellino monótono y aburrido?
Y pasó. Llegó el revisor al departamento en el que los tres
jóvenes habían recorrido ya poco más de una docena de
kilómetros. Pasaban las cosas rápidas en el exterior por la
velocidad del tren, pero lentas por el aburrimiento, en aquellos
tres metros cuadrados de espacio, y por el tedio que suponía
aquella intervención sin sentido.
Uniformado con su traje azul y gorra de plato, entró.
Previamente había golpeado con los nudillos de los dedos el
quicio de la puerta con cristales que habían dejado abierta para
ventilar mejor el calor en lo que ya empezaba a ser la hora de más
bochorno del día, cuando el sol llega al cenit y sus rayos son más
verticales irradiando con más fuerza la parte del hemisferio que
se somete a su consideración geográfica. Se hizo el silencio
porque el joven calló y se pudo oír el saludo de buenas tardes que
el funcionario de RENFE hacía mientras entraba en el habitáculo.
Con gesto amable tras el saludo pidió los billetes. Ellas
escudriñaron sus bolsos donde el monedero guardaba aquella
cartulina de 40x75 centímetros de color amarillo, en las que se
indicaba el trayecto que la máquina Hugin de la estación, el día
anterior, había impreso y vomitado marcando el importe de ida
que sobrepasaba en poco el billete verde de aquel año 75. Él, con
gesto pausado, como todo lo que hacía cuando se sentía seguro de
algo, echó mano de la cartera que llevaba en el bolsillo de atrás
derecho del pantalón abriéndola y extrayendo el mismo cartón
que el revisor con los alicatillos de picar, tras ver las
inscripciones realizadas por la máquina de origen, destino y la
marca de validación que certificaba el pago del mismo, picó
dejando como un pequeño triángulo vacío en el billete.
Se marchó el revisor y de momento se hizo un silencio. El
tren continuaba su trayecto a una velocidad cercana a los cien
kilómetros por hora. Se sucedían los paisajes cambiantes que
125
ondulaban las cunetas más próximas a la vía. Desde el vagón se
veían correr esas pequeñas montañitas que subían, bajaban o
tapaban por completo la vista más allá de los diez o doce metros.
Habían pasado Cártama y Pizarra y nada se había quedado
escrito, ni siquiera en su mente, del trayecto recorrido y se
dirigían a Álora. Un contubernio de sensaciones se mezclaban
con aquella visión serpenteante que se dejaba ver a través de la
ventanilla de guillotina con diferentes tonalidades: parduscas de
tierra calma, un verde atenuado por el calor del verano en la
serranía próxima, y amarillentos valles de sequedad veraniega.
De Álora pasaron por la central eléctrica de Paredones con el
cansino sopor de la indiferencia. Nada se decía, nada se oía más
que los sonidos producidos por la máquina y los vagones que
hacían su recorrido cotidiano, su monótona trayectoria por el
mismo sendero de hierro empinado, de puntillas a un suelo quieto
que lo veía pasar día tras día. Pasaron Álora y la diesel 1.600
comenzaba a adentrarse en el Parque Nacional del Desfiladero de
los Gaitanes, unas formaciones rocosas y grandes desfiladeros
que llamaron la atención de los ocupantes de aquel vagón
enmudecido por la emoción y hasta el miedo que dentro se
respiraba. Era justo el momento de romper el hielo que coagulaba
la sangre de aquellos tres jóvenes, y, como no podía ser menos,
fue ella quien tiró de personalidad y asumió la competencia que
la haría protagonista, una vez más, y que mermaría las escasas
fuerzas de aquel aprendiz de hombre, que se comportaba como un
crío de vacaciones con sus padres camino de Cercedilla.
Lo más normal era hablar de aquellos parajes porque desde
luego no estaba dispuesta a hacer leña del árbol caído. Fue fácil la
conversación. Se animó la segunda joven y a él no le quedó más
remedio que entrar al trapo que tan estupenda “matadora” le
mostraba. Entró como los miuras, con raza, casta y nobleza, y así
condujo una y otra faena aliñada con alguna que otra banderilla
126
negra hasta que llegaron a Córdoba donde debían hacer el
trasbordo de tren.
Bajaron alegres y contentos. Parecían tres estudiantes que
vinieran recorriendo de turistas la Bética y la Subbética montados
en aquella especie de transiberiano relajado y cadencioso que se
quedaba a sus espaldas esperando continuar su camino hacia el
centro de la meseta.
No tuvieron que aguardar mucho tiempo: poco menos de
media hora, tiempo suficiente para entrar en la cantina y tomar un
refrigerio los tres juntos. La conversación y los temas, todos, los
protagonizaba ella. Él ya no la miraba con extrañeza, ni con
displicencia como sí lo hizo durante el tiempo que le seguía con
la vista en la estación de Málaga. Su corazón estaba dolido y sus
sentimientos acompañaban todos sus gestos. Pero ya no. Su voz,
el tratar las conversaciones como si nada hubiera pasado le hizo
relajarse. Bajarse del entarimado al que se había subido para
protegerse, pero del que tarde o temprano, sin duda, debería de
bajarse. ¿O no era él?
Bebieron y comieron algo en la cantina, y él, volvió al
güisqui como aperitivo y postre, además de como compañero
anestésico de soledades porque se encontraba solo en el fondo, si
bien en las formas, se comportaba moderadamente bien pero sin
ser él, el de hacía tan sólo dos semanas, el ilusionado, el vivo, el
optimista, el sincero y confiado joven que era.
Subieron de nuevo al tren en Córdoba y el resto del viaje lo
hicieron de la misma manera. Con las mismas conversaciones y
la idéntica actitud. Pasó rápido el tiempo y paró el tren y todo se
había consumado con la llegada a su lugar de partida. El hecho,
que hasta ficticio le pareció en algún momento próximo pasado,
era ya una realidad palpable, contante y sonante pagada en
efectivo. Un ambiente cargado y espeso se le empezó a
arremolinar por la cabeza en el momento de bajarse del vagón en
aquella estación de penitencia, conocida desde la infancia donde
127
protagonizara algunas gamberradas con los amigos, en la que
tanto habían jugado de pequeños.
Con los pies puestos en el suelo, como mucho fue capaz de
inventariar algunas de las situaciones vividas, y se dio una última
oportunidad dejando abierta una puerta para el futuro cercano,
inmediato, con lo cual la tregua dejaba en stand bay una
resolución definitiva sobre lo que hacer con su vida y el balance
definitivo de lo que en verdad habían supuesto aquellas sus
primeras vacaciones en libertad, solo, sin su familia.
Miró en derredor buscando caras conocidas a las que quería
y no quería ver, los motivos, muy claro: el tener que someterse al
tercer grado de muy mal agrado por la prontitud de la vuelta, y las
explicaciones que ello conllevaría.
¿Qué decirles a los familiares o amigos? Ni él ni ellas habían
dicho que regresaban y la noche se había echado ya sobre el
pueblo. La distancia a recorrer tampoco era mucha por su parte si
bien la de las mujeres era algo mayor y llevaban más equipaje,
por lo que se plantearon de inmediato, tomar uno de los taxis que
estaban esperando la llegada de viajeros, aparcados en la parte
anterior de la estación. Con un gesto le dijeron que se subiera al
coche que le dejarían en su casa al pasar por la esquina de su calle
en dirección a la de ellas. Él tomó su hatillo y sin casi decir nada
más a pesar del cansancio y todo lo que había sucedido durante el
viaje, se acomodó y esperó para bajarse los pocos menos de tres
minutos que tardaron en llegar.
Se bajó y vio irse el ansia de sus sueños, el embeleso de su
vida, el diván donde había postrado sus ilusiones, sus esperanzas,
sus deseos, todo se marchaba para siempre. Aquello había sido de
nuevo un amor de verano, de esos que en la tele se prodigaban en
las series de entonces. Había vivido con la recién estrenada y
ansiada mayoría de edad dos fracasos estrepitosos que sin duda
hicieron mella en sus aspiraciones limpias y firmes. Creyó en su
amor, tanto, que había llegado a imaginarse una vida llena de
128
felicidad con una familia formada desde la convicción y la
raigambre que otorga el saberse tan enamorado. Pero no. Todo se
había truncado desde que aquel verano del setenta y tres
despertara al amor desde la inocencia, y ya, entrado en quintas y a
punto de conocer destino para irse a prestar el servicio militar, se
veía solo y desamparado en la tundra helada de su ensoñación y
de su realidad, buscando cobijo, en lo que fuera para poder sobre
llevar lo acontecido.
Llegó a casa y nadie le esperaba porque nada había dicho de
la vuelta. Se quedaron sorprendidos al verle y en ese momento
giró ciento ochenta grados su habitual comportamiento. De
sincero y explícito, empezó a utilizar el engaño, la mentira sin
que les doliera a los demás, pero mentiras al fin y al cabo. El
circunloquio entró a formar parte de sus artes dialécticas, y los
embustes con más o menos aliño empezaron a hacerse habituales
en su expresión habitual.
No se convirtió en un mentiroso compulsivo como los
mitómanos al uso que mienten por darse importancia, por causar
admiración en los demás y demandar así de su atención, no, la
fantasía ocupaba la falsedad en la que empezó a moverse, como
protección hacia sí mismo para no dar a conocer la verdad de lo
sucedido a quienes a su alrededor estaban. Argumentos en
muchos casos peregrinos que no se creía nadie, pero que él los
elaboraba y manifestaba sin el más mínimo pudor. Como la cosa
tampoco es que tuviera mucho de importante, se le dejaba pasar
sin la más mínima discusión o petición de aclaración ante la
perplejidad, eso sí, por lo extraño del planteamiento o el
razonamiento absurdo o mentiroso, si bien, al único que de
verdad engañaba, era a él mismo. Explicó algunos pormenores
del viaje de ida y de vuelta, y aún con una indisimulada cara dura,
se le oía decir cómo el regreso se había producido de manera tan
precipitada porque sus dos amigas debían entrar a trabajar antes
de lo previsto en un principio, y de ahí, que se hubieran acortado
129
las vacaciones. En aquel caso concreto, inventó, que por falta de
personal, ése verano que ya quería empezar a concluir.
Sin entrar en más averiguaciones se dio por concluido el
asunto de las cortas vacaciones, así que él, se limitó en exclusiva,
a dejar rodar la pelota de sus expectativas, sin la más mínima
esperanza que calmara de alguna manera, aquella sed de
tranquilidad y sosiego que su alma necesitaba. Como no pudo ser
de un modo coherente y reflexivo, y dispuesto como estaba a
darse por vencido, empezó a salir, y en las salidas comenzó a
tomar protagonismo aquel licor que le sirviera de pócima para
olvidar la fatídica velada en Torremolinos.
Todas las noches y cuando su economía se lo permitía, bebía
con fruición tres o cuatro “medios güisquis", a los que en la
mediodía les habían precedido unas cuantas cañas de cerveza.
Solo o acompañado de sus compañeros de trabajo. Noche sí, y
noche también, cuando llegaba a la cama lo hacía con un cierto
sopor que el alcohol ingerido durante todo el día ocasiona
promoviendo de una manera especial el sueño. Esto se convirtió
en un círculo vicioso, beber para olvidar -¡qué vulgaridad!-, para
alejarse de la realidad y poder cerrar los ojos al acostarse sin la
menor probabilidad de que los recuerdos le martirizaran e
impidieran conciliar el sueño.
Todo lo que le gustaba o había gustado soñar con los ojos
abiertos y crear océanos de ensoñaciones, proyectos y fantasías
de futuro, lo cambió por el cerrar los ojos y entrar en un coma
profundo que le impidiera incluso soñar y acordarse del sueño a
la mañana siguiente. Ese sueño que se disfruta o padece
dependiendo de cómo haya ido el argumento y conclusión del
mismo. Se negaba a soñar despierto y temía soñar dormido, de
ahí que el etílico hiciera su trabajo a la perfección, algo de lo que
se daba perfectamente cuenta porque era lo elegido y así lo
entendió y continuó por unos meses. Los mismos que le llevaron
130
a terminar en una despedida con petate en la mano en la
escalerilla de otro tren: yéndose a la "mili".
Desde aquel final de agosto en Málaga, nunca había vuelto a
tomar ningún tren; y aquel día lo hizo despidiéndose de cinco
amigas entre las que se encontraban aquel segundo amor
frustrado y una nueva mujer de la que se creía enamorado en
aquellos momentos sin saber tampoco muy bien el por qué ni el
cómo, ni siquiera los motivos que le atrajeron de aquella forma
para luego significar lo que significó en su vida.
Tres meses que le llevaron a poner sus niveles de GPT por
encima de lo permitido porque la ingesta de alcohol diaria era
importante, si bien no lo suficiente como para dejar de cumplir
con el trabajo en el mismo lugar que dejó antes de irse de
vacaciones.
Siento que la vida me pasa ya factura,
y embebo mi penar en el olvido,
soy un proyecto de algo que no he sido
y por eso se produce esta fractura.
131
CAPÍTULO XI
También la despedida cuando los mozos se van a la mili fue
anómala, ilógica y anormal visto desde el punto de vista
tradicional y de cómo se había ido haciendo durante mucho
tiempo. Donde entraba -además de la consabida fiesta etílica y la
comilona entre paisanos-, el bautizo sexual de muchos jóvenes
que habían llegado vírgenes a aquellas alturas de los veintiún
años y cuya virginidad iban dispuestos a perder en la calle El
Burro de la capital pacense.
Serían desflorados por una puta a la que con sumo gusto
pagaban y de la que recibían el bautismo sexual como el que se
hace novio en las monterías, o como el que por primera vez
consigue el logro, a través del esfuerzo, de terminar su ópera
prima en cualquier materia. En este caso el esfuerzo a veces,
muchas veces o la mayoría de las veces, terminaba antes de llegar
a la habitación en cuestión, porque “se iban“ con el sólo roce de
la mano de la mujer en sus genitales, llegando a aquel ara y
retablo del sacrificio de un estado anterior – ser niño-, para pasar
a ser hombre, ya, totalmente empapados.
Una forma como otra cualquiera, pero elegida, en la mayoría
de los casos, por la necesidad más que por el gusto de ser
desvirgado por una profesional en lugar de por una amiga íntima
con la que se ha salido un tiempo, una novia con la que se ha
roto, o un amor-calentón de verano. Daba igual.
132
Pero las cosas a mediados de los setenta pintaban bastos para
la mayoría de esos mozalbetes que acababan en el pilón si no
pagaban la media (arroba de vino), si había osado desflorar a una
joven de pueblo cercano con la que, además, tenía que casarse si
aquel acto de iniciación sexual, se saldaba encima, con una
“barriga”. Él nunca había corrido por esos riesgos, y allí llegó, a
Badajoz, a recoger su petate con cinco amigas, nada más y nada
menos.
De tres de ellas había libado sus humores bocales y conocía
más o menos bien las estructuras anatómicas de sus cuerpos por
la cantidad de “palizas” que se había dado, una a una claro, nada
de imaginar tríos o bacanales y orgías, no. Por separado y con la
mayor discreción posible.
Claro que al hacer aquello de darse los “lotes” o aquellas
palizas en el sofá de la casa, de la discoteca o en el coche, lo
único que conseguía era terminar con un dolor importante en la
entrepierna, porque lo de llegar al final, a la penetración y
consiguiente eyaculación, eso ya era más complicado, al menos
así lo veía él, porque en ninguno de los casos – aunque lo
estuvieran deseando las mujeres, él jamás lo supo-, ellas no lo
insinuaron siquiera, eso por un lado, y por otro, el complejo que
le acompañaba por tener aún “el frenillo“, y aquello también le
suponía un dilema que pensaba le sería solucionado en la mili.
De todos modos, no era el caso aquel día festivo y de
despedida con petate en mano, porque lo más que iba a recibir
serían casi una docena de cándidos besos de despedida en su
infantil carita de niño bueno. Esos que se dan en las mejillas, que
no se dan con los labios porque más se pone la cara, sobre todo
las mujeres, así que por su cabeza en ningún momento pasó que
había llegado el día de su paso de joven a “hombre”, con lo cual,
llegaría a León – su destino militar-, tal y como su querida madre
lo había echado al mundo, y sin completar el círculo tradicional
133
del “polvo en la calle El Burro” el día que te vas a hacer el
servicio militar.
Apenado por un lado, contento por otro y con su virginidad
intacta, se subió al tren como quince meses después, de bajarse
de aquel otro con punto de origen en Torremolinos. La vida daba
una vuelta de tuerca más a sus expectativas y comenzaron las
ensoñaciones, justo en el momento de perder de vista las últimas
edificaciones de Badajoz en dirección a Madrid, ¿pero qué
hacer?, ¿qué soñar?; ¿quería soñar?, ¿había sido aquella
despedida en el andén de Badajoz el punto y final, el cierre
definitivo a sus pesares cuando de nuevo besó las mejillas de
aquella enorme frustración? ¿Sería el beso ilusionado en aquel
otro pómulo de la mujer que acababa de conocer quien le
transmitiera la sensación de cierre definitivo y paso a la nueva
situación inoculándole la suficiente pócima química que abría de
nuevo sus ojos y su cerebro a la esperanza?
Fuera como fuera, la cuestión es que se transmutó en otra
persona. Puede ser que aquí naciera el hombre que luego sería por
siempre, aparecieron Mr Hide y su socio creador y allí estaban en
el vagón del futuro llenándose y cargándose las pilas ante lo
inexplorado, y con ello, sin duda, nuevo e interesante, además de
desconocido, algo por lo que luchar, algo por lo que reabrir
perspectivas, horizontes nuevos y desechando la calamidad, la
zozobra, la intransigencia consigo mismo que atenuaran de
alguna manera un comportamiento precedido por la
irracionalidad.
Cargado con un petate y la ropa precisa, vestido como de
domingo, con su abrigo de paño azul, por el mucho frío que hacía
en esos finales del mes de enero, se asomó a la ventana de una
nueva realidad, cuando comenzaba a reafirmarse de manera
definitiva el pseudólogo fantástico que llevaba dentro. Necesitaba
coger de nuevo un tren que le apartara de unos tiempos
precedentes verdaderamente inquietos y muy peligrosos de cara a
134
su salud física y mental. Lo bebido y lo vivido en los dos últimos
años no era propio ni de su edad ni de su entorno, así que tenía
que salir (como lo hizo siempre) huyendo de aquello que le
quemaba el corazón, el estómago y el alma. Y la mejor manera de
hacerlo fue ésa, utilizando el mismo vehículo en el que tiempo
atrás había descargado gran parte de adrenalina en un trayecto
largo y penoso, un vía crucis que trató de paliar del modo que lo
hizo. No tan largo como el que emprendía ahora con parada en
Campamento, en Madrid, donde vivió la soledad en compañía de
miles de jovenzuelos como él que iban con destinos diferentes.
En aquel cuartel de Campamento se sintió como un preso
encarcelado por un delito cometido como fue el suyo: el delito de
la frustración que le ocasionó la pérdida de su segundo gran
amor, y, encima, como reincidente, con lo cual la pena a cumplir
en aquel lugar era mayor. Era como lo había visto en las
películas, un enorme patio rodeado de torretas de vigilancia y
altos muros que hacían de fortín inexpugnable. De allí no se
podría escapar con facilidad si la insensatez le hubiera tentado. Y
sonaba la megafonía llamando al rancho; le recordó lo visto en el
film de John Sturges “La gran evasión”, todos aquellos militares
allí metidos como abejas obreras en un panal donde la reina era
“la guerra”, y ellos, opositores a militares vigilados por militares.
Él nervioso. Convino consigo mismo que no tenía motivos
para la angustia, para asfixiarse, para sentir la claustrofobia, que
estaba sintiendo, la del enterrado vivo en un ataúd y boca abajo.
Tenía que mantener la tranquilidad porque el viaje hasta allí lo
había hecho relativamente a gusto y esperanzado, mirando el
horizonte próximo y atisbando un futuro después de conocer a
aquella otra mujer que dejó en el andén. ¿Entonces por qué tan
palpable sensación claustrofóbica?, ¿por qué sentir ese miedo que
le atenazaba en tan enorme espacio? ¿Serían los CETME de los
soldados que les vigilaban? La sensación desde luego era
tremenda. No se hacía a la idea de estar allí, como un preso en el
135
patio de una cárcel, e imaginaba que en cualquier momento podía
salir un camión con una ametralladora de gran calibre disparando
hacia todo bicho viviente que por la explanada se movía,
desperdigados, vagando entre la muchedumbre llegada de todas
partes de España, casi atropellándose, como hormigas espantadas
tras serles roto su cordón-camino en el trabajo del ir y venir al
hormiguero de por el sustento para almacenarlo.
Sonaron de nuevo los altavoces, y le tocaba comer a él. En
fila de a uno les hacían ponerse para recoger una bandeja
metálica, de acero inoxidable con un chusco de pan y un cubierto
de campaña. Después tendrían que ir pasando por delante de unos
grandes cubos con asas, unas marmitas gigantescas que contenían
judías con chorizo. Con un cazo de cinc le sirvieron “una
almorzá” que se decía en su pueblo, justo lo que cogía en la
concavidad circular en la que se echaba la comida de cuchara.
Otro recluta le puso un bistec empanado y otro, dos piezas de
fruta.
Seguía nervioso. No, estaba más nervioso porque inclusive el
hambre le hacía ponerse más excitable, por lo que unido a las
prisas por vaciar el comedor, y a la estrechez de la mesa de doce
comensales, rectangular, habilitada para veinticuatro, le
preocupaba más. Este hecho de convertir las mesas de doce en
veinticuatro significaba que las bandejas no cabían en su posición
normal, a lo ancho, y había que colocarlas con el lado del
rectángulo hacia uno mismo por lo que chocaba con la del
comensal de enfrente, así que quedaba sobre saliendo de la mesa
una tercera parte de la misma.
Él la colocó de tal modo que las judías, o sea, por lógica el
primer plato, quedaron en la parte superior, dentro de la mesa, y
el filete empanado a su alcance para trincharlo con el cuchillo y el
tenedor como si se tratara de una comida familiar o de amigos
bien educados. No con poca dificultad consiguió encontrar la
clave para descomponer en piezas el cubierto de campaña,
136
dejando así transcurrir un tiempo precioso por el poco con el
contaban para comer, y utilizando el pinchador utensilio “a”
(tenedor) presionando sólo un poco hasta calar la carne, y el “b”
(cuchillo) presionando mucho más para trocearlo, la ley física del
empuje funcionó a la perfección, y las judías – con su chorizo, y
tocinito y todo-, que estaban en el extremo opuesto al filete
empanado, como si de piedra salida de catapulta romana se
tratara, se proyectaron contra el abrigo azul, impecable, de paño,
que llevaba puesto. Las piezas de fruta y el pan acompañaron a
las judías hasta el abrigo y luego al suelo, y se quedó con el filete
trinchado en una mano el cuchillo en la otra, y el cachondeo
generalizado de la mesa a pesar de las prisas, como colmo de los
colmos.
Se sintió tan caricaturesco, que lo único que pudo hacer fue
coger el pan, abrirlo como habían hecho la mayoría de los allí
sentados, meter el filete y para cuando quiso sacudirse, y
limpiarse las judías, ya les estaban obligando a levantarse para
que entrara una nueva tanda de “borregos” – pensó él-, a comer
en el mismo sitio, el suyo, manchado y la fruta en el suelo. Se
maldijo a la vez que le delataba su color rojo en toda la cara como
el espantoso ridículo que había hecho. El nerviosismo pasó a una
irritación interna tal que le subió la presión arterial, producto todo
ello del sentido de la vergüenza tan consistente que tenía, lo que
le llevaba en muchas circunstancias de la vida, a parecer un ser
tímido, retraído, miedoso.
Así, con el abrigo maxi hecho a medida por el “maestro
Vilches”, manchado por fuera y calamitoso por dentro, empezó
de nuevo a especular con su mala fortuna, con su inoperancia,
con su inutilidad, con su mala suerte, y se hacía reproches
mientras trataba de huir escondiéndose entre toda aquella
desconocida gente que en algunos casos detenían sus ojos en
aquel dandi andrajoso y manchado como si trataran de sentenciar
lo que él mismo pensaba de su aspecto externo. Pero más que el
137
externo, le preocupaba el interno, el que le hacía reproches, el que
le insultaba, el que le echaba en cara su ineptitud, su falta de
pericia, su incapacidad, en suma, su inteligencia. Se dio el
graduado en estúpido.
Buscó salir de aquel círculo vicioso que le empezaba a
oprimir más de la cuenta, y cuenta tenía que darse de que aún
acompañado o rodeado de tanta gente, estaba solo. No podía
recurrir ni a papá ni a mamá, ni a un amigo ni a ninguna amiga
que le echara una mano, que le tranquilizara, que le ayudara a
superar aquel mal trago como en tantas y tantas otras ocasiones le
habían ayudado aquellas veladas, aquellos insomnios pasados
sentados en un banco del parque con uno de sus amigos que como
confesor, asesor y sicólogo, oía sus cuitas, sus pesares, sus
pesadumbres, sus frustraciones, sus miedos, dándole la
absolución.
Horas y horas robadas al sueño, al cuerpo, para la
tranquilidad del alma. Nadie había que pudiera echarle esa mano,
ni siquiera una cantina donde ahogar aquella pena. Volvía a
pensar en el alcohol como única salida y remedio a su infortunio.
Se hacía hombre de golpe, virgen, pero hombre ante la vida de las
experiencias vividas en solitario, y desde luego aquella no había
sido la más satisfactoria ni gratificante que se pudiera decir. La
tarde caía muy pronto. Enero se mostraba duro, de frío seco, y sus
temblorosas y adormecidas manos desnudas al gélido atardecer
que avanzaba una noche tremendamente glacial, soportaban el
peso de sus escasas pertenencias civiles metidas en aquel hatillo
verde, en el que nadie había pensado meter algo de comida, por si
acaso.
No tardaron en sonar de nuevo los altavoces que con una voz
estridente y tosca, iba llamando a los ya militarizados mozos a ir
formando para subir a los camiones. El suyo: el último, y, hasta
entonces, con la noche cerrada ya en el cielo de Madrid, con unos
cuantos grados bajo cero, se mostraba la primera de las lecciones
138
de disciplina militar: permanecer formados en sus puestos hasta
que se les diera la orden de subir al camión que les llevaría a la
Estación del Norte para desde allí, hacer un trayecto que duraría
toda la noche cuyo destino finalizaba en León.
Subió aquella mañana en Badajoz al tren ilusionado y con
los ojos puestos en algún horizonte más o menos lejano; habían
transcurrido menos de doce horas y ya se dibujaba de nuevo en él
el rostro del decaimiento y del fracaso. ¿Cómo podían cambiar
las cosas tanto en tan poco tiempo? ¿Era gafe?..., resulta que
quería entender que acababa de salir de un bache grande en el
momento de la despedida en la estación esa mañana, y ahora
estaba hundido como un vulgar mendigo harapiento, prendido de
la inconsistencia de un devenir aciago que se le mostraba a cara
descubierta. Pero en un sollozo de lucidez, se dijo que sólo había
sido un poco de mala suerte, que no tenía que hipotecarse por tan
poco, así que en aquella formación, marcial, se vio bizarro,
varonil… aunque virgen, y claro, eso tampoco estaba dispuesto a
publicarlo a los cuatro vientos, porque entonces seguramente la
carcajada en aquel patio de banderas de aquel cuartel, con las
pintas que llevaba y aquello encima de la virginidad, la carcajada,
habría sido atronadora.
Pues mejor quedarse quietecito, en posición de descanso a
esperar que llegara el vehículo que le transportara a la otra
estación, aquella conocida por los viajes con sus padres a
veranear a Cercedilla cuando era pequeño.
Necesitaba una excusa para olvidar su aspecto y el fiasco del
medio día y ahí la encontró, en el recuerdo de aquellos viajes
familiares. Así que sólo tenía que esperar a que pasara el tiempo
repasando las anécdotas que en la estación había vivido con sus
padres y con su primo del alma. Y pasó, consumió el tiempo que
faltaba desde la ensoñación y el lujo de sus invenciones, de sus
elucubraciones dentro de los argumentos que le daban aquellos
recuerdos. Y les formaron de nuevo y les ordenaron subir al tren.
139
Eran como las diez de una noche ya cerrada y fría de Madrid. A
partir de su salida de Badajoz, ya, eran todo órdenes dadas con
voces de mando, más o menos graves, más o menos enérgicas,
más o menos potentes.
Subieron los más de mil jóvenes a aquel convoy donde poco
a poco les fueron acomodando según los lugares de procedencia,
pero ellos, de nuevo, los últimos, y durante el acomodo conoció a
un cabo primero, ¡vamos! un general para él, que era de Don
Benito. Congenió con el cabo, y una buena parte del trayecto la
hizo en el departamento de estos militares que viajaban en
primera clase - como quien dice, porque la primera clase en
aquella caravana no existía-, y que portaban galones, jugando a
las cartas. Durante la timba y entre mano y mano corría el tabaco
y el alcohol, y como fumaba en pipa, parecía el “intelectual” o el
bohemio de la partida.
Se alternaban en aquel compartimento los uniformes con la
ropa civil, y claro, las de perder las tenían siempre los civiles por
unos u otros motivos. Él no era muy dado al tema de los juegos,
menos de las cartas, y mucho menos si encima se jugaba con
dinero en la mesa, y al póker. No, él a lo más que había jugado
era al “mentiroso”. Un juego de dados, pero con las mismas
jugadas y valor que las del póker en las cartas, en el que se
apostaban unos cuantos amigos por las sobremesas el café con
hielo en el Bar La Oficina, aquellas memorables tardes con “el
ogro”, “el candi”, “el torrezno”… y compañías mártires.
Conocedor de las jugadas e invitado por el cabo, tuvo que
pagar el peaje en las cartas para asegurarse un buen trato en esta
romería militar que les llevaba a su destino, y posteriores
eventualidades que pudieran darse, así que echó unas manos,
perdió, bebió, puso su parte alícuota para compra e ingesta de
güisqui, y decidió salir hasta donde estaba su aposento no muy
lejos de donde se jugaba, en el mismo vagón. Llegado allí y por
indicación expresa del cabo calabazón, cogió el mejor sitio, que
140
era ni más ni menos el altillo existente para poner las maletas. Así
que allí subió, donde un poco encogido cabía tendido, y con el
petate por cabecera y almohada y el mugriento abrigo de color
desteñido en judía como manta para arroparse, se quedó dormido
hasta pasado Valladolid.
El resto de compañeros de viaje, amontonados y apretujados
unos contra otros, intentaban dormir, si bien, siempre había
alguno, que ya harto de tanto traqueteo y tanto codazo salía al
pasillo dejando un hueco que inmediatamente era rellenado por
cualquiera de los que más cabezazos iban dando, y se echaba. Un
sueño, el suyo, reconfortante por lo que de cansancio había
acumulado, si es que uno, a los veintiún años se puede cansar por
lo hecho durante aquel día, que desde luego, no había sido segar
tres fanegas de garbanzo en pleno mes de julio con la solana, no,
sólo que en su caso, el reposo sobre el cansancio le venía mejor al
espíritu que al cuerpo en sí.
Cuando despertó estaban relativamente cerca de su destino:
la estación de León, así que la poco más de media hora que
transcurrió hasta que el tren paró, las empleó en visitar de nuevo
la timba, que aún continuaba, y así reforzar lazos con el cabo
primero, además de darse otro lingotazo de güisqui porque el frío
se hacía sentir con toda su crudeza ya que algunas de las
ventanillas de los vagones se abrían de manera más o menos
frecuente debido a la vomitera que alguno de los mozos
expulsaba hacia las vías.
Llegaron a León poco antes del amanecer, deberían ser las
siete y poco de la mañana. Las órdenes se seguían dando con
energía y vigor. La primera de todas ellas una vez fuera de los
vagones fue ¡a formar! La cantidad de veces que le quedaban por
oír aquellas voces con la misma cantinela. Y formaron, y en el
cielo de León a su izquierda se dibujaban unas fantasmagóricas
formas que formaba el humo procedente de las chimeneas de
unas industrias cercanas.
141
Una serie de dibujos pintados con una inmensa variedad de
colores y tonalidades provenientes de las luces del clarear del día,
provenientes del este, y suspendidos en el espacio inmenso.
Dibujos a los que les ponía desde su imaginación formas de
mujeres, rostros angelicales o figuras informes, indeterminadas
pero con unos tornasoles que se proyectaban desde el naciente sol
en la helada, y por eso clara de nubes, mañana leonesa.
Del tren bajaron todos los mozos a la vez y formaron en
compañías de más o menos unos doscientos. Un rectángulo de
hombres de mayor a menor estatura, allí quietos, parados sin
hacer nada pero que tras el primer ¡firmes!, ¡a cubrirse!, vino el:
¡en su posición, descanso! Y allí permanecieron con los petates
en el suelo, y las manos cogidas como si de un desplante a la vida
se tratara por la marcialidad del asunto. A los cinco o seis
minutos de haberse terminado de formar aquellos rectángulos de
hombres vestidos de civil, los militares empezaron a dar nuevas
órdenes, las que dedicaban a la compañía para que se pusieran en
camino hasta los convoyes de camiones militares que les estaban
esperando al otro lado de los andenes de la estación. Pero una vez
más, la varita de la suerte no les tocó a ellos y veían cómo
desfilaban unas tras otras las compañías hacia su destino Y ellos
allí, quietos aguantando estoicamente el frío de la mañana que
dejaba poco a poco el sol al descubierto tras aquellas enormes
chimeneas, cuyo desvanecido humo por la claridad solar, había
pasado a un segundo plano en la atención de los reclutas.
Inmóviles y tiritando, así que uno de los oficiales ordenó a los
cabos y sargentos que transmitieran la orden de que se podía ir a
la cantina de la estación en grupos de cinco en cinco a tomar algo
durante cinco minutos que paliara el frío que hacía en el andén.
Mala fortuna porque no salía la bolita oportuna para cantar
bingo y terminar la espera, y subir al camión y llegar al C.I.R.,
pero las relaciones mantenidas con el “calabazón” durante el
trayecto, sobre todo de Madrid a León, surtieron su efecto, ya que
142
en cada uno de los grupos de cinco que salían de su compañía a
tomar café o lo que fuera, se incrustaba él por orden, obra y
gracia del señor cabo. Lo aprovechó sin duda porque tenía un frío
que le hacía temblar de una manera hasta para él llamativa,
teniendo en cuenta que de friolero no tenía nada, pero bueno, los
privilegios, si no perjudican a terceros –pensó él-, hay que
aprovecharlos.
Y ya puestos a lo que estaban, pues nada, había que estar en
esta ocasión a las maduras, así que entraba, se tomaba una copa
de coñac y salía. Volvía a entrar y no tomaba nada, sólo se
quedaba pegado al radiador de la cantina a calentar sus pequeñas
manos. Volvía a salir y a cada dos entradas o tres se tomaba otra
copa de coñac, Magno, lo que quería decir, que por mucho frío
que hiciera, él estaba calentito, y el etílico iba a ir haciendo su
efecto porque no sabía el tiempo que iban a tardar en recogerles
los camiones. Así que tampoco era cuestión de emborracharse y
llegar como una cuba al campamento donde podría entrar
directamente al calabozo si metía la pata a causa de la ingesta de
alcohol. Pensó entonces, que con tres copas de coñac, ya tenía
suficiente, así que entraba y sólo se calentaba en el radiador. Ya
no bebía a pesar de que seguía yendo con el resto de compañeros,
de los que alguno de esos que ven o quieren ver las cosas como
deben ser, es decir, era de los que cree en la igualdad para todo,
hiciera algún comentario que fue atajado de raíz por el
uniformado “primero”.
143
CAPÍTULO XII
Tras pasar la primera de las pruebas, en las que se evaluaba
sólo y de manera rápida en un enorme gimnasio, una nave
grande, monumental, si se sabía o no leer para determinar si se
quedaban en el “batallón de incidencias” - que era en el que
estaban todos los maestros y todos los analfabetos vinieran de
donde vinieran-, o iban a la compañía prevista para los venidos
desde el sur, en el segundo batallón, llegó la hora de vestirse de
“romano”, como empezó a oír que se decía allí. De modo que
pasó por vestuarios tras dar su nombre y apellidos en la Plana
Mayor de Mando del Segundo Batallón convirtiéndose en número
–en concreto en el 68 de la séptima compañía- llenando el petate
con los ropajes militares que le vestirían a lo largo de los
próximos quince meses que duraría su peripecia militar.
Entonces, el compromiso de Servicio a la Patria aún estaba
muy arraigado entre los militares y el dictador -sólo hacía dos
meses que había fallecido-, ya que los uniformados estaban aún,
por la cercanía en el tiempo de la muerte del Generalísimo, muy
unidos. Por ello, se barruntaban tiempos difíciles, tanto, como el
que le tocó vivir en primera persona justo al cumplirse un año de
su llegada al Ferral del Bernesga - que a la sazón era donde
estaba ubicado el Centro de Instrucción de Reclutas número 12-,
con el secuestro del general Villaescusa.
Una serie de hechos ocurrieron durante el periodo de
instrucción, pero el más significativo que le llevó a sentir miedo,
144
fue el que se produjo estando él rebajado de servicios por una
amigdalitis y prácticamente solo en la compañía, como fue, ver a
los “veteranos”, o sea, los que ya habían ascendido de reclutas a
soldados, que eran los únicos capacitados para portar armas,
llegar deprisa y corriendo al armero a recoger cada uno su
CETME ¡con cargadores y todo! Esto le hizo pensar en qué
estaría pasando afuera, si se trataría de un simulacro o unas
maniobras solamente o por el contrario sería algo que se hubiera
producido fuera o dentro del cuartel.
Imaginó un golpe de Estado o algo parecido porque las cosas
estaban revueltas desde el punto de vista político tras la muerte de
Franco, así que cualquier cosa del entorno del Ejército o de los
políticos podría ocurrir. No fue hasta pasadas un par de horas
siguiendo él en solitario, que llegaron a la compañía todos los
reclutas como en manada de bestias acarreadas por un par de
cabos que inmediatamente dieron la orden de que cada uno
permaneciera en su litera y hasta nueva orden nadie salía ni
entraba de la compañía, ni siquiera bajar a los baños.
El murmullo no cesaba, nadie sabía qué pasaba o qué había
pasado ni por qué se habían ido con el arma cargada los veteranos
corriendo. Estaba nevando, hacía un frío que pelaba y el
termómetro en el patio de armas marcaba los siete grados bajo
cero. Nadie sabía si se iba a subir a cenar o qué iba a pasar, el
caso es que el cabo furriel, Gonzalo, fue el único que aporta unos
mínimos datos cuando sube a la compañía a decirles que nadie,
absolutamente nadie y bajo ningún concepto, bebiera el agua de
los grifos de los baños ni de todo el cuartel, que se había visto a
alguien lanzar algo sobre el techo de cristal del depósito de aguas
del acuartelamiento, dándole los mandos responsables, la
categoría de atentado, por lo que los militares, cargados con un
mínimo equipo de campaña, se marcharon, todos, los de todos los
cinco batallones, a rodear “EL Costerón”, un cerro que se
145
encontraba a camino entre las últimas edificaciones del C.I.R.,
como eran el cine y las cantinas, y el campo de tiro.
Allí se enteraron posteriormente que el termómetro llegó a
marcar en la madrugada los quince grados bajo cero, y todos los
soldados tirados en el suelo haciendo guardia y apuntando hacia
donde sus oficiales les habían dicho que apuntaran. No comieron
nada esa noche ni se fue a desayunar la mañana siguiente, pero a
él le daba lo mismo porque con la fiebre y la excitación de la
duda del qué pasaba, la verdad es que no se le abrió el apetito
hasta que el asunto estuvo resuelto. Una experiencia más, algo
que contar en el futuro, pero pensamientos y dudas compartidas a
lo largo de aquellas horas con su compañero de litera.
Un hombre, que como primera aportación en el cambio de su
carácter y de sus manías, le hizo cambiar la pipa por el ducados, y
algo más que nunca había hecho, como era fumar al levantarse o
despertarse sin tomar algo antes. Eso, comenzó a hacerse
habitual, y todos los días antes de que por la megafonía de la
compañía sonara la diana, ya estaban los dos de cháchara y con el
ducados en la boca escondiéndose del último imaginaria para que
no les cayera un “puro” si los veía fumando, porque estaba
prohibido terminantemente el hacerlo en la cama.
Durante los tres meses que estuvo haciendo el campamento
viajó a Extremadura en dos ocasiones. Dos fines de semana que
aprovechó para ver a sus amigos, y como no podía ser menos, a
sus amigas que ya vivían todas en el mismo piso. Pero sobre todo
a una. Aquel mismo piso que en su día había sido altar de boda
no celebrada, segundo bautismo de amor, y lujo estático en el día
a día de vivencias con sus moradoras, se convirtió en otra cosa.
Esos fines de semana fueron intensos, y, además, ya cogía el
coche con lo que la posibilidad de salir del pueblo se convertía en
una obligación. Los devaneos con la nueva chica, a la que había
conocido tan sólo veinte días antes de irse a la mili, fueron en
aumento. Se inclinó por ella y pareció empezar a dejar de lado la
146
posibilidad de volver con la causa de sus anteriores males, pero
siempre le quedaba en el tintero el poso de algo inacabado.
Siempre pensaba lo mismo: tengo que preguntarle los motivos y
el por qué me dejó plantado en Torremolinos. Pero no se atrevía,
en este caso porque sus pensamientos se iban ya esquinando hacia
la recién conocida, la que por cierto estuvo en su jura de bandera,
y claro, aquello supuso un paso largo en la relación, uno dado con
las botas de siete leguas de Pulgarcito.
Durante la mili se fue creando en el crisol del entusiasmo: la
pasión, el fervor por aquella mujer y sus frustraciones y sus
miedos por una parte se diluían y por otra empezaban a nacer.
Los sentimientos eran manifestados en largas cartas que escribía
en la biblioteca del acuartelamiento, donde tras cumplir con los
días justos para jurar bandera, se quedó destinado en el C.I.R.
gracias a una de ésas personas que uno tiene la suerte de
encontrase en la vida, un mando superior, un Teniente de
caballería recién ascendido a Capitán por méritos de guerra. Su
primer destino tras salir de la Academia Militar de Zaragoza, fue
el Sahara y allí le cogió de lleno la “Marcha Verde” y de ahí su
ascenso. “Estuvimos en guerra abierta con Marruecos”, le dijo un
día. La cosa es que éste hombre, Cristóbal Martínez, quiso tener
en su oficina a dos extremeños, uno que representara a Cáceres y
otro a Badajoz y por eso le tocó a él. Con el paso de los años
siguieron llamándose por teléfono todas las Navidades, a
excepción de la última.
Crecía el aprecio, empezaban a surgir por aquellas cartas, los
desafíos. Nacían las propuestas, las promesas de futuro, las
anécdotas se mezclaban con los sentimientos. Empezaban a
conocerse como si en la Edad Media estuvieran. En la distancia,
él en las Cruzadas, en Tierra Santa, ella, esperando en su castillo
a que su amado concluyera la campaña. Se daban a conocer todos
los días porque todos los días llamaba el furriel al número 68,
cuando estaba de recluta. Siempre estaba en el corro que se
147
formaba cuando alrededor de aquel cabo alto, leonés, al que le
daban ataques epilépticos, se le veía entrar a la compañía a la voz
de ¡correo!
Él, siempre omnipresente tenía su recompensa. Muy pocos
eran los elegidos que a diario recibían carta. Luego, de veterano,
las cartas las cogía directamente cuando el correo llegaba a la
Plana de la séptima compañía, lugar donde dormía porque fue
donde había decidido quedarse tras jurar bandera y pasar veinte
días de permiso en el pueblo.
Poco a poco la relación cuajaba, como un flan o como un
queso que se tiene que dejar en reposo para que se cure y adopte
la forma y el sabor que se le ha querido dar. ¿Era sincero aquel ir
y venir de ofrecimientos, de ocurrencias, de compromisos, de
acuerdos?, ¿o no? Desde luego que en aquellos momentos, sí, y
sobre todo por parte de ella. Todo estaba naciendo, se iba
haciendo poco a poco un algo que jamás había vivido. Tenía
verdaderos deseos de hacer suya a aquella mujer en todos los
sentidos. Los miedos, los suyos, las inseguridades parecían
licuarse o por mejor decir, volatilizarse. Desaparecían porque ella
le infundía esperanza, tranquilidad, sosiego, respeto. No había un
ápice de contrariedad, de engaño, de enmascaramiento… ¿o sí?
Fuera como fuese, desde luego lo que querían lo estaban
consiguiendo. Pero nunca llegó a preguntarse el por qué, al
margen de todas aquellas positivas sensaciones que percibía y
vivía con más o menos intensidad, porque nunca había sentido lo
mismo que con aquellos dos amores frustrados. Y recordaba más
o menos a menudo lo que pensó cuando le dio el primer beso en
la boca a aquel nuevo objeto de su deseo. Y al pensarlo, hasta
llegaba a reprochárselo, si bien, aquel primer beso, en la escalera
del piso, fue como una invitación a una simple aventura como las
que había mantenido con las otras compañeras de piso de su
segundo gran amor, ¿o no? Por lo que tampoco es que llegara a
148
martirizarse por aquello, pero lo pensaba de igual modo que las
sensaciones que le transmitía.
¿Eso era que iba creciendo o naciendo el amor? El amor nace
y se hace, lo mismo que muere y desaparece. Para él estaba
naciendo, ¿pero de qué manera? ¿Era un amor noble, razonado,
sincero, espontáneo, verdadero?, o por el contrario ¿era un amor
ficticio, mentiroso, forzado, obligado por las circunstancias,
impuesto por la frustración, artificial en sí mismo? ¿Era sólo un
anhelo, un deseo incontrolable, una seguridad sobre uno, un
certificado de aptitudes? ¿Pensaba esto?
El caso es que poco a poco el sumario que culminaría en
sentencia justo seis meses después de licenciarse de la mili, se
estaba escribiendo. Los legajos conformaron un todo que a
posteriori, muy a posteriori, evidenció la mala praxis de quienes
no supieron instruirlo en condiciones. Primero una sentencia
firme, posteriormente, otra sentencia que revocaba la primera, el
Supremo, o sea, la convivencia, había decido derogar aquello que
se inició con todos los parabienes que además dieron como fruto
un maravilloso retoño.
Pero aún en la mili antes de la licencia, especulaba cada vez
más con las posibilidades, con el futuro. Se había ido
convirtiendo en ilusionista y soñador. Era fiel, sincero en sus
exposiciones (ella también claro), pero se había transmutado de
apesadumbrado jovenzuelo despistado y maltratado por el
alcohol, en aliviado proyecto de hombre con aspiraciones de
formar una familia, tan aliviado, hasta el punto de convertirse en
mentiroso, del que miente por amor.
Era tal la sensación que sentía, la exaltación que vivía, que
en uno de los viajes que realizó a Villanueva, ella le regaló el
anillo de compromiso, lo que certificaba el noviazgo. Cuando
llegó al cuartel, después de casi un mes en su tierra, convenció a
todos sus amigos y compañeros de que se había casado. Que
había contraído matrimonio con su adorada princesa. ¿Eran las
149
ganas?, ¿era la certidumbre de la incertidumbre? El caso es que
llevaba el anillo en la mano derecha, en lugar de la izquierda que
denota compromiso de futuro no de presente hacia el futuro. Y se
lo miraba, y se lo veía cada vez que escribía a máquina en la
plana mayor del batallón, en la oficina que compartía con un
subteniente, maravillosa persona, y dos sargentos recién salidos
de la Básica de Suboficiales.
Se extasiaba, se ensimismaba en sus alegóricos proyectos.
Soñaba y soñaba, se metía de lleno en el mundo de lo onírico, en
las profundidades de unas simas de quimeras, espejismos,
fantasías e invenciones, hasta que una voz ronca y enérgica,
castrense, le sacaba de aquella abstracción. Era su capitán desde
el despacho contiguo pidiéndole el medio chusco con sardinillas
que tomaba casi todos los días como desayuno. Una gran persona,
sin lugar a duda alguna. Y con él pasaron los meses hasta el
domingo trece de marzo de 1977 en el que junto a su familia, que
fue a recogerle, dejaron atrás aquel cuartel que tantas buenas
experiencia le había aportado, porque él, salvo en muy contadas
ocasiones, el balance realizado del tiempo del servicio militar, en
aquel C.I.R., número doce, en el II Batallón, ese balance, daba
números en positivos.
A partir del momento en que llegó a Villanueva, sus formas
y normas fueron cambiando. Todo se mostraba diferente porque
todo era distinto, en el fondo y en las maneras hasta de moverse
por aquel patio sembrado de ilusiones, pasiones y anhelos.
Hasta entonces se había considerado como un ser
profundamente inseguro, tímido, vergonzoso y temeroso de casi
todo y con casi todo aquello que algo tuviera que ver con el amor,
o el enamoramiento. No había sabido darle a su vida el verdadero
significado ni se había calificado como debiera, claro, que
tampoco tenía motivos nítidos, para ponerse más nota en este
apartado, porque sólo tenía en cuenta los dos tremendos fracasos
que cosechó en las dos ocasiones que se enamoró profundamente
150
y de verdad de una mujer, así que sus miedos, aquellos de
entonces, ya, parecían haber desaparecido dando paso a un nuevo
ser. Con cara aniñada aún, sí, que daba los primeros pasos por la
alfombra enturbiada de la experiencia con fines, nada más y nada
menos, que orientados a formar una familia.
Estos planteamientos eran los que formaban parte de su día a
día ya. La seguridad en tener una mujer “hasta que la muerte nos
separe”, le había hecho ser absolutamente fiel. En los meses que
estuvo solo, en aquel cuartel, con salidas a diario, con salidas los
fines de semana, y con vacaciones, jamás se le pasó por la cabeza
el mirar a otra mujer o sentir el deseo de otra mujer por muchas y
de mil maneras que fueran las tentaciones a las que durante aquel
tiempo estuvo sometido. Había que tener en cuenta, que salía con
jóvenes y menos jóvenes que ya habían adquirido la costumbre de
visitar, no sólo discotecas donde ligar o intentarlo al menos, no,
inclusive con algunos que tenían por costumbre, al menos una
vez a la semana, pasarse por algún club de alterne que tan a mano
tenían en los chigres, y desfogar aquellos libidinosos ímpetus
juveniles.
Nunca se le pasó por la cabeza hacer una excursión de tipo
sexual o donde entrara o cupiera la posibilidad de serle infiel a su
amada. Ni un flirteo, ni unas miradas cómplices en una cafetería,
una pose que denotara galanteo. Jamás en todo el tiempo que allí
estuvo y ni siquiera dándose la circunstancia de haber ingerido un
poco de alcohol más de la cuenta, le condujo a lo que hubiera
sido romper todo el encanto que estaba viviendo. Para él aquello
sencillamente no existía. No veía la necesidad de satisfacer sus
impulsos de manera tan prosaica, así que se limitaba a acompañar
al amigo de turno, tomarse unas copas y volver cuando el cuerpo
les pidiese volver, sólo el cuerpo, porque el alma estaba
hipotecada a un deseo.
En cuanto a satisfacerse sexualmente, en muy pocas
ocasiones cogía una revista de mujeres desnudas que le excitaran
151
y así se aliviaran de alguna manera sus apetencias o exigencias
hormonales. Y lo hacía como lo había venido haciendo durante
toda la vida desde que a los catorce años descubrió el placer con
la masturbación.
Fiel a la verdad había sido hasta entonces.
Desleal a la verdad me convertí y me exhibí
en sus peores formas. La enfermedad ya me había
dominado.
152
II PARTE
"Ficta cito in naturam suam recidunt". (Todo disfrazado
vuelve a su naturaleza). Séneca.
CAPÍTULO XIII
Había conocido a Miguel Ignacio justo cinco días después de
licenciarse de la mili. Me lo presentó un amigo común que
también aquel mismo domingo anterior había colgado las ropas
militares. Yo estaba de fin de semana en el pueblo porque ya
andaba con mis últimas asignaturas de psiquiatría en Madrid. Me
lo presentó Murillo en una de las discotecas. Desde que se fueron
a la mili, no se habían visto el uno al otro, y de eso hacía quince
meses, porque sus destinos fueron meridianamente opuestos, uno
en León y el otro en Melilla.
Llegó aquel viernes a la discoteca con su prometida, pero al
encontrarse aquellos dos recién liberados militares, tras los
abrazos, los saludos y el jolgorio, la mujer optó por dejarlos solos
y se marchó a casa. Tomamos una copa allí y uno de los dos
decidió cambiar de sitio y nos fuimos a un pueblecito cercano, a
unos doce kilómetros donde tras beber algunas copas más de la
cuenta, se produjo una pelea entre Murillo y cuatro o cinco de los
muchachos del pueblo. El saldo fue que Miguel Ignacio y yo
regresamos a casa dejando a aquel manojo de nervios en el
153
cuartelillo, de donde le tendríamos que recoger cuando se le
hubiera pasado la curda que tenía, según nos dijo el cabo de la
Guardia Civil, y que sería al día siguiente.
Hicimos el camino de vuelta comentando lo sucedido,
porque los dos sabíamos de la violencia con la que respondía
nuestro amigo tras tomarse unas copas. Nada le importaba. Su
desinhibición por la ingesta de alcohol era tal que se transformaba
en otra persona totalmente distinta. Hablamos sobre esos
pormenores dignos de estudio en el corto trayecto y quedamos
para el sábado a primera hora de la mañana. Nos juntamos en el
bar Centro, tomamos un café y nos fuimos a por Murillo. Durante
el recorrido empezamos a conocernos un poco más porque la
noche anterior entre unas cosas y otras, de nada pudimos hablar
como no fuera el mono tema de lo que era nuestro amigo, sus
belfos rotos y algún que otro cardenal en el cuerpo además de un
ojo amoratado. Llegamos al cuartel, hablamos con el Comandante
de puesto y nos lo entregó con una cara que desde luego parecía
más una aparición que aquel fornido luchador de hacía unas
horas.
Aquella corta charla sirvió para que una vez, estando ya los
tres en el pueblo, dejáramos a Murillo en su casa y nosotros dos
nos quedáramos en la cafetería del parque esperando a su futura
esposa según me había dicho, que lo sería muy pronto, y que
llegaría alrededor de mediodía. Ahí empecé a conocer al Miguel
Ignacio que me habló durante los siguientes días y meses, de todo
lo que había sido su peripecia vital hasta conocer a aquella mujer,
que según me contó, había sido el bálsamo de fierabrás que
repuso su alma y su corazón tras un ajetreado paso de la
adolescencia a la juventud. Nacía así, una amistad que duraría
toda la vida. Amistad por un lado, y fuente de estudio por otro,
debido a sus posteriores comportamientos.
Llegó ella cuando nos habíamos tomado la tercera caña de
cerveza. Me la presentó y vi en ella una mujer jovial en sus
154
formas pero huidiza en su mirada. Podía verse una actitud
escurridiza y casi esquiva dependiendo de los temas que se
trataran. Los personales no iban con ella. Hablamos del incidente
que nos había sucedido por la noche, y lo vio como algo normal
porque también conocía al personaje, así que no le extrañó
mucho. Al cabo de un rato decidimos almorzar algo porque era la
hora de comer. Tomamos unas raciones y justo después de
terminar, se presentó una amiga. Era una nueva compañera de
piso venida de la parte central de la Siberia Extremeña. Se
hicieron las pertinentes presentaciones y juntos los cuatros fuimos
a tomar café. Pasó aquel fin de semana, regresé a Madrid y no vi
a Miguel Ignacio hasta el siguiente. Había habido empatía.
Sencillamente me pareció un buen chaval y de la misma manera
me consideró a mí, así que quedamos en que cuando fuera por
Villanueva nos llamáramos y nos viéramos.
La amistad conforma muchas realidades.
Hace que te exprimas en el corazón de alguien.
Gracias a ella, se sufre, pero también te alegras
de no estar solo cuando les necesitas.
Así sucedió. Llegaba el viernes y lo primero que hacía era
llamarle o pasarme por el taller de mármoles donde trabajaba en
la oficina para quedar más tarde, o desde allí, ya disponernos a
afrontar el fin de semana, así durante todas las veces que fui al
pueblo, porque Madrid me asfixiaba después de tantos años de
estudios y sin sabores. Abril, se fue, y el conocimiento entre
ambos y la complicidad iba en aumento. Y mayo con sus flores,
nos dio días de campo, de calderetas, de reuniones con amigos, de
salidas a discotecas. Y con el paso del mes de junio conseguí por
fin mi licenciatura en psiquiatría. Había conseguido el fin que
hacía años me propuse y con ello, adquirir la libertad absoluta.
155
De la que me hablaba Miguel Ignacio, de aquella liberación que
significaba crear un hogar. No era mi caso porque ni siquiera
tenía novia y no estaba por la labor de echármela. La cosa
académica había absorbido casi por completo mi actividad como
persona.
Yo le llevaba unos años, como casi todos los amigos de su
pandilla a excepción de dos que eran algo más pequeños que él,
sólo, unos tres meses. Y de ahí que me viera de igual a igual.
Tampoco había motivos para que no fuera así, él tenía veintidós
años y yo veintiséis cumplidos y con unas enormes ganas de
empezar a ejercer. Todo lo que tenía alrededor lo veía como un
paciente en potencia, y miraba. Y analizaba sus comportamientos
sin darme cuenta. Hacía anotaciones en mi mente. Me quedaba
con gestos, con frases, con maneras de andar. Veía que algunas
veces me podía la deformación profesional, y llegada a ese último
extremo que es la preocupación por comenzar a trabajar cuanto
antes.
Ya tenía visto el sitio para montar un gabinete. Conocía a los
dueños, las condiciones y el alquiler. Como quien dice sólo me
faltaban los muebles del despacho: mesa, sillón y diván, para
estar ejerciendo en aquel pueblo de poco más de veinte mil
habitantes una profesión que no se puede decir que fuera de las
mejor vistas por el común de los mortales. Me daba lo mismo.
Elegí la psicología y la psiquiatría por todo lo que ello conlleva.
Siempre me atrajeron las conductas del ser humano, desde el
punto de vista sicológico, y los por qué de esos comportamientos,
tanto los que se debían a verdaderas patologías psiquiátricas,
como los que se referían solamente a trastornos más o menos
acentuados del comportamiento de las personas y a qué
obedecían esos comportamientos.
Así que de inmediato me puse manos a la obra, y con la
ayuda de mis padres y de un director de banco conocido y amigo,
inicié mi carrera profesional. Puse la placa en la puerta con mi
156
nombre y las especialidades que ejercía: Psiquiatría y psicología.
A partir de ese momento la cuestión era esperar a que a través de
familiares, amigos y conocidos, el boca a boca fuera haciendo la
suficiente publicidad como para que el dinero invertido por mis
padres en los estudios realizados, se convirtieran en el rédito
justo, ni más ni menos, porque tampoco me había llamado nunca
la atención hacerme rico con el ejercicio de mi profesión. El
materialismo capitalista, podríamos llamar, no era lo mío. El
quijotismo filantrópico, tampoco, así que un equilibrio entre
ambos postulados, seguro que me darían para vivir honesta,
honrosa y confortablemente.
En la consulta, mientras esperaba mi primer cliente, me
seguía dedicando al estudio. La formación en esta profesión no
acaba nunca. La escritura también ocupaba una buena parte del
día a día hasta que llegaba el fin de semana que era cuando
intentaba distraer la mente. Nos metimos en agosto, y como buen
aficionado a la caza, y tras todos esos años en los que el estudio
me restaba tiempo para poder practicarla lo que me hubiera
gustado, la media veda, se mostraba atractiva para hacer uso de la
escopeta paralela, la heredada de mi abuelo. Era de esas de
perrillos. Antigua, que no vieja. Una obra de arte, desde luego,
pero había que modernizarse al margen del cariño que le tuviera.
Miguel Ignacio era otro gran aficionado a la caza, así que
aproximándose el primer día de tórtolas, el jueves quedamos para
vernos y tomar una copa por la noche. Daba la casualidad que ese
año, la media veda se abría un día antes debido a que el catorce
caía en domingo, con lo cual, habría que prepararlo todo para
salir la madrugada del sábado a los puestos que ya previamente
teníamos ojeados. Ese jueves nos vimos sobre las diez y media de
la noche, porque su futura esposa estaba de noche y fue a
acompañarla al hospital. Tomamos un par de copas y durante la
conversación se mostró enormemente ilusionado con lo que iba a
ser su nuevo estado dentro de menos de un mes. Se casaban en
157
septiembre, llevaba menos de cuatro meses junto con ella y
quedaba menos de un mes para tan magno acontecimiento.
Quedamos para el sábado y nos fuimos.
Salimos de madrugada, cuando aún su futura esposa estaba
trabajando porque hacía noches alternas en el hospital. Llegamos
a los puestos y allí cada uno por su cuenta hizo lo que pudo.
Matamos entre los dos un par de docenas de tórtolas y
regresamos a casa antes del medio día. En el reparto de la caza en
el bar de Guille, echando unas cañas con el calor que hacía, el
único tema era la ilusión con la que estaba viviendo los
preparativos de la boda. Le quedaban dos fines de semana más
para salir conmigo de caza soltero, y después ya sería un hombre
casado. Me apasionaba ver cómo todo giraba en torno a aquel
evento. Era la pérdida –sin yo saberlo- de su virginidad en casi
todo, y muy pocas o ninguna referencias hacía a su reciente
pasado amoroso que tanto le había hecho sufrir.
Aquella conducta, observada desde el punto de vista de
amigo, era realmente satisfactoria, pero analizada desde la
perspectiva profesional, me daba un cierto tufo a algo que en
realidad no conseguía, ni quería tampoco, considerar. Pero algo
percibía. En fin, que dejaba correr el tiempo sobre esos
pensamientos que tampoco es que me preocuparan. Seguramente
se debiera a la escasez de clientela más que a algo real y
verdaderamente relevante. No sé. Serían mis ansias por estudiar y
diagnosticar a un enfermo. O la intención de encarrilar a alguien
que se había salido de su camino. El asunto era que había que
dejar correr el tiempo. Y corrió. Y en septiembre, como todo
estaba preparado, y a pesar de habernos conocido hacía tan poco
tiempo, fui uno de los que tuvimos el gusto de disfrutar de una
boda campestre. Algo verdaderamente novedoso, que se salía de
los cánones convencionales de la época.
Ellos se fueron de viaje de novios, y a mí, me empezó a
llegar gente al gabinete. Contento él, contento yo. Por motivos y
158
fines diferentes, pero ambos contentos. Regresó de la luna de
miel justo antes de comenzar de nuevo la temporada de caza, pero
esta vez, era la veda general, la que comenzaba el doce de
octubre, miércoles, día de la Hispanidad y festivo. Así que
quedamos nada más tomar tierra en su nuevo piso. En aquel nido
de amor que les servía de lanzadera hasta poder llegar a otro
alquilado en el que ya sí meterían todos los muebles que habían
encargado que les hicieran. Tal fueron las prisas sobre el
casamiento, que no les dio tiempo de poder tenerlos todos para la
fecha del casorio como habían previsto en principio.
Se sucedían con frecuencia los encuentros entre Miguel
Ignacio y yo. Ya no sólo por la común afición a la caza, sino más
bien, por el lazo que había ido surgiendo en el conocimiento
mutuo. Por su parte, por el hecho de compartir todo lo que le
sucedía conmigo, y por la mía, las tremendas ganas que tenía de
poner en práctica lo aprendido en la facultad. Existía una
verdadera interacción biológica entre ambos a modo de
mutualistas, o si se quiere, de parásito y huésped. El caso es que
en poco más de seis meses parecíamos dos amigos hermanados
desde la infancia. Y claro al no serlo, él me descubría poco a
poco todo lo que había sido su vida desde que naciera hasta llegar
a aquellos veintidós años que le llevaron a cambiar de estado
civil.
De las primeras cosas que descubrí por lo obvio y por lo que
me contaba, fue su tremendo amor a la libertad, pero desde el
punto de vista unipersonal, se podría decir. Todo, devenido, de
aquellos años de la infancia que de manera libérrima había vivido
en plena Naturaleza y sin contratiempos importantes apoyado,
además, por unos seres a los que amaba y de los que parecía el
juguetito de todos. Ese sentimiento y amor a la libertad, de algún
modo le hizo tomar aquella decisión de querer casarse con tan
temprana edad. Deseaba salir de la casa de sus padres y ser él
quien organizara otra casa, con otra persona. Y tener hijos, y
159
criarlos, y disfrutarlos de la misma forma que él había disfrutado
su infancia.
Me sorprendía esa actitud tan pueril. Llamaba la atención, ya
no sólo su aspecto aniñado como para echarse a las espaldas
aquella responsabilidad de criar hijos, no solamente eso, sino
también el ensueño como lo contaba y vivía. Todo lo que
comentábamos, cuando estábamos juntos el tiempo que se lo
permitía el trabajo de su novia –antes de casarse-, todo lo que
hablábamos, se centraba en lo mismo. Y yo iba tomando notas
mentales. Repasaba una y otra vez las anécdotas de su niñez,
llegaba a la etapa del instituto y su adolescencia, pero se paraba al
llegar a la mayoría de edad. Ahí siempre daba un salto
cuantitativo, y pasaba de los dieciocho a los veintidós ya
licenciado y con pareja comprometida para esposa.
No le preguntaba el por qué, pero me llamaba la atención.
Parecía como si no quisiera contar lo que había supuesto para él
la mayoría de edad. Precisamente, con lo que significaba, por
aquellos entonces, en los que te pedían el carné de identidad,
hasta para entrar en cines o discotecas. Nada. Ninguna referencia
a esos años en los que empezó a beber dyc con hielo y agua y a
enredar con las primeras escaramuzas –intentos sólo-, sexuales de
ligoteo por las discotecas de la zona. No había hecho nada.
Vamos, no me contaba nada de lo poco o lo mucho que hubiera
hecho. Por supuesto, nada en absoluto sobre decirme algo al
respecto de que era virgen, ¡faltaría más! Pero en fin, yo daba por
bueno todo aquello porque me divertía y entretenía estar con él,
y, desde luego, no quería forzar ninguna situación por más que mi
curiosidad profesional me inclinara a ello.
Tras llegar del viaje de novios, la cosa cambió. La cara
parecía como si le resplandeciera más. Estaba más delgado y se le
veían con frecuencia unas ojeras como las que delataban a los
play-boys de Marbella después de horas de juerga y sin dormir.
Hasta en un par de ocasiones, ya metidos de lleno en la
160
temporada de caza, derogó salir conmigo de caza. Curiosamente,
coincidieron estas anulaciones, con fines de semana en los que a
su ya esposa, le tocaba descansar. Si le veía el lunes por la
mañana, estaba como un espíritu de las películas de miedo.
Ojeroso y asqueroso:
- Pero chaval qué te ha pasado que tienes esa cara. Le preguntaba.
- El fin de semana me sentó fatal, contestaba. Como la letrilla de
la canción que por entonces se hacía famosa.
- Es que no veas la paliza, todo el fin de semana, dale que te
pego.
- ¿Pero qué me cuentas?, ¿sí? Desde luego ha tenido que ser
como me dices, o has estado en tres velatorios seguidos, porque
hay que ver lo que te pareces a Drácula, joé.
- Déjate de coñas que llevo un temblor en las piernas que no veas.
No siento los muslos. ¡Y qué quieres que te diga de lo otro! (sal
tonta, que no es nada más que para mear, le digo, y nada, que no
me la encuentro). Se reían.
- Bueno, eso se arregla comiendo un poco y poniéndole a tu
mujer un cinturón de castidad y tirando la llave al río.
- Tú sigue con el cachondeíto que verás. Si es que estoy hecho un
brazo mar. Qué barbaridad, que mes llevo. Seguro que ya está
embarazada.
Así siguieron las cosas hasta que pasados dos meses de aquel
ritmo de vida, un día viene como loco de contento a decirme que
el resultado de las pruebas de maternidad que se había hecho su
mujer, daban un positivo, positivo, que nada de dudas, que iba a
ser padre. Estaba eufórico, como loco. Claro, pensé yo. Después
de los dos meses que llevas, no es nada de extrañar porque como
además no ponían ningún medio o remedio que pudiera
impedirlo, en dos personas jóvenes y sanas como ellas, lo más
lógico era aquello, así que terminó la temporada de caza con un
embarazo que ya era ostensible en el aspecto físico de ella, de
161
cinco meses de gestación. Nos seguíamos viendo con asiduidad,
pero ya a mediados de febrero, estuvimos sin vernos más de
quince días, lo que me pareció raro. Así, que ante esta situación,
un día, fui yo quien lo llamé y quedamos por la noche en la
misma discoteca donde le conocí.
Llegué yo primero, pero él siempre puntual, llegó a su hora.
La cara y el saludo no fueron como lo habían sido la inmensa
mayoría de las veces: alegre y complacido, chistoso y divertido.
Le vi algo apagadillo. Pero no era esa cara de abatimiento que
produce el haber estado todo un fin de semana dedicado a las
artes amatorias y al sexo, no. Era una cara de decepción, de un
pesimismo transmutado. De melancolía y desilusión. Era el rostro
de alguien que ha perdido algo que quería mucho. Pidió su dyc
con hielo y agua. No sabía si preguntarle o dejar que fuera él
quien me contara los porqués de ésa desalentadora cara, así, que
por un momento, seguí la conversación que hasta que llegó él, yo
mantenía con el camarero, a ver cuál era su respuesta al no
hacerle caso.
Mutismo total y sorbos largos del güisqui. Antes de concluir
mi comentario con Andrés –el camarero-, ya le estaba pidiendo
un segundo segoviano. Me pareció aún más extraña esa actitud de
silencio y avidez bebedora, así que no tuve más remedio que
entrar de lleno en el asunto y le pregunté:
- A ver, me puedes decir qué es lo que te pasa. Noto una actitud
un tanto extraña en tu comportamiento. ¿Qué te ha pasado?
¿Problemas en el trabajo?
- No, dijo. Así, lacónico y explícito.
- ¿No quieres hablar? ¿No me quieres contar lo que te sucede?
Se abrió un espacio de silencio que a mí me lo estaba
diciendo ya todo. Era evidente que algo gordo le había sucedido,
pero, ¿por qué no me lo contaba o no quería contármelo si acudió
a la cita? El silencio se agrandaba en el tiempo a la vez que de la
162
barra, fuimos a sentarnos a unos de los taburetes que rodeaban
una de las mesas más alejadas del camarero. Llegaba más gente a
la discoteca pero sin llenarse. El ruido de las conversaciones se
mezclaba con la música. Se levantó y pidió una tercera copa
mientras yo seguía con mi primera. Se sentó de nuevo. El rostro
reflejaba una tremenda contrariedad. Y el alcohol empezó a hacer
su efecto. Yo no quería violentar su silencio, así que sólo miraba,
y de vez en cuando daba un sorbo de mi copa. Sin embargo, él
bebía con fruición y ambición casi desmedida a la vez. No sabía
de verdad por dónde empezar o cómo llamar su atención para que
me hablara, así que recurrí al más simple –creía yo- de los temas
que dos amigos pueden tratar.
- ¿Qué, cómo está María José?, ¿cómo sigue su embarazo? Hace
tiempo que no la veo y desde luego que gorda estaba de narices
para ser cinco meses ¿eh?
Desde luego que no acerté en el comentario. O sí, por lo que
supuso al final, pero de momento, me miró con un gesto que
nunca había visto en él. Era mezcla de odio y frustración
contenida. Resentimiento y dudas. Pero aún así, siguió callado.
No hacía falta mucho entender para darse cuenta al instante de
que la base de aquella actitud tan negativa se centraba por entero
en la mujer que hasta entonces –al menos-, había sido el eje de su
universo, de su existencia, de sus ilusiones, de sus malas, por
buenas, noches. La causante de tanta felicidad y de tanto placer
desde la pasión exhibida en el sexo, tanto sexo, con amor. Era
evidente que los motivos de su malestar se asentaban en su
adorada esposa. ¿Pero qué habría pasado para que adoptara aquel
talante huidizo y escurridizo de su mudez? De aquella persistente
indolencia de comentarios, de plática que contentara su aflicción.
Seguía la música, las voces continuaban mezclándose sin
escándalo con la música. Algún que otro saludo a persona
conocida, y de nuevo a la barra. Cuarto vaso cargado del uisce
beata con hielo y agua. Y una queja, un lamento al sentarse. Un
163
taco pronunciado en alto que evidenciaba ya la inhibición
producida por lo que se había tomado en tan poco tiempo. Yo
seguía expectante. Estaba a verlas venir tras la manera de
reaccionar a mi pregunta. Sabía que tarde o temprano empezaría a
hablar. No sabía de qué, pero estaba seguro de que lo haría no
tardando mucho. Y así fue.
- Con que cómo sigue el embarazo ¿eh? Pues jodido tío. Pero no
porque esté mal el niño, no. Resulta que llevo dos semanas, que
ni la toco. Que me dice que no me acerque a ella siquiera porque
le huelo mal, que le doy asco ¡vamos!
Me reí:
- ¿Pero qué me dices? Que no te puedes acercar a ella porque le
hueles mal. Coño pues dúchate, a ver si vas a ser como tu primo,
el que lo hace dos veces al año.
- ¡Déjate de cachondeo joder! Que la cosa es muy seria. Por un
lado porque ni una rosca. Dos semanas sin catarlo. Y por otro esa
actitud de rechazo me provoca ansiedad, hasta celos ¡joder! Con
lo bien que hemos estado estos cinco meses y ahora, ¡zas! De
golpe y porrazo, que le huelo mal. Ha hecho hasta que cambie de
colonia a ver si acaso, pero qué va, ni con esas.
- Viéndolo en serio ya y desde un punto de vista clínico, no es
que sea probable, es que se dan casos de estos con una relativa
frecuencia. Es así, lo mismo que sucede con el tema de los
antojos. Algo parecido, pero que con el tiempo se pasa.
- Pues como no se pase rápido me van a salir callos en las
manos.
Solté una carcajada y pregunté: No será para tanto ¿no?
- ¿Qué no? Ya te digo. Quince días de abstinencia absoluta, y
repito, que no es sólo eso, es que me tiene manía, que te lo digo
yo. Ni ir al cine, ni salir a comer por ahí, ni nada de nada, duermo
en otra habitación y hasta comemos separados. ¿Y si tiene a
alguien?
164
- ¡Anda coño, no jodas! Déjate de gilipolleces. Te digo que es
algo que ocurre y tiene sus motivaciones y explicaciones
científicas, así que deja de pensar tonterías y trata de
sobrellevarlo, te quedan cuatro meses. Una vez que haya dado a
luz se acabó el asunto. Este fin de semana le dices que nos vamos
de despedida de solteros que se nos casa Julio, verás como hasta
te lo agradece. Y soltó una sonora carcajada.
- Bueno, si tú lo dices. Fíjate las horas que son, estoy aquí, ella
en casa porque hoy no le tocaba trabajar, le he dicho que venía a
verte y hasta lo ha festejado, y ahora cuando llegue incluso me
pondrá mala cara por llegar tan pronto.
- Vale, insisto, no te preocupes, que ya iremos hablando del
caso.
Se fue más o menos convencido, pero seguía desencantado.
Un poco alegrillo, eso sí, producto de las cuatro copas, pero
perfectamente consciente. Era un lunes y habíamos quedado para
el sábado, pero seguro que nos veríamos antes, como así fue. Me
llamó justo al día siguiente. Era él quien ahora tenía ganas de
contarme más en profundidad el tema, así que nos citamos en mi
casa al terminar la consulta y allí hablaríamos de todo aquello que
le aquejaba y hacía de nudo gordiano en algo que hasta entonces
había sido una placentera y alegre convivencia, en la que los
lazos entre ambas familias, la de ella y la de él, se habían ido
uniendo de una importante manera.
165
CAPÍTULO XIV
Cuando terminé un poco más tarde de lo habitual aún no
había llegado. Me extrañó, y mientras esperaba que sonara el
timbre de la puerta y tras ella se encontrara mi amigo ávido de
conversar conmigo aquella preocupación que le tenía en un sin
vivir, me puse a leer. Tomé un libro al azar, en concreto en el que
el psiquiatra suizo Anton Delbrück acuñaba el término, ya caído
en desuso, de pseudología fantástica –la acción de mentir
mediante el engaño y la trapisonda-, donde describía aquellas
alteraciones del comportamiento, como: “un síndrome clínico
caracterizado por la fabricación fantaseada, usualmente
elaborada, consistiendo de una superestructura de algunas
realidades erigidas sobre una fundación de distorsiones
engañosas. Esta condición se detecta, principalmente en el grupo
diagnóstico del psicopático y en otras categorías con tendencias a
la impulsividad. Parece ser que se origina en un esfuerzo de
producir un incremento del ego. La fantasía en sí, se cree sólo
temporalmente y muy pronto se abandona cuando el paciente se
confronta con evidencia contraria. La Pseudología Fantástica
debe de ser diferenciada de la confabulación”.
Me llamó la atención el tema que leía y que habíamos visto,
por supuesto, en la facultad, pero me sumergí en él sin darme
cuenta de que el tiempo pasaba y el timbre seguía sin sonar. A las
once y media de la noche, salí de mi embeleso pedagógico al oír
las señales sonoras del carillón que tenía en el despacho. Volví en
166
mí y recuperé el asunto de la cita con Miguel Ignacio. Me
extrañó. Ni se había presentado, ni había llamado por teléfono
para disculparse por la ausencia. No le di mayor importancia
tampoco, salí del despacho y me encaminé hacia casa. Poco más
de cinco minutos andando y entraba ya dispuesto a cenar algo e
irme a la cama. Dejé de pensar en la cita y sencillamente realicé
yo mismo la justificación del porqué de aquella no
comparecencia, así que tomé algo liviano, vi un rato la tele y me
acosté.
Al día siguiente, como cada jornada me dirigí a la rutina
diaria que mi profesión iba tomando. Las mañanas preparando
historias, leyendo informes y atendiendo el teléfono para
cualquier eventual consulta o para dar una cita para esa tarde o
alguna otra de la semana, cuando mejor le viniera al afectado en
cuestión por alguna de las muchas patologías que pueden
aquejarnos. Mirando papeles estaba cuando sonó el teléfono.
Había pasado ya casi toda la mañana y sólo por la tarde tenía una
cita previamente concertada con alguien que ya se había
convertido en visita habitual. Tomé el teléfono. Era Miguel
Ignacio.
- Perdona hombre, que ayer me lié con mi jefe ¡y no sabes de
qué manera! Su voz la noté ya de entrada, rara, pero no por la
disculpa en sí, sino, rara, como excitada. Lo que de inmediato me
llevó al consabido:
- ¿Sí? A ver cuenta. Pero caí de pronto que era ya más bien tarde
y la conversación se podría dilatar si era mucho lo que tenía por
contar así que decidí a bote pronto:
- No, mejor te pasas a última hora por aquí, si puedes, y lo
comentamos en persona.
- Vale, me dijo. Quedamos para por la tarde y colgó.
167
Terminé de hacer lo que estaba haciendo y salí. Tomé una
cerveza y de nuevo me encaminé a casa a comer. Eché una
pequeña siestecilla y me fui de nuevo al despacho. Llegó la hora
en la que tenía a una paciente. Mujer de mediana edad, casada,
con tres hijos y muy guapa, que animada por una prima mía que
era muy buena amiga suya desde la infancia, decidió venir a
contarme esa enfermedad que padecen dos mujeres por cada
hombre: la depresión.
Llevaba tratándola casi desde la primera semana cuando abrí
la consulta y la verdad que la mujer estaba muy afectada cuando
llegó; mejoró con el tratamiento farmacológico, recayó y ahora
necesitaba más un tratamiento sicológico. Requería más el venir a
la consulta y hablar conmigo. Era una belleza. Madura y tan
atractiva que para mis años, la veía, además de con el debido
respeto y el código de conducta que marca la deontología de esta
profesión como paciente, como una mujer frustrada, pero me
gustaba. La miraba ya como a alguien verdaderamente familiar,
pero me interesaba como mujer. Era dulce, cariñosa, educada,
instruida y de una afectividad que hacía a veces plantearme cómo
nuestro cerebro se cortocircuita de tal manera, que a alguien, que
vive en la tranquilidad de una familia acomodada, sin problemas
de tipo económico ni de ninguna otra índole, se podría decir, con
una familia ejemplar y reconocida en la sociedad pueblerina de
aquella ciudad, cómo o qué habría pasado que había llegado a
enfermar de melancolía.
Estuvimos hablando casi dos horas. Muy lenta caminaba
hacia la recuperación, pero se notaban signos evidentes de
mejoría. Cuando tan sólo faltaban cinco minutos para terminar la
sesión sonó el timbre. Era mi amigo que esperó en el hall el
tiempo que tardé en despedir a la mujer.
Él la conocía de vista, de allí del pueblo, y por la diferencia
de edad, pensaba lo mismo que yo. Bueno, en realidad, hasta
entonces no es que hubiera pensado nada, porque la verdad que
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nunca había hecho referencias ni a ésa ni a ninguna otra mujer
que no fuera la suya. Él estaba sentado en el sillón del
antedespacho, y al salir con ella para despedirla, se levantó,
saludó, y esperó a que cerrara la puerta. Una vez los dos solos,
más nervioso y excitado que marinero en su primera gran
travesía, me soltó:
- ¡Joder!, la que lie anoche.
- ¿Y eso, qué te pasó? Pero primero tranquilízate hombre, que te
veo un poco pasadillo de rosca.
- ¿Que qué me pasó? Que salí con Jose, mi jefe. Me llevó a
tomar una copa porque me iba a proponer un asunto de trabajo ya
que quiere abrir otro taller. Lo quiere montar lejos de aquí pero
no ha decidido aún dónde, y, para que me vaya yo a llevarlo.
- Hombre eso está bien siempre y cuando tú así lo decidas. Tú
sabrás si te viene bien o mal. Tendrás que contar con todo lo que
te rodea ahora mismo. Las circunstancias en las que estás, como
recién casado que eres y que vas a tener un hijo dentro de poco
más de tres meses. Si las condiciones son buenas, pues a ver. Tú
sabrás.
- No, si eso casi que como quien dice es lo de menos, podría ir y
venir en el día, dependiendo claro, de la distancia si no es mucha.
- ¿Y dices que es casi lo de menos?, ¿por qué?
- Porque es que después de dos copas cogimos el Dodge y
hablando y hablando, veinte kilómetros más adelante nos
metimos en la discoteca Taurus. Creí que íbamos allí a echar otra
copa porque Jose es amigo del dueño y va con cierta frecuencia.
Pero no. Al llegar a la barra se le acercó una chavala, que por
cierto, estaba imponente. Le saludó con mucha efusividad y me la
presentó. Al cabo de cinco minutos la muchacha se va por donde
había venido y Jose me dice que le espere allí echando una copa
que en menos de una hora regresaba. Yo le dije que había
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quedado contigo, pero cuando iba a contestarme, aparece de
nuevo la chica, pero esta vez acompañada de una amiga.
- ¿Y qué pasó?
- Que me la presentaron, cogió un taburete, se sentó a mi lado y
dijo al camarero: Mariano ponme un cubata.
- Bien ¿y?
- Pues que me quedé más cortado que un cura en una orgía. Jose
se fue antes de terminar la frase del cubata mi acompañante y allí
me quedé, solo, cual flor del chícharo, en el tranvía de Gijón, a
las nueve menos cuarto, solito con aquella morenaza.
- Bueno, ¿y eso qué tiene de malo?
- ¿Que qué tiene de malo? Que me tomé el güisqui de un sorbo y
me pedí otro. Y, resumiéndote. A los diez minutos, estaba en uno
de los reservados de la discoteca, pegándome un palizón con la
tía, de miedo. Hasta que llegó de nuevo mi jefe. Que no contento
con el homenaje que se habían dado, dijo de irnos a tomar algo
fuera de allí.
- ¿Y?...
- Pues que acabamos en la ermita. Jose dentro del coche y yo en
un poyete cepillándome a la recién conocida.
- ¡Anda coño! Pero ¿cómo hiciste eso?
- No sé tío. Digo yo que serían las ganas por un lado y el alcohol
por otro, el caso es que luego, cuando llegué a casa me quería
morir.
Miguel Ignacio estaba realmente nervioso y se evidenciaba
en él un enorme sentimiento de culpabilidad. Lo único que le
faltó fue ponerse a llorar allí mismo. Viendo la situación le dije si
quería que saliéramos a dar una vuelta y me contara con
detenimiento el asunto si le apetecía explayarse y sincerarse
conmigo, al menos era toda la impresión que daba. Así fue.
Salimos y nos encaminamos a una cafetería cercana. Pedimos
unas cañas, que en la tercera ronda se convirtió en güisqui en
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lugar de seguir con la cerveza. A estas alturas, no me era
desconocida la afición a las copas de mi amigo, pero tampoco era
como para darle mayor importancia, al menos de momento.
Una vez sentados comenzó a mostrar de lleno ése
sentimiento. Había arrepentimiento y yo le recordé la
conversación que mantuvimos, respecto “de la sequía de sexo”
que venía padeciendo, tratando de justificar de alguna manera,
aquel comportamiento tenido la noche anterior. No es que fuera,
porque no lo era, un católico practicante, no. No iban por esos
derroteros de la religión su arrepentimiento y su miedo. O por
mejor decir, el sentimiento de culpabilidad que le atenazaba y
martirizaba. Iban por el hecho en sí de lo realizado. Del engaño,
de la infidelidad. Juró y perjuró que no volvería a hacerlo, y
diciendo esto parecía que se iba calmando. Yo por otro lado,
trataba de quitarle hierro al tema porque tampoco es que fuera
algo como para hacerlo un mundo, así que tras notar ya que había
asumido mi conversación, me callé como cuando se confiesa uno
en un confesionario y el cura dice aquello de: “ego te absolvo
pecatis tui, in nómine Patri, et Flii et Espiritu Sancti”. Entonces,
cuando pensé que con lo dicho era suficiente, cerré la
conversación dándome cuenta que había hecho más de sacerdote
que de amigo, con una salvedad, no hubo penitencia por mi parte
para con aquel pecador. Sencillamente quedamos para otro día y
se acabó. Nos marchamos cada uno para su casa, y hasta el
siguiente encuentro.
Aunque quise dar la impresión de que lo sucedido no era de
gran relevancia, yendo hacia casa, ya solo, empecé a analizar lo
que le había dicho y lo que de manera intencionada había dejado
de decirle. También me daba cuenta en mi análisis, de extremos
como la edad y su bagaje amoroso y sentimental. Lo que ya me
había contado, todo, al respecto de sus dos grandes frustraciones.
Justo antes de meter la llave en la cerradura, se me pasó por la
cabeza la idea de si sería verdad lo que me había contado. Puse en
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cuarentena por un instante la veracidad de los hechos, si bien, tal
y como me fue relatado, desde luego que no quedada margen a la
duda. O era absolutamente verídico o tenía delante de mí un
verdadero actor y prolífico inventor y contador de cuentos. Entré,
y decidido, me fui a la cama sin querer seguir pensando en
aquello que había sucedido unos minutos antes.
Pasaron dos días sin tener noticias suyas, cuando la tarde del
jueves, sonó el teléfono. Era él de nuevo que requería de mí para
charlar un rato. En esta ocasión no le noté nada a través del
teléfono. Quedamos para dentro de una hora y media que sería
más o menos el tiempo que tardaría en salir de la consulta.
Cuando despaché la jornada, me dirigí hacia la cafetería donde
solíamos vernos y allí estaba ya güisqui en mano. Era el primero
que tomaba y por la hora me dijo si yo también quería una copa.
Pedí una cerveza y nos pusimos de inmediato con el tema de su
trabajo y la insistencia de su jefe en que se fuera a llevar él el
nuevo taller.
La distancia ya era una primera dificultad, de cara a lo que
supondría en las relaciones familiares y de pareja, así que en
torno a este asunto giró la conversación. Yo seguía en mis
mismos planteamientos, y él todavía confuso porque no sabía qué
opción tomar, si la de quedarse allí o la de irse. Sabía que si se
marchaba, no vendría a casa nada más que los fines de semana, y
eso de alguna manera, en principio le paraba más de un poco. Era
una decisión que debía tomar él conjuntamente con su mujer, a la
que por cierto hacía ya mucho que yo no veía. Le pregunté por
ella y me contestó que seguía como siempre la cosa, que ni iba a
más ni iba a menos. Entonces de nuevo salió lo de su aventura
amorosa de principio de semana. Que en realidad no era una
aventura amorosa, sino más bien un calentón adobado con los
efluvios etílicos.
Estaba más tranquilo que hacía casi setenta y dos horas, pero
al retomarlo, volvió el nerviosismo y afloró de nuevo el
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sentimiento de culpabilidad. Él mismo proclama su inocencia
ante la decisión de no volver a hacerlo más, con lo cual, a mí no
me dejaba margen de maniobra para aconsejarle u opinar en
cualquiera de las direcciones. Hablaba y hablaba sin parar y
justificaba una y otra vez lo que había hecho. Hasta que en un
momento, dio un giro radical su original planteamiento para
afianzarse en ello. Estaba con el segundo güisqui en la mano y
desde luego que me sorprendió aquel:
Bueno, y pensándolo bien, si no creo ni en dios, ni en los
curas, por qué voy a tener que creer en eso de “y hasta que la
muerte nos separe”.
- A ver Miguel Ignacio, ¿tú no me has dicho que estabas
enamorado hasta las trancas de tu mujer?... Y ni corto ni
perezoso, me espeta:
- Pues ¿sabes?, creo que el amor es otra cosa. Me siento culpable
por lo que he hecho. Eso es traicionar, sin ningún lugar a dudas,
unos sentimientos, pero es que te juro que no sé si en ella se da
también. No puedo entender que con el tiempo que llevamos,
pueda y quiera desprenderse de mí de la manera que lo hace.
- No empieces con esa argumentación porque ya lo hemos
hablado. Son disfunciones lógicas del embarazo que hasta tienen
su explicación científica, así que no le des más vueltas.
- A mí eso no me entra en la cabeza, ¡qué quieres que te diga!
Creo que no son nada más que pretextos para no estar conmigo,
así que, bueno. No sé.
- Puedes hacer lo que quieras, es tu vida, pero piénsalo antes, y
sobre todo, háblalo con ella. Dile que no puedes resistir esa
situación por más tiempo a ver qué te dice.
- ¡Coño! Pues lo que me ha dicho, que me vaya con mi madre.
Pero a ver, que te diga eso ella, es normal, pero no lo siente.
No quiere que te vayas de manera definitiva. En el fondo, ella te
quiere y está sometida a la alteración de una función orgánica ya
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sea, cualitativa, bien sea cuantitativamente. En este caso ésa,
llamémosle: extravagancia, por la que le ha dado, tiene fecha de
caducidad dentro de poco más de tres meses, así que tú verás lo
que haces. Creo que lo primero que deberías hacer, es preguntarte
en serio si la quieres o no. Por qué te has casado con ella. Por
cierto, tan pronto, y si lo de tener hijos en común es algo más que
un simple capricho o el producto de una relación sexual en
exclusiva. O las ganas de formar una familia con todo lo que ello
representa.
Muchos eran estos los deberes que le puse tan seguidos y tan
de sopetón, porque me miró con cara de perdona vidas; como si
le hubiera insultado o algo parecido. Pero de inmediato reaccionó
y me dijo sin demostrar en su tono mucho convencimiento, que
en efecto lo haría, que pensaría en toda aquella retahíla de cosas
que le había dicho y que volveríamos a vernos.
Para mí nada suponía, más bien todo lo contrario, porque a
medida que pasaba el tiempo e iba conociendo más en
profundidad a aquel hombre, lampiño aún, de veintitrés años que
se había casado en un abrir y cerrar de ojos, tras poco más de seis
meses de noviazgo -con contacto real y directo y de continuocon quien hoy era ya su esposa, mientras más al tanto estaba, más
me iba interesando su peripecia vital. No sabía si ese
posicionamiento era producto de la deformación profesional que
escrutaba en todas y cada una de las personas que conocía, o si
por el contrario era porque pensaba realmente que detrás de
aquella cara aniñada, de buenos modales, simpático y un poco
bebedor, se escondía algo muy evidente, no sabiendo yo si
patológico o sólo disfuncional, pero que se me escapaba de la
lógica científica o de la personal por el conocimiento que de él
iba teniendo. La cuestión era que me interesaba; que pensaba en
ello más que en los casos de mis propios pacientes, los que
acudían a la consulta. Salvo, eso sí, aquella mujer que me tenía
cautivado en lo personal y en lo profesional. Aquella mujer sí
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conseguía apartar mis pensamientos de las cuitas de mi amigo.
Algo, que además, ya empezaba a llamarme la atención, porque
parecía como si aquello se saliera de lo establecido en mi carrera
bajo los principios éticos y el juramento de Hipócrates, por lo que
a menudo tenía que imponerse la responsabilidad, al pensamiento
que se apartaba de la línea que demarca una cosa de la otra.
Pasaron unos días sin que supiera nada de él. Parecía que se
le hubiera tragado la tierra; le echaba de menos pero no quería
llamarle a pesar de no tener muchos pacientes que me distrajeran
y me hicieran olvidar a mi amigo. Ahora bien, a quien sí seguía
viendo en la consulta, era a aquella mujer apenada, acongojada;
desfigurado su físico por lo atormentado de su espíritu que
buscaba en mí el bálsamo que relajara su alma y diera vida a su
cuerpo. Un cuerpo verdaderamente extraordinario pero con unos
ojos entristecidos, alicaídos, desanimados, y aún así, sorprendía
ver aquella figura de proporciones exactas. Fidias no habría
conseguido una modelo como ella para esculpir su Atenea o con
la que Leonardo hubiera hecho su Vitruvio para definir las
proporciones en las medias del ser humano.
Al cabo de casi dos semanas, de nuevo estaba en la consulta
aquella diosa griega con la que cada día que pasaba con ella
profundizaba más y más mi interés en sanar su ánimo, lo que
hacía, que mi interna lucha fuera creciendo en intensidad y
tomaba ya unas tonalidades que nublaban mi entendimiento. Allí
estaba sentado con ella enfrente cuando sonó el timbre. Ni había
citado a nadie a aquella hora ni Miguel Ignacio me había llamado
para decirme que iría a visitarme. Me levanté, me disculpé y me
dirigí a abrir la puerta. Era él.
- ¡Hombre chaval!, pensé que te habías ido de voluntario a la
Legión Extranjera. Nos dimos un abrazo como si lleváramos dos
años sin vernos y le dije: Espera que me quedan quince minutos
con una paciente.
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- Vale, entonces dentro de quince minutos vengo, o te espero ahí
en la cafetería si no tienes más gente que ver esta tarde.
- Estupendo. En eso quedamos.
Entré de nuevo pidiéndole disculpas a mi clienta y seguimos
con las confidencias. No había estado afuera de la habitación ni
siquiera un minuto por lo que continuamos con los pormenores de
la conversación. Justo en el momento de concluir, no por el
tiempo estipulado de consulta, que no lo llevaba a rajatabla con
nadie y menos con ella, en un arrebato de inconsciencia, le dije si
quería acompañarnos a mi amigo y a mí a tomar algo en la
cafetería. No sé si no pensé como médico porque ya había
transcurrido el tiempo de la consulta, o fue sencillamente un
arrebato de insensatez. La cuestión es que se lo dije y ella me
respondió que sí, que se tomaría una manzanilla con nosotros.
Salimos, cerré el despacho y nos encaminamos hablando
hacia la cafetería donde nos esperaba Miguel Ignacio. Allí estaba,
codo en barra con el vaso largo que contenía tres cubitos de hielo,
güisqui y el agua que incrementaba el volumen de líquido y
atenuaba el color más oscuro del DYC. Llegamos y como si no se
conocieran se la presenté. Se dieron las manos y noté en los ojos
de mi amigo una especie de relámpago. Como una chispa, o un
reflejo que se produce en la fragua cuando se forja y modela el
hierro con ésa luminosidad que da el fuelle a la llama poniéndola
blanca. Es más, hasta percibí un cierto estremecimiento a la vez
que, la voz temblorosa le decía: encantado, pero bueno, ya nos
conocemos. Ella asintió sin decir palabra, y no sé si percibió lo
mismo que yo vi en aquel mozalbete a punto de ser padre. Nos
preguntó qué tomábamos, a ella primero, y luego a mí. Pidió y
nos invitó a sentarnos en una de las mesas con taburetes bajos que
había rodeando la barra.
El camarero llevó las bebidas y nos pusimos a hablar. De
nada en particular, si bien él, tenía ganas de contarme cosas. Todo
lo que había sucedido durante aquel tiempo en que no nos
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habíamos visto, pero claro, cuando vio que yo llegaba
acompañado de aquella mujer, la cosa cambiaba de medio a
medio. Así que la conversación tomó esos derroteros que toman
las conversaciones cuando tres conocidos se transforman en
desconocidos partiendo el conjunto en unidades. Creo que lo
primero que hicimos fue hablar del tiempo, y luego lo que iba
surgiendo relacionado con el trabajo evidentemente. Él como
chistosillo que era, de vez en cuando largaba alguna de las suyas,
y en una de estas consiguió sacar, no ya una sonrisa de aquellos
labios también constreñidos, sino hasta una carcajada a aquella
mujer abatida por una pena que yo, aún, después de tanto tiempo,
desconocía.
Me gustó verla así, casi feliz. En el tiempo que llevaba
tratándola nunca, jamás, la había visto sonreír, ni siquiera fuera
del entorno estrictamente profesional por la calle o en alguna
reunión donde hubiéramos coincidido. Y he de reconocer que
despertó en mí todavía más interés. Qué diferencia ver aquellos
labios tan sensuales, pero con la comisura siempre hacia abajo, a
verlos tersos, estirados y con la comisura hacia arriba que
producían el consiguiente efecto en los ojos que de repente se
transformaron en algo verdaderamente admirable. Qué gesto, qué
deriva hacia la felicidad cuando se produjo aquella carcajada.
Así, viendo enfrente de mí una mujer distinta, se fue terminando
la infusión y el tiempo de su compañía. De repente, tras el último
sorbo, su rostro volvió a tomar las mismas formas en el momento
que se levantó para despedirse. Nos levantamos, y le dijimos
adiós, si bien yo precisé que hasta la semana siguiente que la
volvería a ver en la consulta. Miguel Ignacio, sólo le dijo adiós,
enmudeció y la siguió con la mirada hasta que yo le bajé de la
nube en la que parecía haberse subido.
Le noté raro. Nunca le había visto quedarse así, mirando con
un indisimulado interés a una mujer que se alejaba. Una mujer
que además conocía. Poco, pero que la conocía aunque era más
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mayor que él, y de la que sabía de su matrimonio, de sus hijos, de
su vida familiar satisfactoria, en términos generales, claro. Y no
dudó en preguntarme: ¿qué le pasa a Carmen? Yo, como era lo
más lógico, le contesté desde el punto de vista de amigos, no
como el profesional que la estaba tratando. Y le respondí con la
ambigüedad de estos casos: pues que no se encuentra bien.
- Lacónico tú ¿eh? Parco en la respuesta. ¡Oye! Que no te estoy
pidiendo que me des con pelos y señales el historial de tu
paciente, pero es que salta a la legua, que esta mujer no está bien,
y si a eso le sumas que desde que abriste la consulta está yendo…
Hmmmm ¿no te la estarás tirando, “so joío”?
- ¡Serás bruto!, desde luego eres la leche. No me tires de la
lengua, anda.
- Huy, huy, huy, para mí que tienes rollo con Carmen.
- Te quieres ir a la mismísima mierda chaval.
- ¡Anda! Y encima se pica y todo el tío.
- Mira cabroncete, no hay absolutamente nada de nada. Es una
relación totalmente profesional, y se acabó. Y ahora, a ver dime,
¿dónde has estado todo este tiempo que no te he visto ni me has
llamado ni nada de nada?.
- Vale, dejo lo de Carmen, pero pienso sonsacarte. Con respecto
a las tareas que me pusiste la última vez que nos vimos, he de
decirte que me reafirmo en todo. Que esto que está pasando no es
normal, y que no es una crisis pasajera. Es más, te diré que estoy
hecho un lío porque me lo pregunto a diario y no hayo respuesta.
Te juro que no sé si la quiero o no. ¿Tanto tiene que ver el sexo
en una relación de pareja?
- A ver. Tiene que ver, sin duda, pero no es una exclusividad de
la relación y la convivencia. Tendrás que alternar unas cosas con
otras. La convivencia, es decir el matrimonio, es decir, la
liberación -y lo entrecomillo-, de tus padres y luego tu casa,
conlleva una contrapartida. En esa contrapartida, resulta que la
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libertad, ésa libertad a la que aspiras al casarte, se transforma, y
por supuesto has de inmolarla en el ara del sacrificio que es la
pareja y el matrimonio, es decir, has de compartir tu libertad, con
tu otra mitad. Y a la inversa. El matrimonio es cosa de dos
Miguel Ignacio, y la convivencia no es levantarte, irte a trabajar,
venir a comer a mesa puesta, irte a trabajar de nuevo, llegar,
echar un polvo, dormirte y hasta la mañana siguiente.
- ¡Coño!, ¿cómo que no? Si estoy deseando que se haga de
noche para decirle que nos metamos en la cama; y ahí ya
empiezan las tonterías. Dos meses de puta madre, pero desde
cuando tú sabes ¡joder!, que no hay manera.
- Chico tú tienes un problema que sólo tú o el tiempo, o el
tiempo y tú podréis resolver, porque desde luego que no es
ninguna patología querer echar dos o tres polvos todos los días,
más a estas edades, pero vamos, que ya sabes los que se
conforman con lo del sábado sabadete…
- ¡A que te mando a freír espárragos!.
- Que te lo estoy diciendo en serio. Que lo tuyo es sencillamente
de esperar y ya está.
- Oye, sabes que a Carmen la he visto de otra manera. Nunca me
había fijado en ella como hoy. No sé, he sentido una cosa cuando
le daba la mano…
- No, si te lo he notado.
- De verdad te lo juro. Parecía como si a través del contacto de
su mano me dijera algo, o me quisiera decir algo. Como si me
pidiera socorro. No sé, una sensación muy extraña, y a la vez
placentera. La suavidad de sus manos. Sus ojos, su boca, todo su
cuerpo rezuma sensualidad. Cuando se iba, me he quedado como
tonto mirándola.
- Te he visto. No lo jures.
- Bueno entonces a ver. ¿Qué hacemos o qué vamos a hacer. ¿Y
con lo del nuevo taller, qué pasa?
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- Pues que me voy. Lo he pensado, se lo he comentado a mi
mujer y me ha dicho que sí. Y, encima, lo decía encantada de la
vida. Claro, así se le van los malos olores de casa. ¡La virgen!
Bueno, la cosa es que sí, que el mes que viene empezamos allí ya.
Me decía las cosas convencido; y le veía decidido de cómo
me lo decía. Luego me contó que no se había vuelto a repetir
nada con aquella chica. Que sus temores habían pasado, pero que
continuaba con el “furor uterino”, dicho esto con la consiguiente
guasa, y con respecto al sentimiento de culpabilidad, pues que
casi había desaparecido. De todos modos él no quería ayudarse
mucho a ver las cosas como realmente eran, parecía como si se
estuviera empezando a montar el guion de una película paralela a
la realidad de su día a día, de su vida familiar. Me dio esa
sensación, sobre todo, cuando dijo alegremente lo de marcharse y
apostilló, “con el beneplácito de mi mujer”.
Nos marchamos a casa sin quedar nada en concreto respecto
a cuándo vernos, pero que nos veríamos.
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El amor luce su cara cuando mejor se le antoja.
Por eso el amor es antojadizo lo mismo que esquivo,
que es inconstante y voluble, que es caprichoso y exigente.
Como no lo buscas, te traiciona, o te protege, da lo mismo,
pero te espera. Se acerca sin presentarse y se presenta
sin acercarse; en la distancia del ensueño, de la
imaginación.
Si deseas el amor, no viene. O sí. Pero si viene forzado no es
amor.
Rechazas una vida sin amor, y te das a la holgazanería del
sin sentido,
a la vida del vividor, al éxtasis que rumia las entrañas sin
sentimientos,
sin amor. El amor, cuando nace, no es como en verdad
creemos
porque tiene más de ficción, por el deseo, que de verdadero
amor.
Porque el amor no es sólo deseo. Deseo, también,
pero no la exclusividad del amor, compendio y tratado,
ensayo y novela, diccionario que define cada una de las
emociones
que transpiran los poros de nuestra piel.
¿Hubo amor?, ¿estaba por venir el amor? O, por el
contrario,
¿la ilusión suplantaba al amor o a la necesidad de ser
amado?
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CAPÍTULO XV
Aquella siguiente semana siete días después de haber estado
con Miguel Ignacio, Carmen no acudió a la cita de la consulta.
Me extrañó porque no había llamado para cancelarla. Estuve toda
la tarde esperándola. Nada, ni rastro de ella. Sólo una visita
familiar que me entretuvo hasta hacerse de noche, con lo cual,
salí y me fui a casa con la preocupación lógica de qué le habría
pasado. A la mañana siguiente, nada más entrar, sonó el teléfono.
Era ella disculpándose por no haber asistido a su cita. No sé, pero
noté algo en su voz que me llamó la atención si bien no supe
analizar en el momento qué era, el caso es que del mismo modo
que se disculpó por no haber acudido, me dijo que por el
momento iba a parar las sesiones previamente programadas. Le
pregunté por qué, pero sólo me dijo que por favor le hiciera caso,
que se encontraba mejor y quería darse un respiro a ver si esa
alígera mejoría que había sentido, podría prolongarse sin sentir la
necesidad de la terapia sicológica que estaba recibiendo. No me
quedó más remedio que decirle que sí, pero que debería seguir
visitándome en el momento que notara el más mínimo síntoma de
recaída.
Aquella mejoría, así tan de sopetón, de todos modos me
llamó poderosamente la atención y me quedé francamente
mosqueado. ¿Qué podría haber pasado en esos días? ¿Qué habría
cambiado? ¿Sería algo relacionado con su marido, con sus hijos,
con sus padres? Nada, no había explicación lógica y yo me
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devanaba los sesos, tanto, que me empecé a preocupar. Me vi de
inmediato sicoanalizándome a mí mismo ¿pero qué haces?, me
dije. Esto hay que cortarlo de raíz, no es más que una paciente y
ya está. Tomé las pertinentes notas en su historial y cerrando la
carpeta, di carpetazo al asunto. Transcurrió la mañana como otra
cualquiera, hasta que a las dos menos cinco, poco antes de irme,
sonó otra vez más el teléfono, era Miguel Ignacio que me invitaba
a comer. Vale, le dije, y quedamos en el restaurante El Potro
sobre las dos y media.
Cuando llegué, allí estaba. Era asquerosamente puntual.
Como un reloj suizo. Allí, apoyado el codo izquierdo en la barra,
con una caña en la mano y con una sonrisa de oreja a oreja. Fui
hacia él y se vino hacia mí como queriendo abrazarme y en el
abrazo decirme que su cuerpo y su alma estaban radiantes. Los
ojos le brillaban igual que si hubiera tomado ya varias copas, pero
era la primera cerveza del día. Chispeaban y dejaban a la claridad
un estado de felicidad comparable con el padre que toma a su hijo
recién nacido de manos de la matrona. Mi primera impresión fue
de perplejidad. Sinceramente dudé de lo que estaba viendo, pero
como aquel barbilampiño amigo me iba dando más y más
sorpresas cada día, pues expectante esperé que los gestos y las
impresiones mímicas, se tradujeran en palabras explicativas de
semejante estado de ánimo.
- ¡Estoy enamorado!, bueno, me he enamorado, me dijo, en un
tono que casi lo oyó todo el mundo que allí estaba.
- A ver cuenta. Porque lo de estar enamorado, será que te has
dado cuenta ya de que amas a tu mujer, y que todo lo que venías
manifestando era una soberana estupidez ¿no?
- Qué va. Me he enamorado de verdad.
- ¿Sí? Le pregunté; no sin manifestar claramente la sorna con la
que se lo decía. Pero lo bueno estaba por venir aún.
183
- ¡Que si coño! Que estoy convencido. Llevo una semana en una
nube y no te puedes hacer a la idea de cómo estoy. Floto en el
aire.
- ¿Y se puede saber de quién y si eres correspondido?
- Sí soy correspondido. Llevamos una semana viéndonos a
diario, un par de horas por las tardes, y alguna que otra mañana.
Ha sido un verdadero flechazo, jamás en mi vida podría haberme
imaginado que tal cosa pudiera suceder con semejante mujer.
- Bueno y a ver, dime, ¿quién es la afortunada? ¡Ah! Y te
recuerdo de paso que estás casado y a la espera de tener un hijo
¿eh? Lo digo por si en tu estado de obnubilación lo has olvidado.
- ¡Joder!, ya empezamos, eres la hostia.
- No hombre no, no te vayas a cabrear ahora conmigo. ¿Es
mentira acaso lo que te estoy diciendo?
- No, claro que no. Pero te lo podías haber ahorrado. Ya me has
cortado el rollo, con lo feliz que me sentía, teniendo en cuenta
que eres de las pocas, o única persona, a las que se lo puedo decir
y con quien me puedo explayar.
- Vale, a ver dime ¿quién es el objeto activo y pasivo de tamaña
locura? Dicho esto sin segundas.
- Pues a lo mejor ni te lo vas a creer.
- ¿Por qué?
- Pues no sé. Pero como es mayor que yo, tiene hijos y demás,
pues por eso.
- Bueno me dices quién es o no.
- Carmen.
- Carmen ¿qué Carmen? ¡Cómo! ¿Te refieres a Carmen mi
paciente?
- La misma que viste y calza.
- ¡Pero tú estás loco¡
184
- En efecto, loco, pero loco, loco de amor por ella. No sabes
cómo es.
- ¿Que no lo sé y la estoy tratando? Pues estás bueno.
- No, nada tiene que ver ésa mujer a la que has estado tratando,
con esta mujer enamorada y feliz que es hoy.
- Me dejas de una pieza. ¿Y cómo ha pasado?
- Pues como suelen pasar estas cosas, que ni esperas, ni te
imaginas. Ni piensas siquiera por todo lo que conlleva una
situación así.
- Bueno, a ver, dime.
- Fue a raíz del último día que estuvimos juntos en la cafetería.
A la mañana siguiente me la encontré por la calle cuando me iba
a trabajar. Era temprano como puedes imaginar, y estaba como
perdida. Andaba por la acera como si estuviera pensando coger la
calle para la estación y ponerse en las vías del tren. Daba la
impresión de ir desorientada y me llamó la atención. Mira que es
una mujer con la que yo hasta entonces no había mantenido ni
una sola conversación. El hola o adiós hasta el día de la cafetería,
y ya está. Pero la vi de esa manera, que me acerqué a ella y la
saludé. Me miró con esos sorprendentes ojos que tiene, y me dijo
hola. ¿Te puedo preguntar dónde vas?, le dije. Me contestó que
estaba nerviosa, que no había podido dormir en toda la noche, y
cuando salió su marido de casa para irse al trabajo, ella hizo lo
mismo. Necesitaba respirar aire puro, en casa se asfixiaba. No
tenía ganas de quedarse allí encerrada, ni siquiera ante el hecho
de seguir los niños aún allí, con la “muchacha”. Necesitaba
pasear, me dijo. Y yo le pregunté si la podía acompañar; que si
quería un café; que si le apetecía que le hiciera compañía. Y de
pronto, me sonrió. Creo que la sonrisa fue a la insistencia y
machaconería, y a mi ya evidente aturullamiento.
- Y qué pasó después. ¿Qué te contestó, qué hicisteis?
185
- Que seguimos durante un rato caminando intentando poner
algo de orden en tan desordenado comportamiento. Y de pronto,
me insinué la posibilidad del qué diría cualquiera que nos viera a
esas horas por la calle. Obvio es, que no nos iban a mirar como
dos compañeros que se dirigen al trabajo. Ni como amigos que
fueran a desayunar porque no lo éramos, así que empecé a barajar
la posibilidad de la sospecha pueblerina y los qué dirán.
Entonces, ni corto ni perezoso, le invité a que subiera a mi coche
que no estaba aparcado muy lejos de donde nos encontrábamos
en ese momento. Me dijo que sí. Yo temblé nada más escuchar el
sí. No hablaba, sólo andaba y de vez en cuando miraba mi cara
para responder con un monosílabo o asintiendo o negando con la
cabeza.
- A estas altura, chaval, como no te des prisa en contarme todo lo
que sucedió nos dan las uvas.
- ¡Joder contigo! ¿No querías saber qué me ha pasado? Pues te lo
estoy contando.
Yo no sabía muy bien qué pensar al respecto y por lo poco
que me había dicho no sabía por dónde interpretar el resto de lo
que me iba a contar. Mi sospecha, en principio, se fue hacia el
estado depresivo de Carmen y la posibilidad de que en ese estado
le hubiera dado por pensar en hacer alguna tontería, como hasta
me apuntó Miguel Ignacio, pero en plan más bien de broma, sin
pensarlo realmente. Pero no hice ningún comentario si bien,
estaba empezando a pelear conmigo mismo, y no sabía, si el
interés que iba creciendo, era exclusivamente profesional, o si por
el contrario tenía ganas de conocer el desenlace de aquella
semana por una cuestión netamente personal en relación a mi
paciente. Así que le dije que siguiera con el relato de lo sucedido.
Qué había pasado aquella mañana y las subsiguientes hasta
concluir en el día y en el sitio en el que estábamos.
- Pues nada, se montó en el coche y le propuse salir del pueblo.
Me contestó que sí. Seguían los monosílabos. De vez en cuando
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una mirada y ya está. Sus ojos unas veces parecían alegres y a la
siguiente con la tristeza de la Virgen Macarena. Dolidos, los ojos,
y dolida ella. Anduvimos en dirección este y cuando llevábamos
recorridos unos diez kilómetros, ya en mitad de la carretera con la
dehesa a la derecha y a la izquierda, le pregunté si le importaba
que entrara por el camino de La Rocina y diéramos por allí un
paseo. Me dijo que bueno. Así que entré poco menos de un
kilómetro y paré el coche. Durante unos momentos nos quedamos
en el asiento. Quietos, sin movernos ni decir nada hasta que abrí
la puerta y me dirigí hacia la suya. La abrí y le invité a salir. Salió
y me miró. De nuevo se sonrió, y cuando lo hizo, sin yo haber
hecho ni dicho nada, se me estremeció la boca del estómago. Me
la quedé mirando fijamente, todo el tiempo que pude aguantar
aquellos ojos clavados en los míos, que fue muy poco, y le pedí
que camináramos.
En la medida que me iba contando, se transformaba en la
manera de hablar, de irme diciendo las cosas. Le notaba nervioso
y a la vez contento. Se azoraba y se sonreía con la risa nerviosa
de enamorado. Del mismo modo mi interés crecía y no sabía si
más por él o por mí.
- Y qué pasó durante el paseo; ¿y lo de irte a trabajar?
- Empezando por lo último, desde luego lo que menos pensaba
yo era en ir a trabajar. Vamos, que no me planteé en ningún
momento desde que le propuse lo de dar un paseo por el campo,
el irme al taller. Ya llamaría o qué sé yo. Con respecto al paseo,
pues empezamos a andar sin rumbo. Dándole la espalda al sol,
eso sí. De momento sin decir nada hasta que por fin fue ella quien
rompió el silencio y me dijo que no era feliz y que se encontraba
mal. Que por ese motivo llevaba tanto tiempo yendo a tu
consulta, pero que sin desmerecer tu trabajo, ni mucho menos, no
se encontraba nada bien. Que no veía salida a su malestar. A esa
pesadumbre que le impulsaba a quedarse en la cama, a solas y
con la luz apagada cuando todo el mundo se iba. Otras veces,
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todo lo contrario. Necesitaba salir, que le diera el aire en la cara y
poder despejarse.
- Pues sí, le interrumpí. Sin querer faltar a mi secreto
profesional, es cierto. Todo eso ya me lo ha contado, pero…
- Pero eso. Que estaba metida en una espiral que no hacía otra
cosa que dar vueltas en torno a ella misma. A los mismos
problemas, a las mismas cuestiones, pero agrandándose desde el
epicentro de su mal hacia afuera. Era un girar sobre sí sin hallar
una rendija, una hendidura por dónde meter la cabeza y salirse de
una definitiva vez de aquello que tanto mal le estaba haciendo.
- Y tú qué decías.
- Cuando empezó a hablar, y sabiendo –por lo demostrado el
otro día en la cafetería-, de su corta conversación, ejercí de ti. O
sea, me puse a hacer de sicólogo que escucha la aflicción de los
demás. Le brindé mi hombro para que hiciera recaer sobre él las
pesadeces que lastraban su bienestar y así poder seguir con lo que
estábamos haciendo, o lo que es lo mismo: hablar. Y hablaba
mientras nos adentrábamos por aquella maraña de encinas
pisando un suelo verde donde en algunas zonas de umbría aún se
podía ver la escarcha de la helada caída durante la noche anterior.
A cada palabra suya mi interés crecía y mi ensimismamiento me
llevaba hasta el contacto de su mano con la mía cuando me la
presentaste. Crecía algo en mí como brotaba el manto verde del
invierno.
- ¿Se puede saber qué era exactamente lo que te contaba? Le
pregunté sin mucho convencimiento de que me respondiera de
una manera real porque notaba un cierto tono que escondía o
dejaba traslucir, o bien una ironía fingida o una verdad a medias.
- Me hablaba de cómo iba su matrimonio, de sus hijos, de lo que
significaba aquella vida simulada que le llevaba a adentrarse en la
desesperación, el miedo, la desconfianza en ella misma y en todo
el mundo, empezando por su marido, del que llegó a decirme que
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llevaba mucho tiempo sin amarle. Me quedaba boquiabierto
oyendo aquella confesión de una mujer adulta y madura. Hecha y
formada, que le contaba a quien era prácticamente un extraño, sus
más profundos sentimientos. Me contaba con todo lujo de detalles
todo aquello que le condujo a la depresión que tú le habías
diagnosticado.
- ¡Ah! ¿Pero te habló de mí?
- Bueno, sí, algunas referencias hizo a todo el tiempo que había
estado contigo y en lo que le habías ayudado haciendo de
sicólogo e intentando orientarla. Sí, me dijo que eras un gran
profesional y un buen amigo. Se ve que te aprecia.
Yo, ante aquellas palabras, volví de nuevo a hacer un examen
exhaustivo de lo que me decía aquel suertudo amigo que en el
primer día que pasó con ella, había sacado las mismas
conclusiones y había conocido los mismos hechos, que a mí
Carmen, me había contado en sus ya muchos días de consulta.
Pensaba más como hombre que como profesional y hasta llegué a
notar que se me despertaba una cierta sensación de celos. Me
imaginaba el sitio porque lo conocía muy bien. Los veía paseando
una soleada mañana del mes de enero por aquellos maravillosos
parajes donde la calma y la soledad reinan con el tomillo, el
romero, la lavanda, la aulaga, los campos de caléndulas que
amarillean el paisaje o lo emblanquecen con esas margaritas que
una vez secadas debidamente hacen la manzanilla que tranquiliza
estómagos y nervios, cuerpos y almas. Los veía felices, como una
pareja normal y corriente. Y eso que sólo lo que me estaba
contando era de la primera mañana que pasaron juntos y faltaban
siete días aún por descubrirme. Por eso que no quería ni imaginar
lo que me podría contar después, así que le pedí de nuevo que a
modo de conclusión, me dijera qué sucedió hasta que tomaron de
nuevo el coche y se dirigieron hacia casa.
- Pues no pasó nada más que cuando terminó de hablar y me
preguntó que qué hacía con aquel panorama que me había
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dibujado durante tres horas, yo me quedé parado, inmóvil cual
estatua pedestre, y mudo como Harpo Marx. Me miró de nuevo a
los ojos. Se puso enfrente de mí y se quedó mirándome en
silencio. A mí se me removía toda la boca del estómago, se me
nubló la vista, me fallaban las piernas. Mi cuerpo vibraba por
dentro, me hacía pequeñito con aquella forma de mirarme; estaba
tan nervioso de ver aquella Galatea allí inmóvil, como si yo
mismo fuera el Pigmalión que la hubiera moldeado, con una
pequeñísima sonrisa que disimulaba un rostro lastimoso. Y no me
salían las palabras. Sólo la miraba, y aquellas miradas eran
cómplices la una para con la otra. Me di cuenta que a ella le
pasaba lo mismo y ya no quería tampoco hablar. Sólo mirarnos
con aquellos alcornoques y encinas como mudos testigos de algo
que parecía estar naciendo. No había nada que rompiera lo que
parecía ser la consumación de un hechizo llevado a cabo por la
bruja Morgana. No sé el tiempo que pasó. Cuánto estuvimos en
aquella postura hierática como si fuéramos parte de un cuadro
extendido, de un mural clarificado que carecía de dimensiones.
Ni pasaba el tiempo, ni siquiera soplaba el viento que hiciera,
aquella mañana de invierno, evidente. Visible en la claridad de un
entorno donde los olores más puros del campo se conjugaban con
la ausencia de sonidos. Fue el sonido bronco de un motor el que
nos sacó de aquel éxtasis, y como un cerbero de dos cabezas,
nuestros cuellos se giraron hacia el camino. Sin decir
absolutamente nada, nos dirigimos hacia el coche, entramos, lo
puse en marcha, y salimos nada más pasar el tractor que conducía
uno de los empleados de la finca. Ya en la carretera le pregunté si
quería ir a algún sitio en particular. A mí me daba lo mismo, a
esas alturas sabía que no iba a ir al taller. Me dijo que no, que la
dejara a la entrada del pueblo y se iría dando un paseo a casa. Eso
hice, pero cuando estábamos llegando, me miró y me dijo si nos
podíamos ver al día siguiente. Me quedé petrificado porque una
cosa era lo que yo sabía que sentía por dentro, y otra muy
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diferente que me citara de nuevo. Llegábamos y no me salía ni el
sí ni el no. Así que sacó de su bolso un bolígrafo y en un papelito
me apuntó el número de teléfono y la hora a la que debía
llamarla. No dijo nada más, lo dejó en el salpicadero del coche y
cuando estuvo parado, abrió la puerta, me miró y salió.
- ¡Vaya! Esto se pone interesante. Dije por fin. O sea que por lo
que me estás diciendo esto tiene todos los visos de ser una de esas
faenas que hace el amigo Cupido ¿no? Mira Miguel Ignacio que
los dos estáis casados, te lleva unos años, hijos en el mundo, un
marido y tú estás empezando una vida en pareja.
- Vale, lo sé. Pero ¿puedo continuar o ya te has cansado de
escucharme?
- No, no, por supuesto, sigue contando.
- A la mañana siguiente, llamé a la hora que me había dejado
escrita en el papel y ella misma me cogió el teléfono. Le saludé y
me dijo si podíamos vernos por la tarde. Como no iba preparado
para aquello, le dije de todos modos que sí. Y así fue. Quedamos
sobre la hora que más o menos viene a verte a ti a la consulta.
Supongo que para no despertar sospechas, así que disponía de las
dos horas que suele estar contigo. Aligeré todo lo que pude en el
taller. Ni fui a comer a casa, y la recogí donde me dijo. Ya, con la
casi oscuridad de enero a esas horas, al subir al coche no la vi
bien. Se sentó y me dijo si quería que fuésemos al mismo sitio
donde habíamos estado el día de antes, que no le apetecía que nos
vieran juntos en una cafetería. Evidentemente acepté. Entendí de
golpe todas las reservas con las que me decía aquello. Y
temblándome el cuerpo y el alma aceleré hasta llegar al camino.
Durante el trayecto hasta allí, prácticamente no dijo nada. Pero
cuando paré el motor, bajo una encina de copa muy ancha, en la
oscuridad cenicienta de aquel bosquejo de noche a la que se le
empezaban a colgar las estrellas, me dijo que le hablara de mí.
Que le contara mi vida. Que le dijera lo que sentía, cómo vivía, si
estaba enamorado, si tenía ilusión por la vida. Cuáles eran mis
191
aficiones. Cómo me llevaba con la familia, tanto con la de María
José como con la mía.
- ¿Y?...
- Pues que en los días de mi vida se me han pasado dos horas en
dos minutos. Allí sentados primero en el coche, y luego abrigados
paseando por el campo. Ella preguntaba ante alguna duda y yo le
respondía. Hasta que me dijo que nos teníamos que ir, no sin
antes decirme que si me parecía bien volveríamos a vernos, al día
siguiente, a la misma hora si yo quería.
- Y puedo imaginar sin miedo a equivocarme que le dijiste que
sí.
- Claro ¡coño!, qué le iba a decir. Así que el tercer día llegó.
Mismo sitio misma hora. Mismo recorrido pero ya con un plus
advenido de los dos días anteriores. Primero empezó ella
comentándome lo que le había sucedido en materia de sueño. Me
dijo que hacía mucho tiempo que no conciliaba el sueño de la
manera que lo había hecho la noche anterior. Lo que ya, desde mi
más absoluta inexperiencia, me decía como obviedad palmaria,
que la terapia del día anterior le había servido de mucho. Con ese
referente positivo por un lado, me empezó a entrar el miedo de la
inseguridad, por otro miedo muy distinto. Yo, sabía lo que me
había pasado aquellas dos noches que fui -al contrario que ella-,
incapaz de dormir por la cantidad de vueltas que le di al asunto.
Miraba el techo para ver allí plasmado su rostro y me era
imposible dibujarlo. Ni lo veían mis ojos ni lo veía mi mente por
saturación, por ansia. Dos noches en vela en las que me decía mil
y una cosas, y mil y una vueltas, le daba a todo. Tenía dos horas
por delante. Ella viajaba en el coche, ya con la soltura que da la
seguridad, pero con el miedo a ella misma. Yo, expectante ante lo
que pudiera pasar, así, que hablamos y hablamos durante dos
horas ininterrumpidamente hasta que desgraciadamente sonó la
campana que se llevaba a mi Cenicienta.
192
- La verdad es que sí, que parece más bien un cuento de hadas o
una novela rosa, si no fuera por todo lo que hay alrededor de los
dos.
- Si me vas a reñir o vas de guasa, me callo ¿eh?
- No hombre no. Qué va. Sigue, le dije, mientras me daba cuenta
que un verdadero sentimiento de celos me corroía por dentro.
- Lo mismo el tercer día donde nos fuimos descubriendo nuevos
datos. Ella a mí, sobre todo, por la vida que llevaba, y yo a ella,
poco, por la vida que había llevado hasta entonces. De todos
modos le causó un cierto impacto lo de mis dos amores
frustrados. Parecía entenderlo tan bien como si a ella le hubiera
sucedido lo mismo. Me dijo que se notaba mucho lo que me
habían marcado y que le parecía que yo lo tenía como referente,
sólo, por la manera de contárselo. Había una cierta intimidad que
se había creado tan rápidamente, que yo alucinaba en colorines.
- Por tanto no está mal la cosa, ¿no?
- No, porque al día siguiente subió un entero la cotización de
aquellas dos horas.
- ¿Qué pasó?, ¿pasasteis de las palabras a los hechos?
- Bueno, a los hechos según lo que te estás imaginando no. Pero
te puedo asegurar que la veía de manera distinta. La sentía tan
cerca, tan próxima a mí. Pero no de cercanía física, no, de una
contigüidad espiritual que me absorbía. Le había cambiado el
rostro. La expresión de su cara era tan distinta a aquella que vi
saliendo de tu despacho no hacía dos semanas cuando nos fuimos
a la cafetería, que me parecía otra persona totalmente diferente.
El semblante era sereno, la sonrisa permanente, las carcajadas
empezaban a ser frecuentes. No sé, una soltura que delataba una
manera de intimar, de darnos confianza que no me había pasado
con María José. Si bien, sí se empezaba a parecer aquello, mucho,
a lo que habían sido mis dos grandes amores de no hacía un lustro
siquiera. Las sensaciones que tenía eran las mismas. Las
193
sacudidas que notaba ante un gesto o una mirada suya como
mandándome un mensaje en clave, eran iguales a aquellas
vividas. Me fortalecía en mi sentimiento del mismo modo que no
se me iba de la cabeza en todo el día. Aquella cuarta tarde,
cuando nos marchamos, sentí un tremendo impulso. Cuando nos
subimos al coche, mi mano al cambiar de marchas, pasaba tan
cerca de la suya que me dieron ganas de cogerla durante todo el
trayecto, pero era tal mi estado de duda, como siempre me ha
pasado, que desechaba una y otra vez el hacerlo. Así que
llegamos donde siempre, se bajó, no sin antes de despedirse
quedar para el día siguiente. Mismo sitio, misma hora.
- Vamos a por el quinto, balbucí, dando crédito a lo que me
decía e imaginándome lo que vendría después; y como no hay
quinto malo, que dicen, igual aquí pasó algo ¿no?
- A ver, resumiéndote mucho el asunto. La recogí, nos
saludamos como las otras tardes, le pregunté si quería que
fuésemos al mismo sitio y me dijo que sí. Durante el trayecto
vimos cómo un hombre del campo se había salido con su
vehículo de la carretera. Nos paramos para ver si le había pasado
algo y nos dijo que no, que estaba bien, pero si le podíamos llevar
hasta el pueblo de al lado a buscar la grúa. Le dijimos que sí y le
acercamos. Paramos cerca del bar de la plaza y le pregunté a
Carmen si quería un café. Aceptó. Entramos y pedí un café para
ella y un güisqui para mí. Nos lo tomamos allí charla que te
charla, y al terminar la copa y el café, le consulté si nos
quedábamos allí o nos íbamos. Me respondió que mejor darnos la
vuelta, así que salimos y de nuevo nos metimos en el coche. Y
fue entonces, cuando casi sin darme cuenta, no estoy seguro de si
lo pensé o no, el caso es que nada más salir del pueblo le cogí la
mano. No sabes lo que me entró por el cuerpo cuando sentí cómo
me la apretaba sin decir nada. Se me abrió el cielo, se me cerró la
tierra alrededor y notaba una felicidad interna que me dejó
extasiado y mudo. Ella también. No hablábamos con sonidos sino
194
con gestos. A un apretón mío le seguía otro de ella. Levanté el pie
del acelerador porque no quería llegar. Era ya noche cerrada. Y
como un kilómetro antes de parar donde lo hacía todos los días,,
di el intermitente y me metí en el camino del pozo “La
Marcocha”. No hubo ni una sola palabra, te lo juro. Paré y dejé
las luces encendidas. Me giré en mi asiento hacia ella, y allí
estaban sus labios esperándome. Nos abrazamos, nos besamos
con la misma pasión que se hace a los dieciocho años, y voló todo
por los aires. Como es lógico fue Carmen la que me dijo que nos
teníamos que ir.
- Me dejas de piedra, si bien algo he imaginado a medida que me
ibas contando, pero al principio pensé, sabiendo lo que sé de ella,
que veía en ti, probablemente, lo que no ve en un profesional a la
hora de transmitir o de comprender o entender la terapia. No sé,
algo de eso imaginé, pero no que te habías enamorado de ella.
Yo, a estas alturas, estaba por dentro que no cabía en mí. Me di
cuenta de que tenía unos celos desmedidos y me llamé a la
tranquilidad y el sosiego, además de interpelarme como
profesional que era, desmarcándome de inmediato de aquel
sentimiento.
- Pues sí eso pasó. Estuvimos hablando al día siguiente por la
mañana. Yo tenía ya unas ojeras que delataban poco menos que
un padecimiento nocturno de migrañas continuadas durante una
semana. Y volvimos a vernos. Y al otro día, y hasta hoy. Así que
sólo puedo decirte, que me he enamorado como un adolescente
de su profesora de Historia. Y no sólo eso. Sino que a ella le
sucede lo mismo por lo que me ha dicho y cómo me lo ha
demostrado, algo increíble ¿verdad?
En el mismo momento que me hizo tener esa sensación de
inquietud celosa, se me vino a la mente otra posibilidad: que
fuera todo mentira. ¿Y en qué basarme para concluir en aquello?
No me basaba en nada –por el momento-, sólo fue una percepción
quizás delatada por algún gesto suyo o sencillamente la
195
justificación de mi propia molestia. El caso es que había dos
evidencias como premisas sobre las que partir: una era que
Carmen, en efecto, había dejado de venir por la consulta, y otra,
que a él no le vi con la frecuencia que solía hacerlo, por lo demás,
ni un solo basamento donde apoyar ninguna teoría o desde donde
elaborar una hipótesis lógica sobre la que trabajar. La cuestión es
que había despertado en mí dos impresiones diferenciadas pero
parejas a la vez. La que se dirigía por la vertiente personal por mi
naciente interés en Carmen, y otra la profesional, por la duda que
brotó en mí sobre él sin saber de dónde, el caso es que aquello me
empezó a ocupar más tiempo del que me hubiera gustado
dedicarle. A los dos días de la charla, me llamó y me dijo que de
momento no se iba del pueblo, que el taller no se abría. Fue parco
en palabras, parecía como si no quisiera saber nada de mí, ni yo
nada de él, sólo que tenía prisa. Después de esa llamada pasaron
muchos días sin saber, ni de él, ni de Carmen.
Qué agonía, qué lujo de inclemencia
desde un sin vivir espabilado,
que como al pez, con el cebo se le incita
a llegar al paraíso falseado.
El Edén de unos ojos complacientes
en el amor querido y deseado,
que llega de golpe y te atropella,
sin que tu mente lo hubiera imaginado.
Entró el amor de nuevo en mi existencia
de la mano de una mujer desencantada,
con una vida llena de pobreza,
que sin remedio se vaciaba ya en mi alma.
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CAPÍTULO XVI
Seguía con mis elucubraciones de vez en cuando sobre qué
vida llevarían, qué harían. Si continuaban viéndose o qué tipo de
relación familiar llevaba aquel amigo que había desaparecido
como por arte de magia. Hubo momentos en los que pensaba y
desmenuzaba pormenorizadamente toda la información que me
había dado durante la última conversación. Intentaba darle una
respuesta a algo tan normal como es que un hombre y una mujer
se enamoren. Lo que no me cuadraba eran los protagonistas y sus
respectivas formas de ser y lo que les rodeaba, tanto a ella, lo que
yo creía que conocía bien, como de él y lo que estaba por llegarle.
Uno de los días cuando iba del despacho a casa me encontré
con María José, quien al saludarme, en lugar de un hasta luego y
seguir cada uno nuestro camino que era lo normal, me preguntó
por su marido. Cosa que por otra parte me llamó la atención ya
que la verdad con ella no tenía mucha confianza porque las
salidas a tomar algo y conversaciones juntos fueron muy pocas.
La vi, sin embargo, normal en apariencia. Parecía casi una
pregunta retórica, pero no lo era. Algo debería haber notado
cuando entre la pregunta me espetó lo bien que nos lo pasábamos
todos los fines de semana de caza, que el vicio que nos había
entrado. Me quedé callado porque sabía que la cuestión llevaba
una carga importante de dinamita, así que la prudencia fue
revestida de monosílabos como forma de salir airoso de un envite
que podría comprometer a más de una persona. Nos despedimos,
197
no sin advertir en ella una cierta sensación de contrariedad. Pero
bueno, ahí quedó la cosa.
De él seguía sin saber nada, cuando había transcurrido ya,
más de un mes, desde la última vez que hablamos, y a falta de
poco menos de cuarenta días para que fuera padre. Y cuando todo
ese tiempo había pasado, fue nuestro común amigo, Murillo,
quien me contó que le había visto con Carmen en el coche un
sábado por la mañana y que le pareció raro, más raro aún, por el
lugar donde se cruzó con ellos. No le dije tampoco nada en
absoluto. Sencillamente me limité a contestarle demostrando
sorpresa por el hecho en la misma medida que indiferencia para
no dar señales de que conocía de la aventura que estaban
llevando, lo que conocía a grandes rasgos, eso sí. No sabía de la
profundidad con la que la estaban viviendo, pero sí era
copartícipe, y casi se podría decir que “celestino” de lo que estaba
sucediendo, además de convertirme en cómplice con mi silencio
de aquellas dos almas pecadoras a los ojos de Dios y de los
hombres creyentes. Creencias en las que habían contraído
matrimonio, ella unos cuantos años antes que él, y que ahora
traicionaban con ese comportamiento lascivo y carnal que
condenaba la justicia divina.
Yo no es que fuera tampoco ni muy creyente ni muy
practicante, sólo hacía este tipo de consideraciones por lo que
podría suponer a la vista de todo el mundo conocido, o no, si se
aireara aquella relación. Una relación que aunque fuera de amor,
en nada les eximía del pecado cometido. Un pecado con mucha
penitencia, tanto la Divina como la humana por todo lo que
estaba en juego. Otras veces, por el contrario, pensaba que
aquello no pasaría de un calentón, y que lo que pasó en el coche
aquel día no iría a mayores. Que se darían cuenta de todo lo que
significaba aquella aventura –más ella que él, según mi criterio,
por su madurez- y que más pronto que tarde terminaría aquello
que les habría servido como experiencia. Posteriormente un
198
arrepentimiento cristiano e individualizado, una conformidad
consigo mismos, y a otra cosa mariposa. Qué equivocado estaba.
Por fin llegó el día del nacimiento de su primer hijo. Las
flores del mes de mayo proyectaban con estruendo su más
poderosa personalidad. Nació un bebé varón. Lo que él siempre
había deseado aunque le daba lo mismo que hubiera sido niña. Y
con motivo del nacimiento pude verlo. Me enteré por casualidad
porque había ido a ver a un compañero que estaba de guardia
aquella tarde y al ir a la cafetería a tomar un café, me encontré
con aquel desaparecido que parecía en aquellos momentos toda
una aparición por el aspecto que presentaba. Nervioso y con un
vaso de güisqui en la mano. Le saludé y le pregunté, lo primero,
por María José. Me respondió que iba bien la cosa pero lenta, así
que nos sentamos y pusimos las bebidas en la mesa.
Como era lógico estaban allí las dos familias muy bien
representadas en número, porque dio la casualidad, de que era
domingo, con lo cual, al no trabajar, todos se fueron al hospital a
acompañar a aquel par de jóvenes que a la temprana edad de 22
años iban a ser padres.
Estaba como un flan. No cabía dentro de la ropa que llevaba.
Lo mismo se sentaba con nosotros un rato alguno de sus cuñados
como de sus hermanos. El caso es que aquella mesa era un ir y un
venir de unos y otros, así que la conversación sólo giraba en torno
a lo mismo, por lo que en absoluto podíamos hablar de aquello
que a mí tan intrigado me tenía. Quería saber qué había pasado
durante aquel tiempo. Cómo estaba la situación y qué sentía. Era
imposible. Hasta que él se levantó, pagó, y me dijo que se iba al
restaurante de enfrente del Hospital, que se asfixiaba allí por el
tiempo de espera que llevaba. Que si le quería acompañar. Asentí,
nos levantamos, y le dijo al grupo, que estábamos enfrente, que si
pasaba algo, que fueran rápidamente a avisarnos. Así que dicho y
hecho.
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Salimos del hospital y nos encaminamos al restaurante. Ya
en la puerta tuve la primera ocasión de preguntarle por cómo se
sentía. Me dijo que estaba más nervioso que en su vida lo estuvo,
y que estaba deseando que todo pasara cuanto antes. Tenía ganas
de saber que todo había ido bien, y que tanto el niño como la
madre, estaban en perfecto estado.
Me daba cosa preguntarle así de golpe por lo que me
intrigaba, y me hacía cargo de la situación, así que rápidamente
me convencí de que en efecto, salvo que él me dijera algo, yo no
iba a sonsacarle lo más mínimo. Llegamos y nos acercamos a la
barra. Se pidió otro güisqui y yo una cerveza. Pasaba despacio el
tiempo y bebía con avidez mi amigo. Así hasta que de nuevo con
el vaso vacío y moviéndose como un rabo de lagartija, decidió
salir de nuevo hacia la cafetería del hospital. Llegamos y en
menos de cinco minutos, la noticia: ¡había sido un niño! y madre
e hijo estaban en perfectas condiciones. Pasó todo a tornarse en
bullicio y confusión para ir a ver a los dos protagonistas a la
habitación. Con lo cual, me despedí con la misma intriga que
había entrado, si bien, el convencimiento de lo que suponía,
seguía tambaleándose. Cuando me disponía a salir por la puerta
me tomó por el hombro y me dijo:
- Lo más seguro es que esta noche me quede aquí con María José
y el niño, aunque no sé si me dejarán quedarme, pero sea lo que
sea, mañana voy a verte.
- Vale, como quieras –le contesté-, te espero en la consulta.
Así que me fui y allí le dejé hecho un manojo de nervios.
Pero algo noté en su mirada. Algo raro. Como en otras ocasiones.
Llegué a casa me puse a hacer un par de cosas y casi sin darme
cuenta estaba ya en la consulta viendo a mi primer paciente de
aquel día siguiente al nacimiento del hijo de mi amigo, quien
sobre las doce y media del mediodía, me llamó para quedar
después de comer. Así lo hicimos.
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Nos vimos en la cervecería. Él venía de comer en el hospital
porque aún se iban a quedar otro día más madre e hijo
hospitalizados, más por precaución que por otra cosa. Tras los
saludos pertinentes me espetó: - Tengo que separarme de María José.
Me quedé helado. Yo que pensé que me iba a hablar del
parto y demás, por la cercanía del evento, y me dice que se va a
separar.
- Pero vamos a ver Miguel Ignacio, vayamos por partes. Acabas
de ser padre, tu esposa está aún en el hospital con tu hijo, llevas
casado poco más de nueve meses y ya te quieres separar: ¿a qué
se ha debido tan drástica decisión?
- Pues sencillamente a que no estoy enamorado de María José y
lo estoy hasta las trancas de Carmen.
- Analicemos la situación. Con Carmen en particular; y en
concreto: ¿qué es lo que pasa? Pero, espera, creo que este no es el
lugar más apropiado para hablar de esto, vayamos a la consulta.
Pagué el café, y sin pedirse él nada, le tomé por el brazo y
nos fuimos hacia la puerta. Justo, nada más salir a la calle,
comenzó a responder a mi pregunta.
- Pues que nos hemos enamorado como dos colegiales. Ella es
madura, muy madura y sabe que no va a dar ningún paso que le
pueda suponer la ruptura de su matrimonio. Por otro lado, como
conmigo, dice, no ha estado nunca con nadie. Eso me cuenta al
menos, y estoy seguro de ello por lo que me demuestra. Ya sé que
es una situación muy complicada y que hemos llegado a ella casi
sin darnos cuenta. Pero la cosa es que está así.
- Y si ella no piensa cambiar su situación, si va a seguir con su
marido, si no se va a querer casar contigo, ¿por qué tú sí quieres
separarte de María José?
201
- Pues eso es lo que pienso y lo que siento ¡joder! No estoy a
gusto con ella y encima con esta situación. Al menos si me separo
podré ser libre para estar con Carmen.
- Sí, en efecto, pero ella seguirá con las mismas limitaciones. Y
lo que es peor, que seguramente tú a partir de ese momento
empieces a exigir algo más de ella. Si es verdad que estás tan
enamorado, y ella de ti. Y si la cosa empieza así, acabará mal. Es
lo más lógico. Llegará el momento que tú quieras estar siempre
con ella, todo el tiempo, y te tendrá que decir que no. Así las
relaciones no funcionan, están condenadas al fracaso. Seguir
estando los dos casados, todavía, hasta que se os pase. Pero estoy
seguro de que no dará ningún paso.
No sabía muy bien cómo explicarme lo que sentía, si bien no
hacía tampoco mucha falta. El asunto estaba más claro que el
agua. Y, además, le entendía perfectamente ya que la tentación
había recorrido mi mente de igual manera, y en mí, podría decirse
que era más grave ateniéndonos a lo relevante del binomio
paciente-doctor. Algo, por cierto –mi creciente interés por
Carmen, y hasta los celos que de él sentía-, que no le revelé. De
todos modos mis pensamientos más se iban hacia un tema que
podría significar, de ser así, que la historia sería pasajera. Pensaba
a medida que me contaba lo sucedido, que podría ser sólo un
“encoñamiento” producido por sus carencias afectivas. Al menos
así lo veía él, porque desde luego contaba muy poco con la
versión de su esposa. Visión que yo desde luego desconocía.
Retomamos la cuestión, e insistía en lo mismo. Si bien ya
empezó a contarme con algunos detalles sus vivencias con
Carmen. Los lugares que visitaban, donde hacían el amor, todo lo
que conlleva de aventura y riesgo el que dos personas conocidas
en un entorno más o menos reducido tengan que esconderse para
amarse sin ser vistos y así descubrir sus andanzas. Me
pormenorizaba los sitios tan sumamente extravagantes que me
costaba trabajo creerle. Y en su rostro, se dibujaba la felicidad
202
cuando evocaba tal o cual momento. Tal o cual sitio. Me
describía con pelos y señales la ropa que vestía ella y los
prolegómenos. Pero cuando más feliz se le notaba, era cuando me
decía lo que disfrutaba en la soledad del campo bajo las encinas,
o por un camino jalonado de siembras verdes cogido de su mano.
La sentía suya. Tanto o más que cuando en el coche, sobre una
manta o incluso de pie, se hacían el amor.
La veía como algo suyo, y él se sentía en exclusiva de ella.
Me describía detalles, como por ejemplo, que tenía las manos
grandes. Bonitas, muy bonitas y cuidadas, elegantes, pero grandes
en contraposición a las suyas. Me hablaba de la claridad de sus
ojos verdes. Del fondo de aquel mar verde que nunca había
conocido, cuando los miraba al besarla. No paraba. Salvo los
detalles más íntimos, el resto me lo contó de la a, a la zeta. Desde
el primer día que se enlazaron, hasta el momento de pronunciar
las palabras mágicas en los momentos mágicos.
No sabía muy qué hacer salvo escucharle. Estaba tan
acostumbrado a oír y escuchar, que por deformación profesional
me lo tomaba en el fondo como una consulta más. Mis
sentimientos se atenuaron. Aquel ramalazo de celos que me dio
en su día, lo obvié. No apareció. Y él seguía hablando de aquella
mujer que le llevaba unos años. Que era lo suficientemente
madura para haber puesto las cosas en su sitio desde primera
hora, pero que por el contrario, en nada concordaba con mi
apreciación o valoración profesional del tiempo que la había
estado tratando. Claro, que a lo peor, no supe ver que lo que
necesitaba era simple y sencillamente, eso: cariño. Sentirse
amada. Algo tan natural que hasta se me pasó por alto. Y es que
también los psiquiatras, aunque hagamos de psicólogos, nos
resbalamos en el proceloso mundo de los sentimientos por
evidentes que sean. De hecho, en el gabinete eran más las
consultas de tipo sicológico que de patologías psiquiátricas.
203
Habíamos consumido ya más de tres horas de aquel día en el
que seguían en el hospital su mujer y su hijo. Así que tuve que
recordárselo porque eran casi las siete y tenía que estar allí. Con
una pereza tremenda me dijo que sí, que se iba, que ya
seguiríamos hablando cuando estuviera todo más calmado con
María José en casa y el niño. Pensé que por qué no pensaba en su
hijo más de lo que lo hacía cuando llevaba en el mundo menos de
veinticuatro horas. Estaba adormecido al hecho de ser padre.
Daba la impresión de que lo obviara cuando en otras ocasiones
había dado muestras de una gran ilusión por la paternidad. De
todas maneras, no es que hubiera sido mucho el empeño que
mostrara, pero ahora es que lo evadía. Era como si con aquella
actitud de ignorarlo, se desprendiera más de aquel lazo que le
unía a quien no amaba ni deseaba y, encima, era el lastre para
vivir una vida mucho más placentera con quien de verdad quería
y deseaba. Se marchó y no le volví a ver hasta pasadas dos
semanas que de nuevo me llamó para tomar una copa. Como
siempre, acepté una vez que tanto él como yo habíamos
concluido nuestra jornada de trabajo.
Es muy complicado apartar el grano de la paja en muchas
ocasiones. Es tan complicado el ser humano que nos
sorprendemos de las cosas que a diario suceden sin más. Y sin
embargo, todos y cada uno de esos comportamientos obedecen a
cuestiones y situaciones muy concretas que tienen su explicación
en quienes las producen. Todo tiene explicación, y cuando no la
tiene se busca. La maraña de sentimientos que se han de conjugar
con el entorno, con la educación recibida, con las ilusiones, las
expectativas, las posibilidades y los proyectos, es tal, que
descifrarlo es tarea ardua. Empresa esta de penetrar en la mente
de los demás, que nos aboca en muchos casos a la sin razón. Pero
eso precisamente, era lo que yo no tenía que hacer, y en el caso
de mi amigo, mucho menos, porque lo veía por las dos vertientes,
la particular y la profesional. Por ello, tenía que andarme con un
204
especial cuidado a la hora de hacer valoraciones o dar consejos.
Algo, que por supuesto, no hacía ni había hecho en las últimas
sesiones que nos dimos él de orador y yo de oidor, sin más, dado
que la situación, no requería de ninguna otra actuación por mi
parte ni por el momento.
Bien es cierto, con todo lo vivido, que me seguía quedando
el resquemor muy en el fondo, de si aquello, todo aquello que me
había contado, sería una verdad, o por el contrario fuera la
fantasía de quien busca una excusa que acalle su conciencia,
echando, incluso, dinamita a aquel polvorín que era su cerebro.
¿Busca quizás exterminar una relación en la que se sentía
incómodo y para conseguir tal fin justificaba cualquier medio?
Eran muchas las preguntas sin respuesta y la única información la
recibía de él, no había más fuentes en las que beber para hacerme
una idea más concreta de lo que estaba pasando.
Nos vimos pasadas aquellas dos semanas donde siempre,
pero como los días ya se alargaban un poco más con la entrada
del mes de junio, y también el calor, nos sentamos en la terraza.
Allí, en una mesa situada casi en el extremo, algo apartada, y
donde nadie ocupaba ninguno de los veladores colindantes, lo
primero que pedimos fueron un par de cañas para de inmediato
saltar a la conversación. De momento le vi algo más tranquilo y
relajado. Como más asentado en lo que había sido aquel hecho
que llena de orgullo a cualquier hombre como es el de la
progenie. Era primerizo, él, y su primogénito, además varón,
como siempre había querido, pero no empezó por ahí la
conversación, no. Directamente fue de nuevo al grano.
Yo no sabía si quería escuchar todo aquello que me tenía que
decir o por el contrario lo que deseaba era que me hablara de su
hijo, de su mujer, de cómo iba todo aquello nuevo para él de los
pañales, las tomas cada tres horas, los llantos nocturnos y
diurnos. Deseaba de verdad que la conversación girara en torno a
todo aquello. No tenía ni siquiera un mes el crío. Y yo esperando
205
que me saliera por ahí. En vano aposté porque fuera aquel el tema
de conversación porque de nuevo empezó por sus intenciones de
separarse de María José. Ahora bien, lo que vino a continuación,
sí que tenía enjundia. Después de detallar tres o cuatro cuestiones
concretas al respecto de sus intenciones, intentando justificarlas
ahora en el hecho de que se daba cuenta de que no la amaba, de
pronto dimos con un meandro en aquel río de procelosas aguas,
que hacía girar aquel torrente de impresiones casi ciento ochenta
grados: Carmen le había dicho que no se separara.
Esto surtió un efecto en aquel todavía lampiño proyecto de
adulto, demoledor. Todo lo que hasta hacía dos semanas era
seguridad, acomodo, deseo y tranquilidad, se volvió escabroso
sólo, porque su amada le había dicho que no tomara una decisión
errónea. Que meditara aquello que iba a hacer porque de todos
modos él sabía cuáles eran sus intenciones, se separara o no. Lo
que ocasionó de nuevo en aquel aprendiz de hombre, un revés en
sus adentros. De nuevo creía que el amor le daba la espalda, y
todo, por querer hacer lo que parecía más conveniente para
aquella relación como era abandonar a su esposa e hijo. Con todo
lo que conllevaba eso y con menos de un año casado. Se sintió
decepcionado por aquella mujer, que si bien le seguía amando, no
iba a tomar ninguna decisión que forzara una separación de su
familia.
¡Ah! La familia, decía él. Resulta que hay que anteponer las
apariencias a lo que verdaderamente uno siente. Pues entonces
apañados vamos. Cuando creía que se había liberado de todo el
revestimiento que da el ser libre, con la mili hecha adquiriendo el
carné de hombre, y, encima vas a formar una familia, resulta que
salen de nuevo como brota un sarampión, los prejuicios
familiares o sociales. No era capaz de razonar que aquello que
pensaba, al margen de llevar una cierta razón, entraba dentro de
toda la lógica, y que lo que Carmen le decía, era lo más normal,
al margen de creencias religiosas y convencionalismos culturales.
206
Dejando todo aquello al lado, de todos modos, para mí su
comportamiento rezumaba una importante dosis de egoísmo.
Todo lo que hacía y decía, era pensando en exclusiva en él. Se
olvidaba con toda facilidad de que por medio había sobre todo y
por encima de todo, una esposa y un hijo. El orden de cómo
ponerlos, le daba lo mismo porque sencillamente lo obviaba. No
entraba en sus cuentas ni en sus comentarios, algo que desde
luego, me llevaba a empezar a tener una opinión suya muy
distinta de la que tenía hasta entonces. ¿Cómo podría haber
cambiado tanto en tan poco tiempo? O, lo más seguro, es que no
le conociera en profundidad como creía conocerle.
Tras las dos primeras cañas se pidió el consabido dyc con
hielo y agua, y en uno de esos momentos que te decides a hurgar
de cara a conocer mejor lo que ya suponía una contradicción para
mí, fui yo quien le dije que en efecto Carmen tenía razón, y que
qué suponían para él aquel hijo y aquella esposa. Que qué le
había contestado a Carmen cuando ella se lo dijo.
La respuesta no supe si calificarla de infantil, grotesca o
tremendamente cruel. Estaba tan absorbido por aquel mundo de
ensueño amoroso, que sólo me contestó que el niño era de su
madre y que él a su madre no la quería, y si no la quería, ni la
amaba ni la deseaba, para qué tenía que estar con ellos. ¡Vaya
silogismo!, dije para mis adentros. Seguía obcecado en sí mismo.
No había nadie a su alrededor. Estaba solo; sin amigos, sin
familia, y lo que es peor, sin mujer ni hijo. Y le daba igual. Al
menos no se percibía síntoma alguno ni de arrepentimiento por lo
que decía, ni de pena y dolor hacia él mismo por aquellas
manifestaciones.
De nuevo quería convencerme a mí mismo de que aquello
fuera sólo una bufonada, y que aquella obsesión que era más que
evidente, se quedara en aguas de borraja más pronto que tarde. Le
estaba escuchando con mucha atención, casi, tan ensimismado,
que no me di cuenta de que a la cafetería se acercaba Carmen con
207
su marido. Fue su gesto el que me puso en alerta de que algo
sucedía. Su cara se transmutó. De un gesto irritado, crispado en la
conversación, si bien, no discutíamos, se convirtió en un
semblante complaciente, solícito. Hasta las comisuras de sus
labios dibujaron una leve sonrisa. Por un momento pensé que se
le podría caer la baba como a un bebé. Al mirar la dirección de
sus ojos, descubrí a la pareja que se acercaba a las mesas que
estaban en la parte opuesta de donde nos encontrábamos, pero
enfrente de nosotros, más de él que de mí. Con disimulado
movimiento me giré lo suficiente para corroborar quién era. Nos
vieron pero no hubo saludos ni siquiera en la distancia con una
mano en alto agitándose. Aquello, lo del saludo, obviamente, era
imposible. No conmigo, pero sí con él, ya que el marido de
Carmen y ella misma, en la teoría del mundillo social, sólo eran
simples conocidos de mi amigo de allí del pueblo, pero nada más.
No así yo, del que sabía el esposo de Carmen que la estaba
tratando, pero al estar de espaldas, no hubo saludo.
Continuó con su perorata cargada de alegatos dirigidos todos
en el mismo sentido, si bien bajó la intensidad de su vehemencia
al contarme. Hacía menos aspavientos, el tono de su voz cambió,
y la cara le pintaba de otra manera, seguramente porque no le
quitaba ojo a Carmen que no sé si de manera intencionada o no,
estaba sentada justo enfrente de él, así que más tiempo estaba
mirándole a ella que a mí, por lo que tuvo que ladearse un pelín
para que mi cabeza no se interpusiera en su camino. Al bajar la
viveza de la conversación se fue relajando, lo que me permitió de
vez en cuando meter baza para ver hasta dónde podría llegar
aquello en lo que se empeñaba a toda costa, y cuánto de verdad
había dentro de aquel marasmo sentimental hacia su familia.
Seguía empeñado en dejarlo todo. Pero en un momento, no
sé si de despiste o ligereza en la conversación porque estaba más
pendiente ya de Carmen que de mí de manera absolutamente
grosera, vino a darme a entender, que si no lo hacía era por
208
miedo. ¡Vaya contradicción! De manera que me estaba
machacando desde la seguridad y los egoísmos más categóricos
con que se quería separar, y va y me sale con que le da miedo.
¿Pero miedo a qué?, le pregunté. Se hizo un lío. No sabía si era a
su mujer o a su familia. De pronto empieza, en pura contradicción
con los argumentos anteriores, de que estaban las familias por
medio, las madres, los padres, los hermanos. Todo lo que hacía
un rato era totalmente despreciable de cara a sus originales
propósitos, se transformó en la misma argumentación que yo le
había hecho. Sinceramente, me lio.
Me quedé de piedra, y ya no sabía si podría ser por el efecto
del alcohol que había ingerido o porque telepáticamente, Carmen,
había puesto en su mente aquello que también ella misma le había
dicho en su día.
Mi extrañeza se volvió incertidumbre. No sabía por dónde
coger aquello. ¿Acaso me estaba probando? ¿Pero para qué? O,
por el contrario, era de verdad así de contradictorio y yo no había
sabido verlo en el tiempo que le conocía. ¿Era otra persona, o era
la persona real?: egoísta, tímido, frustrado, pueril, cabezón,
vehemente…
¿Quería con aquel comportamiento demostrarme que no le
conocía y me pedía ayuda sin decirlo?
Nos levantamos y nos fuimos. Él, sonrisa en boca al pasar
justo al lado de Carmen intencionadamente, casi le roza el codo.
Yo me hice el loco y no saludé porque aquello hubiera
significado tener que pararnos, y desde luego, no estaba dispuesto
a ver cara a cara ni a los amantes ni al marido engañado, juntos,
en plena conversación. Como hacíamos siempre, quedamos hasta
otro día sin poner fecha. Le dije que meditara sobre todo aquello
último que me había dicho, sobre lo que no quise incidir, por
cierto, ni repreguntar, porque seguramente habría servido como
caldo de cultivo de una discusión, y a aquellas alturas de la tarde
209
no estaba dispuesto. Así que eso hicimos, le di un abrazo y hasta
cuando quisiera llamarme. Cosa que hizo a los dos días.
- Tengo que darte nuevas noticias, me dijo.
- ¿Pues y eso?, ¿qué pasa?, ¿algún problema?
- No, ninguno, pero quiero comentarte algo.
- Vale, pues si quieres nos vemos esta tarde, le dije.
- Estupendo, quedamos en El Potro sobre las nueve.
Allí nos vimos a la hora indicada. La noticia: que su jefe
abría ya sin más dilación la nueva fábrica y o se iba a dirigirla o
se quedaba poco menos que sin empleo. Así que a la vez de
pedirme consejo sobre qué hacer, empezó con la famosa ya
retahíla de siempre. Qué iba a pasar ahora con su relación con
Carmen, lo primero, y lo segundo que a ver cómo se lo decía a su
mujer y qué pensaría ella. O si sería el momento justo de
aprovechar para tomar el camino de en medio y separarse.
- Pero vamos a ver Miguel Ignacio, le dije. ¿María José no ha
notado nada en todo este mes, en tu actitud distante desde que
nació el niño?
- Bueno, la verdad es que está más pendiente de él que de mí.
- ¡Coño!, pero eso también es lógico no ¿o le vas a dar tú el
pecho?
- La verdad es que me da casi igual.
- Tú tío, lo que tienes es un encoñamiento de órdago a la grande,
conseguí espetarle a ver por dónde salía.
- Sencillamente vete a hacer puñetas. ¿Y tú dices que eres mi
amigo?
- Pon los pies en el suelo de una vez hombre. No voy a discutirte
que no estés enamorado de Carmen, lo que te quiero decir, es que
eso no tiene salida ninguna. Llegará el día que por una u otra
circunstancia, ella o te deje o lo que es peor, os cojan en un
renuncio. Y entonces qué. No voy a hablar de sus sentimientos
210
porque los desconozco, pero sí te digo que está muy claro que tú
has sido el bálsamo que le ha reparado una parte de su herida. Si
bien, siendo esto verdad, también te ha dicho que no va a
renunciar por ti a nada de lo que tiene. Ni marido, ni hijos, ni
familia, ni estatus social, ni nada. Así, que llegará el día que de
una u otra forma te diga: “esto se ha terminado, Miguel Ignacio
tenemos que dejarlo”. Y, ¿entonces qué?
- Anda que me das ánimos tú y todo eso.
- Mira, no hay peor ciego que el que no quiere ver, y eso es lo
que te está sucediendo a ti. Si me permites, voy a hacer un
análisis crítico de cómo creo que eres y de lo que te ha pasado.
- Has tenido una infancia y una adolescencia feliz, pero has ido a
remolque de los mayores de tu pandilla. Te ha frustrado desde el
llevar pantalones cortos mientras los demás los llevaban largos,
hasta que las niñas más guapas del grupo se las ligaran los
mayores. A eso le sumas que cuando empezaste a moverte solo,
tuviste dos tremendas decepciones, y te creíste que se acabó el
mundo. Tiraste por la calle de en medio y te casaste por
despecho. Sin amar a tu mujer y vas y la engañas, primero sin
querer como quien dice, y luego te enamoras de la primera mujer
que se te cruza en el camino. Todo lo que tienes que hacer es
centrarte en ti mismo. Analizar si eres capaz de saber qué es lo
que quieres y decidir. Mientras no seas capaz de hacer eso, irás
dando tumbos por la vida, y lo que es peor, seguro que haciendo
daño. No es que tengas la suficiente edad para ser lo maduro que
son tanto tu mujer como tu amante, pero sí debes empezar a
pensar en algo que se llama responsabilidad, y que cuando se
adquiere hay que cumplir con ella.
Se levantó sin mirarme ni despedirse. Fue a la barra, pagó las
consumiciones y no volví a saber nada de él hasta casi pasado un
año.
211
Entender y comprender quisiera
todo el error que he cometido,
que sin quererte me aboca en el olvido,
a seguir contigo mi existencia.
Porque… Cuán despiadado llega ser el hombre,
y terrorífica su pésima conciencia,
que por pedir pide hasta clemencia,
de aquellos a quien daña hasta su nombre.
212
CAPÍTULO XVII
Hay quienes creemos que existe una vida paralela, o por
mejor decir, una vida que discurre en paralelo, pero desde el
onirismo a la vida consciente. Que los sueños son una realidad
estática, quieta pero hierática, no sé si quimérica o no por su
propio carácter de real cuando estás dentro, cuando la vives en el
día a día, que, casi siempre, en la inmensa mayoría de los casos,
es en la noche a noche. Son una concatenación de existencias que
tienen su fundamento y movilidad de escenarios cambiantes
aunque todo pase en la cama dormidos. Pero esos lugares existen
y no sólo en el cerebro de quien sueña porque, además, hoy te
encuentras con fulanito y hablas con él y tienes una aventura del
tipo de un rescate de personas en el mar, y mañana es zutanito
quien te dice que ha soñado contigo y que estabais en una fiesta
en el campo. Se ve a gente que no conoces de nada y muchas
veces hay situaciones que se repiten, como en la vida despierta en
la que caemos en los mismos errores o en la que hacemos cosas
que nos hacen sentir bien… o muy mal.
En esta vida nada convencional, carente de costumbres y
ritos, de modas y abalorios, que unos recuerdan más
profusamente y otros más exiguamente, siempre existe la prueba
de que de verdad la vivimos. Un día sueñas con algo en concreto
que dentro del sueño -de esa realidad que estás viviendo, donde tu
corazón se acelera, tus músculos hacen consumo de oxígeno por
lo tenso que se ponen y la presión arterial sube-, es obvio y
213
palpable, y sueñas, por ejemplo, que estás hablando con alguien
por teléfono sobre algo en lo que habías quedado en hacer: ¿hace
cuánto? No se sabe, pero sí conoces a la perfección el hecho que
está ocurriendo, de ahí que se sea incapaz de controlarlo. Lo
mismo cuando sueñas soñar que estas soñando que sueñas. Y te
lo dices, y te haces preguntas, y ves una realidad tan palmaria que
hasta en ocasiones se te relajan los esfínteres y te orinas en la
cama o llegas a eyacular. Es un cuerpo a merced de un cerebro,
como en la vigilia pero pensando sin pensar. Razonando sin
razonar, donde el raciocinio es la consecuencia de una falaz
tropelía del subconsciente. Ahí es donde haces y deshaces al
antojo pero sin hacer ni deshacer nada. No te mueves. Como
mucho media vuelta hacia la derecha o la izquierda, un somero
respingo, una sacudida o un susurro ininteligible. Una queja, un
leve suspiro o una abrir los ojos al infinito de un techo finito por
el que se desparrama la última imagen que nos ha llevado hasta la
aprensión y el miedo. Miras y no te crees estar despierto. Dudas
unos segundos para cerciorarte de si eres tú, o el otro, quien
intenta colegir.
La secuencia se ha cortado y esperas la claqueta que vuelva a
pedir nueva toma. Es una sensación hiriente, o placentera, y si es
así te recreas y cierras los ojos. No quieres mirar al techo, a ese
firmamento que finiquita una ilusión en la que te empeñas en
seguir, y como si de una película se tratara, con guion y
escenarios, intentas meterte de nuevo en él, con extras y restos de
aparatos y protagonistas. A veces hasta se consigue, porque se es
más feliz dormido que despierto. Pero en la inmensa mayoría de
las ocasiones como mucho, queda el poso del recuerdo.
Demasiadas elucubraciones en muy poco tiempo para un
profesional, ya que estos razonamientos que me hacía no eran
muy técnicos que digamos. Me sorprendí a mí mismo deduciendo
que a todo aquello que cavilaba me había llevado ni más ni
menos que mi amigo al que no veía hacía tanto tiempo. Fue justo
214
en el momento después de haberme acordado de él cuando
hilvané con estas cavilaciones al respecto de los sueños. Pero
claro, así lo veía yo. ¿Pero cómo lo vería el resto de seres
humanos? Pues cada vida un mundo, cada sueño otro diferente.
Al final, para todos lo mismo, sólo eso, una percepción ulterior en
vida de saberte vivo cuando duermes llevando una doble vida, la
que no manejas y es ella la que te maneja a ti.
Dicho así ¿cabría la posibilidad de que en vida consciente se
suplantara adrede por la inconsciente?
Bueno, eso sí que ya entraba mucho más dentro de lo
propiamente dicho que era mi profesión, si bien, con el tema de
los sueños nunca me había llevado bien y no era de lo que más
despertara en mí la intención de profundizar en aquel
conocimiento, llevándolo desde el punto de vista más material, a
dejarlo en un segundo plano y a planteármelo como cualquiera de
los mortales al margen de mi profesión. Ni me gusta analizar los
míos, ni le prestaba atención a buscarle el significado al de los
demás si me los contaban. Huía casi siempre de aquella
perspectiva y de aquellas situaciones en la medida que podía. De
todos modos, allí estaba haciendo valoraciones y razonamientos
sobre todo el mundo de los sueños y la repercusión que tienen en
el individuo, muy al contrario de lo que la lógica y la ciencia
indica, como es justo lo contrario: son las vivencias del día las
que nos provocan las situaciones irreales del sueño. Es como la
memoria de un ordenador, partida, troceada en partes. Dividida
en carpetas que contienen archivos que se abren al albur de quien
tiene acceso a ellos. O no. Y ahí es donde radicaba mi inquina por
aquella parte de mi profesión. Reñía desde la creencia rancia de
mis conocimientos con la parte más rústica de mi yo, y a veces
creía y me reafirmaba y otras, por el contrario, echaba todo por
tierra, cuando intencionadamente, convertía en protagonista al
subconsciente, por encima de todo lo demás. Un lío.
215
Pero ¿y por qué todas estas preguntas, y todos estos
razonamientos sólo por el hecho de haberme acordado de mi
amigo, el infiel que se encontraba a poco más de ochenta
kilómetros de mí y al que sin saber por qué, dejé de ver. Ni hizo
ninguna intención de ponerse en contacto conmigo tras el
desplante, ni yo a su vez hice nada por ponerme en contacto con
él. Sencillamente dejé que fuera pasando el tiempo, que por
demás pasó, con la velocidad del rayo. Yo iba en mí día a día
creciendo personal y profesionalmente, haciendo una vida,
podríamos decir, sana en todos los sentidos y adquiriendo un
cierto renombre en aquella comunidad que no se veía crecer
mucho y que parecía estancarse, anquilosarse. Pero bueno, de
todos modos en el aspecto formal propiamente dicho, desde luego
que no podía quejarme. Con sueños o sin ellos. La cosa era que
funcionaba moderadamente bien, lo que me permitía seguir con
uno de mis más preciados vicios: la caza.
Había terminado ya la época de la caza mayor, y sólo
quedaban unos días de primeros de abril para que concluyera la
del zorzal en puesto. La cosa es que el domingo cinco de abril,
me dispuse a darme la satisfacción de pegar los últimos tiros de la
temporada, que por cierto, no se había dado nada mal en el coto
que junto a otros amigos teníamos alquilado. Era un coto que
tenía de todo: perdices, liebres, conejos, paso de tórtolas y de
zorzales y hasta patos porque una parte de él lindaba con uno de
los grandes pantanos.
Con la satisfacción que me producía el salir al campo, como
siempre, con ilusión, empecé a preparar el sábado al mediodía,
las viandas y los pertrechos que me llevaría el domingo de buena
madrugada. En ello andaba cuando sonó el teléfono. Descolgué, y
he aquí mi sorpresa cuando oigo la voz de mi amigo el
desaparecido. ¿Qué pasa?, le dije. Dichosos los oídos que te oyen
¡joder! ¿Qué es de tu vida?, que te pareces al hijo pródigo.
216
Intenté por todos los medios hacerle ver en pocas palabras,
que en absoluto le guardaba ningún rencor por aquel extraño e
inmerecido, por mí, comportamiento suyo, pero ya se sabe, “ca
uno es ca uno”. La cosa es que me preguntó qué iba a hacer el
domingo. Le dije que me iría a cerrar la temporada al coto a ver si
mataba unos cuantos zorzales, a lo que me preguntó si me
importaba que se viniera conmigo. Como no había ningún tipo de
compromiso, puesto que los socios previamente habíamos
pactado poder llevar a un invitado, le dije que claro, que se
viniera y así podríamos hablar largo y tendido. Dicho y hecho. A
las seis de la mañana le estaba recogiendo en la puerta de su casa.
Nos fuimos primero a tomar café. Era de noche aún. No me
recibió todo lo eufórico que en él era costumbre. Lo entendí, así
que traté de quitarle hierro al asunto. Le veía encogido, tanto
desde el punto de vista físico como en el psíquico. No tenía la
fluidez y frescura de siempre. No le veía natural, no. Pero bueno,
tampoco era de extrañar, el sentimiento de culpabilidad cuando
uno está convencido de que ha hecho algo que no debería haber
hecho, toma un partido importante en el comportamiento de los
individuos, por eso no le di mayor importancia.
Durante el tiempo que estuvimos tomando café, teniendo en
cuenta que nos encontramos con otros compañeros del coto, nos
limitamos al único tema que es común en todos los corrillos a
esas horas de la madrugada, más siendo el último día de caza de
aquella temporada. El mono tema, era balance de lo abatido
durante aquellos casi seis meses de la temporada, tanto en cuanto
se refería a la caza menor como a la mayor. Él me dijo que
aquella temporada, toda prácticamente en la que no le había visto,
que sólo había salido a dos monterías y un día a un ojeo de
perdices y que se le dio bien. Yo le conté, que la mía sí había sido
una de las buenas en los últimos años, porque había hecho buenas
perchas y me había colgado dos medallas, una de bronce con un
guarro y una de plata con un “venao” que rozó el oro. Así que
217
con el café y unos churros y una copa de coñac puesta, nos
metimos en el coche en dirección a la finca.
Nos separaban poco más de treinta minutos del lugar donde
estábamos, así que la conversación en el coche se limitó a seguir
por el mismo camino de la caza. Llegamos, nos pusimos cada uno
en un puesto, muy cerca el uno del otro, y como él no llevaba
perro, el mío traía los pájaros que iban cayendo desde los dos
puestos. La mañana se nos dio bien para ser el último día, cuando
los pájaros, por regla general, están comenzando la migración,
prácticamente yéndose en grandes bandadas, a sus lugares de
origen: el norte de Europa. Así que con la satisfacción de concluir
la temporada colgándonos más de treinta zorzales cada uno, nos
dispusimos a hacer el alto allí en el campo, con una soleada
mañana por testigo y notario de lo cazado, y, como era
costumbre, echar el taco.
No nos fuimos a la casa con los demás que habían estado
relativamente cerca de nosotros, y nos quedamos al lado del
coche. Allí, sobre unas peñas, sentados, con un paisaje sacado de
un lienzo hiperrealista, comimos lo que cada uno llevó aquella
mañana aderezado, como no podía ser menos, con un buen vino.
Y seguía sin explotar aquel volcán que imaginaba lleno de
presión. Como si un tapón enorme obstruyera el cráter por donde
salir la lava, que a modo de sentimientos, llevaba dentro y yo lo
sabía.
Con el jamón y las chuletillas, el vino. El pan empapaba el
líquido que bebíamos de la bota que él traía llena. Una bota hecha
con la madre del vino sacado de sus viñas. Hablábamos poco por
dos razones, la del apetito y la de su intransigencia. Le notaba
muy distante a pesar de haberme llamado. No sabía si meterle los
dedos a ver qué pasaba, pero de momento me había propuesto
que fuera él quien comenzara a contarme algo de todo aquello
que yo sabía me iba a contar tarde o temprano.
218
A la bota le quedaba ya poco vino. Y las viandas estaban
tocando a su fin. Saqué una naranja y comencé a pelarla con la
navaja. Eran poco más de las once de la mañana, y desde luego
no estábamos dispuestos a quedarnos por allí para dar el puesto
de la tarde. El que sería dado como definitivo ya, de cierre del
balance cinegético, así que le pregunté si le apetecía que nos
fuéramos al pueblo de al lado a tomar una copilla –algo, por
cierto, muy normal a esas horas de la mañana los días de caza con
el estómago lleno-, y luego ya tirar para casa. Me dijo que sí, así
que nos fuimos hacia el coche y nos encaminamos hacia un bar
que había justo a la entrada enfrente del matadero municipal.
El vinillo ya había hecho su efecto, como siempre. Empezó a
actuar de desatascador de conciencias, de desobturador de
conductas, y él, arrancó de golpe a parecer más espontáneo y
natural; igual que siempre lo había sido conmigo. De ahí que de
entrada se le empezara a dibujar en las comisuras de los labios, la
arruga que caracteriza una leve sonrisa. Aún así, le costaba un
tremendo esfuerzo lanzarse de lleno al asunto. Pasaron los
kilómetros y sin darnos cuenta casi, estábamos sentados en la
pequeña terraza del bar que hacía un pequeño altillo, y desde
donde se dejaban ver poderosas, las montañas y picos más altos
de las Villuercas. Allí, aposentados en sendas butacas, nos dimos
al placer del postre como digestivo de lo que habíamos
desayunado. Más bien aquello había sido, desayuno, almuerzo y
casi cena, por la cantidad de lo comido.
Como siempre se pidió su segoviano con agua y yo me pedí
una copa de coñac y un café solo. Tan solo el café, como estaba
el dueño a aquellas, aún, tempranas horas de la mañana que no
llegaban al mediodía. Echó casi seguidos dos sorbos y empezó a
hablar como los gallegos, preguntando primero sobre lo que él
tenía que decir aunque fuera sin preguntas.
- ¿Qué?, ¿no me preguntas cómo me va todo?
219
- Pues a ver qué quieres que te diga. Desde luego no te lo digo
como reproche, pero creo que el que salió con cajas destempladas
hace un año y hasta ahora, fuiste tú ¿o no? Y también me podrías
haber preguntado lo mismo ¿no? O es que me hablas ya sólo
como sicólogo y no como amigo, porque la consulta la tengo en
casa ¿eh?; ¡ah!, y además cobro porque vivo de ella.
- ¡Coño! Pues vaya respuesta.
- Dime, ¿qué es lo que quieres oír tras tu comportamiento? ¿Que
te pregunte cómo estás, cómo te ha ido, qué ha pasado con
Carmen y demás?
- A ver, es que no quiero discutir contigo y a decir verdad lo
primero que debería haber hecho es pedirte disculpas por mi
salida de tono, mi marcha y mi anonimato durante todo este
tiempo, así que de verdad, tienes razón. Te pido disculpas por
aquel comportamiento absolutamente pueril. No sé. Estaba hecho
un lío. O excesivamente sensible, o algo mucho peor: que me
viene grande todo.
- Nada hombre, no te preocupes, pero date cuenta que además de
nosotros, hay más gente. Y a mucha de esa gente que está a tu
alrededor, debes cuidarla si quieres mantener una relación cordial
con ellas. Así que nada, pelillos a la mar y empieza a contarme
qué ha sido de ti todo este tiempo. Sé que has estado en el nuevo
taller y que has venido muy poco por no decir poquísimo, que
algo sé de ti. Ya sabes, aquí en los pueblos todo se sabe más tarde
o más temprano.
- La verdad es que no sé por dónde empezar. Seguramente sea
mejor empezar por lo último, o por mejor decir, por lo primero,
pero ¿ves?, hasta en el subconsciente me sale así. Porque lo
lógico es que te empezara a hablar de mi hijo que va a cumplir ya
un año y de María José ¿no? Pues no iba a empezar por ahí.
- Eso es porque tienes cosas que priorizas antes. Y de eso sólo tú
sabes el por qué.
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- Pues no sé, la verdad, pero si te digo que de verdad en el fondo
sí me importan, igual no te lo crees.
- ¿Por qué no iba a creérmelo? Un poco te conozco o creo que te
empiezo a conocer.
- Seguramente hasta mejor que yo. Porque un día pienso una
cosa, y al rato lo contrario. Estoy hecho un lío con los
sentimientos. Creo que fue una locura casarme.
- Por ahí es buen comienzo. Ahora bien, ¿lo que te sucede es
producto de algo en particular o lo haces sólo por instinto?
- Si te digo la verdad, vivo el momento. Ni hago planes para que
las cosas que luego salen salgan así, y tampoco hago nada por
evitarlas cuando las veo venir. De lo único que me doy cuenta es
que sucede así. No quiero, pero sucede.
- Habrá que entrar entonces un poco más en las motivaciones
que en los motivos. Porque por lo que me dices, es que hay algo
que te motiva y que por acción u omisión, haces cosas de las que
luego te arrepientes.
- En efecto, así es. Puede parecer complicado, inclusive una
tontería, pero es tal cual lo has dicho. La vida con María José de
alguna manera es plácida. Es una mujer inteligente, buena
persona, trabajadora, se desvive por nuestro hijo y todo lo demás.
Aquello que sucedió, pasó, pero de todos modos las relaciones
sexuales no llegan a la plenitud o a lo que yo creo que debería ser
una relación de pareja. De recién casados. Sólo llevamos un año.
No sé, igual estoy equivocado, pero así lo noto. Percibo una cierta
pasividad en su comportamiento. Por un lado. Por otro, es que
veo a una escoba con faldas o un cura con sotana y se me van los
ojos ¡coño!
- ¡Vamos!, que estás más “salío” que el carnero de la Legión.
Nos reímos.
Justo en aquel momento de las risas, es cuando aprovechó para
llamar al camarero para que nos trajera lo mismo. Yo decliné la
221
invitación ya que aún me quedaba en la copa coñac suficiente
como para continuar la charla. Esperamos a que le sirvieran otro
dyc con hielo y agua y continuamos con la conversación ahora
preguntando yo.
- Y con Carmen, a ver, qué ha pasado si es que ha pasado algo.
- Con Carmen, o de Carmen, sigo enamorado, de ahí que sepa
dos cosas fundamentales para darme cuenta de lo que me aqueja
y disgusta esta situación que te he empezado a comentar. Una es
que he conocido el amor con ella. Al menos eso creo, y la
segunda es consecuencia de esta, o sea, que sólo lo creo. Que no
lo sé ¡vamos!
- ¡Ostras tío!, eso sí que es un jeroglífico. ¡Hasta para mí!, así
que a ver si me lo puedes descifrar un poco. Trata de abrir el
campo y exponme situaciones concretas. Qué es lo que realmente
piensas, si estableces comparaciones, si lo meditas. Qué te dices
cuando especulas con todo eso.
- Es complicado, pero resumiendo mucho…
- No, por favor, no resumas. Dime cómo, cuándo y el por qué de
lo que piensas y las consiguientes desviaciones que eso te
provoque.
- Básicamente hay algo que me llama la atención: hago lo que
hago sin el más mínimo miramiento. Pero ¡ojo!, eso antes de
hacerlo, después, lo que me sucede es que se apodera de mí un
sentimiento de culpabilidad que me atormenta…
- ¿Durante mucho rato? –inquirí-.
- Pues tampoco he llegado a calcularlo. Sé que le doy vueltas y
vueltas al asunto hasta que veo un gesto familiar que me acomode
de nuevo a la vida normal, y lo entrecomillo. Y de golpe, como si
no hubiera pasado nada, me acomodo. Y, hasta la nueva
situación.
- Un momento que me da la sensación de que nos estamos
dispersando mucho. Vayamos por partes.
222
- Vale, como tú digas, a ver dime.
- Hagamos una cronología de hechos ¿de acuerdo?, es que si no
vamos por partes, nos vamos a perder. Comencemos por el
principio, es decir, cuando te vas a tu nuevo destino a trabajar
¿no?, que es cuando te pierdo la pista. Ahí estás con Carmen y
además, muy ilusionado ¿no?
- Sí, en efecto. Cuando me voy, es también firmando casi de
golpe la sentencia de muerte en la relación con ella. El día que se
lo dije, me dijo que seguramente sería lo mejor para todos
incluyéndome, como es lógico, a mí. Que la distancia pondría en
valor lo nuestro, aunque no nos viéramos con la frecuencia que
últimamente lo veníamos haciendo, habiéndose creado un vínculo
que a ella, según me dijo, ya le empezaba a dar miedo. No por
nada, sino por el cariño que crecía y crecía, más y más en cada
una de las citas que manteníamos. Y de la forma en las que las
manteníamos.
- Entonces, ¿hace cuánto tiempo que no estás con Carmen?
- Estar, lo que se dice estar físicamente no legará a tres meses.
Estuve hablando con ella por teléfono, justo antes de venirme este
fin de semana, que por cierto es el tercero en casi un año.
- Ya, más o menos eso lo sé. Me han dicho que no venías, que
había mucho trabajo por hacer allí.
- En realidad casi que era un pretexto. Que por otro lado me
dolía. Quería y no quería estar aquí, en casa con María José y el
niño. Y de pronto me entraban ganas de coger el coche, venir y
volver a irme.
- ¿Y por qué no lo hacías?, tampoco son tantos kilómetros.
- Pues no sé, ya te digo, hecho un lío. Tan pronto pensaba eso,
como al rato siguiente me asaltaba la mala intención y quería
llamar por teléfono a Luis Prieto, el abogado, y decirle que
preparara los papeles de la separación. Y a lo mejor no habían
223
pasado ni diez minutos y me estaba haciendo el reproche sobre
eso.
Llevábamos allí más de una hora. Salió el camarero a retirar
mis servicios y se llevó también el segundo vaso vacío del
güisqui suyo. Hizo la intención de pedir otra copa pero le corté
diciéndole que sería preferible que nos fuéramos acercando al
pueblo a ver si llegábamos antes de las tres de la tarde. No es que
tuviera ningún compromiso, pero tampoco me apetecía estar por
ahí tomando copas. Si acaso tomaríamos otra ya en la cafetería de
al lado de casa. Así lo hicimos. Pagamos y nos metimos en el
coche en dirección a Villanueva.
Llegamos en menos de media hora, como a las dos y media,
y se notaba buen ambiente por la calle. Como si la primavera
hubiera irrumpido de golpe y antes de tiempo. Hasta en las
vestimentas de la gente se notaba aquel día que había amanecido
muy fresquito y que ya dejaba en los termómetros casi
veinticinco grados.
Llegamos a la cafetería, y mira por donde, llegaba en ese
preciso instante su mujer con su hijo. Después de los pertinentes
saludos y una corta conversación, le dejé allí, sentado y con el
rostro cambiado. Pero cuando me alejaba, como si se tratara del
náufrago que ve un vapor a lo lejos, me gritó, y acto seguido salió
corriendo hacia mí.
- ¡Oye! ¿Qué pasa con los cacharros?
- Nada hombre, bajo en casa la escopeta y los zorzales y luego te
pasas por ellos que voy a estar allí. Quédate con tu mujer y tu
hijo. Cuando vayas a recogerlos, seguimos si tienes tiempo, si no,
pues ya te lo acerco esta noche. ¿Cuándo te vas?
- Mañana por la mañana temprano. He de estar allí antes de las
ocho.
- ¿Y cuándo piensas volver?
224
- ¡Joder!, que no lo sé. Que nos hemos quedado a mitad de todo
y sigo en la misma indecisión.
- Bien. Trata entonces de venir a casa esta tarde y ya veremos.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia la mesa donde su esposa
bebía una cerveza. Se fue con cara de amargado, de desesperado.
Parecía como si odiase a aquella mujer, y no era así. Además,
estaba su hijo. ¿Qué sentía por él? No me hablaba del niño,
sencillamente pareciera que no existía.
A las cinco de la tarde sonó el timbre. Era él. Noté ya en sus
ojos que desde mi despedida había seguido bebiendo. Le invité a
pasar y nos sentamos para que me contara algo más de aquella
peripecia que le había llevado a estar casi un año fuera de casa.
Estaba elocuente. El alcohol le daba fluidez en la expresión, al
menos hasta la cantidad que había ingerido que no era como para
estar borracho, pero sí con el puntito. Se arrellanó en el sofá,
cogió su vaso, removió el hielo con el dedo índice, lo chupó y
tras dar el primer sorbo comenzó a desgranarme una por una y
uno por uno, todos y cada uno de los acontecimientos que habían
jalonado su estancia en aquel pueblo, al que llegó creyéndose la
gente, más bien las mozuelas casamenteras, que aquel joven
lampiño era un soltero que llegaba al lugar como posible pieza
para ser cazada.
Una de las primeras cosas que me dijo, como para ponerme
en antecedentes, es que como tenía aquella mala costumbre de no
poder llevar nada en las manos, en las muñecas ni en el pecho; ni
medallas ni reloj ni sortijas, al llegar allí ya no llevaba puesta la
alianza. Un hecho que en sí no significaba mucho, ya que
también una de las primeras cuestiones que me puso encima de la
mesa, era que cada vez que conocía a una mujer, lo primero que
le decía es que estaba casado. Algo que en algunos casos, según
me dijo, sirvió hasta de acicate para alguna de aquellas
jovenzuelas y menos jovenzuelas con las que había estado.
225
También quiso dejar claro, que eso pasó sólo los tres meses
últimos, justo después de haber dejado a Carmen, porque hasta
aquel momento, si bien había conocido a gente de su edad, tanto
chicas como chicos, jamás había pasado de lo que era una
relación de amistad y el tiempo que su trabajo le permitía. Aún
así, eran demasiadas las referencias que hacía al contacto con
aquellas amigas putativas, se podrían llamar, porque eran más sus
hermanas que objetos de deseo por su parte según me contaba.
Pero claro, todo aquel contacto, aquellas amistades, de alguna
manera era lógico que algún día terminaran en otra cosa.
El asunto fundamental es que Carmen y él se dejaron tras
pasar ya demasiado tiempo sin verse. O haciéndolo de manera
muy inapropiada, esporádica y corriendo demasiados riesgos,
sobre todo ella. Así que amortizada aquella relación, decidió
dejarse llevar. No decía que no nunca. Se limitaba a trabajar y a
divertirse. El hedonismo se hizo su religión, y bien que la
profesaba, pero como sucede con todas las religiones, tiene sus
pros y sus contras, y lo que durante la tarde y la noche había sido
una juerga concluida con el placer de darse satisfacción dos
jóvenes, la penitencia se servía en la cama y fría, no a los pies de
un confesionario.
Le daba vueltas y más vueltas a aquello que había hecho y de
lo que nadie se había enterado. Sobre todo y ante todo, en ése
código moral tan inmoral que se impone quien a sabiendas de lo
que hace, lo hace, y tenía claro que no debía dar el cante. Que
aquellos flirteos, aquellas conquistas, tenían que estar presididas
por la más absoluta discreción, y con la prudencia del delincuente
que no quiere ser cogido in fraganti, tenía y debía ponderar muy
bien lo que hacía.
Eso no era óbice, para que luego, en sus a solas, se devanara
los sesos e hiciera hasta actos de contrición e, incluso, propósitos
de enmienda, como el mejor de los cristianos. Lo mismo se
crucificaba tres veces en la cama antes de dormirse, que se
226
relajaba y se daba al ensueño y la cábala. Me contó, que para
dormirse muchas veces, después de lo de Carmen, es decir, en los
últimos tres meses, necesitaba pensar en alguien. En alguna mujer
de la que sentirse enamorado, sin importarle siquiera si ella lo
estaba o no de él.
Esa fue una de las cosas que me llamó más la atención de
toda la conversación, ya que esto denotaba un claro signo de
onirismo, de una fantasía desmedida. O sea que le daba lo mismo
ser como no ser correspondido o amado por aquella mujer en la
que pensaba. Pero con un matiz muy importante que me hizo
pensar y me dejó atónito cuando se lo pregunté. Aquello era así,
básicamente, porque en lo que él pensaba cuando tenía este tipo
de ensoñaciones, era porque lo que deseaba, era conquistarla y
después, sentirse amado. Todo eso había sucedido en cuestión de
tres meses.
Haciendo honor a la verdad, no es que me estuviera
quedando atónito, porque no. A esas alturas ya había oído muchas
cosas a pesar también de mi juventud, pero cierto es que me
llamó la atención el conjunto entero. O sea, el contenido y el
continente al que yo conocía, pero que me daba cuenta que, una
de dos, o no le conocía absolutamente de nada, o se daba un
desdoblamiento de la personalidad. No podría llamarlo, ni mucho
menos, un trastorno bipolar, pero aquellas manías que
acompañaba en sus comentarios que había empezado a
desarrollar, los estados de ánimo tan cambiantes, a pesar de ser
muy enérgico y vehemente de por sí, o por lo que yo le conocía,
conjugándose con aquellos estados de ansiedad devenidos de una
de aquellas relaciones, junto a los estados de euforia que me
describía en cuanto a su hedonismo, me iban dejando, una vez
más, ciertamente desconcertado.
Tenía que tener en cuenta que me estaba contando su vida
del último año, teniendo yo el conocimiento que de él tenía desde
que nos conocimos, y aquello no cuadraba en nada con lo que
227
hasta entonces había vivido con él. De momento no le veía como
paciente, sino como amigos que se cuentan lo que les pasa o ha
pasado cuando llevan sin verse mucho tiempo. En cuatro güisquis
más me contó con pelos y señales aquella peripecia con la que se
iba a encontrar de nuevo en unas horas. Eran casi las once de la
noche. Una sesión de seis horas que me puso al día de un nuevo
asunto en el que pensar si quería ayudar a aquella persona que sin
pronunciarlo me estaba lanzando un SOS… y desde luego, con
aquello, no me pedía un paquete de arroz de aquella conocida
marca.
Voy a soñar para que me ames,
aunque no te veo convencida,
ni siquiera estás concebida,
nada más que en mi mente de momento.
Pero me haces falta como el yugo al buey
si queremos caminar juntos. ¿Quieres?
No te veo, es verdad, pero te siento en mi piel,
en mis brazos, en mis muslos, en mi desnudo pecho.
Siento tus caricias y besos,
Noto también tu desnudez, y palpo tus redondos senos.
Te siento tanto que la noche envejece pronto,
y así nacerá el alba y te llevará de este tálamo,
para mi desgracia, de mi lado, de mi sueño.
No te vayas, por favor. Quédate a dormir mi sueño.
Quédate conmigo ahora, que para luego será ya tarde.
228
CAPÍTULO XVIII
Cuando aquella noche se marchó de mi casa lo hizo
contento. Por el güisqui ingerido y por el lastre que se había
quitado de encima. Salió casi levitando, y con un cierto sopor
etílico que se le reflejaba en los ojos y en una sonrisa burlona con
la que me dijo en su despedida: estaremos en contacto. Y así fue.
Me llamaba con una relativa frecuencia y los fines de semana, era
muy raro que no los pasara en su casa. Es más, hasta había días
entre semana que aparecía a las ocho de la tarde y a las seis y
media de la mañana estaba levantado y cogiendo el coche para
irse de nuevo. Un cambio radical en el que yo nada tuve que ver
aquella tarde puesto que me limité a escucharle. Ni le di consejos,
ni le orienté en nada. Sencillamente aquel cambio se produjo
como por generación espontánea.
Llegó el verano y se fueron de vacaciones juntos los tres,
madre, hijo y él, y al regreso me contó lo mucho que habían
disfrutado. Posteriormente, en la temporada de caza solíamos
vernos casi todos los fines de semana. Y así, como si nada
hubiera pasado casi un año entero antes, se comportaba como un
padre y un esposo, digamos: ejemplar. No daba crédito a lo que
veía. Ni una sola referencia a aventura alguna ni comentarios del
tenor de antes en relación a la separación. Aquello parecía un
milagro.
Cuando nos veíamos, de lo que menos hablábamos era de
cuestiones relacionadas con lo que antes había hecho. Ni
229
sentimientos de culpa, ni aventuras esporádicas, ni Carmen, ni
nada. Sólo nos centrábamos en lo cotidiano, en el día a día y así
el tiempo iba pasando, ocupando ya el espacio, la monotonía, la
cotidianidad pueblerina. El, a poco más de ochenta kilómetros, y
yo en el mismo sitio. Los lazos se fueron estrechando un día tras
otro cuando nos veíamos, claro, y así iba pasando el tiempo. En
cualquier caso, si había algo reseñable de aquel comportamiento
plácido y ejemplar, era su continuada afición al güisqui y a las
cañas de cerveza de mediodía, pero bueno, aquello casi que se
achacaba más a la edad que a una posible adicción al alcohol, de
ahí que no le echara más cuenta que la del simple comentario o la
referencia anotada en algún papel como acotación al margen en
mi diario cuando me encontraba solo en el despacho.
Transcurría el tiempo. Crecía su hijo Miguel y a la par que el
niño, progresaba el negocio, lo que a su jefe le tenía francamente
contento. Esta circunstancia, le llevó a proponerle una nueva
aventura empresarial, esta vez en la otra punta de la región. En
algo más de cuatro años aquella prueba y apuesta industrial había
llegado a tener tanta facturación o incluso más, que el negocio
matriz, así que con la estabilidad política y económica en la que
comenzaba a verse el país, quiso extender los tentáculos del
negocio con aquellos magros beneficios obtenidos en poco más
de un lustro desde que empezara en el negocio del mármol.
Llegando ya casi a la treintena de años, con una estabilidad
emocional, para mí, evidente, y un horizonte laboral a largo plazo
próspero, dijo que sí –en principio-, a aquel nuevo reto que se le
presentaba, pero esta vez las distancias eran mucho más grandes.
Había puesto los ojos aquel empresario y a la vez amigo suyo, en
el norte de la provincia de Cáceres. No lo tenía decidido del todo,
pero estaba barajando dos posibilidades: entre el Valle del
Ambroz, con salida desde Hervás y Baños de Montemayor hacia
la N-630 y Salamanca al norte y Plasencia y Cáceres al sur como
fuentes donde hacer una importante cartera de clientes, y
230
Navalmoral de la Mata con la salida de la Nacional V, mirando
hacia Talavera de la Reina, Toledo e inclusive Madrid. Así que
tenía que ultimar el lugar, que además, quería consensuar con
quien había conseguido tan buenos réditos en tan poco tiempo.
Después de unas cuantas deliberaciones, se inclinaron hacia
la ciudad de Navalmoral, que a priori, por el emplazamiento y el
crecimiento que experimentaba con la Central Nuclear de
Almaraz allí al lado, daba la clara sensación de que podría ser,
comercialmente hablando, entre las dos posibles ubicaciones, la
mejor. Así que lo decidieron calculando los tiempos y las fechas
más interesantes para la apertura. Se pusieron manos a la obra y
en menos de seis meses estaba todo preparado para la
inauguración del nuevo taller en la ciudad cacereña.
Lo primero que hizo fue buscar alojamiento, porque ir y
venir todos los días a su casa era prácticamente imposible. Eran
casi dos horas de camino, por lo que tanto por el tiempo, así
como por el gasto de gasolina, las cosas no pintaban en positivo.
De todos modos contaba con el beneplácito de su mujer sabiendo
que los fines de semana los pasaría de viernes a lunes en casa con
ellos y el resto de la familia. Lo segundo, disponerlo todo para
empezar a funcionar, sabiendo que los primeros días eran los más
difíciles, porque echar a andar cualquier negocio en sitio extraño,
es complicado. Aun así, cargado de optimismo y con las pocas
referencias obtenidas durante el tiempo de montaje del taller, se
puso manos a la obra. Lo inmediato como era lógico, la selección
del personal antes de empezar a funcionar, que consistía en tres
personas para el taller y un administrativo para la oficina además
de un comercial.
Una vez instalado en un piso que estaba muy cerca del local,
hizo correr la voz y publicitó por los medios de comunicación
locales, los puestos de trabajo. Con todo montado, las entrevistas
las realizaba allí mismo, para que los candidatos vieran la
maquinaria y poder así comprobar in situ, el conocimiento y
231
manejo que tenían de las cortadoras, las pulidoras y demás
aparatos de uso diario. De la misma manera, seleccionaba al
administrativo y al comercial. No le llevó ni una semana tener al
completo la plantilla para iniciar los trabajos que ya le empezaban
a llegar, antes incluso de la inauguración, debido a los amigos
que ya iba haciendo por la comarca. Desde luego, el que la
central nuclear estuviera a punto de comenzar a generar energía
eléctrica, había sido un aliciente para toda la comarca del Campo
Arañuelo, si bien, no era así como lo veían los políticos
regionales con su presidente a la cabeza.
Nada quería saber de políticos ni de zarandajas políticas, él a
lo suyo que era el negocio. Así que llegado el momento reunió al
equipo que cuidadosamente había seleccionado. Cuatro hombres,
los tres del taller y el comercial y una mujer, la administrativa.
Un equipo joven e ilusionado en aquella experiencia que
comenzaba. Para mi amigo, ya avezado en la materia, una rutina
como quien dice. Así empezaron a trabajar. Recibiendo los
primeros tableros de mármol de los mismos proveedores que
había tenido en el otro lugar.
El comienzo fue frenético. Entre él y el comercial
conseguían que no dieran abastos los tres hombres cortando y
puliendo tableros. Haciendo lápidas y encimeras, o escaleras. No
tenía tiempo para nada, trabajaba desde antes de salir el sol hasta
bien entrada la noche; de hecho la primera semana y la segunda
no fue a casa. El trabajo comenzó a embeberle de tal forma que
hasta empezó a adelgazar considerablemente, si bien, a la vez, no
le quedaba tiempo ni siquiera para echarse sus güisquitos por la
tarde o por la noche. Pero claro, aquello tendría que avenirse a un
ritmo lógico porque no había cuerpo que lo aguantara más de un
mes. Tal era la cantidad de trabajo que entraba que ya en quince
días se planteó el incrementar la plantilla para el taller, porque
veía a aquellos tres hombres, con un cierto de agobio. Tan
232
enfrascado estaba en lo que llevaba entre manos, que no le había
echado cuenta siquiera a Mariana, la administrativa.
El primer mes pasó rápido. Y el segundo y el tercero se
evaporaron, no así la cuenta de resultados. Y el trabajo empezó
ya a ritmo. Comenzó la rutina de los fines de semana en casa, con
su esposa y aquel hijo que seguía creciendo. Se fueron
organizando todos, y organizándose todo y en esa organización
estaba que él estuviera ya más tiempo en la oficina, así que un día
reparó en Mariana, a la que no había mirado antes con otros ojos
que no fueran los de quien está centrado en lo que hace y como su
jefe. Tanto se fijó en ella aquel día, que a la primera oportunidad
que tuvo estando toda la mañana en la oficina, la invitó a comer.
El hecho de la comida, la lógica conversación distendida entre
jefe y empleada sobre cómo iba la marcha del negocio. Pero en
los postres, ya la miraba de otra forma. Aquellos ojos que tanto
tiempo habían estado cerrados a la posibilidad de la infidelidad,
se abrieron de repente.
Era joven y guapa. Morena, pelo largo con grandes ondas,
casi rizado, y ojos verdes. Una estatura que se ajustaba
perfectamente a sus medidas, a las de él. Y la mujer también le
miró. Se quedaron los dos cogidos en el mismo momento. Fue
una chispa. Algo que se nota, que él había notado ya en otra
ocasión con mi paciente Carmen. De recién casado. Pero no lo
había vuelto a sentir ni había querido sentirlo. Pero pasó. Fue él
quien retiró la mirada pero se quedó con la sensación en la boca
del estómago que le decía qué era lo que había sucedido. Por un
momento quiso y no quiso analizarlo. Así que tomó la estrategia
que mejor sabía y que más conocía. Pedir un güisqui como postre
de la comida y como huidizo recurso a lo que estaba pasando.
Le preguntó si quería tomar algo, algún licor con o sin
alcohol. Ella dijo que no. La conversación tan animada hasta
entonces, de tú a tú, con sobriedad y discreción absoluta, por los
únicos derroteros de lo profesional se acalló. Ambos se dieron
233
cuenta de que había pasado algo, y como siempre le había
sucedido, sería ella la que tomaría la decisión de levantarse, dejar
la servilleta doblada sobre el mantel y despedirse.
- Me voy a la oficina
- ¿Ya? Si aún es temprano.
- Sí, pero quiero adelantar con lo de los presupuestos de
Talavera
- Pero si eso no corre prisa. Tenemos hasta el mes que viene.
- Cierto, pero quiero tenerlos hechos y mandarlos lo antes
posible, Carlos me ha dicho que esta gente es muy pijotera, así
que mejor se lo dejo hecho que mañana va para allá.
- Bueno, como quieras. Yo llegaré pronto.
La mujer salió y se quedó en aquella soledad del
pensamiento abierto a las expectativas. Se observó por dentro y
empezó a hacerse preguntas cuando se vio con el segundo güisqui
en la mesa, algo que no había hecho desde hacía más de tres
meses. Allí estaba con el arcano del vaso largo. Mirándolo a ver
si le decía algo o si era él quien hablaba. Pero no. Quería
respuestas a aquello que aún le duraba. La tenía en la retina. Allí
enfrente había fotografiado aquel rostro y aquel cuerpo que hasta
entonces había pasado desapercibido. A quien no había mirado
con ninguna intención. Ni buena ni mala. Hasta entonces la había
visto como una más de sus compañeros o de sus empleados. Pero
el nombre de Mariana y aquellos ojos verdes le perseguían en su
mente.
El arcano segoviano no decía nada y se seguía devanando los
sesos. ¿Pero qué me ha pasado? Era la pregunta que se hacía una
y otra vez. No hallaba respuesta en el fondo de aquel vaso ni
señal alguna en los hielos que se iban deshaciendo a medida que
pasaba el tiempo. Pidió la cuenta, pagó y se marchó hacia el
taller. Cuando llegó ya estaban las máquinas con el ruidoso
entone. Saludó y subió a la oficina. Iba pensando escalón tras
234
escalón qué pasaría. Abrió la puerta y allí estaba aquella mujer.
Embebida en su trabajo. El sonido de la máquina de escribir era
la música que acompasaba sus movimientos detrás de aquella
mesa. Se la quedó mirando. Ella seguía escribiendo. Miraba sus
manos, en las que no había reparado antes. Eran de largos y
estilizados dedos. Las uñas, justas de largas y de manicura casera,
las llevaba pintadas de un morado claro. Tampoco se había fijado
en que se pintaba las uñas. Y el pelo le caía por los hombros.
Entró en su despacho, acristalado e insonorizado entero, tras
pronunciar un lacónico: ya estoy aquí. Ella no levantó la cabeza y
contestó con un hola que se dejaba oír casi más breve que lo
dicho por él. Y siguió a lo suyo. Embebida en el trabajo que
estaba haciendo, pero con la diferencia de que a partir de
entonces, cuando ya estuvo asentado en su despacho y comenzó
con su trajín, era ella quien más alzaba la cabeza para mirar hacia
el despacho de su jefe. Le veía allí, de una manera diferente a
como le había visto siempre. También ella empezaba a hacerse
preguntas por lo sucedido en el restaurante. Aunque era más
joven la mujer, la diferencia de edad no era sustancial. Soltera y
sin compromiso, conocía del estado casado de Miguel Ignacio,
pero lo que pasó, pasó, y ella no estaba muy acostumbrada a
aquello.
Así, en aquel ensimismamiento silencioso, cargado sólo de
miradas y pensamientos mudos, pasaron tres semanas. No se
volvió a producir la ocasión de poder verse a solas, hasta que
llegó el fin de semana. Era viernes por la mañana y él se vendría
a casa después de comer para estar aquí en el pueblo sobre las
cinco. Me llamó esa misma mañana para quedar el sábado. Le
dije que sí. No le vi en todo el fin de semana y el lunes me llamó
para disculparse y contarme lo que había sucedido. Mariana, su
administrativa, se le había declarado, y él a su vez, me dijo que se
había enamorado como un adolescente de nuevo. Me contó los
pormenores del asunto. Que se fueron a su piso y que pasó lo que
235
tenía que pasar. Me dijo como era ella y que desde luego estaba
algo confuso, pero que sentía lo mismo que le pasó con Carmen.
Yo, de momento, me quedé un poco borroso, porque no me
había hecho ninguna referencia a nada que tuviera que ver con
aquello que parecía enterrado y bien sepultado desde hacía
tiempo. Pero no. Volví a percibir la ilusión y el gozo en su voz.
Sus sentimientos afloraban y se expresaba como un niño con
zapatos nuevos. Bueno, me dije y le dije, a ver qué pasa, ojalá y
sea sólo un calentón pasajero y no se busque más líos. Pero no
iban por ahí los derroteros de su destino porque al fin de semana
siguiente, volvió a poner un pretexto para quedarse en
Navalmoral trabajando o de viaje a Almería a comprar mármol, y
no llegaría hasta el lunes de nuevo al taller, así que no podría ir a
casa ese fin de semana tampoco.
En efecto, eso hizo: marcharse a Almería, pero con Mariana.
Antes que a mí, aunque no me dijo nada del viaje en compañía,
había llamado a María José, su esposa, para decirle que cuando
llegara a Almería le llamaría diciéndole en qué hotel estaba,
como hacía siempre que salía de viaje. Así como que no sabía si
se quedaría allí en la ciudad, en el cruce de Baza donde solía
hacerlo, o en Macael, pero que de todos modos la llamaría. Colgó
tras las llamadas y se fue.
Nada más terminar de trabajar, se despidieron como todos
los días. Ella fue a su casa, hizo un pequeño bolso con lo
indispensable y mientras, él hacía lo mismo en su piso. En diez
minutos estaba en la esquina del restaurante donde solía comer y
por donde llegaría Mariana. Se montó en el coche y no pararon
hasta Toledo para comer algo. Tenían por delante setecientos
kilómetros y más de siete horas de camino. Pero daba igual, sabía
que esa noche y la del sábado, dormiría en el Parador de Mojácar,
y el domingo a medio día, saldrían de nuevo camino de
Navalmoral.
236
Llegaron cerca de las once al Parador, se registró y subieron
a la habitación. Lo primero de todo fue ducharse y hacer el amor.
Una hora de pasión, entregados a la lujuria de aquellas
sensaciones. Un paroxismo propio de unos amantes
experimentados en el amor y en el sexo. Cuando abrazados en la
cama reposaron conscientemente aquel ardor, aquellos jadeos,
aquella nueva vivencia que les unía en cuerpo, y lo más
importante para él y para ella, en alma, se miraron con la tibieza
que proporciona el esfuerzo amoroso. Sosegaron los cuerpos unos
minutos y lo limpiaron de las impurezas que dejan el sudor y los
distintos jugos que se mezclan en tan placentero acto. Nueva
ducha y la invitación a salir a tomar algo. Se había desprendido
absolutamente de todo. Aquel mundo no tenía nada que ver con
Navalmoral, no se acordaba ni del trabajo, ni de su familia, ni de
sus amigos. De nada, ni de nadie. Vivía como el aventurero que
caza leones en el Serengueti. A miles de kilómetros de distancia.
Era otro universo, otros decorados, y otras voces. Diferentes los
acentos y distintas las luces. Cenaron en el mismo Parador y
brindaron con champán antes de tomar una copa en el club, y ya a
las cuatro de la mañana, se fueron a la cama. Más sexo, más
amor, y extenuados, casi era de día cuando se quedaron dormidos
con el cartel de “no molesten” colgado en el pomo de la puerta.
Era bien entrada la mañana cuando despertaron. El sol se
dejaba ver entre los visillos que cubrían aquellas ventanas de
madera, talladas, rústicas y barnizadas. Fue ella quien nada más
despertar de aquel plácido sueño, al que les llevó el cansancio, la
que se abrazó de nuevo al cuerpo desnudo de él. Un despertar a la
vida real desde la ensoñación de otra realidad ya pasada, vivida
con tal intensidad que les parecía el Paraíso. De nuevo, y antes de
ir al baño siquiera, volvieron a hacer el amor. Eran más de las
doce. Se levantaron, se dirigieron a la cafetería y tomaron algo.
Ella le dijo entonces que le gustaría conocer Macael y sus
canteras. De dónde se extraía todo aquel mármol que ella veía
237
cortar y pulir. Transformarse en aquello que tantas veces vio en
los cementerios. Pensado, dicho y hecho. Cogieron el coche y se
dirigieron hacia la población que estaba a unos ochenta
kilómetros, no muy lejana para una excursión, pero de carretera
muy sinuosa en su trazado desde el cruce de Tabernas hasta
Macael. Daba igual porque de todos modos no tenían prisas y
llegarían más o menos a la hora de tomarse unas cañas y comer.
Se pusieron en marcha sin acordarse lo más mínimo de que no
había llamado a casa al llegar, ni lo hizo en aquel momento antes
de salir.
Al llegar al cruce de Tabernas eran ya más de la una de la
tarde. Enfilaron la tortuosa carretera, estrecha como un puerto de
montaña. Con eses continuas y unos terraplenes tremendos en la
medida que iban subiendo. Alcanzaron los mil doscientos metros
justo en el momento que en una curva a derechas con cambio de
rasante, a unos tres kilómetros de Tahal, se les echó encima un
camión cargado con escombros de mármol. Dio un volantazo
para evitar el choque frontal y cayó hacia el terraplén. El coche
no llegó a volcar porque fortuitamente lo frenó en seco un
pequeño montículo que había en el talud que se empinaba con un
desnivel de más del treinta por ciento. De no haber sido por
aquello, habrían llegado hasta abajo. Y allí se quedaron. Dentro
del coche con el morro empotrado en aquel balcón que les salvó
la vida. Se bajó el camionero y les ayudó a salir. Una pequeña
herida en la cabeza ella por dar contra el parabrisas al no llevar el
cinturón puesto, y lo mismo él además de con un golpe en el
pecho dado con el volante. Les subió al camión para llevarlos a
Almería al hospital, no parecían importantes las contusiones,
pero, aunque poca, la sangre seguía manando de la frente de
aquellos dos amantes que vieron frustrado aquel fin de semana de
pasiones y gozos. Justo al llegar a la altura de Huércal de
Almería, mi amigo perdió el conocimiento.
238
CAPÍTULO XIX
Eran las cuatro y media del viernes. Su padre no llevaba en
el coche ni una hora, aún no habría llegado a Toledo cuando
Miguel jugaba en su casa. No estaba su madre porque aquel
viernes estaba trabajando de tarde. De pronto, la niñera que le
cuidaba oyó un golpe. Ella estaba en la cocina y fue al salón
encontrándose al niño tirado en el suelo sin moverse, sin respirar.
Empezó a gritar y a pedir socorro. Llegaron algunos vecinos y
ante el panorama, llamaron de inmediato al hospital. Cuando
llegaron los sanitarios, y su madre con ellos, el niño estaba
muerto. Posteriormente, el diagnóstico diría: muerte súbita. Era
un niño sano que no tuvo más de los normales contratiempos de
salud que cualquiera. Catarros, amigdalitis, las paperas, la
escarlatina y poco más. Cuando llegó su madre sólo pudo ver ya a
su hijo casi frío. El panorama era dantesco. Una madre rota,
desecha por el dolor y sola.
Acompañada por mucha gente. Toda la familia, tanto de ella
como de él, estaba allí arropándola y llorando aquella pérdida.
Pero estaba sola. Faltaba el padre de aquella criatura yacente,
inmóvil a la vida que ya había entrado en la vida de la muerte.
Entró de repente, sin esperarlo nadie ni motivos evidentes que
delataran tan temprana marcha. Una mujer desolada a la que poco
a poco se le iba secando el embalse del lagrimal, por cada hora
que pasaba de aquella tarde de viernes. Esperaba en la lejanía de
su pensamiento y dolor, que al llegar la noche, al menos, tuviera
239
la llamada de su marido para poder compartir con él tan
trascendental acontecimiento para sus vidas. Se había ido lo que
más les unía porque su relación matrimonial casi que se asentaba
en la crianza de aquel hijo por todo lo que antes había pasado.
Llegó la noche. Y con el velatorio el silencio. Muda ella en su
agonía y mudo el teléfono. Murmullo apagado, sin ninguna
estridencia entre los allí acompañantes de aquella mujer a la que
el dolor podía.
No había consuelo posible. Se agolpaban los recuerdos. El
último beso que le dio por la tarde, antes de irse. La imagen de su
hijo se le dibujaba desde bebé hasta esos seis años. No podía
creer que le hubiera sucedido eso. Que estas cosas le pasan a los
demás pero nunca a uno, se decía. Ya había llegado hasta el cura
y se tuvieron que arreglar los papeles para el entierro. Misa a las
cinco de la tarde del sábado y posterior sepelio. Y nada sabía de
su marido. Del padre de aquella criatura, ajeno totalmente a tan
tremenda circunstancia porque los kilómetros y la imposibilidad
absoluta de contactar con él, así lo imponían. Pasaba la noche y
entraba la madrugada. Sigilosa, como siempre cuando hay
amargura y el dolor te impide recibir el nuevo día con el jolgorio
y el obsequio de un nuevo amanecer, ése que precisamente ella
no quería que llegara. Las horas pasaban cansinas en el tormento
y rápidas en la posición del sol que la aproximaba al terrible
momento de dejarlo solo para siempre en aquel nicho de aquel
cementerio. Ya se había quedado sin lágrimas. Seca y muda con
la nariz enrojecida y los ojos muertos a la expresión pero fiel
dibujo de un padecimiento sin paliativos.
Pasaban las horas, y no daba señales de vida. Yo estaba allí,
esperando como todos que sonara el teléfono y por fin poder
saber algo de él, porque durante una buena parte de la noche
algunos estuvimos llamando a los hoteles y hostales de la zona
por donde más o menos nos refirió alguna vez que se quedaba.
Nada. Así que desistimos hasta que fuera él quien hiciera la
240
llamada. Llegó la hora de la comida. María José no pudo tomar
nada. El nudo en su garganta le impedía tragar. Aparte de eso, la
hora del entierro se aproximaba y eso le aterrorizaba. Dejó hasta
de pensar en el padre de aquella criatura que reposaba en una
cajita blanca, abierta al cielo, en su habitación. Lo vistieron unas
compañeras de María José. Cuando le vi, la verdad es que sentí
una tremenda desazón y pensé por qué pasan estas cosas. Así de
golpe. Pero ya nada se podía hacer. Sólo acompañar la pena de la
abatida mujer que de vez en cuando soltaba uno de los pocos
suspiros que le quedaban. Ya no tenía lágrimas que mostrar por
sus ojos. La paciencia se agotaba ante la impotencia, pero nada se
podía hacer sobre aquel blanco e infantil cuerpo.
En aquellas horas de la mañana a alguien se le ocurrió llamar
a la Guardia Civil para ver si ellos podrían hacer algo, así que nos
acercamos al Cuartel. Cuando describimos el caso, el comandante
de puesto nos dijo que aquello era una tarea complicada porque la
zona era grande y las llamadas a los hostales y hoteles desde los
cuarteles de los alrededores, podría llevar incluso días. Así que
desistimos de tratar de dar con él, y que en el mejor de los casos,
llamara más pronto que tarde, aunque ya, a aquellas horas, la
imposibilidad de llegar a tiempo del sepelio, era evidente, y,
salvo que estuviera de camino –cosa más que improbable-, no
llegaría con tiempo para dedicarle la última mirada a su hijo. Y
no. Llegó la terrible hora y toda la parafernalia de los entierros se
puso en marcha. Empezó a funcionar la maquinaria del cura con
el monaguillo entrando en la casa y dando el consiguiente
responso. Después la marcha lenta por la calle detrás del coche
fúnebre. Un trayecto que se hace con la pereza del que no quiere
llegar nunca a su destino. Pero se hace y se llega a la iglesia. Los
bancos ya ocupados casi en su mayoría por mujeres que habían
ido directamente en lugar de pasarse por la casa.
Una vez dentro de la iglesia: la misa, con el recibimiento del
sacerdote compungido a pesar de conocer bien su oficio; luego el
241
ritual: el evangelio según San Mateo, la homilía… La voz del
cura sonando por encima de los sollozos y de los gritos ahogados
de los más allegados. Las abuelas, los abuelos, tíos, primos
mayores y demás que ocupaban las primeras filas y así arropaban
a aquella mujer desecha. Totalmente rota y demudada; hecha un
ovillo en sus vacilantes pensamientos. Miraba al frente pero no
veía nada, el dolor y la pena lo cegaban todo. Todo menos aquel
féretro inmaculado que contenía el mismo fruto que ella contuvo
durante nueve meses. Pero ahora inmóvil, sin posibilidad de
entrelazarse con el cordón umbilical que los unía. Estaba allí
dentro para siempre, y siempre retumbaba demasiado fuerte en el
cerebro, si bien, las piernas le aguantaban el peso del cuerpo y el
del alma. Una pesadez laxa por el tiempo que había pasado.
Llegaba la hora en la que el oficiante de aquella liturgia tenía que
decir las fatídicas palabras: por expreso deseo de la familia, el
duelo se despedirá en la iglesia. Justo después de aquel momento,
el movimiento de los más allegados desplazándose taciturnos
hacia una esquina. Junto a una de las columnas del templo
catedralicio se procedía a la disposición de los que iban a recibir
el pésame de parte de todos los asistentes a aquella ceremonia
inesperada, que había cogido por sorpresa a todos, y algunos de
los muchos conocidos, por ser fin de semana, ni siquiera se
habían enterado, pero aún así, la iglesia estaba llena de personas
que iban a mostrar su más o menos sentido pésame a aquella
familia que posaba como para la fotografía del antiguo
kilométrico de la Renfe, sentados en un banco y de pie detrás de
aquellas afligidas y cabizbajas mujeres.
Aquello suponía alargar la agonía otra media hora más que
era lo que más o menos se tardaba en mostrar el pesar de cada
uno de los asistentes, con un movimiento de la cabeza hacia
abajo. Algunas mujeres se persignaban delante de la cajita blanca
haciendo una breve parada. Otras, la tocaban con la mano
después de habérsela besado, como si quisieran transmitir ése
242
beso a aquel cuerpo inerte. Todos mirando hacia aquel ángulo
izquierdo viendo un retrato en blanco y negro, de sufrimiento.
Puro barroco.
Yo me quedé para los últimos y vi pasar aquellas filas de
hombres y mujeres del pueblo, callados, en sentimiento real y
cabizbajos. En aquel momento, también, como en todo el día, no
había dejado de pensar en Miguel Ignacio. Dónde estaría, qué
estaría haciendo. No podía llegar a ninguna conclusión ni lógica
ni sospechosamente imaginada. Nada, sólo elucubraba sobre lo
que María José estaría pensando, si es que pensaba algo que no
fuera dibujar una y otra vez el féretro y la imagen de su hijo allí
dentro. Concluyó la despedida y sus tíos cogieron la cajita para
acomodarla en el coche fúnebre con las coronas y ramos de flores
que le habían ido llegando a casa y a la iglesia portadas por
familiares y amigos.
Subí al coche con la intención de dirigirme al cementerio,
pero de inmediato desistí y me fui a casa imaginándome el duelo
final, allí, cuando entrara el ataúd en aquel nicho, grande para él y
lugar tan pequeño para la eternidad, no sin antes, estremecerme
sólo de pensarlo. Serían sobre las seis y media de la tarde, habían
pasado casi dos horas desde que el cortejo fúnebre abandonó la
casa. Estaba cansado de cuerpo y de espíritu porque el trago había
sido amargo. Pura hiel de la que tanta bebemos a lo largo de la
vida. Me cambié de ropa para echarme un rato en el sofá y mirar
la tele cuando sonó el teléfono:
- ¿Dígame?
- Hola buenas tardes. Mire, le llamamos del Hospital Provincial
Santa Magdalena de Almería. Su número de teléfono nos lo ha
dado un paciente que ingresó esta mañana con un traumatismo
craneoencefálico con pérdida del conocimiento después haber
tenido un accidente de automóvil. Tras recobrar el conocimiento,
hemos estado llamando casi dos horas a su casa, a su mujer, pero
243
no contesta nadie, y nos ha dicho que le llamemos a usted, él es
Miguel Ignacio López Sánchez ¿le conoce verdad?
De momento me quedé atónito. Sin palabras, y un escalofrío
recorrió todo mi cuerpo, y no fue hasta que volví a oír la voz de
aquella mujer preguntándome si la oía, que reaccioné:
- Sí, claro. Le conozco, somos amigos. Pero me puede repetir
qué le ha pasado. Disculpe, estoy algo nervioso y me ha cogido
por sorpresa.
- Ha ingresado en estado de semiinconsciencia tras haber tenido
un accidente con el coche en la carretera de Macael, y cuando ha
recuperado el conocimiento, nos ha pedido de inmediato que
llamáramos a su mujer. Hemos estado insistiendo pero desde hace
más de una hora y media que llamamos, nadie coge el teléfono
del número que nos ha dado, de ahí, que nos haya facilitado este
otro para que le llamemos.
- Gracias. Pero, bueno, ¿y ahora cómo está?
- Se le han hecho pruebas neurológicas y aparentemente sólo es
el golpe y algún pequeño corte en la frente. Pero nada que revista
gravedad, si bien, va a tener que estar en observación al menos
veinticuatro horas.
- ¿Podría hablar con él?
- No, por el momento, no. Está en urgencias y no puede
moverse. Así que si quiere que le transmita algo, esto no es muy
normal, pero al decirnos que se encuentra tan lejos de su casa
hemos accedido a contactar con ustedes para tranquilizarles
porque nos ha dicho que tendría que haber llamado ayer y no lo
hizo.
- ¿Y cuándo se podría poner al teléfono, o cómo me pongo en
contacto con él?
- Bueno, aquí hay una señorita que viajaba con él a la que no le
ha pasado nada, sólo un rasguño, si quiere se la paso. Pero ha sido
244
él quien ha insistido en que seamos nosotros quienes hablásemos
con su familia o con usted.
Por un momento me quedé parado. No sabía qué hacer
porque por un lado estaba deseando saber qué había ocurrido y
como estaba todo, pero por otro, lo de hablar con aquella
desconocida y decirle lo que había pasado con el hijo de Miguel
Ignacio, me parecía inadecuado, así que le dije a la enfermera que
por favor me llamara en el momento en el que pudiera hablar con
él, que había un asunto familiar grave del que tenía que darle
noticia. Me contestó que tomaría nota si le llevaban a planta y
que alguna compañera contactaría conmigo si ella no estaba, así,
que dejó la nota. Me despedí pidiéndole de todos modos el
número del hospital por si cambiaba de opinión y decidía hablar
con aquella mujer a quien desconocía.
Cuando colgué el teléfono un aluvión de cosas se me
vinieron a la cabeza, y lo primero de todo, quién sería aquella
mujer que le acompañaba en el hospital y que iba con él en el
coche cuando el accidente. ¿Sería su nueva amiga, la secretaria de
la que me habló la semana anterior?, ¿acaso alguna mujer de la
vida con la que se topó nada más llegar y por esas circunstancias
del destino, se fue con ella y debido a esto no llamó? Me hacía
mil preguntas pero no encontraba ni una sola respuesta, porque
no tenía ni una sola pista sobre el asunto, si bien, lo más probable
de todo, es que fuera su secretaria. Y cómo decirle aquello tan
íntimo e importante, a ésa mujer que trabajaba con él.
Me armé de valor, habían transcurrido algo más de dos horas
desde que me llamó la enfermera, así que cogí el teléfono y
marqué el número del hospital, pregunté por él en admisión de
enfermos y me pasaron con urgencias desde donde pude oír por la
megafonía llamar a un familiar de Miguel Ignacio López Sánchez
que se pusiera al teléfono. Esperé unos tres minutos y nadie
acudió a coger el teléfono público, por lo que una señorita me
comunicó que nadie había en la sala de espera que atendiera la
245
llamada, que llamara más tarde. Volví a marcar ya pasadas las
diez de la noche y sucedió lo mismo, y mientras tanto sopesaba
desde que colgué la primera vez, la posibilidad de llamar a María
José para decirle que su marido estaba en el hospital, que había
tenido un accidente, pero que no revestía gravedad. Era una
madeja de nervios. No sabía qué hacer ante aquella situación que
me ponía a los pies de los caballos fuera como fuera. Si se lo
decía a su mujer, malo, y si no lo hacía, peor.
Aquella encrucijada me reconcomía de una manera brutal.
Me tomé una copa de coñac a ver si me tranquilizaba y ordenaba
las ideas. No surtió efecto, más bien todo lo contrario, me excitó
más, y ya estaba bien entrada la noche y algo tendría que hacer.
Si al menos hablara con él para que me diera las explicaciones
pertinentes, sabría cómo actuar, porque de lo contrario podría
meter la pata hasta el corvejón, y eso era lo que menos deseaba.
Pero qué hacer.
Por fin decidí llamar a María José. Supuse que tras el último
mal trago del cementerio, algo le habrían dado y seguramente ya
estaría más tranquila, si es que eso pudiera producirse. Desde
luego sé, que las pastillas acompañadas del lógico cansancio de
toda una noche en vela, hacen milagros en los cuerpos de este
modo maltratados, no así en el espíritu y el alma que tarda toda
una vida en no reponerse de semejante mazazo. Así que
descolgué el teléfono y llamé. Lo cogió su hermana y le pregunté
por ella. Me dijo que estaba tratando de dormirse. Como pude le
expliqué el asunto. Le conté que Miguel Ignacio estaba ingresado
en un hospital de Almería debido a un accidente y que por eso no
había llamado. Que tras el accidente estuvo un tiempo sin
conocimiento y que ahora ya estaba en observación, bien, pero
que no se podía hablar con él.
Fue lógica la exclamación de la cuñada de mi amigo que
intentaba sonsacarme todo lo que podía al respecto. Pretendía que
le pormenorizase el asunto y le dije que sólo sabía eso y el por
246
qué se habían dirigido a mí, que tratara por todos los medios de
calmar a su hermana si se lo decía y de quitarle toda la
importancia que pudiera por lo poco que me habían dicho desde
el hospital. Colgué antes incluso de darle la opción de que me
pidiera el número de teléfono y el nombre del hospital, ya que eso
podría provocar alguna situación no deseada por nadie, pero de
entrada, yo me convertía en cómplice necesario de aquel oscuro
tema. Pero pensé que era lo menos malo por el momento.
Siempre cabía la posibilidad de que en efecto, yo no supiera nada
más que lo que conté. Aun así, me sentía mal ¿pero qué hacer?,
¿le decía que con su cuñado estaba una mujer?
Callé y me sentí, además de cómplice, culpable, pero el
sentimiento de culpabilidad se pasa, y mi silencio tampoco
perjudicaba más del perjuicio que aquella mujer tenía y padecía
en aquellos momentos. Me acosté y me dije que la mañana
siguiente sería diferente, aunque seguro que para hacer las
gestiones de hablar con Miguel Ignacio, me tendrían que llamar a
mí, pero para cuando llegara ese momento, me habría adelantado
yo en llamar al hospital para hablar con él. Así lo hice nada más
levantarme, sobre las nueve de la mañana. Marqué el número y
pregunté por él presumiendo que le habrían pasado a planta. Era
domingo, lo que suponía en principio una dificultad añadida, pero
sabía que en urgencias tampoco le iban a tener más de lo
necesario. Y así fue, ya no estaba en urgencias. Pregunté dónde
estaba y si podía hablar con él porque había un asunto urgente
familiar, así que accedieron en ir a recogerlo a la habitación para
que se pusiera al teléfono en el office de la planta.
En ese momento me sobrevino el pánico. Qué le decía y
cómo se lo decía. En el ataque de miedo colgué porque me di
cuenta de la precipitación. No había madurado qué tenía o debía
decirle, sólo me preocupaba que María José no se enterara de que
en el hospital con él estaba una mujer. Y no reparé en lo
verdaderamente medular del asunto. Me sentí un cretino además
247
de un crío adoptando aquella determinación de colgar. Mi
sentimiento de culpabilidad se había vuelto además de egoísta,
cínico. No sabía si así es como se debe tratar a un amigo y si en
realidad era yo quien debía asumir la responsabilidad de darle tan
tremenda noticia. Aquello me quemaba pero era mi obligación
ejercer de lo que era: un adulto.
Sí, un adulto, pero, ¿es que acaso los adultos no se
equivocan? Me vi haciendo el tonto con este tipo de
elucubraciones. Cavilaciones que se esfumaron de golpe cuando
sonó el timbre de aquel modelo góndola rojo que tenía encima de
la mesa a treinta centímetros de mi codo, sobre el que reposaba
mi barbilla. ¡Anda! y ahora, ¿quién será? Porque podrían ser tanto
María José o su hermana o él. ¿Qué hacer? ¿Lo descuelgo y
contesto o no? Si hubiera podido me habría abofeteado por aquel
pueril comportamiento. El ring ring continuaba y yo lo miraba.
Mi subconsciente, que pudo al consciente estúpido que me tenía
inmovilizado, por fin tiró del aparato. Contesté y era la cuñada de
Miguel Ignacio. Me pidió el nombre del hospital y el número. Así
que se lo di. Pero en el mismo momento de decirle el último
número, lo cambié de manera intencionada para que cuando
llamaran a aquel teléfono, estuviera equivocado. Eso me daría
tiempo antes de que me volvieran a llamar desde su casa al darse
cuenta del error, de ponerme en contacto con él para decirle a su
vez que se iban a llamar o su mujer o su cuñada.
Así ocurrió. Marqué rápidamente tras colgar a la hermana de
María José y aún estaba en el office esperando porque le dijeron
que la llamada se había cortado. Fui telegráfico en mi
explicación, si bien lo primero que le pregunté es cómo estaba, y
cuando me dijo que bien y de manera sucinta lo que había
pasado, cuando quería empezar a desarrollar la conversación para
darme todo tipo de explicaciones, corté por lo sano diciéndole
que lo iban a llamar de casa, y que ya hablaríamos. En ese
instante, también se me pasó por la cabeza, que lo más seguro es
248
que fuera a mí a quien le tocara ir a por él, porque si había roto el
coche y no podía conducir, a ver cómo se venía hasta el pueblo.
También pensé que podría hacerlo cualquiera de sus cuñados.
De todos modos me puse en la situación por si tenía que
ofrecerme. No era plato de gusto, desde luego, pero en fin, para
eso es para lo que están los amigos, para los momentos más duros
de nuestra existencia, de lo contrario la amistad sólo sería o
serviría de adorno documental en frases más o menos
grandilocuentes. El caso es que nada más colgar, de nuevo sonó
el teléfono. Sabía que era la cuñada de Miguel Ignacio. En efecto,
el número que le había dado, me dijo, no pertenecía al hospital.
Le pedí disculpas por la equivocación y le di el que era para que
llamase de nuevo, a la vez le comenté, que podían contar
conmigo si había que ir a recogerle. Me dijo que de acuerdo y
colgué.
249
CAPÍTULO XX
Transcurrieron unos meses después de haberse llevado aquel
mazazo sin que casi le viera ni supiera nada de él. Desapareció
como ya lo hizo otras veces. Me iba acostumbrando a sus
conductas porque los primeros días tras la noticia, sí estuvimos
juntos a menudo, pero sólo un par de semanas, el tiempo que se
tomó para estar allí encerrado en casa rumiando culpas y
lamiéndose las heridas del alma. Y alguna del cuerpo, debido a la
fisura en dos dedos de la mano derecha, que se produjo al darle
un puñetazo de impotencia y rabia a la pared en uno de los
muchos momentos que tuvo para hacerse toda clase de reproches.
Maltrecho aún, después de aquellos quince días, desapareció y se
embutió en el mono de trabajo. Sabía que no venía por casa. No
es que no le viera, no, sencillamente sabía que se quedaba en
Navalmoral los fines de semana que en teoría tendría que pasar
junto a su esposa, cuando más se necesitaban el uno al otro.
Aquello debería haber sido una terapia de pareja hundida en la
miseria de la muerte de su único hijo, pero en lugar de ser un
tratamiento para los dos y para sus espíritus, el efecto fue el
contrario: el distanciamiento.
Emergió en él el sentimiento de culpabilidad porque sabía lo
que había hecho, dónde y con quién estaba y por lo que no pudo
estar con su hijo muerto en el último momento de decirle adiós, y
se le arraigó tanto, que tuvo que recurrir de manera no sé si
consciente o inconsciente al engaño y al alcohol. Esa era la única
250
forma que tenía de sobrevivir: engañándose y bebiendo.
Hablando en presente de su hijo, como si estuviera allí, en el
colegio, o de vacaciones, o en casa de sus tíos con sus primos. De
nuevo cogió como salida fácil el güisqui donde ahogar su mentira
creando una realidad ficticia, falseada y apartada de toda
naturalidad. Se transmutó totalmente, eso en los quince días que
estuvimos juntos tras regresar del hospital. Al principio y por el
golpe, bueno, me parecía algo lógico, pero veía cómo la segunda
semana, la ingesta era desmesurada. No sabía lo que haría en
Navalmoral, pero imaginaba que desde luego sus usos no
diferirían mucho del allí mostrado.
Las semanas pasaban tras aquellos meses y se vislumbraba a
la corta y más pronto que tarde, una ruptura definitiva de la
pareja. Y cuando más pesaba aquella hipótesis apareció en
Villanueva. Habían transcurrido ya ocho meses desde que su hijo
les había dejado. Me llamó desde Navalmoral para decirme que
venía a pasar el fin de semana. No había dejado de trabajar ni un
solo día desde que se marchó. Quedamos para poder vernos y
charlar porque había mucho de lo que hablar, y eso hicimos.
Llegó el jueves por la tarde, me llamó y quedamos en que
cuando hablara con María José me llamaría para irnos a comer o
cenar o tomar una copa. No sabía aún cuál iba a ser el resultado
de aquel encuentro que venía precedido, según mi teoría, de una
mudez total entre ambos. Es más, yo, en ese espacio de tiempo
que él estuvo sin venir al pueblo, en tan sólo dos ocasiones me
crucé con ella por la calle. Un saludo más bien sordo y sin
apetencias por su parte y un no saber qué decir por la mía.
Pensaba, eso sí, si le habría llegado a contar lo que de verdad
había sucedido aquel fin de semana. Si le habría pormenorizado
los detalles o si simplemente se limitó a decirle que el viernes no
llamó porque se le pasó y que el sábado cuando iba a hacerlo es
cuando tuvo el accidente. Así que yo prefería estar con la boca
cerrada, y mejor que María José no me hiciera preguntas porque,
251
además, yo aún no conocía el verdadero y total argumento de lo
que pasó, pero tenía mis sospechas por la conversación con la
enfermera aquel aciago día.
Me llamó el sábado. Yo no tenía nada mejor que hacer que
no fuera quedarme en casa leyendo o estudiando un poco, salir a
echar una cerveza y si acaso, por la tarde, darme una vuelta por el
campo. Quedamos para comer y vino a recogerme a casa en torno
a la una de la tarde.
Cuando llegó nos fundimos en un emocionado y sincero
abrazo, es la verdad. Tenía ganas de verle por muchos motivos, y
desde luego, el primero, para saber cómo se encontraba de
ánimos. Es muy difícil conciliar todo eso que bulle en nuestra
mente cuando suceden cosas como estas. El dolor más fuerte pasa
porque es verdad que el tiempo lo borra casi todo, pero la
sensación queda. El dolor ahogado del alma, el que no se ve, el
que ni se refleja en los ojos por muy bien que conozcas a alguien,
ése, no se ve ni se nota. Y perdura. Con todo, le noté animado,
sonriente, casi podría decirse que feliz. Natural y espontáneo,
como siempre. Al menos a primera vista.
Después del abrazo y de mirarnos casi como una pareja de
novios que no se ven desde la jura de bandera, me dijo que nos
fuéramos a comer fuera. Nos subimos a su coche y fue él quien
decidió el destino donde pararnos. Tomamos dirección a la tan
mal llamada “Siberia extremeña”. A ambos nos gustaba la zona
por lo mucho que por allí habíamos cazado y conocíamos los
sitios donde comer unas buenas chuletillas de cordero
acompañadas de un buen vino de pitarra. Ya en el coche, salimos
hacia La Coronada para ir por aquella carretera de la estepa
extremeña -que guarda y esconde en sus planicies a todo ése
género de aves esteparias que van desde el sisón, la ganga, la
ortega o el alcaraván hasta el poderoso y bigotudo macho de
avutarda-, hasta el pantano de Orellana la Vieja, y por la
carretera que iba de allí al embalse del Zújar, en el cruce de la
252
“casa el ahorcao”, irnos hacia Puebla de Alcocer. Yendo por allí,
conocía perfectamente dónde iban a ser las paradas.
Después de los primeros saludos, del cómo andas y demás,
llegamos a la zona yerma de La Serena, con sus impresionantes
suelos desde los que sobresale la pizarra. Terrenos sin tierra
productiva que las ovejas a lo largo de siglos han esterilizado
dejando la peña al aire, como un paisaje lunar con la única y
suficiente vegetación para que todas ésas aves de allí naturales,
puedan habitar tan desoladas, pero encantadoras, zonas.
- No sabes las ganas que tenía de verte. Creo que eres la única
válvula de escape que tengo.
- Gracias Miguel Ignacio. Me gusta ser tu amigo. Sé que has
debido sufrir mucho y supongo que la herida que tienes aún
sangra. Tardará en cicatrizar, pero debes intentar o hacer todo lo
posible porque cicatrice. Eso no significa ni mucho menos que
olvides, pero sí que mires hacia adelante. Sois muy jóvenes aún y
os queda toda una vida por delante. Por cierto ¿qué tal con María
José?, ¿cómo se ha tomado que hayas estado tanto tiempo sin
venir?
- Pues ya ves. La verdad es que venía como quien dice a recoger
mis cosas, pero le debía al menos una explicación.
- ¿Y qué ha pasado?, ¿qué le has dicho?
- Bueno, como sabes, las dos semanas que estuve aquí me las
pasé más tiempo borracho que en mi sano juicio, si es que alguna
vez he tenido juicio, y sano. Luego mi huida hacia adelante
alejándome de la realidad, nada dice de mí, lo reconozco. Es un
acto de cobardía y de egoísmo extremo, pero no podía soportarlo.
Me reconcomía de tal manera que era imposible mantenerme
sobrio y mirarle a la cara a María José. Cuando me levantaba y
tenía que afrontar la realidad, una y otra vez volvía al punto de
partida. Y me veía en el Parador de Mojácar, con mi secretaria en
la cama y mi hijo muerto en la suya. No puedo soportarlo y la
253
única manera que tengo de hacerlo es mirando hacia otro lado.
Pero cuando hago eso por supervivencia, me doy cuenta de que es
como si echara losas o paletadas de tierra encima de mi propio
hijo.
Traté de consolarle cuando se hacía aquellos reproches, pero
me daba cuenta, de que nada en estos casos puede hacerse,
porque se arraiga tanto la culpabilidad, que de nada sirven las
palabras ni las buenas intenciones. Sólo es el tiempo quien
realmente hace la terapia. Así que le dije que continuara
contándome lo que sentía y qué tenía pensado hacer..
- Ya te digo, vine con una intención, creo que no se merecía que
hiciera lo que estaba haciendo pero ya sabes cómo es ella. Los
días que estuve aquí es que no podía ni arrimarme a su lado. Me
quemaba el alma y me acuchillaba el corazón cuando una vez tras
otra, aparecía la imagen de mi hijo. Pero en fin. Ya más
calmados, sobre todo yo, porque ella lo estaba y me ha
transmitido esa tranquilidad, hemos hablado y nos hemos dicho
todo aquello que nos teníamos que haber dicho antes, pero que yo
no pude. No le he contado la verdad y he accedido, más por ella
que por mí, a seguir con nuestro matrimonio.
- ¿Pero en qué condiciones? Si es que os habéis puesto alguna
condición.
- No, en principio el único que se tiene que poner o imponer las
condiciones soy yo. Ella bastante tiene con aguantarme.
- Bueno, tú tampoco sabías que iba a pasar aquello.
- Ya, pero sí sabía que estaba enormemente a gusto con aquella
chica. Creo que nos habíamos enamorado.
- ¡Joder! Es que te enamoras de una escoba con faldas. Me salió
así y así se lo espeté.
- ¡Que no coño! que había empezado de nuevo a sentir como me
pasó la primera vez. Y por cierto, no fui quien dio el primer paso.
En realidad me dejé llevar exactamente igual que con Carmen.
254
- Vale, muy bien, y ahora, esta vez ¿a qué achacabas ésas
debilidades? Las primeras ya sabemos que por la historia de que
no te podías acercar a ella siquiera, pero y ahora ¿cuál ha sido el
motivo?: ¿la distancia? ¿O que no te puedes aguantar de lunes a
viernes?
- Pues será eso. Cuando empezamos a trabajar en Navalmoral, la
verdad, es que cuando venía, entre unas cosas y otras, casi nada
de nada si quieres que te diga la verdad.
- Bueno, pero para eso hay remedios caseros, ya sabes. Que si
cinco contra uno, en fin.
- Sí claro ¡vamos!, matarme a pajas ¿no?
- Chico, tú sabrás, yo ahí no me meto. Sencillamente te digo en
plan compadre lo que pienso respecto a lo que me dices y cómo
te comportas, nada más. No te quiero, y sabes que lo hago
además, hablar como médico, hablo contigo como amigo. No te
pretendo ver como a un paciente y así enfocar su problema.
Porque esto para ti es un problema ¿verdad?
- Pues sí. Ya me estoy dando cuenta de que lo es y mucho. Y no
le encuentro solución por ningún lado. En principio hemos
quedado en que trataría de venirme todos los jueves por la tarde.
La gente del taller funciona muy bien. He conseguido un gran
equipo de personas responsable, saben lo que tiene que hacer
cada uno y lo he hablado con Jose. Le he dicho que será durante
un tiempo solamente y ha aceptado, sí, se enrolla conmigo. Así
que tendremos más tiempo y a ver qué pasa.
- Perdona por la pregunta. Si no quieres no me la respondas,
pero ¿os habéis planteado por junto o por separado tener otro
hijo?
Tras un silencio de unos segundos me miró y redujo la
velocidad. A esas alturas estábamos ya muy cerca del pantano, y
me dijo:
- ¿Echamos una cerveza aquí en el chiringuito?
255
- Vale, por mí estupendo, pero dónde quieres que comamos, aquí
o vamos a las chuletillas de cordero.
- No, aquí sólo echaremos una cerveza.
- Vale, muy bien, como quieras.
Nos bajamos del coche y nos fuimos a la barra. Saludamos a
los que allí estaban, viejos conocidos casi todos, por ser aquel un
lugar muy frecuentado por ambos, sobre todo unos años antes. Y
nos tomamos unas cervezas y me respondió a aquella pregunta
que le había hecho en el coche. Nos fuimos a dar un paseo y me
dijo que sí, que a él le gustaría, pero que no se atrevía a
preguntárselo o a proponérselo a su esposa porque ella nada le
había siquiera insinuado al respecto.
Aquello por un lado era lógico. El miedo a que te frustren un
deseo, es como el temor a que te rechace una mujer a la que
amas, pero por otro, guardaba algo que no provenía de su
superficialidad, sino de mucho más adentro. Al menos eso era lo
que percibía en aquellas explicaciones. La cuestión es que aquel
día, nos comimos las chuletillas, nos tomamos un güisqui de
vuelta a casa y nos despedimos con la condición de vernos más a
menudo una vez que había optado por venir todas las semanas.
Tampoco es que yo quisiera monopolizar su tiempo, ni
mucho menos, pero sabía que necesitaba el apoyo de alguien del
mismo género y que de verdad fuera su amigo, antes que reposar
aquellas cuitas en el hombro de una hembra, no fuera a ser
aquello, como remedio, mucho peor que la enfermedad. Y
pasaron los meses. Y nos veíamos con la frecuencia en la que
habíamos quedado. Y su comportamiento parecía el más normal
del mundo, si bien, en nuestras largas conversaciones de nuevo
percibía un tono por mí conocido al que no quería dar mayor
importancia en la totalidad de las ocasiones, pero que derivó en
otro proceder por mi parte.
256
Entre esas conversaciones había de todo. Desde luego no se
olvidaba de aquel tremendo suceso del que ya se cumplió el año.
María José, en todo ese año, no se quedó embarazada y cuando le
preguntaba si lo estaban intentando, me respondía con evasivas, y
otras veces me decía que sí y otras que no. Le iba viendo crecer
un clon, y le miraba como el médico mira a su enfermo porque
desde luego ya con la perspectiva del tiempo y todo lo que
habíamos pasado, dejé de un lado las consideraciones propias de
la amistad y me di a su estudio de una manera resuelta y casi,
definitiva. De ahí que apartaba en la medida de lo que podía el
sentimiento de amistad con el que en muchas ocasiones
justificaba conscientemente sus actitudes, y empecé a analizar los
hechos que de manera tozuda se mostraban en su plenitud de
formas, colores y contenidos.
La vida se normalizó. Si normalizarse se le puede llamar a
algo, porque a ver quién pone las normas y las lindes de lo
normal. Pero bueno, la cuestión es que él iba y venía. Trabajo,
casa, amigos, familia, en fin, lo corriente, de esa normalidad
cultural en la que crecimos y nos movíamos. Nos íbamos de caza
durante la temporada y a nuestras comilonas en el campo cuando
se terciaba. Salían de vacaciones en verano, frecuentaban las
casas de otros amigos. O sea, una pareja a la que se le veía unida
haciendo esa vida que se empieza a estandarizar cuando has
pasado el lustro y medio de casado, más bien llegando ya a los
diez años. En la misma época en la que comienza a manifestarse
la tripilla de la felicidad, que dicen. No había hijos y no se
vislumbraba poco a poco ni de ningún modo, que proyecto
alguno de futuro como pareja, estuviera a la vista. Yo ya
empezaba a pensar que la inercia se ocupaba de hacer moverse
aquel motor cuyo carburante, desde luego no eran el amor ni las
expectativas de un mañana parecido a aquel primer ayer, sino
más bien la comodidad a la que se llega desde la profundidad
ausente de un sentimiento pretérito.
257
En estos casos te puedes volver egoísta de dos maneras. Una
sin manifestar lo que realmente sientes y por qué consientes
determinados comportamientos, y la otra, es obviando los
sentimientos y mirando sólo en el propio beneficio, y creo que
esto es lo que sucedió en esa pareja. Ella se acogió a la primera
propuesta y él a la segunda. Así vivían una realidad ficticia, pero
carente, además del amor, también de cualquier tipo de agresión
dialéctica, y por supuesto física. Era como vivir en un piso con un
compañero de estudios con quien te llevas muy bien y vas a casi
todos sitios, pero que a la hora de ir a clase cada cual se dedica a
su materia. Una vida social intensa aunque mentirosa en el fondo,
no así en las formas. Así que de este modo fue pasando el tiempo.
Él cinco días a la semana fuera de casa trabajando y ella sola en
aquel hogar vacío de ruidos; ésos mismos cinco días también
trabajando, rodeada, sobre todo, de su familia y amigos. No
exponía sus sentimientos de manera evidente y se le veía crecer la
sonrisa poco a poco. El tiempo, que todo lo atenúa, como de igual
manera disminuye las expresiones y las euforias.
Un acuerdo tácito se había producido, eso era evidente
porque ni una sola señal de que aquella relación se hubiera
deformado por lo sucedido. Cada cual vivía en sus adentros, con
las penas, que no exportaba a los cuatro vientos, ella. Con aquel
adormecido sentimiento de culpabilidad él, que tampoco hacía
aflorar, ni siquiera conmigo. Me contaba algunas batallitas
relacionadas con su trabajo o con hechos que nada tenían que ver
con en el aspecto laboral, sino más con cuestiones de viajes y
actividades muy diversas a las que no estaba acostumbrado. Hasta
algún intento de meterse en un partido político me refirió que
había hecho; y el tiempo pasaba dentro de esa anuencia
embustera que anquilosa los corazones.
Ahora bien, un día me contaba una cosa y otro día otra. Por
ejemplo, me llamó la atención cuando me dijo que estando en el
cuarto de baño, haciendo sus “cosas”, se miró las manos. Veía
258
que estaban con el color natural, el normal. Y me dijo, que las
miraba y cerrándolas y apretándolas se ponían de un color que
cambiaba como el de los camaleones. O sea, que se quedaban
blancas y al muy poco se ponían rojas. Que subía los brazos hacia
arriba y entonces se coloreaban en blanco notando una sensación
de vacío. Los ponía hacia abajo y notaba cómo la sangre iba
cargando las venas y se enrojecían.
Un espectáculo aquello que para mí no tenía ni pies ni
cabeza, por la obviedad del asunto. Me preguntaba por qué hacía
o me decía aquello. No tenía ninguna importancia, y, sin
embargo, él se la daba. La cosa era que aquella, entre comillas,
normalidad, se salía de los parámetros más o menos conocidos
por mí, en cuanto a nuestra relación personal, llevándola cada vez
más yo, al terreno de lo profesional como me había propuesto, así
que le estudiaba de manera descarada como ya me había
propuesto. No me importaba que fuera mi amigo, porque cada
vez más, me llamaban la atención sus comportamientos. El caso
es que no pasaba día que nos viéramos o saliéramos, que no
hubiese algo que llamara mi atención y que yo anotara. Y como
denominador común, también otro hecho: como había pasado en
otras ocasiones, cada vez le veía menos. Estaba en el pueblo,
pero, una de dos, o no salía, o cuando lo hacía era con su mujer –
si bien yo no les veía por parte alguna que frecuentara-, o con
otras personas. Otros amigos u otros lugares.
259
CAPÍTULO XXI
Se metió en una vorágine en la que se conjuntaron como
elementos estelares, la delectación y el alcohol. Esto, adobado
con el trabajo y la inconsciencia del púber que no había dejado
aún de ser, tuvo sus resultados. Electrificó y puenteó todo atisbo
de racionalidad y de creencia en sí mismo y se olvidó de ser
normal. El mismo ser normal que no entiende qué es lo normal y
qué no lo es, pero que desde luego hace de su capa un sayo
cuando le apetece y quiere, llevando a cabo, todo aquello que por
normalidad entiende desde el momento en que lo hace. Así es
como mejor podría sobrevivir. Eso que hacía es como darle la
espalda a la realidad, es deformarse a la hora de construirse de
nuevo. Si se hace de manera consciente como era el caso,
entonces, además, toma claros visos de una patología, y si no,
como tal definida con nombres y apellidos dentro de las
enfermedades psiquiátricas, sí al menos, como un trastorno claro
de la personalidad. No hay que olvidar la juventud y los pocos
años con los que empezó una vida de maduro sin serlo. Pero aún
iban a suceder más cosas que tornaron las cañas lanzas dentro de
aquella situación para nada corriente.
El negocio en Navalmoral iba viento en popa. Como previó a
la hora de elegir el lugar donde ubicar la empresa, era una diana
en todo el centro. La industria del ladrillo comenzaba a aflorar, y
las urbanizaciones de lujo por la zona del sur de Madrid hasta
Talavera de la Reina, eran un potencial importantísimo para sus
260
intereses comerciales, por esto viajaba con frecuencia a la ciudad
toledana para, con uno de sus comerciales, ofertar suelos y
escaleras para aquellas construcciones que se levantaban por toda
la zona del embalse de Cazalegas y alrededores, de las cuales, ya
algunas, estaban terminadas.
Con el fin de publicitar el lugar, a uno de los constructores le
dio por poner en práctica un modo de promocionarse muy
especial y totalmente diferente a como se había venido haciendo
hasta entonces, aunque la verdad, es que en la televisión no tenía
aún, mucha repercusión por estar casi en ciernes, todo ese
potencial económico que brotaba como los espárragos trigueros
en el campo, después de llover y salir el sol. Pues bien, a éste
hombre entrado en años y con una arraigada fama en el negocio,
se le ocurrió, que para vender mejor toda la urbanización -que
ocupaba más de 250 hectáreas, de chalés situados unos a la orilla
del pantano, otros más cercanos a la nacional “V”-, regalarles
prácticamente las viviendas a gente famosa, que fuera muy
conocida: desde cantantes, pasando por actores de cine y de teatro
de mucho renombre a nivel nacional hasta a afamados locutores
de radio y de televisión, para que fueran allí a pasar algunos días
de vacaciones a lo largo del año.
Desde luego la idea le funcionó a la perfección y las fases se
vendían hasta antes de ser empezados los planos. Se las quitaban
de las manos. Eran casas grandes, con planta baja y alta y en
ambas, un gran salón y habitaciones. En la de abajo estaba,
además de las tres habitaciones, la cocina con despensa y alacena,
y un gran salón, con dos alturas, dos escalones de mármol las
diferenciaban, y por supuesto, tenía chimenea. Muy cerca de los
cuatrocientos metros cuadrados habitables, además del jardín, que
dependiendo de la promoción, eran más o menos extensos, y
todos, con el perímetro total de en torno a los mil metros
cuadrados, cubiertos por muros que cubrían tuyas plantadas ya
crecidas al efecto de dar intimidad a sus moradores cuando
261
tomaran el sol o se bañasen en la piscina que todas los fincas
también tenían.
Se pasaba mucho tiempo por entre aquellos edificios.
Andando y buscando a los encargados y viajando a Madrid a
entrevistarse con los promotores para ofrecerles su mármol
blanco Macael de primera calidad o el mejor granito del mundo,
el gris Quintana, ya que el lujo, era lo que mejor se vendía. El
lujo acompañado de primeras calidades en todo, por supuesto. Ya
fuera solería, como pinturas, como los propios cimientos, las
estructuras, los muros de carga, los tabiques, el cableado
eléctrico, las porcelanas de los baños, la grifería, en fin, todo lo
que conformaba la estancia, debía ser de primera. Y él tenía la
seguridad de que toda la solería y las escaleras, así como las
tabicas y rodapiés que vendía, los elegía él mismo en la cuna
productora de aquel preciado mineral que tenía que competir la
mayoría de las veces, con aquellos que se ofrecían de Carrara u
otros de menor calidad, como el mármol portugués, por ejemplo,
de vivos colores, que tan bien contrastaban con el blanco, en las
encimeras de las cocinas.
Todo aquel trajín, además de proporcionarle a la empresa
unos importantes beneficios, a él, le iba quitando tiempo. Tenía
que hacer noche en muchas ocasiones en Talavera, otras veces en
Madrid y empezaba a pasar más tiempo en la provincia de Toledo
que en su piso de Navalmoral. Con este vuelco mercantil,
también el personal, porque aquella actividad profesional llevaba
aparejada una vida social diferente. Aquellos magnates de la
construcción, tenían vicios caros, y se movían por ambientes de la
jet set madrileña. De modo que, además de conocer a aquellos
promotores a los que tenía que invitar a comer la mayoría de las
veces, y él era invitado, a su vez, conocía a los, y las,
acompañantes de éstos cuando después de la cena era llevado a
una de aquellas famosas discotecas de le época, o a fiestas en los
salones de algún gran hotel de la Castellana. Los treinta y tres
262
años que recién tenía cumplidos, le hacían parecer un bocado
apetitoso para alguna de las cuarentonas o cincuentonas, que se
arremolinaban al olor de las chequeras de aquellos magnates, que
vendían todos los días media docena de chalés, de treinta o
cuarenta millones de pesetas. Operaciones a las que le sacaban en
limpio, el cuarenta por ciento del importe de la venta como
beneficios netos. Conocía en primera persona el nacimiento, de lo
que a posteriori se diera en llamar burbuja inmobiliaria.
Como es lógico, mi amigo no estaba a aquellos niveles
económicos, aunque sí es cierto, que las comisiones y las ventas
realizadas le suponían, primero a la empresa y después a él, unas
importantes recompensas. Pero no llegaba por el momento a esas
cantidades astronómicas que les permitían a aquellos
cincuentones –la mayoría lo eran-, tener yate amarrado en algún
punto de la Costa Brava, en Rosas, o en el Maresme en Port
Balís, en San Andrés de Llavaneras; o de la Costa del Sol en
Puerto Marina en Benalmádena o Puerto Banús en Marbella.
Todos aquellos sitios, los iría conociendo poco a poco.
La opulencia en todo. En el comer, en el vestir, en coches,
casas y fiestas. Afloraban los brotes de la clase media alta. Una
burguesía hecha al amparo de comisiones y comisionistas. De
recalificaciones de terrenos donde se construían miles de chalés o
de urbanizaciones de adosados. Un enriquecimiento fácil en un
país que crecía en todo, hasta en la desvergüenza de quienes
hacían todo tipo de negocios espurios, sucios y avalados y
bendecidos por quienes desde el mundo de la política, hacían
también su agosto, sobre todo, los concejales de urbanismo de los
pueblos y ciudades donde se producía tal crecimiento.
El boato en todo, hasta cuando comenzaba la temporada de
caza. También este deporte había sido objeto de una socialización
muy importante, en el que se le daba cabida a todo el mundo, y,
por supuesto, a aquellos nuevos ricos surgidos del sector de la
industria constructora. La caza, pues, se convirtió también en un
263
referente, un lugar de cita donde hacer negocios, así que Miguel
Ignacio, dejó de venir de caza conmigo, y más ocupaba su tiempo
como aficionado al cinegético deporte, en hacer de vendedor, que
de auténtico cazador. Aquello se había convertido en un objeto,
más, como atractivo para cerrar operaciones en las que las cifras
que se firmaban entraban más de siete ceros, que de cobro de
trofeos que fueran medallas de jabalí muflón, corzo o ciervo. La
visita a las mejores fincas de la provincia de Cáceres, de Badajoz,
de Ciudad Real, Toledo o de Córdoba, se convirtieron en
habituales, y no había sábado o domingo que no estuviera por
aquellos montes llenos de jara, de grandes barrancos por donde
los ciervos y los jabalíes huían de las rehalas de perros y de las
balas de los rifles exprés de aquellos señoritingos, que olían a
cemento en lugar de a Mens club 52. Con sus abrigos Loden
comprados en el Corte Inglés y sus sombreros de fieltro verde o
marrón, de ala ancha, con pluma colorida de faisán macho. Unos
catetos, eso sí, con mucho dinero.
Los desayunos pre montería, eran pantagruélicos, y el ágape
de mediodía que precedía a los güisquis donde se dilucidaban las
operaciones reales, era verdaderamente lujuriante, y él, el lunes
por la mañana tenía que estar de nuevo en Navalmoral, en su
despacho haciendo efectivo aquellos contratos que tenían un
tiempo de caducidad, por lo que tenía que poner en marcha la
maquinaria al cien por cien, para cumplir los plazos de entrega en
las distintas obras de las diferentes urbanizaciones donde acabaría
el material ya pulido y torneado, dispuesto a ser el suelo que
pisara algún pequeño o gran burgués de la capital de España, o
proveniente de cualquier otro lugar de la geografía española.
Esta imponente actividad laboral y social, le llevó a conocer
a mucha gente. Unos, relacionados con la construcción en sí, y
otros, ya propietarios más o menos famosos de alguna de aquellas
edificaciones. Uno de los que conoció, el propietario de los
terrenos que posteriormente se recalificaron en las orillas del
264
embalse. Éste hombre, ya también entrado en años, más cerca de
los sesenta que de los cincuenta, casado y con una hija casi de la
edad de mi amigo, del que nadie sabía a ciencia cierta a qué se
dedicaba, era multimillonario, y Miguel Ignacio, hizo muy
buenas migas con él, una vez que se lo presentó, el constructor de
la primera fase de la urbanización Cazalegas Club.
Evidentemente el mayor de los chalés que allí había, era el de
éste hombre. Un personaje que vivía rodeado de jueces, notarios
de Madrid y Toledo, algún afamado cantante gallego, una de las
más importantes tonadilleras que despuntaba ya como de las más
grande, y alguna voz muy conocida de la radio española.
A todos ellos conoció más o menos este vendedor de
mármoles que se hizo un hueco entre tanto millonario. Más por su
simpatía y verborrea, que por los dineros o posesiones que
pudiera exhibir ante aquella sociedad muy, pero que muy pija. A
él eso, lo de los nuevos o viejos ricos, de todos modos le daba
exactamente igual. Iba a lo suyo, que era su negocio, y si tenía
que conversar con cualquiera, lo hacía y a otra cosa mariposa. Lo
que sí es cierto, es que con quien había intimado mucho, era con
el magnate y alma máter de aquella pequeña ciudad segmentada
en porciones individuales, cuya vida no salía al exterior. Todo se
quedaba dentro de aquel perímetro cerrado de altas tapias y
espesa vegetación, que amortiguaba los decibelios en las fiestas o
las conversaciones en la piscina.
Era un ir y venir todos los días o casi todos los días de
Navalmoral a Talavera. La N-V se la conocía como la palma de
la mano, y los viajes a Villanueva cada vez eran menos. Yo en
particular me pasaba los meses sin verle, aunque sí de vez en
cuando me llamaba para contarme cómo estaba y lo bien que le
iban los negocios. Del aspecto sentimental y de sus relaciones
personales con María José, no me decía ni mu. Sin embargo, sí
me hacía referencias a su nuevo amigo, Avelino Cienfuegos, el
singular soberano todopoderoso de oficio desconocido, pero con
265
el que sí iba de caza con una inusitada frecuencia. Me hablaba de
él cada vez que me llamaba, y lo mismo me contaba los ciervos
abatidos en un fin de semana, como el paseo en la avioneta del tal
Avelino. Ese año, tras terminar la temporada de caza, cuando
entraba el verano, me contó un viajecito que hicieron el fin de
semana en el yate de su acaudalado amigo, por todo el norte de
África. ¿Era aquello verdad?
Con la edad que tenía, su elocuencia de vendedor curtido y
también instruido por su enorme afición a la lectura, le hacían un
personaje llamativo cuando menos. Con esos mimbres la vida se
le mostraba con el esplendor del triunfador, de quien ha
encauzado su futuro por los caminos del éxito, cuando éxito es
poder económico y social. De la frustración recientemente
pasada, ya casi ni hablaba, al igual que pocas eran las
demostraciones de afecto con la que legalmente –más que
sentimentalmente- era aún su esposa.
De esta singular y agitada manera transcurría su vida. Ni
dejaba el trabajo por el ocio, ni el ocio por el trabajo. Dividió de
forma muy efectiva el tiempo que le dedicaba a cada cosa y lo
empleaba de lleno en ambas, olvidándose, prácticamente, de que
tenía una familia ciento y pico de kilómetros más al sur. Casi no
aparecía por allí ni siquiera a rendir cuentas –algo que hacía a
través de bancos y gestorías-, con su jefe, que por lo bien que iba
aquel taller, desde luego que no se metía en otras averiguaciones
que no fueran aquellos números que arrojaban los saldos de los
bancos con los que trabajaban. Algún fin de semana de aquellos
que dedicaba al solaz, sí tengo constancia que se llevó a María
José a un chalé, propiedad de un amigo que habían conocido el
año anterior en la Feria de Sevilla adonde habían ido. Se
quedaron en casa de un conocido –inspector de policía- y allí fue
donde les presentaron al matrimonio que les invitó a pasar unos
días en su casa al lado del pantano donde practicaban esquí
acuático, y paseaban con la zódiac por todo el embalse.
266
CAPÍTULO XXII
Una mañana de lunes, antes de salir a la calle o de viaje,
como hacía casi todos los días, se presentaron en su despacho dos
hombres altos. Uno de ellos con traje oscuro, impecable, y el otro
vestido de sport con una cazadora con cremallera que cerraba
sólo unos centímetros en la parte de abajo y con zapatillas de
deporte. Querían hablar con él. Parecían cualquier cosa menos
promotores de obra, o vendedores de mármoles, así que su
secretaria les hizo pasar. Cerraron la puerta, y aún de pie le
preguntaron por si él era quien era. Les contestó afirmativamente
y les preguntó el motivo de su visita tras invitarles a tomar
asiento.
Los dos hombres se sentaron en los dos sillones de oficina
que estaban enfrente de Miguel Ignacio, y lo primero que le
dijeron es que si conocía a un tal Avelino Cienfuegos. De
momento se quedó extrañado y no sabía qué responder, porque en
efecto le conocía y era su amigo, pero que fueran a su despacho a
preguntarle por él, allí a Navalmoral, no le cuadraba mucho,
menos, cuando él no les había visto en su vida.
Comenzaron a interrogarle por su grado de amistad y qué
conocimiento tenía de sus actividades profesionales. A lo que les
contestó que ninguno, que no sabía nada. Que lo había conocido
hacía poco más o menos un año, que se lo presentó el promotor
de las urbanizaciones que se estaban haciendo en Cazalegas, y
que desde entonces habían trabado amistad. Que estuvo con él
267
varias veces de cacería, e incluso, les contó el viajecito en yate
por el norte de África. Que en efecto no tenía ni idea de en qué
trabajaba porque le daba lo mismo. Desde luego promotor, que yo
sepa, no es, pero con el dinero que le han debido dar por los
terrenos donde se han edificado las urbanizaciones, debe tener
como para vivir del cuento el resto de sus días, les comentó.
Los dos hombres escucharon con atención al hombre que ya
empezaba a tener algo de barba, pero de cara aún aniñada, y, en
aquellos momentos, con un evidente gesto de sorpresa. No le
cuadraba en absoluto que dos tipos de aquellas características que
ni siquiera se habían identificado ni presentado, le preguntaran
por su multimillonario amigo. ¿Qué habrá hecho éste? Se decía
para sus adentros, y, ¿quiénes coño serán éstos?, le retumbaba en
la cabeza. Un pequeño silencio porque Miguel Ignacio no sabía
qué más contarles. La verdad es que no sabía mucho más aparte
de la ostentación y el lujo en el que vivía. A él de todos modos,
aquello le daba lo mismo. Se juntaban para cazar, desayunaban,
los clásicos comentarios de los lances habidos la semana anterior,
las piezas abatidas y si acaso alguna referencia al fútbol, las
mujeres y de pasada lo bien que iba aquella mini ciudad de chalés
que se estaba levantando en lo que había sido su propiedad. No
había más tipos de conversaciones con aquel individuo metido en
años, tripón y calvorota, de gustos exóticos y muy original vida.
Visto lo visto, el hombre del traje oscuro le dijo con voz
severa: somos del CESID ¿sabe lo que es eso? Miguel Ignacio se
quedó turulato. No sabía si echarse a reír o preguntarles si se
trataba de una broma, y desde luego no era el día veintiocho de
diciembre. Así que les contestó que una idea tenía. En el mismo
instante, sacaba una cartera de piel marrón, la abría, y le mostraba
un carné con su foto y las siglas del Centro Nacional de
Inteligencia. Siguió diciéndoles, que se trataba de algo
relacionado con los espías y esas cosas. Más o menos le
contestaron. En realidad, le dijo ahora el vestido con vaqueros y
268
-
cazadora, el CESID es el Centro Superior de Información de la
Defensa, y nuestro trabajo se limita a buscar información,
estudiarla, y emitir informes sobre todo aquello que pueda
resultar peligroso para el Estado.
Ese bocado era demasiado gordo para aquel vendedor de
mármoles. Parecía que le hubieran pegado con cola al sillón y
hasta se dio cuenta de que las pulsaciones le subían por
momentos. Así que lo mejor era salir cuanto antes de aquel
atolladero en el que se veía metido, y preguntó directamente, qué
pintaba él en aquel interrogatorio de dos espías –pensó- que
hablaban a medias sin decir nada claro de lo que en realidad eran
sus intenciones.
- ¿Por qué vienen ustedes a mi casa? ¿Qué he hecho o qué se
supone que he hecho? Puedo asegurarles que mis papeles y las
cuentas están en regla, y si no, pregunten en la gestoría.
- No, mire. Nosotros no somos inspectores de Hacienda. Dijo de
nuevo el del traje.
- Queremos que nos dé toda la información que tenga de Avelino
Cienfuegos, y por supuesto, todo lo que nos diga, no va a decirle
a nadie que nos lo ha dicho, y con esto no le estoy queriendo
decir que es un secreto para que lo vaya contando por ahí. Lo que
nos diga aquí, es absolutamente confidencial, es más, a todos los
efectos, nosotros no hemos estado con usted, ¿de acuerdo? Y ni
que decir tiene, que nada de hablarlo con el señor Cienfuegos.
- ¡Pero si yo no sé nada de ése hombre! Si lo único que he hecho
con él ha sido ir de caza, pasear en su yate en dos ocasiones y
hablar de putas o de fútbol y emborracharnos. No sé
absolutamente nada más que él, era el propietario de los terrenos
donde ahora se levantan ese montón de chalés en Talavera. Nada
más.
- ¿Y no ha visto a nadie sospechoso con él?
269
- ¿Sospechoso? ¿Qué es eso de sospechoso? No le he visto
disparar a otra cosa que no fueran ciervos o jabalíes, o muflones.
- Y hablar le he visto hablar con mucha gente. A unos les conocía
y a otros no, ¿pero sospechosos?
- ¿Y no sabe a qué se dedica? ¿No vio si cuando viajaban con el
yate por el norte de África, cercanos a las costas de Argelia se
acercó alguna embarcación, o bajaron en algún puerto?
- Recuerdo que salimos de Marbella en dirección a una ciudad
argelina, Bou-Ismail, creo. Fondeamos el yate a unos tres
kilómetros de la costa, en concreto entre Taguorait, creo también
que se llamaba aquello, y Bou-Ismail. Yo no llevaba pasaporte y
me quedé en el yate como la mayoría de las personas que íbamos.
Sólo Avelino, un tío que se llama Juan Almagro y el capitán,
fueron con una lancha en línea recta hacia una zona que parecía
más bien agrícola, no tenía ni pantalanes, ni espigones que
indicaran que aquello fuera un club náutico. Pero bueno, no le
prestamos mucha atención al tema. Los demás nos quedamos allí
hasta que regresaron a la hora y media o algo así. Dijeron que
iban a por suministros. Güisqui y cordero, además de algo de
fruta, y desde luego, eso fue lo que bajaron de la lancha a su
regreso..
- Bien. De acuerdo, gracias. Le recuerdo que no tiene que hablar
de esto con nadie. Ni con su mujer, ni con sus amigos, ni con el
propio Avelino Cienfuegos. ¡Ah! y otra cosa. La semana que
viene, el lunes, volveremos a vernos aquí a esta misma hora, así
que por favor recuérdelo.
Se quedó de piedra. No sabía qué hacer ni qué pensar.
Sencillamente asintió con la cabeza y ni siquiera se levantó a
despedir a los dos hombres que ni le habían dicho sus nombres, ni
le dejaron una tarjeta, ni nada de nada. ¿Cómo saber entonces que
aquello era verdad? ¿Y si eran impostores, o una broma? ¿Por
qué no les pidió la documentación? Estaba hecho un ovillo de
hilo más liado que el sedal de una caña de pescar que se sale del
270
carrete y se engancha en un zarzal. Además de eso, un manojo de
nervios, porque algo que se queda así a medias… ¿Y cómo
sabían esta gente que estuvieron por el norte de África en las
costas argelinas? ¿Y por qué sabían que Avelino Cienfuegos era
su amigo o un conocido íntimo?
Vaya mogollón que tenía en la cabeza, así que cuando quiso
reaccionar, se levantó y salió del despacho como alma que lleva
el demonio con un único pensamiento en la cabeza: ¡pero claro, si
son del CESID! Por eso lo saben todo, se dijo. Aunque tampoco
tenía muy claro lo que de verdad significaba aquel cuerpo que en
España equivalía a la CIA americana o al KGB ruso. Bajó y se
fue a la cafetería a tomar un café a ver si ponía en orden las ideas,
por un lado, por otro, qué haría con lo que le habían dicho y para
qué querían verlo la semana siguiente.
Desde el lunes, al viernes por la mañana, trató de hacer una
vida normal. Viajó menos a Talavera y se centró más en los
aspectos puramente administrativos del taller. Se estuvo
documentando sobre los servicios secretos en general y no dejaba
de darle vueltas a aquel breve interrogatorio, y lo que era peor, la
cita con aquellos dos personajes que tenía para el lunes. Viajó el
viernes a Villanueva y se pasó todo el fin de semana con María
José en el campo, en la casa de uno de sus amigos. Nada contó
del asunto, y a mí me llamó para decirme que cuando tuviera
tiempo, me tenía que decir algo que no tenía ni pies ni cabeza,
pero que le preocupaba un poco. Por mi parte y viéndole como le
veía y la deriva que había tomado en los últimos tiempos, lo
encaucé como algo meramente profesional, como si fuera la
consulta de un paciente, por lo que a priori, no le di la más
mínima importancia.
Llegó el lunes más rápido que de costumbre, y a las seis y
media de la mañana ya estaba puesto en carretera. Era aún de
noche cerrada y con los faros del coche dibujando una especie de
conos prolongados a la inversa, allí fijaba su mirada que le
271
llevaba de inmediato a los pensamientos, a las deducciones, a las
conjeturas. Se planteaba hipótesis de todo tipo y en ninguna
encontraba la lógica que le acompañara en sus análisis que
pusieran algo de cordura, en aquel hecho, que con nadie había
compartido. Por un lado estaba deseando que pasara el tiempo, y
por otro le asaltaba el miedo de enfrentarse con una realidad que
ni de lejos había pensado que fuera así.
Pasaban los kilómetros y ya clareando el día aparcaba en la
puerta del taller. Llegó el primero, abrió y se metió en el
despacho. Todo estaba como lo había dejado el viernes a
mediodía. Asuntos que solventar tenía unos cuantos, lo mismo
que visitas que hacer de nuevo en Cazalegas. Bajo ningún
concepto podía permitir que aquel asunto de los espías, le
distrajera de su trabajo, pero era superior a sus fuerzas. Por más
que quería centrarse en lo que tenía que hacer, más pronto que
tarde se le aparecía la cortina blanca a manera de pantalla de cine,
con aquellas dos figuras, como hologramas fantasmales allí
plasmados delante de él.
Fueron llegando al taller los empleados. La primera, su
secretaria, que era quien habitualmente abría las puertas. Le dio
los buenos días y entró a despachar con Miguel Ignacio más o
menos para saber qué plan semanal se presentaba. Ella le vio algo
nervioso, pero bueno, supuso que sería la consecuencia de ser
lunes. Una vez asignado el trabajo y resuelta la planificación
diaria y semanal, se quedó solo de nuevo. Las máquinas ya
estaban con su rutinario soniquete. Con el estruendo de las
cortadoras y el deslizarse de las pulidoras. El polvo blanco
resultante de los cortes, hacía parecerse a una neblina londinense,
pero carente de humedad. Un polvo blanquecino, seco, como el
talco, que dejaba traslucir las figuras de los trabajadores en un
escenario que representara la ópera de los tres centavos.
Miraba Miguel Ignacio aquel panorama al que tan
acostumbrado estaba, pero hoy lo veía de otra forma muy
272
diferente, porque a través del cristal grueso que insonorizaba el
despacho y que le separaba de aquella bruma, imaginaba formas
como espectros que no tuvieran vida, y que paseaban a sus anchas
por aquellos sus dominios. Mirando estaba aquella especie de
cendal, cuando dos figuras atravesaban en su dirección. Llegaron,
como prometieron, los dos individuos a los que esperaba. Se puso
nervioso, porque en algún momento llegó también a pensar que lo
más seguro es que no volvieran a aparecer por allí y que todo se
habría tratado de alguna broma organizada por alguno de sus
cachondos amiguetes. No fue así, y tras golpear la puerta siendo
recibidos por la secretaria de Miguel Ignacio, él, los esperaba de
pie tras la mesa. Les pidió que tomaran asiento, y tras dar los
buenos días, así lo hicieron. Se sentaron y fueron directamente al
grano.
En esta ocasión se presentaron con nombres y apellidos:
- Somos los agentes Jesús Bouza y Leonardo Silvestre, del
Centro Superior de Información de la Defensa y lo que queremos
de usted, es que nos dé información acerca de Avelino
Cienfuegos.
¡Y vuelta la burra al trigo! Otra vez estaban hablándole del
millonario de las narices.
- Verá. Hemos comprobado que en efecto, usted nada tiene que
ver con Cienfuegos, no como amigo, que ya sabemos que lo son,
o, al menos, buenos conocidos, sino con sus actividades
delictivas.
¡Toma ya!, así de sopetón le espetan que su amigo es un
delincuente. No sabía qué hacer si preguntar o quedarse callado a
verlas venir, así que eso es lo que le pareció más prudente, abrir
la boca, sólo si le preguntaban por algo que, además de concreto,
conociera a ciencia cierta la respuesta.
- Su amigo Avelino, tras la apariencia de ricachón salido de la
nada, y que no haya hecho su fortuna por otra cosa que la venta
273
de los terrenos que tenía en Talavera, esconde otra actividad que
desde el punto de vista de la seguridad nacional, es digna de tener
en cuenta. Detrás de ese aspecto de play-boy y de vividor
juerguista, hay una persona que se dedica a un negocio que,
además, de muy lucrativo, es terriblemente peligroso, porque
como su propio apellido indica, juega con cien y un fuegos.
Miguel Ignacio no entendía absolutamente nada de lo que le
estaban diciendo. Tomaba notas en su mente y trataba de asimilar
lo más rápido posible y no perder ripio de lo que le decían. A la
vez, quería hacer conjeturas sobre lo que le contaban, y no sabía
si desecharlas de golpe. Lo primero que se le vino a la cabeza
como el negocio ilegal más rentable que había por entonces, era
el tráfico de drogas. ¿Sería su amigo acaso un capo de la droga?
Le siguieron hablando y explicándole pormenores del tiempo que
le llevaban siguiendo, investigando sus cuentas, sus movimientos,
y de la impecable escrupulosidad con los que Cienfuegos los
llevaba. Tanta organización y tan discretamente montada llamaba
la atención. Salía con personas normales como en el caso de
Miguel Ignacio. O con empresarios honrados y de reconocido
prestigio, además de con individuos de reputaciones intachables
de los círculos políticos y económicos del país, eso, era lo que a
los agentes del servicio secreto, les traía en jaque, así que la
cuestión era muy sencilla: el viejo truco del topo.
Después de desarrollar pormenorizadamente cada uno de
estos puntos, le dijeron, que Avelino Cienfuegos se dedicaba
desde hacía años, al tráfico de armas, y de ahí que fueran ellos,
quienes estuvieran encargados del asunto, pero que debido a su
enorme cautela, a la prudencia con la que hacía todos esos
trapicheos, después de más de tres años de seguimientos, no
habían conseguido nada, así que recurrían a la última baza que
casi que les quedaba, que era, buscar entre sus allegados o
personas de más confianza, a alguien que les informara de todos
sus movimientos sin levantar sospecha alguna.
274
Estaba más petrificado que el granito que se pulía fuera de
aquellos ventanales. Ahora resultaba que el tiempo que llevaba
intimando con éste hombre, había sido ni más ni menos, que con
un delincuente internacional que se dedicaba a abastecer de armas
a guerrilleros, a ejércitos africanos, a talibanes o a mercenarios,
que servían a distintos gobiernos occidentales, para con aquel
armamento, desestabilizaran pequeñas regiones o pequeños
países de cualquier parte del mundo, con el fin de negociar y
hacer dinero con la venta de aquel armamento. Y lo peor de todo
no era eso, el que hubiera estado saliendo con él, sino la petición
de que se incrustara en la red e hiciera de topo para darles
información de las actividades de aquel criminal.
Viendo el color cambiante del tono de su rostro que pasaba
del amarillo azafrán al blanco mármol allí apilado en tableros, los
agentes trataron de hacerle ver que aquello, si bien tenía su
importancia y su cierto riesgo, tampoco le implicaba mucho a
poco que fuera discreto, y, que además, recibiría unas mínimas
nociones de cómo llevar a cabo aquel trabajo por parte de “La
casa”, para lo que tendría que pasarse unos días o unas semanas
en Madrid.
Pero, ¿y cómo hacía eso?, se preguntaba. Él se debía a un
negocio, a una familia, aunque la viera poco, a un modo de vida a
la que se había acomodado y que le reportaba cualquier cosa
menos inquietud y desasosiego. No pretendía tener fines de
semana en los que para quemar la adrenalina acumulada durante
la semana, se tuviera que ir a hacer saltos en paracaídas a
Empuriabrava, o hacer de recortador de toros bravos de
seiscientos kilos en las fiestas de los pueblos. No. En absoluto se
le había pasado por la cabeza darle un giro de ciento ochenta
grados a su vida. Él lo que quería era eso: esparcimiento, alegría,
diversión y complicarse la vida lo menos posible. Y que en la
forma de divertirse, entrara todo lo que un joven con treinta y
pocos años cumplidos desea cuando las responsabilidades que
275
ejercer en su vida eran muy pocas. En concreto, aquellas
responsabilidades, se limitaban a llevar aquel anillo de casado
que no llevaba, por cierto, y las concernientes a los familiares
más íntimos con los que mantenía unos fuertes lazos. Ahí se
acababan las servidumbres a la vida familiar y a la sociedad.
Hedonismo puro y duro. Y como una pedrada en toda la frente
lanzada por un hondero balear, le sobrevino aquella propuesta a
la que no sabía siquiera si se podría negar o no.
Bouza y Silvestre trataban el asunto con la mayor delicadeza
posible, porque estaban reclutando una probable pieza muy
importante para sus propósitos, en este caso en particular, y para
sus carreras a largo plazo, en general. Porque lo suyo, además de
el oficio de agentes, era el proselitismo dentro de su
departamento, de ahí que el tema lo llevaran, además de con la
aparente firmeza que requería, con el suficiente tacto para que no
se les malograra el reclutamiento, algo que de suceder, les
exponía a un hipotético caso que se volvería contra ellos,
suponiendo que el pretendido reclutado, se pasara al bando de los
malos y diera el chivatazo sobre las intenciones que tenían desde
los poderes del Estado para con el delincuente.
Para ir suavizando la conversación y poner un poco de
distensión en la charla, propusieron salir a tomar café, a ver si
dándole un poco el viento en la cara a Miguel Ignacio, le
cambiaba el tono de piel que había cogido con aquellos contrastes
tan llamativos, pero que en nada extrañaban a aquellos dos
miembros de los servicios secretos, que una vez que se habían
dado a conocer, debían jugar sus cartas con mucho más tiento por
los riesgos que se podían correr a partir de entonces, puesto que
nunca se sabía, cómo o cuál iba a ser la reacción de quien
pretendían incorporar a la red de colaboradores.
Salieron del taller hablando de otras cuestiones más o menos
relacionadas con el negocio y los proyectos. Lo hacían en voz alta
para que de alguna manera los empleados que pudieran oírles,
276
una vez ahogado el ruido de las cortadoras o de las pulidoras, lo
hicieran, y vieran con toda naturalidad aquella visita que se había
repetido en un corto espacio de tiempo. De todos modos tampoco
llamaba mucho la atención aquello, ya que eran muchos los
clientes o amigos que visitaban aquel despacho. Se encaminaron
a una cafetería cercana y se sentaron los tres a desayunar. Ellos
pidieron café y tostadas y a Miguel Ignacio lo único que le
entraba en aquel momento era un zumo de naranja que bebió
como agua. La garganta la tenía rasposa de la sequedad producida
por el nerviosismo, de manera que, en cuanto se lo hubo bebido,
pidió una copa de coñac y un vaso de agua.
La conversación en el restaurante se centró, más que nada,
en su actividad profesional, y le preguntaron –aunque conocían al
dedillo su vida-, por las relaciones familiares, los viajes, los
compromisos y todo aquello que pudiera estar relacionado con el
tener que pasar obligatoriamente más tiempo del necesario fuera
de casa. Todo esto, dependiendo de lo que le encargaran, y
teniendo en cuenta, sobre todo, los movimientos de Cienfuegos.
A estas cuestiones, él siempre decía lo mismo: no voy a dejar de
trabajar aquí. A lo que le respondían, que no, que en efecto él
tenía que seguir trabajando y haciendo una vida laboral
prácticamente igual. No podía levantar sospechas, pero sí, por
ejemplo, se le recomendaba ser él, el que pusiera ahora las fechas,
e intentara los encuentros más a menudo con Avelino, y no tener
que esperar a que fuera éste el que le llamara para ir a tal o cual
sitio. Debería hacerse el encontradizo, otras veces tendría que
salir de él invitarlo a comer… en fin, las técnicas más comunes
para realizar un seguimiento y poder informar sobre los detalles
que aquellos encuentros revelaran, para ponerlos en conocimiento
inmediatamente, que era lo que sus interlocutores, perseguían.
Todo quedó pendiente de una última visita para que les diera
una respuesta definitiva Miguel Ignacio. Y así se produjo a las
cuarenta y ocho horas que le dieron de plazo para decidirse, y la
277
cuestión sólo tenía dos opciones: tomarlo o dejarlo, y, para esto
también le advirtieron aquellos hombres, que si decidía no
aceptar, en modo alguno, podría poner en conocimiento de nadie,
absolutamente nadie, aquellas entrevistas y el motivo de ellas, lo
que de alguna forma, le seguía inquietando.
No es que no durmiera en esas dos noches que le quedaban
por delante con anterioridad a dar la respuesta, pero sí que
anduvo dubitativo por lo que aquello entrañaba. Tampoco le
habían pedido un compromiso tal como para que arriesgara su
integridad física, y tampoco se planteaba que con aquella actitud
iba a traicionar a un amigo, nada de eso, pero algo se le reflejaba
en la mente y la duda le quedaba, por otro lado, también era lo
más normal que así sucediera. Igualmente se planteó las cosas
que tiene la vida o las que te puede deparar sin esperarlo, en
resumidas cuentas: el destino. ¡Él, un treintañero de pueblo,
metido a espía a la fuerza! Un treintañero al que la vida le sonreía
en materia económica, que no se complicaba su existencia de
ninguna manera y que a su modo, había conseguido llegar a ser
feliz a pesar de la carencia de un heredero; aunque desde luego,
no había olvidado lo de su hijo, pero la herida iba cicatrizando. El
tiempo iba echando paletadas de hormigón al recuerdo y fraguaba
poco a poco la dureza en el sentimiento: olvidar nunca. Pero
aquel hormigón atenuaba los sonidos que por las noches o en sus
asolas, le penetraban en su cabeza haciendo de vez en cuando
rodar lágrimas por sus mejillas, evocando alguna peripecia u
oyendo simplemente la voz de su hijo en sus oídos.
Llegaron Bouza y Silvestre. Con la misma uniformidad de
las otras dos ocasiones anteriores que les identificaban como al
agente serio y centrado, y el trotamundos despreocupado y
dicharachero. Coincidió cuando llegaban, que él, estaba en la
puerta de la calle porque no había hecho nada más que irse un
tráiler, que descargó cinco toneladas de mármol, y había salido a
despedir al chófer. Saludó a los dos agentes y no les invitó a
278
pasar, sino que les indicó con la mano el camino de la cafetería.
Se sentaron en el mismo lugar de hacía cuarenta y ocho horas y
pidieron los funcionarios del Servicio Secreto el café y las
tostadas. Miguel Ignacio ya había tomado café, porque aquella
mañana, le había tocado madrugar por la mercancía que iba a
entrar, así que, ya desayunado, se pidió una copa de Magno. Esta
costumbre de una o dos copitas de coñac por las mañanas la había
recuperado de cuando estuvo en la mili. Eso sí, mientras las
mañanas eran frías; en julio, agosto y septiembre, no le pegaban
mucho y no las tomaba.
Les dio un sí por respuesta. Hecho que celebraron los dos
agentes asintiendo con la cabeza porque tenían la boca llena. Se
limpiaron los dedos que tenían impregnados del aceite que le
habían puesto a las tostadas, y le extendieron la mano en señal de
la mejor manera que había antes de sellar un trato. Se la
estrecharon los dos fuertemente. Él después, bebió el coñac que le
quedaba tras hacer un brindis levantando su copa y dirigiéndola a
sus caras. Un brindis por aquella relación que en esos momentos
comenzaba, y, que si bien no era contractual de trabajo fijo o a
tiempo parcial, sí estaba cargada de una enorme responsabilidad,
tanta, como era la de estar metido entre los mismos criminales
con los que había estado, pero ahora, ya sabiendo qué hacían y a
qué se dedicaban. Inmediatamente después, fijaron el día que
tenía que estar en Madrid, en “La casa” –como denominan al
edificio de los servicios secretos-, para hacer ese cursillo
intensivo del que le hablaron, consistente en técnicas, tácticas y
material relacionado con la grabación y las escuchas, así como,
del asunto fotográfico, porque tendría que plasmar tras su
objetivo, el yate de manera pormenorizada, las lanchas, las
operaciones de entradas y salidas, o los rostros de aquellos
esporádicos visitantes del barco, o el de los que se sentaban a
jugar a las cartas en las mesas del club de tenis al que acudían; o
en el Club náutico, cuando estuviera con él. Todo aquel material,
279
como era lo más lógico, no era convencional y de ahí el cursillo
de aprendizaje a realizar entre espías.
No sabía si aquello se le quedaba grande o grandísimo, la
cosa es que después de haber dicho que sí, sintió algo en su
interior que le hizo imaginarse como a aquellos hombres de las
películas que trabajaban para la CIA el MOSSAD, el KGB o el
MI6. Vamos, poco menos que un James Bond a la española.
Imaginación tenía para eso y para más, y teniendo en cuenta su
condición, como se decía en nuestro entorno: “es que le iba la
marcha”.
Llamó a casa para advertir de aquella situación que había
nacido y de la que no podía hablar, así que puso como pretexto
que tendría que estar de viaje, tanto en Madrid como en Almería,
Málaga y Barcelona un tiempo, lo que le iba a llevar, al menos,
dos semanas o veinte días separado de su cotidianidad, de su
trabajo habitual y del pueblo. Después de llamar a su esposa,
habló con Jose, su jefe, al que le dijo que iba a tener que atender
unos asuntos personales que le apartarían un poco del taller, pero
que estaba todo ya encarrilado, por lo que su ausencia no se iba a
notar mucho. De todos modos le comentó también, que como iba
a estar por Madrid, Málaga y Barcelona, de paso, por supuesto,
contactaría con nuevos y potenciales clientes y estaría al día y en
contacto con el taller por si sucedía algún imprevisto.
Dicho y hecho. Llegó el momento, hizo la maleta y se fue a
Madrid al hotel donde Bouza y Silvestre le habían dicho que se
hospedara. Cuando llegó, ambos estaban en la recepción
esperándole. Le saludaron, le indicaron que fuera al mostrador a
coger la llave para instalarse, y que bajara, que le esperaban en la
cafetería del hotel. Así lo hizo, y en menos de veinte minutos
estaban los tres de nuevo en animada conversación. Silvestre y
Bouza hablando y él escuchando. De entrada le pidieron, que los
días que estuviera en Madrid en esa fase de instrucción, procurase
beber alcohol lo menos posible, ya que tenía que estar muy
280
despejado y lúcido, para poder asimilar cuanto antes todo lo que
allí se le iba a enseñar. Ya se lo habían advertido pero insistieron
en que aquello no iba a ser nada fácil y que en la medida de que
pasara el tiempo, más se iría dando cuenta de la complejidad de
todo, y de las responsabilidades que asumía en todas y cada una
de las decisiones que tuviera que tomar, una vez que estuviera
metido de lleno en el asunto.
Volvieron a incidir en que también suponía un cierto riesgo,
que se minoraría mucho, si digería y captaba todo lo que le iban a
enseñar, así que lo mejor, era que se relajara lo más que pudiera,
descansara en condiciones, porque ya irían a por él a la mañana
siguiente a las cinco y media a recogerle. A pesar de la temprana
hora, no le pareció ninguna cosa del otro mundo porque estaba
acostumbrado a madrugar.
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CAPÍTULO XXIII
Si historias había vivido en su adolescencia, juventud, y
advenida a la fuerza, madurez, por lo pronto que contrajo
matrimonio, que no por su verdadero estado y formación mental,
más historias se le venían a la cabeza con aquella nueva vida que
comenzaba. En nada se parecía lo que él iba a hacer, con el
pluriempleo como oficinista que tuvo su padre. Aquella manera
de duplicar el trabajo era, además de un trabajo que se podría
denominar gustoso, contaba con otra serie de ingredientes como
eran el riesgo y una importante cantidad de aventura, por lo que
la imaginación y su cerebro echaban chispas. La fantasía pasaba
de este modo, a formar parte muy importante de sus
comportamientos, de todos sus comportamientos. Le hacía
sentirse mucho más importante como persona lo que estaba por
hacer, eso de ser espía, más, que ser un simple comerciante con
más o menos fortuna.
El tiempo que pasó en “La casa” lo vivió muy intensamente.
Casi que no hacía otra cosa que aprender distintas materias –
como le habían advertido-, durante las veinticuatro horas del día.
Dormía poco. Había entrenamiento físico en el gimnasio todas las
mañanas como rutina para despertar el cuerpo y así poder
despejar la mente de cara a lo que más tarde tenía que afrontar:
muchas enseñanzas sobre temas que desconocía de la a, a la zeta.
Algunas referencias tenía sobre sonido, por la música que había
puesto en los guateques y todo aquello, pero nada parecido con lo
282
que le estaban mostrando allí. Algo también sabía o conocía
sobre fotografía porque siempre le había gustado y era un gran
aficionado al súper ocho milímetros. Equipo con el que había
hecho películas para el recuerdo de su hijo, de su mujer, de sus
amigos, de las monterías a las que iba unas veces a tirar y otras a
grabar sólo lo que se hacía en los puestos. Pero nada que ver con
lo que le estaban mostrando que era mucho más parecido con lo
que salía en las películas del Agente 007 que con la realidad que
él mismo conocía, tanto por los aparatos en sí con los que
trabajaba, como por el disimulo con el que había que hacerlo
todo.
Eso por un lado, por otro, lo relacionado con las técnicas y
las tácticas a emplear para hacer seguimientos, para grabar sin ser
visto, para anotar en la mente y grabar en la cabeza todo lo que
viera sin necesidad de usar un bolígrafo. Habilidades y mañas que
le ayudaran a retener, a memorizar, a anotar, y a hacer un trabajo
tremendamente delicado, en el que la cautela en las formas y el
tiento en la palabra, tenía que ser impecable para que no le
pudieran coger en un renuncio. Le enseñaron a que sólo él tenía
que saber lo que hacía y por qué lo hacía. Le instruyeron en el
fingimiento. Le adiestraron en el arte de la diplomacia, y todo eso
combinado con su manera de ser para que no diera el cante.
¡Vamos! Para que no se notara que aquel vendedor de mármoles
y granitos, locuaz y dicharachero, había crecido intelectualmente
de la noche a la mañana en unas capacidades que lleva casi toda
una vida adquirir y que en aquellos veintitantos días le grabaron a
fuego en su mente. Fue un muy buen alumno. Por dos razones:
una, porque le gustaba lo que estaba haciendo en la medida que
iban pasando los días, y dos, porque era buen estudiante. Tenía
retentiva, era intuitivo, sagaz, y muy avispado, cargado, además,
de ese don que le había servido para triunfar en el negocio como
era el de, el don de gentes.
283
En principio sus mentores, los que le reclutaron, Silvestre y
Bouza, se quedaron un par de semanas en Navalmoral haciendo
un seguimiento –a sabiendas de Miguel Ignacio-, como
supervisando toda la maquinaria y ajustándola. Viendo si el
vehículo había salido recompuesto de aquel taller de Madrid y así
verificarlo y pasarle la revisión. Una vez transcurridos aquellos
días, se quedaría solo ante el peligro. Porque lo había. Ya le
aleccionaron en “La casa”, de que cuando uno está espiando a
criminales, corre el riesgo de que le descubran y con eso, se pone
en juego la vida. Así que aquello no era un juego de niños. Era
algo importante y peligroso, y tenía que seguir comportándose
como hasta entonces lo había venido haciendo con aquel hombre
al que tendría que seguir estrechando la mano o abrazándole, con
la misma efusividad, de hacía poco más de un mes. El disimulo,
la diplomacia y un comportamiento embozado, tenían que ser sus
únicas armas a utilizar, contra aquellas otras, más dañinas en lo
físico, que le podían poner en la sien. Un nueve largo o un treinta
y ocho, por ejemplo, o un machete en la yugular; una bolsa de
plástico en la cabeza o unas piedras atadas a los pies que le
hicieran reposar en el fondo del mar por los restos sin que nadie
se enterase.
El trabajo también lo asumió porque tampoco era mucho el
grado de compromiso que le habían pedido. Tan sólo, hasta
obtener las suficientes pruebas que incriminaran a las claras a
aquel traficante. Y no era él quien tendría que detenerlo ni
declarar en un juicio a cara descubierta en el caso de que se diera
esa opción. Su misión estaba clara: debía de servirles las
evidencias necesarias, los contactos y los sitios, a los agentes del
Servicio de Inteligencia, los que a su vez, darían la pertinente
información a los servicios policiales para en su momento se
produjera a la detención. Eso sí, tendría que tratar con un mimo
exquisito todas aquellas pruebas que en un determinado momento
a la hora de ser exhibidas no le delataran a él como autor de tal
284
foto o de cual enclave. Pero fueron precisamente esas cuestiones
las que le enseñaron durante su corta, pero suficiente,
preparación. Por eso estaba dispuesto y con ello, nació incluso la
sensación de sentirse necesario, si bien, aunque todo en lo
relacionado a su trabajo estaba claro, el asunto crematístico
también fue una cuestión a tratar, porque desde luego aquel
trabajo no lo iba a hacer de balde. Así, que como era lo más
lógico, todo -además del material que lo ponía la casa-, aquel
gasto que supusiera un viaje o una comida o cualquier extra, eso
lo pagaría la Agencia.
Pues dicho y hecho, Bouza y Silvestre se quedaron en el
pueblo pero sin dejarse ver ni una sola vez más con Miguel
Ignacio. Justo diez días después, desaparecieron de la escena sin
previo aviso. Él se quedaba solo de manera definitiva. Los
contactos para dar la información serían los propios agentes los
que los determinarían, tanto el cómo, así como el dónde. Desde
ese momento, aquel gerente de empresa de mármoles de un ya
reconocido prestigio en la zona, comenzaba otra vida. Nueva, en
cuanto a los estímulos provenientes de su trabajo extra, por un
lado, y por otro, porque le parecía un acicate aquello de estar
revuelto al submundo que significan los Servicios Secretos, de los
que quisiera o no –que sí quería-, él, había pasado a formar parte
de aquel entramado. Un puzle dado en llamarse por entonces: “las
cloacas del Estado”. Y en cuanto a esto de las cloacas, de las
primeras cosas que le llamaron la atención sobre algunos de los
aspectos que le descubrieron en Madrid, fue, precisamente, algo
relacionado con las alcantarillas, como era, que el Cuerpo de la
Policía Nacional, contaba con un destacamento especializado, en
las grandes ciudades, cuyos servicios los prestaban por debajo de
tierra, y no era precisamente en el metro de Madrid o Barcelona.
Normalizó su vida en la medida que debía ir empezando a
compatibilizar una cosa con otra. Lo primero fue irse aquel fin de
semana a Villanueva para una vez allí, ver cómo daba
285
explicaciones a unos y otros de cara a poder convencerles de
aquella ausencia, algo que por otro lado, ya no extrañaba a casi
nadie. Desde luego que a mí no, y estoy por afirmar que a María
José tampoco. Se habían acostumbrado a aquel tipo de vida, a
aquellas largas separaciones, al estar el uno sin el otro. Pero
seguían casados y no se plantearon dejarlo. Al menos que a mí
me constase.
El pretexto general era el trabajo. La excusa que puso a casi
todo el mundo menos a su jefe por un lado y a mí por orto, fue
esa, lo bien que marchaba el negocio, tanto, que de gerente, había
pasado a socio de Jose en aquel taller de Navalmoral. Un regalo
como premio a tan importantes ganancias habidas durante todo el
tiempo desde que puso en marcha aquella idea. Socios a pérdidas
y ganancias, por lo que en absoluto podía dejar de prestarle la
atención necesaria a un negocio muy bien engrasado y
estupendamente encarrilado que aportaba importantes beneficios
en aquel bum de la construcción que les cogió de lleno.
El tiempo que pasábamos juntos era muy interesante. Me
contaba historias que me dejaban atónito. No sabía qué pensar si
eran ciertas o no. Desde luego nada tenían que ver con asuntos de
espías o de policías y ladrones. No. Eran cuestiones totalmente
baladíes, carentes de importancia pero que tenían un tinte muy
peculiar, y, sobre todo, imaginativas. Hablillas con gentes que
conocía, que no tenían ni pies ni cabeza. Inclusive su relación
con el multimillonario Avelino Cienfuegos, formaba parte del
monólogo cuando le daba por hablar tomándonos unos güisquis.
También me hablaba con una cierta regularidad del tema de las
mujeres, pero sin decirme que tuviera ningún lío en concreto, y,
por supuesto, lo que no se tocaba nunca, era lo sucedido a su hijo.
Ya no volví a preguntarle más sobre si habían pensado en intentar
tener de nuevo otro crío. Nada. Se movía en el mundo de lo
imaginativo y del trabajo desmesurado ganando un desorbitado
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dinero. Con respecto a su matrimonio, lo único que unía a aquella
pareja era la distancia.
Podría decir, que tras lo sucedido con su reclutamiento, su
vida se estabilizó durante mucho tiempo, basándose desde
entonces, y de manera ya evidente para él que me contaba a mí,
en las relaciones extramatrimoniales. Su pluriempleo le abonó el
campo de la seducción, y el lujo de tener tiempo y dinero, era el
mejor de los fertilizantes para llevar una vida soterrada desde la
más clara de las evidencias. No se cortaba un pelo a la hora de
salir aquí o allá con cualquiera de las muchas conocidas, de las
que curiosamente, más tarde, cuando ya comenzó a
desmenuzarme todos y cada uno de aquellos affaires, me decía
que –como ya me comentó en otra ocasión-, él sólo se dejaba
llevar. Que nada de perseguir mujeres a diestra y siniestra. No. Se
limitaba a estar en el sitio adecuado en el momento justo y
dejarse querer.
Toda la frustración que había sentido durante sus años de
juventud y adolescencia, la relegó a un segundo plano, no la
recordaba porque se veía como triunfador, sin dárselas ni de playboy ni de ligón, ni de nada. No era de los que presumían de
aquellos ligues, al menos eso me decía y en efecto así era. Los
dos fracasos que habían marcado para siempre su
comportamiento convirtiéndole en un ser inseguro y tímido,
pasaron a la historia. Yo en su día llegué incluso a deducir de
aquella manera de hacer las cosas, como si fuera una venganza
hacia el sexo opuesto, entrecomillando lo de venganza, y que
podría provenir de aquellos fracasos. La cuestión es, que el
tiempo pasaba, y como nos veíamos cada vez más de tarde en
tarde, más tenía para confesarme al vernos.
Pasaron por su vida en un relativo corto espacio de tiempo
media docena de mujeres con las que empleó más tiempo de lo
que tardaron en arrestar, gracias a su colaboración, a su amigo el
multimillonario traficante de armas. De todas ellas guardaba un
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gran recuerdo porque cada una le había aportado algo nuevo, no
en exclusiva desde el punto de vista del sexo, no, sino de riqueza
personal o espiritual. De todas ellas se enamoró porque era
incapaz de estar o acostarse con una mujer a la que no conociera,
con la que no hubiera hablado en profundidad y le hubiera
enamorado ella a él y él a ella. Bueno así casi todas, menos una
que por lo que me contó, le confesó después de mantener más de
un año de relación continuada, que solamente había estado con él
porque nunca “se había tirado a un tío con barbas”. A estas
alturas de su vida, Miguel Ignacio se la había dejado, más por
pereza que por otra cosa, la barba, si bien, el fondo y verdad de
aquel cambio de look, obedecía a una promesa que se hizo así
mismo en sus adentros tras el accidente sufrido por un amigo.
Entonces, después de haberse salvado pero estando en coma, se
dijo para sí, que hasta que no estuviera totalmente recuperado, no
se afeitaría jamás la barba.
La cuestión es que unas veces por la barba, otras porque
según me contaba se ligaba más de casado que soltero, el caso es
que se le acumulaba el trabajo, más en sus relaciones amatorias,
que como espía.
En este sentido, de todos modos, se siguió viendo con
Silvestre y Bouza, y de vez en cuando, le seguían pidiendo que
les hiciera algunas averiguaciones sobre gentes de aquel entorno
que cada vez más frecuentaba. Un entorno heterogéneo, de
nuevos ricos –los del ladrillazo-, de ricos de toda la vida y de
ricos venidos a menos, que le proporcionaba una vida basada en
el trabajo que no dejaba, y el ocio, si bien, ya el trabajo, lo
manejaba más a distancia que en la oficina de aquel taller original
que había abierto, para posteriormente construir una enorme nave
en un polígono industrial de la carretera de Madrid, y de ahí, que
se moviera más por encima del paralelo cuarenta que por su
suroeste natal.
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En uno de aquellos fines de semana en que tuvo que viajar a
Madrid, se fue el sábado con uno de sus amigos, Gustavo
Canales, a cenar a Casa Abilio, un restaurante con sabor añejo y
tirando un poco a elitista. De cocina casera y claras tendencias
castellano leonesas, lo que a Miguel Ignacio le fascinaba. El
restaurante estaba en Colmenar Viejo, un poco apartado del
mundanal ruido de la capital, donde acudían, por regla general,
matrimonios o parejas en su mayoría capitalinos. También, cómo
no, pandillas de matrimonios o de parejas amigos entre ellos que
organizaban allí cenas que más parecían la celebración de algún
bautizo o una boda pequeña, que una reunión de amigos. El caso
es que estaban en los entrantes, ellos dos, solos, cuando se
presentó un nutrido grupo de gente. El silencio que por entonces
reinaba, con la música de los años sesenta y setenta de fondo, fue
interrumpido por aquella algarabía de personas que se
arremolinaban en torno a unas mesas que habían previamente
montado a tal efecto los camareros del restaurante para cuando
llegaran.
Gustavo Canales, conocía a dos o tres de los matrimonios
que allí se sentaron, y desde la mesa con la mano, cuando
entraron y los vio, saludó sin levantarse. Sólo eso, un movimiento
con la mano abierta y diciendo: hola, buenas noches, qué tal.
Nada más.
La cuestión es que justo enfrente de Miguel Ignacio se sentó
una mujer muy guapa. Rubia, con unos ojos verdes de fondo de
mar esmeralda, muy vivos, con una expresión que hablaban por sí
solos, y unos labios finos y perfilados que conformaban una
sonrisa abierta y alargada hacia sus comisuras, y que dejaban ver
unos dientes blancos, y perfectos en las formas, al igual que su
nariz: perfecta. Tenía media melena alisada, peinada de manera
informal, nada parecido a la recién salidas de la peluquería de
barrio con la laca que mantiene viva la expresión de los últimos
retoques de la peluquera, dados con el aguijón metálico del peine
289
que ahueca el cabello. Lo de ella era natural, y de porte elegante.
Debía medir muy cerca del uno setenta, y como nota que
embellecía todo aquel conjunto de su cara con unas mejillas
tersas y una frente limpia, además, y que adornaba aquel rostro,
un lunar en su pómulo derecho que refrescaba y hacía más
interesante aún aquella belleza, serena, sin aspavientos.
La miró, y se quedó totalmente prendado de aquel cuerpo y
prendido en su pensamiento. Siguieron comiendo y más de vez
que en cuando, la miraba sin ningún tipo de disimulo, entre otras
cosas, porque sólo con levantar la vista del plato la tenía justo
enfrente. Su amigo quedaba a la derecha. No había nada que se
opusiera entre su posición y la de ella. Él la miraba, la mujer se
mantenía al margen de todo lo que provenía de los comensales de
al otro lado, sencillamente estaba metida en la conversación del
grupo con el que habían llegado ella y su marido. Pasaron a los
postres, y Miguel Ignacio, se sabía de memoria ya aquella cara
con la que ni una sola vez había cruzado una mirada. En ningún
momento de todos los que él la miró, ella había dirigido su vista
hacia él. Estaba sentada al lado de su marido y más tiempo tenía
la cabeza girada hacia él que hacia donde se encontraba aquella
pareja de hombres cenando.
Tras el postre pidieron una copa y no pudiendo aguantar
más, Miguel Ignacio, le preguntó a su amigo Gustavo, que si
conocía bien a aquella mujer que al entrar había saludado. Le dijo
que sí, que conocía tanto a ella, que era abogada y trabajaba en la
asesoría jurídica de un banco, como a su marido, que era
arquitectos. Les conocía porque llevaba mucho tiempo trabajando
con los dos. Que tenían el despacho en Madrid, en Príncipe de
Vergara, y que además de lo del banco, ella llevaba asuntos
particulares todos de tipo mercantil. Le refirió que en aquella
disciplina era buenísima y que de más de una situación
comprometida le había sacado. Se terminaron la copa y pidieron
otra, la reunión continuaba en las otras mesas, pero tras tomarse
290
la segunda que coincidía con la primera que pidieron los otros,
Canales le propuso a Miguel Ignacio marcharse a dormir. Así
hicieron, se levantaron de la mesa y al pasar detrás de ellos, de
nuevo saludó despidiéndose de aquella, todavía, animada reunión.
En el coche le pidió la dirección del despacho, llegaron al hotel,
le dejó allí su amigo, y subió a dormir.
Se desnudó, se duchó, y se echó en la cama con todas las
luces de la habitación encendidas. No podía dormirse porque
aquella mujer no se le iba de la cabeza. Mirando al techo, como
hacía siempre, la veía como un fresco de Miguel Ángel en aquella
Capilla Sixtina de su imaginación. Tanto trataba de recordar
aquellos rasgos que se le borraban por la insistencia. Desgastaba
los detalles de aquel semblante memorizados durante la cena, y se
impuso la tarea de ir el lunes por la tarde a verla. Así, sin más.
Tomó una botellita de güisqui del mini bar, y se la tomó sentado
en la cama, recostada la cabeza sobre la almohada que estaba
apoyada contra el testero, mirando la televisión, pero no viéndola,
sólo miraba aquella pantalla. Su pensamiento se centraba por
entero en la ninfa que había visto. Se le aceleraba el corazón
cuando elucubraba sobre ella. Se estaba enamorando de alguien
con quien ni siquiera había hablado, y lo que era peor aún, con la
que no había cruzado una sola mirada, y aun así, no olvidaba
aquellos ojos. Se quedó plácidamente dormido… soñando.
Se estancó, no crecía, no maduraba, lo único que más
desarrollaba era su capacidad de soñar, de imaginar cosas, y, casi
siempre, las relacionadas con alguna mujer, con alguna conquista.
No le gustaba tener su corazón sin el amparo de alguien. Le
asolaba no sentirse amado. De la misma manera que el
desamparo, le asfixiaba tener vacío el espacio en su corazón y su
cerebro en materia amorosa. Aquella alacena quería que estuviese
siempre repleta de todo lo que conlleva una relación, sobre todo,
esa sensación de tener alguien en quien pensar, porque ése mismo
alguien, hacía o haría, exactamente lo mismo que él: pensarle. Y
291
lo notaba, y como los niños pequeños pedía que le dijeran un
número cuando le zumbaban los oídos. Una reciprocidad que le
alimentaba tanto o más que el comer. Era feliz de aquella manera,
y ni siquiera la experiencia vivida con el CESID, de los que no se
había apartado de manera definitiva aún, le hicieron crecer.
El lunes por la mañana fue a ver a uno de aquellos
constructores madrileños que estaba levantando una nueva
promoción de chalés en Cazalegas. Comió con él, y tras una no
muy larga sobremesa para cerrar los últimos flecos de la
operación, tomó un taxi en la puerta del restaurante, justo después
de despedirse de su cliente. La dirección dada al taxista: Príncipe
de Vergara. No eran aún las seis, hora en la que la mujer –como
casi todos los abogados de España-, solía llegar al despacho.
Esperó en una cafetería que estaba enfrente del portal por donde
tendría que entrar aquella abogada, que no había sido capaz de
quitarse de la cabeza desde la cena en Abilio. Con su consabido
güisqui en la mano, esperó impaciente a que de la derecha o la
izquierda de la calle, la viera entrar, cosa que sucedió a las seis
menos dos minutos de la tarde.
En ese momento se preguntó si esperar un rato o mejor subir
de inmediato, con lo cual, las posibilidades de que no entrara
nadie antes que él serían muchas. Así lo hizo. Tomó de un trago
lo que quedaba de bebida en el vaso y se encaminó hacia el paso
de peatones. No tenía nada claro qué le iba a decir, porque no
había montado una estratagema previa. Improvisar se le daba
muy bien, pero aquello entrañaba un riesgo extra que asumía
gustoso: los retos mientras más altos mejor. Aunque eso fuera así,
pero visto a posteriori. Siempre a priori, le salía el ramalazo que
le caracterizaba como tímido y su enorme complejo del miedo al
fracaso, con lo cual, las manos le empezaron a sudar. De todos
modos, eran más las ganas que tenía de volver a ver a aquella
mujer, que el miedo que le pudiera atenazar. Nada había seguro,
todo estaba en su cabeza. Así que nada podía perder… ¿o sí?
292
Subió al segundo piso, tras saludar al portero y preguntar –
aunque lo sabía- por el despacho de la señora Adámez. Lo hizo
por las escaleras debido a su problema de claustrofobia que se le
acentuaba más en aquello ascensores de primeros de siglo.
Rígidos, con rejas gruesas y forjadas y segundas puertas de
madera, así que siendo sólo dos pisos, no le importó subirlos a pie
por una escalera de madera a la que se le notaba el paso de los
muchos pasos que el tiempo había llevado por aquellos escalones.
Pero impecable madera e impecables paredes adornadas con
frescos evocadores de paisajes boscosos y marítimos. Subió y
recorrió el pasillo, más, como un sonámbulo, que como la
persona consciente y segura de lo que va a hacer. En su cabeza lo
que había era una obsesión que él mismo se había creado y
alimentado durante cuarenta y ocho horas, un ensueño, una
fabulación que no tenía ni pies ni cabeza, pero quería tener a
aquella mujer frente por frente. Mirarle a aquellos ojos que vio
fugazmente y que a su vez, ellos le miraran a él. Quería oír su
voz, ver sus gestos, y todo desde la tozudez y la inconsistencia de
un antojo. Sonaban sus pasos por aquel suelo de mármol que
identificaba una de las edificaciones más rancias de la calle.
Tenían solera y clase. Rezumaban el nivel y la categoría. Y él,
caminando hacia aquella puerta blindada de madera con pomo
dorado en la que ponía el nombre de la abogada, el horario de
visitas y un “entren sin llamar”.
Y eso hizo, abrió la puerta y tras ella, un pequeño hall con
una mesa y una joven de no más de veinticinco años allí sentada,
haciendo las veces de secretaria-telefonista-recepcionista, que le
preguntó qué quería y si tenía cita. Le dijo que no, pero que si
estaba ocupada esperaría con la condición de que más tarde o más
temprano pudiera entrar. Le contestó la mujer que tenía una
primera cita a las seis y cuarto, que después podría pasar. Tomó
asiento en uno de los sillones que flanqueaban un sofá, de madera
de palo santo estilo isabelino, de patas cabriolé y respaldo
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redondeado en peineta. La tapicería era en tela de seda beige
claro con capitoné, igual que los dos sillones y tres sillas a juego
que adornaban aquella estancia. Una vitrina -a juego con la
mesita donde más o menos ordenadas reposaban revistas y los
periódicos del día-, también isabelina, acomodaba libros. La
elegancia se veía desde la entrada, lo que hacía presagiar la
evidencia de sus fantasías, lo que ya previamente había urdido su
cerebro.
No llevaba sentado tres minutos hojeando un periódico,
cuando entró un señor. Dio las buenas tardes y se dirigió a la
secretaria que con un gesto indicó la puerta diciéndole que ya le
esperaba. Así que entró. Se perdió durante treinta minutos tras
aquella otra puerta, también de madera noble pero de dos hojas,
donde se encontraba la mujer que a toda costa estaba deseando
ver. Mientras, a la vez que miraba el periódico sin asimilar lo que
leía, pensaba en qué le iba a decir, porque dejarlo todo a la
improvisación parecía demasiado peligroso de cara a conseguir lo
que ansiaba, y que no era ni más ni menos la pretensión de que
ella se fijara en él.
Por un momento salieron a la luz de aquella estancia sus
fantasmas pretéritos. Los del recelo y la desconfianza, y se cargó
su pecho de ansiedad. Por una milésima de segundo no se levantó
y salió corriendo, porque la puerta se abrió y se cerró, y de
inmediato, la chica que hacía anotaciones en una agenda, le dijo
que podía pasar. Unos instantes de confusión, de pálpitos
descontrolados y por fin, se levantó esbozando una sonrisa y
asintiendo con la cabeza, sin pronunciar palabra, se dirigió a la
puerta. Llamó con los nudillos, y a la par que abría, oía por
primera vez de manera clara la voz de quien le decía: pase.
Entró en aquel despacho. Regio, amplio, adornado todo el
perímetro de tres de las cuatro paredes que lo conformaban, por
unas estanterías de madera que llegaban hasta el techo, en las que
reposaban todos los tomos de los Aranzadi. Sus lomos,
294
mezclados el amarillo pálido, un amarillo sucio con la banda roja
del centro a la misma altura todos, uniformaba aquella decoración
de bufete antiguo, que complementaban los libros de una
biblioteca de casa antigua y señorial. En la parte de abajo los
archivadores y carpetas de procedimientos ya concluidos. Y de
frente, el escritorio de madera donde estaba sentada ella en una
butaca giratoria de piel y de respaldo alto. Una mesa de despacho
de estilo Alfonsino de madera de nogal, solemne. Delante de la
mesa según se entraba, dos sillones fraileros, también de nogal y
asientos y respaldos de cuero donde se sentaban los clientes. El
resto de ornamentos del despacho: un tresillo, también Alfonsino
y de nogal del mismo tono beige que tenía el de la entrada, una
mesita de sobremesa y a uno de los lados, un librero de vitrina,
también de nogal, repleto de libros.
El escritorio estaba impecable en cuanto al orden se refería.
Las carpetas apiladas en bandejas pero perfectamente cuadradas,
una máquina de escribir Olivetti electrónica en el centro y una
calculadora de sobremesa a la derecha. Un teléfono K.Kirks
negro, clásico, de los años cincuenta, a la izquierda, y justo al
lado un contestador automático. Un pisapapeles de bronce, cuyo
pedestal portaba la figura de un espartano. Y una grapadora, una
taladradora y un vaso de cerámica decorada a mano que hacía las
veces de guarda plumas, lápices y clips.
El olor allí dentro era una mezcla entre madera curada,
despacho de imprenta, polvos de talco y lavanda. Suave y
aromático como el perfume del humo que resulta de la quema de
la encina prendida con retama seca en una chimenea, eso,
mezclado con el Eau d’Hadrien de Annick Goutal que llevaba
ella. Tras la puesta en funcionamiento de algunas de las prácticas
que había aprendido en “La casa”, como era la observación
rápida de los lugares en los que entraba, y memorizarlos haciendo
una fotografía de todo lo que a su alrededor había, consiguió
articular palabra:
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- Hola buenas tardes.
- Buenas tardes, dijo ella. Siéntese. Usted me dirá. ¿Cuál es el
objeto de su visita?
- En primer lugar decirle que soy Miguel Ignacio Díez, amigo de
Gustavo Canales. Le alargó la mano antes de sentarse y se la dio.
Gusto en conocerla.
- Gracias, igualmente. ¡Ah, bien!, así que amigo del bueno de
Gus. Fantástico. Buena gente y buen empresario. Sí, nos
conocemos hace años, dijo ella.
- Yo no hace mucho que le conozco. Bueno, casi dos años. Ya
hemos hecho algunos trabajos juntos y él fue quien me habló de
usted y de su reconocido prestigio profesional en materia
mercantil.
- Gus exagera. Soy una más del montón de abogados que
ejercemos en Madrid. Es buen amigo y de ahí que me eche esas
flores. Procuro estar al día en este maremágnum burocrático en el
que nos han metido los políticos. Cada día se necesita más para
cualquier cosa. Y dígame, ¿de qué tipo es la consulta que ha
venido a hacerme? ¿Problemas con el fisco?
- Pues verá… sí y no.
- ¿Cómo?
- Que sí he venido a hacerle una consulta, pero que no es nada
relacionado con el fisco.
- … ¿entonces? Ya me dirá.
- Bueno, como me dijo que era abogada y al margen de que me
insistiera en que su especialidad eran los contenidos mercantiles,
lo mío más tiene que ver con asuntos personales y de pareja.
¿Lleva usted también separaciones y divorcios?
Como no se había preparado nada, o en nada concreto había
quedado consigo mismo para encarrilar la conversación
dejándolo casi en exclusiva a la improvisación, aquello es lo
primero que se le vino a la cabeza. De la otra parte del escritorio,
296
la mujer se quedó algo parada, desconfiada y a la vez extrañada,
porque supuso de inmediato que si su amigo Gustavo le había
dado sus referencias, le habría hecho hincapié en que ella nada de
penal y casi nada de civil que no estuviera relacionado con
cuestiones netamente mercantilistas, así que se sorprendió. Y con
una buena dosis de perspicacia ahondó en la mirada, los gestos y
las palabras de aquel personaje al que terminaba de conocer.
Pero no dijo nada en concreto, sólo se limitó a quedarse
muda por unos instantes esperando desvelar por alguna rendija,
las intenciones de aquel individuo, que su agudeza como mujer,
ya le había alertado. Así que viendo aquella situación un tanto
extraña, decidió cancelar cualquier posibilidad a malos
entendidos.
- No señor Díez, no sé qué le habrá dicho Gustavo, pero de ese
tipo de pleitos no llevo nada.
- No, si ya lo sé, si me lo advirtió.
- ¿Entonces?
- Bueno la verdad es que además de esos problemas de tipo
personal, también me gustaría que le echara un vistazo a las
cuentas de mi empresa. Somos dos, un socio y yo, y querría, en la
medida de lo posible, auditarla para los dos, y ponerle un precio
de venta a mi participación en la misma.
- Bueno, eso ya es otra cosa que sí podría hacer, pero lleva
tiempo. ¿Le corre prisa?
- No, en absoluto. Cuando mejor le parezca.
Aquello fue lo segundo que se le vino a la cabeza una vez
que se vio totalmente desarmado, ya que lo de la auditoría y
vender su participación de la sociedad era una mentira tan grande,
como que el hombre haya llegado a la Luna por muy bien
maquilladas que estuvieran sus argumentaciones. Parecía que el
tiempo de la consulta estaba llegando a su fin, y él, no quería irse,
así que sacó la conversación de cómo la había conocido el fin de
297
semana en Abilio cenando con Gustavo Canales. Ella, para su
desgracia, le contestó que sí, que estuvieron allí cenando y que en
efecto saludó a Gustavo, pero que le disculpase porque a él no le
había visto.
Jarro de agua fría, pero tampoco era cuestión de dar la guerra
por perdida antes siquiera de empezarla, así que siguió
regodeándose de aquella figura que sólo veía de cintura para
arriba. Desde sus voluminosos pero bien equilibrados pechos,
hasta aquellos ojos verde. Reparó sobre todo en sus manos. Unas
manos grandes pero finas, que llamaban la atención. Suaves
cuando las rozó en el saludo. Y una voz que le enamoró a la
segunda frase que pronunciaron aquellos sensuales labios. Se la
estaba comiendo y bebiendo con la vista. La retrataba en su retina
y guardaba el amplio carrete de fotos en su cerebro.
Tras una insulsa conversación por su parte que delataba
clarísimamente que lo que quería era estar allí, la abogada, puso
el punto y final con una larga cambiada cogiendo una tarjeta del
tarjetero y diciéndole como despedida en toda regla, que llamara
para concretar cita la próxima vez que fuera a verla para
determinar definitivamente lo de la auditoría. Aquel gesto del
ofrecimiento de la tarjeta, lo acompañó levantándose del sillón y
ofreciéndole de nuevo la mano, ahora, en clara muestra de que le
estaba diciendo adiós.
Salió. No sabía si contento o frustrado. La cuestión es que la
había visto. Era lunes, las siete y media de la tarde y a la mañana
siguiente tenía que estar forzosamente en la empresa, así que
estaba indeciso sobre si quedarse a tomar una copa y dormir en
Madrid o coger el camino de Navalmoral. Optó por lo primero y
se quedó en la cafetería del hotel tomándose un güisqui rumiando
su agridulce tarde. Pero claro, pensaba, por otro lado ¿qué iba o
tenía que haber pasado que no fuera aquello? Se tomó dos copas.
Al rato cenó, y antes de subir a la habitación dejó un encargo en
recepción. Una tarjeta en blanco con una dirección donde mandar
298
a la atención de doña María Isabel Adámez, un ramo de rosas. No
había firma en la tarjeta, sólo una breve frase: de un admirador de
tan perfecta belleza –cursi le sonó, pero eso escribió- y la dejó en
el sobre cerrado. Subió a la habitación, y tras media hora de
especulaciones y sueños con los ojos abiertos mirando al techo,
se quedó dormido. A las siete y media de la mañana estaba
sentado en su despacho, ya en Extremadura.
299
CAPÍTULO XXIV
Sentir de nuevo aquella impresión de manera tan fuerte, le
empezó a quitar tiempo de su cabeza y de su trabajo. Se había
enamorado profundamente. Otra vez, y día sí día no, un mozo
subía con dos rosas rojas al mismo piso a las seis menos cinco de
la tarde en la calle Príncipe de Vergara de Madrid. Así durante
tres semanas. Las mismas que se pasó entre viajes a casa,
Cazalegas y Almería. No paraba, y para más inri, le habían
llamado de nuevo Bouza y Silvestre a ver si podían verse, porque
al parecer, tenían un trabajillo que él les podría hacer de nuevo.
En este caso, información sobre una ramificación del caso
Cienfuegos -aquel amigo que por su culpa estaba en la cárcel y al
que iba a ver con cierta regularidad, más que nada, por no
levantar sospechas-, relacionada con el mundo del narcotráfico.
Lo que le hizo de nuevo trasladarse a Madrid para encontrarse allí
con los agentes.
No iba nada convencido del tema porque ya le estaba
resultando un poco pesado aquello de hacer más de soplón que de
espía al uso americano o de las películas americanas. Se limitaba
en exclusiva a dar nombres de personas que estaban o habían
estado relacionadas con Cienfuegos, inclusive, de otras que nada
tenían que ver pero que frecuentaban los mismos círculos. Así
que de nuevo se fue a Madrid, se hospedó en el mismo hotel de
siempre, en De las Letras, en la calle Gran Vía, y por la mañana
temprano, quedaron en una cafetería de San Sebastián de los
300
Reyes. Tomó un taxi para que lo llevara a la dirección que le
habían dado, y allí estaban los dos uniformados de la misma guisa
que la última vez que los había visto. Silvestre de sport y Bouza
con traje. Llegó ya hasta decirse: ¡vaya cante que dan éstos dos!
Una vez le dieron las pertinentes instrucciones y los nombres
de quienes les interesaban, se marcharon y quedaron en llamarse
en la medida que Miguel Ignacio fuera recopilando información.
Llamó un taxi por teléfono desde la misma cafetería y tomó
dirección hacia Castellana 22, al Hotel Villamagna donde
habitualmente quedaba con su amigo Gustavo Canales, a quien
también había llamado desde el lugar de la reunión con los
agentes secretos, para verse en el hotel, en una hora.
Llevaba tres semanas devanándose los sesos. Tenía de nuevo
la obsesión en la cabeza. Recordaba perfectamente aquel primer
idilio amoroso de recién casado. Pero el tiempo había pasado
ocurriendo muchas cosas que le deberían haber hecho madurar.
¿Pero qué tiene que ver madurar con el amor?, con enamorarse.
Qué pasa, ¿que una persona inmadura no se puede enamorar?,
será inmadura pero estará enamorada. ¿Y por qué tenía que
madurar? Si aquello, quizás, significara no poder enamorarse ¿o
sí? ¿Qué diferencia hay entre el amor de un maduro y el de un
inmaduro? ¿Cuáles las contradicciones? ¿Se es más feliz o se es
menos? ¿Quién pone los grados, el listón, la marca?... estaba
enamorado, y, punto.
Pero había más cosas, porque podría darse el caso de que él
estuviera enamorado y no ser correspondido, como ya le había
sucedido en más de una ocasión. ¿Qué motivos tenía para pensar
que a ella le hubiera sucedido lo mismo? Entonces ¿qué hacer?
Pues nada, sencillamente seguir haciendo lo que le marcara el
tiempo, y lo más importante: el destino. Aunque aquello del
destino no lo tenía muy claro, porque muy pronto en su juventud
pasó de ser creyente y practicante a no practicar y dejar de creer,
en Dios y, en el destino. Seguramente porque aquello le allanaba
301
más el camino de su conciencia a la hora de vivir una vida laxa y
enormemente hedonista como la que vivía. ¿Era feliz? Pocas
veces se lo preguntaba mirándose a un espejo cuando se
levantaba por la mañana en la habitación de un hotel en Madrid,
Almería o Málaga. Daba igual el sitio, pero la soledad de la
habitación, sin ruidos, con uno solo ante su propia mirada que le
inquiere respuestas, le hacía enmudecer sus pensamientos. Se
negaba a convertirse en un antojo de sí mismo obligado por las
obligaciones y las responsabilidades. A esa negación llegaba
aunque fuera mintiéndose. No negociaba ni con su conciencia ni
con las circunstancias: ambas eran obviadas para que el fin
justificara los medios y no al contrario.
En estas elucubraciones estaba cuando llegó Canales. Era
cerca de la hora de comer, así que tomaron una caña y
comenzaron a hablar de negocios. La irresponsabilidad que se
achacaba unos momentos antes -sin exagerar mucho tampoco-,
dejaba de serlo cuando la palabra negocio salía de algunas de las
gargantas, y como Gustavo le preguntó por el motivo de su visita,
pues le tuvo que contestar: por negocios. No le iba a contar el
asunto que se traía entre manos con los del CESID, a saber si no
tendría que averiguarle la vida a él mismo no pasando mucho
tiempo. De esas andanzas suyas con los espías a nadie le dijo
nada, habiendo transcurrido más de dos años ya desde que
comenzara su experiencia.
Metidos en el postre, Canales claro, él con su vaso de
digestivo güisqui en la mano, y dicho todo lo que se tenían que
decir en materia de trabajos, su amigo le preguntó si iba a
quedarse en Madrid o se iba para Extremadura. Dubitativo le
contestó que aún tenía que hacer un par de llamadas y ya vería
qué hacía. Así que pagaron la cuenta y despidió a Canales en la
puerta. Salió su amigo en dirección opuesta a la que a él le
acercaba todo lo posible a aquel portal de Príncipe de Vergara
302
donde las rosas, entraban todos los días con un trocito de su
recuerdo y de su corazón.
Volvería de nuevo a la misma cafetería. Allí tomaría otro
güisqui y prepararía una estrategia que luego, en el fondo sabía
que no pondría en práctica y tendría que improvisar de nuevo.
Pero ante todo, por el momento, tenía que entretener su
desasosiego y su inquietud en algo. Tenía que ocupar el tiempo
pensando en ella y en qué hacer cuando estuviera a su lado.
Soñaba. Dentro del devaneo que mantenía consigo mismo para no
ahuyentar los buenos espíritus, se hacía todo tipo de
componendas. No quería pensar en nada que no fuera positivo o
supusiera que él, no saliera airoso de aquellos sueños en los que
medraba con la solvencia que da el engañarse a uno mismo. Pero
le daba igual todo. La cuestión era que dentro de poco menos de
hora y media, iba a ver a su ídolo.
Tenía borrada ya la imagen de aquel cuerpo y de aquellos
ojos de su retina, y su pituitaria no mandaba al cerebro los
impulsos que identificaran aquel olor que le atrajo como un
bebedizo hecho por la mismísima bruja Sapo; pero le daba lo
mismo. Sabía que estaba enamorado y no había más que hablar,
así que todo era cuestión del tiempo, y no el meteorológico,
precisamente.
Llegó a la cafetería tras dar un rodeo que le ocupó unos
cuarenta y cinco minutos, para una vez allí, hacer tiempo hasta
que el reloj marcara el momento. Pidió su dyc. Le sudaba un pié
que le miraran, o no, con el tono que saben hacerlo los camareros
de la capital, al provinciano que arriba con más o menos ínfulas a
aquellos territorios vedados para tanta gente. Él a lo suyo. El sitio
era elegante y acogedor. Tomó el vaso en la mano, se sentó en un
taburete en la parte más alejada de la barra, mirando hacia la
puerta, y comenzó a jugar con los cubitos de hielo con el dedo
índice.
303
Mirando en el fondo de aquel mar de color amarillento úrico,
donde el tintineo del hielo con el cristal sonaba a música, se
encomendaba al oráculo en aquella profundidad donde se
transparentaba el mármol de la barra. Sólo estaban media docena
de personas desperdigadas por todas las mesas tomando café y
leyendo periódicos, y tres camareros, cuando de repente, se abrió
la puerta. Pasaban unos minutos de las cinco y media, y aquellas
puertas al abrirse dejaron el paso libre a una figura radiante,
luminosa. Era ella. Sola. Llevaba un traje chaqueta, ceñido, que
mostraba claramente todas las curvas de su cuerpo. El pelo suelto,
más bien cortito, al natural y ninguna pintura en la cara, sólo los
labios perfilados de un rojo encarnado.
Se quedó sin saber qué hacer. No la esperaba allí, ni a
aquella hora, y de este modo su ensoñación quedaba cortada por
quien era dueña de sus sueños y de su fantasía en aquel momento,
y tantos y tantos que habían precedido aquella entrada triunfal.
¿Qué hacía? ¿Se levantaba a saludarla o se quedaba como la
estatua de Fidias del mismo color y el frío del mármol con el que
trabajaba el artista heleno? Se le heló la sangre y se le movió la
boca del estómago. Notó el mariposeo indicativo de que sentía
por aquella mujer algo mucho más importante que la simple
atracción física. Más cardinal, eta vez, que lo que en otras
ocasiones le había sucedido en cuanto a la atracción y posterior
relación con otras mujeres. La mano se le quedó pegada al vaso.
No apreciaba el frio del cristal porque su tacto había desaparecido
y su temperatura corporal estaba por debajo de la del líquido que
contenía.
Ella entró de manera ufana y despreocupada. Con la
mecánica que no se practica, sino que se hace producto del diario
moverse por infinidad de ambientes y con multitud de gente.
Segura y bizarra. Expeliendo la clase que se evidenciaba desde el
pelo a los zapatos, con mediano tacón de color hueso, y que
dirigió hacia la barra directamente y a la altura de donde se
304
encontraba el camarero justo por delante de la cafetera, con las
manos cruzadas en su espalda, dándole la bienvenida desde lejos
con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.
Café con leche, corto de café, le oyó decir. Y seguía
petrificado. No sabía por qué aún le sucedían esas cosas que le
llevaban a pensar que ya no era un crío y que había pasado por
unas experiencias que deberían haberle servido de algo o para
algo. Pues nada. Una estatua de mármol haciendo juego con la
decoración de aquel lujoso establecimiento. Lujo, que se veía
incrementado con la presencia de aquella mujer, sentándose en un
taburete y dejando el portafolio que llevaba, encima de la barra a
su izquierda, justo en la misma dirección que él se encontraba.
El camarero se giró e hizo los movimientos propios que
requerían servirle el café. Mientras, ella, distraída, dejaba su
mirada perdida en la espalda de quien atendía su petición, a la vez
que se oía el ruido de la máquina en el gesto del camarero
calentando la leche. De nuevo se dejó oír la voz de la mujer que
indicaba, que no la calentara más, que estaba bien así. Al terminar
de decir eso, giró la cabeza hacia la izquierda como si quisiera
sacar algo de la cartera. Entonces vio la figura de aquel
prácticamente desconocido para ella, pero cuyo rostro, le resultó
familiar de momento.
Él era una prolongación del vaso, y no al contrario, tanto por
lo frío como por la forma mineral que parecía adoptar. Era más
en esos momentos de ese reino, el mineral, que un ser humano
con el que se pudiera hablar o mantener una conversación, o
sacarle sangre. Él seguía en su mundo de ensimismamiento y
petrificación. Pero tendría que hacer algo. Pues no. Fue ella la
que con un gesto primero de su cabeza, sin pronunciar palabra, y
luego de la mano moviéndola en el aire en señal de saludo, quien
abrió fuego. El enemigo, derrotado ya de antemano, quiso
responder, pero sus baterías, todos sus cañones, estaban sin cargar
aún. No le había dado tiempo siquiera a montar el cómo proceder
305
para cuando estuviera dentro con ella, para cuando la viera en el
despacho, así que como para estar preparado ante aquella
inesperada contingencia. Un desastre.
Respiró hondo, le entró el aire en los pulmones y la rigidez
lóbrega de aquella momia sin ensabanar, pareció volver a la vida.
Sus músculos se despertaron lo suficiente como para poder
responder, primero con el mismo gesto de cabeza, y después con
parecido gesto con la mano, porque él, la que movió, fue la que
portaba el vaso de güisqui e hizo un ademán de alzarla como
ofreciendo un brindis. Ella asintió con un movimiento de la
cabeza hacia abajo y dejó traslucir una sonrisa. Entonces fue
cuando su cerebro comenzó a funcionar. Sus terminales nerviosas
se pusieron en marcha y como un resorte le dijeron que tenía que
levantarse e ir hacia ella.
No sabía si tenía cita o no. Había olvidado casi su nombre,
pero en un arrebato involuntario de lucidez, se encaminó en
paralelo hacia el lugar de la barra donde se encontraba ella. Le
pasaron mil y una historias por la cabeza en tan corto recorrido.
Pero se acercaba con gesto firme. Le temblaban las piernas, más
que a un niño el día de su primera comunión. Pero no se notaba.
Era el tío calambres, pero no se evidenciaban señas de aquello
que de quedarse parado le delataría sin ninguna duda. Ella, al
verlo ir hacia allí, hacia donde ella estaba, se levantó también del
taburete. Él, en su camino, andando como un prócer de la realeza
desdibujado y suplantado por aquel tahúr de salón del oeste
americano con el vaso en la mano, llegaba a su destino. Cuando
se dio cuenta de tan tremendo error, era demasiado tarde, así que
soltó el vaso en la barra antes de dar el último paso que le llevara
a ella y al saludo del encuentro físico de sus mejillas.
No había remedio, el mal estaba hecho, así que no cabía otra
cosa que esperar la conmiseración de la dama, o de que no le
hubiera prestado la más mínima atención al mohín maleducado
que acaba de protagonizar, y si no maleducado, tan feo, como es
306
ir a saludar a una señora en una cafetería, con el vaso en la mano.
Más bien, de provinciano chusco o de macarra discotequero.
Bueno, a ver qué pasaba. De todos modos, temblaba por dentro, y
no estaba seguro de que le saliera la voz del cuerpo, cuando le
saludara y le dijera que estaba esperando allí, haciendo tiempo
para ir a verla cuando estuviera en el despacho a partir de las seis.
No se quedó sin voz, pero tampoco sin el estremecimiento del
inseguro. Su voz parecía rota, cascada, como si saliera de un
túnel. Ahogada en ella misma. Como desconsolada. Como si un
humor pegajoso en la garganta hiciera eco entre las cuerdas
vocales.
La mujer de inmediato se dio cuenta de que a aquel hombre
le pasaba algo, y dedujo a la primera mirada, quien ocasionaba
eso que se evidenciaba a las claras. No se sintió ni más ni menos
importante aunque sí receptiva. Le gustó aquella sensación que
había experimentado en muchas ocasiones. Se sabía una mujer
deseada por los hombres. No lo explotaba, pero lo sabía, y algún
que otro devaneo y aventura había tenido a pesar de su condición
de casada y madre de una hija. Evidentemente él no lo sabía, así
que allí estaba postrado ante una más de las situaciones que le
imponían sus veleidades. No pensaba en eso, sólo en estar con
ella.
- Qué tal ¿cómo estás?, acertó a decir yéndose hacia ella con la
intención de darle dos besos en las mejillas.
- Pues muy bien, ya ves. Le contestó.
- He venido a verte porque quería consultarte algo.
- ¡Las flores todo un detalle por tu parte!
- ¿Cómo?... se quedó patidifuso. Esperaba cualquier comentario
menos ese.
- ¿De qué flores me hablas? Inquirió con el mismo escepticismo
que confianza, o sea, todo, en que fuera dicho aquello como con
agradecimiento sincero.
307
- Pues de ese montón de rosas que he estado recibiendo durante
las tres últimas semanas.
No sabía qué hacer porque su cabeza estaba dando vueltas y
más vueltas. No tenía la capacidad del boxeador que encaja
croché tras croché y no cae a la lona, pero algo en su interior le
decía que aquel comentario no era gratis porque su
intencionalidad era evidente. Veía eso pero tampoco sabía
responder, y negaba como Pedro, hasta tres veces seguidas
preguntó cínicamente por las flores, hasta que ella le dijo:
- A ver Miguel Ignacio, creo que en mi agenda sólo tengo una
dirección de alguien de Extremadura, por el momento, y muy
reciente, así, que se haya dado la circunstancia de conocerte y
comenzar a recibir flores que venían, según pregunté a la
floristería que me las traía, que de dónde provenía el envío y
decirme de Navalmoral de la Mata, la deducción era fácil.
Se notaba avergonzado por un lado, pero por otro tenía una
sensación que le resultaba muy placentera. Le miraba y se
quedaba clavado en aquellos ojos verdes de fondo de mar
alfombrado de posidonia. Color de mar esmeralda, lleno de
tranquilidad, porque era lo que le infundía: sosiego, a pesar de lo
contundente de sus palabras. Él, que quería que aquello de las
flores fuera un secreto en el que se regodeaba, había sido delatado
a las primeras de cambio.
- Bueno, he de reconocer que sí, que el anónimo admirador, ha
sido descubierto. Espero en cualquier caso que…
Y con el dedo índice en sus labios le mandó callar. No quería
que continuara y le habló.
- Subamos a mi despacho y a ver qué es lo que te trae por
Madrid.
Pagó el güisqui y el café y salieron juntos en dirección al
portal. Cruzaron la calle, abrió la puerta, y subieron. Se quitó la
308
chaqueta, le dijo que se sentara en el sofá y ella lo hizo en el
sillón que estaba a la derecha.
- La verdad es que sólo venía a verte. Le espetó. Lo del asunto
de mi empresa era sólo un pretexto. Siento que lo que te digo,
pueda ofenderte o provocar en ti perplejidad, o determinados
sentimientos contradictorios. En cualquier caso no es esa mi
intención. Sólo que desde el primer día que te vi en Casa Abilio,
no dejo de darle vueltas a la cabeza. Entraste en mí de una forma
incomprensible. Las sensaciones fueron tales, que ni siquiera la
daba crédito al asunto cuando tantas veces, he reparado en darle
alguna explicación. Y no la encuentro. Tampoco quiero que sea
de otra manera.
- Bueno, no te preocupes, no pasa nada. Es normal que un
hombre se enamore de una mujer. Pasa a diario, yo también soy
de las que creen en el amor a primera vista. Y tampoco es la
primera vez que me lo han dicho, a decir verdad, con tanta
insistencia y tantas flores, nunca. Ya tenemos unos años. Así que
¿quieres tomar algo?
Cuando le decía aquello, sus palabras resonaban en la
estancia con un tono inocente. Estaba, más que sentado, hundido
en el sofá, lo que de alguna manera le protegía. Pero sus palabras
le iban cada vez más, pareciendo sonarle a música celestial. Pero
¿dónde iban a tomar algo?, ¿qué quería decir con aquello?, ¿sería
una invitación real a que salieran de allí? ¿O tendría allí mismo
licores para ofrecer a sus clientes?
- Entonces qué ¿salimos a tomar algo, damos un paseo y ya me
cuentas? ¿Vale? ¿Cuándo tienes que irte para Extremadura?...
309
CAPÍTULO XXV
Eran poco menos de dos horas, lo que tardaba Miguel
Ignacio, desde su despacho en Navalmoral a la cafeteríapastelería Flamboyant, en la calle Góngora, en Chueca, muy
cerca de la casa donde el matrimonio vivía. Se citaban en aquel
lugar poblado de gente del barrio que iba a desayunar o a tomar
café con pastelitos por la tarde. Lo hacían de una manera más o
menos regular, dependiendo del trabajo de ambos. Se ponían de
acuerdo para perder, al menos, un día en semana, cuando no dos,
y los fines de semana, casi siempre, uno sí y otro no. Tras tomar
café, cogían el coche, y tomaban direcciones a muchos y muy
distintos lugares, bien de la capital, o por lo general, pueblos de la
sierra madrileña, dependiendo del tiempo que tuvieran para estar
juntos. Era una relación supeditada al tiempo. Pero así lo
asumieron.
La mayoría de veces entre semana, se dedicaban a pasear por
el campo si hacía buen tiempo y no hacían otra cosa que hablar y
hablar. Se sentaban en un bar de pueblo de la sierra. Sólo tres o
cuatro paisanos, jubilados, con sus chamarretas viejas, de pana, y
boina calada, eran los testigos del comportamiento de aquella
pareja que se hacía arrumacos, se cogían de la mano, se besaban
de vez en cuando, y que charlaban animosamente. Se reían
muchísimo, y las menos veces, se les veía serios. Eso sólo
sucedía, cuando llegaba la hora de irse.
310
Era un tiempo limitado el de las mañanas, y, sobre todo, el
de las tardes, y más, si era invierno. Pero cuando más tiempo
tenían, entonces, tomaban una habitación en un hotelito de uno de
ésos pueblecitos de casas con chimenea y tejados de pizarra
negra. Desde donde salía el humo dibujando millones de formas
que se proyectaban sobre la sierra, en ascendente y serpenteantes
formas si no hacía viento, y cuando se veía toda la cresta de La
Cuerda Larga, blanca. Entonces, al igual que los fines de semana
que Isabel iba a ver a sus padres y él se quedaba en el Hotel de
Lozoya, disfrutaban del amor plenamente. Se convirtieron en dos
amantes tremendamente compenetrados, y hacer el amor,
queriéndose como se querían, al calor de una chimenea encendida
con retama, quemando leña de encina y viendo llover o nevar por
la ventana, les transportaba a otra dimensión de lo que la felicidad
puede llegar a ser.
Aquella felicidad suya, podría ser que fuera producto del
desamor que los dos vivían, pero sin embargo, ninguno de los dos
estaba dispuesto, ni le había planteado al otro, su intención de
dejar a su pareja para llevar una vida en común. Él ya lo había
vivido con Carmen. Nunca se dio esa propuesta por parte de
ninguno de los dos. Seguramente fuera, porque desde primera
hora, Isabel pusiera esas bases y marcara aquel terreno como
vedado, nada se hablaba de aquello, y él lo vio y asumió. Su hija
era para ella lo más importante, y creía en la familia a pesar de
todo, y la quería mantener unida como una familia tradicional,
admitiendo, incluso, aquel patriarcado que en la realidad, su
marido, no ejercía. Esto de la convivencia y el arraigo en la vida
familiar, por el contrario en él, no se daba, y seguramente por
ello, no volvió o volvieron, María José y él, a hacer la tentativa de
tener más hijos.
Todo esto, durante cinco años en los cuales un fin de semana
sí y otro no, ella viajaba, la mayoría de las veces sola, a ver a sus
padres al pueblecito de Rascafría, donde los padres tenían una
311
pequeña finca que contaba con una casa muy parecida a un
pequeño cortijo. El sitio, era espectacular por las vistas que tenía
de toda la Sierra madrileña, en concreto, las que miraban hacia el
pantano de Pinilla.
El amor les rebosaba. Se preguntaban a menudo cómo había
surgido aquello, de aquella forma tan poco habitual, de golpe y
con una intensidad nada usual. Los dos estaban casados, los dos
querían seguir con sus parejas pero no podían vivir el uno sin el
otro. Era amor adulto, más por lo que aportaba ella que por lo que
él pudiera proporcionar. De hecho salió de Isabel lo que se podría
denominar el elemento más racional de su relación. Y él, por el
contrario, contribuía con el ingrediente más alejado de la
madurez. Su cándida e ingenua forma de ver la vida. Lo
simplificaba todo. Lo seguía llevando al mínimo común múltiplo.
No tenía grandes preocupaciones, y vivía más para aquella mujer
que para ninguna otra cosa.
Ella sin embrago no. Veía aquella relación como lo que era
en realidad, una aventura que le transportaba durante un limitado
tiempo, a otros lugares donde poder abstraerse de su cotidianidad.
Era una válvula de escape consentido y querido, además de
deseado, lo sabía. No jugaba con él aún sabiéndose la manejadora
de la situación porque además también le quería. Amaba a aquel
hombre y disfrutaba de su compañía y disfrutaban del sexo. Era
una relación complaciente, y ambos eran indulgentes el uno con
el otro. Admitían aquello que a veces analizaban como extraño,
pero les gustaba seguir en aquella situación, con aquel
enamoramiento a pesar de las limitaciones. Él quería más, y a
veces se desesperaba, pero ella volvía a poner las cosas en su sitio
en cada momento, cuando veía que la situación parecía cambiar
de rumbo, siempre le decía lo mismo:
- Miguel Ignacio, ya sabes que esto nuestro no puede avanzar
más allá de lo que nos hemos dado y de lo que nos damos.
Amarse así como nos amamos, es justo lo posible. No podemos
312
traspasar la línea roja. Esta es nuestra felicidad. Te quiero así,
como eres tú, y como son mis circunstancias. No es una cuestión
de renuncias, ni hay que enfrentarse a otro modo distinto de ver la
vida. Te quiero así.
Había veces, que cuando regresaba solo en el coche hacia
Navalmoral, al recordar aquellas palabras y aquellos ojos que tan
sólo unos minutos antes había tenido enfrente, lloraba. Le podían
las ganas y le flaqueaba el lagrimal, al imaginarse una vida
perfecta con aquella mujer perfecta. En todo. De ahí devenía su
enorme amor y su admiración por ella. Lloraba porque añoraba
una vida cargada de felicidad y plena en amor y deseo. Lloraba
de rabia, a veces, por no poder tener aquello a la vista de todo el
mundo. De ofrecer aquella tranquilidad y compartir aquella
placidez con quienes le rodeaban. Una familia larga con la que
compartir su enorme fortuna terrenal de aquellos sentimientos.
No había otro remedio, firmó sin rubricar un contrato con aquella
mujer, desde el mismo momento en que aquella tarde que
salieron de su despacho y hablaron de las rosas y de lo que había
sentido por ella desde el primer día que la vio, todo quedó
absolutamente claro.
No había terreno para la especulación. Pero le daba
muchísima rabia y no podía evitarlo. No es que sucediera muy a
menudo aquello. Se daba cuando más disfrutaba con ella, sobre
todo, los fines de semana que tenían la oportunidad de dormir
juntos toda una noche. Se despertaba a su lado después de haber
hecho el amor dos o tres veces, hasta cuatro, a lo largo de seis o
siete horas de un deseo desenfrenado que les hacía caer rendidos.
Él, abría los ojos, y la miraba. La acariciaba con dulzura, le
besaba en el hombro, o en la frente, o en los labios. Muy
despacito, sin que ella se diera cuenta, o que pudiera con aquel
gesto despertarla.
Y el tiempo pasaba. Se iban haciendo el uno al otro, tanto,
que mientras más lo pensaba, más sufría. Era incapaz de asimilar
313
aquello, que por el lógico paso del tiempo, debería haber
encajado como el boxeador que no era, así, que de manera
inconsciente, cada día que pasaba, se engañara, se mintiera e
imaginara cosas diabólicas más propias de la mente de un
adolescente, que de un ser adulto. Hasta soñaba con los ojos
abiertos, y en aquel momento de pasión contenida, que daba paso
a la ternura de aquellas caricias, imaginaba un rapto para hacerla
suya para siempre. Nadie sabría nada y se quedarían en aquel
pueblecito, o en el pequeño cortijo de Rascafría. Solos los dos
hasta la eternidad.
Le decía en voz baja todo lo que la quería, lo que la deseaba
y lo que soñaba para ella, con él. Algo que se fue convirtiendo en
un sin vivir de no ser por lo ajustado en los comportamientos de
ella. Le sabía llevar y conocía perfectamente todos los puntos
flacos de aquel hombre que se desvivía por ella. No sabía qué
hacer, con tal de contentarla y ella, siempre, se mostraba
receptiva a cualquier nimiedad y cualquier comentario suyo, pero
sin exagerar en su manera de decirle las cosas conociéndole como
le conocía.
- Miguel Ignacio, esta semana que viene no vamos a poder
vernos, vienen a hacer una auditoría a uno de mis clientes y tengo
el firme compromiso de supervisar lo que hacen y de facilitarles a
los auditores todo tipo de información, así que voy a estar muy
liada, y lo que es peor, el siguiente fin de semana no podré venir a
ver a mis padres, el sábado tengo que ir con la niña a unas
actividades del colegio, así que no nos veremos en quince días.
- ¿Pero cómo es eso Isabel? ¿No me lo podías haber dicho con
más tiempo?
- Pues no, porque ha surgido prácticamente de golpe. No pasa
nada hombre.
- Ya, pero es que el mero hecho de pensar que voy a estar quince
días sin verte, me da repelús.
314
- No empieces con tus cosas, que ya sabes que luego
recuperamos muy pronto el tiempo perdido. El siguiente fin de
semana volvemos de nuevo a Rascafría, no puedo pasar tanto
tiempo sin ver a mis padres. Ni a ti tampoco.
- Vale. Sentenció, pero quedándose visiblemente contrariado,
por un lado, pero aquellas últimas palabras le llenaron un espacio
en su autoestima.
El tiempo del amor proseguía. Las circunstancias mandaban
y más en una relación de este tipo. Mientras pasaban los días, se
iba haciendo más y más a aquella relación, que crecía, hasta que
de nuevo el destino, se cruzó en su camino para virar de nuevo el
rumbo ciento ochenta grados, de algo que se mantenía, y que se
cuantificaba ya, en un lustro de relación placentera.
Como le había sucedido en otras ocasiones, no había sido él
quien puso las bases para iniciar ninguna relación. Todas las que
había tenido hasta entonces, habían sido producto del azar siendo
ellas las que tomaron siempre la iniciativa. Él se dejaba llevar, y
permitía ser seducido a la vez, esto le enamoraba y se enamoraba
inmediatamente cuando comenzaba a pensar en nuevas
posibilidades, y esta vez no iba a ser menos.
Un día estando en el despacho, llegó al taller una mujer a
pedir un presupuesto porque iba a realizar una serie de reformas
en una casa que tenía en el campo, no lejos de Navalmoral. Dio la
casualidad que estaba solo porque los comerciales habían salido,
así, que aunque la recibió la administrativa le preguntó a él por la
conveniencia o no de que volviera más tarde o dejara su dirección
para que fueran a visitarla. Miró por los cristales y la vio allí, de
pie. Una mujer que no era de las despampanantes por su aspecto
físico, podría decirse que de las del montón tirando hacia el grupo
de las más agraciadas.
Le hizo pasar y le preguntó por lo que en concreto quería.
Tras escuchar la exposición, le dijo que habría que ir a medir y
que eso tendría que hacerlo uno de los comerciales, pero que no
315
había ninguno en ese momento, y que tendría que esperar al día
siguiente. Entonces ella le insinuó que por qué no iba él, que si no
sabía hacerlo, porque le corría algo de prisa. Aquello le llegó a
sonar como un reto, incluso, se vio, de alguna manera obligado
por aquella particular invitación…
Cuando volví a verlo hacía más de un mes que no sabía nada
de él, y como siempre hacíamos, quedamos para comer en la
medida que su tiempo en Villanueva, le permitía poder hacer
algunos extras con los amigos. Y casi siempre era con los amigos,
porque con María José, cada vez salía menos. Se veía a la legua
que ya con los años que habían transcurrido, su matrimonio era
cualquier cosa menos un matrimonio. Seguían juntos por la
inercia y el poco cariño que podrían tenerse el uno al otro, si es
que se lo tenía. Yo no puedo opinar al respecto porque su relación
hacía tiempo que la había dado por sentenciada y perdida. En
cualquier caso, respetaba tanto lo que hacía el uno y lo que
pudiera pensar la otra del comportamiento de su esposo.
La cosa es que cuando le vi, como siempre, abrió el libro de
sus hazañas amorosas. Habían crecido en intensidad, porque cada
vez me contaba que mantenía relaciones que podrían llamarse
más o menos estables, y que llegaron a ser, según él, claro, hasta
con cinco mujeres a la vez, nada más y nada menos. A mí aquello
me sonaba francamente sospechoso porque pensaba que no
podría dar abasto a tanta mujer. Además, ¿de dónde sacaba el
tiempo?
En cualquier caso yo le creía. Me contaba cosas que sonaban
a ciencia ficción, pero bueno, él así me lo decía, con nombres,
fechas, lugares. En fin, que yo sabiendo de su inclinación por el
sexo y las mujeres, lo daba por bueno. Si acaso, lo que me
llamaba la atención al referirme aquellas conquistas, es que lo
hacía sin dejar largos espacios de tiempo entre unas y otras
relaciones. Era precisamente eso, lo que más me llevaba a pensar
en el por qué actuaba de aquella forma, y de entre todas las
316
observaciones realizadas, en los resultados de mis análisis, un
factor se repetía. Pensé que la soledad podría ser el motivo más
importante, y de ahí que comenzara de manera velada, a intentar
sonsacarle en nuestras largas conversaciones.
En ellas, había un denominador común, o dos más bien; uno
era la duración de los amoríos, y el otro, su estado de ánimo, que
como es lógico, incidía directamente en lo primero. Cuando
parecía que aquel momentáneo amor, producto de una conquista
–para él conseguida y ampliamente consolidada-, ya lo daba
como asentado, de inmediato trataba de forzar alguna situación
que le llevara a poder volver a enamorarse de nuevo. En ese caso,
el idilio hasta entonces mantenido en el vértice más alto,
comenzaba a bajar en intensidad con la hasta entonces
fervorosamente amada, hasta que aquella pasión era totalmente
anulada por el nuevo caso. Curioso, que la casi totalidad de
aquellas relaciones, terminaran por su parte –según me decía-, y
además, concluyeran de tal forma que seguía manteniendo una
más o menos cordial conexión con todas y cada una de ellas. No
quería nunca romper definitivamente el vínculo, y de ahí, que en
cualquier momento pudiera hacer una llamada y verse con
alguna de ellas.
En el espacio este de tiempo en el que se dieron una
importante cantidad de romances, una vez que finalizó con la
abogada madrileña, ya le veía muy a menudo, así que las comidas
y las salidas al campo y de caza, eran frecuentes, llegando a darse
el caso alguna vez, de compartir parte del día con alguna de las
últimas mujeres con la que se relacionaba. Por este motivo, pude
conocer más a fondo y en primera persona cómo era la relación
que mantenía. Y he de decir, que se asemejaba totalmente a la de
una pareja casada. Un matrimonio primerizo en el que las
zalamerías y los piropos eran frecuentes. Podría llegar a decir
que, en algunos casos, y para personas de una edad ya más bien
madura, eran empalagosos. Pero era su opción.
317
Yo quería desentrañar más a fondo las características
generales de aquel comportamiento. Le observaba y trataba de
adivinar sus pensamientos. Veía la soledad en el fondo de sus
ojos. Y veía la felicidad cuando añoraba alguna de aquellas
mujeres con las que había estado y dejado. Y de las que
recordaba tal o cual cosa pero que tampoco daba demasiada
importancia hasta que llegaba a dársela. Y entonces cambiaba el
rictus. Echaba la vista atrás y la melancolía se apoderaba de él.
Mientras, su deteriorado matrimonio, que hacía aguas por todas
partes, se hundía en la sima de la incomprensión y del desgaste
lógico de una inexistente relación.
- ¿Por qué no te separas Miguel Ignacio? Le decía de vez en
cuando al verle cansado ya de dar tumbos.
- La verdad que creo que es más por comodidad que por otra
cosa. Sé que esto no le benéfica en absoluto a María José, pero
pienso que pedirle ahora la separación o el divorcio, será un palo
aún más grande porque no sé cómo lo va a tomar. Si después de
todo lo que le llevo hecho, le digo que quiero divorciarme, pienso
que será darle una puntilla que no se merece.
- Pero esta situación tampoco se la merece ¿no?
- Pues no. Tienes razón, pero ya te digo. Si al menos habláramos
y supiera más o menos por dónde le gustaría a ella que yo
reaccionara…
- Entonces hablar, deciros lo que os tengáis que decir y tomar
una medida. Es lo más razonable y lo que a los dos os puede
llevar a hacer las cosas bien. Proponle lo de la separación.
- Eso haré, a ver qué me dice. Pero es que mi complejo de
culpabilidad es tal, que hasta me da miedo. Porque igual me pide
explicaciones, o le tengo que justificar el por qué de esta medida.
- ¿Miedo a estas alturas?... No podría imaginar que una persona
tuviera miedo de decir una cosa así para zanjar una relación, y
más, un matrimonio que iba como iba.
318
Yo, tenía, como era lógico, que respetar su decisión, aun así
quería estudiar también a qué eran debidos esos miedos que en
principio catalogué de inmadurez, si bien luego, iba
profundizando más y más y creía que igual no era miedo real,
sino que se estaba quedando conmigo. Desde el punto de vista
profesional lo juzgaba, o intentaba hacerlo, con el mayor rigor
posible, y haciendo honor a la verdad, no veía una patología
psiquiátrica, pero sí psicológica desde el punto de vista de claras
alteraciones en su conducta.
Seguía con aquellas crisis de ansiedad. Se le acentuaban. Y
no sé si era porque cuanto más tiempo pasaba en Villanueva, más
crecían, o por el contrario las había seguido padeciendo pero yo
no lo advertí al venir con mucha menos frecuencia y no
decírmelo. La cuestión es que del mejor humor del mundo pasaba
de golpe a estar irascible. Bebía compulsivamente, y lo que hacía
ya muchos años se podría achacar al crecimiento lógico que luego
va decreciendo, en él, el nivel se había mantenido, incluso
aumentado por temporadas. No se emborrachaba, porque decía
que temía más a una resaca que a una vara verde, pero la ingesta
de alcohol seguía siendo importante.
La agudeza y el ingenio que en un momento determinado
demostraba, sin venir a cuento se convertía en cólera desmedida.
Aquellos síntomas se empezaban a entremezclar con salidas de
tono, impaciencia y hasta un punto de violencia. Por lo general
era fogosidad dialéctica, por lo vehemente que era en todas sus
exposiciones, y cuando creía que llevaba la razón, discutía hasta
las últimas consecuencias sin importarle el resultado que aquello
pudiera ocasionar. Eso sí, nunca llegó a las manos con nadie, pero
a punto sí que estuvo en más de una ocasión, y si no llegó, fue
porque no estaba muy seguro de poder ganar la contienda, así que
mejor quedarse en las voces que alguien de alrededor cortaba
llegado el momento.
319
Toda esa manera de comportarse, anexaba en la casilla de su
activo, puntos positivos de cara a que yo pudiera ir sumando para
llegar a alguna conclusión en aquel cada vez más claro, trastorno
del comportamiento como para comenzar a hacerme una clara
idea del nombre que ponerle a aquella forma de ser. Había
desarrollado a lo largo de los años un desarreglo ya muy
importante que me hacía tratar de focalizar más el asunto, y
dirigir mis ojos hacia el lomo de aquel libro donde Delbrück
definía con claridad, todos y cada uno de aquellos rasgos y modos
de comportarse Miguel Ignacio.
Aquella desmedida fantasía, aquella imaginación a la que
daba riendas sueltas para imaginarse cualquier tipo de situación y
que al poco tiempo contaba como si ya hubiera realizado aquel
sueño, era casi diaria. Esos datos ya eran el compendio de un
historial al que no le faltaba nada más que ponerle nombre y
apellidos y cerrar la carpeta. Aunque a decir verdad, en el fondo,
muy abajo del todo, persistía en mí una mínima porción de duda,
no la del médico: la del amigo. Era tan convincente. Además, yo
había conocido a algunas de aquellas mujeres. Pero cuando me
refirió lo del CESID…
320
CAPÍTULO XXVI
Era diciembre. Dos semanas antes de las navidades. Me
llamó un jueves y me dijo que el viernes tenía que hablar
conmigo por la tarde cuando llegara de Navalmoral. Nos vimos
en realidad muy poco tiempo porque además llegó muy tarde, así
que quedamos para irnos de caza el sábado y por el camino, como
siempre, me referiría el motivo de aquella última urgencia.
A decir verdad, después de lo último que me refirió sobre su
faceta de espía, cuando me lo pormenorizó, me dejó más
despistado que un submarino debajo de un grifo. Ya no sabía si
reafirmarme en aquello que veía como un trastorno de la
personalidad, como el pseudólogo fantástico como ya le tenía
prácticamente diagnosticado, o en algo más grave rayano en una
patología psiquiátrica del orden de una distimia o un trastorno
bipolar. No estaba preparado para nada, y me temía todo. Media
vida con él en su propia salsa y viviéndolo en primera persona y
aún me hacía un lío. ¿Con qué me vendría ahora? Acostumbrado
como estaba a sus excentricidades, no debería temer nada malo,
el caso es que me dormí tarde dándole vueltas a la cabeza
pensando en qué historieta me contaría por la mañana. A pesar de
todo, le apreciaba, no dejaba de tenerle cariño y más con el
montón de años que habíamos ido dejando pasar así, como quien
no quiere la cosa. Yo más o menos embebido en mi mundo real,
viendo y oyendo de congéneres míos todos los días cosas irreales,
y él viviendo realidades irreales en un mundo que se movía de
321
manera vertiginosa metiéndose ya en la mitad de los cuarenta y
yo aproximándome al medio siglo.
- Ya está, ya se lo he dicho. Nada, que nos separamos, no hay
problemas…
Como casi siempre hacía, no preparaba el camino, ni lo
allanaba con una más o menos somera exposición, no, ni lo
adornaba con circunloquios. Me lo espetó, antes incluso de decir
buenos días y de que yo metiera los bártulos en el maletero de su
coche cuando vino a recogerme.
- Buenos días por lo menos ¿no? ¿Tú no eras el que te habías
criado enfrente de un colegio de pago? Hay que ver.
- Perdona hombre. Buenos días. Estaba reventando. Tenía que
decírtelo. Pero eso no es todo.
- ¿No? A ver desembucha.
- Bueno, pues que además de no haber puesto ningún
impedimento porque ella también estaba ya muy harta de este
tipo de vida, ¿a que no sabes con quién he contactado?
Empezaba un nuevo misterio, una nueva trama. Cuando me
ponía algún interrogante, con aquella cara de satisfacción, podría
ser cualquier cosa. ¿Se irá de pasajero en un vuelo del Apolo? Me
lo preguntaba hasta casi convencido. Qué será ahora, lo que se
trae entre manos, que le da más importancia que al hecho de
cortar con María José. ¿Qué sería?
El coche se puso en marcha y nada más coger la calle que
nos llevaba hacia arriba para salir a la carretera de Guadalupe,
soltó el volante y se frotó las manos. Se sonreía con una cara
mitad juicio aparente y la otra mitad no era una mueca burlona,
no, era absolutamente sarcástica. Pensé que en cualquier
momento soltaría una carcajada.
- No te lo vas a creer, pero por estas cosas del azar, de la vida,
que no sabes qué te reserva, he hablado con la mujer, de la que
322
primero y más fuerte en mi vida me enamoré en mi vida. Aquel
amor de los dieciocho años. ¿Lo recuerdas?
Este fue el momento de dos confesiones en una. Aquí es
cuando me tuvo que contar detalladamente la historieta de los
espías para hacer verosímil el cómo había dado con aquella
mujer, de la que tenía referencias al haberme hablado tanto de
ella, en los primeros años de sus malestares del alma. Lo de los
espías me lo contó, como haciéndolo menos creíble de lo que en
realidad a mí me sonaba en los oídos.
Él por el contrario, lo decía con toda naturalidad, y me
explicó que debido a unas llamadas que tuvo que hacer para
seguirle la pista a uno de los contactos de Cienfuegos –su amigo
encarcelado aún-, rastreando por un despacho de abogados de
Sevilla, dio con una voz que le sonó.
- Tú no sabes el pálpito que sentí. Aquella voz era la misma. El
mismo tono, la misma cadencia, el mismo guiño en el gesto
quebradizo de su garganta. Un timbre inigualable. La reconocí de
inmediato. No así ella a mí. Los tentáculos de Avelino se
extienden por toda España, y de Málaga he saltado hasta Sevilla,
y ¡zas!, llamando para averiguar la dirección del propietario del
bufete que lleva algunos asuntos del individuo por el que me
preguntaban, me pasan con una señorita. ¡Y era ella!
Yo estaba más liado que un ovillo de hacer ganchillo. Y cada
palabra que me decía, sonaba como el ruido de los bolillos
chocando entre sí cuando las señoras tejen los encajes.
Retumbaban en mi cerebro aquellas voces sin hilo argumental, o
con un exceso de él, que me sobrepasaban. Miguel Ignacio seguía
y seguía contándome atropelladamente todo aquel affaire. No
sabía si interrumpirle o dejar que se cansara y concluyera aquel
soliloquio que me tenía aturdido. Así que opté, porque por su
propia fuerza, se desvaneciera y me diera la palabra, a ver si así,
podía entrar en la conversación, y enterarme de algo antes de que
llegásemos al cazadero.
323
De todo lo que me fue contando, yo quería poner más mi
atención en lo relacionado con lo del CESID que a lo
concerniente a su nuevo amor. De aquel espanto de amoríos
estaba ya curado y uno más, como que me daba lo mismo. Es
más, al haberle visto en tantas ocasiones expresarse en los mismo
términos y con la misma vehemencia, otra vez, ya me resbalaba
por la espalda. Lo que no era lo mismo y sí trataba de entender,
era aquel guion de película policíaca de serie de segunda o tercera
clase. ¿Sería verdad?
Dudaba de que su equilibrio psíquico estuviera en el lugar
que le correspondía al fiel de la balanza. Aunque a decir verdad,
lo del equilibrio es tan relativo que tampoco me atrevía a hacer un
diagnóstico, así de repente. No quería aventurarme en tan
proceloso mar, pero no quería tampoco obviar la evidencia. Y
saltaba a la vista que lo que me contó, o era verdad, o desde luego
que no sabía a qué obedecía aquella pantomima –si lo era-, de
cara a justificarse –si es que era lo que pretendía-, ante la última
conquista. Pensé también si el alcohol podría ya haber hecho
mella en su cerebro y si su comportamiento rozaba la
esquizofrenia –que no la rozaba, pero yo comenzaba a ver
espíritus también donde no los había-, aunque tampoco eran
signos de locura evidentes los que mostraba. Era sencillamente él.
Había crecido en edad, el cuerpo se le había hecho, formado un
poquito en redondo pero sin exagerar. La redondez de la cintura
era patente, los cuarenta y cuatro años le definían muy bien
físicamente, aunque no, desde luego, demostraba la madurez
propia de ésa edad.
Eché mano del escepticismo, me asenté en la convicción de
que era un profesional que no podía bajo ningún concepto, dejar
pasar por alto unos síntomas más que evidentes, y como tal
adopté la camaleónica figura del doctorado en psiquiatría que era
y me olvidé, una vez más e iban mil, del amigo. Le miraba con la
misma atención que el felino cuando escoge su presa en la sabana
324
escondido tras unos matorrales, los que le protegen de ser visto y
así poder preparar mejor su celada. Quería saltar sobre mi presa,
pero no lo tenía claro al cien por cien. Con todo, predispuse el
escenario y mi atención se centraba en exclusiva en todo lo que
me decía. Él actuaba como era, como lo había hecho siempre, y
yo por primera vez, como nunca había sido con él, lo miraba en
profesionalmente en exceso. Sus palabras mostraban una fantasía
sin límites. Lo que antes había justificado por activa y por pasiva,
ahora lo iba poniendo en su justo sitio. Alimentaba así mi
capacidad deductiva como si él estuviera tumbado allí, en el
diván de la consulta.
Sus revelaciones eran enredosas. Ya no las veía con la
familiaridad ni el apego de otras veces, e iban entrelazadas, como
el otomán que formaban aquellos hilos entremezclados en la
tapicería verde. Yo absorbía como podía, todo lo que Miguel
Ignacio decía de forma alterada y farragosa, pero aún así, no se
apoderaba de mí el tedio ni la sensación de rechazo. Estaba
realmente dispuesto a sacar un diagnóstico aquel día, y la
pseudología fantástica, se iba posicionando en mi mente a la hora
de ponerle nombre y apellidos a aquel modo, ya asentado en los
años, de comportamiento.
Llegamos al lugar donde paramos el coche. Nos bajamos, era
aún de noche pero las primeras luces del alba asomaban por un
horizonte que se entremezclaba con las figuras de las poderosas
encinas de una dehesa que conocíamos a la perfección. En
silencio montamos las escopetas y nos dirigimos sigilosos hacia
los puestos. Lo primero de la mañana era esperar si entraban las
palomas torcaces que por la claridad del día se nos antojaba que
lo iban a hacer muy altas. Sin perder la ilusión nos apostamos
relativamente cerca en la protección de dos puestos ya hechos que
se utilizaban para cazar los zorzales al paso.
Cuando llegamos de nuevo al coche para echar el “cacho”,
comenzó de nuevo su perorata. Le paré y le empecé a preguntar.
325
Sobre todo por el tema de los espías. Él no estaba mucho por la
labor en este sentido, y dirigía la conversación donde realmente
quería. Estaba dispuesto a hacerme creer que aquella sería su
última pirueta amorosa. Lo afirmaba una y otra vez. Yo
alucinaba. Resulta que había hablado sólo una vez con ella, a su
vez ella no le había ni reconocido, y ya me estaba diciendo, no,
mucho peor que eso, me estaba afirmando, estaba dando por
hecho, que se casaría con ella y que sería su última parada en la
estación del amor y del deseo. Cerraría el grifo a toda posibilidad
que en el camino pudiera surgir. Lo dejaría todo. Desde ya, su
existencia sólo tenía un paisaje y su vida, una única ilusión.
Desde aquel día se lo tragó la tierra. Ni para cazar, ni para
absolutamente nada, me llamaba. Yo sí lo hacía, pero no me
cogía el móvil y me contestaba con un escueto mensaje de SMS:
ya te llamaré, estoy bien. Un abrazo. Me quedé con cuatro palmos
de narices en mi intención de aclararme con un diagnóstico fiel.
Para ello, hubiera sido conveniente el poder haber hablado más
con él. De todos modos yo sabía que dentro de mi amigo Miguel
Ignacio moraba un pseudólogo fantástico. Eso como mínimo y
más suave. No había otra alteración de su comportamiento que
pudiera ser objeto de estudio psiquiátrico. Descartada esta
posibilidad, le puse nombre y apellidos a lo que Delbück definió
en su día. Era un trastorno de la personalidad, sí, pero no era una
patología. Hay mucha gente con ese tipo de modales y de
comportamientos. Así disfrutan, son soñadores desmedidos y su
realidad la hacen a su medida. Mienten, sí, pero casi siempre es a
ellos a quienes mienten. No hace daño por regla general su
mentira hacia los demás. Es una forma de protegerse y de vivir de
modo que las frustraciones atenúen su incapacidad de realizar lo
que sueñan.
Todo el año noventa y nueve sin verlo un solo fin de semana.
Hasta que por fin, un día de finales de la primavera de 2000,
cuando yo había perdido casi toda referencia suya, de nuevo me
326
llama para decirme que se casaba. Ya no sabía cómo reaccionar
ante semejante noticia. Todo lo que me podría sorprender, Miguel
Ignacio lo sabía y continuaba sorprendiéndome. Su capacidad de
haber logrado conmigo lo que nadie había logrado, él la tenía
como monopolio. No creo que lo hiciera aposta, pero desde luego
que lo hacía.
En julio era el día señalado. Justo el día después de San
Fermín por aquello de que era sábado y se casaba en el
Ayuntamiento de Olivares, en la provincia de Sevilla, por lo civil.
Se había separado, y justo al año, se había divorciado de María
José. De mutuo acuerdo, pero cortando cualquier tipo de lazos
que les unieran. No tenía casi referencias del tema, así que
procuré hacerme de algún tipo de información sobre el hecho que
le había apartado todo un año y tres meses de Villanueva. No
sabía si seguía trabajando en Navalmoral o qué hacía. Nada,
absolutamente nada conocía de su nueva vida. De la que debería
haber comenzado sin saber yo, nada de ella.
Me dijeron, que estaba trabajando como comercial de un
grupo editorial en Sevilla. Que se había asentado allí y que le iba
razonablemente bien. Me sentí satisfecho de que aquello fuera así
y de que estuviera tan ilusionado. Él me lo corroboró en una
llamada, corta, para explicarme aquello. Recordé sus palabras y
su empeño. Por una vez, parecía que había sentado la cabeza. Se
había dado tanto a su nueva situación, que cortó los vínculos que
le unían con su tierra, casi de raíz. Cuando venía, sólo lo hacía
para ver a su madre y hermanas. Y se iba en el día. La visita del
médico, aprovechando que era el delegado comercial de
Extremadura, o sea, venía, sólo en viajes de trabajo. De hecho,
con ella, su futura mujer, durante el noviazgo, ni una sola vez
estuvo.
Me fui el viernes por la mañana a Sevilla con la intención de
comer con él. Quedamos en Gonzalo Bilbao, donde estaba la
oficina. Era el Lar gallego, un mesón típico de Galicia. Con su
327
hórreo de piedra, su gaita, su olor a caldo y a mariscos. Estaba,
por cierto, muy cerca de donde pasara las primeras noches de su
anterior matrimonio. Cosas del azar. Allí me citó para comer y de
paso celebrar, conmigo y sus compañeros de trabajo, algo
parecido a una despedida de solteros que se basó en unas raciones
de pulpo a la gallega, unos berberechos al vapor, riquísimos, unos
mejillones y unos mariscos. Todo ello regado con un buen y
fresquito Albariño.
Hacía un calor tremendo, pero allí se estaba bien. Comimos,
se fueron todos y nosotros nos encaminamos hacia el Aljarafe,
donde iba a vivir con su esposa, a la que aún yo no conocía.
Tomamos un par de copas, la llamó y quedaron en verse a la
noche. Ella subiría hasta Gines. Entonces fue cuando la conocí.
Era como me había contado la primera vez que me habló de ella.
Morenita, con el pelo algo rizado, de peluquería. Guapa, muy
simpática pero poco amiga de trasnochar, así que llegando las
once de la noche, se bajó de nuevo a Sevilla y él y yo nos
quedamos en la que sería desde el día siguiente su nueva casa. Su
hogar, las paredes con las que soñaba iba a formar una familia,
aunque sólo fuera de dos, ella y él, no me habló de hijos
proyectados, supongo que por la edad de los dos. Luego estarían
tanto la familia de ella como la de él, pero para Miguel Ignacio,
los dos serían el núcleo familiar.
Ya cuando nos quedamos solos es cuando pudimos hablar.
- ¿Qué te ha parecido? Me preguntó.
- Bueno, así de golpe, no sé. Muy guapa, sí. Se le ve una mujer
de mundo y muy espabilada. Educada. Buena conversadora y
entendiendo de lo suyo. Pero ¿y cómo es que te ha dado por otra
abogada? ¿No dices que a los abogados no puedes ni verlos?, que
son todos unos enredadores y que mienten tanto o más que los
políticos.
- Sí, así es, pero desde luego que ella es diferente. Es más, tiene
la abogacía como un reto que se marcó. Lo suyo no es
328
vocacional, de ahí que se limite a ejercer como Dios manda, y ya
está.
- Ya. Desde luego que se te ve muy ilusionado, pero podrías
haber ido más por Villanueva.
- La verdad es que como creo que sabes ya, sólo he ido a ver a
mi madre y a mis hermanas. A los amigos os he dejado un poco
de lado. Te pido disculpas, pero es que con el nuevo trabajo y
ella, estaba embebido y sin tiempo. De verdad.
- Bueno, no te preocupes. Lo importante es que seáis felices.
- Lo somos. Jamás pensé que podría llegar a esto. Aunque si te
digo la verdad, si te soy sincero, no la he olvidado ni un solo día
de mi existencia. Parece que he forzado al destino. Y eso no sé si
está bien o no.
- ¿Forzar el destino dices? ¿Cómo es eso?
- Bueno, no sé. Quizás haya dado pasos que me hayan conducido
hasta ella de manera consciente o inconsciente. No sé.
- ¿Pero no me dijiste la última vez que hablamos que fue una
casualidad encontrarla en el bufete aquel sobre lo que estabas
indagando? Por cierto ¿sigues con tus actividades de espionaje?
- No. Eso lo dejé. Les dije que mi nuevo trabajo me impedía
dedicarme a otra cosa. Aquí todo es muy distinto, de modo que
les pedí el finiquito. En relación a lo otro, a lo del destino. Sí.
Estuve haciendo algunas averiguaciones. Casi sabía que estaba en
aquel despacho. Ya sabes. Empiezas a seguir pistas, conoces a
gente, y la labor de investigación se hace casi sin esfuerzo. Lo
que te quiero decir, es que más forcé yo el llamar al despacho,
que el que las pistas fueran por allí. De esta forma, cuando me
presenté a ella por teléfono, la coartada era el trabajo que tenía
con los del CESID, si bien le dije, que trabajaba para una empresa
que precisaba unos informes sobre un asunto. No le iba a decir lo
de los espías. No me habría creído y me habría tomado por
gilipollas.
329
- ¿Y?
- A partir de ahí quedé con ella. Nos vinos una mañana de
domingo. En diciembre del 98 y desde entonces hasta hoy mismo.
La verdad que parece un cuento, pero no lo es. Mañana a estas
horas estaremos aquí, ya los dos solos y casados.
- ¿No os vais de viaje de bodas?
- Sí, pero el mes que viene cuando cierren los Juzgados, ya
sabes. Nos iremos medio mes, al menos, a Galicia, como te he
dicho, ella es de padres gallegos y nació en Orense, así que
viajaremos a Galicia. Si.
- Bien. Me alegro. Te veo francamente ilusionado. Pareces un
crío pequeño. Me alegro sinceramente Miguel Ignacio.
330
CAPÍTULO XXVI
Si es verdad que somos, más, producto de nuestros errores
que de nuestros aciertos, donde mejor lo pude ver de nuevo, fue
en lo que sucedió durante los siguientes cinco años.
Miguel Ignacio era el emblema de la felicidad, ¿pero era
feliz o sólo lo aparentaba? ¿Fingía aquella desmedida felicidad o
por el contrario formaba parte de la estrategia consciente o
inconsciente del pseudólogo fantástico que yo ya me había
aventurado a diagnosticar definitivamente un año antes? Desde
luego que ateniéndome en exclusiva a lo que con mis ojos veía,
era el distintivo y el símbolo de la felicidad. Pero eso lo pensaba
cuando miraba al amigo, no cuando miraba al paciente.
Venían a menudo. Abrieron el círculo de amistades y se
pasaban al menos dos fines de semana, al mes, en Villanueva,
conviviendo con familia y amigos. Esto, después de venir de las
vacaciones a modo de luna de miel en agosto. A partir de
septiembre, hicieron cotidiano el viajar de Sevilla a Extremadura.
La N-630 se la conocía como la palma de la mano.
El que pasara tiempo aquí me permitía verle, sí, pero nunca
solo. Siempre venía acompañado de su mujer, de su esposa, de
aquel primer gran amor que por fin había conseguido para lo
máximo que se pretende en el amor: la convivencia. Aquel tren lo
vio llegar porque buscó la estación. Estaba en el andén parado
desde las frustraciones pasadas y una vida azarosa, ardiente, pero
casi vacía salvo algunas ilustraciones dichosas que jalonaron
331
aquella peripecia del Casanova que había sido. No había vivido
con la intensidad debida ni con la felicidad que soñaba, y por eso
se acercó a aquellas vías. Y llegó su tren, y lo cogió. Sabía que
era el último en pasar. Se subió desde la convicción y la plena
seguridad de lo que hacía. Sospechaba que el ecuador de su
existencia ya había pasado, por mucho que subieran las
expectativas de vida, y el resto de su vida hasta envejecer
ordenadamente, y aunque fuera ya en declive, desde el punto de
vista físico, quería pasarlo con ella. Porque presentía que aún
tenía tiempo suficiente por delante como para ofrecerle y
ofrecerse. Para sacar todo su jugo de él para dárselo y poder libar
el que tenía ella.
Una mujer casi virgen en todo lo concerniente al amor,
porque su vida la dedicó más a la familia y a sus aspiraciones
intelectuales de estudio y trabajo, que al mundo extramuros de las
veleidades frívolas y terrenales. No se dio en pensar en un
hombre y lo que supone un hogar y todo lo que conllevaría. Ella
se inclinó más por la vida del trabajo. Diversión también, por
supuesto, pero sólo cuando tocaba, y nada de distraimientos de
casa, facturas, hijos, biberones, guarderías, colegios, y todo lo
que le hubiera robado la juventud y aquellas ganas de vivir de
aquel modo. Su organización era severa, sin llegar al agobio de
las prisas y el estrés de los altos ejecutivos. Hacía, y muy bien, su
trabajo, y por ello y con ello vivía hasta que se presentó aquel
hombre al que no había olvidado del todo, pero que desde luego
no tenía ni había tenido, como referente ni ensoñación futurible.
Nunca la tuvo. Sencillamente lo recordaba como aquel amor de
verano que no pasó del intento. De los roces, los besos y las
caricias… y mucho amor por parte de él. Tanto que ni ella misma
lo sabía.
Cuando le vio aquel día de diciembre, saludó ufana por la
ventanilla del coche. Le reconoció a pesar de los años que
llevaban sin verse. Notó su estado de excitación, sus nervios, y
332
los temblores propios de un adolescente. No le dijo nada.
Entendió aquello y se dejó querer para poco a poco irse
enamorando de aquel hombre que le entregó su corazón y su
alma. Ella lo sabía, y de la mejor manera que pudo, se lo hizo ver.
Le hizo comprobar que ya la había conquistado. Se amoldaron, se
complementaron, y durante todo el año que vivieron separados
pero viéndose todos los fines de semana y algunos días entre
semana, aquello fue, más una luna de miel, que un noviazgo.
Luego, ya casados, cuando venían al pueblo, se les veía
radiante. Con todas las ganas de vivir del mundo. No había aristas
en aquella relación. Eran incluso envidiados por amigos que
habían sido el referente, para él, de lo que era una pareja feliz. De
lo que era darse, entregarse en cuerpo y alma y ser recibido del
mismo modo. A borbotones se demostraban el amor con caricias,
besos, miradas que se clavaban la una en la otra, demostrando
desde la picardía de lo que se decían, la complicidad de lo que
imaginaban o de lo que pensaban en aquel momento. Se hablaban
con los ojos cuando estaban separados en las reuniones de más de
cinco o seis personas. Yo les observaba porque quería
comprender que aquello que parecían ñoñerías de gente
inmadura, eran en realidad, señales del amor completo, del deseo.
Se citaban para la noche delante de todos pero sin decirse nada.
Nadie se percataba de aquella cita que terminaría con los dos
amándose durante horas, hasta caer extenuados. Por la mañana,
en las cañas, las ojeras evidenciaban una noche de amor lujurioso,
pero tranquilo, sin aspavientos. Amor demostrado al fundirse dos
cuerpos en uno. Eran muy buenos amantes, y compenetrados. Se
hablaban y se daban placer. Lo disfrutaban y eso se notaba a la
legua, aunque su discreción, les hiciera no comentarlo siquiera.
Llegaban a desnudar sus cuerpos, y sus almas, con tan sólo
hacer un guiño, después de haber estado fijos los ojos de uno en
los de la otra, un par de minutos. Todo un mundo en el tiempo,
para muchos. Absortos, embebidos en ellos mismos sin hacer
333
caso de lo que los demás decían. A tres metros de distancia. Con
sus manos se atusaba el pelo, él, o ella se mojaba los labios con
su lengua. Era la señal… y entonces la besaba en aquella
distancia, y veía cómo ella sentía aquel beso. Sus labios se
quedaban entre abiertos. Esperando que de nuevo se produjera el
intercambio de jugos, el entrelazarse las lenguas prospectando
aquel templo de sensaciones que se transmitían, pero en la
distancia.
Era un lujo ver a aquellos dos cuarentones flirtear sin el más
mínimo pudor delante de nosotros. Les daba lo mismo.
Componían el cuadro, eran parte de él, pero una parte aparte.
Estaban en otro mundo y en otra dimensión. Daban una insana
envidia. Y a mí de nuevo, volvía a confundirme. Si me lo hubiera
contado, no le habría creído. Lo habría anotado como uno más de
los síntomas o de las evidencias que sumar a su informe. Haría
una acotación al margen para escribir: “si esto es verdad la
felicidad tiene nombre”. Volvía otra vez en nuestras vidas a
sorprenderme. Era un pozo sin fondo. Un libro abierto con
páginas sin numerar que se dirigían al infinito. Un sortilegio
hecho de la nada, sin principio ni fin. Era una anécdota flamígera
que todo lo alumbraba. El mascarón de proa del barco que se
dirigía por las aguas templadas y quietas de los sargazos. Parecía
un cuento de príncipes y princesas que se encontrara en las Mil y
una noches. Yo, como Santo Tomás, veía para creer. Así pasaban
los días, las semanas y los meses. Y el primer año, y el segundo,
y el tercero. Siempre lo mismo. Igual de empalagosos. No bajaba
la intensidad de su romance. Hasta estaba más delgado. Se
cuidaba también en el aspecto físico. Todo para ella.
Aquella evidente apariencia, se nos hizo natural a todos los
que nos codeábamos con ellos. Se hacía natural su presencia en
Villanueva. Los saludos los viernes al llegar, las llamadas. Las
copas hasta altas horas de la madrugada, en las que ella en más de
una ocasión se quedaba dormida hasta en el asiento de algún
334
karaoke. Y los desayunos en el centro, a las seis de la mañana del
sábado. Todo formaba parte de una liturgia que se oficiaba
sábado sí, sábado no. Y cuando no venían al pueblo, salían a
hacer turismo rural. A visitar museos, exposiciones en Sevilla. O
a Huelva, a Isla Cristina a comprar choquitos y dar grandes
paseos por la arena del mar con el faro como testigo. O a pasar el
fin de semana en Grazalema, a manifestarse su amor por el
bosque de pinsapos. En fin, una actividad y un entretenimiento
que hacía que los meses volaran… y los años.
Un día me llamó. Le noté con la voz algo rota, desencajada.
- Me acaban de dar un palo, tío. Me han despedido del trabajo.
Me han dicho que van a cerrar la zona de Extremadura. Pero sé
que no ha sido por eso. Ha sido porque me metí con un político
de la Junta, discutí con él, es quien lleva la Consejería de
Agricultura, y si no me echan, dejan de meter publicidad en la
Editorial.
- ¡Vaya por Dios! Bueno hombre no te preocupes. Encontrarás
otro sitio donde trabajar pronto. Por eso no hay que preocuparse
demasiado. Tú vales.
- Ya, pero es que me ha molestado que haya sido así, de esa
manera y sin previo aviso. Además, por este motivo es la primera
vez que he discutido con mi mujer. Y por el modo que se ha
producido esto, no estamos de acuerdo, ella también me culpa a
mí. Dice que me tendría que haber callado. Que he sido poco
diplomático y demasiado visceral.
- ¡Eso si que no me lo puedo creer! ¿Discutir con ella?... Y desde
luego que no me lo creía. Bueno, sí, creí sus palabras pero no le
di importancia a la profundidad de las discusiones.
Aquel día no me dijo nada más porque tenía una visita y tuve
que colgarle. Y pasaron dos fines de semana que no vinieron. Y
al poco tiempo tuve que verle forzado por un hecho algo más
determinante. Su madre murió. Estuve con ellos todo el tiempo
335
que pude. Había pasado el tiempo y seguía sin encontrar trabajo.
Y bebía desmesuradamente. Esa fue la conclusión de lo que vi
desde que llegué al tanatorio y después del cementerio, ya en
casa. Estaba realmente abatido. Le noté raro, distante de todo el
mundo y pensé que era la lógica reacción al luctuoso suceso.
Esto ocurrió a primeros de año, a mediados de enero.
Dejaron de venir de golpe por Villanueva. Se les dejó de ver. De
hecho yo le llamé en varias ocasiones y hablaba poco. Seguía
metido en sí mismo con la queja a flor de piel. No encontraba
sitio alguno donde trabajar. Estaba todo el día en casa, y en el
mesón de su amigo Javi, a medio día y por la tarde noche,
ahogando sus penas. Solo. Luego se iba a casa. Y comenzaba,
según me contaba, por cualquier cosa una discusión.
El ambiente familiar se iba enrareciendo. Las discusiones se
sucedían. Él las buscaba y luego, a solas, se arrepentía de hacer
aquello. No quería ver sufrir a su mujer, a la que seguía
queriendo, pero era incapaz de controlar aquel comportamiento.
No sabía si podría ser provocado por el alcohol, por la frustración
de no tener trabajo, por la muerte de su madre o por qué. El caso
es que buscaba en ella el escape de la bronca por el más mínimo
asunto.
Se fue distanciando de ella. Apostas. Le era infiel de
pensamiento e intrigante con sus obras. A ella no le quedaba más
remedio que hacer conjeturas y preguntarse los por qué de
aquello que vivía en un sin vivir. La necedad era un sinónimo de
aquel hombre que a la más mínima montaba en cólera. ¿Pero qué
le habrá pasado? Se preguntaba extremadamente preocupada.
Se fueron de vacaciones, en agosto, como todos los años, a
Galicia. Estuvieron con unos amigos y él pasaba más tiempo con
su amigo que con su mujer. Aquello no era normal. Ella lloraba
en silencio aquel comportamiento y se preguntaba qué habría
hecho mal para que se hubiera producido ese cambio tan radical.
Buscó, entre los recovecos de su pensamiento, algún motivo o
336
alguna pista que le indicara el camino por donde poder buscar los
motivos, primero y la solución después. Ella le quería y no estaba
dispuesta a perderlo. Pero Miguel Ignacio seguía a lo suyo.
Poniendo piedras y más piedras en el camino de aquel
matrimonio.
Parecía como si se hubiera propuesto aquella táctica como
salida a algún claro del bosque que estaba plantando. Pero no. Se
adentraba más y más en la espiral de la sin razón, en los
vericuetos de un camino que empezaba a ser sin retorno.
Caminaba hacia adentro de un laberinto que se ensanchaba
también a lo largo. La confusión era mayúscula para ella, y él
seguía y seguía con aquella estrategia desmembradora de
soluciones y secesionista de la coherencia. Nada. Un alud se
había comenzado a deslizar por la colina, y arrasaba sin remedio
lo que hasta hacía muy poco fuera la ejemplaridad en las maneras
de vivir un matrimonio.
Ella, hacía bien poco, le había propuesto pedir la nulidad de
su matrimonio con María José. Él dijo que sí. A ella le hacía
ilusión casarse por la Iglesia. Miguel Ignacio no opuso la más
mínima resistencia. ¿Y qué alegar? Inconscientemente lo tenían
fácil: inmadurez a la hora de contraer aquel primer matrimonio.
La misma inmadurez, de entonces, que le hacía ahora proceder de
una manera irracional, pueril, de hombre con el cerebro licuado,
incapaz de ver lo que estaba echando por la borda. ¿De verdad no
se daba cuenta de que estaba tirando al mar lo más maravilloso
que jamás le había pasado y le podría pasar? Yo me resistía a
creerlo. Y él estaba a punto de cumplir los cincuenta y un años.
No veía por más que miraba, la más mínima señal de que
aquello fuera forzado. De igual forma que con el poco tiempo que
tenía para analizarle, con tanta información de golpe, me era
imposible desmigar los sentimientos y separar el grano de la paja.
No era capaz de penetrar en él. No sé si porque no me dejaba o
porque de verdad el asunto era más complicado de lo que me
337
parecía. Y a fuer de ser sincero, me tenía preocupado porque no
sabía si era consciente del pozo en el que había entrado. Sin
escafandra, sin máscara anti gas. A pulmón libre. Y así las cosas,
determinadas industrias están condenadas al fracaso y a un
terrible desenlace.
Llegaron de las vacaciones el lunes día veintidós de agosto.
Nueve días antes de cumplir todo el mes que tenían pagado en
Corcubión. Al día siguiente, el martes veintitrés, estaba en mi
despacho a las cinco de la tarde. De nuevo se representó allí el
apócrifo e irreal ser que otras veces había sido. La historia volvía
a repetirse. A mí me volvía a sorprender, y eso que uno ya estaba
curado de espantos. Pero seguía siendo mi amigo y le quería. Me
preocupaba verle más hundido que nunca. Era un guiñapo, una
jeremiada andante de rostro opaco. Era un acto de contrición
permanente. Se golpeaba el pecho, la cabeza, los mulos. Era un
mártir sin cruz, un crucificado sin clavos… y se caía al suelo.
Estaba derrumbado. Un lamento le vestía los ojos, que además de
ser de natural tirando a tristes, en ese momento eran un singulto
lastimero que se abrían y cerraban al compás de un leve sonido,
como un hipo.
Había envejecido en días. O yo le veía más avejentado. No
sé, sería a lo mejor el moreno de la playa. Le ofrecí una copa para
ver si podría frenar al menos de momento, aquella escena de
gemidos y suspiros, y conseguir entablar una conversación
armónica e inteligible.
- ¿Me puedes decir qué te ha pasado? No sabía cómo empezar y
dio tres sorbos largos del vaso con güisqui que le había servido.
Tragó, se escurrió la boca mojada por el licor con los dedos y
comenzó a hablar.
- Soy un desastre. Lo tenía todo y lo estoy echando por la borda.
Me odio a mí mismo pero no sé qué hacer. Y no es eso lo malo,
lo peor de todo es cómo remediar lo que ya llevo hecho.
- A ver Miguel Ignacio, dime punto por punto a qué te refieres.
338
- A que he vuelto a cometer otro de mis errores. He vuelto a
hacerlo. Y este es el más grande, grave, y definitivo. Ya no hay
tiempo para volver sobre mis pasos. No hay marcha atrás. Soy un
pelele, un autómata, un verdadero petate que ha hecho lo que ha
hecho… ella no se merecía esto.
- ¿A hacer qué exactamente?
- A meter la pata hasta el corvejón.
- Cuenta pues.
- No quiero cansarte porque esto ya no tiene remedio.
- No te preocupes. Los amigos estamos para las ocasiones, y no
es la primera. No desperdicies el tiempo, examina tu conciencia,
sabes que conmigo puedes hacerlo y ya veremos después de
analizar los hechos, qué medidas o qué remedios se pueden
poner.
- No hay remedios para males del alma. Y el mal que he
causado, ya no me deja vivir.
- Vamos, no te andes con rodeos. Dime.
- Voy a tratar de ser lo más claro y conciso posible, pero ya te
digo que no hay solución.
- Adelante. Le dije. Muy al contrario de otras veces que no daba
ni un solo rodeo e iba al grano directamente, ahora, todo eran
circunloquios, digresiones de un condenado a muerte que apela a
un indulto que ni quiere, ni se merece.
- Sabes que mi matrimonio era la felicidad elevada al cubo ¿no?
Así lo hemos demostrado y nos lo habéis dicho. Era verdad. No
había ni un ápice de desconfianza. He sido el hombre más feliz
del mundo. Sabía que lo tenía todo hasta que pasó lo del trabajo.
El día que me lo dijeron no supe reaccionar en condiciones, y en
lugar de irme a casa y decírselo a mi esposa, me fui a una
cafetería a tomar una copa que se convirtieron en cinco o seis. El
caso es que estando allí, llegó Andrés, un conocido de Villanueva
del Ariscal. Una casualidad. Venía con una mujer y se sentaron
339
conmigo y pedimos otra copa. Vieron que estaba en un mal
momento porque les dije lo que había pasado. No le echaron
mucha cuenta al tema, así que intentaron animarme. La chica se
fue al rato y nos quedamos los dos. Subimos a su coche para ir a
otro sitio a tomar otra copa. Paró en un puticlub que había a la
entrada de Umbrete. Bebí otra copa más y él se fue con una de las
chicas que nos abordaron nada más entrar. Otra se quedó
conmigo.
- ¿Y qué pasó?
- Que me tomé otra copa más y cuando me quise dar cuenta
estaba con ella en la cama. Desnudo y follando como un
descosido. Y lo que es peor, sin preservativo. Hicimos de todo.
Salí, y cuando llegaba a casa, me quería morir. A medida que se
me pasaba el efecto del alcohol, más recordaba aquella escena de
pura lujuria y de total irresponsabilidad. Hasta que me quedé
dormido en el sofá, después de tomarme un valium. Cuando me
desperté mi mujer ya se había ido. Nunca me dijo nada; ninguna
de las dos veces que llegué algo tarde desde que nos casamos,
jamás me preguntó. Cuando llegó a casa a medio día, con el
pretexto de contarle lo del despido, surgió la primera de las
grandes discusiones, como ya te he comentado. Estaba claro que
me estaba protegiendo a mí mismo con aquella postura, de lo que
hacía unas horas había hecho. ¿Entiendes?
- Sí, claro que te entiendo.
- Y a partir de entonces, he provocado una y mil situaciones. El
sentimiento de culpabilidad que sentía me llevaba a no ser capaz
de racionalizar el asunto. Le había engañado, por un lado, pero
además, había sido con una fulana a la que había pagado, y,
encima, exponiéndome a que me contagiara alguna enfermedad.
Sólo de pensar que podría contagiarle a ella, me ponía enfermo.
Y no se me iba de la cabeza. Un día y otro, y otro. No hallaba
forma humana de poder solucionar aquello. Una mañana, al salir
de la ducha, frente al espejo peinándome, me vi una pequeña
340
manchita roja en el cuello. Quería morirme. Llamé a un conocido
de aquí, a Manolo, un tío que es seropositivo, y le pregunté por
los primeros síntomas del SIDA, y por cuándo empezaban a
manifestarse. Le dije lo que había hecho, y si bien me tranquilizó
en cuanto al tiempo, me recriminó la estupidez que había
cometido. Tenía toda la razón del mundo. Qué decir.
- Y que lo digas. Pero ya no se puede hacer nada. ¿Qué más
pasó?
- A partir de entonces, todo eran discusiones y evasivas por mí
parte. No me arrimaba a ella en la cama. Tardaba en acostarme
para que estuviera dormida. Pero cuando peor lo tenía eran los
fines de semana. No había excusas. Y entonces, o bien la noche
antes o en el mismo día, organizaba sin ton ni son una pelea. Otra
vez le dije que empezaba a tener molestias en la próstata. No sé si
fue casualidad, pero hasta tuve que ir al hospital de urgencias en
una ocasión con hematuria. Eso dio algo de verosimilitud a mi
argumento mentiroso sobre la próstata y mis molestias y la falta
de apetencia sexual. Quería que me mandara a hacer puñetas. Que
fuera ella la que tomara la decisión de echarme. Y yo con la
cobardía y la mentira a cuestas. Ni comía ni dejaba comer.
Buscaba el resquicio por donde sacar mi artillería. Y la he ido
quemando poco a poco sin merecerlo. Ni sé qué hacer, ni cómo
resolver esto si es que tiene alguna solución.
- Lo primero sería irte a hacer las pruebas del VIH.
- Cierto, lo he pensado un millón de veces, pero he tenido terror
de ir a que me las hicieran…
- ¿Por qué?
- Porque durante las vacaciones, un día que no había
justificación posible, hicimos el amor. Me quería morir luego. Sí,
mi irresponsabilidad roza la demencia. Porque puedo, o podría
haber sido, un desgraciado conmigo mismo y haberme infectado.
Bien, hay que apoquinar con eso, pero arriesgar su propia vida
341
con mi imprudencia, con esa actitud canallesca que hace poner en
peligro la vida ajena, y encima la de ella, es para matarme. Y lo
peor de todo, es que sé que con decirlo no estoy solucionando
absolutamente nada.
- La cosa está mal, muy mal Miguel Ignacio. Te repito que lo
primero que tienes que hacer, es ir a hacerte una analítica. Ahora
mismo nos vamos a la farmacia de Paco, yo le diré que quiero los
resultados para mañana mismo, y a partir de ahí ya veremos. Si
estás totalmente limpio, tendrás que ver si se lo dices o no, eso
ya, tú mismo. Y luego ver si tiene remedio todo el mal que le has
causado desde hace más de un año según dices. Es mucho tiempo
e imagino que ella debe sentirse muy mal. Es posible que esto ya
no tenga marcha atrás… Y de nuevo se desmadejaba y los
sollozos comenzaban a oírse de nuevo. Lloraba como un niño.
Fuimos a la farmacia y le sacaron sangre para aquella
específica y comprometida prueba. Y nada más llegar de nuevo a
mi casa, cogió el coche y se encaminó a Sevilla. Me llamó
cuando llegó, eran cerca de la una de la noche, y me dijo que en
el momento que tuviera los resultados que le llamara. Le contesté
que efectivamente eso haría, que se quedara tranquilo y que
tratara, en la medida de lo posible, de encerrarse en un cascarón
permeable a los sonidos pero inhabilitado para la voz. Que oyera
y viera pero que no dijera nada. Que cambiara aquella actitud
beligerante, y esperara para poder solucionar su vida.
Cuando al día siguiente me dieron el resultado negativo de la
analítica, respiré profundo y noté un tremendo alivio. Disfruté la
noticia creo que tanto como imaginaba que la iría a disfrutar él.
Así que de inmediato le llamé. No estaba en casa. Y llamé al
móvil, y estaba apagado o fuera de cobertura. Todo el día igual.
Hasta que una de las veces que llamé al fijo, lo cogió ella y me
dijo que había ido a tomar algo. No le quise decir absolutamente
nada. Ni siquiera que le había visto dos días antes, así que le
pregunté por las vacaciones y poco más. Disimulaba mi
342
complicidad, pero era lo que tocaba hacer, más, mucho más,
desde la tranquilidad de saber que estaba limpio y que eso
significaba que a ella, en eso al menos, no la perjudicaría. Que su
salud física estaba libre de cualquier agresión irremediable. No
así la salud de su alma. Dolorida, por tanto como ya la había
hecho pasar.
Digo yo si él se llegó a plantear en algún momento qué mal
era peor, si el que le estaba haciendo en su alma adoptando
aquella actitud de canalla retorcido y redomado que la llevaba a
su propio abandono, o por el contrario era peor callar la
posibilidad de hacerla enfermar. Mala una, peor otra, qué más
daba. La cuestión es que no podía hablar con él, así que para
curarme en salud y para que a su vez le incentivara al contacto, le
envié un mensaje por el móvil: estás limpio, no pasa nada.
Llámame.
Supongo que leería el mensaje. Pero no me llamó. Entramos
en septiembre y nada. Una semana, dos semanas y ya en las
postrimerías del mes, el día veintiséis, lunes, por la noche, me
llamo su mujer con la voz destrozada, temblorosa y quebrada de
haber llorado mucho, y me dijo: Miguel Ignacio se ha marchado,
cogió sus cosas ayer a mediodía, cargó el coche y se fue… una
pausa, un silencio abstruso y dos palabras:
- ¿Está contigo?... No, le contesté. Y colgó.
343
CAPÍTULO XXVII
Tres y media de la madrugada, habían transcurrido noventa
minutos; relativo silencio. La televisión daba de nuevo los
reflejos que alumbran para no estar ciego en la totalidad oscura
de noche negra y calmada, de campo en estío sin grillos ni
chicharras, después de haber permanecido apagada tras el primer
apagón. En la habitación de tres por tres metros, testigo y
cerradura de tantas almas que por allí habían pasado, unos
minutos de claridad y de nuevo se fue la luz, la causa: distinta a la
de la primera vez.
Oscuridad de nuevo, y sin la de emergencia, la oscuridad era
absoluta. El silencio se hizo oír con mayor claridad al pararse de
nuevo el leve sonido del televisor encendido a la compañía del
pensamiento que te mantiene con los ojos abiertos. Sonido
monótono y cadencioso, pero acompañante fiel cual escudero de
sombras y soledades. Se esfumó la posibilidad de ver y de oír otra
vez para los que permanecían en la vigilia, o la zozobra, antes de
arreglar la avería. Trastorno en el sigilo de la noche. La única
referencia lumínica, seguía entrando a través de una pequeña
ventanita de dos hojas de aluminio con cristal opaco. Abierta al
patio del hostal, ventanuco de poco más de cincuenta centímetros
cuadrados, por el que ahora salía un olor a chamusquina, ocre,
añejo, como de matanza, pero sin el característico aroma a
pimentón que aliña los chorizos, y los lomos en los cortijos
extremeños y andaluces.
344
No había tiempo, había desaparecido en el mismo instante
que saltó otra vez el automático. No hay más que mudos sonidos
y más frustración. Las quejas, los olvidos, las penas, los sin
sabores, preguntas sin respuesta, preguntas a las que buscar
respuesta, respuestas dadas al fiasco empeñadas en mantenerse
como únicas, ya no iban a ser protagonistas en la mente de nadie,
al menos, de aquel que moraba en aquella antesala del olvido. En
aquella improvisada y forzada morgue, en la que se convirtió la
estancia porque así lo quiso.
Incertidumbre, confusión durante unos minutos más, y más
preguntas, más respuestas, más preguntas sin respuestas en el
emporio de la soledad de aquella habitación. Muda la noche,
muda la luz, mudos los inquilinos pasajeros de anochecidas
calladas. Mudos todos, menos los patos, que otra vez despiertan
de golpe a la oscuridad nacida de otro cortocircuito, y que hace
de resorte como en electrolisis que les hubiera propinado una
corriente tal, que originó su despertar en sobresalto.
De nuevo un verdadero jolgorio, un aluvión de cánticos
como graznidos de cuervos; un sonido ruidoso, bronco, pesado,
antipático y lúgubre, se apoderó de la quietud, del silencio
recuperado a los veinte minutos del primer apagón. De la
solemnidad de la noche, calmada aunque tenebrosa en su
lobreguez, una hora y media más tarde, un bullicio que despierta
de golpe tanto al durmiente que descansa como al sibilino que
sueña y profetiza, o al que en vigilia obligada piensa, medita y
recapacita sobre sus cuitas. Es el referente de su inquietud y su
azoramiento, lo que estaba a punto de terminar, de dar por
finiquitado, lo que consideraba que ya no tenía remedio.
Se desveló a la vida y se durmió a la muerte. Noventa
minutos que marcaron las pautas de un final en un lugar cutre, sin
estilo, sin ni siquiera la forma de un mausoleo que hubiera
servido de tumba. Perder algo y perderse, o perderse y perder
algo. Dos cuestiones análogas que catalogaba para diseccionar los
345
motivos de dar con sus huesos en aquel antro adornado con
toscos y vulgares jarrones, donde el guardián de noche, era un
personaje con obesidad mórbida, lento en la lentitud de su
pesadez a la hora de abrir la puerta de aluminio pintada de
blanco, que usurpaba su labor de cancela guardiana y protectora,
a una reja forjada a mano, repujada y antigua. La vulgaridad
desde la entrada a la parte más recóndita del lugar aquel, que el
director de cine manchego, podría haber dibujado en alguna de
sus surrealistas películas.
Durante todo el tiempo del repaso, de la oscuridad, pensó
cómo debería poner fin a todo aquel conglomerado de cerrazones,
incapacidades, frustraciones y naufragios, que nunca había
achacado a ese trastorno de la personalidad devenido de sus
fracasos; y tras la pertinente conclusión, desmembró su cuerpo de
su alma. Ésa misma alma que le daba y le quitaba tanto la razón,
como el miedo. La razón del pulcro, del coherente que nunca fue,
y el miedo, del cobarde que siempre había sido.
Como por todo lujo ornamental sólo tenía una bombilla, el
televisor, una lamparita y aquel armario, escudriñó en su saber
interno para medir el cómo hacerlo. Sólo eso, porque los por qué,
estaban suficientemente escritos en aquellas cuatro paredes. Las
mismas a las que miró sin ver, durante el tiempo que dura un
partido de fútbol sin descanso. Una hora y media, sin descansar,
como él que no había dormido ni descansado aquella noche y
decidió hacer de golpe, lo de descansar de forma definitiva.
Ante tan escaso material y formas, las posibilidades eran
muy limitadas, y si bien el miedo a morir era ya inexistente, eso
le permitía estudiar con toda tranquilidad la habitación. Y de de
pronto, lo primero que desechó, fue, la más vulgar de todas, como
era la de colgarse con una sábana o el cinturón. Por otro lado, en
eficacia no pensaba, porque fuera como fuera, lo llevaría a
término, pero aún así, en aquellos momentos, seguía siendo
crítico consigo mismo, odiando lo vulgar, y aquel modo de
346
quitarse la vida con la sábana o el cinturón, lo era y mucho, así
que, vulgaridades aparte, siguió pensando.
Sabía que en su equipaje, en el que subió a la habitación, no
tenía instrumental alguno, ni siquiera aquella navaja de mil usos
que fuera herencia en vida de alguien a quien quiso con locura -su
abuelo-, además, tampoco le habría servido, porque hubiera sido
como traicionar la memoria de quien la comprara el mismo año
que él naciera y se la regalara posteriormente. No, con aquel
artilugio de mil usos, no lo hubiera hecho nunca.
Tampoco podría hacerlo cortándose las venas, porque no
tenía nada cortante, aunque lo hiciera con un trozo de la banda de
formica que rodeaba, a modo de embellecedor, la mesita de
noche, y, que le hubiera servido para cortar. Tampoco, no lo haría
así, porque sería un modo de mancharlo todo y además
demasiado lento. Ni aún metiéndose en la bañera, como Séneca,
por plácido que pareciera, seguía siendo lento. Nada, aquello
parecía poco probable, más que nada, por el tiempo que podría
llevarle fabricar aquel útil que cortara lo suficientemente bien. Y
un tósigo preparado con cicuta a lo Sócrates lo tenía mucho más
difícil al carecer de algo que pudiera envenenarle, aunque de
refilón pensó en la posibilidad que le otorgaba Asclepio, si hacía
un baturrillo con aquellas medicinas que tomaba para la
hipertensión. Esta podría ser la solución, porque al tratarse de
hipotensores y de betabloqueantes, caería en un sueño semejante
al que entran quienes mueren por inyección letal, ahora bien, sin
los mismos síntomas ni tener que estar atado a una camilla,
cuando el tiopentotal sódico, el bromuro de pancuronio y el
cloruro de potasio, hacen su efecto por separado, pero luego
juntos, en el cuerpo del ejecutado.
No quería discutir con él mismo, debía ponerse de acuerdo
en algo por una vez en su vida y tomar una decisión, que
paradójicamente, sería ser congruente con su muerte y el método
con el que quietarse la vida. Pero las exigencias, una vez más,
347
protagonizaban otra lucha interna, más ahora, que no quería
mentirse. Ahora, que se quería despojar del pseudólogo fantástico
que llevaba dentro pero que desconocía porque nadie se lo había
dicho nunca. No quería verse diciéndose una cosa y no hacerla,
pero a la vez, creerla hecha por el mero hecho de oírlo al
decírselo, no. Definitivamente, tampoco era esa la cuestión.
Quería ser efectivo, y no sanchopancesco. Lo de ser del
montón nunca le había gustado, menos en la resolución final, es
decir, cuando él no estuviera para justificar el por qué de lo hecho
y cómo lo hizo, o justificarse ante los demás por la medida
adoptada. Definitiva y seriamente corrieron su voluntad igual que
las ganas de dar por finalizado todo. Ya estaba decidido y dicho,
además de dibujado, faltaban el sello y la rúbrica y esta debía ser
lo suficientemente expresiva y expeditiva, que no dejara la más
mínima posibilidad a la duda ni a la especulación.
Ni a la duda, ni cargarle a la señora de la limpieza con un
trabajo extra si lo ponía todo perdido de sangre. No iban con él
esas formas, nunca habían ido, así que en ese preciso momento,
que no es precisamente cuando uno debe ser más aseado en los
modales porque poco importa lo que pase después de estar
muerto, por sus convicciones de urbanidad y educación, no quería
irse con un mal regusto de que alguien le tomara por un soez e
incorrecto suicida.
La sentencia estaba pronunciada, el escenario de la ejecución
eran aquellos aposentos descuidados, de mala calidad en lo
ornamental, pero faltaba el procedimiento y tenía que salir de allí.
Tenía que estar entre aquellas cuatro paredes, así que miró a su
alrededor, como Macguiver para salir de uno de sus muchos
aprietos. Desdeñó la navaja multiusos, además, no la tenía, y
buscó en la pobreza decorativa de su entorno: ¿muelles de cama,
colchón, sábanas, madera de aglomerado? ¡Pero si no había
siquiera una viga! El televisor y la lámpara de la mesita de
noche… ¡la lámpara! Esa era la solución.
348
Fue al baño, miró la distancia del enchufe a la bañera. Midió
el cable y asintió. Abrió el grifo, la madrugaba se dejaba oír entre
el estampido de los patos y el chorro que caía a la bañera. En
poco más de diez minutos desde que vino la luz, se cubrió hasta
la mitad. Agua fresca en la loza vieja, por las temperaturas de la
ya casi entrante madrugada, de un septiembre que se iba.
Daba igual la temperatura. No era un baño de relajación,
aunque sí, en cierto modo de relajación definitiva. Pero no era un
baño para aliviar un cuerpo con ganas de vivir, que necesita de
ese vigor que da el agua que limpia impurezas físicas, no, aquel
agua se había convertido en un vehículo transmisor de muerte.
Se había desnudado primero a sí mismo. Se había visto como
era, y no le gustó cuando llegó a alcanzar la conclusión de aquel
desdoblamiento de su personalidad. Pero se perdonó, como el
sacerdote perdona los pecados en la extremaunción, cuando ya no
hay vuelta atrás. Cuando todo se termina y no se quiso hacer un
solo reproche más. Luego se desnudó físicamente. Ya era
bastante, ya había tenido suficiente y de ahí que dictara sentencia.
Una sentencia que no había compartido con nadie, lo mismo que
su juicio. La vista fue a puerta cerrada, de noche y en la
oscuridad de una habitación muda, cerrada a cal y canto con la
puerta marga de sabor amargo y de viciado olor a manta vieja.
Candado y cerradura de aquella vida. Candado y sepultura de
una muerte. Lecho de últimas voluntades, celda sin pasillo hacia
el reino de Hades y condena ejecutada en la cuna de blanca
porcelana que recubre el hierro que haría las veces, de objeto para
morir, y féretro, hasta que se descubriera su cuerpo inane. Muy
posiblemente, algo desfigurado y con un color de varias
tonalidades, dependiendo del tiempo que tardaran en entrar a la
habitación y descubrir su cuerpo. Si la habitación la hacían todos
los días, unas horas solamente y poco desfigurado, si no, si
pasaban dos días, probablemente ya azulado y cianótico,
349
oscurecido, con quemaduras inclusive, y por la temperatura
exterior, maloliente.
Allí estaría, expuesto a la claridad del día y a los ojos de los
hombres, pensaba. La mujer que viene a limpiar: la primera. La
que da el grito; segundo el gordo seboso del mostrador y alguno
de los inquilinos itinerantes que estuvieran en sus habitaciones.
Después la policía, el juez… y de allí en adelante, el periplo sería
responsabilidad de otros hasta hacerle la autopsia. Entregar el
cuerpo a su familia, y que ellos cumplieran con sus últimas
voluntades.
Él iba a hacer su trabajo: cumplir la sentencia de muerte que
se había impuesto, y a partir de ahí, les tocaba a otros trabajar por
su culpa: pero para eso les pagaban, se dijo. Luego pensaba en
aquellos otros: hermanos, tíos, primos, amigos. Los que durante
los siguientes días, le iban a hacer la consabida recriminación por
haberles dejado de aquella mala manera, que además de papeleos,
conlleva muchas preguntas, y explicaciones que nadie puede dar,
ni imaginar siquiera, por lo que supone la sorpresa de un hecho
de estas características, sin crónica previa anunciadora de la
muerte como puede ser una larga enfermedad. La misma sorpresa
que concita un accidente, o un infarto, o una muerte súbita como
la de su hijo hacía ya tanto tiempo.
A la vista, encima de la mesita de noche, donde estaba la
lamparita, una carta manuscrita en la que reflejaba unas últimas
voluntades, como era el trabajo a realizar con su cuerpo -la
incineración- y dónde llevarlo, así como la herencia que legaba a
sus destinatarios. Una herencia que no pasaba más allá de un par
de cuadros, unos cientos de libros y de discos, y los escritos que
durante toda su vida había ido reuniendo a medida que los
escribía por su afición a la escritura de la que casi nadie conocía,
era su secreto mejor guardado.
Todo dispuesto. Desnudos el alma y el hombre, por
separado. No había miedo y sí una voluntad clara de hacerlo. No
350
había marcha atrás. Cogió la lamparita de encima de la mesita de
noche, la desenchufó y se dirigió hasta el cuarto de baño. Sabía lo
que tenía que hacer, estaba seguro y no pensaba siquiera en si
aquello le produciría dolor. Había visto en las películas cómo se
convulsionaba el cuerpo del ejecutado, atado en la silla eléctrica,
pero nunca oyó gritos de dolor que acompañaran aquellas
sacudidas. Tampoco quedaba espacio para la especulación sobre
si dolería o no, porque pensó, que en efecto el ser humano, le
teme más al dolor que a la propia muerte. No quería que fuera
ahora ese su caso.
Entró, enchufó la lámpara y dio al interruptor para
cerciorarse de que había corriente en el enchufe. La había. El
paso siguiente era quitar la bombilla para que la boquilla quedara
al aire y fuera el vehículo conductor de la electricidad en el agua.
La quitó. Después se metió en la bañera, despacio, lento,
marcando los tiempos como si de un ballet fúnebre se tratara. Se
acomodó dejando la mano derecha en alto, sujetando aquella vela
como si de procesión del Santo Entierro se tratara. La miró. Ya
solo quedaba introducirla para que la energía que corría por
aquellos cables segara su vida.
No quedaba tiempo para la duda, ya el tiempo no existía. Se
evaporó en el mismo instante que la sentencia fue pronunciada y
no cabía ni apelación ni recurso de casación. ¡Qué curioso!, un
mentiroso de toda la vida, sin ser capaz de engañarse en aquel
momento, de mentir una vez más con el objeto de sobrevivir,
aunque solo fuera para no causar más dolor del que había
causado. No. La decisión del cobarde estaba tomada. Los miedos
y el complejo de culpabilidad que tanto le habían martirizado,
cumplían allí, muriendo, su aquelarre de fantasías.
Miró por última vez a su alrededor, no quería pensar nada
más y de golpe introdujo la lámpara en el agua. No se había
despedido de nadie…
351
La luz, el fuego y el agua,
se compincharon para ceremoniar
la sin razón del injusto, y del cobarde.
Abajo, al cancerbero gordo se le oyó jurar en hebreo: ¡me
cago en dios! y golpeando con el puño en la mesa, donde estaba
reclinado y casi dormitando tras la contingencia de hacía poco
más de media hora, se levantó a buscar otra vez la linterna,
porque todo estaba a oscuras de nuevo. Se había vuelto a ir la luz.
¿Qué habría pasado? La vez anterior el problema no estaba dentro
del hostal, sino que el corte se había producido en la calle, por
eso tardó hora y media en volver la claridad a la recepción donde
estaba. No había sido ningún problema de su establecimiento,
sino de la compañía suministradora de electricidad en toda esa
zona del pueblo, y que se tomó su tiempo en repararlo.
Lo primero fue ir hasta la puerta de la calle para ver si otra
vez la avería estaba afuera. Había luz. ¡Qué raro!, se dijo:
- Pues ahora no es por estos cabrones de sevillana.
Entró. Se fue hasta el cuadro de luces que estaba en la
misma recepción, a ver si había saltado algún diferencial como
consecuencia de algún cortocircuito. Estaban bajados el general y
tres de una serie de la parte de arriba derecha del cuadro, o sea,
que el problema ahora estaba en casa, y lo primero como es
lógico, fue tratar de subir aquellos diferenciales que estaban
bajados producto de algún cortocircuito. Lo hizo. Subió el
general y se quedó en su posición original al igual que otros dos
más, pero el tercero no iba. Intentó una y otra vez con su dedo
gordo, gordo, gordísimo, hacer que se quedara arriba. Pero era
imposible puesto que seguía sin enganchar. No agarraba, no se
quedaba en la posición que ha de estar para hacer su función
protectora. La instalación como todo aquello, era cutre,
352
cochambrosa y vieja, así que tampoco le extrañó mucho la
eventualidad, pero de cualquier manera tenía que resolverlo.
Entonces, ¿cómo saber la causa? ¿Tendría que ir enchufe por
enchufe, lámpara por lámpara a las horas que eran? Lo que en
principio fue cabreo momentáneo, se convirtió en desesperación,
porque no sabía si aquel terco magnetotérmico que no se quería
poner en su posición normal, correspondía, por ejemplo, al termo
eléctrico que calentaba el agua de la caldera para las duchas, o el
de los fogones de la cocina. ¿A quién recurría a las cuatro de la
noche? Seguro que habría algún electricista de guardia,
mascullaba, así que como pudo, fue moviendo aquel rechoncho
cuerpo y con la luz ya encendida en la recepción, y las páginas
amarillas en la mesa, buscó quien le solucionara el problema.
Abrió el libro y se fue a la “e” de electricistas y vio:
“electricidad Antonelly servicio las veinticuatro horas del día”. El
gordo pensó: ¿y de la noche? Pues igual les llamo y vienen
rápidos, se dijo. Dicho y hecho. Tomó el teléfono y marcó el
número. Una voz contestó tras aquel 902. Expuso el asunto y
pidió la máxima rapidez, tratándose de una cuestión casi de vida
o muerte para él, por la repercusión que dentro de una, o dos
horas, podría tener si aquella avería afectaba a alguna de las
infraestructuras básicas, utilizadas por los clientes en su aseo o en
su poder andar por el hostal o en las cocinas.
Se presentó un chaval, de poco más de veinticinco años con
una caja de herramientas, a los treinta minutos de la llamada. Le
esperaba en la puerta nervioso como un padre primerizo. Le hizo
entrar y le enseñó la caja dónde estaba el cuadro eléctrico. El
joven, vio que en efecto, tanto el diferencial general como el
limitador, estaban en su sitio, y el resto de magnetotérmicos
también, así que aquello afectaría solo a una parte muy pequeña
del negocio hostelero, algunas habitaciones y el enorme hall.
353
Le preguntó si tenía planos o algo parecido de la instalación,
y como era lo más lógico del mundo, aquella bola de grasa le dijo
que no.
- De todos modos esto es cosa de poco, le soltó, solo que habrá
que hacer unas cuantas averiguaciones, sobre cómo está
distribuida la energía con arreglo a las habitaciones, y al resto de
dependencias del hostal.
- Puedes hacer lo que quieras, el caso es que me dejes esto
funcionando como estaba, porque creo que ha sido como
consecuencia de la avería anterior de Sevillana.
- No creo que tenga nada que ver una cosa con la otra, pero
bueno, podría ser, el caso es que voy a medir un par de cosillas y
luego habrá que ir por alguna habitación de la planta baja y de la
planta alta, comedores y cocina.
- Vale, como quieras, yo estoy aquí por si me necesitas para algo.
El muchacho cogió sus herramientas y comenzó con el tester
a hacer las pertinentes mediciones. Todo indicaba que, a pesar del
pésimo estado de la instalación, estaba casi normal, a excepción
de aquel diferencial que no se quedaba en su sitio. Descartó de
inmediato la planta baja, así que subió. Empezó a hacer las
mismas pruebas con el multímetro y el fallo daba la cara allí. Una
de las tres habitaciones correlativas, la 24 la 25 o la 26 tenían el
problema. Ninguna de las dos primeras estaban ocupadas, por lo
que pidió la llave maestra para hacer la verificación, de que no
había en ellas cortocircuito alguno que hubiera provocado, y aún
siguiera provocando, aquella pequeña avería. Verificó las dos
habitaciones. El tester no indicaba que, ni en enchufes, ni en la
lámpara de la mesita de noche, ni en los interruptores, hubiera
incidencia, así que ninguno de los posibles epicentros del volcán
que apagó las luces, daba señales de que se encontrara allí.
Bajó de nuevo y le dijo al dueño de aquel antro, que el
problema con toda seguridad estaba en la habitación 26.
354
- Pues esa está ocupada por un señor. ¿Cómo a las horas que son
entramos allí? Habrá que subir y llamar ¿no? O esperamos y
vuelves mañana otra vez. Es que las habitaciones no tienen
teléfono.
El joven se rio por lo bajo y le dijo:
- Si he de venir mañana tengo que cobrarle de nuevo el
desplazamiento, además del tiempo invertido.
Eso, para aquella masa de carne blanda, fue como decirle
que le iba a costar la broma más de cien euros, así que de
inmediato echó cuentas y dijo que no había problemas, que si
había que llamar a la puerta y despertar al durmiente que fuera,
que le daba lo mismo. Así que como con el electricista la cosa no
iba, sencillamente tomó de nuevo su caja de herramientas y
siguió a aquel personaje que olía a perros muertos.
Llegaron a la puerta de la habitación y golpeó con los
nudillos de manera más o menos suave, tres veces seguidas. No
hubo respuesta. Esperó unos segundos y volvió a repetir la
operación. No se oía ni el televisor, ni ronquidos de alguien que
durmiera en profundidad, ni nada que les pudiera hacer
sospechar, que allí dentro, una persona estaba durmiendo. Insistió
una vez más pero subiendo el tono de los golpes. Ponía cada vez
más vigor con sus nudillos en aquella portezuela marga, que sabía
perfectamente, que era capaz de atravesar, a las malas, de un
puñetazo. Al tiempo, alguna luz se vio encendida por debajo de la
puerta de una de aquellas habitaciones al escuchar el sonido
insistente de las llamadas. Nada. Sigilo y calma en el interior de
la 26.
Tenía que tomar una decisión ya, porque el joven se
impacientaba, así que tiró de la llave maestra. La introdujo en la
cerradura, y dando de nuevo tres golpes, la giró para, al mismo
tiempo de ir abriéndola, acompañar aquel gesto con un: disculpe,
¿está dormido?, soy el dueño del hostal, ¿podemos pasar?
Aquello era hasta cómico. El joven esperaba algún sobresalto o
355
algún improperio desde el fondo de la habitación, y por lo bajo se
reía de la escena que estaba coprotagonizando. De nuevo repitió
la misma frase antes de entreabrir un poco más la puerta, tras de
la que se escondían la oscuridad de luz y el silencio absoluto.
Abrió un poco más y no se veía nada, ni se oía nada. Se había
dejado abajo la linterna. Volvió a jurar esta vez en arameo.
Con la puerta a medio abrir, y teniendo en cuenta que había
que bajar y subir, le pidió al joven que bajara él.
Pero no, evidentemente el muchacho llevaba la suya, como
era de lo más natural en un electricista de servicio. Encendió la
linterna, y tras abrir algo más la puerta, dirigió aquel destello
lumínico hacia la cama donde se suponía estaría el huésped
dormitando. Más que dormitando, en coma profundo, porque los
golpes habían despertado ya, a todos los que se encontraban
durmiendo en aquella planta. Los hilillos de luz se dejaban ver
por debajo de todas aquellas habitaciones que estaban ocupadas,
denotando la preocupación de lo que afuera estaría pasando, si
bien, nadie se había atrevido, de momento, a salir de su estancia.
El haz de luz dirigido hacia la cama iluminó todo aquel
aposento. Se veía el mueble, la cama desecha, un bolso de viaje
en el suelo, dejado allí, despreocupado. Pero no se veía a morador
alguno, que en teoría, debía estar allí, ya que no había dejado la
llave en recepción, si había salido. Que no había salido, porque el
guardador del hostal lo habría visto. Entraron como dos policías
en el registro de la casa de un asesino. Lentos los pasos, ligera la
respiración. Se miraron.
- Aquí no hay nadie, dijo el gordo ya con la voz intemperante, sin
el miedo de despertar a nadie que le pudiera recriminar por
invadir de aquella forma su intimidad.
- ¿Y en el cuarto de baño?, a ver si le ha pasado algo a este señor,
dijo el electricista.
356
La puerta del baño estaba casi abierta. De frente la ventanilla
que daba al patio. Con el sigilo de quien empieza a temer algo,
caminaron los pocos pasos que les llevaba hasta aquel ridículo y
mal hecho baño. Antes llegó la luz que ellos. Primero el joven
con la linterna, y justo detrás a su derecha, el repolludo hombre
que no imaginó una noche tan movidita cuando empezó el turno
sobre las diez.
Giró la linterna hacia la izquierda y se encontró de lleno con
el espectáculo.
- ¡Cojones!..., ¡por Dios! Se asustó, y saltó para atrás dándole un
codazo en toda la barriga al orondo personaje que le seguía. El
gordo, a la vez que se asustaba del susto del chaval, se dolía del
codazo y volvió a acordarse del Altísimo poniéndolo de limpio, y,
a la vez, propinándole un pescozón, como reflejo, en la cabeza al
muchacho.
- ¿Pero qué es esto?, exclamaba ya a voz en grito sin importarle
lo más mínimo despertar a todo los ocupantes del Hostal en
general, planta alta y baja. Porque sus gritos y sus blasfemias, se
oían hasta en la calle.
- ¡Este tío está muerto!, vociferaba. ¡Socorro!
Como era de esperar, al griterío, el resto de huéspedes se
echaron abajo de las camas y salieron de las habitaciones. El
joven electricista seguía enchufando con la linterna el cuerpo
desnudo de aquel hombre, que en su mano derecha portaba el
objeto que ocasionó el corte de luz. ¿Pero qué hacer? Un joven de
veinticinco años, que jamás se había visto en una situación
parecida. Estaba asustado, inmóvil, incapaz de pronunciar palabra
tras las tres primeras que dijo al ver el cuerpo exánime, de aquel
hombre sin ropa dentro del agua.
El patrón de aquel barco que ya parecía amotinado por las
voces y la gente de un lado para otro agolpándose en la puerta y
dentro - los más osados -, de la habitación, seguía pidiendo
357
socorro; así que uno de los más decididos, cogió su teléfono
móvil y llamó al 112 pidiendo una ambulancia y un médico.
Aunque no sabía muy bien lo que estaba pasando, les comentó,
pero que algo grave había sucedido, les dijo a los de emergencias.
Cuando el muchacho consiguió reaccionar, lo primero fue
decirle al propietario de aquella mansión que otrora fuera lugar de
lujo de algún señoritingo sevillano, que no tocara nada y que
esperara a que llegara, al menos, un médico a certificar la muerte
y todo lo que detrás viene… policía, juez, los del servicio
mortuorio. En fin, que él no podría hacer absolutamente nada en
la instalación, hasta que se levantara el cadáver, porque ya sabía
con precisión meridiana, el origen de que se fuera por segunda
vez la luz en aquel lugar. Eso dijo sin saber lo que le esperaba
aún aquella ya empezada madrugada. Miraba el cuerpo inerte y
no veía señales ostensibles de que aquella persona se hubiera
electrocutado. Empezó a reparar en que no había marcas que
declararan que aquel método, la electrocución, hubiera sido el
motivo de la muerte de aquel paralizado cuerpo.
Desde que se fue la luz hasta la algarabía que había montada
en aquellos instantes, llegaron a transcurrir unos cuarenta y cinco
minutos más o menos. Casi una hora en la que estuvo aquel
cuerpo metido en el agua. Inactivo, con la cabeza reclinada
ligeramente hacia la izquierda. Los minutos pasaban lentos, la
gente se movía rápida, con curiosidad para saber qué había
ocurrido. Ya las voces circulaban lanzando el mensaje de que
había un muerto en la bañera de una habitación. Las preguntas sin
respuestas de nuevo. ¿Lo habrían matado?, ¿se suicidó?, ¿un
accidente acaso? Comenzaba a oírse a lo lejos la sirena de la
ambulancia que venía lanzada al primer semáforo y único antes
de llegar al Hostal. El tiempo seguía despacio, para todos
importaba, menos para uno de aquellos compañeros de posta.
Llegó la ambulancia y subieron corriendo, la médico, el ats y
el conductor, quienes rápidamente dieron con el lugar desde
358
donde se les reclamaba. Se abrieron paso entre los mirones que se
agolpaban en la puerta y entraron no sin el esfuerzo de tener que
echar a los que dentro estaban. El gordo se dio la vuelta y los vio,
les dejó el paso expedito y con la luz de la linterna del
electricista, llegaron hasta la bañera. Fue el joven que les
alumbraba, quien les dijo que no había problemas a la hora de
tocar el cuerpo, que no había corriente. La primera en ponerle la
mano encima, en concreto en el ojo derecho, fue la médico que
ayudada de su linternilla, se preparaba para hacer la primera, y
quizás única valoración. Enchufó directamente a la pupila para
ver si había alguna respuesta neurológica. Estaba pequeñita,
como una lentejuela negra, sin brillo. No la hubo. Pulso, ninguno
lo suficientemente apreciable, así con las primeras prisas lo tomó,
ni en carótida ni en muñeca.
Extrajeron el cuerpo de la bañera y lo tendieron sobre una
manta de baño. Lo inmediatamente posterior fue sacar el
desfibrilador. Vieron entonces un hilillo, muy pequeño de sangre
que salía de la parte posterior de la cabeza. La médica entonces,
se aplicó más en la tarea de ver si funcionaba o no el corazón
auscultando aquel cuerpo exangüe y mojado. Aplicó su littman al
pecho. Lo movió de sitio en tres ocasiones: esternón, costado
izquierdo y costado derecho. Había una tenue voz acompasada
que salía de adentro y se filtraba por los tubos de goma que
llegaban a los oídos de la doctora: toc, toc, toc, toc, y de manera
mecánica realizó unos pequeños controles de reflejos. Pellizcó las
tetillas del hombre, tomó una aguja que hincó en su muslo. Nada.
Ordenó de inmediato abrir la camilla y bajarlo con toda celeridad
hasta la ambulancia, tarea -la de bajar las escaleras-, que resultó
poco compleja debido a la ayuda de los allí reunidos.
La sirena sonaba en su recorrido hasta el hospital. Mientras
llegaron, dentro del vehículo medicalizado, el electrocardiograma
daba señales claras de vida. Había tono cardíaco, débil, pero un
corazón que hacía sus funciones. Las demás constantes vitales se
359
iban descubriendo. La tensión arterial: diez-seis, así que se centró
en un posible traumatismo cráneo encefálico que fuera el
causante del coma en el que se encontraba el paciente. Pero no
estaba muerto. Llegaron al hospital. Con la urgencia de las
urgencias, lo entraron corriendo. No pasó el protocolo de la sala
de tiraje, ése sitio donde tú haces de médico al dar el diagnóstico
de lo que te pasa y te dejan allí, sentado en la sala de espera, sin
ganas y con dolor, o sin dolor, no menos de dos horas. Al otro
lado, un corredor largo y mucho movimiento. Trajín, nervios,
precipitación. ¡Preparad el quirófano!, se oía decir a alguien. La
siguiente orden: ¡Lo primero un TAC!
Hechas las pertinentes pruebas y con el resultado de la
Tomografía Axial Computarizada, el diagnóstico era claro: coma
profundo debido a un traumatismo en la parte posterior del cráneo
que abarcaba, parte del occipital y del parietal. Se dedujo a
posteriori, que al entrar la lámpara en la bañera, la convulsión le
arrojo violentamente hacia atrás y se dio con la pared, justo en el
momento de saltar el diferencial que no permitió así la
electrocución. Las consecuencias a priori tras las exploraciones
realizadas, totalmente desconocidas, si bien, no se observaban
hematomas, ni coágulos de importancia en las pruebas
diagnósticas, que hicieran sospechar un derrame que afectara
zonas sensibles y vitales del cerebro, y por ende, del individuo
allí inmovilizado e intubado en la UCI de trauma. Todo el
tratamiento se le administraba a través de gomas, sondas, y todo
el aparataje tan escandaloso que cubría y velaba aquel profundo
sueño. Estaba vestido de cables que le atravesaban de un lado a
otro de la cama. Tubos por boca y nariz. Pecho, muñeca y pies,
con electrodos, igual que en la cabeza, pegados, desnudo. Un día,
dos, tres. Una semana, dos, tres.
El correo masivo empezó a funcionar. Las listas de contactos
de todos sus contactos, familiares y amigos, se dieron al spam. La
noticia llegó a todos lados. A todas las personas conocidas y hasta
360
a aquellas que no le conocían, les llegaba a través del medio
electrónico. Por el boca a boca, las versiones, con la propia
noticia, nacían desde la especulación, al deseo crítico de quien la
realizara.
Pasó un tiempo que él no controló desde la profundidad de
su coma; del que por la obviedad, no era consciente. Con el paso
de los días y el efecto de los anticoagulantes y demás medicación
a la que muy bien había respondido, le habían retirado los tubos
de la tráquea. Ya no tenía ventilación asistida pero seguía
dormido, un día y otro, una semana y otra, un mes y otro, así,
hasta que en un momento determinado abrió los ojos, como acto
reflejo, sin pensar, sin saber nada. Con la mirada perdida otra vez
en la montaña del abuelo Víctor. Se despertó como te despiertas
después de una de esas siestas de más de dos horas -las que don
Camilo José llamaba de: “pijama, padrenuestro y orinal”-,
llegando a la quinta fase rem del sueño profundo, y en las que,
una vez abres los ojos, tardas en colegir sobre la hora que es y la
fecha Y si es de día o es de noche, y hasta dudas del sitio en el
que te encuentras. Así se quedó fijo mirando hacia arriba, más
que nada, por la postura lógica tendido en la cama en decúbito
supino, y con un pequeño ángulo de inclinación hacia adelante.
Al poco rato, con la confusión en aumento pero relajado, tras
contemplar un cielo blanco, sin estrellas y confundido por una
claridad cuasi celestial poblado aquel techo de lámparas, escrutó
en aquella inmensidad finita. Movió los ojos a derecha e
izquierda en la misma postura, y como adornos prendidos, o
suspendidos en aquel cielo, vio botes de plástico que terminaban
en largos tentáculos portadores de líquidos de distintos colores.
Vio porta sueros, monitores que dibujaban en sus pantallas unas
montañitas verdes que acompasaban sus vértices más altos con
unos leves pitiditos, cadenciosos, monótonos. Bajó unos grados
de inclinación los párpados, como queriendo mirarse los pies.
Comenzó a mover ligeramente la cabeza a un lado y a otro, no
361
más de lo que le permitían sus músculos anquilosados después de
tanto tiempo de inactividad. En ese momento, cuando iba a
regresar su contemplación al cielo, vio cómo una cara se
interponía en el camino de su mirada. Era una cara conocida, muy
conocida para él. Y amada, muy amada, la más amada. Intentó
preguntar solo: ¿dónde estoy?, ¿qué ha pasado?..., pero la
garganta no le respondía. La tenía rota y afectada después de
tanto tiempo de haber estado intubado. En ese instante, aquel
rostro se llevó el dedo índice a los labios, y perpendicular a
aquella boca que tantas veces había besado, le hacía la señal de
que no hablara.
Un acto reflejo sacó dos lágrimas de sus ojos que resbalaron
hacia sus orejas, las que oían la lejanía del tiempo y el deambular
sosegado de personas que hacían su trabajo en aquel espacio
diáfano, lleno de aparatos y cables sin saber si era día, noche o
madrugada. Sintió cómo le cogía su mano derecha, la misma que
había sujetado aquella lamparita de hotel. La apretó demostrando
consentimiento, convencimiento y quién sabe si también
arrepentimiento. Y los ojos se le volvieron a cerrar cuando la
femenina voz trataba de responderle a aquellas dos preguntas sin
hacer, que tan largas respuestas tenían. Y ella se lo decía. Y como
una psicofonía de voz emocionada, temblorosa, enternecida,
animada, con aquel eco y tono tan personal, iba penetrando la voz
en su cabeza por unos oídos desacostumbrados a oír, a escuchar.
Y se quedó dormido.
362
Y se apagó la luz tenue de sus ojos
y brilló la lejanía como un antojo.
¿Era capricho acaso de aquellos ojos
no mirar hasta el fondo entrañable
y refulgente, de un vivir tan azaroso?
Se apagó aquella luz en bebedizo,
y se puso a soñar de nuevo, y se dejó dormir.
Y se movía el mar, y se acallaban las olas
y los ríos de su consciencia. Y un olor a éter, no
desconocido,
inundó unos labios que pronunciaban
la exégesis como testamento quimérico
de un soñador sin sueños, soñante y soñado,
querido y odiado, mecido y amado;
y allí postrado, quedaba abatido, el almacén de sueños.
Mudo al silencio, se quedó el espacio, y se durmió al tiempo.
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