cuento – A – español – 1° puesto
Transcripción
cuento – A – español – 1° puesto
HUERTO QUERIDO Nicolás Villavicencio Colegio Los Álamos El viejo sintió el frío de las primeras horas de la madrugada y escuchó los cantos de Don Sebastián, un gallito portugués que había comprado tiempo atrás a un borracho acabado en el mercado del pueblo. Estiró los brazos y sacó sus pies fuera de la frazada. Buscó sus zapatos y un rato después se levantó, apoyándose sobre su bastón de madera. El gastado espejo, mal puesto sobre el lavadero, le mostró su rostro oscuro con grandes ojos azules, pequeña boca y una barba completamente blanca. Su mirada le dijo que seguía siendo el mismo macho que hace treinta años, aunque ahora con arrugas comiéndole la cara y las manos. Se echó agua fría dos veces, se peinó y bajó por el camino hacia su huerto, como todos los días. Cayó el día de calor, sin el menor viento. El viejo se arrodilló al lado de sus fresas y observó que entre las bayas verdes y duras aparecía un ramo rojo de tamaño extraordinario. “Estas son tempranillas impacientes como Silvia, pues”, pensó, y recordo a su hija mayor que, apenas cumplio dieciséis años, y siendo sin duda una muchachita bella, le manifestó su decisión de irse a buscar suerte en la capital. Quería ser actriz. “Maldita sea el cine y todas las revistas de moda --explotó de colera el viejo—te engañan, te enganchan con una falsa vida dulce de estrellas y ¿Cómo terminan? Pésimo.” Un año después recibió la carta donde Silvia les anunciaba que se habia casado con un trabajador del teatro y ya tenía una bebé. ¡Un bebé! Y así el sueño de la carrera de actriz había quedado en el pasado. Toda una vida trabajaría en el teatro de asistente. ¡Se acabó! 2 A las ocho, el viejo tomó el bus para Santa Rosa, y al cabo de media hora llegó al mercado Central. Entre el bullicio, los fuertes olores, los colores vivos y las conversaciones de los campesinos fue mezclándose entre el tumulto. Su vista fue atraida por un mostrador lleno rocotos rojos. Entonces algo llamó su atención. Se acercó y cogió uno para asegurarse de que era del mismo tamaño y del mismo color que el rocoto de aquel año, 1964, aquel en que su hijo Ernesto cumplió trece. Ese año --le contó luego Ernesto-- la pequeña Celinda, la hija del carnicero Jorge, le prometió que iría con él al cine si comía tres rocotos delante de todos en el colegio. El pobre Ernesto aguantó tragar uno y medio, y por poco cayó desmayado. Los días siguientes tuvieron que lavarle el estomago con hierbas y alimentarle con una dieta especial. “Y ahora esta bruja se ha convertido en una gruñona gorda que no deja a mi hijo salir a tomar su cerveza los viernes”, pensó el viejo, sonriendo y siguiendo su camino. De vuelta del mercado, la llanta del bus se estropeó por un fierro dejado en la carretera, y los pasajeros tuvieron que esperar una hora, mientras cambiaban la rueda. Muchos salierón al aire libre y se sentaron en unas cuantas piedras grandes a lo largo de una fuente. El viejo escuchó cómo una de las chicas se quejaba a su amiga sobre lo duro que le trataban en la casa de sus suegros. Decía: “ Y no me permite que salga a charlar con los paisanos del pueblo cuando pasan por la vereda de la casa. Dice que deje de tontear y que haga mis trabajos en casa. ¡Pero si estoy trabajando sin levantar la cabeza desde la madrugada hasta la noche! Todo por estos malditos tomates, y más aún este año, que tenemos una cosecha tremenda y me mandan a vender al mercado casi todos los dias. ¡Maldita sea! ¡Odio estos tomates! ¡Son gordos y rojos como mi suegra! 3 El viejo vio la canasta donde quedaban todavía un par de tomates, observó que de verdad eran buenos y seguramente muy ricos, y cerró los ojos recordando aquel año de 1970, cuando la sequía arruinó los cultivos. Entonces no pudieron levantar ni una huerta de tomates, aunque su segundo hijo, José, pasara dias tratando de sacar agua de los pocos charcos y fuentes que se quedaban después de las lluvias. “Ahora José vive en otro país, se ha convertido en un agrónomo y trabaja para una compañía grande. Siempre ha sido obstinado, luchador hasta el final” pensó el viejo con satisfacción. Después de llegar a casa, el viejo se preparó unos huevos sancochados (convidó un poco a su viejo y fiel perro, lobito) y se puso a leer un poco. Siempre lo hacía así a la hora de siesta. En una vieja revista había un artículo sobre “el inovador sistema de riego por goteo” al parecer tan de moda en de Israel. El Viejo miraba los dibujos y esquemas, trataba de analizar los cálculos y se esforzaba en imaginar los gastos que se habría hecho para implantar el sistema. Al cansarse, y sin haber logrado entender del todo, dejó la revista sobre la mesa y se quedó profundamente dormido. Lo despertarón unos golpes en la puerta: era su vecina, la amiga de su difunta mujer. Le traía cerezas. Tiempo atrás, él y su mujer solían regalarse cerezas también, y quedarse a tomar lonche. Y ahora la señora solía traía traerle una parte de la cosecha. El viejo le agradeció. Hablaron un rato sobre los viejos tiempos, y con nostalgía suspiraron recordando a su mujer. Luego la vecina se marcho. El viejo cogió un puñado de cerezas del plato y se fijó en un par unido por su ramita con una hoja grande. Qué curioso que eso le recordara a sus queridas amigas, las mellizas María y Clarita, chicas con mucho talento y gran corazón, apasionadas por los viajes y las investigaciones. Mientras crecián no pasaba ni un dia sin algún suceso, sin alguna historia o aventura. Por aquel tiempo, pusieron un consultorio. Un día se apuntaron de voluntarias para trabajar en la Cruz Roja. De seguro habían cruzado medio mundo y salvado muchas vidas. Alguien le había dicho que ahora estaban con una organización en Africa. “Me gustaría verlas a finales de año”, pensó el viejo. “Ojala que sea pronto.” Luego dejó las cerezas, calentó agua para una manzanilla y se fue al corral para ver cómo estaban sus conejos. Eran unos animalitos siempre timidos y felices. Cuando querían comer se les encendían los ojos rojos. El viejo les dejó lechuga, unos pedazos de zanahorias, y se quedó un par horas para arreglar la reja de la jaula que ya estaba empezando a aflojarse. Al anochecer, ya en su casa, encontró la taza de manzanilla fría, volvió a calentarla en la olla y se echó a dormir sin quitarse la ropa por el cansansio. Tuvo un sueño corto, pero muy vivo: se vio a sí mismo sentado sobre la banca de su jardín con una libretita de contabilidad en las manos. Allí apuntaba las cosechas, los ingresos y las perdidas. Pero en vez de cifras cada vez le salían nombres, caras y fechas de momentos importantes de toda su larga y cansada vida. Lo despertaron los gritos de Don Sebastian. El viejo abrió los ojos y se dio cuenta de que acababa de amanecer. El frío le producía un dolor en las piernas. Al levantarse, se dirigió al lavadero. Allí estaba el espejo, pero ahora había una diferencia: reflejaba una cara ajena, desconocida. El Viejo macho de ayer había desaparecido. Ahora solo quedaba el reflejo de un viejo agobiado y solitario. Trató de prepararse algo para comer, pero las manos le temblaron y hasta se le cayó el cuchillo. El viejo se inclinó para agarrarlo y se quedó inmobil por un dolor horrible en la espalda. Pasaron varios minutos antes de que pudiera moverse y acomodarse de nuevo sobre la silla. Cerró los ojos y empezó a llorar en silencio. 4 De repente, el viejo escuchó el ruido y varias voces detrás de la puerta del jardín. Una de ellas le pareció conocida. Se le cortó la respiración de pensar que aquello no podía ser, que había enloquecido. Eso era: seguramente se estaba volviendo un viejo decrépito loco. Golpeó con toda la fuerza que pudo la mesa y se dio una bofetada, pero el ruido y las voces permanecieron allí. El viejo se esforzó por moverse, abrió la puerta y salió al patio. Entonces lo vio. Aquello fue más allá de cualquier deseo y esperanza. A lo largo de la valla estaban estacionados coches de varios tamaños y colores, una multitud de gente de varias edades invadiendo su jardín. Charlaban como si fuesen abejas en una colmena, y todos sonrieron al verle salir. Eran sus hijos y sus nietos. --Feliz cumpleaños—se acercó su hijo Ernesto, a abrazarlo. --Feliz cumpleaños abuelo!—oyó al niño a su lado. Luego llegó más gente, también a saludarlo. --¿Cómo has estado, papá?—lo saludó su hija Silvia. Y luego su esposo. El viejo observó una vez más a todos sus hijos y nietos, y algo le hizo pensar que eran como las diferentes frutas de su huerto querido. Había olvidado que aquel día cumplía ochenta y cinco años. A lo lejos, se oyó el canto de Don Sebastián, un canto alegre y sonoro, como si él también se uniera a esa inesperada pero feliz celebración.