Parroquia San Pedro – Arquidiócesis de Santa Fe de la Vera Cruz

Transcripción

Parroquia San Pedro – Arquidiócesis de Santa Fe de la Vera Cruz
Parroquia San Pedro – Arquidiócesis de Santa Fe de la Vera Cruz (21-09-14)
Domingo 25 durante el Año –ciclo ALecturas:
Is 55, 6-9
Salmo 144, 2-3. 8-9. 17-18
Flp 1, 20b-26
Evangelio: Mt 19, 30-20, 16
Jesús dijo a sus discípulos: “Muchos de los primeros serán los últimos, y muchos de los últimos serán los
primeros, porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar
obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envió a su viña. Volvió a salir a media
mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: ‘Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que
sea justo’. Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de
nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: ‘¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?’. Ellos
les respondieron: ‘Nadie nos ha contratado’. Entonces les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña’. Al terminar
el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: ‘Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por
los últimos y terminando por los primeros’. Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron
cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron
igualmente un denario. Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: ‘Estos últimos trabajaron
nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el
calor durante toda la jornada’. El propietario respondió a uno de ellos: ‘Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso
no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo
que a ti. ¿O no tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea
bueno?’. Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”.
Porque para mí la vida es Cristo
Esta parábola tenía en el siglo primero un significado especial. Retrataba las tensiones entre los cristianos provenientes
del judaísmo, es decir, los llamados en la primera hora de la jornada histórica y los provenientes del paganismo,
llamados en estos que son “los últimos tiempos”. ¿Es que tendremos todos al final la misma recompensa? Se
preguntaban. Y Jesús les responde que sí: «Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti». Estos conflictos se
renuevan cada tanto en la Iglesia. Por eso debemos estar atentos para no cerrar el corazón precisamente cuando Dios lo
está abriendo.
Pero también tiene un sentido espiritual aplicable a cada uno de nosotros y nuestros modos de mirar: «¿Por qué tomas
a mal que yo sea bueno?» En realidad el texto griego dice literalmente «¿Por qué miras con ojo malo que yo sea
bueno?»... ¿Cómo miramos nosotros? ¿Cómo mira Dios? Como leímos en la segunda lectura: «Porque los pensamientos
de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos -oráculo del Señor-. Como el cielo se alza por
encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes.»
Esta parábola en cierto sentido tiene el mismo significado que la del hijo pródigo. Un hermano trabajo toda la vida junto
al Padre, el otro vuelve al final tras haber desperdiciado toda la herencia. El Padre ama a uno tanto como al otro y les
ofrece a ambos “todo”: «Todo lo mío es tuyo...» Porque el denario de la parábola de hoy es el único denario que Dios
tiene: Cristo mismo. Él es nuestra recompensa. Dios no tiene otra mayor. Es Él mismo dándose como don. Lo
disfrutamos algunos ya aquí en la Eucaristía. Pero otros muchos recién lo llegarán a ver en el Cielo.
Pero volvamos a la pregunta ¿cómo mira Dios y cómo miramos nosotros? Nosotros miramos clasificando los méritos.
Dios mira con un amor que los sobrepasa. Él ama tanto al que lo sirve desde la primera hora como al que se convierte en
el último suspiro de su vida. Porque los ama desde antes y desde siempre, más allá de los méritos de cada uno. San
Agustín, convertido de adulto (a los treinta años), exclamaba: Tarde te amé, tarde te amé, hermosura tan antigua y tan
nueva... En la expresión vemos por un lado la aflicción por no haberse acercado antes al que lo haría realmente feliz, y al
mismo tiempo el asombro y la gratitud por esa Hermosura de Dios que se le ofrecía por entero nueva (para él), aunque
antigua.
Dios es paciente. Nos espera a todos hasta el instante de nuestra vida terrena. Pero esto no nos autoriza a jugar con su
misericordia, porque corremos el riesgo de perderla para siempre. Quién sabe si realmente podremos arrepentirnos al
final. Hay que convertirse “hoy” como enseña la leyenda de San Expedito. ¿La conocen? Cuando este oficial romano
demoraba su conversión el demonio lo alentaba mediante la aparición de un cuervo que graznaba “Cras-Cras” (en latín
“cras” significa “el día de mañana”). Hasta que finalmente comprendió que mañana podría estar muerto. Que el tiempo
de convertirse nunca es mañana, es hoy: “Hodie” dice el lema latino que muestra San Expedito sobre la cruz.
La parábola nos permite reflexionar también sobre qué recompensa esperamos por nuestra fidelidad... ¿Qué otra
recompensa esperamos sino a Cristo mismo?[1] Sin Cristo, nada de lo que trabajemos y ganemos tendrá sentido. Con Él,
hasta cuando perdamos, ganaremos: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia».
¿Cuántas veces evaluamos las relaciones entre las personas por lo que cada una puede ganar de la otra? Así solemos
tener un “electricista de la familia”, un “médico de la familia”, un “mecánico amigo”, etc. a los que recurrimos tratando
de que no nos cobren por los servicios prestados pues, ya se sabe: son “amigos”. Y les recordamos eso con una botellita
de espumante para navidad o el cumpleaños, o un saludo por teléfono cada tanto. Por lo mismo tratamos de estrechar
lazos con la maestra de los chicos o mejor con la directora, con el jefe de nuestro trabajo y con esa persona quizá odiosa
pero indispensable a la hora de contar con algún beneficio en la obra social, el club, etc. Mantenemos la relación
estrictamente para no perder la posibilidad de sus servicios gratuitos o al menos con una rebaja, si no directamente para
alcanzar algún puesto o mantenerlo una vez obtenido... Son relaciones “interesadas”. No quiero poner ejemplos peores,
porque incluso hay quién se casa por dinero, poder, fama. Los llamamos “matrimonios por conveniencia”... Digamos que
no hay relación humana que no pueda torcerse en beneficio propio.
Pero en una verdadera amistad, o un verdadero matrimonio, al contrario, uno debe estar dispuesto a sacrificarse por el
otro, a darlo todo incluso, hasta la vida en determinadas circunstancias. El amor consiste en eso ¿no? En buscar el bien
del otro, por el otro mismo. En trascender el propio interés.
Pues bien... ¿Cómo es nuestra relación con Dios? ¿Una relación interesada, “mercenaria” digamos, o una verdadera
amistad? De eso hablan las lecturas de hoy. Una fe inmadura confesará que ama a Dios porque eso le trae innumerables
beneficios. Si amo a Dios Él me protegerá, hasta me dará éxito, salud, etc. Pero ¿es eso lo que vemos en las historias
bíblicas? Job era fiel a Dios, y esto no lo protegió del desastre económico, ni de la lepra, ni de la muerte catastrófica de
sus hijos. Abraham tuvo que pasar por grandes penurias, al final de su vida, apenas tenía una parcelita de tierra donde
ser enterrado. Moisés no paró de ser acusado y criticado por el propio pueblo al que guiaba. David tuvo que ver cómo
sus hijos se peleaban a muerte entre ellos y hasta fue desterrado por uno de ellos durante la rebelión. Los profetas
padecen persecución, torturas, cárcel y hasta la muerte. Ya conocemos la larga lista de penurias que vivieron San Pedro,
San Pablo, el resto de los apóstoles, San Esteban, San Juan Bautista, los innumerables mártires... los cristianos que hoy
son perseguidos y asesinados en Irak... Pero todo ellos se mantuvieron fieles. Fieles a su Dios, como a un Padre, como a
un Amigo, como a un Esposo. Más allá de que esta relación los beneficiara o no. “En la prosperidad y en la adversidad,
en la salud y en la enfermedad...”
¿Amo a Dios por mi propio beneficio? No. ¿Para beneficiar a Dios? Menos. Saquemos la idea de beneficio del medio.
Veamos lo que escribía un gran enamorado de Dios, San Bernardo de Claraval: «El amor basta por sí solo, satisface por sí
solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él
mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar»[2].
[1] Ser cristianos no es conformarnos con poco. Es no conformarnos sino con el Todo. Algunos presentan el cristianismo
como una religión de deseos moderados, de gente apocada, temerosa de exigirle a la vida todo lo que ella puede
darnos. Y precisamente por eso nos desprecian, creyendo que es más digno del ser humano no ponerle límites a la
ambición. Porque sin Dios, los deseos son sólo ambiciones. La diferencia estriba en que las ambiciones son deseos
egoístas, que se pretenden alcanzar con las propias fuerzas y para el propio provecho. En cambio con Dios, los deseos
surgen del amor (no del egoísmo) y se buscan como un don para el bien de todos. Las ambiciones, en realidad, son
pequeñeces o estupideces, indignas del ser humano... Los cristianos deseamos no tanto las cosas, sino a Cristo mismo, el
Señor de todas ellas. Desear a Cristo no es acortar nuestros deseos, sino expandirlos hasta el infinito. Cuando deseamos
algo somos capaces de perderlo todo con tal de ganarlo. Por eso parece que despreciamos el mundo. En realidad lo
apreciamos en su justa medida: subordinándolo a lo más importante.
[2] Y continúa: «Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su
fuente y sea una continua emanación de la misma. Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es
lo único con que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede
restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si él ama, es
para que nosotros lo amemos a él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí.» San Bernardo:
Sermones sobre el libro del Cantar de los cantares, Sermón 83, 4-6 (Opera omnia, edición cisterciense)

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