el otro pie de la sirena

Transcripción

el otro pie de la sirena
EL OTRO PIE DE LA SIRENA
Mia Couto
ElCobre
Ediciones ElCobre
EL OTRO PIE DE LA SIRENA
Mia Couto
Colección Casa África
Título original: O outro pé da sereia
© Mia Couto, 2006
Diseño gráfico: G. Gauger
Primera edición: septiembre de 2009
© de la traducción: Pere Comellas y Lluís Agustí, 2009
La edición de este libro ha sido
patrocinada por
ElCobre Ediciones5
c/ Folgueroles, 7, bajos - 08022 Barcelona
w w w. e l c o b r e . e s
Maquetación: TGA
Depósito legal: B. 33325 – 2009
ISBN: 978-84-96501-76-8
Impreso en Europa - Printed in the UE
Este libro no podrá ser reproducido,
ni total ni parcialmente,
s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.
To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .
EL OTRO PIE
DE LA SIRENA
Mia Couto
ElCobre
Tr a d u c c i ó n d e P e r e C o m e l l a s y L l u í s A g u s t í
Los que murieron
no se marcharon.
Viajan
en el agua que va fluyendo.
Son el agua que duerme.
Los muertos
no murieron.
Escuchan
a los vivos y las cosas.
Escuchan las voces del agua.
(Birago Diop)
Ya que es en alguna otra parte donde vivimos
y aquí es solo una experiencia de sueño nuestra...
João Guimarães Rosa (Ave, Palabra)
Índice
1. La estrella enterrada
13
2. Huellas en el río, sombras en el tiempo
36
3. Primer manuscrito: el mar desnudo, escrito
58
4. La travesía del tiempo
75
5. Viajes, infinitos retornos
94
6. Bautismos y amputaciones
124
7. Los condimentos de la mentira
138
8. Los afroamericanos
159
9. Sobras, sombras, asombros
179
10. Una mujer a cielo abierto
193
11. Un cabello más fuerte que la poesía
210
12. La danza del pez volador
226
13. Cartas, guantes y suspiros
244
14. Devaneos, farsas y visitaciones
268
15. Madera que sangra
282
16. Un mbira triste en la bodega de la tierra
306
17. La desaparición del americano
327
18. La casa de la eternidad
345
19. Las revelaciones
363
12
1
La estrella enterrada
Mozambique, diciembre de 2002
En todo el mundo es así: mueren las personas,
permanece la Historia.
Aquí es al revés: muere sólo la Historia,
los muertos no se marchan.
(El barbero de Villa Lejos)
—¡Acabo de enterrar una estrella!
Así fue como el pastor Zero Madzero se anunció
junto a la cama de su esposa, Mwadia Malunga. Fuera
acechaban los primeros signos de luz. La mujer, todavía
emergiendo del sueño, sonrió y dijo:
—Ven aquí, Zero, ven aquí que te preparo un buen
baño.
Miró al hombre a contraluz: parecía un fantasma,
delgado y sucio, cargando más polvareda que el viento
del norte. Un olor a quemado se esparció por la soñolienta claridad del cuarto.
—¿Has traído los burros?
Él asintió con la cabeza como si estuviera borracho.
Cuando Mwadia se preparaba para guiarlo por las penumbras, el pastor dio un paso atrás y murmuró:
—¡No me toques! ¡No me toques que tengo las manos en llamas!
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El otro pie de la sirena
Sólo entonces la esposa se fijó en el brillo que emanaba de los puños cerrados de Madzero. Lentamente
Zero entreabrió los dedos uno a uno, como si deshojase una flor. Mwadia Malunga se llevó el brazo a la cara,
incapaz de enfrentarse a la reverberación. Su voz se le
deshizo en un gemido:
—Zero, confiésalo: ¿ya estás muerto?
—No, todo esto viene de la estrella, mujer.
—¿Pero qué estrella?
—¡La estrella que he enterrado en el huerto!
Mwadia, recelosa, echó una ojeada por la ventana.
El amanecer solía ser un beso en el cristal de su casa.
Aquella mañana, sin embargo, la luz era más tensa que
intensa. Fue entonces cuando ella vio la pala, clavada
junto a un montón de tierra. Fijada verticalmente, hacía las veces de cruz sepulcral.
Salió al patio. El marido la seguía con pasos sonámbulos. Juntó unas cuantas latas alrededor del abrevadero mientras su marido iba desnudándose. Siempre había sido así: el pastor se negaba a bañarse solo. Un
hombre se vuelve menos macho si pasea las manos por
su propio cuerpo. Esa era la creencia de Zero Madzero.
La mujer hacía como si se lo creyera.
Esta vez, como siempre sucedía, algunas manchas de
sangre ensuciarían el agua que quedaba del baño. Ella
nunca le preguntó por qué. A un hombre no se le preguntan ciertas cosas. También a ella, cuando saltaba la
luna y le llegaban las sangres, le gustaba que se le guardara silencio. Una esterilla distinta delante de la puerta:
eso le bastaba al marido para saber que aquellos eran
días prohibidos.
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La estrella enterrada
* * *
—No gastes demasiada agua, le pidió Zero.
Mwadia sintió las brechas abiertas en el cuello de su
marido. Se decía que eran antiguas cicatrices de cuchilladas, de cierta ocasión en que casi lo matan. El pastor
afirmaba que eran agallas, que la mitad de su alma era
de pez y que cuando dormía descendía a las profundidades del río y se acunaba en la corriente.
—¿Estás seguro de que no estaba viva?
—¿Quién?
—La estrella
—Estaba muerta. Cuando cayó del cielo ya venía
despedazada.
Lo que quedó, dijo, era poco menos que un montón
de lata incandescente. ¿Una lata voladora?, se quedó
asombrada Mwadia. El pastor Madzero describió el
cuerpo celeste mutilado: unos hierros brillantes, más
abollados que chatarra caída de una desconstelación.
—¿Has tocado la estrella?
—La he tocado; he hecho mal.
—¿Pero por qué no has resistido, Zero? ¿Ves cómo
no puedo confiar en ti?
—Quería aprovechar los hierros, hacer una puerta
para el corral.
En eso residía toda la explicación. No podía ser sino
un castigo por la pretensión del borriquero de apropiarse de una criatura celestial. Las manos se habían
impregnado del centelleo de aquellas luces que encienden los astros en el fondo de la noche.
—Cuéntame, Zero. Cuéntamelo todo que te daré un
baño que te blanqueará el alma.
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El otro pie de la sirena
* * *
Mientras se dejaba bañar bajo las lentas caricias de la
mujer, el pastor Madzero no podía saber que lejos, más
lejos que el otro lado del mundo, una mano nerviosa
iba a redactar el siguiente mensaje:
Comunicación interna, urgente
Un aparato de espionaje usado por nuestros servicios secretos desapareció anoche en algún lugar del
norte de Mozambique. La aeronave no pilotada podría
haber sido abatida, lo que viene a confirmar la sospecha de que fuerzas terroristas están actuando en esa
región de África. La aeronave cumplía una misión de
reconocimiento militar cuando, inesperadamente, se
interrumpió el contacto con la base de apoyo, localizada en un portaaviones estacionado en el océano Índico. Será necesario mandar fuerzas de seguridad terrestres al territorio donde sucedió el accidente para
confirmar el destino del aparato y las causas de su derribo. Desde los atentados de Kenia y Dar es —Salam,
nuestros servicios de seguridad mantienen la región
bajo una estrecha vigilancia.
* * *
La mejor manera de huir es quedarse quieto. Lección
que el borriquero Zero Madzero había aprendido de la
imbabala, la gacela de los bosques espesos. Es la fuga de
la presa lo que engrandece al cazador. Quedarse inmóvil es el modo más astuto de enfrentarse al depredador:
16
La estrella enterrada
dejar de tener dimensión, convertirse en arena del desierto. Desaparecer para hacer desaparecer al otro.
La mejor manera de mentir es permanecer callado.
Lección que el borriquero no había aprendido de nadie.
El silencio no es ausencia de habla, es decirlo todo sin
ninguna palabra. Por eso, Madzero solo habló cuando
la mujer dejó de pedirle que le contara la historia del astro. Mientras Mwadia le secaba el cuerpo, el borriquero relató los extraordinarios sucesos que a él le parecían
simples, pero que iban a cambiar el destino de su lugar
y de su gente.
* * *
Las lágrimas de Mwadia mientras escuchaba el relato
de su marido no eran resultado de lo que le iba diciendo. Lo que la conmovía era el simple hecho de que Zero
Madzero hablase. Hacía años que su voz se había vuelto tan episódica como si él existiera por cuenta de otro
que ya hubiera vivido. El hombre callaba cobras y lagartos. En el silencio, Zero se acunaba, hecho un péndulo, puntual para allá y para acá.
—Estoy olvidándome.
Y oscilaba como el agua en la ola. La kapunda, esa
túnica de algodón blanco, le sobraba en los hombros.
Su mujer soportaba mal ese lento silenciar, y cada vez
en más ocasiones lo pinchaba para que hablase.
—Y entonces, Zero, ¿ya no hablas?
—Estoy buscando las palabras...
Se demoraba, con los ojos agitados, en busca de los
términos. En el esfuerzo, contaba con los dedos, como
si palabra y cifra se mezclasen, sin forma, en los oscu17
El otro pie de la sirena
ros lodazales de su pensamiento. La mujer iba confirmando: su marido estaba siendo atacado por una extraña ceguera. Él era invidente para las palabras. Preocupada, pensó aún: haré que se alimente mejor. Quien
come poco, habla poco. El plato se llenó, no se llenaron
las conversaciones. Zero se acercaba a su propio nombre, se anulaba, ocaso de sí mismo.
Con el rostro velado, Mwadia estrujó el paño con el
que lavaba al marido y se dejó poseer por el dulce sabor
del llanto. Sólo entonces prestó atención a lo que le
contaba, el sorprendente relato de los acontecimientos
que iban a cambiar su destino.
* * *
Aquella noche, como todas las demás, Zero Madzero
había salido para llevar los burros y los cabritos a pacer. Prefería pastorear sus animales cuando hacía más
fresco y allá, a lo lejos, la lumbre de su casa le indicaba
el único camino en todo el universo. Debía de ser casi
de madrugada cuando miró hacia el firmamento como
quien, en la ciudad, consulta el reloj. Era ya hora de llevar los animales de regreso a casa. Sus ojos brillaron en
un silencioso agradecimiento: el cielo sólo ve a quien
mira hacia las estrellas. Ni el borriquero sabía hasta
qué punto, en los próximos días, le observarían desde
los cielos.
Se apoyó en el bastón bifurcado que él mismo había
cortado para que las cabras parieran machos y hembras
en igual número. El brillo de su rostro era el único centelleo en la aridez del paisaje. En aquellos esqueléticos
parajes sólo llueve cuando las rodillas de los bueyes to18
La estrella enterrada
can el suelo, las mujeres cantan y los hombres rezan.
Pero hacía tiempo que no había bueyes, hacía mucho
que las mujeres habían enmudecido y los hombres habían perdido la fe.
Sin embargo, aquel lugar no siempre había sido un territorio aislado, alejado del mundo, al otro lado del tiempo. Hacía treinta años —cuando Zero nació— se extendían allí las llamadas mphalas verdes, las fértiles colinas
de los montes Camuendje. El lugar se convirtió en una
isla olvidada cuando se llenó la laguna de la presa de Cahora Bassa. El Zambeze creció y los riachuelos Nkazi y
Musenguezi se unieron, sepultando los valles y las tierras
bajas. Cuando las aguas subieron, los ancianos sonrieron,
satisfechos. La Biblia también se está escribiendo en nuestra tierra, decían. Pero después la inundación se contuvo
y sobresalieron montes, cerros y oteros.
—Ni el diluvio merecemos, refunfuñaban los viejos.
Nacemos para ser escogidos, vivimos para escoger.
Se podía decir de Madzero que era tonto, pero por lo
menos había escogido vivir en aquel lugar del que los
caminos se habían olvidado. Hacía años que casi no se
cruzaba con alma viva alguna. La única persona con la
que convivía era Mwadia, la que tenía cuerpo de río y
nombre de canoa.
Y era para reencontrar a su mujer para lo que el pastor apresuraba el paso ahora. Quería regresar antes de
que fuera de día. El último mochuelo se había posado,
señal de que la noche estaba a punto de desvanecerse.
Dentro de poco su esposa se estaría despertando. El borriquero antevió los grandes ojos de la mujer y la sabana se llenó de iluminaciones como un pestañear de los
cielos.
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El otro pie de la sirena
—Estoy en camino de ser Dios.
Se arrepintió de la osadía del pensamiento. En la
iglesia le enseñaron que Dios solo hay uno y es único.
Tenía que borrar la multitud de dioses familiares,
aquellas divinidades africanas que se obstinaban en
poblarle la cabeza. Madzero era un «postori». Dicho
de otro modo, era un creyente de la Iglesia apostólica
creada por John Marange en 1930. No era exactamente cuestión de fe, ya que el juicio de Zero no contenía
ni la mitad de la creencia. Se había adherido a los «vapostori» solamente porque el nombre le sonaba como
si fuera un aportuguesamiento de la palabra pastores,
y no de apóstoles. La secta debía de ser donde los pastores pobres como él se reunirían y evocarían el día en
que el planeta entero se convirtiera en un reverdecido
paisaje.
Hoy día poco quedaba de la agremiación religiosa.
A pesar de ello el borriquero se mantenía fiel a los preceptos del finado Marange. De este modo, hasta en la
doctrina se rebelaba muy distinto de la mayoría que
frecuentaba la Iglesia católica. Madzero no era solamente diferente: le gustaba aquella diferencia, la llevaba en el pecho como si de una medalla se tratara. El
pelo siempre rapado, no bebía alcohol, no hacía uso de
los tambores ni de los mbiras* para convocar a los espíritus.
Mientras apresuraba el regreso a casa, Zero Madzero levantó los ojos hacia la noche como si buscase tierra en ella. De repente el pastor se asustó: un fuego ruidoso rasgó los cielos como un latigazo de luz. Parecía
* Mbira: pequeño instrumento de teclas metálicas.
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La estrella enterrada
un fósforo encendido por las manos de Dios. Después
fue la explosión. Madzero se apeó del alma, tal fue su
sobresalto. Parecía que todo el universo se había despedazado. Sin pisar ni pesar, el pastor se arrodilló. Sus labios imploraron:
—¡Sálvame, Dios mío! Y añadió, en un rápido susurro: Y que me asistan mis dioses, también...
Si hubiera sucedido diez años atrás, el pastor habría
estado seguro de que se trataba de una acción de guerra. Pero ahora era imposible. La guerra era cosa del
pasado y el tiempo había barrido las cenizas y lavado
los recuerdos.
Transcurrieron unos instantes viscosos hasta que el
mundo recuperó orden y silencio. El borriquero vio a lo
lejos una silueta todavía incandescente, hundida de
bruces en la arena. Llegó a la conclusión de que se trataba de una estrella fugaz. Había ido a despeñarse ahí,
con propósitos que se irían desvelando.
Acto no seguido, así que la polvareda se asentó,
Zero Madzero fue a ver qué había sido de los burros y
cabritos, sus únicos valores. Observó los confines del
horizonte y los sinfines del cielo. Los cabritos no tardaron en despuntar. Los jumentos, sin embargo, ni los
vio. Todo desaparejado, cascos empolvados, desmontados por el vacío.
Sólo después de muchas llamadas asomaron los burros entre brumas y humos, aproximándose con paso
resignado y con ojos de obediente tristeza. Por fin estaban todos completos, jumentos y caprinos. Los asnos,
inquietos, agitaban las orejas. Los cabritos, como siempre, caminaban imperturbables. El cabrito es un animal
que ya ha visto el fin del mundo, nada lo sorprende.
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El otro pie de la sirena
Tambaleándose por la arena, el pastor se acercó a la
estrella. El cuerpo celeste estaba desfigurado, todo amasado, ardiendo todavía en llamas fugaces. Zero quedó
admirado de su tamaño. Con toda seguridad era una estrella en edad infantil, de aquellas que todavía tropiezan
en los atajos del firmamento. Había caído justo detrás de
la casa, por poco no había acertado en el techo. Madzero al principio levantó los brazos para mostrar que no tenía culpa del accidente. Pobre como era, sería el único en
recibir castigo. Permaneció así, con las manos levantadas, hasta estar seguro de que no había testigos. Después
cumplió con los deberes de la fe: cubrió a la pobre difunta con unas paladas de tierra, mientras balbuceaba unas
palabras ininteligibles de encomienda a Dios.
Antes de entrar en casa todavía observó el cielo. ¿Sería aquella solo la primera de un chubasco de estrellas?
¿Iba la sabana a sufrir una inundación de luz creciente
de astros desamparados?
* * *
—Entonces, ¿ha ido así?
—Así mismo. Sin quitar ni añadir.
—Pues te digo, Zero, que tenemos que desenterrar
esa estrella.
—¿Por qué?
—En nuestro huerto sólo enterramos a los nuestros,
sólo los nuestros de carne y hueso.
El matrimonio decidió que ese mismo día trasladarían los restos inmortales del cuerpo celeste. Y los sepultarían junto al río, en el lugar del bosque sagrado.
Es allí donde se entierra a los niños.
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Antes, sin embargo, consultarían al curandero Lázaro Vivo. No es que aquella consulta fuera del agrado de Mwadia; ella no creía en lo que llamaba creenterías. Tampoco Zero, si fuera coherente con los
mandamientos de los vapostori, se prestaría a tales
consultas. Cuando vio la sombra en los ojos de su marido, Mwadia entendió que no era momento de pedirle coherencias.
Además el viejo Lázaro Vivo había dejado de presentarse como nyanga* desde los tiempos de la Revolución. Ahora era un consejero tradicional. Fuere cual
fuese su designación oficial, el adivino les daría el necesario permiso para entrar en el bosque. Sólo eso importaba ahora.
* * *
Antes de la visita a Lázaro, Zero Madzero todavía tuvo
tiempo de acostarse. Quería dormir, borrar su existir.
Mwadia Malunga le acarició la frente y él se hundió en
el sueño. La mujer volvió a observar la tumba en el
huerto. Pobre Madzero, creía que se trataba de una estrella. No sería ella quien se lo desmintiera.
La esposa sin embargo sabía que aquello que se ve
en el cielo no siempre son astros. Había aprendido con
su padre a distinguir los cuerpos celestes verdaderos de
los falsos. Los otros, los astros engañosos, son barcos
en que viajan los que no han sabido morir. La mujer
sonrió: lo que estaba sepultado allí en el huerto eran los
* Nyanga o nganga: adivino que lanza las piedras de la adivinación.
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