La Inocencia de Joaquín

Transcripción

La Inocencia de Joaquín
La Inocencia
Recuerdos de Cuba
1946-1962
1
Me he jubilado. Durante muchos años, hube de
tratar —por contrato— con la despreciable calaña
que la sociedad produce. ¡Energúmenos son los
buenos, los justos y los creyentes que se recrean
en el rebaño! Cree esa plebe que la duda ajena es
una mala enfermedad. Cuando disentí de ellos,
me llamaron loco —por eso les dejé de hablar.
Me aparté de quienes le llaman “vida” a la
demencia que han comprado. Los deseché con
sus indigestiones y sus pesadillas, sus payasos y
sus catequistas de la muerte.
Mientras me hundo en el ocaso, deleito al duende
por la orilla del mar con mis libros, mis quimeras,
mi remero y los acordes de la guitarra. Me he
dado a la tarea de razonar abatidamente hasta la
desgana. Solamente les hablo a quienes quieren
ser sus propios redentores —al pueblo que se ha
elegido a sí mismo. He sobrellevado bien los
embates de la sinrazón que martiriza al
discordante. Hace varios años, durante el velorio
y el entierro de Dios, comencé a recordar mi
niñez —tal vez haya renacido; entonces,
comenzaron a pasar por mi mente los años de la
inocencia, cuando no se había desvanecido aún
el fantasma de mi último dios ni había aparecido
el de mi primera locura.
2
La siguiente obra no es para “la gente”. Si
usted es una “persona normal” y este trabajo le
cae entre las manos, deshágase de él. Ésta es
mi carta de despedida para un puñado de
camaradas de la inocencia. Hoy, algunos de
nosotros, al hundirnos en el ocaso de la vida,
nos preguntamos: ¿cómo vinimos?, ¿qué
entendimos?, ¿cómo nos fue?, ¿qué
esperamos? ¡Yo tengo tantas preguntas...!
3
Quienes nos conocimos en la niñez quizás nos
juzguemos menos severamente los unos a los
otros. Mis miras sobre la vida y mis opiniones,
consideradas en algunos casos extremas, están
por encima de la sociedad y de la política —las
desprecio a ambas. Os aseguro que he
batallado por hacerme mejor de como vine.
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Querida Nenita:
Desde los quince años, cuando me despedí de ti debajo del pino de la casa de
Santa Clara, comencé a ser extranjero en todas partes —aunque, en verdad, ya
lo era en mi propia patria y dentro de mí mismo. He vivido entre gentes que
parlotean, discurren y proceden en formas diversas a las que aprendimos en
Las Villas. Naturalmente, he tenido que adaptarme y callar: los expatriados no
suelen tener razón aunque los nativos estén ofuscados; además, dialogar con
indiferentes es chifladura.
Con respecto a mi propio desarrollo, te diré que el caos es una escuela que
educa con lentitud desesperante. Providencialmente, cuando andas en la noche
oscura, sorbes la luz vieja y cansada de tus estrellas. Veritas temporis filia est.
Hay memorias que no disipa el tiempo. En mi tercera edad, las escribo por
afición, para aquellos que no habrán de sacar ningún provecho de ellas. Si
alguien te las cuenta, reirás tal vez... o hasta fantasearás. Mi queridísima maestra:
en mi primera adolescencia, encarnaste la ansiada sexualidad que conocía de
oídas solamente. ¡Cuántos agradables recuerdos tuyos me han quedado!
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No sé en qué momento trasformé los criterios de mi primaria educación—
aquella que nos distingue de los cerdos— pero, desde niño, preferí la salvaje
inocencia al marasmo de la instrucción escolar. ¡Josué no paró el sol!
A los doce años, en el colegio de Cienfuegos, me pilló la aurora que se
filtraba por los cristales de la capilla. Arrodillado frente a la estatua de la
Inmaculada Concepción, semejante a la que pintó Murillo, casi con lágrimas
en los ojos, le dije a mi mente como si hablara con la Virgen: “Todo esto me
parece cuento: no hay diablo, ni infierno, ni alma eterna, ni temor de Dios.”
Pero ya tú habías aprendido eso en La Sierra, sin asistir al colegio. Lo tuyos
intuían que el propósito de la vida es vivirla, así esté llena de sin sentidos y
contradicciones. ¿Es la vida un viaje entre dos eternidades? ¡Qué sé yo! Tú
habías aprendido a escuchar en La Sierra las corrientes claras que saltan de
piedra en piedra y el follaje perezoso que mueve el viento. Más tarde, yo también
aprendí a gozar los amaneceres que me cruzan por los ojos.
Creo que, en aquella mañana cienfueguera, resurgí entre las cenizas del
infierno de aquí. Desde entonces, he andado solo por las profundidades obscuras,
buscando mi propia chispa. Respeto la paz de quienes cantan y alaban en los
templos —no tengo tiempo ni discursos para ellos. La peor fe es la que le
tenemos al colectivo humano —a los necios de nuestra primera patria. Fueron
peligros en manadas, se desbocaron fácilmente y se
convencieron de lo más inverosímil. Se siguieron los
unos a los otros, como los conejos de Noruega, y se
precipitaron por un despeñadero. ¡Aunque no creo que
hayan obrado por la vil voluntad de Dios!
*
Pero quiero hablar de la felicidad. La noche del gran
gusto contigo en la casa de Santa Clara, nació un lucero
dentro de mí. Fue mejor que la primera vez que monté a
caballo, que nadé o que me equilibré en la bicicleta.
Tenías catorce años y yo no llegaba a los trece. ¿Te
acuerdas? ¡Claro que sí! Tú, hermosa guajira, sabías ya
algo que yo ignoraba.
Aquella noche, mis padres se fueron al velorio de
alguien —todos nos morimos. Los acompañaron mi
hermana, por curiosidad, y mi hermano menor —quien
todavía se daba cabezazos contra las paredes cuando le
negaban algo. Nos quedamos solos tú y yo en la casa
que estaba posada al borde de la Carretera Central, de
cuyo levantado portal se podía ver el mojón que marca
el kilómetro 303. Nos sentamos en los sillones de caoba
y mimbre de la sala, sin más iluminación que la de las
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dos bombillas metidas en el fondo de la repisa de cristal donde estaba la efigie
de la pantera negra. Como nos tratábamos con gran confianza, te dije sin rodeos:
“A los hombres se nos alza el miembro —no fueron esas las palabras que
utilicé— cuando pensamos en las mujeres.” Como estabas de espalda a la repisa
iluminada, no te pude ver la cara cuando replicaste prontamente —
probablemente sin sonrojo—llevándote la mano a la ingle diestra: “Y a las
mujeres nos da una cosa por aquí...” Aún recuerdo los haces azules y rojos de
las luces de la repisa reflejados en tu pelo y tus hombros cuando te pusiste de
pie delante de la pantera para ir a tu habitación.
Tocada por el rayo de luna que entraba por la persiana de madera de tu
cuarto, te quitaste las chancletas, la saya y la blusa. Pudorosamente, te acostaste
supina en el lecho, en bragas y ajustadores. Cándidamente, me dejaste satisfacer
mi gran curiosidad somática: te palpé toda con los dedos. Sorbiste con tus
labios los míos inexpertos y se le escapó un silbido a mi inexperiencia.
Instintivamente, te hice deshacerte de las bragas y, desnudo, yací sobre la
blanquísima piel de tu abdomen. Guiaste mi órgano empalmado con la diestra
porque eras virgen sabia —cuando la virginidad es un gran valor, se copula sin
penetración. Tu orgasmo llegó pronto con un “¡uf, uf, uf!” Sentí como que iba
a orinar, pero con mayor gusto. Me apartaste y eyaculé atónito en la sábana de
tu cama. ¡Ay, Nenita: el Cielo debe de ser el lugar donde se vuelven a vivir esos
momentos!
*
Como sabes, nací en Meneses, no muy
lejos de tu nativa Sierra. Entonces tú tenías
menos de dos años y gateabas por el piso
de tierra cubierto con las cenizas del fogón
de carbón del bohío de tus padres.
En el siglo XIX, los vecinos de la
comarca le llamaban al caserío aquel Los
Cuatro Caminos porque era el punto de
cruce de dos vías, la de Jarahueca a
Yaguajay con la de Jobo Rosado a
Bamburanao. El nombre de Meneses le
quedó al caserío a causa de un centenario
desamparado al que el padre de mi abuela
paterna, el Dr. Joaquín Barrena, albergó en
el sótano del caserón de la encrucijada —
la casa, construida con madera de jiquíes,
talados y aserrados durante el cuarto
menguante de la luna, sigue en pie. Como
el viejo solitario deambulaba a menudo por
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aquellas calles, los vecinos se referían a Los Cuatro Caminos como “donde
Meneses” y terminaron llamándole Meneses al pueblo.
El Meneses que tú y yo conocimos era un pueblecillo de postes y tablones,
enhiesto en un valle entre las montañas y el mar, donde la tierra daba copiosos
frutales y crecían verdes pastizales. Sus habitantes de entonces eran
terratenientes, pequeños comerciantes, hombres de oficio, guardias y
trabajadores agrícolas que recorrían las calles de piedra y tierra a pie o a caballo.
Meneses no tenía encantos ni virtudes merecedores de elogios, ni se inventaron
en su comarca esas hazañas que perduran en los cantos; sin embargo, allá quien
podía vivía feliz—que no es poco decir.
Resulta interesante pensar que provine de algún lugar sin conceptos,
imágenes o recuerdos, o también que haya peregrinado del pasado, dejando las
antiguas memorias en el tiempo o en la misma metamorfosis sufrida. Y parece
aún mejor creer haber sido creado con un fin específico. Claro que, de haber
arribado de alguna parte, no pude haber llegado de la nada. ¡La nada es agobiante,
es un horrible vacío para el entendimiento! Tampoco puedo descartar la voluntad
de Dios. Si el Omnipotente—o la Fuerza aristotélica que mueve sin ser ella
misma movida—quiso sacarme de alguna parte, período, o hasta de la nada
para existir aquí, sea. No me comprometo a debatir sobre la voluntad de Dios,
porque tal cosa sobrepasa mi comprensión.
Nací ‘ahogado’, o sea, indispuesto a acoger en mi pecho los elementos del
aire. El partero fue mi padre, el Dr. Wifredo Delgado (1913, Meneses-2006,
Miami), quien, después de tratar las nalgadas y las demás técnicas de
reanimación, me puso en la cama junto a mi madre, Dulce Manuela Sánchez
(1915, Caibarién-1997, Miami), pensando: “Este no se salva”. Conociste bien
a mi madre: era una buena señora creyente, de piel muy blanca y negra cabellera
trenzada en la que albeaban brillantes hilos de plata en plena juventud. Aquel
24 de noviembre de 1946, ella pensaba borrosamente en su aflicción: “No paro
más”. Entonces el doctor buscó en el cajón del refrigerador un excitante que le
había dejado de muestra un viajante de medicina y me lo inyectó en el ombligo.
Así, con la ayuda de la ciencia médica, el matrimonio Delgado-Sánchez logró
su segundo hijo, el primer varón.
Quizás algún día las técnicas genéticas les permitan a los padres elegir qué
retoños desean traer a la vida. De imponerse la razón, los vástagos de cada
pareja serán inteligentes y equilibrados, obedientes y agradecidos, bellos y
atléticos, pacíficos y morales, bondadosos y trabajadores, talentudos y creadores,
etc. A mí, por suerte, no me tocaron las virtudes que favorecen a la convivencia
con los demás.
Tuve nodriza, como Moisés, Mahoma y otros menos mencionados—pero
tú haz tenido la suerte de no saber nada de ellos. Una prima de mi madre,
Margot, que había tenido una hija natural nacida antes que yo, aún tenía leche
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para dar. Años después, entendí que fue natural tener a su hija cuando, contra la
tradición, desbocó sus ardores nocturnos a escondidas con un novio que la
abandonó. Estoy seguro que la posibilidad de echarle la culpa de aquella preñez
al Espíritu Santo u a alguna otra causa fantástica le pasó a Margot por la mente,
pero sabiendo que la opinión del colectivo menesino era cínica en cuestiones
de sexo, prefirió callar. La nodriza había vivido con su hija en la casa de mi
madre unos meses. La conocí catorce años después. Era una buena mujer que,
del susto que se llevó con Margotica, no volvió a hacer el amor. No sé por qué
mi madre no tenía suficiente leche para mí. Tal vez haya sido mejor tener nodriza
que tomar la leche de yegua que mi padre les recetaba a los bebés que no tenían
ninguna posibilidad de coger teta.
*
Después de unos desequilibrados primeros pasos, pasé a circular libremente
por toda la casa. Atravesaba la puerta de verja que separaba el portal de la sala
y meneaba los sillones entonando alegrías de niño. En la sala había cuatro
mecedoras de caoba con asiento y respaldar de mimbre; once años más tarde,
en diciembre de 1958, se sentarían a tomar café en ellas Camilo Cienfuegos,
Félix Torres y otro individuo vestido también de verde olivo que no pasó a la
Historia de Cuba. Dos puertas de dos batientes con cristales gruesos y opacos
separaban la sala de la saleta, donde estaba el mueble de la radio. Una puerta de
madera, que siempre estaba cerrada,
separaba la sala del salón de espera del
consultorio de mi padre. ¿Te acuerdas?
Mi infancia fue bastante solitaria—
es decir, el silencio interior fue grande.
El portal de la casa de Meneses era un
otero del que avizoraba cómo las nubes
sombreaban el sol o la luna. Recostado
a la baranda, pensaba sin palabras hasta
el aburrimiento desde los primeros
relumbres del día hasta que los destellos
de las estrellas hendían el negro del
cielo. Luego, olvidaba lo que había
pensado. Aquella jaula grande, que
abarcaba casi todo el frente de la casa,
tenía un piso de mosaicos amarillos con
diseños marrones por el que andaba en
velocípedo, carrito de pedales y en
carreola—tabla con dos ruedas y
manubrio.
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Desde mi portal, contemplaba el tráfico de la calle: pausados peatones,
piafantes caballos, curiosos perros, camiones cargados de caña de azúcar,
automóviles que llevaban pasajeros y, alguna vez, un ágil rocín o una vacada.
La vida me parecía un sueño—yo era la sombra de un sueño. “¡Puaf!” despertaba
por momentos cuando mi carriola pegaba contra los balaustres de la baranda y,
adolorido, palpaba un chichón bajo mi pelo claro de la niñez. Como diría
Camus—poco importa que no sepas nada de él—cuando me inicié en el
pensamiento ya había aprendido a vivir.
La casa que mi madre había heredado de su tía Tomasa era alta, de recio
maderamen; en el concreto del portal descansaban cinco columnas de madera
dura sobre las que se apoyaba el techo de tejas rojas. Entre los fustes de las
columnas había sido fijada la baranda—dos alfardas horizontales de madera
trabajada, atravesadas verticalmente por balaustres cilíndricos de acero cada
doce centímetros; sin la baranda, hubiera caído seguramente a la calle tratando
de tocar a los perros y a las chivas que pasaban. Una pasarela de concreto
corría por todo el frente de la casa, a un peldaño de distancia por debajo del
portal; dos escaleras de tres pasos, fundidas a la pasarela, una por el frente y
otra al pie del consultorio de mi padre, bajaban a la calle de rocoso.
Entre las primeras dos columnas del poniente no había baranda por el
frente de la casa. Dicha abertura servía de entrada al salón de espera del
consultorio de mi padre. Por aquella escalera subías tú para alcanzar la cancela
del portal cuando ibas a dormir a la casa de tus padres para poder verte con tu
novio. La placa de bronce colgada en la pared del frente de la casa rezaba:
“Wifredo Blas Delgado, Médico Cirujano”. Los guajiros ataban sus caballos a
los balaustres de la sección de baranda que había entre la primera columna del
poniente y la pared occidental de la casa ó a la cerca del solar contiguo; subían
primero los tres peldaños de concreto poroso de la escalera hasta la pasarela
cubierta de pequeños mosaicos grises y escalaban el último paso al portal. Los
que no pasaban a sentarse en los bancos del salón de espera se quedaban fumando
recostados a la baranda. Desde la parte cercada del portal, yo los observaba
ensuciar los mosaicos con el lodo de sus botas, sumidos en un respetuoso
silencio.
Poco después, aprendí a hacer lazos con las crines de los caballos para
atrapar lagartijas y echarlas a pelear. Algunas veces las hacíamos juntos tú y yo
en la mesa del enorme comedor, debajo de la claraboya. ¡Cuánto vio aquel
tragaluz! No sé qué gusto me daba ver cómo unas lagartijas les arrancaban la
cola a las otras a mordidas—años después, me gustó también el boxeo y, de no
haber recapacitado, habría disfrutado el circo romano. Por la cerca de tablas de
palmas del levante que separaba nuestro patio del de las hermanas Bauta, y
también por el solar de manigua al occidente que mi tío abuelo Adriano le
cedería años después a la Iglesia, abundaban los camaleones y los jubos;
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practicaba el lanzamiento de proyectiles contra aquellos seres huidizos,
reventando a muy pocos.
Cerca de la casa de mi madre, por el camino de Jobo Rosado, había una
valla de gallos de pelea donde la gente le apostaba dinero al gallo más matón.
Yo, siendo el hijo del médico, tenía entrada libre a todos los espectáculos de la
comarca. A ti no te gustaba que te contara los episodios de gallos muertos o
heridos. Las aves eran muy usadas y abusadas en Meneses. Algunos guajiros se
vanagloriaban de hacerles el amor a las gallinas. Gina y Olga, las criadas que te
precedieron, me dejaban retorcerles el pescuezo a los pollos que nos íbamos a
comer. Si se hacía sopa de una gallina que tuviera huevos en la tripa, yo me los
comía.
Algunas veces, oía el grito horrorizado de algún puerco que Marito, el
carnicero, arrastraba por el solar de manigua que separaba su casa de la de mi
madre —los cerdos no hallan infamia en la fuga ni saben por qué mueren. El
trabajo de Marito era quitarles la vida a los animales medianos con un cuchillo
afilado para que otros se comiesen la envoltura. En cuanto lo sentía forcejear
con una víctima, saltaba sobre mis pies y corría a presenciar la matanza.
Contrariamente al chivo, que se deja correr libremente una vez degollado, el
puerco muere con las patas atadas; se le parte el corazón con un puñal y se le
oprime el cuerpo para que salga toda la sangre por la herida. A ti tampoco te
gustaba aquello.
La vida de los cerdos es desoladora: primero los capan, después los ceban
y, finalmente, los matan en plena juventud. Marito me permitía subir sobre el
animal agonizante y exprimirlo con mi peso. En cuanto la vida se le había
escapado al puerco, Marito le ponía una tela absorbente encima, sobre la que
vertía agua hirviendo; cuando el pelo se había suavizado, le rasuraba la piel
con un cuchillo bien afilado —yo tampoco uso jabón de afeitar. Luego abría en
canal el cuerpo de la bestia y le sacaba las tripas y las vísceras.
El trabajo de Marito tenía momentos de entusiasmo, pero muy poco encanto:
todos los puercos son iguales y tienen la tripa cargada de mierda. Había visto a
los carniceros estirar lentamente la carne grasienta con sus dedos engarabitados
y cortarla en trozos para freír, refrigerar o vender. Era aburrida la rutina del
descuartizamiento. Me imagino que, para no renegar de su suerte, Marito tendría
que pensar en la recompensa.
*
Desde los tiempos de Gina y Olga, ya la escuela de Meneses no servía para
aprender a leer y a escribir, como en los tiempos de mi madre. Los políticos
electos para gobernar se habían robado casi todos los fondos destinados a la
enseñanza mientras las leyes de la República dormían plácidamente en el papel.
Decían los cubanos cultos, gente de muchas palabras y pocas obras, que su
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Constitución del 1940 era bella y progresista. Tal vez por eso no se pudo poner
en vigor jamás entre gente tan voluptuosa y acabó siendo demolida.
A los cinco años de edad, mis padres me enviaron a casa de Blanca Ripoll
a aprender las primeras letras y a contar. Blanquita me dijo que era inteligente:
me enseñó a leer la cartilla y a escribir los números arábigos y romanos, partiendo
del uno y tendiendo al infinito. Con aquel impulso, cursé luego los primeros
seis grados del colegio de los Hermanos Maristas con notas de sobresaliente o
notable.
Blanquita era la mujer de Pancho, el único empleado de la farmacia del
pueblo. Vivían en una casa alta a la salida de Meneses, por al camino de
Bamburanao, pasando el puente, muy cerca del trillo que llevaba a tu casa de la
Sierra. Tenían una niña de dos años de edad y un niño recién nacido. Pancho
moriría de un aneurisma en la aorta en Miami cuarenta años después. Blanquita
vivió mucho más, siempre orgullosa de cuanto le enseñó a su mejor alumno.
Mi hermana aprendía con mayor lentitud —su inteligencia era práctica. Mi
hermano menor, hijo del descuido, no asistió a las clases de Blanca Ripoll ni
tuvo inteligencia teórica ni práctica.
Por cierto, esto nunca te lo conté por resultarme tan vergonzoso. Palpé con
mis dedos el sexo de una niña que visitaba la casa de Blanquita y Pancho. No
sé cómo se llamaba. Una mañana que nos quedamos solos en el columpio del
portal de la casa, cometí aquella bellaquería tranquilamente. Detesto el ambiente
desvergonzado del pueblo. Me quema aún hoy el recuerdo de haber incurrido
en tal injuria. Los remordimientos de conciencia le hacen a uno desear que
haya un Dios capaz de perdonar los yerros humanos... o que se haga responsable
por permitirnos faltar.
*
Los menesinos convivían pacíficamente, embutidos en creencias sobre la
moral y la ética. Hombres y mujeres acarreaban existencias utópicas, ciegos
ante aquellos instintos que los agitaban y los obligaban a actuar contra sus
propios criterios y a quebrantar sus propios preceptos. La desatención a la verdad
nacía de su pasión por la vida.
Tú eres buena y salvajemente sincera de sentimientos. Por eso no entiendes
quizás que, cuando se malogra la razón, el pensamiento puede enfermar,
loqueando al azar en solitario. De esas elucubraciones, vueltas creencias en
bocas forasteras, han nacido muchos conflictos en el mundo. Tal vez sea mejor
obviar lo razonado mal, que es mucho, y la fe, que es ciega.
Cuando las hijas de Barrabás, siendo niñas aún, fueron a despachar al
comercio de víveres de Quinto Cabrera, se comieron la mortadela y los dulces.
Por eso, los menesinos las motejaron de ‘rateras’ y el empresario las cesanteó
sin tomar en consideración el hambre que pasaban en su casa. Solamente yo,
que era un niño, tomé el partido de las dos ladronzuelas descalzas. Aquellos
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que advirtieron rebeldía nacionalsocialista en mi queja me conminaron a seguir
paseando por el pueblo en bicicleta. Todos estaban de parte de Quinto, el viejo
bizco que había tenido ‘tan mala suerte’.
La llamada mala suerte de Quinto había brotado de un asunto sin gran
importancia. Osvaldo, su hijo, le había tomado prestado el revólver a Dagoberto,
el farmacéutico.Al día siguiente, apareció muerto el negro Tiplín en un platanal.
Se armó un gran revuelo, que fue sofocado entre el juez, el sargento de la
guardia rural, el farmacéutico y el médico —mi padre. Andrés Sotuyo, el sargento
de la guardia rural, no vio los cinco huecos que tenía el negro en el pecho, el
cuello y la cabeza; Dagoberto Rodríguez, el farmacéutico, declaró que su
revólver no había sido disparado; Germán Sánchez, el juez, levantó el acta de
defunción de acuerdo con el dictamen del médico; el doctor halló durante la
autopsia que el difunto estaba tuberculoso, lo que le había podido costar la vida
—en verdad, cuando abrió al negro en canal, como si fuera un puerco, le vio
los pulmones repletos de cavernas. Como no se debe especular sobre la moral
del pensamiento, sólo nos queda decir ante el hecho consumado que se fabricó
una verdad para hacer el bien.
El homicidio practicado en el negro Tiplín estaba perfectamente justificado.
Afortunadamente, así lo entendieron todos porque vivíamos en tiempos de una
sensatez basada en principios bien asentados en la raza, dentro de un colectivo
trabado en estrecha amistad. Tiplín llevaba tiempo acosando a Osvaldo para
sostener relaciones homosexuales. Para que no lo jodiera más, Osvaldo lo mató.
Todos tuvieron que hacer pequeños ajustes anímicos sobre lo bueno y lo malo,
sin que nadie osara pensar que los valores tradicionales hubiesen sido
violentados. El juzgado de Meneses, que se desenvolvía generalmente
distanciado de la ley —salvo cuando fallaba contra la ley por amor al dinero—
no se mostró exigente en el caso Tiplín. Un juicio hubiese atentado contra la
paz y concordia de los menesinos, desatando una polémica mortificadora que
no deseaba nadie.
*
En el minúsculo Meneses había mariconería. Una noche, por ejemplo,
apagaron las luces durante un baile para que se besaran aquellos que se amaban.
Se oyó un grito, se prendieron las luces de nuevo, y apareció Roberto el Chino
tirado en el piso: el tipo le había estampado un beso a Berto Oliva —dijo que
por equivocación— y había recibido un puñetazo en la cara.
Roberto sí era maricón. Habiendo hallado poca camaradería en Meneses
para la persuasión homosexual —del negro Tiplín no quedaba ni el recuerdo—
tuvo que emigrar finalmente a La Habana, meca de todos los vicios. Quedaron
en el pueblo algunos niños, sin embargo, que hacían bellaquerías orales y anales
por los solares yermos y las arboledas. Pero se decía entonces: “De chiquito no
vale”.
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Naturalmente, la mariconería aflora pero no prospera donde cualquier
hombre lleva un machete a la cintura y los puños hablan con mayor elocuencia
que las palabras. No obstante, Roberto el Chino habría conquistado por la
comarca a algún desesperado; de no ser así, ¿cómo habría sabido cabalmente
que era maricón? Pito, un primo segundo de mi padre —de quien supimos por
la cháchara de mi madre—fue hallado enganchado homosexualmente con dos
amigos en una borrachera.
*
Era mucho más acostumbrado el bestialismo por aquellos campos: los
animales no hablan. Las puercas eran las más favorecidas por los guajiros,
seguidas por las chivas, las yeguas y las gallinas. En justeza, debo decir también
que las putas de aquellos parajes no podían rivalizar con las que lo daban de
gratis y con los animales. Por eso la prostitución, señalada como algo inmoral
por la Santa Madre Iglesia, no prosperaba en Meneses. La única puta conocida,
una francesa, tuvo que levantar sus enseñas e irse a otra parte.
Los hombres de mi familia solían refocilar con sus novias y esposas, las
criadas de sus casas y mujerzuelas de la comarca que no hallaban virtud en la
virginidad. De hecho, muchas mujeres de aquellos campos preferían enamorarse
y convertirse en “queridas” de los propietarios de mi apellido.
Dichosamente, por aquellos hermosos campos no abundaban durante mi
niñez las vírgenes homosexuales, como en la mitología griega. El único caso
de lesbianismo lo descubrió mi padre cuando cierta señorita concibió de su
amante homosexual, que era una mujer casada. El pueblo, habituado a la
normalidad concupiscente, creyó que era un caso de trinidad heterosexual —el
pueblo se suele equivocar—; el marido, sin embargo, se desentendió
enfáticamente de la paternidad, echándole las culpas a mi abuelo. Con la
relajación de la moral y la llegada del cine, sin embargo, aumentaría
considerablemente el número de tortilleras en pocos años.
Se habían dado también por aquella zona alumbramientos vírgenes. Las
preñeces sin penetración ocurrían por frotación de las partes pudendas en
segundos enardecimientos, después de la primera eyaculación, cuando los
inquietos espermatozoides habían quedado en el directo. En Meneses no se
usaban ni el condón ni los lavados vaginales de agua con zumo de limón. Y
como mi padre no hacía abortos, casi todas las que concebían, vírgenes o no,
parían.
La casi totalidad de las relaciones hombre-mujer eran normales en Meneses.
Allí no se conocía, ni se deseaba, la guerra de los sexos. A decir verdad, el
campo solitario favorece al amor. A la sombra de uno de esos árboles frondosos,
engalanados con lianas colgantes, y enraizados en la verde margen de un arroyo,
se desatan fácilmente los deseos de los amantes. Cuando la corriente cristalina
inclina las hierbas a los pies de la guajira, salpicándole las carnes ruborosas
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con sus gotas de plata, y en la timidez de su mirada verde se adivina un “sí”, el
macho enloquece de amor. Entonces, los pezones endurecidos de la joven se
elevan bajo la gasa de su blusa, invitando al beso comprometido. El palpitar de
los corazones reverbera enérgicamente por todo el dilatado aparato del amor y
los cuerpos machihembran con mágicas convulsiones. Después, los amantes
se bañan en las aguas azuladas del arroyo, bajo un cielo añil, manifestando
ternezas y jurando volverse a seducir muy pronto. ¡Santo Dios! ¿Por qué se
jodió aquella sociedad bendita?
*
Como sabes, Meneses está establecido en un país fértil donde ni la tierra
vomita sus entrañas ni los vientos chafan los sembrados. Desde las altas sierras
hasta el mar, surcaban el suelo ríos y cañadas repletos de biajacas, a cuyas
orillas brotan flores de vivísimos colores y agradables olores. Durante mi niñez,
los potreros sostenían enormes poblaciones de ganado vacuno y porcino y las
arboledas estaban repletas de palomas, codornices y jutías. Entonces, la sencillez
de vivir hacía la vida hermosa: la gente no huía de las tentaciones—o escapaba
de éstas sin prisa —los puntos de vista no tenían gran importancia y el hombre
hallaba siempre la mano dispuesta a ayudarlo al final de su propio brazo.
Mientras tanto, el caso Barrabás —la suprema manifestación del fracasado
liberalismo capitalista en Meneses— era ignorado por todos. Barrabás era un
desdichado, pobre entre los pobres, un defectuoso mental quizás, incapaz de
ganar el sustento de su familia. Vivía con su prole en un bohío sucio de tablas
de palma y piso de tierra. Cuando se cascaba una nube, el agua rodaba por el
techo de pencas de palma del cobijo y caía a una charca donde se criaban los
mosquitos que les chupaban la sangre. Si tenían algún boniato ó alguna malanga
para comer, la mujer prendía el fogón de leña; luego, esparcía las cenizas por la
tierra fangosa del piso. Las hembras de la familia vestían faldas cosidas con la
tela burda de los sacos de azúcar y los machos no tenían siquiera las botas de
cuero duro de los cortadores de caña—los famosos me-cago-en-Dios. Era grande
el desamor del pueblo para aquellos miserables. A Colano, el mayor de los
hijos varones, le llamaban despectivamente Rafles, por un personaje radial
apodado ‘el ladrón de las manos de seda’, sin que jamás hubiese robado nada.
Solamente el viejo Ulpiano Oliva —el padre de Berto, que como sabemos fue
el amor inalcanzable de Roberto el Chino— le daba trabajo recogiendo las
vacas al mediodía, separándolas de sus terneros y ordeñándolas por la
madrugada. Decía el padre Ortiz, el único santo que he conocido, que Ulpiano
Oliva veía a Jesucristo dentro de Colano, el hijo de Barrabás.
Barrabás era uno de esos hombres que existen ledamente. Hablaba muy
poco y nunca sonreía. A la puesta del sol, se le veía volver de faenar por los
campos; lo seguía un burro viejo cargado de leña. Las circunstancias de su
familia me movían a una necia compasión propugnada y difundida por las
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viejas beatas que estudiaban los libros sagrados. Es que el corazón del niño se
conmueve ante cualquier desventura. Hoy, prefiero pensar que le robaron el
derecho a la justicia a una familia de aquella patria. Aquel hombre tenía que
haber trabajado, por la fuerza si fuera preciso, para sacar adelante a los suyos
como buen ciudadano. El hambre, la desnudez y demás necesidades no debían
haber sido permitidas en un suelo tan fértil. Sin embargo, como en algunos
respectos vivíamos al margen de las normas civilizadas, aquello se dejó a la
buena de Dios—que es apolítico. Los días roían los años y aquella gente no
lograba comer ni medianamente bien. Un régimen nacionalsocialista jamás
hubiese permitido que una familia anduviese hambrienta, descalza e ignorante
por falta de trabajo. Una raza mejor le hubiera sacado un poco de dinero de sus
cuentas bancarias y de sus cajas fuertes a quienes le sobraba para que Barrabás
ganara el sustento de su familia construyendo caminos y colegios, sacando el
mineral de las entrañas de la tierra o atendiendo las cosechas. Desdichadamente,
cualquier intento de recaudar fondos para civilizar al país fracasaba por el
egoísmo de los dueños del capital y los hurtos y manejos de los gobernantes.
En los países zafios, la democracia salta de un revés al siguiente sin que ni los
librepensadores ni quienes cotorrean las ideas modernas contribuyan al bienestar
de nadie.
Los hijos de Barrabás se alimentaban mayormente de la harina de maíz y
la leche que les daba Ulpiano Oliva. Jamás se sorprendían de llegar a la decrépita
casucha que les servía de hogar y hallar los calderos boca abajo. Yo los vi
morder zanahorias manchadas de tierra, ladrando sus ganas de comer, y
mendigué frente a mi madre para ellos. Toda la familia Barrabás conservó
durante muchos años en la boca el sabor de una comida de lechón asado, arroz,
frijoles, yuca, ensalada y turrones que les prepararon las Hijas de María de
Meneses unas Navidades. Aquel día, Dios les debió de haber perdonado todas
sus puterías a las Hijas de María y les debió de haber concedido indulgencias
para los desbocamientos que necesariamente habrían de sobrevenir.
*
Integraban la asociación de Hijas de María cinco mujeres jóvenes y piadosas
de Meneses. Las dirigía siempre el cura de turno que venía a comer a nuestra
casa los domingos por el mediodía. Te debes de acordar de alguno que otro.
Las muchachas se dedicaban a hacer obras caritativas cuando les podían sacar
algo de dinero a los ricos del pueblo. También les enseñaban el catecismo a los
niños. Yo las había rescabucheado a casi todas y te lo había contado. ¡Sí, era un
niño mira-huecos! Había visto en traje de Eva a las dos hijas de Quinto y a dos
de las tres hermanas Bauta.
A las hijas de Quinto, que eran feas, les resultó fácil conservarse virtuosas
hasta el apareamiento definitivo. Olivia era triangular y pecosa, de labios finos
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y pecho plano. ¡Si lo sabría yo! Olga, que se pintaba el pelo de color naranja —
¡si lo sabría yo también!— tenía la cara cacarañosa y las piernas cortas.
Las Bauta, sin embargo, eran mujeres agraciadas cuya castidad lesionaba
la naturaleza. Su casa era contigua a la de mi madre y separada de ésta tan solo
por un estrecho callejón de chinas pelonas donde mi padre aparcaba su jeep —
o ‘yipi’ en la lengua vernácula del país. Todas ellas me querían mucho. La
ventana de mi habitación daba al comedor de su casa. Siempre me hacían sentir
orgullo de mi virilidad. Cuando me desnudaba para ducharme, por ejemplo, se
hacinaban las tres, la cocinera y una prima boba que vivía con ellas en la ventana
y me rogaban: “A ver, Joaqui, enséñanos la cosita.” Yo terminaba accediendo y
ellas me felicitaban: “¡Qué linda, mi amor, qué hermosa la tienes!” Yo también
las quería mucho.
Una de las Bauta, Gloria, tuvo la suerte de enamorarse de un buen hombre,
empleado de bodega, que la llevó al altar; tuvieron tres hijos. Las otras dos,
siendo casi niñas, amaron a ciegas hombres irresponsables, aficionados al
engaño, que las abandonaron desfloradas. Antes que el tiempo voraz acabara
con la gracia de su juventud, amaron por su gusto y vicio hasta la edad madura,
cuando hallaron compañeros. Sin escándalo, recibían en su casa de madrugada
a aquellos que juzgaban dignos de ser sus amantes, rechazando a los más por
indiscretos o faltos de disposición y talento para amar.
No eran las Bauta de esas mujeres que se entregan por pura lujuria. Les
gustaba sentir bullir la emoción en sus pechos. Antes de engancharse en rudo
machihembre, exigían de sus galanes un estricto protocolo que incluía algún
obsequio, conversaciones afables salpicadas de confidencias, y hasta un poco
de poesía. Si el varón no las hacía sentirse deseadas, sólo le brindaban su amistad.
Esto lo deduzco de cuanto presencié, de las conversaciones que escuché, y de
las experiencias de pasión sin enamoramientos que he tenido luego en mi propia
vida.
Las Bauta vivían del alquiler de unas casas que sus padres les habían dejado
en heredad y de algunos trabajos de costura que hacían. Como eran limpias de
corazón, fundaron la Asociación de Hijas de María para nutrir los cuerpos de
los hambrientos y las almas de los niños. Cuando era preciso realizar una obra
benéfica, Matilde Bauta, que era sumamente atractiva y que despedía una enorme
sensualidad en torno a sus pechos y caderas, se ponía unos pantalones negros
ceñidos al cuerpo y una blusa que enseñara el ombligo para romper la tacañería
de mi abuelo y de sus hermanos, que eran poco limosneros. Ninguno de ellos
se resistía después de papar la esencia de hembra mezclada al perfume de
Matilde. Con su corazón mezquino ardiendo en deseos, devorado por la pasión,
sintiendo que se le derretía la próstata como la cera de una vela, mi abuelo
abrió la caja fuerte en algunas ocasiones para hacer el bien. ¡Bendito sea Dios
que hace buenas las obras de un hijo-de-puta!
17
*
En Meneses había una iglesia vieja cuyo techo les daba voz a los vientos
en Cuaresma. Con las sacudidas de la cuerda, se le soltaba la lengua a la campana
y se precipitaba campanario-abajo algunas veces. La nave desvencijada,
sostenida seguramente por un ángel titánico, llevaba demasiado tiempo luchando
contra la gravedad y se veía muy abatida. Los curas que frecuentaban aquel
pueblo miserable les aconsejaban a los fieles que no caminasen por debajo del
campanario.
Unos treinta de los quinientos habitantes de Meneses asistíamos a la iglesia,
buscando la palabra de Dios. La religión nos proporcionaba cierto regocijo
ante la incertidumbre de la vida y una gran irresponsabilidad ante la razón.
Aspirábamos, sin saberlo tal vez, a eternizar el reino de la virtud. Como buenos
cristianos, ostentábamos un insostenible simulacro de la vida por amor a Dios
y al prójimo.
La iglesia de Meneses no producía lo suficiente para mantener a un cura.
De la parroquia de Yaguajay llegaba algún sacerdote español —en el siglo XX
España fue exportadora de curas— el domingo para decir misa y bautizar. El
discurso de aquellos pobres curas era muy poco inspirado, así hablasen
indignadamente de la muerte del Redentor o bien tratasen los acontecimientos
de última hora. Varios pueblerinos perdieron el gusto de vivir cuando sus pecados
toparon con las enseñanzas de aquel santuario.
En verdad, la primera vez que vi la iglesia por dentro me asusté mucho.
No me gustó la imagen espeluznante del hombre torturado sobre el altar. El
hombre era Jesús, el hijo de Dios, que había sido clavado a unos maderos por
gente muy mala, peor que el negro Tiplín. Las viejas beatas de Meneses se
plañían del capricho de Jesús, cuya temeraria empresa lo había situado frente a
unos judíos que no entendían de buena fe ni de justicia. Para colmo de males,
la complicidad de la época había exigido de los civilizados romanos un juicio
fatal contra el hijo de Dios. Jesucristo fue suprimido por hijos-de-puta. En
cualquier caso, la imagen sangrienta de Jesús me parecía demasiado trágica.
Contrariamente a la muerte del negro Tiplín, la defunción prematura de
Jesús nos había salvado de un error llamado pecado que había nacido de la
desobediencia a Dios y del sexo. Por eso, teníamos que sufrir nosotros también,
temerle a la verdad, y sacrificarle la autonomía y cualquier traza de altivez
humana al Cristo de los maderos. Así, las beatas del pueblo, como la vieja
Aniseta y mi madre, gozaban la sensualidad de la penitencia durante los largos
via crucis de los sábados por la noche. Yo jamás llegué a sentir tal exaltación.
Según el sentir popular, en Meneses, la religión era cosa de mujeres.
Por suerte, la fe del manojo de creyentes no cundió por el pueblo. La mayoría
vivía despreocupada del pecado. Si todos los habitantes de Meneses hubiesen
sido gente de religión, la vida se habría vuelto tiránica e intolerable. Un pueblo
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cuya resistencia resulte vencida por un libro tan chueco como la Biblia —o por
el Corán o el Talmud— debe de volverse insufrible.
*
Para que me habituase a Dios en lugar de la Nada, mis padres me obligaban
a asistir a misa los domingos ¡y hasta a servir de monaguillo! Detestaba vestirme
con el sayón rojo y la blusa blanca de encajes. ¡Aquello me parecía mariconería!
Item misa est era mi dicharacho preferido del domingo.
Los ejercicios dominicales me parecían caprichosos y aburridos. Antes de
la misa, las Hijas de María adornaban el altar de flores—generalmente mariposas
blancas y campanillas azules —y prendían las velas. Al terminar el rito, la
querida de un tío-abuelo mío tocaba el pequeño órgano de la iglesia, tan
desafinado como el coro de las beatas que cantaban. Mi madre se quejaba de la
falta de devoción de aquellos feligreses, pero mi madre siempre fue muy quejona.
En fin de cuentas, conocí a Dios en la iglesia de Meneses. Cuando el niño
pregunta de dónde vienen los bebés, es conveniente decirle que han brotado
del cerebro y de la mano Dios, lo que significa de cierta manera la negación de
la Madre Nada. Dicha imagen de arribo ha ayudado a vivir a muchos. Es que la
nada no es expresiva: en el vacío de un vacío, donde no puede existir ni la
esencia del mismísimo cero, no prosperan las reflexiones. En la iglesia de
Meneses aprendí a no descartar la voluntad de Dios, así ésta sobrepase el rasante
de la comprensión.
La iglesia siempre ayuda a gobernar. En ella se funde la fe con la iluminación
y se promueve la historia de la isla de los bienaventurados, donde los que se
atienen a las normas civilizadas en este mundo habrán de vivir cómodamente
allá de donde no se regresa. Además, desde el púlpito les dicen a quienes tienen
sed de justicia, ya sea por defecto de los hombres, que los injustos habrán de
ser juzgados por un tribunal divino que pronuncie la sentencia final y fatídica—
así se promueve la esperanza.
*
Entre los sacerdotes que conocimos, me simpatizó el padre Isidoro Jacinto,
un antiguo combatiente de la Guerra Civil Española que sabía el Alemán y,
durante la Segunda Guerra Mundial, antes que yo naciera, les había traducido a
aquellos menesinos dispuestos a escuchar —aunque no aptos a entender— los
altos ideales de los regímenes nacionalsocialista y nacionalsindicalista.
Isidoro Jacinto Ortiz había pasado la niñez arreando ovejas a los pastizales
de los Pirineos. Un día, mientras pulverizaba puñados de nieve en el aire, se le
acercó un misionero y le enseñó cómo distinguir el llamado de Dios de los
demás vientos. Poco después, ingresó en el seminario de Vitoria, colmando de
felicidad a sus padres y a sus once hermanos. Una vez ordenado sacerdote,
después de servir a su patria del lado de la religión, Isidoro cruzó el océano con
instrucciones de engendrar más fe en el país donde el sol afuega y los tontos
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quieren ser inmortales y brillar entre las estrellas. Era duro ser cura en Meneses,
pero las Hijas de María le hicieron la vida llevadera a Isidoro.
Los domingos, después de misa, el padre Ortiz venía a comer con nosotros.
La personalidad afable de aquel cura me movía a responder apropiadamente en
Latín durante la misa y a tirar con fuerza la cuerda del campanario—siempre
retirado del agujero de desplome del santo proyectil —llamando a la gente a la
iglesia. Dicen que Isidoro halló en su fe el gusto de vivir, pero pudo haberlo
encontrado también en la espera por el triunfo del ideal nacionalsocialista. Creo
que mi madre, una mujer de gran sensibilidad y muy amante de la poesía y la
ficción, lo amaba con sosiego y tersura.
Isidoro decía que, al igual que la Iglesia, el nacionalsocialismo no adaptaría
su programa a las circunstancias, sino que dominaría las circunstancias con su
programa. Pero nadie lo entendió bien. En Meneses no se sabía nada de la
servidumbre de la deuda a las finanzas internacionales judías ni de las ganancias
obtenidas por el comercio mayorista con los productos agrarios. Cuando el
cura planteaba la necesidad de un campesinado económicamente sano, con
capacidad adquisitiva, lo creían más soñador que revolucionario. Además, la
gente de aquel país casi bárbaro no comprendía nada de política impositiva.
Resultaba interesante escuchar a Isidoro hablar de la Alemania Nazi, donde
solamente los ciudadanos podían ser propietarios del suelo, y éste no podía ser
objeto de especulación. Afortunadamente, los terratenientes de Meneses jamás
oyeron a Isidoro plantear que las tierras no debían servir para acumular rentas
sin trabajo del propietario; de haberse enterado, sus palabrotas de protesta
hubieran llegado a oídos del cura párroco e Isidoro hubiera sido amonestado o
expulsado.
En tanto, Isidoro se dejaba hablar durante la sobremesa. Su desenvoltísima
lengua clamaba por la expropiación de las tierras que no sirven al abastecimiento
del pueblo y las adquiridas ilegalmente, etc. Al decir del cura, el Estado debía
fomentar la elevación del nivel económico y cultural de los campesinos. Deseaba
ver organizaciones cooperativistas de agricultores que redujesen los costos de
producción y acrecentaran el producto bruto. Pero Isidoro no era político. Con
la excepción de mi familia, los menesinos solamente le oyeron decir misa.
Pasarían muchos años antes de que yo entendiese la arbitrariedad de las
religiones nacidas en el Medio Oriente. Era muy joven para comprender las
intenciones de dominio detrás de la palabrería elaborada por las religiones
semíticas. Sin embargo, hombres de la mayor calidad humana posible, como
Isidoro Jacinto Ortiz, han hallado una gran certidumbre besando los pies del
Cristo.
*
Al viejo Marcelo Caparroche le importaba un bledo lo que se decía y se
creía en la iglesia. Los años blanquearon sus cabellos sin que jamás considerase
20
las causas primeras o el semblante de los dioses. Aquel viejo simplemente era.
No le importaban siquiera los despropósitos del mundo ni las leyes que debían
regir en éste. Esperaba tal vez una nada segura enseñándoles el pene fláccido a
las mujeres que pasaban frente al portal de la casa de su hija, Consuelo. Consuelo,
su marido y sus hijos tampoco eran gente de iglesia. Los nietos de Marcelo
eran operadores independientes de automóviles de alquiler. Pasaron sus vidas
llevando flete humano entre Meneses y los pueblos circunvecinos. El más joven
de todos, Omar, apodado por todos “Cagao”, era contemporáneo mío.
A juzgar por los comentarios que Marcelo Caparroche le balbucía a su
nieto, Cagao, creo que el viejo exhibicionista había descubierto en las mujeres
de Meneses la facultad de formar juicios sintéticos a priori. Yo le oí decir en
una ocasión a aquel viejo de paso incierto: “Esas putas saben que dos y dos son
cuatro”. Con lo de ‘putas’, Caparroche parecía también querer indicar cierta
facultad moral en ellas.
Por ver si el viejo decía la verdad, Cagao y yo espiábamos a las hijas de
Quinto cuando se estaban aseando. En Meneses, aquella acción se llamaba
‘rescabuchear’. Por aquella curiosidad me convertí en rescabucheador impúber.
Miré a menudo por el hueco de un caído nudo en las tablas de la pared del baño
de las hijas de Quinto, pero no las vi hacer más que enjabonarse la blanca piel
y enjugarse con agua. Ambas, Olivia y Olga, se bañaban y amaban a solas, tal
vez porque, siendo de una belleza rara, les haya costado tanto conseguir marido.
Las hijas de Quinto tenían una peluquería en su casa. En ella se importaban
y exportaban casi todos los chismes del pueblo. En aquel salón no se habló
jamás de mujer decente ni de hombre honorable. La conducta escandalosa de
la gente era siempre el tema preferido de las damas que metían sus cabezas en
las secadoras eléctricas. Allá se hablaba de los maridos que les pegaban a sus
mujeres, de las mujeres que engañaban a sus maridos y de las jóvenes que
acababan de perder la virginidad o que estaban fertilizadas. Las ansias de aquellas
mujeres por saber quiénes y cómo gozaban el sexo en Meneses y en los pueblos
circunvecinos excedían los límites de la discreción, la sensatez y el decoro.
Quizás fuera por eso que Marcelo Caparroche las tildaba a todas de putas.
*
La bodega de Quinto estaba en una de las cuatro esquinas del antiguo
Cuatro Caminos; o sea, en el cruce de la pavimentada Calle de Alante, llamada
también la Calle Real, con el camino de rocoso que pasaba frente a la casa de
mi madre y conectaba con Jobo Rosado en una dirección y Bamburanao en la
opuesta. En la esquina diagonal a la bodega se erguía el viejo caserón de jiquí
de mi abuelo.
Por aquellos tiempos, mi abuelo paterno, Segundo, convocó a todos sus
hijos y a sus nietos a probar un manjar proveniente de los Estados Unidos
llamado ‘perro caliente’, una especie de salchicha que tuvimos por carne pero
21
que era en realidad pulmón de vaca y desperdicios de pollo. Como provenía el
perro caliente de un país tan avanzado, hasta mi abuelo sintió la necesidad de
llamarle carne al bofe.
Con la aceptación del perro caliente y su acompañante, el ketchsup (cachú),
una de las familias más distinguidas de Meneses llegó a la demencia gentilicia.
El concederle igualdad al hot dog con el pollo criado con maíz y ateje y al
cachú, lleno de preservativos y color, con la salsa de tomates naturales fue un
acto de suprema ignorancia.
Mi abuelo era, además de tonto, un hombre inmoral. Como era muy rico,
podía ser lícitamente impúdico. No tenía el viejo arte ni gracia para enamorar a
una mujerzuela. Con su dinero, sobornaba al carnicero, Marito, para que le
cediera a su mujer de vez en cuando. María Guerra era una mujer rubia, estéril,
de pechos grandes y labios carnosos, unos treinta años menor que el viejo
Segundo. Aparentemente, fue la habilidad de María en las artes amatorias —
servicio capitalista— lo que les produjo la recompensa a ella y a su marido. De
cierta manera, tuvieron suerte porque ningún familiar logró heredar de aquel
viejo sinvergüenza.
Una tarde, quise acercarme a la casa-carnicería forrada de cinc de Marito
para averiguar cuándo mataría de nuevo. Como todo estaba en silencio por el
frente, le di la vuelta a la casa por el solar de manigua. Antes de llegar al patio,
sentí un murmullo de voces en la cocina: Marito y María Guerra estaban
hablando de mi abuelo. Me quedé escuchando largo rato, escondido debajo de
la ventana.
En un lenguaje muy vulgar, María le contaba a su marido cómo a mi abuelo
Segundo se le escapaba el nombre de una mujer, Catalina, cuando estaba
haciendo el amor con ella. Pude colegir que, en el corazón de aquel viejo hijode-puta, ó en el fondo de aquella alma anochecida, había ardido un amor que
jamás había podido sofocar. María, que era muy buena en la cama y se brindaba
a hacer cualquier cosa, le había preguntado quién era Catalina para hacerse
pasar por ella; jubiloso, él había accedido y se lo había contado todo.
Según pude oír, treinta años después de haberse enamorado de Catalina, la
imagen pertinaz de aquella mujer acompañaba a mi abuelo en sus
masturbaciones y cuando le hacía el amor a mi abuela. Al cabo del tiempo,
durante los ratos de intimidad que gozaba con María Guerra, se atrevió a gritar
el nombre de su amada. Solamente María Guerra había sabido descifrar el
lenguaje de sus ojos y había conocido sus borracheras de dolor.
Cuando mi abuelo era un pobre sastre, había conocido a una española
llamada Catalina. De acuerdo con la descripción que de ella le había hecho a
María Guerra, la mujer tenía las piernas gruesas, los hombros estrechos, las
tetas caídas sobre el estómago, las caderas grandes y las nalgas puntiagudas;
22
sin embargo, su naricilla respingada, su cara de muñeca y su cabellera dorada
por la naturaleza la hacían resaltar entre todas las demás.
“¡Ay, Caty!” exclamaba Segundo mordiéndole las nalgas a María Guerra.
Él la había visto por primera vez en una banqueta del parque. Había tenido que
vencer su timidez natural de hombre pobre para acercársele. Le había hablado,
pero no sabía qué le había dicho. Ella le había contestado, pero no se acordaba
qué le había respondido. De sus intercambios incultos recordaba la historia y la
pasión más que las palabras. Él estaba en la flor de su juventud y las mujeres lo
miraban entonces con ojos tontos.
Corrieron los días. Charlaban paseando. Él la acompañaba hasta la entrada
de la casa. Sin embargo, los ojos azules de Catalina ocultaban una frialdad que
Segundo había confundido con el recato femenino. “¡Ay, Caty!” suspiraba él,
abrazando con gran fuerza a María Guerra, marcándole la espalda con sus manos
mientras en sus ojos brillaban lágrimas por brotar.
Mi abuelo Segundo jamás había podido chuparle la boca a Catalina ni
echarla de espaldas sobre su camisa a orgasmear escondidos entre los árboles.
Ella jamás le había dicho cosillas agradables al oído para hacerlo sentirse macho.
Más de treinta años después, él se consumía aún en sus amorosas fantasías
reprimidas que palearon sus relaciones con María Guerra..
La seducción de Catalina fue mal. Hablaron tonterías sin una mirada de
inteligencia ni una sonrisa de aceptación. “¡Coño, no pude besar aquella naricilla
respingada!—le confesó Segundo a María Guerra”. “Debí de habérmele echado
encima y cogerla, pero temía perder la amistad que nos unía.”
Catalina había comenzado a hablar con un tipejo medio afeminado. Segundo
había creído al principio que semejante mierda no sería rival digno de
consideración, pero se equivocó. Una tarde, sintió como que le metían un puñal
en las tripas cuando los vio caminando juntos por un pasillo: él le había echado
el brazo sobre los hombros y ella caminaba sonriente. Ya no la vio más. Ella se
perdió en el horizonte de sus ansias locas.
Segundo chillaba, llorando: “¡Carajo, Catalina!” Sentía opresión en el pecho
de querer verla. Desde aquel día, su mente creó escenarios con ella. Su voluntad
la quería amorosa hacia él, con ojos chispeantes de un azul apasionado. Nada
pudo arrancarle aquel amor enfermizo que sintió siempre por Catalina en su
corazón.
*
Dentro de su indecencia, mi abuelo era feliz algunas veces—quizás porque
la vida es voluntad de dominio. Mi abuela lo adoraba, pero con mucho miedo:
cuando Segundo bramaba imperiosamente, un temor frío le paralizaba a ella el
ya recatado intelecto. Tuvieron nueve hijos, seguramente más por aburrimiento
que por fragor amativo; seis de ellos fueron universitarios, una retrasada mental,
otro necio-incestuoso y una niña murió aplastada por un muro.
23
Desde muy niño
me enseñaron a
mostrarme respetuoso
con mi abuelo paterno,
aunque
no
me
simpatizara su mal
continente. En primer
lugar, lo aborrecía
porque,
teniendo
muchísimos caballos,
no me los prestaba; en
segundo lugar, porque
no me hablaba; y en
tercero,
por
el
menosprecio con que
trataba a su mujer.
Claro
que
el
sentimiento era mutuo
porque yo tampoco le
caía bien a mi abuelo
Segundo. Me resultaba
desagradable aquel
hombre alto, moreno,
de nariz afilada y
sonrisa hipócrita. Creo que lo despreciaba, sobre todo cuando fruncía los ojos
y las comisuras de los labios esbozando una sonrisa que se me hacía atroz y
satánica.
Es difícil entender a mi abuelo sin conocer las circunstancias de su niñez.
Siempre se habló muy mal de él, a veces con razón y otras sin ella. Pero la
reputación no es más que la sombra de la realidad. Es que, algunas veces, las
más sencillas apetencias de los unos les producen grandes dificultades a los
otros.
Mi bisabuelo paterno, el viejo Pancho, se había casado con una mujer
estéril. Era un hombre muy guapo: alto, rubio, de ojos verdes. Fue algo así
como el padre del Olimpo en Meneses. Don Pancho tuvo una docena de hijos
con otras mujeres porque la buena semilla se debe de plantar y cuidar. A cada
una de sus amantes—la madre de mi abuelo era una de ellas—le había puesto
casa dentro de sus vastísimas fincas. Un buen día, decidió que sus hijos debían
de criarse juntos y se los quitó a sus respectivas madres para que su esposa los
criara. Aquel acto salvaje aún hoy resulta, de cierta forma, incomprensible.
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El viejo Pancho Delgado gozaba de la
independencia de los fuertes y sabía defender lo suyo.
Por eso, algunos envidiosos lo acusaron de ser un
ogro. Durante la llamada Guerra de los Diez Años,
peleó primero de voluntario al lado del ejército
español contra la caterva de blancos atolondrados y
traidores, negros salvajes y mulatos resentidos contra
sus padres que se decían patriotas de un país
inexistente. Aquella amalgama infrahumana se habría
de fundir en una raza desalmada, cobarde, violenta,
fanática y lujuriosa. Por fin, el resquebrajamiento del
orden público, a raíz de la Guerra de Independencia,
obligó a Don Pancho a emigrar a Tampa con muchos
de sus hijos. Volvió después de la guerra, reclamó
sus tierras como ciudadano de los victoriosos Estados
Unidos y se las tuvieron que devolver. Al morir, les
dejó a cada uno de los hijos que había reconocido
más de cien caballerías de tierras buenas para criar ganado y sembrar caña de
azúcar.
Mi abuelo, Segundo, no había ido a Tampa y casi no heredó porque su
madre, Micaela, había tenido otro hijo durante el exilio de mi bisabuelo. El
doble bastardo, que se llamaba Lorenzo, malvivió de carpintero en Meneses.
Segundo, que parecía habitar en un cuerpo sin alma, jamás se interesó por su
medio-hermano. Mi padre empleaba a Lorenzo algunas veces en los proyectos
torpes que llevó a cabo en la casa de mi madre.
Segundo era el único de los hermanos reconocidos por el viejo Pancho
que no sabía Inglés. Como su reconocimiento fue tardío, vivió en la pobreza
hasta que el viejo Pancho ascendió al Cielo —como todos los ricos de Meneses.
Durante los años que vivió con su madre y con Lorenzo, se hizo sastre para
ganarse malamente el sustento. La carestía y la pluralidad de temores en su
antiguo estado lo volvieron duro para con los demás. El matrimonio con mi
abuela le reportó 15,000 pesos, que era muchísimo dinero entonces. El padre
de mi abuela paterna, Joaquín, era el médico de Meneses. Con el dinero de la
dote de su mujer, Segundo compró ganado para sus potreros y sembró caña de
azúcar. Ganó mucho dinero explotando sus terrenos sin miramientos con los
trabajadores. Durante la Segunda Guerra Mundial, poco antes de nacer yo,
amasó unas ganancias extraordinarias.
*
Del resto de mi ascendencia tengo poco que decir. La gente de mi madre
era menuda, pequeños propietarios sin importancia. Eso sí: ¡todos eran blancos!
Cuando mi madre me quería hacer de rabiar, me embromaba con el cuento de
25
que mi abuela, Esperanza, tenía
sangre india de un pueblo que
se llama Hatuey, en la provincia
de Camagüey. Aquello me
preocupaba porque en la única
foto que me quedó de la vieja
(con mi hermano Wifre) se la
ve con la piel bien tostada.
Cuando me mandé a hacer el
examen tribual de ADN, resulté
mayormente bárbaro de las
estepas con un fortísimo
componente ibérico, otro celta
y, en menor cuantía egeo;
también me salió un 2% de
mestizo incunable.
Mi abuelo materno,
Saturno, era un hombre
pelirrojo de ojos claros. De
resultas de un accidente de
cuchillo en el muslo, le habían
tenido que amputar una pierna. Después de eso, tuvo a mi madre, su última
hija, cuando mi abuela Esperanza tenía ya cuarenta y ocho años.
Los de Meneses éramos de la raza de España. La mayor parte de los
trabajadores agrícolas eran sitieros canarios a los que llamaban “isleños”. En
aquellas partes se trabajaba duro y mucho. La tierra producía cuando el arado
la rompía y no corrían por allá ríos de leche ni colgaban panales de miel de
todos los árboles. Por eso no abundaba el negro en Meneses.
En la zona habían quedado solamente algunos descendientes de esclavos
que se hacían notar por su comportamiento bestial cada vez que estrenaban la
libertad. En una ocasión, siendo mi madre una niña, habían salido los negros
de la nueva República a las calles de toda Cuba gritando: “Negro, coge tu
blanca”. Afortunadamente, habían llegado por entonces las ametralladoras de
manigueta al país y se sofocó el desenfreno africano con unas diez mil bajas.
¡Aquella operación la tuvo que haber dirigido un verdadero hombre y gran
patriota! Para mayor suerte aún, el país acogió unos doscientos mil españoles
en poco más de una década y los blancos volvimos a ser mayoría en un territorio
que progresaba.
Son muy pocos los cristianos que entienden cómo un malhechor,
bamboleándose en el extremo de una cuerda a la luz de la luna, contribuye a
mantener en pie una civilización. Por cada delincuente que se cuelgue se salvan
26
más de cien personas decentes de convertirse en víctimas inocentes del crimen.
El salvaje halla en su alma innoble licencia para cometer delitos sin las
restricciones de la duda del hombre civilizado. Y a aquellos que los defienden,
del color que sean, se les debe de cortar la cabeza que es donde se alojan las
malas ideas. Es la piedad cristiana, mal concebida y peor tolerada, la que deja
vivir al perverso. Pero no todo el mundo está capacitado para comprender la
verdad; por eso, la humanidad no sabe afrontar las cuestiones críticas y se deja
arrastrar a la decadencia.
La Historia Universal sugiere que, para gobernar grandes grupos humanos,
es preciso ejecutar hábiles trastadas. No apareció talento capaz de semejante
empresa en Cuba. A medida que se formaba la no-nación cubana, se perdía el
espíritu primitivo del pueblo español y, con éste, las posibilidades de alcanzar
el estado civilizado. Cuando nací, ya estaba escrita la Historia mentirosa de la
República. A los ineptos se les permitía reproducirse como a los conejos. En el
afán de adelantar su raza, los negros acabaron con la nuestra en Cuba.
*
Casi todos los hombres han sido testigos mudos de la injusticia y la
estupidez, pero casi ninguno ha podido detener las catástrofes que se les han
echado encima. Hay quien le llama a esto ‘destino’. Yo prefiero llamarle
abandono.
Meneses nunca vio uno de esos seres capaces de mirar el futuro. Tampoco
conoció la población autóctona individuos resueltos a emplearse en decir la
verdad, aunque ningún oído estuviese dispuesto a escucharlos.
Desde muy niño, me gustaba escuchar a mi madre declamar los poemas de
Espronceda y detestaba las insolencias afrocubanas que saltaban de la radio.
Espronceda lleva el ritmo en el alma, no en los pies ni en el culo —como los
cubanos— y habla de deseos humanos, no de apetencias animales. Las letras
de las canciones negroides son superficiales, repetitivas, ofensivas y antipáticas.
El prejuicio popular, sin embargo, tuvo la venalidad por arte y la celebró. Ante
tamaño entuerto, adquirí un gran desprecio por la democracia.
La negra sombra del porvenir se le encimaba rápidamente a la gente de
aquella isla. El gobierno estaba plagado de oportunistas cuya meta era salir de
la vida con más de lo que habían aportado. Así como el hombre de manos
embastecidas en el trabajo arranca la mala hierba que amenaza con ahogar las
cosechas, era indispensable purgar la sociedad. Pero los cambios de regímenes
son azarosos y, generalmente, se hacen mal.
Desdichadamente, quienes renegaban de la República la deseaban abatir
exclusivamente en beneficio propio. Cuba jamás fue una nación. En las grandes
ciudades no había conciencia clara de raza. Por eso los mandatarios, ya fuesen
electos o impuestos, siempre gobernaron ruinas; fueron victimarios insolentes
27
que se alzaron con el poder para hincharles el lomo y romperles la cabeza a
quienes les estorbaban.
Y la debacle concluyente llegaría en pocos años.
*
En una casa pequeña, como agachada frente a la nuestra, al lado opuesto
de la calle, vivía Raúl Méndez con su familia. Raúl era camionero, enjuto de
carnes, con un pequeño bigote. Como no tenía automóvil, le cedía su garaje a
mi padre a cambio de atención médica gratuita para su familia. Raúl Méndez
tenía uno de los contados diccionarios de Meneses y, con éste, rebatía los malos
usos del idioma de los demás habitantes. Cuando mi padre cometía una
incorrección, sin embargo, Raúl abría su diccionario pero no decía nada.
Los menesinos respetaban mucho a mi padre—más que al ricachón de mi
abuelo o que a sus hermanos. No creo que fuera por miedo a que les recetara
algún veneno. Él era como un súper-brujo en la comarca. Casi nadie sabía mi
nombre en Meneses. Todo el mundo me llamaba ‘el-hijo-del-médico’.
Raúl o su hijo, Alín, que también era camionero, me llevaban algunas
veces a recoger las grandes cantinas metálicas de leche que transportaban de
varias fincas a la fábrica de quesos. Aprendí pronto a rodar las cantinas en
ángulo de equilibrio sobre la circunferencia de la base; así, me hacía útil
ordenándolas en la cama del camión Ford de Raúl. Un empleado de la fábrica
destapaba cada cantina que yo rodaba, metía dentro de ésta una espumadera
metálica con la que revolvía la leche y decidía, por olfato, si el producto era
fresco.
Evelia, la mujer de Raúl, echaba a cocinar mazorcas de maíz tierno en su
fogón de carbón y me las daba untadas de mantequilla. Algunas veces, Raúl
recogía a una guajira que no quería caminar y la sentaba en la cabina del camión
entre él y yo: cada vez que cambiaba de velocidad, la mano se le resbalaba de
la palanca de los cambios y acababa entre las piernas de la mujer, que no decía
nada. Me gustaba aquella vida. Por eso, mi primera vocación fue la de camionero.
Raúl Méndez tenía un perro cazador moteado, de orejas caídas que daba la
pata cuando uno se la pedía. Aquel animal fue uno de los pocos amigos que he
tenido en la vida. Lo quería más que a casi cualquier persona en Meneses.
Caminábamos juntos por el pueblo asustando a las gallinas. Algunas veces, le
echaba el brazo por encima, en el descanso del portal de la casa de Raúl, y le
hablaba de los camiones grandes que iba a conducir cuando tuviera la edad.
Fatalmente, la mala ventura puso el peso del sueño en los párpados de Sultán
una madrugada debajo del camión. Cuando Raúl puso en marcha el motor,
Sultán no se movió de donde estaba. Al sacar el camión en marcha-atrás, Raúl
despachurró al noble can. Tal vez Sultán se sentía viejo y se quiso suicidar.
Todos lo lloramos.
28
Evelia tenía dos yaguasas, unas aves muy tontas de color oscuro. Las
yaguasas iban cuando las llamaban y comían con la familia. Evelia las quería
como yo a Sultán. Mi padre, que nunca había probado la carne de aquellas
aves, las atrapó un día que cruzaron la calle, se las dio a la criada para que las
aderezara, y se las comió. Mi hermana delató la mala acción y Evelia lloró
amargamente.
29
30
*
Habíamos nacido razonables, Nenita. Entre las auroras, nuestra inocencia
descubría nuevas verdades en los rumores de la naturaleza y los de la gente.
Marchábamos hacia nosotros mismos bajo l’arc-en-ciel. Luego, fue inevitable
conocer a los sordos de las ciudades que solamente escuchan a quienes tienen
reputación de sabios.
La paz y la concordia descansaban entonces, como hoy, sobre principios
muy debatibles. Se sabe que los adormecidos descansan mejor. Como hacer
sufrir a los demás por nuestras creencias es demencia, ningún dios de confección
humana es fácil de entender. Y la peor locura es creerse loco.
El homicidio Tiplín se había realizado con el beneplácito del dios que
libramos de su propio error. El negro era una bestia salvaje que sobraba en el
mundo. De haberlo partido un rayo, le habríamos dado gracias a Dios. Fue un
bien eliminarlo. No obstante, no se promulgó aquella verdad porque alguien
pudo haberla interpretado mal.
Nos hallábamos en un hospitalario clima, entre una copiosa flora arraigada
en feraces terrenos. La tierra de Meneses es negruzca, capaz de sostener una
alta calidad de vida. Las haciendas de mi parentela se extendían hasta unas
lejanías rojizas, sembradas de una variedad de la caña de azúcar llamada medialuna. Toda la comarca es verde y ondulada, erizada de altas palmeras; la gayan
azulados arroyos y la surcan sombríos riachuelos que bajan al mar serpeando
entre altos boscajes.
Nací afiliado por la sangre a una gente blanca y activa. Soy un accidente
natural del mediodía de Europa. La gente de mi raza y la tuya, llegada a Cuba
de España, expresa sus ideas y emociones con certeza y claridad. Después de
andar por el mundo y de observar otra gente, he comprendido la importancia de
la identidad racial: sin conocer a mi raza, no me entendería a mí mismo.
Tal como dijo el gran hombre, la realidad de la nacionalidad y la verdad de
la raza están a la vista de todos pero el vulgo no las ve ni las puede reconocer.
Para el europeo, el cruzamiento con otras razas en América ha sido nefasto.
Cuando el español se ayuntó con la negra o con la india no pensó en el porvenir.
Hoy, las consecuencias de aquellos actos de pasión salvaje se manifiestan en el
mestizaje devastador de la América actual.
Los menesinos de entonces no presentaban mácula de mezcla con los
negros.Aquella gente había vivido mucho tiempo respetando el derecho natural,
la ley, la vida, y trabajando la tierra. Como eran personas de ideas e impulsos
muy allegados, lograban vivir en paz a pesar de la durísima lucha por satisfacer
sus necesidades. Si el nacionalsocialismo hubiese resultado victorioso en el
mundo, aquellos hombres y mujeres hubieran hallado las circunstancias
propicias para desarrollar una alta civilización.
31
*
Mi primera amiga humana fue Mamatití, una tía-abuela de las Bauta.
Siempre vestía ropa de hilo, tan blanca como su cabeza. Cuando la conocí, a
los cien años de edad, la viejita se le sobreponía a una fractura de la cadera; se
apoyaba al andar en un taburete de madera y piel de chivo que empujaba delante
de sí.
Mamatití había alcanzado la cordura de la experiencia en esta vida y rezaba
a diario para llegar a la presencia de Dios en la otra. Por ella me enteré de que,
después de la muerte, se va a un sitio de donde no se regresa a este mundo.
Yo llegaba a la vida cuando Mamatití se iba. Habitábamos en casas
contiguas y sin números. Los portales, y las pasarelas de ambas viviendas,
mantenían una misma elevación con respecto a la calle. Como había tan sólo
un callejón estrecho entre las casas —que logré pasar a volapié por las pasarelas
a los once años— Mamatití me podía hablar desde su portal sin tener que esforzar
su gastada voz. Con leves reflejos de sol en el semblante, la viejecilla me
esperaba temprano en la mañana para conversar. Yo me acercaba al travesaño
bajo de la baranda, metía la cara entre dos balaustres, y la escuchaba atentamente.
Embebecía con cuanto Mamatití me contaba, ya fuese realidad o fábula. Casi
todas sus historias llevaban asociadas plácidas imágenes de la vida familiar:
me hablaba de su niñez, de su matrimonio y de los hijos que se le habían muerto.
Me refería historias de su juventud, cuando todavía no quería irse al Cielo
porque sus hijos la necesitaban.
Cuando me permitían andar por el vecindario, visitaba a Mamatití en la
saleta o en el portal de su casa. Algunas veces jugaba con bolines (canicas de
cristal) en el portal de cemento de su casa, dejándola alabar la certeza de mi
tiro e ignorar mis yerros. Ella elogiaba mucho también aquellos primeros dibujos
chapuceros que hice, donde abundaban los bohíos bajo el sol, los perros, las
vacas, los gallos, los caballos, los herbazales y los ríos; y hasta guardaba los
papeles que yo garrapateaba cuando estaba aprendiendo a escribir. Mamatití
jamás reía, salvo que yo le dijera alguna niñada; entonces, le corría una monería
por su cara vieja y me mandaba a acercarme para acariciarme.
De joven, Mamatití había sido una mujer esbelta, de rostro agradable. Los
ojos negros y grandes de la juventud habían perdido el tinte natural. En una
fotografía muy vieja, se la veía una mujer atractiva con su pelo recogido y dos
trenzas azabachadas cayéndole sobre el pecho. Había sido viuda treinta o
cuarenta años antes de conocerla. Aquella viejita serena, arrugadita como una
pasa, sabía muchas cosas de esas que no se aprenden en el colegio. Sabía, por
ejemplo, que no se puede vivir siempre donde todo muere, que en otra vida tal
vez no haya forma ni sombra para nadie y que esta vida es un viaje hasta donde
la eternidad encierra la existencia. Para ella, nunca hubo nada nuevo de gran
importancia en el mundo, ni siquiera las relaciones entre las cosas que halla la
32
ciencia y aprovecha la técnica; los automóviles no la entusiasmaban. Fue una
mujer práctica que jamás soñó con franquear el linde del pensamiento para
llegar al Eterno Misterio: se contentaba con su fe.
De mis conversaciones con Mamatití colegí que los enfermos detestan sus
padecimientos y que los viejos no se quieren morir. Deduje también que la
experiencia le enseñaba a algunas personas a desear más el Cielo que la tierra.
La viejita pasó al mundo de los recuerdos a los ciento-un años. La tendieron
en su casa unas horas antes de enterrarla porque entonces no se les sacaban las
tripas a los cadáveres. Yo le di un beso en la frente, asegurándome que estuviera
bien fría, porque me habían dicho que, algunas veces, enterraban a la gente
viva. El hembraje de su familia lloraba copiosamente durante el corto velorio.
Me parecía que allí sobraban lágrimas, pero no dije nada por no atentar contra
el decoro.
*
Mamatití me previno contra las inclinaciones de matar gallinas a pedradas
que había demostrado. Me enseñó que un buen diálogo es superior a la violencia
y que la personalidad se puede amoldar fácilmente a la convivencia de las
especies.
No volví a ser cruel con los animales casi nunca. En una ocasión, había
visto a una gata gris parir debajo de la mesa de la cocina en casa de las Bauta.
Recuerdo haberle comentado a Nélida, la criada de aquella casa, que uno de los
gaticos había nacido muerto, sin piel ni cabeza. Ella me aclaró que aquello no
era un gato, que era la placenta, el alimento de los gaticos cuando están en el
vientre.
Aquellos gatos proliferaron mucho, alimentándose de tripas de pollos y
otros desperdicios que hallaban en los tanques de basura. Un día, mi padre los
abatió a todos con una escopeta calibre 22 y dos enormes perros que produjo
Robertico, un primo suyo. Los gatos corrían exasperados por todo el traspatio
de mi casa. Recuerdo cómo, bajo un sol que ondeaba tranquilamente al mediodía,
ambos perros engancharon a la gata madre por los extremos y la partieron, aún
con vida, en dos pedazos. El espectáculo fue estrepitoso y muy sonado, pero
me dejó cierto desasosiego en los sentimientos. No me querellé contra los
ejecutores de los felinos porque semejante flaqueza no hubiera sido bien vista
en Meneses. Además, era cierto que los gatos jodían mucho con sus maullidos
y volteaban los latones de basura.
Robertico era hijo de un hermano de mi abuelo Segundo. Era también el
marido de su prima, Ana Delia, la mujer más bella de Meneses. Ana Delia era
exquisita, un ponderable ángel hembra; su sonrisa le quemaba el alma a los
hombres; tenía las carnes firmes y abundantes, orladas con placenteras curvas
femeninas en los pechos, las caderas y las piernas. La naricilla fina de Ana
Delia, sin ser respingada, era un primor; su piel era muy blanca y sus labios
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eran naturalmente rosados y carnosos. En sus ojos parecían siempre brillar
flecos de estrellas que invitaban al deleite de la contemplación.
El día que se casaron Robertico y Ana Delia, descubrí unas perlillas de
azúcar, parecidas a los bolines de las cajas mecánicas de rodaje, con las que se
acostumbraba a decorar las tartas (o cakes) en Cuba. Jamás pude entender por
qué salpicaban la crema de la tarta con aquellas bolas tan duras. La recepción
de la boda se hizo en casa de unos medios hermanos de Robertico que su padre,
el viejo Pancho —que se llamaba igual que el patriarca—les había sacado a
una buena mujer llamada Lugardita, quien hacía de organista oficiosa en la
iglesia.
Robertico y Ana Delia eran muy buenos jinetes. Algunas veces, los veía
saltar con sus caballos sobre barreras de caña-brava tenidas en alto por sus
criados. Durante mi pubertad, anhelaba secretamente jinetear sobre la fascinante
Ana Delia: le tenía una sana envidia a Robertico. Hasta entrada en años, aquella
parienta era linda y atrayente.
Los medios hermanos de Robertico eran unos individuos endurecidos por
la ilegitimidad, pero bondadosos con sus semejantes. Oscar, el mayor, montaría
una fábrica en Hialeah durante los años de exilio. Rolando, el menor, persiguió
a la hija de mi nodriza durante una visita al pueblo de ésta, al punto que mi
madre la tuvo que alejar de Meneses por miedo a que la ‘cargara’ y se repitiera
la historia de la madre de ella o de la de él mismo. Rebeca, la única mujer,
perdió el novio ante la belleza imponente de una rival legítima, una rubia de
anchas caderas que tenía los ojos azules y relumbrones. De resultas del perjuicio,
la feminidad se le escapó a Rebeca como el agua fugitiva del río y la consumió
un porfiado vicio homosexual. Un domingo, cuando yo tenía quince años y
ella diecinueve, estuvimos bailando apretaditos en ritmo slow;
desgraciadamente, la impetuosa erección que me levantaba el pantalón no la
animó. ¿Por qué Rebeca?
Rebeca era morena y esbelta.... atractiva. Por entonces comenzaron a
aparecer en Meneses mujeres jóvenes cuyos ardores amorosos eran tan
enérgicos, y cuyos temores a la maternidad eran tan
fuertes, que consentían a desahogar sus afanes
concupiscentes con otras mujeres. Rebeca parecía tener
un sexto sentido para hallarlas, amistarlas con labios
sellados y gozarlas a ocultas. Si al menos hubiésemos
sido socios ella y yo en aquella empresa...
En realidad, las pupilas negras de Rebeca
llamearían exclusivamente en la perversión lésbica
durante el resto de su vida. Yo seguí apreciándola
porque era buena. Aún hoy creo que, si se hubiera
mojado aquel domingo, yo hubiese intervenido muy
34
positivamente en su vida, llenándole el hueco que le había dejado su amarga
experiencia. Después de todo ¿quién no ha sufrido una desilusión amorosa? Si
nos encontramos ella y yo en el Cielo algún día, podremos hablar libremente
de este asunto.
*
Siete años después de haber venido a habitar en el cuerpo que cariñosamente
llamo ‘Yo’, comencé en el colegio Hermanos Maristas. Mi padre había comprado
una casa en Santa-Clara, al borde de la Carretera Central, en el kilómetro 303
entre La Habana y Santiago de Cuba. Santa-Clara era la ciudad más civilizada
de Cuba: en el Parque Central, los blancos nos paseábamos por dentro,
circuyendo la orquesta, y los negros pasaban rápidamente por la acera de las
calles que lo rodeaban. Las mujeres y los hombres caminaban en direcciones
encontradas, sonriendo civilizadamente y hablando al descubierto. Como el
parque era pequeño y la música que se tocaba en la glorieta del centro era
clásica, la gente de color se sentía repelida hacia los alrededores.
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De aquella respetuosa separación, en la que cada oveja buscaba su pareja,
manaban la paz y la concordia que jamás ha logrado el mundo liberal-altruista.
Es que, a decir verdad, el aura tiñosa no se debe aparear con el pavo real.
Durante el curso escolar, mi madre dejaba la casa de Meneses por la de
Santa-Clara. Mi padre se quedaba atrás, atendiendo a sus enfermos, y nos venía
a ver una o dos veces por mes. Eva Bauta, una de las Hijas de María, lo
acompañaba en el ocio, estimulándolo sexualmente con técnicas que mi
inexperta madre desconocía. De esa manera, mi padre no sentía la tentación de
irse al bayú (casa de putas) de Yaguajay. Siendo médico, estaba bien informado
de las enfermedades venéreas que se les pegaban a los desesperados en el
putisferio —¡yo ojeé los libros llenos de láminas que tenía! Mi madre tiene
reputación de no haber tenido amantes, razón quizás por la cual siempre padeció
de unas jaquecas que no la dejaron hasta pasada la menopausia.
Contrastaba Meneses con la chirriante y convulsa ciudad de concreto por
la paz, la sencillez de la vida y la naturalidad de la gente. En Meneses, el sinsonte
trinaba y los perfumes de las flores nadaban en la cresta del aire; hasta la silueta
trazada en el vidrio de una ventana, a contraluz de un quinqué, por el cuerpo
desnudo de alguna Hija de María, era hermoso.
A partir del día que me inyectaron en el ombligo, el sol se apagó unas dos
mil quinientas veces antes de conocer a los Hermanos Maristas y comenzar a
aprender en serio la Aritmética, el Español, la Geografía, las Ciencias y la
Religión. Los hermanos eran de la vieja raza que vivía llena de orgullo. A
muchos de aquellos reservados religiosos les había tocado pelear por el rescate
de España veinte años antes. Todos le profesaban un callado respeto al Caudillo,
Don Francisco Franco Bahamonde.
Mi madre me llevó a
matricular al colegio que
estaba junto a la iglesia del
Buen Viaje. Nos acompañó
Olguita, la hermana de
Rigoberto el maricón, que
estaba de paso por SantaClara. Nos atendió el
hermano Mauro, un
castellano
grueso,
temiblemente serio, de unos
cuarenta años. Olguita “la
chinita” se enamoró
perdidamente del Hermano
Mauro y, desconsolada por
el voto de castidad del
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religioso, se quejó ante mi madre. Olguita era
de una raza de chinos de ojos verdes y piel
muy blanca —gente de buen carácter moral,
aunque algo loca en la cama, según se
comentaba. La chinita hubiese podido ayudar
al Hermano Mauro a combatir las aflicciones
del celibato que lo ponían tan serio. Claro que,
siendo mi madre proclive al chisme, pudo
haber tenido conocimiento el hermano Mauro
de la pasión asiática que había provocado con
su habla culta y su fino acento. Se decía que,
a aquella china, los deseos de hacer el amor
le rebosaban las gónadas y le salían por los
ojos. ¡Qué inocente fue Mauro!
La comunidad religiosa de los Hermanos
Maristas había sido fundada por un francés,
el beato Marcelino Champagnat. Los HH Maristas se ganaban el pan enseñando
a niños inteligentes de familias de clase media o, preferentemente, alta. Cuando
los alumnos, como mi hermano menor, eran duros de entendederas, se los
regresaban a los padres.
Mi hermano menor era bien bruto, el pobre. Cuando yo estaba en cuarto
grado, mi madre lo tuvo que enseñar a leer porque los hermanos se habían
declarado incapaces de hacerlo. Mi buena madre, que se inculpaba de haber
tomado unas pociones de quinina para abortarlo, lo sentaba en la mesa del
comedor de la casa de Santa-Clara y le hacía practicar muchas horas cada día:
— A ver, Wifre, ¿la ‘M’ con la ‘e’?
— Bu.
— No, hijo, ‘Me’.
— Me.
— ¿La ‘C’ con la ‘a’?
— Ma.
— No, ‘Ca’.
— Ca.
— ¿La ‘R’ con la ‘i’?
— ¡Ahhh!
—¿?
— ¿...?
Cuarenta y cinco años después, cuando tuvo su primer ordenador, Wifre
Júnior le rompería las patucas a los conectadores de dos ratones tratando de
meterlos a la fuerza en la posición que no podían entrar. Siempre miró con ojos
de gran confusión, escuchó lo que no podía entender y razonó mal. Se
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entretendría gran parte de su vida durmiendo o riendo solo en un sillón. Un
psicólogo dijo que Wifre (Wifredo Sóstenes) era psico-afectivo y mi hermana,
Norma Paulina, diagnosticó que su hermano estaba ‘bien jodido’.
*
En el colegio hice algún enemigo. Había un niño llamado Solís que me era
sumamente antipático. Nos peleamos varias veces. Ya nos conocíamos las
tácticas: él pateaba, yo le cogía la pierna y lo tiraba al piso de cemento.
Inmediatamente, lo inmovilizaba en el suelo y le pegaba en la cara y en el
cuello. Claro que, siendo niños, no teníamos fuerza para hacernos gran daño.
Por fortuna, la ojeriza que le tenía a Solís se me quitó de repente. La familia
de Solís era protestante. Un día, Pacheco, uno de los más brutos de la clase, por
quien sentía un desprecio natural, gritó: “Vamos a pegarle a Solís que no cree
en la Virgencita de la Caridad”. Naturalmente, nadie lo secundó. Yo contemplé
los ojos caídos y estúpidos de Pacheco y me dije que aquello tenía que estar
mal porque no se avenía con las enseñanzas de los hermanos. Aquella tarde,
me dirigí a Pacheco, que llevaba enredado en el pelo un gargajo que le habían
soltado del segundo piso; le dije que le pegaría a Solís cuando me diera la gana,
no cuando otro me lo pidiera. Luego añadí en tono desafiante: “Pacheco, eres
un comemierda”. En adelante, no volví a pelear con Solís.
Mi maestro de primero, segundo y tercer grado fue el hermano Julián. Era
un ‘curita’ castellano de baja estatura y cara redonda que siempre estaba de
buen humor. En primero y segundo grado, separaba la clase en dos grupos
llamados Roma y Cartago que combatían académicamente. En tercer grado,
ponía ‘contrarios’ del mismo nivel académico a luchar por el derecho a asistir
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al ‘paseo de contrarios’; cada mes, el contrario que sacaba mejor nota iba una
tarde entera al campo de deportes del colegio y el perdedor se quedaba haciendo
tarea de Aritmética. Cuando teníamos un contrario muy duro un mes, nos ponía
otro menos estudioso entre los que habían triunfado la vez anterior para que
todos tuviéramos oportunidad de alcanzar la derrota y la victoria.
El hermano Julián instaba a los niños más piadosos a que fueran cruzados.
Los cruzados asistían a misa los domingos luciendo una capa de tela blanca
con una o dos cruces rojas cosidas por los hombros y las espaldas. A mí me
habían gustado mucho las películas americanas de cruzados y sarracenos, pero
como había tenido que ser monaguillo en Meneses, estaba harto de túnicas,
sayas y capas; por eso, y por no desear quedarme después de clases a aprender
las cruzaderías, no me quise inscribir.
El hermano Julián nos hacía la Historia agradable e interesante. Como
éramos hermanos de raza, nos habló de nuestra ascendencia española y de la
ocupación de las tierras americanas por parte de nuestros antecesores ibéricos.
Tal como le había ocurrido a Adolfo Hitler, me interesé enormemente por aquella
asignatura que me hablaba de mí mismo. Me bebía las palabras del hermano
Julián: el tiempo parecía volar en la clase cuando nos contaba las vicisitudes de
Cristóbal Colón y la historia de la colonización de nuestra patria. Nos habló,
sin ambages, de hombres ambiciosos como Hernando Cortés y Fray Bartolomé
de Las Casas, individuos que no se conformaban con su condición de granjeros
en la Cuba colonial: uno se había ido a conquistar la tierra de los aztecas,
donde abundaba el oro, y el otro había vuelto a España a divulgar exageraciones
de los desmanes de los colonizadores, infundios que los enemigos de su patria
esgrimieron con el fin de promover la famosa Leyenda Negra.
Sentado sobre su escritorio, mirándonos a los ojos, el hermano Julián nos
narró la toma de Méjico por Hernando Cortés y sus capitanes, Cristóbal de
Olid y Pedro de Alvarado. Transcurrieron varios días, que me parecieron
minutos, desde el principio al final de la historia. Mientras el hermano hablaba,
me sentía transportado en el tiempo al teatro de los acontecimientos.
El Hernando Cortés que nos presentó el hermano Julián se convirtió en el
héroe de mis fantasías. Era un extremeño de mediana estatura, cenceño pero
fuerte y diestro en el uso de las armas; tenía el rostro pálido y era algo estevado.
Sabía el Latín y era bachiller en leyes. Usaba gorra de terciopelo, era porfiado
y oía misa con devoción.
***
Después de haber preparado su expedición desde Cuba, Hernando Cortés
cruzó el Golfo de Méjico. Pasó a la Nueva España en 1519 con 346 soldados.
Mediante un ardid, apresó a Montezuma, gran señor de Méjico, quien se había
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creído un viejo mito azteca que anunciaba la llegada de un hombre blanco que
conquistaría a su pueblo—¡no se puede creer todo lo que se oye!
Diego Velázquez, quien fuera gobernador de Cuba desde 1511, se llenó de
envidia cuando supo que Hernando Cortés había zarpado para Méjico. Envió a
su capitán, Pánfilo de Narváez, con 1300 hombres a tomar la tierra en su nombre
y a prender a Cortés. Hernando Cortés tuvo que abandonar Méjico para marchar
contra Narváez—acción fratricida de ambas partes, impulsada por una enajenada
ambición. Dejó custodiando a Montezuma a su fiel Pedro de Alvarado con
ochenta soldados sospechosos de ser más amigos de Diego Velázquez que de
él mismo.
Regalando oro y valiéndose de ardides de guerra, Hernando Cortés
desbarató a las fuerzas de Diego Velázquez y prendió a Narváez. Cortés contaba
solamente con 266 soldados sin caballos, ni escopetas, ni ballestas, sino con
picas, espadas, puñales y rodelas. Pancho de Narváez llevaba, entre sus 1300
hombres, noventa de a caballo, noventa ballesteros y ochenta espingarderos.
Durante la ausencia de Cortés, los mejicanos celebraron areítos frente a
las cúas de Uichilobos, su dios de la guerra, y se alzaron en la ciudad de Méjico.
Pedro de Alvarado le advirtió a Montezuma que tenía la muerte frente a sus
ojos, que les ordenara a los mejicanos dejar de guerrear—al cabo, lo tuvo que
matar. Narváez les había mandado a decir a los mejicanos que Cortés no tenía
licencia de su rey para atacarlos. Entretanto, los españoles de Narváez y los de
Cortés se hicieron amigos y volvieron a Méjico a socorrer a Alvarado. En ocho
días de hostilidades, los mejicanos lograron matar, sacrificar y comerse unos
862 españoles y más de 1000 de sus aliados tlaxcaltecas. Cortés había hecho
una alianza con los tlaxcaltecas, unos indios enemigos de los mejicanos, a los
que les había prometido tierras.
De aquella batalla solamente lograron escapar de Méjico 440 soldados y
22 caballos. Los españoles se reagruparon en las orillas del río Pánuco. Allá les
llegaron ayudas de soldados enviados por el gobernador de Jamaica, Francisco
de Garay y hasta del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, quien creía que
estaba auxiliando al derrotado Pánfilo de Narváez.
La toma de Méjico por la laguna consistió de una serie de rebatos con los
indios. Los mejicanos les tiraban a los escopeteros y ballesteros varas, flechas
y piedras desde lo alto de sus edificaciones. Los españoles les derruían las
casas a los indios y cegaban las calzadas por donde éstos podían contraatacar
en gran número; así, recibían al enemigo ordenadamente, unos disparando y
otros cebando sus escopetas. Los ibéricos les trastornaban las canoas a los
indios con bergantines que navegaban junto a las calzadas, abriéndose paso
entre numerosas estacadas con las que los mejicanos trataban de entorpecerlos.
Los indios ocultaban sus piraguas, o canoas grandes, entre carrizales para
emboscar a los españoles.
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Los heridos tenían que participar en todas los encuentros. Curaban sus
heridas con aceite hirviente y las santiguaban; luego, entrapajados, peleaban
todo el día y gran parte de la noche. Descansaban brevemente en ranchos astrosos
que no los resguardaban de la lluvia. Comían yerbas, cerezas de la tierra y las
tunas (nopales) que estaban en sazón.
Por adelantarse demasiado en una acometida, Hernando Cortés cayó en un
hueco, donde los indios lo engarrafaron. Lo salvó Cristóbal de Oloa, quien
pereció en el combate después de matar a varios indios con la espada. De haber
caído Cortés en manos de los mejicanos, lo habrían llevado a bailar en una cúa,
delante del Uichilobos; lo hubiesen puesto de espaldas encima de una piedra
laja y le hubiesen aserrado el pecho con un navajón de pedernal; le hubiesen
sacado el corazón bullente y se lo habrían ofrecido al ídolo; hubiesen echado
su cuerpo gradas-abajo, para que los carniceros le cortaran las extremidades y
le desollaran la cara para usarla de adorno; le hubiesen comido las carnes de las
piernas y las de los brazos con chilmole y le hubiesen echado su barriga y sus
tripas a los animales carniceros que tenían; y aun les hubiesen mandado a decir
a los otros españoles que la carne de Cortés era tan amarga que no la podían
tragar.
Los indios tlaxcaltecas desertaron cuando vieron morir a tantos españoles.
Se leía gran confusión en sus señales de humo. Creyeron durante un momento
que los dioses iban a favorecer a los mejicanos. Cortés rebatió aquella opinión
tan poco cristiana, diciéndoles que Nuestro Señor Jesucristo les daría la victoria
a los españoles.
Cortés tomó parecer de sus capitanes y soldados. Decidió cortarles el agua
a los mejicanos. Poco después, cayó Méjico. Eran tantos los cadáveres de amigos
y enemigos por todas partes que había una gran hedentina en la ciudad.
Los españoles hallaron muy poco oro entre las ruinas. Cundió entre ellos
el rumor de que los de los bergantines se habían quedado con las riquezas de
los jefes indios que habían matado ó apresado cuando estos habían intentado
escapar por la laguna. Después de apartar un quinto para el rey y el otro quinto
para Cortés, tocaron a setenta pesos cada soldado.
El negocio no cuadró porque entonces una escopeta valía cien pesos y un
caballo más de ochocientos. No había ni con qué pagarles las curas a los
cirujanos. Por caridad, los soldados repartieron el dinero entre los que quedaron
mancos, cojos, ciegos, tuertos, sordos, tullidos o enfermos de la tripa. Hernando
Cortés repartió inmediatamente solares en Méjico para iglesias y monasterios,
casas reales y plazas. Anonadado por el triunfo de Cortés, Narváez le besó la
mano; más adelante, sin embargo, se querellaría contra él en la Corte.
Cerrado el capítulo de Méjico, los soldados españoles se sumaron a las
nuevas expediciones que salían por otras provincias a buscar minas de oro. Los
41
indios resistieron enérgicamente las incursiones de los blancos. En unos pocos
meses, sacrificaron y comieron más de 500 españoles de los de Garay.
Hernando Cortés mandó levantar un hospital y un colegio en Méjico. Los
frailes jerónimos, que estaban por gobernadores en Santo Domingo, le dieron
licencia para hacer esclavos y marcar con un hierro en la cara, que fue una ‘G’,
a los indios que rehusaran bautizarse o le dieran guerra.
Después de ganado Méjico, Don Pedro de Alvarado, a quien los mejicanos
le apodaron “El Sol” porque era rubio, fue comendador de Santiago y adelantado
y gobernador de Guatemala. Había creído Montezuma que se cumplía la profecía
de la vuelta de los dioses rubios, o teules. Alvarado murió en Jalisco yendo a
socorrer a un ejército.
Gonzalo de Sandoval, capitán prominente y alguacil mayor en la guerra de
Méjico, fue gobernador en la Nueva España. Murió en Castilla cuando fue con
Hernando Cortés a besar los pies a Su Majestad. ¡Qué muerte tan espantosa!
Cristóbal de Olid, capitán y maestre de campo en las guerras de Méjico,
murió degollado por justicia. Se había alzado en Naco con una armada que le
había confiado Hernando Cortés. El hombre ibérico, tan superior al nórdico
individualmente, muestra una gran inferioridad respecto al último cuando debe
organizarse.
El hermano Julián omitió ciertos entresijos de la historia de la conquista
de Méjico que tuvimos que hallar por cuenta propia en las obras de Bernal
Díaz del Castillo. No nos dijo, por ejemplo, que muchas indias capturadas por
los españoles se negaban a volver con los suyos porque estaban preñadas de los
soldados. Las mejicanas preferían a los amantes españoles porque los de su
raza, además de ser crueles, borrachos y sucios, eran sométicos (maricones) y
se embudaban —y las embudaban a ellas— por las partes traseras. Los de la
desembocadura del río Pánuco fueron castigados por Nuño Guzmán, quien los
hizo a casi todos esclavos y los envió a vender a las islas.
Los más degenerados entre los indios de La Nueva España, los que vivían
en las costas y las tierras calientes, andaban vestidos en hábitos de mujeres y
eran prostitutos. En Pánuco, se embudaban por el sieso con unos cañutos. Todos
comían carne humana así como nosotros comemos la carne de las vacas. En
todos sus pueblos tenían jaulas de madera en las que metían a engordar indias
e indios jóvenes, y hasta niños, para sacrificarlos y comerlos. Eran incestuosos:
tenían excesos carnales hijos con madres, hermanos con hermanas y tíos con
sobrinas.
El hermano Julián nos contó, de pasada solamente, que los mejicanos eran
‘viciosos’ y que unos buenos religiosos franciscanos y dominicos les dieron el
buen ejemplo y les enseñaron la santa doctrina. Ni siquiera mencionó que los
soldados españoles casados no echaban de menos a sus esposas porque preferían
el concubinato y la poligamia.
42
Terminó el hermano Julián la historia con el reconocimiento de Hernando
Cortés, quien fue a España a defenderse delante del rey de las acusaciones de
sus enemigos. Allá le nombrarían Marqués del Valle, y Capitán General de la
Nueva España y de la Mar del Sur. Por ese tiempo se casó de nuevo. Su primera
mujer, Catalina Juárez, una de las españolas que habían pasado a Cuba de
Santo Domingo en 1509, había muerto en Méjico.
En el viejo mundo, Hernando Cortés participó en la gran armada contra
Argel, que fracasó. Al pasar de África a España, tuvo tiempos contrarios y,
dando al través la galera en la que iba con sus hijos, estuvo a punto de perecer
en la tormenta. Lograron salir de la galera con la muerte al ojo.
Cuando murió Hernando Cortés, el dos de diciembre de 1547, cerca de
Sevilla—después de haber recibido los Santos Sacramentos, según subrayó el
hermano Julián—dejó dos hijos varones bastardos y tres hijas: una con una
india de Cuba, otra con una india mejicana y otra, que nació contrahecha, con
otra mejicana.
Si bien desde 1497 Colón había llevado las primeras treinta blancas al
nuevo mundo, el número de mujeres de Castilla fue siempre bajo con relación
al de los hombres. Algunos españoles se casaban con indias principales pero
los más no las tomaban por esposas por considerarlas incapaces y feas. Se tenía
entonces una gran estima por la mujer española; además, como morían
frecuentemente los hombres, muchas viudas de Castilla heredaban indios y
tierras.
Como he dicho, en boca del hermano Julián, la Historia se nos hacía
interesante. La única falta que le hallé fue que le faltaba la pimienta que sobraba
en las historias de Meneses.
***
Pero a ti la historia militar no te seduce, Nenita. Sigamos hablando de
Meneses.
Durante los períodos de vacaciones, regresábamos a Meneses. Algunas
veces, por curiosidad, examinaba el quehacer del Dr. Wifredo Delgado Barrena.
Del comedor de la casa de mi madre se pasaba directamente a la sala de
operaciones de mi padre. En esa parte del consultorio había una mesa larga, un
aparato de rayos-X, un cuarto de revelar radiografías y dos gabinetes con puertas
de cristal llenos de instrumentos médicos y de productos antibióticos y
antisépticos.
Algunas veces me quedaba a mirar cómo mi padre les cosía las heridas en
el dorso de la mano a los cortadores de caña: primero les limpiaba la lesión del
machete, después les anudaba los tendones con unas pinzas estériles, luego les
espolvoreaba la herida con antibióticos, la cosía y la vendaba. Creo que les
43
ponía anestesia local. A
fuerza de verlo repetir la
operación, me sentía
capaz de hacerlo yo
mismo.
Una
mañana,
mientras desayunaba mi
pan con mantequilla
holandesa, me llegaron
a los oídos sonidos de
agua derramada por el
piso del consultorio. Me
asomé y hallé a mi padre
esforzándose sobre la
hija del encargado de la finca de mi abuelo. La había embudado por la boca y le
vertía agua esófago-abajo para obligarla a vomitar. La muchacha devolvía el
agua disuelta en una tinta azul oscura, casi púrpura. A la cuarta o quinta vez,
cuando el agua salió clara del estómago de la muchacha, él la dejó descansar
sobre la mesa. La niña estaba sudorosa y llevaba impresa la palidez de los
cadáveres en el rostro.
La guajirita era morena, de pelo lacio azabache. Tenía unos quince años.
Vivía con sus padres en una casa de madera, próxima a una mata de carolinas.
Reía por leve causa, como casi todas las muchachas del campo. Por los días de
Semana Santa, la había visto cantar alborozada, como los pintados pajarillos
que se apareaban. La muchacha andaba descalza bajo el copudo árbol, pisando
las carolinas de flecos rosados que tapizaban el suelo. Recatado detrás de la
bomba del pozo de agua que había frente a la casa, la había estado observando
largo rato porque la hallaba muy bonita.
La guajirita había ingerido un frasco de veneno. Su ropa estaba manchada
de la llamada ‘tinta rápida’, un producto que se utilizaba para devolverle el
color al cuero de los calzados antes de aplicarles betún. Oí a mi padre aconsejarla
de no volverlo a hacer porque, según le dijo: “Todo tiene solución”. En Cuba,
tales exhortaciones no se consideraban fuera de la profesión médica.
La vicisitud de la muchacha nos produjo gran pena a todos. Mi madre le
dio una camiseta amarilla con un cordón en la abertura del pecho que me habían
regalado el día de mi cumpleaños —yo no la había puesto nunca porque me
parecía ‘de niña’; a ella le quedaba mucho mejor que a mí porque le marcaba
los lindos senos. Como mi madre no sabía callar, la espié unos minutos y le oí
referirle a Eva Bauta, la vecina y amante de mi padre, que la muchacha se había
querido suicidar porque el novio la había dejado en estado. Aparentemente, el
novio había resultado ser otro de los muchos hijos-de-putas que, a fuerza de
44
engañar y deshonrar la inocencia, hicieron putas a muchas mujeres antes que
éstas se rebelaran e hicieran cabrones a todos los hombres. La niña se había
asustado porque creyó que el destino la había hallado y sintió temblores ante el
espectro de una sombra negra en su porvenir. Más que de una cuita de amor, la
muchacha sufría la deshonra ante sus padres y la sociedad—que era, y es, bien
hipócrita. Creo que mi padre la aconsejó bien, pero esa parte de la historia no
salió a la luz por boca de mi madre. Poco antes, otra guajirita en igualdad de
circunstancias se había rociado el cuerpo con gasolina y se había prendido
fuego.
Algunas veces, mi padre me llevaba en el yipi (jeep, vehículo alto con
opciones de tracción en las cuatro ruedas y piñón pequeño de engranaje) a
visitar enfermos. En una ocasión, llegamos a un bohío donde había una guajira
de parto. Tenía contracciones, pero el guajirito no le salía del útero. Mi padre
no llevaba los fórceps en el maletín negro de sus instrumentos. Por fin mandó
a desarmar una silla de mimbre y a hervir las tiras que corrían por el respaldar
y el asiento del mueble; con ellas enlazó al bebé y lo sacó a la vida. A los pocos
días, la familia fue por la consulta de mi padre con cuatro pollos y un saco de
malangas: la mujer había tenido un buen sobreparto y la criatura se había
recuperado completamente del trauma del nacimiento.
El doctor Wifredo Delgado vivía con la contentura de escuchar a otros
decir, creyéndolo además, que él hacía falta en el mundo. Era el único menesino
que tenía su nombre entallado en bronce al frente de su casa. Y cuando erró en
sus funciones, lo supo él nada más. Una vez le escribió al Papa. Le mandó a
decir que había ocurrido un milagro en su consultorio. Un niño se le había
muerto en la mesa de reconocimiento. Él le había rezado una oración al Corazón
de Jesús y el niño había resucitado. El Papa nunca le contestó.
La última vez que salí a hacer visitas médicas con mi padre, escuché
alarmado historias de maltratos. El encargado de recoger el peaje en el camino
de Jobo Rosado, un hombre joven, le contó cómo la Guardia Rural lo había
golpeado por creerlo adherente o simpatizante de los que deseaban derrocar a
un presidente mulato llamado Batista. Según dijo, Cárdenas, un guardia que yo
conocía, le había dado plan-de-machete, o sea, una golpiza con la parte plana
del sable. Todo aquello habría sido autorizado por el sargento Sotuyo, cuyos
hijos yo conocía. Animado con su propia conversación, el encargado de la cadena
(toll booth) habló también de los presuntos asesinatos de un sitiero y un porquero
que no conocíamos cometidos por Cárdenas y otro guardia de nombre Márquez.
*
En el cuarto grado tuve de maestro al hermano Javier, un valladolidano de
ojos muy hundidos detrás de las gafas. Era un tipo seco que nos obligaba a
permanecer demasiado tiempo en fila antes de clase, por orden de estatura, a
un paso de distancia y en silencio absoluto. Con el hermano Javier, el Infierno
45
se volvió un lugar muy desagradable donde la gente se quemaba con fuego
eterno sin consumirse. Nos leía todos esos primores de un libro negro y feo. En
el cuarto grado, el pecado llegó a ser una cosa muy seria. En el libro de Historia
Sagrada leí, y llegué a creer, que Josué había mandado a parar el sol para ganarle
un asedio a los palestinos o filisteos.
Ese mismo año, el hermano Luis, un cubano rubio, de ojos hundidos
también, sustituyó al hermano Mauro en la dirección del colegio. El hermano
Luis era un hombre muy agradable, salvo cuando hablaba de religión. El mes
de mayo, al que los Hermanos Maristas llamaban el mes de las flores, se le
dedicaba a la Virgen María. Cada día del mes, antes de clase, el hermano Luis
pronunciaba ante todo el alumnado oraciones marianas. Lo hacía en el patio
interior del colegio, debajo de la enorme estatua de Nuestro Señor Jesucristo
que estaba colocada entre dos columnas, en el segundo piso. El hermano Luis
era capaz de pronunciar charlas que movían a la piedad y nos contaba historietas
de niños salvados por la fe.
Una de las relaciones del hermano Luis me turbó durante algún tiempo. Se
trataba de un niño muy malo, como yo, que se peleaba con los otros, mentía y
decía malas palabras. Igual que yo, el niño malo llevaba colgado del cuello un
escapulario con la imagen de la Virgen María de un lado y el Corazón de Jesús
del otro. Creía que así frustraría los intentos del Diablo por llevárselo al Infierno
en caso de ocurrirle alguna desgracia. Un día, el niño cayó a un pozo y se
ahogó. En su caída, no obstante, perdió el escapulario, que quedó enganchando
en un pincho. Había muerto en pecado porque con Dios no se juega. Me estuve
preguntando durante mucho tiempo cuántos de aquellos que pueblan los
cementerios han muerto en gracia de Dios o con su escapulario en el cuello.
Aquellas historietas del hermano Luis
producían miedos y temblores entre los
niños. A los que tenían la lengua más
ponzoñosa se les aflojaban las piernas y
les subían los tonos pálidos a la cara; se
les podía adivinar en los ojos que estaban
jurando no pecar jamás. Yo escuchaba
alarmado, siempre elevando una muda
protesta desde ese trozo de pecho donde
el sol no llega. En verdad, ponía en tela
de juicio aquella sabiduría del hermano
Luis; pero callaba porque, cuando se está
entre cuerdos, hay que actuar igual que
ellos para no ser tomado por loco.
Ningún estrellero predijo que, poco
después, el hermano Luis se iba a fugar
46
con la esposa del propietario de un comercio llamado El Tigre de Oro. Luego
supe que se trataba de la madre de un alumno de los Maristas. En realidad, el
hermano estaba muy solo y anhelaba compañía. Yo me alegré de saber que su
corazón no era una máquina, que él también, como los hombres de Meneses,
sentía un encendimiento grande cuando olía a la hembra. Según se corrió por
Santa-Clara, se fue a fincar con su amada a La Habana.
También hice amigos entre los niños que, además de asistir al mismo
colegio, vivían en el mismo barrio. Raulito, Osvaldito, Emilio y yo jugábamos
al frontón con pelota de goma mientras esperábamos el segundo viaje del autobús
que nos repartía por nuestras casas. Me gustaba aquel juego porque era tan
engañoso como apabullador.
Raulito se haría médico en Puerto Rico. Yo estudiaría ingeniería en Miami.
Osvaldito sería empleado de una compañía de seguros en Miami. Emilio fue
ingeniero civil y arquitecto en Nueva York. Casi todos mantuvimos matrimonios
estables.
Ni Raulito, ni Osvaldito, ni Emilio fueron seleccionados para el coro. El
hermano Martín apareció repentinamente en el aula un día y nos mandó a imitar
un do alto pronunciado: “¡Haa!”
A los que entonaban con voz
fina los puso en el primer grupo
y a los que entonábamos con
voz menos fina en el segundo.
Practicábamos un par de veces
a la semana para cantar durante
la misa del domingo. Creo que
de aquella experiencia
germinaría cinco años después
mi deseo de aprender a tocar
guitarra y a cantar rock-and-roll
(rocanrol) cuando apareció en el
mundo la histeria de gritar
liderada por los Beatles.
La viejísima guagua (autobús) del colegio era conducida por un Carlos
pequeñajo y oscuro que tenía los pocos dientes que le quedaban en el maxilar
inferior torcidos hacia su izquierda. Carlos controlaba la puerta de entrada y
salida con una palanca. El que nos cuidaba, un viejo con la cara surcada de
arrugas, también se llamaba Carlos. Durante las idas y las vueltas, los niños
tomábamos cierto solaz contándonos películas que habíamos visto en uno de
los cuatro cines de Santa-Clara.
Osvaldito vivía en un barrio próximo a la ciudad llamado La Vigía. Como
el curso natural no se puede torcer, los niños comentaban con los labios —y los
47
dos Carlos con los ojos —lo buena hembra que estaba su madre cuando la
veían en la parada del autobús. La mujer tenía bonitas piernas, cuerpo en forma
de botella de Coca-Cola, y le quedaban de maravilla los vestidos chemise que
se usaban entonces. El más añejo de los Carlos parecía traspapelar la caduquez
natural de su edad en las caderas de la madre de Osvaldito.
Valentín, un alumno retrasado de grado respecto a su edad, bastante mayor
que nosotros, muequeaba la boca como un imbécil para decir lo buena que
estaba la madre de Osvaldito. Valentín me sirvió de medida en los primeros
grados. En primer grado, me pegó junto al bebedero del pasillo y tuve que
acudir a mi primo Alberto, que estaba ya en los grados superiores, para que al
día siguiente le diera un pase-de-leña. A los pocos años, cuando me había
desarrollado y fortalecido con los deportes, lo alcancé en tamaño y le propiné
una humillante paliza que resultó en concusiones y algún escarnio para su rostro.
Así quedó vindicada la antigua afrenta. ¡Eso sí: lo maltraté sin rencor! No sé si
provoqué aquella pelea por venganza, por aburrimiento,
por lucirme ante las muchachas del barrio o por alguna
otra sinrazón.
Raulito, mis primos Alberto y Alicia y yo vivíamos
en el reparto de chalets nuevos cerca de la Carretera
Central. Raulito tenía dos hermanas menores de pelo
castaño claro, ojos verdes como las hojas de los platanales,
y la piel bronceada por los baños de sol. Muchas veces,
me cruzaba con ellas en bicicleta por las calles del reparto.
Me hubiera gustado hacerme noviecito de la mayor, pero
éramos muy niños. Su padre también era médico.
***
El primer libro que leí por curiosidad fue La Iliada. Los hermanos me
habían dicho que su autor era ciego, así que no se sabe quién lo escribió. De
haber recitado él mismo toda la obra, se podría decir que Homero habría tenido
muy buena memoria. Posiblemente, Homero se pasara un día entero con un
mendrugo de pan, un puñado de aceitunas, una cebolla y algún higo. Su buena
memoria se debería seguramente al hecho de que, después de recitar la Iliada,
le darían un trozo de cordero asado o un pez.
Se decía que entre Homero y otro griego, llamado Hesiodo, les habían
inventado nombres y quehaceres a unos dioses henchidos de pasiones y
sentimientos humanos. Aquellos dioses bebían ambrosía y néctar y eran más
bellos y fuertes que los hombres. Me imagino que ambos poetas se dirían:
“Inventemos hombres mejores y llamémoslos dioses, para hacer literatura”.
Me pareció interesante, por ejemplo, la historia de Atenea, la hija sin madre
salida de la cabeza de Zeus de resultas de una violenta migraña; quizás, de no
48
haber hallado el poeta la palabra que rimaba, Atenea hubiese brotado de un
dolor de tripas de Zeus y estuviese asociada a las letrinas. Hera, la esposa de
Zeus, también tuvo un hijo sin padre porque los griegos eran insólitos y
depravados en cuestiones de sexo.
Además de vivir tan confundidos como nosotros respecto a hombres y
dioses, los griegos eran fetichistas. Adoraban la piedra de Delfos, las encinas
sagradas de Zeus, el olivar de Atenea y la fuente salada de Poseidón. Les rendían
culto a los sátiros con patas de macho cabrío y cuernos, a los tritones con cola
de pez, y a los centauros con zaga de caballo. Tal vez hubiesen sido tan
bestialistas como los campesinos menesinos en un principio.
Igual que los mejicanos, los griegos no conocían el sentimiento del pecado
ni la culpa. Eso lo aprendimos de los mediorientales. Para ellos, la muerte era
el fin de una vida en la que era posible hallar ninfas hermosas y cíclopes horribles.
Después, el alma se marchaba en un suspiro y se volvía otro espectro melancólico
que vagaba por el Hades.
Los griegos sentían terror a ensombrecer en el olvido. Como querían ser
inmortales, algunas veces morían heroicamente en plena juventud. Claro que
casi todos preferían vivir en la cobardía y aspiraban a afirmarse en la mente de
los demás por medio de artificios propagandísticos, sin arriesgar nada.
Creo que, de saber las cosas que aprendí en La Iliada y la Odisea, los
hermanos jamás hubiesen recomendado su lectura. No sé si sospecharon que,
en la edad madura, aquellas leyendas épicas me impulsarían a buscarle otros
matices a la vida en la poesía de Píndaro y en las reflexiones de Aristóteles. Lo
que los hermanos no tuvieron necesidad de enseñarme, sin embargo, fue que el
método socrático de hacer que la gente se contradijese no iba mucho más allá
de la mariconería de Sócrates, que era un viejo pederasta.
Pude colegir de La Iliada y La Odisea que, al igual que la gente de hoy,
nuestros padres intelectuales se complacían escuchando historias salpicadas
de sangre ajena. Se recreaban con episodios de cabezas que caían, espadazos
en el hígado, rodillas que se aflojaban, sangre negra escapándose por una herida,
lanzadas detrás de la oreja, dientes rechinando de miedo, desparramos de sangre
humedeciendo la tierra y espíritus que abandonaban los miembros de quienes
atrapaba la odiosa oscuridad de la muerte. Mientras más grotesca les hacía la
narrativa, más les gustaba: escenas de perros saciando el hambre con la grasa
resplandeciente de los muertos, punzadas que hacían saltar la pupila del ojo,
horribles jadeos y vómitos de sangre, sonidos de cabezas partidas, costillares
enrojecidos por las armas, bramidos sanguinolentos, narices y bocas abiertas
expulsando plasma cuajado, pedradas rompiendo huesos, y héroes arrastrando
los intestinos por el campo de batalla.
Los griegos eran susceptibles al encanto de la poesía porque los poetas les
hablaban del granizo de Zeus que vuela de las nubes y se mete en la carne
49
joven para infundirle valor, de la gloriosa batalla que revela el color inmutable
del valiente y del espíritu divino del dios de la guerra que los llena de fuerza y
valor.
Hoy, a pesar de tener religiones que nos prometen la vida eterna, seguimos
temiéndole a la muerte. Por ser mucho más desafectos a la poesía, no entendemos
que en la huida no hay gloria. Muchos dicen que el mundo está jodido, pero yo
prefiero pensar que los hombres se entienden mucho mejor a sí mismos. Como
fueron poetas y cantores quienes dotaron de contenido la historia griega, sus
héroes fueron semidioses. Los estados modernos, como sabemos, tienen que
apoyarse en la estupidez y la ignorancia: los mejores entre los hombres son
unos tipejos ridículos.
Los dioses griegos les hacían saber su voluntad a los hombres mediante
presagios y oráculos. Hoy nos mandan a decir cuanto debemos pensar y hacer
por los canales de la televisión en colores. En Grecia, bastaba frotar un roble
reviejo en el oráculo de Zeus para lograr una contestación. Ahora se reza en
cualquier iglesia. Las antiguas bacantes celebraban orgías en honor a Dionisio
bailando con la cabellera suelta y antorchas al son de la flauta y el tambor;
anhelaban caer en el estado de ‘locura sagrada’ para que sus almas se liberasen
del cuerpo y se uniesen a la divinidad, permitiéndoles así ver el porvenir y
profetizar. La gente de hoy hace lo mismo embriagándose o drogándose.
En lo más profundo del templo del Parnaso se hallaba la pitonisa. Estaba
sentada en un trípode, sobre una fuente que brotaba de una gruta subterránea
donde no se podía entrar. La sacerdotisa caía en éxtasis y profería palabras
incoherentes que los sacerdotes interpretaban de una forma muy general para
obviar errores. Las técnicas de mercadeo y propaganda de hoy han actualizado
y superado dichas mañas.
Claro que, cuando leí La Iliada me recreé demasiado en la acción de los
combates. Ni siquiera me di cuenta de que Aquiles era un sodomita impulsivo.
Más adelante aprendí a entender.
***
Norma Paulina, mi hermana, estudiaba en el Teresiano, un colegio de
monjas en Santa-Clara. Ella era poco aguzada en el estudio de las Matemáticas.
Habitualmente, para poder pasar de grado, tenía que pasarse los tres meses de
vacaciones estudiando en Meneses, instruida por un maestro particular. La
ponían a repasar en una caseta de grandes ventanas entre el patio y el traspatio,
donde mi padre tenía colgado el esqueleto de un gallego que había muerto sin
familia que reclamase los huesos. Nuestro hermano menor, que era bruto para
todo, terminó en un colegio parroquial de bajo nivel en Yaguajay después del
primer grado.
50
Norma Paulina
y Alicia, nuestra
prima segunda,
hicieron
una
amistad que les duró
toda
la
vida.
Además de sufrir
juntas los esfuerzos
de las monjas de
Santa Teresa de
Jesús por educarlas,
pasaron los peores
momentos del exilio
unidas en un colegio
de monjas en Texas
que dirigía Carmen,
una tía de mi padre por parte de su madre. En Santa-Clara, me enamoraba
mucho de sus amigas. Primero me gustó Margarita, una muchacha bonita,
pecosa, alta y de buen busto. Luego me atrajo Julita, una que acabó de monja
cuidando leprosos de resultas de un cargo de conciencia nacido de un
fusilamiento de la Revolución—supuesto castigo por el asesinato de su padre.
También me gustó una compañera suya que nos visitó durante tres días en
Meneses, Diana, una niña muy delgada, pequeña de estatura y algo bizca. Jamás
supe cómo llamarle a aquellos enamoramientos infantiles, pero eran bonitos.
Al principio, no me sentía tan a gusto en Santa-Clara porque el aliento del
asfalto era agobiante y los calores de la sabana eran consuntivos. La ciudad me
parecía una prisión llena de caminos asfaltados. En Santa-Clara no montaba a
caballo, aunque en ocasiones rondaba en coches tirados por caballos. Los paseos
en bicicleta tenían restricciones impuestas por el tráfico. Los programas de
televisión eran aburridos y la radio transmitía noticias que no me interesaban,
canciones banales y afrocubanismos groseros.
Pasaron todos los años de mi niñez antes que aprendiera a estimar aquella
morada, en la que teníamos un patio grande sin perro. No fue hasta la pubertad,
cuando tú y yo comenzamos a entreponerle al ocio las delicias de la sensualidad,
que la casa de Santa-Clara me pareció un lugar agradable, capaz de provocar
un suave sueño en los ojos. Aquella aventura contigo, a espaldas de todos,
produjo la centella de la que brotaría el enorme incendio donde he incinerado
el hastío natural de vivir. Por preservar la paz en nuestra casa religiosa, toda la
familia tuvo que ignorar los pormenores de mi amistad contigo. Para mi madre
hubiera sido un gran pecado, para mi padre una estupidez—él había tenido una
hija fuera del matrimonio a los diecinueve años—, para mi hermana un
51
atrevimiento escandaloso censurado por las monjas, y para Wifredo Sóstenes
un objeto de frustración.
Mi madre, que tenía ya los cabellos
entrecanos, seguía sufriendo de jaquecas.
Cuando estaba en pie, malcriaba a Wifre Júnior
por lástima. Wifredo Sóstenes vivía con la cara
enfurruñada y ponía la boca en forma de
trompeta para llorar por cualquier idiotez. Era
enredador y disparatado para hablar también:
en una ocasión, le dijo a mi padre que mi madre
salía a pasear en automóvil con un vecino
cuando él no estaba.
52
*
Como te he dicho, antes de tu llegada a la casa de Meneses, teníamos dos
sirvientas. Olguita era pequeña y regordeta; su hermana, Gina, era jorobada y
enjuta de carnes. Olguita era la gastrónoma: cocinaba, fregaba los platos y
buscaba la provisión de la casa; me gustaba porque era dulce y, cuando salía al
patio, los rayos del sol chispeaban en sus pupilas verdes. Gina lavaba, tendía y
planchaba la ropa, limpiaba la casa, fregaba el piso y sacudía el polvo. Mi
padre les pagaba poco, como a todas las empleadas domésticas de Meneses.
Olguita y Gina vivían con su madre, Lunga, y con un hermano en una
pequeña casa de madera de la Calle de Atrás, una vía empedrada que corría
paralela con la Calle de Alante, de norte a sur, por casi todo Meneses. Lunga
era una vieja delgada, canosa, con ojos de un gris sucio, que fumaba cigarrillos
de papel amarillo y escupía. El hermano, Monguito, era ayudante de Pepito el
mecánico. ¿Recuerdas que Monguito se casó con Susana, la hija de Raúl
Méndez, inmediatamente después de que su primer marido la repudiase durante la luna de miel?
Yo era muy complaciente con Olguita. Siempre estaba dispuesto a montar
en la bicicleta y salir a hacer mandados o a llevar recados. Ella me llamaba
cuando había que retorcerle el
pescuezo a alguna gallina porque
sabía que me gustaba hacerlo.
Creo que, de haberse quedado en
la casa de mi madre, nos
hubiéramos ocultado en el
excusado del patio a orgasmear
y eyacular cuando yo hubiese
madurado sexualmente.
Olguita se fugó una noche
con Dagoberto, el dueño de la
farmacia. Él la abandonó en La
Habana a los pocos días y volvió
al lado de su mujer y sus dos
hijas. Mi madre le consiguió a
Olguita una plaza de criada en
casa de su hermano, Taurino.
Mi tío Taurino, que era
garrotero (prestamista libre) en
La Habana, estaba casado en
segundas nupcias con una siria
que también se llamaba Olga.
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Años después, Olguita se casó con un policía de la Revolución. Olguita le tenía
gran afecto a tío Taurino.
Olguita siguió engordando después de casada. No pudo tener hijos de
resultas del viejo aborto que se hizo después de la aventura con Dagoberto, el
farmacéutico. Murió de complicaciones diabéticas treinta y cinco años después.
Gina era una mujer magra y resentida.
Su voz era chillona como la algarabía de
los pájaros negros. Sus ojos eran de un color
claro, semejante a la defecación infantil.
Como era pobre, Gina se sentía
autorizada a aborrecer a todo el mundo. Me
odió siempre. Años después, cuando se
sintió amparada por la Revolución, me
insultó en La Habana, en casa de tío Taurino,
por el error de haber nacido en la clase media.
Uno de los inmerecidos ataques de
Gina me ayudó a despertar del sueño de la
niñez. Una mañana, se puso a colocar ropa
en el armario de mi habitación. Me despertó
con el mete-y-saca de las gavetas (cajones).
Me hizo salir de la cama para enseñarme
“una cucaracha muy grande”. Cuando me
acerqué al armario, ¡paf!, me dio a oler los dedos de su mano derecha,
diciéndome: “¡Mira cómo huele la cucaracha!” Pero aquella peste que Gina
tenía en la yema de los dedos no era de cucaracha. Años después, cuando empecé
a toquetearte, caí en cuenta que lo que la muy hija-de-puta me había metido en
el hocico era flujo de su vagina sin lavar.
El día que Gina me insultó en La Habana, me dijo que los que no habíamos
conocido la miseria no podíamos entender la tristeza de los de abajo. Le
mortificaba haber tenido que lavar mis orines. Cuando yo sufría, ella sentía un
placer sádico que le aligeraba los malos ratos. A la muy desgraciada, el odio le
impidió siempre gozar su vida. Gina sufría y atormentaba a los demás como
podía. ¡Qué crica más apestosa la de Gina!
Gina odiaba a mi padre por avaro. El Dr. Wifredo Delgado no se acostaba
con las criadas de su casa por no verse comprometido a hacerles regalos o a
subirles el sueldo. Por fin, Gina se marchó para la capital, como su hermana.
Mi tío Taurino la ubicó de sirvienta en casa de Armando Nieves, un abogado
amigo suyo que también ejercía el garrote.
Armando Nieves era un tipo muy particular. No tenía hijos. Cuando murió
su esposa y se halló solo entre la mesnada comunista, decidió marcharse al otro
54
mundo. Así, una mañana lluviosa y aburrida, se levantó la tapa de los sesos con
una reluciente pistola calibre 38 que yo había visto.
*
La familia de los Oliva y la de mi madre habían sido vecinas y amigas más
de una generación. Los Oliva les habían arrendado sus potreros a unos primos
solteros de mi padre —tres hermanos, uno de los cuales se llamaba Pito, que
eran demasiado finos y endebles para explotar la tierra. En los pastizales de
los-tres-pitos, los Oliva criaban ganado cebú de la India, adecuado para el clima
subtropical de la isla. A pesar de tener las patas largas con relación al cuerpo, la
vacada de los Oliva daba buena y abundante carne y leche.
Ulpiano era un hombre viejo, más bien delgado, de anchos y largos bigotes
blancos, que usaba camisas de mangas largas, machete al cinto, polainas de
cuero y espuelas. Se le tenía en Meneses por hombre experimentado y juicioso.
Poco después de haber nacido yo, mi madre le había consultado si debía dejar
a mi padre, a quien acusaba de ser avaro, adepto a la ofensa y enemigo de la
razón; él le había aconsejado quedarse al lado de sus hijos y cargar con su cruz
—por eso mi hermano menor, Wifredo Sóstenes, tendría que sobrevivir un
atentado de aborto a la quinina tres años después. Como mi abuelo no me
prestaba sus caballos, durante los tres meses de vacaciones del colegio, mi
madre me enviaba algunas veces a casa de los Oliva a tomar uno prestado para
campear a gusto. Ulpiano Oliva sabía que yo era un muchacho sano, antiguo
monaguillo, sin inclinaciones bestialistas, al que se le podía confiar cualquier
yegüita.
Esperaba a que Berto Oliva y su ayudante, Rafles Barrabás, separaran los
terneros de las vacas que se habrían de ordeñar por la madrugada. Después del
mediodía, pero antes de que el viejo Ulpiano cayese en el olvido de su siesta,
iba a pedir prestado el potro alazán de Berto. Aquel corcel anaranjado y de
rubia crin llevaba un paso cómodo y parejo, sin dejar de ser enérgico: cuando
rompía a trotar, levantaba con garbo los terrones negros de tierra enyerbada.
Más que sucesos, mis cabalgatas eran ensueños de poder y gozo sintiendo
el lomo herboso de la tierra deslizarse bajo las patas del alazán—¡yo también
pude haber descubierto e ilustrado la teoría de la relatividad! Por costumbre, el
caballo era obediente al freno y a los toques del talón en los ijares. Sus
pensamientos y sus visiones eran un enigma para los de mi raza, pero el caos
que proyectaba la sumisa bestia en sus ojos negrísimos era hermoso y profundo.
Cuando el sudor provocado por la marcha bullía entre su pelaje, robándole el
brillo del cobre, lo guiaba a una cañada azul y, mientras se abrevaba a la sombra,
me inclinaba asido de su crin de oro, recogía agua fresca en mis manos y le
rociaba el cuello.
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Algunas veces dejaba que el caballo de
Berto me guiara a la ventura por las tierras
sin veredas que separaban Meneses de
Bamburanao. Entre pedregales, hallábamos
las huidizas jutías negras, semejantes a ratas
gigantes, que forrajeaban cuidándose del
majá, la culebra corpulenta que las persigue
—los hombres apreciaban la carne de ambas.
En las sitierías, saludaba a los hospitalarios
guajiros que araban la tierra o afilaban el
hierro de sus aperos de labranza a la sombra
de algún árbol; sus mujeres me brindaban
agua de sus pozos y sus lindas hijas bajaban
la vista para dar las buenas tardes.
En una ocasión, al cruzar las ondas
vaporosas que exhalaban los surcos de un
campo recién-arado, di con una arboleda que no conocía. Los rayos del sol
reverberaban en las copas entremezcladas de los árboles, prestándoles unos
visos semejantes al brillo de la plata. Por curiosidad, dirigí hacia aquel bonito
paraje los pasos del alazán.
Sentí un rumor sigiloso que manaba de un alto herbazal. Até el caballo a
un matojo, en una sombra, y seguí a pie el murmullo del agua. Muy cerca, hallé
un riachuelo sobre el que se arremolinaban mariposas de varios colores. Era
una corriente de agua cristalina que saltaba sobre unas piedras escalonadas.
Entonces, alcanzaron mis oídos unos jadeos suspirantes envueltos en el
crujido de las hojas caídas. En el ambiente perfumado de unas flores grandes
que libaban las bijiritas sosteniéndose en sus alas inquietas, descubrí una pareja
de amantes echados sobre las hierbas de la orilla. Yacían desnudos en el tapiz
verde enraizado en la ribera. La muchacha tenía los muslos blancos y tersos
como el alabastro. Él le abrazó las caderas y la besó en los pechos y entre las
piernas. Estremeciéndose, ella apretaba en su mano el cáliz de una flor roja.
Sin intención, me convertí en un secreto circunstante. En vez de volver la
vista o regresar sobre mis pasos, me acurruqué detrás del tronco de un caimito
de hojas verdeazules, entre las que saltaban los tomeguines, para verlo todo.
Permanecí largo rato oculto entre el follaje, saturado de indiscreción, temiendo
una piafada del caballo.
Archivé en la mente aquella imagen de intimidad a la orilla del riachuelo
para estudios ulteriores —los primeros fueron contigo. Desconocía entonces la
relación del deseo carnal con los procedimientos amatorios. Como hasta
entonces solamente había visto aves y cuadrúpedos copular, me sorprendí de
que el macho se pusiera frente a la hembra. Poco después de la culminación del
56
acto amatorio, cuando los amantes dormían entrelazados, me escabullí
silenciosamente de la arboleda, moderando mis pisadas sobre la hojarasca,
cauteloso de mi propia sombra; iba admirado de la salvaje belleza del acto que
había presenciado.
*
A veces me dirigía justo al sur de La Sierra. Tomaba el sendero que llevaba
al pequeño predio de mi tío-abuelo, José Delgado, conocido como el Oso Polar, abuelo de mis primos Alberto y Alicia. El Oso Polar llevaba su melena
completamente blanca sobre los hombros y la espalda encorvada. Andaba
siempre mal vestido y maloliente. Parecía portar sobre su cuerpo viejo la
languidez de un decrépito abatimiento. Hablaba muy poco y, cuando lo hacía,
en su mirada ausente lucía algo así como un desacuerdo con la vida.
Hacía muchos años, cuando el Oso tenía el pelo oscuro, había hipotecado
las tierras heredadas del patriarca Pancho con el fin de sembrar caña de azúcar.
Las cosas no habían marchado bien y el central azucarero se había quedado
con casi toda su heredad. Ninguno de sus hermanos, ya fuera por malquerencia,
indiferencia o desamor, había hallado motivo para sacarlo del apuro. Le quedaba
una casa de madera en Meneses y una pequeña y desatendida tierra donde
sembraba hortalizas y criaba chivos, gallinas y cerdos.
En la sombra de una pequeña arboleda que le hacía la rueda a una gran
piedra, el Oso había construido una valla de almácigos forrada y entoldada con
una red de alambre. Adentro vivía su mascota, un majá sin nombre de cuatro
metros de largo. Cada cierto tiempo, le echaba un pollo vivo o una rata muerta
a la culebra para que se la tragara mientras él miraba.
Como el Oso Polar no tenía perros para cuidar la granja, el negro Pillín y
otros ganapanes perversos de Meneses se metían en su tierra a robarle los
aguacates, los mangos, los mameyes y las naranjas y a violar a sus cabras y a
sus puercas. En varias ocasiones, Sotuyo, el sargento de la Guardia Rural de
Meneses, había enviado parejas de guardias uniformados a calentarles el lomo
con bicho-’e-buey (látigo hecho con el pene de los bueyes) a los infractores.
Para algunos, resultaba penoso ver luego cómo el negro Pillín, con su cuerpo
trazado por la fusta, renqueaba quebrantado y lloroso por Meneses; para los
más, sin embargo, los gemidos del desencaminado Pillín eran acordes con el
orden, la civilización y el respeto.
El Oso Polar no solía responder al saludo y, si decía algo, era sin seso. Me
solía acercar a su jurisdicción con la esperanza de verlo alimentar al majá, que
existía habitualmente en un voluptuoso descanso. Para llegar a la jaula del
reptil, tenía que darle la vuelta a un apiñamiento de palmas bordeado por corrales.
Mi tío-abuelo había construido establos con tablas cóncavas y fibrosas sacadas
de las palmas: en ellos tenía una veintena de puercas y un verraco que las
montaba a todas.
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Los cerdos, que en España se alimentaban con las bellotas de la encina, se
comían en Cuba las bolas del palmiche. Alguna vez, vi cómo los cerdos, agitados
por la onda sonora del estrépito, se lanzaban frenéticamente sobre racimos de
palmiche caídos de los penachos de las palmas entre el fango—los seres
humanos actúan de la misma manera cuando la oferta de cualquier cosa es
inferior a la demanda. Los puercos de pelo negro del Oso Polar se alimentaban
exclusivamente de palmiche y frutas maduras.
Cuando me marchaba de la granja del Oso Polar, sin haber podido ver al
majá comerse siquiera una gallina vieja, cabalgaba sigilosamente hacia el portón
de la cerca de púas por la vereda que hendía los amontonamientos de campanas
dobladas sobre sus tallos; tomaba dicha precaución por no espantar a las chivas,
que balaban enloquecidas ante la presencia de los humanos, creyéndose siempre
acosadas por violadores.
*
Algunas veces montaba en el caballo amarillo de mi prima segunda, María
de los Ángeles. Su padre, al que le llamaban “El Colorao”, era primo carnal del
mío. El Colorao tenía un caserón de madera que daba al camino de Bamburanao
y una finca al sur de Meneses. La familia vivía en La Habana durante el curso
escolar y la mayor parte de las vacaciones. La casa y el columpio del portal
estaban libres casi siempre.Algunas veces, cuando sentía apetencias de soledad,
visitaba el desatendido rosal de Margot, la mujer del Colorao; temprano en la
mañana, podía ver las gotas transparentes de rocío deslizarse por los pétalos y
los cálices de las rosas rojas y las blancas. En el traspatio de la casa, que ocupaba
una manzana completa, crecían unas ceibas enormes; entre las anchas sombras
de los árboles, vivía el burro Pelencho. Pelencho tenía el pelo gris y una raya
negra que le corría del espinazo al pecho; cuando entraba a coger cerezas, me
perseguía, hollando el césped con sus inquietas patas, y yo le disparaba de
buen recaudo con el tirapiedras para hacerlo huir. Aún recuerdo el eco penetrante,
casi musical, de una pedrada que le atiné en la frente.
María de los Ángeles tenía varios hermanos y hermanas de los apodados
“normales”. Ella era la favorita de su padre. El menos favorecido fue Mel, que
era loco y vicioso. Mel, quien moriría de SIDA cuarenta años después en Miami, solía visitar a mis vecinas, las Bauta. El día que lo conocí, llevaba media
docena de bistés (beefsteaks) en el bolso del pantalón y se los estaba comiendo
enrollados en pasta de dientes “Gravi”. Mel pasó su pubertad frecuentando los
putisferios de La Habana. El Colorao, frustrado por la mal entendida anormalidad
natural de su hijo, lo golpeaba. Por eso Mel se refugiaba en casa de las Bauta
que eran indulgentes.
A Mel, el mundo le parecía absurdo y trataba de hallarle sentido con
pensamientos, palabras y obras que a los demás nos asombraban por insólitas o
planetarias. Tras sus ojos, adiviné un vacío: aquellas pupilas, semejantes a culos
58
de guayabas pintonas, sugerían un mundo interior disparatado. La Creación de
Dios es enigmática.
Nunca se supo si la devastación de la feminidad de María de los Ángeles
se le pudo achacar a la naturaleza —sus padres eran primos hermanos—, al
jineteo en el caballo amarillo o a la seducción de Raquel. Dios sabe que yo
quise encaminarla por el camino de la sexualidad natural. A pesar de la aberración
homosexual, ella siempre fue una muchacha dulce y religiosa. Todos los primos
que nos criamos juntos, a la sombra de Dios, la queríamos. El inexplorado
deseo natural de acatar la penetración quebrantó en ella la ordenanza del Creador.
María de los Ángeles era un ser real, desplegado en el espacio y el tiempo.
El achacarle su lesbianismo al aburrimiento de un dios solitario en su eternidad
ó a una inexplorada confusión genética elude la cuestión. Hasta los renombrados
“normales” son raros. Yo siempre le he tenido un gran cariño.
María de los Ángeles, Wifredo Sóstenes y yo, Joaquín Juan, volamos más
tarde a Miami, el 29 de marzo de 1962, para no regresar jamás a la Cuba de la
chusma y la mulatería —eufemísticamente llamada “socialista”. Nos
encontraríamos muchas veces después en las funerarias de Miami, cuando moría
algún pariente. En una ocasión, María de los Ángeles y yo coincidimos en un
avión que volaba a España. Ella se había hecho maestra y tenía una amante en
las Islas Canarias.
En los Estado Unidos, Mel se acostaba con hombres y mujeres sin
precaución. Contrajo el virus del SIDA y padeció tremendamente durante dos
años antes de morir. Algunas veces, llamaba a mi madre por teléfono y le contaba
que se le estaba yendo la vida en diarreas. El Colorao lo cuidó hasta el final.
Cuando murió, lo incineraron y colocaron las cenizas en el nicho del mausoleo
donde yacía el cuerpo de Margot, su madre, en espera por el del Colorao. ¡El
Plan Divino es tan irregular!
El Colorao sería pobre en los Estados Unidos después de haber sido rico
en Cuba. La única ocupación que conocía era la de propietario. Sin oficio,
profesión ni aptitud para los negocios, malvivió hasta que, viejo ya, se fue a
vivir con María de los Ángeles. Antes, había vivido con Mel en un garaje
alquilado. Me imagino que haya atravesado crisis dolorosas y haya sufrido
transformaciones. Debió de haber despertado con su propio grito. Creo que
intuía que los dioses han sido creados por los hombres. Sin embargo, a pesar de
su frustración con Dios, a pesar de haber enterrado a dos de sus hijos, El Colorao
jamás perdió el sentido del humor. Daba gusto departir con él.
Una madrugada que la lluvia caía en turbiones, El Colorao sintió un dolor
agudo en el pecho. Se levantó de la cama con la mano en el corazón y llamó a
María de los Ángeles para no morir solo. Se dejó andar hasta el automóvil que
lo iba a llevar a la sala de urgencias del hospital; se desvaneció en el asiento
trasero antes de que su hija pudiera poner en marcha el vehículo. Entonces, sin
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tiempo para pedirle perdón al dios que lo había hecho sufrir, El Colorado cayó
muerto, con la faz abrillantada por la luz de un relámpago —dicen que el Cielo
habla con rayos y truenos. Murió rabiando de dolor, sin pensar en el horror al
vacío o en la mano que Dios —la conjetura— le tendía. Si hay una ley eterna
—me pregunto— ¿de qué hemos de ser redimidos? Cuando la noche veló sus
ojos, María de los Ángeles creyó advertir un punto luminoso, como el brillo de
un astro en el cielo, que se perdía en la pupila de su padre. Si el sufrimiento en
esta vida vale para entrar al Reino de los Cielos, El Colorao alcanzó la Gloria
Eterna. Amén.
*
Mis padres se habían llevado a la casa de Santa-Clara a tu hermana, Nieves.
Cuando ella salió del batey de La Sierra, posiblemente estuviese ya encinta de
su novio por cuarta vez, tal como ella dice. Como Nieves solía bajar la mirada,
era difícil ver la sombra de los pensamientos que atravesaban aquellos pequeños
ojos castaños. A los pocos meses, tu hermana regresó a La Sierra a alumbrar —
creemos que del novio y no del conductor de autobuses públicos (guaguas
locales) o del repartidor de víveres del comercio La Ferrolana con quienes se
entendía. En mi casa no se quemaban herejes, pero sí se clausuró la puerta
exterior de acceso al cuarto de las criadas. A veces, para realizar el bien hay que
cometer el mal: aislada, tú no resultaste engañada por nadie de afuera.
60
Reemplazaste a Nieves cuando eras casi una niña. Traías entre los suaves
muslos un regalo para mí y un largo y grato recuerdo para mi (nuestra)
imaginación. ¡Ay, qué noches aquellas cuando iba como una sombra a gozarte,
mi queridísima amiga! A ti y a mí nos alumbraba la mejor de las estrellas, la
que les permite a los buenos saltar sobre su propia sombra.
Durante el cambio de sirvientas, mis padres optaron por una peregrinación
a la ermita del Cobre. Por ese tiempo, todos éramos cubanos y católicos. Mi
madre se sentía abrumada por el trabajo de la casa y quería solaz. Se había
quejado —¡pero ella siempre se quejaba!— de la enorme carga que suponía
una casa sin criada. La frecuencia de sus jaquecas había aumentado.
Le fuimos a pedir a la Virgen de la Caridad del Cobre que a mi madre se le
quitaran las jaquecas, que yo dejara de orinarme en la cama —o mejor, de mear
contra el viento— que a Paulina se le abrieran las entendederas para laAritmética
y que Wifre adquiriese inteligencia. Los motivos de mi padre jamás se supieron
porque él era muy reservado.
Una tarde, mientras esperaba el segundo viaje del autobús,
fui a brindarle ayuda al hermano Julián mientras éste llenaba la
máquina de refrescos. Le quería preguntar sobre la Virgen del
Cobre.
— ¿Quiere que le ayude, hermano?
— Pues, sí, Joaquín; a ver, tráeme unas coca-colas de la
despensa.
— ¿Le traigo un guacal entero?
— ¿Un guacal dices? ¿Eres del campo?
— Soy de Meneses, hermano.
— ¿Y dónde está eso?
— En la parroquia de Yaguajay.
— ¡Ah, sí!
Le llevé una caja poco profunda de madera, parecida a un palomar, en
cuyas oquedades cabían 24 botellas de gaseosa. Cuando terminó de meterlas
en la máquina refrigeradora —de la que las podíamos sacar echando una moneda
de cinco centavos— el hermano me dijo:
— Me gusta el nombre de “guacal”.
— Así les llaman a las cajas de refrescos los camioneros que van a Meneses.
— Les voy a empezar a llamar así yo también.
— Oiga, hermano: dentro de unos días, voy al Cobre con mis padres.
— Eso está muy bien.
— ¿Quién es esa Virgen del Cobre?
— La historia es un poco larga, Joaquín —respondió el hermano, después
de reflexionar un momento. ¿Qué te parece si mañana se la cuento a todos en la
clase de Religión?
61
Al día siguiente, el hermano Julián ocupó toda la hora de la clase de Religión
con la historia de la Virgen del Cobre. Los demás alumnos se pusieron muy
contentos porque, por esos días, estábamos estudiando la omnipotencia y la
omnisciencia de Dios que es muy difícil. Un alumno, de nombre Bacallao,
estaba atascado en el concepto de quien todo lo puede y terriblemente abrumado
con la idea de quien todo lo sabe. Claro que Bacallao era poco avispado. En un
examen de Inglés, había contestado una sola pregunta correctamente entre veinte:
había escrito “no se” en todas sus respuestas, acertando así una, la traducción
de la palabra “nariz”.
El hermano Julián nos aclaró la historia ¡tan confusa en el resto del país!
Naturalmente, omitió los detalles más escabrosos de la narración. Así se les
debe enseñar a los niños, sin ambigüedades, para que los conformes sean felices
cuando crezcan y los inquietos —como yo— tengan algo que rectificar una
vez que adquieran completo uso de razón, experiencia y libertad de conciencia.
Lo escuché con mucha atención.
***
» — En septiembre de 1510 —comenzó el hermano— el capitán español,
Don Alonso de Ojeda naufragó al sur de Cuba. Venía del Darién, en
Centroamérica, y se dirigía a La Española en busca de socorros para un grupo
de expedicionarios que habían quedado atrás luchando contra los indios.
— ¿Y tenían flechas venenosas los indios? —preguntó
Dionisio Allegue, el que se orinaba en el pupitre.
— Por fortuna, aquellos indios no las tenían.
El hermano Julián echó la cabeza hacia atrás, en señal
de que no lo interrumpieran mientras hablaba y prosiguió,
como si su ojo mental estuviese contemplando los
acontecimientos:
» — Una ventisca rasgoneó la cruz de Santiago en el
velamen trepidante y tiró las jarcias sobre la cubierta. Se
desgajó la arboladura y se partieron los tres mástiles de la carabela. El oleaje le
arrancó un quejido obsedente al costillaje de la nave y el agua entró a chorros
por las junteras y las planchas desprendidas. Bajo un cielo colérico y
denegrecente, un remolino de nubes envolvió la frágil embarcación. Se partió
el gobernario contra un bajo. Un ruidosísimo golpe y una sacudida espantosa
les hicieron advertir a los tripulantes que la panza del velero se había destrozado
contra un escollo.
» Al perderse el lastre y la nave trastornar, el pequeño Don Alonso de
Ojeda logró asir firmemente el botalón de la nave. “¡Ave María!” oró con el
corazón apretado contra una estatuilla que había hallado flotando en el oleaje.
62
En la turbiada, vio perderse a muchos compañeros, unos aplastados entre el
cordaje por los toneles y los palos, otros arrollados por las olas y aun otros
devorados por los tiburones que acudían a la carne, al tocino y a las sardinas
que cayeron al mar al partirse el maderamen del plan.
» La marea empujó sobre la costa cubana a una docena de tristes
supervivientes. Emprendieron el camino del oriente, buscando acercarse a La
Española y a Jamaica, donde había cristianos a quienes les podrían mandar a
pedir auxilios. Al igual que los españoles del Darién, estaban abandonados a su
suerte.
» Los españoles se perdieron entre la miasma de un pantano enorme. Estaban
cubiertos de llagas y sufrían las picaduras de los insectos. Además, los primeros
indios que toparon guerrearon contra ellos: teñidos de colorado y desnudos
como vinieron al mundo, los atacaron con piedras y azagayas.
— ¿Y tenían flechas venenosas los indios? — volvió a preguntar Dionisio
Allegue, el que se orinaba en el asiento y luego decía llorando: “Me meé”.
— Por fortuna, no.
— ¿Y por qué los atacaron? —preguntó Leonardo Cortés,
primero de la clase y futuro homosexual.
— Ya los indígenas de todo el renclero de islas habían
aprendido que los blancos no habían llegado del Cielo, como
habían creído al principio —respondió el hermano, resignado.
Como les habían tomado sus mujeres y sus hijas con violencia,
como les habían impuesto tributos en oro y casabe, como los
habían hecho trabajar con amenazas, palos, lebreles y espingardas, ya no los
querían.
» Creyendo el final cercano —prosiguió el castellano, Don Alonso de Ojeda
llamó a los españoles que quedaban y le rezaron un Ave María a la Madre de
Dios. Entonces aparecieron otros indios, los de Cueíba, con sus perros mudos;
como dichos nativos no tenían conocimiento de la muy difundida impiedad y
dureza de los cristianos, los libraron del hambre: les dieron de comer ánades,
manjuaríes y maíz, les brindaron sus mujeres y los honraron poniédoles las
manos en las cabezas.
— ¿Cómo que les brindaron sus mujeres? —preguntó René
Pacheco.
— Los indios vivían en estado salvaje porque no habían
recibido la doctrina cristiana de labios de los misioneros todavía.
» Don Alonso le obsequió la estatuilla de la Virgen al jefe
indio —continuó el hermano. “Esta es la Virgen de la Caridad y se
le reza el Ave María” le dijo, deseándole que la Santa Madre fuese tan pródiga
con él y con su tribu como había sido con los españoles. Con sus propias manos,
63
el ibero construyó una ermita de palmera y puso en ella la imagen
de la Virgen María para que aquellos salvajes, sin casas de oración,
la venerasen.
— ¿Se pusieron contentos los indios? —preguntó Carlos
Bravo, uno corto de talla, gordo y feo, pero bien listo.
— Los indígenas hubiesen preferido cuentecillas de vidrio,
espejos, anzuelos o sonajas de latón antes que la imagen de la
Virgen.
» Además —añadió el hermano—, se hizo necesario transmitir
la historia del naufragio por señas y gestos propios de la cristiandad, extrañísimos
para los nativos. Don Alonso de Ojeda advirtió pesaroso cómo el venerado
objeto, tan pobremente descrito, evocaba una concepción herética y salvaje en
las mentes de sus benefactores. Escalofriado, veía al behíque de la tribu aparecer
ante la Santa Imagen ebrio de cerveza de maíz, adornado con ramas, flores y
plumas, declamando versos taínos terminados siempre en Ave María; lo seguían
los hombres, coreándolo al compás de golpes de concha, bailando, con pintajos de colores en sus cuerpos; al final iban las mujeres cantando con sonajas de
caracoles, sin más vestido que sus largas y brillantes cabelleras.
» Los indios de Cueíba guiaron a los españoles hasta la costa oriental de
Cuba, desde donde botaron al mar una piragua provista con remeros para llevarle
aviso a Pánfilo de Narváez en Jamaica, quien fue a rescatarlos. Don Alonso de
Ojeda logró regresar a su estancia de La Española, donde moriría poco después
de resultas de las muchas heridas recibidas en los combates con los nativos del
Nuevo Mundo.
» Desde entonces, a aquella isla grande de papagayos, lagartos y culebras
gordas, le llamaron la Isla del Ave María. Según decían, los indios de Cuba
acostumbraban a bailar durante las salidas y las puestas de sol cantando: “Ave
María”.
» El primer gobernador, Diego Velásquez, proyectaba minas, crías de ganado
vacuno y porcino y el establecimiento de sementeras por toda la isla; junto con
sus encomenderos, había decidido que ninguna de dichas empresas podría prescindir del trabajo de los nativos. Los indios cubanos, de naturaleza pacífica y
sosegada, no quisieron servirles a los nuevos ocupantes; muy pronto,
abandonaron los cultivos y se fugaron a los bosques con sus mujeres e hijos.
Los invasores iban tras ellos a imponerles trabajos y obligaciones. Finalmente,
los indígenas se levantaron contra los encomenderos armados con macanas de
palma y azagayas de punta de hueso, armas muy poco eficaces ante un
enemigo que los desbarrigaba con las espadas
— ¿Y por qué eran tan malos? —preguntó Pablo Pentón, el niño
de los brazos peludos y rubios, quien se casaría en Miami con la
hermana mayor de Raúl Noy.
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— Porque la ambición de riquezas y de poder ciega a los
Noy
hombres y los convierte en bestias —respondió de manera tajante
el del voto de pobreza.
» Uno de los invasores españoles —prosiguió el hermano—
, Fray Bartolomé de las Casas, quien tuvo encomienda de indios
en el sur de Cuba, cerca de la recién-fundada villa de Trinidad,
vivía escandalizado de la conducta de los ibéricos lejos de las
varas de la justicia de los Reyes de Castilla; el fraile se quejaba
de los desórdenes y de los vicios abominables de los cristianos
sueltos a la vida libre: comían carne los sábados y hasta los viernes
y durante la Cuaresma, tenían cuantas mujeres indias querían y gran prolijidad
de sirvientes. Según escribió el padre Las Casas: “Todos los habitantes de las
Indias viven amancebados y en continuo pecado mortal, son codiciosos de
guerras y alborotos y enemigos de toda paz y concordia”.
» Fray Bartolomé de las Casas oyó rumores de herejía en la tribu de Cueíba.
Se sintió profundamente herido en su sentir católico y se dispuso a quitarles a
los indios la Virgen que les había dado Don Alonso de Ojeda. En 1514, el padre
Las Casas halló a los indios por las sierras orientales y les manifestó su deseo
de llevarse la estatuilla de la Virgen a Europa. Los taínos, recelosos de aquel
querellante, ocultaron la imagen en una caverna subterránea.
» Poco después, sin haber dado con el oro de los ríos de Cuba, el padre Las
Casas se marchó de las Indias; se fue a Castilla en busca de fama y gloria, ya
que la fortuna le había sido contraria en América. Denunció el maltrato de los
nativos en el repartimiento y la explotación de las encomiendas con
exageraciones sensacionalistas de muertos y de abusos. Y así, ocupado en urdir
las historietas de crueldades que lanzarían la Leyenda Negra, una de las
elaboraciones propagandísticas más creídas de la Historia, el padre Las Casas
olvidó su antigua pretensión por la Santa Imagen.
— Entonces no estaba muy interesado, ¿verdad? —profirió
con cierto temor en la voz desde su rincón Leonardo Solís, el
protestante.
— No, no lo estaba —confesó el hermano Julián, apenado.
Entonces volvió a reclinar la cabeza sobre los hombros y extendió
la historia.
» En septiembre de 1620, tres pescadores, Juan Blanco, Juan Indio y Juan
Moreno salieran a buscar sal en un remero por la Bahía de Nipe, al norte del
oriente de Cuba. Cuando Dios no miraba, se amontonó una tempestad sobre
ellos. Remaron con denuedo por alcanzar un cayo deshabitado pero, zarandeados
por los maretazos y empujados por las rachas de viento, lo perdieron de vista
en el chubasco.
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» Entre los zurridos del vendaval y el retronar de las descargas, el más
joven de los tres, un negrito de apenas diez años, soltó el remo sordo a las
imprecaciones de sus desesperados compañeros, se hincó de rodillas en el fondo
de la frágil embarcación y rezó fervorosamente un Ave María por la salvación
de sus vidas. Apenas elevada la súplica de Juan Moreno a la Virgen María, la
tormenta amainó, la lluvia cesó y el cielo se aclaró. Los-tres-juanes vieron
entonces la estatuilla de la Virgen morena que navegaba hacia ellos: en el brazo
izquierdo llevaba al Niño Jesús y en la mano derecha una cruz de oro; la imagen
flotaba sobre una tabla que decía: “Yo soy la Virgen de la Caridad”. El vestido
de la Virgen estaba completamente seco, a pesar de haber estado flotando entre
las olas.
» Los-tres-juanes llevaron la estatuilla y la historia de la milagrosa salvación
de sus vidas a los saladeros del Hato de Barajagua. En la misma tasajera donde
arribaron con la sal, escucharon pasmados la vieja leyenda de la Virgen de
Cueíba, cuyos ecos sobrenadaban aún la memoria de la gente. Los personajes
más señalados de Barajagua se preguntaron si aquella Virgen les había llegado
de un naufragio reciente, de la remota zozobra de Don Alonso de Ojeda ó de
una manera innombrada. No sabiendo qué determinar, consultaron a las
autoridades civiles, las cuales les refirieron el caso a los sabios eclesiásticos
establecidos en Santiago de Cuba.
» Los frailes de Santiago de Cuba buscaron en sus archivos y consultaron
con los demás centros eclesiásticos de las Indias. Finalmente, la Iglesia ratificaría
que se trataba de la Virgen de la Caridad. Fueron al Hato de Barajagua emisarios
de Santiago de Cuba a investigar cuál era el preciso lugar donde los indios
acostumbraban a guardar el icono del Capitán Ojeda. Cuando lo hallaron, se
sentó a la Virgen en un edículo levantado por los fieles; se la adornó con flores
y se le puso una lámpara votiva de cobre.
» Una noche, al disponerse a reavivar el cirial de la Virgen, los colonos
descubrieron que su estatuilla había desaparecido. Atribulados, prendieron
hachones y buscaron infructuosamente por la vecindad hasta el amanecer. Al
día siguiente, sin embargo, cuando ya habían dado la santa imagen por perdida,
ésta volvió a aparecer en su lugar.
» Los vecinos de Barajagua consultaron de nuevo a los frailes. Los de
Santiago de Cuba interpretaron la desaparición como el disfavor de la Madre
de Dios por aquel sitial donde antaño se le hubiese rendido culto pagano. Eso
mismo había sostenido un siglo antes Fray Bartolomé de las Casas.
» Los vecinos de Barajagua consintieron a trasladar la estatuilla.Atravesaron
bosques entroncados, márjales y ríos con la estatuilla de la Virgen María subida
en andas; desbrozaron trochas, haciéndose camino entre enormes palmeras y
algarrobos agarrados a la entraña del paisaje. Pero equivocaron el rumbo: en
vez de ir a Santiago de Cuba, donde los frailes los esperaban para recibir de sus
66
manos la Santa Imagen, llegaron a la Villa del Cobre y, obedeciendo un extraño
impulso, colocaron la estatuilla de la Virgen en el altar mayor de la Iglesia
Parroquial.
» A partir de aquel día, la historia de aquella Virgen de tez morena se
difundió rápidamente por toda Cuba. Llegó a oídos de los negros esclavos de
las minas, en quienes evocó el recuerdo de una antigua deidad del África; llegó
a oídos de los indios que no habían perecido de enfermedades nuevas ó de
agotamiento en los inútiles empeños de los europeos por hallar los cauces del
oro en Cuba; llegó a oídos de los españoles hambrientos de fe que se hallaban
tan lejos de su tierra natal hecha de catolicismo.
» Pero la estatuilla de la Virgen comenzó a desaparecer y a materializarse
de nuevo en la Iglesia Parroquial de la Villa del Cobre. La gente no sabía qué
pensar del formidable acontecimiento que se prestaba a confusión y a múltiples
interpretaciones, tanto laicas como eclesiásticas. Se les consultó una vez más a
los frailes de Santiago de Cuba, quienes aún se suponían los mejores intérpretes
de las señales de albedrío de todo lo sagrado.
» Después de una cautelosa espera, los frailes se personaron en la Villa del
Cobre, habiendo dictaminado que la Santa Madre no deseaba permanecer allí;
subieron la estatuilla en andas y quisieron partir con ella: sin embargo, los
vecinos del Cobre fueron testigos de cómo los pies de los portadores se clavaban
en la tierra bajo la fuerza de una imagen que les pesaba más y más a cada paso.
Los frailes se vieron obligados a desistir de su empeño y a retornar al monasterio de Santiago de Cuba, sin la estatuilla de la Virgen de la Caridad. En adelante,
la voz popular llamaría siempre a aquella Virgen ‘Nuestra Señora de la Caridad
del Cobre’.
» Poco después, una niña llamada Apolonia, la hija de una esclava, dijo
haber visto en la peña de una loma cercana a la Virgen María, al Niño Jesús y a
los-tres-juanes. Como la imagen de la Virgen continuaba desapareciendo de la
Iglesia Parroquial, todos los habitantes de la villa minera se preguntaban qué
explicación darle a lo que estaba ocurriendo.
» Después de haber escuchado atentamente a Apolonia, el cura párroco se
decidió a llamar directamente al Cielo; anunció que le ofrecería una misa cantada
al Espíritu Santo implorándole gracia, bendiciones y luz. Y el memorable día
de aquella solemne misa, desbordaron la nave de la iglesia enfervorizados
hombres, mujeres y niños, blancos, negros, indios, mulatos y mestizos, ricos y
pobres, esclavos y gente libre. Y la memorable noche de aquel día, igual que
las dos siguientes, tres llamas largas señalaron el preciso lugar que Apolonia
había indicado.
» Los buenos cristianos de la comarca abrieron sus bolsas y erigieron una
ermita muy cerca del lugar que había indicado Apolonia. Allá moraría la imagen
de la Madre de Dios durante veinte años. Más tarde, se levantó una iglesia
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dedicada a la Santísima Trinidad en el exacto lugar donde la niña Apolonia dijo
haber visto a la Virgen con el Niño; apenas transcurrieron veinte años, hubo
que agrandar la iglesia porque ya no cabían en ella los creyentes que iban a
postrarse a los pies de la Virgen María.
» Cada ocho de septiembre, fecha conmemorativa de la aparición de la
Madre de Dios a los-tres-juanes, peregrinaban de toda la isla de Cuba hasta
aquellos lomeríos del Cobre ciegos que veían, náufragos salvados, esclavos
liberados, y almas que habían hallado la paz para dar gracias por las mercedes
recibidas. »
El hermano Julián dio por terminada su intervención en el relato. Nos
prometió que aquella misma tarde, después de rosario —que se rezaba antes de
la primera clase de la tarde— un maestro laico de Historia de Cuba nos vendría
a terminar la historia de la Virgen del Cobre. Como supimos luego, los españoles
no querían inmiscuirse en la parte de la historia que no les correspondía. Por
aquel entonces, las revistas de La Habana publicaban muchas tonterías en contra de España. Como los pájaros del cielo, los cubanos cagaban en su propio
nido.
Aquella tarde se apareció un tipo delgado, de gafas, que les enseñaba
Geografía e Historia de Cuba a los alumnos de bachillerato. No sé por qué
aquel hombre parecía estar como nervioso. En unos minutos, terminó la historia
de la Virgen del Cobre bajo la mirada escrutadoramente impasible del hermano
Julián:
»— Carlos Manuel de Céspedes era un abogado y hacendado de Bayamo.
Es cierto que era masón, dasafecto a los derechos, impuestos y contribuciones
del régimen colonial. Él tomó la iniciativa del alzamiento contra una España
muy debilitada por muchos malos gobiernos y la pérdida de sus colonias
americanas. Iba al frente de treinta y siete hombres el 10 de octubre de 1868.
» Se dice que la bandera que izó Carlos Manuel de Céspedes se hizo con
su muceta roja de abogado, con un trozo del vestido de novia de su esposa y
con el manto azul de la Virgen de la Caridad. Por eso hay quien afirma
que el estandarte nacional cubano simboliza el Derecho, el Amor y la
Fe.
— ¿Cómo que ‘se dice’? —indagó Ramón Gordillo.
— Eso —lo secundó Osvaldo Mena. ¿Cómo que ‘se dice’?
— ¿Es verdad o no? —saltó Eduardo Roqueso.
— Bueno, no está probado —aclaró el tipo.
— Niños: permitidle terminar —nos instó el hermano Julián.
» —Carlos Manuel de Céspedes sería nombrado Presidente de la
República en Armas —compendió el maestro de Historia de Cuba. En calidad
de tal, se cuenta que fue a la Villa del Cobre a rendir arrodillado su espada en el
santuario. Se decía que los patriotas de la nueva Cuba se habían llevado a la
68
manigua (breñas y matorrales) estampitas de la Virgen de la Caridad
durante los años de lucha.
— ¡Y vuelve con que ‘se decía’! —exclamó Emilio Escalada, que
se aburría fácilmente.
» — Una vez resuelto el conflicto a favor de los insurrectos ¡con la ayuda
de los Estados Unidos! —continuó el hombre desde su difícil posición de
empleado de sus enemigos—, se alegó que la Virgen de la Caridad
había simpatizado siempre con la causa independentista.
— ¿Qué quiere decir: ‘se alegó’? —preguntó Reynaldo Esparza,
uno que casi nunca hablaba.
— Que es mentira —le respondió Herio Toledo, otro que
era bien tranquilo, palideciendo de timidez.
— Niños: dejadle terminar —repitió el hermano Julián,
Toledo
Armas
dándole a entender al tipo que abreviara. Armas (el tercero en
morir, asesinado) Cabezas, Cruz, Figueroa (el segundo en
morir, de un tumor) Meana (el cuarto en morir, de esclerosis
múltiple), y Suárez (el primero en morir, del corazón) se quedaron
con la mano levantada para preguntar.
Cabezas
Cruz
Meana
Figueroa
Suárez
» — El 24 de septiembre de 1915, los Veteranos de la Guerra de
Independencia solicitaron del Papa Benedicto XV hacer a la Virgen de la Caridad
la patrona de Cuba. Según expusieron los veteranos: “por la fe y el amor que
nuestro pueblo profesa a esa Virgen venerada, cubana por excelencia”. El Papa
lo concedió ese mismo año. »
Casi balbuceando, el maestro se apresuró a explicar que, una vez
emancipada Cuba de España, habían irrumpido en la Historia próceres como el
69
poeta José Martí y héroes legendarios de cargas de machete como el anciano
Máximo Gómez y el mulato Antonio Maceo. Y que, al igual que otras colonias
emancipadas y católicas, la República de Cuba había adquirido su Virgen tutelar.
El hermano Julián estaba conforme con que la última parte de la historia,
referida por el maestro laico, no nos hubiese gustado. Cuando el maestro se hubo marchado, Frank López le preguntó al hermano Julián si el
maestro de Historia mentía. El hermano comentó con mal disimulada
alegría: “Vosotros deberéis juzgar cuando seáis mayores”, y comenzó la
clase de Aritmética.
En cualquier lado de dos bandos opuestos, hay quienes creen firmemente
que la verdad se demuestra con sangre.
*
Por el camino de la provincia de Oriente, donde estaba la ermita del Cobre,
visitamos a una de las once hermanas de mi madre. Se llamaba Nena y vivía en
Hatuey, un pueblecillo de Camagüey. Como la casa de tía Nena era pequeña y
muy ocupada, a mí me tocó dormir en el motel de Hatuey. Dicho motel era una
casa abandonada, cuyas paredes estaban recubiertas de cinc. Los muelles del
bastidor de la cama estrecha en la que dormí estaban tan rendidos que no
reconocían la ley de Hook y la colchoneta casi pegaba en el piso de cemento.
Hatuey era mucho más miserable que Meneses. Tenía menos calles y todas
éstas eran de tierra. El día que estuve en Hatuey, busqué por todas partes a los
cincuenta indios con los que me mortificaba mi madre —me decía que eran
antecesores de mi abuela materna. No hallé a ninguno.
La segunda noche, nos hospedamos en un hotel de tres plantas en el corazón
de la ciudad de Camagüey. Por allá todo estaba cubierto de cemento o de asfalto
y parecía muerto, pero la cama que oriné esa noche era cómoda. La parada en
Camagüey fue obligada para el reposo, debido a la incomodidad que habíamos
pasado todos la noche anterior. Mis padres habían tenido que dormir a turnos
en una hamaca porque en el motel de Hatuey no había cama para todos.
El tercer día nos detuvimos un rato en Santiago de Cuba. Apenas nos dio
tiempo a comer en la capital de la provincia de Oriente y a visitar una antigua
fortaleza española. Aquella noche les oriné la cama a los de un motel u hotel
que había en El Cobre. La habitación que nos tocó era sumamente pequeña e
incómoda.
Al cuarto día, estuvimos un buen rato en el santuario de tres torreones.
Subimos por el frente de la iglesia a la plataforma circuida con barandas. Mi
madre se puso un velo en la cabeza y nos instó a guardar silencio. Paulina iba
llena de devoción, Wifredo Júnior miraba asustado y yo me aburría un poco.
En la ermita, mis padres rezaron y pidieron sus cosas. Me parece recordar
que la estatua de la Virgen morena descansaba en una tabla o en un escabel que
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parecía de oro. Yo no recé, pero tendí la vista por el lóbrego interior de la
iglesia, recordando la leyenda que nos había referido el hermano Julián. Lo que
veía no encajaba con lo que había creído, pero no sabía de qué parte estaba el
espejismo.
No tenía entonces palabras para articular los pensamientos que me
acometían. No le hubiese sabido explicar a nadie que me habían despertado los
oídos antes que la razón con el nombre de un Dios que me resultaba
incomprensible. No podía expresar cómo la anarquía del corazón sugiere que
Dios no da leyes. Ya yo no entendía algunas cosas que me habían enseñado.
Mientras mis padres hacían sus oraciones y le encendían velas a la Virgen
de la Caridad, observé cómo varias personas recorrían de rodillas la nave de la
iglesia: aparecían inesperadamente en la entrada y se desplazaban
lastimosamente hasta el altar. Desde el portal de la casa de Santa-Clara, había
visto pasar por la orilla de la Carretera Central peregrinos que iban a pie a
Oriente a pedirle mercedes a la Virgen o a dar gracias por algún don concedido.
Se trataba de aquellas personas.
Regresamos a Las Villas por la Carretera Central, que algunas veces pasaba
por encima de la vía del ferrocarril y otras por debajo. Se me ocurrió decirle a
Paulina que primero le habíamos pasado por encima al tren y que luego el tren
nos había pasado por encima a nosotros. Mi madre quien, aparte de temerle a
todo cuanto tuviese movimiento mecánico, no tenía sentido del humor, me
llamó “estúpido”. Por eso preferí contemplar en silencio cómo las bandadas de
totíes se lanzaban sobre los sembrados de arroz en Camagüey. Cuando
viajábamos en familia, hablaba poco porque mis conversaciones chocaban
mucho con las ideas del doctor y con las de su señora —conmigo siempre
habló la voz del silencio—; Wifre sí hablaba porque mi madre le celebraba las
idioteces que decía. Yo jamás le respondía a mi madre, ya fuera por respeto,
por amor o por no ver aquella agobiante fosforescencia en sus ojos grandes
cuando se la contrariaba.
*
Habíamos hecho el viaje al Cobre durante los primeros días de la Semana
Santa del año 1957. Ya mi padre no tenía el pisicorre, una especie de furgoneta
fabricada por la Chrysler que era muy práctica para pasar los lechos pedregosos
de los muchos ríos del norte de Las Villas. Para cumplir con sus obligaciones
de médico en Meneses, el doctor Wifredo Delgado se valía del yipi, el pisicorre
y dos caballos. El año anterior, había comprado el Chevrolet Belair “nuevo de
paquete”.
Nos desviamos a Meneses y enviamos por ti a La Sierra. Vivías con tus
padres en el bohío al pie de la loma cuya cresta el sol traspone tempranamente
por las tardes. En la orilla de un corvo riachuelo cercano, te vi después subir la
falda para refrescar los pies. Hiciste todo el camino en el asiento de atrás del
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pisicorre, entre Norma Paulina y yo. A pesar
de ser colorada, narizona y de tener los ojos
pequeños, te veías guapa cuando la luz del
sol chispeaba en las ondas más rubias que
castañas de tu pelo. Ya tenías bonitos los
senos.
Concebí
inmediatamente
rescabuchearte por la ventana de noche,
cuando los cuajos de rocío resbalan por las
hojas de la persiana. Me pregunté si tendrías
el sueño ligero, como Nieves, y si precisaría
también de un hombre que aliviara sus
ardores femeninos.
El comportamiento de Nieves me había
dado a entender que, contrariamente a lo que
decía el catecismo, sofrenar las pasiones
podía ser una tontería —¡ella la pasaba muy
bien! ¡Cuántas sujeciones se le asignan al Redentor! A mí jamás me había
agradado el remordimiento punzante de ciertos actos normales. Deseaba tener
fe, no sentir miedo. Como dijo Federico: “La Iglesia es el más falso de todos
los Estados”.
Entonces me percaté de que Paulina me acababa de ver estimar tus pechos
y desvié la mirada porque uno es dueño de lo que piensa y esclavo de lo que
revela; mi hermana era poco comprensiva y muy parlanchina. Yo te deseaba
curiosa e inocentemente.
En Santa Clara, mi padre había mandado a tapiar la puerta del cuarto de
las sirvientas, que daba al patio, dejando sólo una pequeña ventana enrejada.
Nieves carraspeó durante más de una semana para disimular sus sollozos de
consternación y tristeza. La pobre mujer no volvió a pintarse los labios de
esmeralda, como los cálices de las rosas, ni de empolvarse las mejillas. ¡La
aflicción no es hermosa! Desde entonces, sin una puerta a la libertad de la
noche, las sirvientas tendrían que buscar gratificación dentro de casa. ¡Y ahí
estaba yo!
72
*
En realidad, el Hermano Javier era un buen hombre, fanático y sin sentido
del humor. En el cuarto grado, atropelló mi tierno intelecto. El Hermano nos
leía los libros de texto tal como venían impresos, sin intentar hacernos el asunto
ameno ó interesante. De aquella indolencia nacieron muchas burradas que nos
creímos del libro de Historia Sagrada, tales como los millones de criaturas que
cupieron en el Arca de Noé, el frenazo del globo terráqueo en Jericó y la
metamorfosis del cayado de Moisés. Algunas veces, advertía alarmado cómo
el fervor subía a los ojos, normalmente escondidos, del hermano Javier durante
la clase de Religión —chispeaban detrás de los lentes aumentadísimos de sus
gafas. De él siempre recibí más espanto que instrucción.
Naturalmente, tú no sabes de estas cosas, Nenita. No obstante, permíteme
que te las cuente porque tienen su enjundia.
El estudio, en mi caso, y la meditación, en el tuyo, curan muchas desazones.
Unos seres acatan la instrucción diversamente a los otros, pero ninguno llega a
conocer toda la verdad. Tampoco la verdad logra esconderse completamente.
Al menos, tú y yo vislumbramos algo verdadero en el gusto de nuestras cándidas
emociones: tu primera mirada me puso a pensar, la segunda me animó, y la
tercera ya describía la gloria del gozo... ¡Ay, Nenita, qué bobada hubiese sido
someter la pasión!
Por esos meses oí hablar de temas que exploraría más adelante, como el de
la decadencia del pueblo de Roma debido a la vida licenciosa, a la lucha de
clases, a la mengua del comercio, al despotismo burocrático, a los abrumadores
impuestos y a las guerras. Las lecturas subsiguientes sobre una Roma
empobrecida y moribunda, roída por plagas, revolución y guerra, disminuida
tanto por la mezcla con germánicos y asiáticos como por las prácticas
anticonceptivas, el infanticidio, el abandono de las granjas y por la pérdida de
la devoción al Estado me han ayudado a comprender la condición decadente de
los pueblos de ahora. Una enfermiza voluntad de igualdad los lleva a la anarquía.
Ejercen la libertad para perderla. Odian al tirano glorificando la tiranía de la
chusma.
El hermano Julián nos había revelado la grandeza de los romanos durante
las guerras púnicas y en las construcciones de calzadas y acueductos. Luego
aprendí que los romanos habían inventado el derecho o “ley natural”,
sustituyendo edictos por leyes escritas, exigiendo la demostración de la
culpabilidad de los acusados, etc.Así y todo, el despotismo acabó con el sentido
cívico del ciudadano y la voluntad política se expresaba por medio de la
violencia. El estado pagano, caído en el servilismo y la venalidad, se había
resquebrajado ante los bárbaros. Y acabamos siendo bárbaros.
En la moralidad, mi querida Nenita, las leyes y los hechos no se
corresponden. Afortunadamente, nuestra moralidad no era de iglesia. Los
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principios nos traen todo lo demás, pero el hombre prostituye los principios
porque su naturaleza lo corrompe todo. Le gusta tergiversar las misma leyes
que ha escrito. No sabe decidir por sí mismo si debe impedir o favorecer las
buenas o las malas acciones —de ahí surge el hombre político: escudado en la
masa, dice que un poco de vergüenza pasa pronto.
El Hermano Javier nos había conmovido con los padecimientos de los
primeros seguidores de Cristo: crucificados, pasados por las armas ó arrojados
a las fieras. Las persecuciones de los mártires cristianos, cuyos nombres se
leían en misa dos mil años después de sus muertes, nos llenaban de indignación
—hasta los judíos resolvieron plagiar el cuento con su “Holocausto”. Las sectas
cristianas se organizaban a ocultas en pequeñas asambleas, llamadas eklesia, y
rivalizaban por ganar prosélitos con los cultos de Isis y Mitra. Entonces, como
anunció el buen hermano en un momento de lujuria mística, el cristianismo se
hizo grande en Roma. Por el año 300 de nuestra era, el emperador Constantino
impuso la doctrina del Redentor en el Imperio Romano. ¡Abajo el toro! ¡Paso
al cordero! ¡Creamos en Cristo con los demás!
La doctrina de Cristo proclamaba la igualdad de todos los seres humanos,
sin miramientos de clases ni naciones —¡teoría que remató a muchas sociedades
pero no logró cambiar al hombre! Habiendo perdido Roma la preeminencia de
su estirpe fundadora, era preciso un nuevo mito que le diera coherencia al mundo.
El cristianismo censuraba la avaricia, la embriaguez, el adulterio, el aborto, el
infanticidio, el teatro y los juegos públicos. Los cristianos se contentaban con
sus mujeres, renunciando a las prácticas homosexuales, al colorete, a teñirse el
cabello y a pintarse los párpados —deterioro social que brotaría de nuevo en el
mundo al final del siglo XX. Durante el Dies Domini, los clérigos instruían a
gentes hambrientas de fe en la doctrina de Cristo. Poco a poco, las ofrendas
sangrientas de las viejas religiones fueron reemplazadas con el simbólico
sacrificio expiatorio del Cordero de Dios. El pan y el vino se transformaban,
por obra del acto sacerdotal, en el cuerpo y la sangre de Cristo. Tres fue uno,
pan carne y vino sangre.
¡Pero cuántos otros, no cristianos, se entretienen con idioteces! ¡Cuántos
han oído lo inenarrable! ¡Cuántos admiran lo que no comprenden! La mente
humana es muy débil.
El nuevo credo tuvo sus descalabros. Durante las primeras centurias, el
cristianismo descentralizado había incurrido en el revoltijo doctrinario. Se había
difundido la idea de que la humanidad entera estaba manchada por la caída de
Adán y que el juicio de recompensas y castigos eternos de Dios era inminente.
Ante una congregación impaciente, hubo que postergar la fecha del fin del
mundo hasta el final de los tiempos. En el norte de África y en el Medio Oriente
esperaban la segunda venida de Cristo en cuanto la raza de los judíos se
extinguiera y todos los gentiles fuesen evangelizados. Pero la realidad obligó a
74
encubrir tal idea y la segunda vuelta de Jesús acabó siendo cancelada. Además,
como no se sabía en qué país se iba a fundar el Reino de Dios, hubo que trasladar
el trono sagrado de la tierra al Cielo.
En el cuarto grado, nos preparamos también a resguardar la religión contra
hombres perversos, como Celso, quien había emprendido la defensa del
paganismo y atacado la credibilidad de las Escrituras, los milagros de Cristo y
la incompatibilidad de la muerte de Nuestro Señor con Su divinidad
omnipotente. Celso consideraba el cristianismo una creencia de bobalicones,
insensatos, esclavos y mujeres y no quería admitir el Juicio Final ni a la
resurrección de la carne; no se persuadía de que los que practicaban otras
religiones se fueran a quemar eternamente en el fuego de Dios ni de que quienes
habían muerto pudiesen levantarse de sus tumbas con la misma carne que se
habían comido los gusanos.
Yo le hubiese dicho a Celso: “Cualquier falsedad tiene profetas y mártires.
Muchos creen en maravillas falsas. La fe es un fenómeno histórico. Si consultas
de buena fe las luces que Dios te ha dado, te puedes evitar muchos disgustos y
discusiones torpes con los demás. La verdad no necesita ventajas de patrañas.
¡Cuántos buscan las causas de lo que no es! Vosotros, los predicadores de la
verdad, sois como esos médicos que nos hacen sufrir con curas de males que
no nos aquejan. Las patochadas de cualquier grupo humano son de miedo”.
¡Ay, Nenita, mi conciencia se insurreccionó tan pronto! No creas que algo
tiene que ser verdad porque muchos otros, o todos, lo digan. Hallo la verdad y
la pierdo inmediatamente. No le tengo confianza a la razón humana porque la
he visto muchas veces volverse estúpida y despótica. Soy como tú, pagano,
simple e ignorante de las corrupciones. ¡Soy guajiro!
*
El 19 de marzo de aquel año, el día de
San José, tomamos la primera comunión
vestidos de blanco en la iglesia del Buen
Viaje de Santa Clara. La Eucaristía es el
tercero de los sacramentos que llevan a la
gracia divina. Habíamos tenido que ayunar
durante doce horas para recibir la hostia con
el estómago limpio. Después de la
ceremonia, desayunamos un chocolate
espeso y unos panecillos muy sabrosos con
los hermanos. El hermano Luis nos dio una
hermosa plática sobre lo que significa ser
cristiano y católico. ¡Ya estábamos listos para
participar en las cruzadas! Debo de admitir
75
que aquello me gustaba porque me daba la clara
sensación de pertenecer a la banda de los buenos.
El hermano Luis estaba más metido en su romance
con la esposa del propietario del Tigre de Oro que en la
dirección del colegio. Cuando terminaban los recreos,
tocaba el pito sin ánimo y se metía en la oficina antes
de que hubiésemos regresado a clase. Sus intervenciones
por el intercomunicador eran rápidas y desganadas.
Me imagino que, por razones de conveniencia
pública y por proteger el prestigio del colegio, nadie
querría saber de las andanzas del hermano Luis. En
realidad, como los niños no entendíamos, no éramos
afectados.
Las tareas de quebrados que nos mandaba el
hermano Javier eran larguísimas y tortuosas. Le
encantaban las fracciones pequeñas, las de las cifras
cargadas en el denominador. ¡Cuántas veces me viste
doblado sobre el papel computando mi tarea! En una
ocasión, le pregunté si el resultado de uno entre un
número bien grande podría llegar al cero y me respondió
que eso se aprendía más adelante, en el bachillerato.
Contrariamente a hermano Luis, que se hacía amigo
nuestro, el hermano Javier mostraba cierta displicencia
en el trato individual.
El aprendizaje de los verbos con el hermano Javier resultó
difícil. Sabíamos los tiempos de los verbos regulares terminados
en ar, er e ir y conjugábamos los auxiliares y los irregulares de
memoria. Mas no entendí bien la extensión y los límites de los
tiempos y lo que expresa el subjuntivo durante muchos años, hasta
que asistí a una clase de Francés básico para extranjeros en Suiza.
El hermano nos enseñaba la Gramática como el catecismo, con un gran esfuerzo
de memoria y muchas repeticiones.
Para poder terminar todo el trabajo que nos asignaba el hermano y disponer de tiempo para jugar a los escondidos con Margarita Busto tenía que
andar ligero. Como mi madre estaba sola, algunas veces los Busto nos visitaban
después de la cena. El padre de Margarita era viajante de medicina y conocía al
mío. La madre era una mujer alta y elegante. Resulta pasmoso que, con la
involución provocada por la Revolución, aquella familia hubiese terminado
sus días criando chivas para poder comer.
¡Qué linda se veía Margarita correteando con los colores subidos a su cara
pecosa! Cuando jugaba, se le abrillantaba la piel de la cara, los brazos y las
76
piernas con una ligera transpiración semejante a un leve rocío. ¿Recuerdas? Tú
jugabas con nosotros. Algunas veces, mi hermana “se quedaba”, o sea, le tocaba
contar hasta veinte en la base para dar tiempo a que nos escondiéramos. Yo
aprovechaba para acompañar a Margarita a algún escondite entre las matas del
jardín. Agazapados bien juntos, abrazados algunas veces, dejábamos que mi
hermana buscara a Wifredo Júnior y a Manolito, el hermano de Margarita —
que moriría 58 años después— sintiendo nuestros corazones latir fuertemente
involucrados en la emoción del juego.Aunque viera la vía libre a la base, deseaba
permanecer donde estábamos. Aquello me gustaba mucho más que hacer la
tarea del colegio.
*
Las historias de la conquista de América resultaban confusas en el cuarto
grado. Pasaron muchos años antes de que entendiera que el uso de la fuerza no
había logrado imponerse a fuerza de uso. Fue necedad querer instituir
democracia entre salvajes.
En la clase de Geografía, que solía fundirse con la de Historia, el hermano
Javier nos presentó a Vasco Núñez de Balboa, el conquistador que había
descubierto el Pacífico cristiano. Con los ojos en el mapa de Centroamérica,
ubicamos el Océano del que hablaba y lo escuchamos largamente:
La historia de las andanzas de Balboa la había escrito Fray Bartolomé de
las Casas, cargándola de exageraciones. Afirmaba el padre que, antes de la
llegada de los blancos, los indios de Centroamérica fabricaban muchas
variedades de vinos blancos y tintos del maíz, de la palma y de las raíces de los
frutales. Acusaba al incivilizado Vasco Núñez de haber ahorcado, sin fe ni
sacramentos, a 30 caciques que decían no tener oro, perlas, ni piedras preciosas
para darle. ¡Si al menos los hubiera bautizado antes de matarlos se habrían ido
al Cielo! Los españoles disponían de los indios para la labranza y para llevarles
las cargas cuando salían en expediciones. “Cuando los blancos se acostaron
con las indias —había dicho el prelado— hicieron heder el nombre de
Jesucristo”; era tal su cristiano enfado, que dio a entender cuánto sentía que
aquellos indios no conocieran hierbas mortíferas con las cuales embadurnar las
puntas de las flechas que les lanzaban a los españoles. El padre Las Casas
debió de haber sido hijo de moros o de judíos.
Según Las Casas, cuando Vasco Núñez de Balboa temió que llegara de
Castilla quien lo depusiera de su estado, acometió la empresa de ir a buscar la
otra mar con 190 hombres y muchos perros bravos. Después de aperrear a
muchos de esos indios que andaban vestidos como las mujeres y eran
inficionados al pecado nefando (la mariconería), el capitán español subió a la
cumbre de una sierra y descubrió el otro Mar del Sur el 25 de septiembre de
1513. Entonces los españoles mandaron que los indios cortasen árboles para
hacer cruces y que allegasen y amontonasen piedras para levantar marcadores.
77
Y los conquistadores que sabían escribir tallaron en los troncos de los árboles
los nombres de los Reyes de Castilla.
*
Por política, en los colegios de Cuba había que hablar de los negros y decir
que son buenos e iguales a los blancos. Luego yo leí la crónica de Fernández de
Oviedo referente a un levantamiento de africanos en La Española, en tiempos
del virrey Don Diego Colón. En el 1522, cuarenta negros se habían confabulado
para matar cristianos en un hato de vacas. De ahí planeaban irse a un ingenio y
sublevar a otros 120 negros con ánimo de pasar a cuchillo a todos los blancos.
Entonces se toparon con doce españoles de a caballo con dagas y lanzas, quienes
dieron contra la negrada a rienda tendida, matando a seis en la primera pasada.
Los negros se dieron a la fuga, pero los cristianos los buscaron y los ahorcaron.
Fue así como los demás negros, espantados, aprendieron a repudiar los
pensamientos homicidas. ¡La civilización le entra al negro con los toques
mágicos de la azotaina!
Que conste que no odio a los negros. El odiar duele. Siempre he detestado
su música, su grajo, su holgazanería y su fealdad. Por lo demás, siendo tan
brutos, me parecen hermanos gemelos de casi todos los blancos y los indios de
América.
Como los negros no eran objeto de gran interés, jamás mencionamos aquella
historia en el autobús. Ese año, sin embargo, todos hablábamos de una cinta
titulada “Dios es mi copiloto” que habíamos visto en el teatro Villaclara, uno
de los tres cines que operaban en el entorno del parque Vidal. Era una película
americana repleta de luchas al vuelo de unos aviones que llevaban pintada las
fauces de un tiburón en la nariz; un piloto japonés, tocado por el fuego de uno
de ellos, había soltado un buche de sangre sobre la pizarra de su avión averiado.
Raulito, Osvaldito, Emilio y yo creímos que la escena era muy hermosa y
sentimos mucho no ser pilotos de combate para matar “chinos”.
*
Para hablarnos de Hernando de Soto y de la toma de la Florida, el hermano
Javier sacó un mapa en colores. Quería que supiéramos algo de las tierras donde
estaban ubicados los Estados Fundidos (así parecía pronunciar Estados Unidos).
Por entonces nadie imaginaba, ni remotamente, tener que buscar asilo en el
país del norte. A la larga, muchos alumnos de los Maristas dejaríamos de ser
cubanos par convertirnos en Americans.
Sí, Nenita, Hernando de Soto era familia tuya. Era moreno, alegre y buen
jinete. Había participado en la conquista del Perú. Con las riquezas que había
tomado en los templos del depravado inca Atahualpa, en 1532, había preparado
una expedición con 950 hombres y diez navíos para tomar las tierras de
Norteamérica en nombre del Rey Carlos Quinto y el cristianismo. En 1538,
partió de España a la cabeza de una armada de 30 barcos que iban a Cuba.
78
Desde Cuba envió a Juan de Añasco, quien era marinero, cosmógrafo (quizás
haya querido decir cartógrafo) y astrólogo (tal vez quisiera describirlo como
astrónomo) en dos bergantines a costear y tomar nota de los puertos disponibles
para desembarcar la armada. Antes de partir, nombró a su mujer, Doña Isabel
de Bobadilla, gobernadora de Cuba. La Bobadilla era una hembra admirable
que supo desempeñarse bien en el cargo, mandando a prender a cualquier pillo,
como pudo comprobar Juan Ponce de León.
En el momento en que Hernando de Soto desembarcó con sus hombres
para tomar posesión de la tierra, no halló indios a quienes decírselo. Por fin
dieron con el cacique Hirrihigua, quien odiaba a los españoles porque, durante
el primer intento de colonización, Pánfilo de Narváez había echado a su madre
a los perros y a él mismo le había quitado un trozo de trompa. Se decía que
cada vez que Hirrihigua se sacaba los mocos o se sonaba la nariz maldecía a los
blancos. Por eso el cacique mató a tres españoles de los de Hernando de Soto e
hizo esclavo a otro, llamado Juan Ortiz, de dieciocho años, quien estuvo viviendo
muy torturado entre indios diez años.
En 1542 Hernando de Soto llevó a su ejército, gastado y disminuido por
batallas y enfermedades, hasta las orillas del Misisipí (Mississippi en Inglés).
En lugar de oro o plata, halló muchas tribus de indios, siempre en guerra los
unos contra los otros, con grandes plumajes, envueltos en mantas de marta y
otras pellejinas, blandiendo sus arcos y flechas. En junio del mismo año, murió
cristianamente de una “colerilla”. Para que los indios no colgasen los pedazos
de su cuerpo de los árboles, sus compañeros ahuecaron el tronco de una gruesa
encina, metieron dentro el cadáver y lo echaron al fondo del Misisipí.
*
La clase de Ciencias Naturales tenía un gran potencial para resultar
interesante, pero el hermano Javier la hacía durísima. Nos hablaba, por ejemplo,
de la división de las plantas en monocotiledóneas y dicotiledóneas, sin
mostrarnos jamás una semilla. Una vez le pregunté si el oso hormiguero que se
había subido a la grupa del caballo del capitán Juan Tafur durante la conquista
de la Nueva Granada era digitígrado o plantígrado; me miró de una forma muy
singular, sin responderme. Cuando le dije a mi madre que, de acuerdo con el
libro de Ciencias Naturales, el agua de la ducha debía de salir a 33 grados
centígrados, me miró extrañadísima también y me preguntó si estaba loco. Casi
todos los experimentos científicos en los que participé fueron explosiones y
fogonazos azules a base de azufre y fósforo vivo que hice con un vecino, Roberto
Cabrera, valiéndonos de un laboratorio de Química que su padre le había
regalado.
*
Por las mañanas, nos sacabas de la cama y nos dabas el desayuno. Teníamos
que guardar silencio para no despertar a mi madre —o, peor, interrumpir una
79
de sus jaquecas. Ese fue el año que mi madre le tuvo que enseñar las primeras
letras a Wifredo Júnior. A los once años, yo ejercía gran autoridad sobre ti, mi
madre y mi hermana, dado que era el único que no les tenía aversión a las ranas
ni a las lagartijas; cuando una rana aparecía en el portal de la casa, me tenían
que llamar para echarla afuera. Algunas veces despachurraba al animal contra
la pared por demostrar mi poder. Curiosamente, ninguna de las tres mujeres
intercedió jamás por la vida de una de aquellas ranas pegajosas. A las lagartijas
les perdonaba siempre la vida gracias a las horas de recreo que me
proporcionaban cuando cazaban moscas estirando la lengua sobre el tapete de
la mesa del comedor.
Paulina se sentaba en el portal a esperar el autobús achocolatado del
Teresiano, que llegaba antes de las siete. Ya nuestra prima, Alicia, y sus amigas,
Margarita Busto y Julita Expósito (la tetoncita), estaban en el autobús con sus
uniformes de cuadros marrones y blancos cuando Paulina subía. Iban felices
aquellas cuatro, ninguna de las cuales era alumna aprovechada, contándose
chismes y diciendo tonterías.
A las siete, los Carlos nos recogían en el autobús verde de los Maristas a
Wifredo Júnior y a mí. El autobús iba por la Carretera Central con rumbo este
a recoger a Emilio Escalada y a otro niño pelirrojo de apellido Orta, al que
todos llamábamos Zanahoria. Si no estábamos listos, tú le hacía señas a Carlos
para que siguiera y nos recogiera a la vuelta.
El uniforme de los HH Maristas consistía de una camisa azul, una corbata
blanca y un pantalón beige claro, casi blanco. Mis pantalones siempre estaban
manchados de verde en las rodillas, y algunas veces en el trasero, de jugar en la
hierba del patio de la casa. Durante una de sus visitas a Santa-Clara, mi padre
me enseñó a hacerle el nudo de corazón a la corbata. Después de saber hacer un
nudo simétrico, no quise volver a usar la enlazada sencilla de todos los demás
niños.
En la clase de Geografía, el hermano Javier nos dijo que el continente que
habitábamos se llamaba América debido a la obra vulgarizadora de un italiano.
Aquello era decepcionante: el tal Américo Vespucio no había tenido
absolutamente nada que ver con las culturas pre-hispánicas, con las
exploraciones, ni con la conquista de ninguna tierra en todo el continente. Era
difícil identificarse con semejante sujeto. Claro que el nombre de Cuba tenía
aún menos que ver con la gente que la habitaba; una vez, sin embargo, en un
momento de lucidez, le habían llamado Juana la Loca.
*
Comprender la herejía de Arrio fue la parte más difícil del cuarto grado.
En verdad, no la entendí hasta después de mayor. Al hermano Javier se le había
antojado enseñarnos mucho más de cuanto podíamos asimilar. Hasta los buenos
alumnos fallábamos las pruebas orales y escritas que nos hacía. Así y todo, él
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quiso que la entendiésemos para que fuésemos buenos soldados de nuestra fe
frente a cualquiera.
La historia de la herejía de Arrio se remonta al año 318 y a una ciudad que
había en Egipto llamada Baucalis. Arrio era un sacerdote alto, de una delgadez
que mostraba las huellas de su vida austera, cuyos pobres vestidos le habían
dado fama de asceta. Tenía el semblante melancólico, el habla dulce, y gozaba
de gran estima entre los cristianos. Sus opiniones sobre la naturaleza de Cristo
sobresaltaron al obispo de Alejandría.
Según Arrio, Cristo no se identificaba con el Creador sino que era el Logos,
la primera de todas las criaturas. Argüía que el Hijo había sido creado por el
Padre en el tiempo; por consiguiente, el Hijo no podía ser coeterno con el
Padre. Además, Cristo tuvo que haber sido creado de la nada, no de la sustancia
del Padre. Para colmo, sostenía que el Espíritu Santo había sido la creación del
Logos y era aún menos Dios que Cristo.
El emperador Constantino se alarmó de las pugnas que suscitó el arrianismo.
Si Cristo no era Dios, la doctrina cristiana se iba a desfondar. Si se permitía la
división, el caos de las creencias acabaría con la unidad y la autoridad de la
Iglesia y, consecuentemente, con su valor como sostén del Estado. El emperador
deseaba reducir a una forma sencilla las ideas de las gentes sobre la Divinidad
para facilitar el manejo de los negocios públicos. “Arrio, si tienes tales ideas,
debes guardártelas —le mandó a decir al sacerdote—; lo tuyo son tonterías
suscitadas por la ociosidad, sin otra utilidad que la de aguzar el ingenio con
discusiones”.
Intentando resolver la discrepancia de una forma negociada, Constantino
convocó el primer concilio ecuménico en el 325, en Nicea. Arrio mantuvo una
actitud cerril en defensa de su punto de vista: Cristo siguió siendo un ser creado,
“solamente divino por participación”. Se le advirtió que si Cristo y el Espíritu
Santo no formaban una sola substancia con el Padre, el politeísmo triunfaría.
Se declaró que la razón debía inclinarse ante el misterio de la Trinidad, aunque
fuese difícil imaginar tres personas distintas en un solo Dios. ¡Y bien embrollado
que es!
Y se proclamó el credo: “Creemos en un Dios, Padre Todopoderoso, hacedor
de todas las cosas visibles e invisibles, y en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de
Dios engendrado, no creado, que descendió para nuestra salvación y se hizo
carne, sufrió y resucitó al tercer día, y subió a los cielos y ha de juzgar a lo
vivos y a los muertos”. Arrio y otros dos que se negaron a firmar el credo
fueron anatemizados por el Concilio y desterrados por el emperador. Para
terminar con la disputa, un edicto imperial ordenó que todos los libros escritos
por Arrio fuesen quemados bajo pena de muerte —porque ninguna institución
humana puede tolerar la libertad de expresión.
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El hermano Javier cerró el capítulo del arrianismo asegurándonos que
gracias a Constantino se había hecho Europa y que gracias a Europa nosotros
éramos quienes éramos y no algo inferior. Fatídicamente, la gente de piel europea
de Cuba jamás se compenetró con la sabiduría de Constantino y toleró el
desbarajuste de la sociedad. ¡Lerdos!
*
Ese verano lo pasamos íntegro en Meneses. Como había pasado el cuarto
grado, ya me dejaban ir solo al cine. A pesar de haber visto solamente media
docenas de películas interesantes desde entonces, he gastado una buena parte
de mi vida descubriendo miles de cintas tontas. En Meneses había una sala
cinematográfica llamada Maritza, que era el nombre de la hija del propietario.
Era el único local del pueblo que tenía climatizador (aire acondicionado) —
energizado con 220 voltios de su propia planta de petróleo. Los domingos iba
dos veces al cine: primero a la matinée, a las tres de la tarde, a ver películas
americanas de cowboys e indios y luego por la noche a ver alguna película
mejicana de unos mestizos con sombreros grandes que seducían a las mujeres
blancas cantando como mariquitas y diciendo que eran “muy, pero que muy
retemachos”.
La mayor producción cinematográfica que llegó a Meneses fue “El último
couplé”, mal protagonizado y mejor cantado por una española muy linda llamada
Sarita Montiel. La historia de la sensual cantante impactó a las menesinos tanto
que se las oía cantar las canciones de Sara Montiel barriendo sus casas por las
mañanas y paseando por el parque por las noches. Sara Montiel terminaría sus
días fumando tabacos (puros) y exhibiéndose desnuda en plena ancianidad.
Durante los primeros días de vacaciones, me iba a cazar judíos con una
escopeta de aire comprimido que disparaba unas bolas de plomo con cola de
embudo (para reunir la presión del aire) llamadas ‘pellets’. Cuando salía a cazar,
solía seguir la línea de una chispa (locomotora pequeña) que ya no prestaba
servicio. Por unos campos de cultivo, pasado el puente que salvaba una corriente
de agua, los judíos bajaban a comerse las cosechas ajenas. Yo los tumbaba
lleno de gusto. Cuando Alín, el hijo de Raúl Méndez, me vio masacrar a aquellos
pájaros negros y feos, me dijo que eso no estaba bien. Cedí en el empeño porque
siempre he respetado la opinión de los mayores; pero en el fondo sabía que
Alín se equivocaba, que los judíos muertos servían de abono.
No juzgaba las inclinaciones de matar judíos desgraciadas porque el sonido
de sus chillidos era discorde y en sus ojos parecía brillar el demonio. Consideraba
que, entre todas las razas plumíferas, eran los más tenebrosos, miserables,
rencorosos y vengativos. Se me antojaban implacables e hipócritas, aborrecibles
y aborrecedores de los pájaros de hermosos plumajes. Enfurecía cuando los
veía saquear los nidos de los pájaros carpinteros. Cuando, en las rojizas
amanecidas, sobrevolaban los sembrados, aprestándose a consumar su obra
82
depredadora contra el esfuerzo de los sinsontes, me llenaba de indignación.
Me resultaba fastidioso ver cómo entraba el fruto del trabajo de los demás en
sus picos corvos a nutrir sus desgraciadas hechuras. Entonces, una idea
maravillosamente colérica cruzaba por mi mente: deseaba acabar con todos
ellos y con sus crímenes. Y disparaba a mansalva contra aquellos judíos de
espíritu raquítico. Y jamás me pasó por la mente ir arrepentido a confesarle al
padre Ortiz haber suprimido pájaros de la peor calaña.
Meneses es una rampa engastada en la falda norte de un cerro. Durante mi
niñez, medía aproximadamente cuatro kilómetros de norte a sur y dos de este a
oeste. Limitaba al sur con la cresta de la loma del cementerio y al norte con una
explanada de maniguas. La carretera de Yaguajay era también la Calle de Alante
del pueblo. Me gustaba pedalear hasta el cementerio por la Calle de Alante y
luego dejar correr la bicicleta cuesta-abajo a gran velocidad. Dicha costumbre
me había hecho chocar con una puerca que andaba suelta por el camino de
rocoso que atraviesa el pueblo de este a oeste, llamado el camino de Jobo Rosado
si se va para el este o el de Bamburanao cuando se va al oeste; en aquella
ocasión, había volado por encima de la puerca y me había raspado los brazos al
aterrizar en la tierra apisonada del camino.
Aquel verano ocurrió una tragedia en una de las casas cercanas al
cementerio. Unos menesinos jóvenes que estaban trabajando en un pozo con
un generador eléctrico cayeron envenenados por el monóxido de carbono de la
máquina. El padre de uno de ellos, que bajó a sacar a su hijo, murió también.
Cuando llamaron a mi padre, no pudo hacer más que certificar las cuatro muertes.
Así aprendí la peligrosidad de los gases de la combustión.
La manera en que murieron los de Meneses me intrigó. Decidí bien pronto
hacerle una visita a Morales, el dueño de la planta eléctrica que abastecía a las
casas del pueblo. Le pregunté por qué se habían muerto los que estaban dentro
del pozo. Morales era un viejo de pocas palabras. Me llevó a la pieza de la casa
de madera donde tenía la planta después de advertirme no tocar nada. El
generador era grande, del tamaño de dos vacas, y estaba bajo techo, en un
espacio bien ventilado. Me dijo que si tocaba los terminales de metal me podía
electrocutar y que si respiraba los gases que salían por el escape del motor
diesel me podía envenenar. De la casa salían dos alambres del grueso del dedo
meñique que se extendían hasta otras casas de Meneses apoyados sobre ruedas
de cerámica clavadas en las cruces de los postes de madera que erizaban las
orillas de las calles. En aquel tiempo, el servicio eléctrico alcanzaba las casas
de la Calle de Alante, las de la Calle de Atrás y las del camino entre Jobo
Rosado y Bamburanao, donde yo vivía.
*
Poco después, le hicimos la visita a tía Serafina, una hermana de mi madre
que vivía en una finca retirada con su marido, Pedrito, sus ocho hijos y su hija,
83
Ada. Pedrito también tenía una planta eléctrica de petróleo en una caseta cercana
a la casa. La suya era mucho más pequeña que la de Morales, del tamaño de un
puerco. Ellos la prendían a ratos para energizar un pequeño refrigerador y media docena de bombillas que tenían repartidas por la casa. Los de tía Serafina
tenían una vaquería. Se sacaba agua para el ganado de un pozo con bomba de
palanca. Al medio-día, resultaba agradable ver desde el portal de la casa a
aquellos mansos gigantes beber. Durante aquellas visitas, me deslizaba lomaabajo en una yagua para caer en un río negro lleno de truchas.
Desde que había observado cómo Raúl Méndez le metía la mano entre las
piernas a la guajira que montaba en su camión, había estado deseando tener
novia. Primero daba unos viajes larguísimos en mi bicicleta hasta un recodo
del camino de Jobo Rosado llamado El Rincón. Pedaleaba todo el trayecto
porque las Bauta me habían dicho que Deisi, la hija de un chofer de alquiler,
era muy bonita. Le hablé una vez, pero ella era demasiado vergonzosa para
levantar la vista.
— ¿Cómo te llamas?
— Deisi. ¿Y tú?
— Joaquín.
— ¿De dónde eres?
— Mi papá es el médico de Meneses.
— Yo vivo aquí.
— ¿Quieres ser novia mía?
— Mi papá no me deja tener novio.
Luego, con tu ayuda —porque eras buena y te prestabas a tercear— le
declaré mi amor a Aidé, la guajirita de doce años que llevaba la cabellera
azabache suelta sobre los hombros. A la niña ya le habían despuntado los senos,
tenía la cintura estrecha y las piernas hermosas. Aidé vivía con su familia en la
casa de cinc pintada de rojo, frente a la que yo había chocado contra la puerca.
En aquella casa había existido primero la fábrica de raspaduras (dulce de melao
ó azúcar pastoso) y luego el salón de ensayos de una banda desafinada llamada
eufemísticamente “orquesta de música popular”.
Sabía que Aidé ya tenía novio, un tal Manolito de dientes podridos.
Consideraba, sin embargo, que le estaba dando la oportunidad de mejorar de
pareja a aquella guajirita tan linda, tan merecedora de mí que dominaba la
Aritmética, que sabía conjugar verbos, y que no le temía a la religión.
— Aidé —le dije recostado a la mesa del comedor de mi casa—: estoy
enamorado de ti. ¿Quieres ser mi novia, sí o no?
— A la niña se le subieron los colores a la cara morena y movió la cabeza
señalando que no.
*
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Para olvidar aquella frustración amorosa, me dediqué a la pesca. En El
Purio, por el camino de Jobo Rosado, donde el tren paraba a saciar la sed de la
locomotora, hay un riachuelo en el que abundaban las biajacas. En el verano,
con las precipitaciones, el riachuelo se ensanchaba; durante la seca, cuando la
corriente se estrechaba, se podían ver congregarse los peces por miles en las
charcas a esperar las lluvias.
Pedaleaba en mi bicicleta hasta al riachuelo del Purio provisto de anzuelo,
hilo de nylon y plomada. Sentado en el puente del ferrocarril, cebaba el anzuelo
con un trozo de gusano de tierra o de batata (camarón de río), lo echaba al agua
y esperaba. Cuando pescaba una biajaca, volvía a mi casa a todo pedal para
echarla viva en el tanque de agua lluvia de mi padre. De todas las que cogí,
solamente me comí una que era grande y tentadora. El estanque de agua estaba
en el patio de la casa, bajo el alero del techo, del que recibía agua y sombra.
Medía dos metros en cada dimensión y, como la pared era más gruesa abajo
que arriba, le quedaba un estribo de cuatro centímetros alrededor donde me
subía a disfrutar de mi acuario. Al Dr. se le hacía necesario un estanque de
cemento donde acopiar el agua tal como la destilaba la atmósfera, sin los
minerales del suelo, para hervir las jeringas y las agujas que usaba a diario.
Las primeras biajacas que eché al tanque se alimentaron de los mil
renacuajos que las ranas habían desovado en él. Cuando se los comieron a
todos, les eché gusanos de tierra y batatas vivas que ellas se encargaban de
descuartizar y comer —la biajaca más grande y reluciente se tragó una batata
viva en marcha-atrás y murió. Como llovía tan seguido, el agua del tanque se
renovaba continuamente y los peces no se asfixiaban en su propio excremento.
Un día que mi padre le quitó el tapón al tanque para desraizar el musgo de las
paredes interiores, tú, mi querida amiga, salvaste a las biajacas, metiéndolas en
la canoa (bebedero de caballos) que teníamos junto a la cerca de madera que
separaba nuestro patio del de las Bauta. De allá las llevamos a poblar una laguna artificial que Germán, el juez, acababa de excavar en el paso de una
corriente de agua de su finca de recreo.
Germán no deseaba engendrar hijos debido a que había contraído la sífilis
en su juventud. Ya se sabía entonces que los sifilíticos propagan anormalidades
en su prole. A su mujer, Filadelfa, le faltaba un riñón y tampoco deseaba concebir,
así fuese de un amante. Como no adoptaron huérfanos ni los movió la caridad
a socorrer a los hijos de Barrabás, sus vidas fueron muy desabridas. Germán se
entretenía comprando automóviles antiguos y cambiando la Geografía en su
finca de recreo. Filadelfa había incitado a mi madre al atentado contra el feto
de Wifredo Júnior. Curiosamente, Germán le tomó luego a mi hermano un gran
afecto basado en el remordimiento.
Germán era masón. El hermano Julián nos había hablado mal de los
masones. Decía que se reunían con el diablo y era preciso desbandarlos con la
85
cruz. Germán tenía el
grado 17 —el 33 es el
más alto. Muchos años
después, cuando leí Los
Protocolos de los Sabios
de Sión —a decir
verdad,
una
falsificación del ruso
Nilus— me pude
informar mal de cómo
los judíos se valen de las
logias masónicas para
conspirar contra todo el
mundo.
Germán tenía un secretario mulato y algunos libros que trataban del antiguo
Egipto. Un día, después de empatarle los tendones de la mano a un cortador de
caña, mi padre me mandó a llevarle a Campos, el secretario del juzgado, un
formulario del seguro La Cañera para que le pagaran su trabajo. Mientras el
mulato acuñaba los papeles, Filadelfa me mandó a pasar a la casa porque estaba
aburrida. Me brindó coca-cola con limón y me dejó ojear los libros de Germán;
entre tanto, me hacía preguntas y me contaba chismes de otra gente que no me
interesaban. Como la escuché un buen rato, me obsequió un libro en cuya portada
se mostraba un pabellón abierto que consistía de un techo sobre cuatro
columnatas; se titulaba “El Tribunal de Osiris” y Filadelfa, que no leía, no lo
quería en el librero por feo.
Como no sabía nada de Egipto, aquel libraco amarillento me parecía estar
revestido de un sereno misterio. Primero examiné las ilustraciones dibujadas a
mano de unos individuos con cabezas de chacal, de ibis y de halcón, y de un
dios barbudo de gorro alto llamado Osiris que estaba sentado sobre una silla en
medio del pabellón.
Según pude leer, Anubis, el de la cabeza de chacal, les sacaba a los muertos
las virtudes, que son una sustancia vaporosa salida del corazón. Una vez que
Anubis había medido y pesado las virtudes, Tot, un sujeto con cabeza de ibis,
anotaba en un papiro los resultados de la calificación. En el papiro de Tot se
declaraba si, en vida, el muerto le había dado de beber al sediento, si y había
alimentado al hambriento, si había sido hospitalario con el peregrino y si había
vestido al indigente. También se anotaba cuántas veces había blasfemado, los
perjurios cometidos, las mentiras proferidas que no habían sido en defensa
propia, los falsos testimonios y las calumnias. En caso de haber matado, se
aclaraba cómo y en qué circunstancias; si había violentado a alguien, se explicaba
si la brutalidad había sido cometida contra el pacífico o el irrefrenable; si había
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hurtado, se señalaba si le había robado al bondadoso o al estafador. Una vez
levantada el acta, si el muerto había sido virtuoso, un individuo con cabeza de
halcón que tenía potestad para comunicarse con el dios Osiris, su padre divino,
le daba la bienvenida al país de Occidente.
El libro estaba escrito para mentes obsedidas de espectros y temerosas del
abismo silencioso. No obstante, me pareció mejor que el nuestro. Osiris, el
juez supremo, era un dios de pocos amigos, sin comprensión para las reflexiones
pesadas de quienes no tienen condiciones para creer —los dioses son
naturalmente caprichosos.
Cuando leía en aquel libro la vida de la gente del Egipto faraónico, se
hacía un plúmbeo silencio en torno a mí. La Historia de aquellos hombres
estaba escrita con el légamo que la corriente depositaba en las orillas del Nilo.
Los egipcios se afanaban por subsistir entre piedras y arenas, limpiando pantanos
y reuniendo las aguas con grandes esfuerzos para llevarlas a los campos de
cultivo. Mientras ganaban, palmo a palmo, los terrenos arables y construían
sus regadíos, vivían llenos de dudas sobre el más allá. Por eso no conocían el
descanso, sino que empleaban todas sus fuerzas en levantar mastabas y
pirámides: creían que en esos lugares las almas podían visitar “eternamente”
los cuerpos de los muertos. Eran tan soñadores como los modernos.
En ocasiones, el río demoraba siete años en desbordarse y anegar las tierras;
entonces los seres humanos morían de hambre y desesperan gritándole a Dios.
Otras veces, cuando las ambiciones hacían estallar los conflictos, los campos
quedaban sin cultivar, los bandidos emboscaban a los mercaderes por los
caminos, las mujeres no parían y las epidemias asolaban a la nación; entonces
los ricos mendigaban un pedazo de pan, los pobres deseaban estar muertos y
los niños preguntaban por qué se les había traído a la vida. Después de la
catástrofe, en tiempos de grandes sufrimientos, se le pedía de nuevo al que
hacía crecer los frutales y los pastos de los cuales se alimentaban los ganados,
al que multiplicaba los peces del río y sacaba el polluelo del huevo. Y los
hombres volvían a prestarle atención a la doctrina prescrita por Dios para el
buen gobierno de los seres humanos:
«El hombre está hecho de barro y paja, y Dios es el arquitecto. Si la
mano de Dios abandona a tu hermano, aliméntalo tú. Mantén la ecuanimidad
frente al adversario e inclínate ante aquél que te ofende. Renuncia a la
venganza, porque tú mismo ignoras los designios de Dios. Apóyate en Dios:
deja que la humildad y la afabilidad venzan a tu enemigo. Dios hace justos a
quienes le aman: no desees los bienes ajenos. No oprimas al débil: los bienes
del pobre le son amargos a quien los toma. Sé amable con tus semejantes: no
te burles del otro, porque él también está en manos de Dios. No seas vanidoso.
Dios aborrece al hipócrita. No alejes la lengua del corazón. No seas
87
parlanchín: aquél que guarda un secreto en su corazón es más grande que
quien lo divulga por hacer el mal.»
Y se volvían a edificar templos, mastabas y pirámides, valiéndose muchas
veces de la labor del forzado.
*
Terminada la lectura del Tribunal de Osiris, decidí que era hora de aterrorizar
a Pelencho. Ese mismo día, sobre las tres de la tarde, Cagao y yo fuimos a
comer las cerezas, mangos y guayabas del patio del Colorao. Después de
ahuyentar animadamente a Pelencho, nos quedaron deseos de disparar. Yo tenía
un tirapiedras nuevo que acababa de fabricar con la horqueta de un palo de
guayaba en forma de Y, una badana de cuero y dos tiras de goma sintética
cortadas de la cámara de un neumático descartado —las llantas sin cámara no
se conocían en Meneses.
Cuando estaba practicando el tiro contra los mangos del traspatio del
Colorao, apareció Haroldo por la calle de tierra del poniente. Iba cargando un
fardo de leña por el lado opuesto de la cerca de almácigos y alambres de púas
que separaba el patio de la calle. Haroldo era contemporáneo de Alín e integrante
del equipo de pelota de Meneses. Como el hombre desaparecía por momentos
a lo lejos, detrás de los apiñamientos de hojas en las cabezas de los almácigos,
consideré que las posibilidades de pegarle eran casi nulas y le disparé una piedra del tamaño de una avellana. Quería asustarlo y, de ser posible, verlo saltar
y dejar caer la carga de leña. Erré el cálculo y le acerté en el costado de la
cabeza, dos centímetros encima de la sien. Un sonido seco, idéntico al de la
pedrada que le había asestado en la frente a Pelencho tiempo atrás, se propagó
por debajo de las copas de los árboles y se metió en mis asustados oídos. “¡Coño,
le diste!” exclamó Cagao, palideciendo en el estrépito del fardo de leña que se
le había caído del hombro a Haroldo. De haberle pegado en la sien, lo hubiese
matado —Dios perdone mi imprudencia.
Haroldo había tenido que poner una rodilla en tierra. Pasado el efecto del
knockdown, miró inquisitivamente hacia el interior del patio con ojos
semicerrados, vidriosos y mareados. Instintivamente, Cagao y yo nos
mantuvimos quietos y silenciosos, ocultos entre el ramaje. Yo le hubiese pedido
perdón a Haroldo por la pedrada porque, verdaderamente, me sentí responsable;
sin embargo, obedeciendo a un cándido reflejo que me advertía sobre la
posibilidad de que Haroldo me partiera la cabeza si me hacía notar, no dije
nada. Haroldo reaccionó trabando una batalla a ciegas con los fantasmas de la
arboleda: lanzó una decena de pedradas a rumbo, algunas de las cuales pegaron
cerca de donde estábamos. Aquello me hizo pensar en las películas americanas
donde los submarinos eran acosados con cargas de profundidad por los
destructores.
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Finalmente Haroldo se cansó, recogió su carga de leña y se marchó con el
chichón en la cabeza. En cuanto desapareció, Cagao y yo nos escurrimos por
debajo de la cerca y huimos lejos de la escena de la trastada, buscando el amparo
del incógnito. Nos reímos mucho del incidente, pero fue sin malicia: no era el
perjuicio a Haroldo lo que nos hacía gracia sino la lindura del golpe furtivo.
Intuitivamente, había levantado el brazo haciendo un ángulo de 45 grados con
el suelo; años después, en la clase de Física, aprendí que así se logra el mayor
alcance de un proyectil.
*
Algunas veces, mi abuelo nos daba permiso para ir a nadar a La Bonancita,
una poza profunda que el perezoso río de Bamburanao había cavado al caer por
unas piedras. En La Bonancita habían aprendido a nadar mi padre y sus
hermanos. La poza estaba rodeada por unos árboles troncudos, apoyados en
corpulentas raíces que, como lenguas sedientas, descendían a beber a la ribera;
las copas de aquellos gigantes ensombrecían todo el ensanchamiento de la poza,
y desde sus ramas bajaban al agua, como lagrimones, cientos de gruesas lianas
marrones.
Para llegar al hondón del río de Bamburanao había que atravesar la
guardarraya de un cañaveral hasta la casa de madera donde vivía el encargado
de la finca con su familia —su hija se había envenenado el año anterior; luego
había que cruzar un naranjal y unos cocoteros por un terreno encumbrado, sin
veredas. Dejábamos el yipi de mi padre en lo alto de la loma y bajábamos a pie
por la ladera enyerbada hasta la descolorida caseta de tablas que aún servía
para mudarse al traje de baño.
Mi madre, que no sabía nadar, se quedaba sobre las piedras de la cascada,
preocupándose por mí. Cuando saltaba y las aguas oscuras de la poza se cerraban
sobre mi cuerpo, ella me buscaba con la vista entre las ondas circulares
desplazadas por la energía de la penetración. Si no salía pronto, ella le gritaba
a mi padre: “¡Wifredo, mira ver a Joaquín!” Yo nadaba entonces como los
guajiros, a imitación de mi padre, braceando con la cabeza siempre fuera del
agua. A los pocos meses, aprendí a nadar sincronizada y eficientemente, la
cabeza hendiendo el agua, con un coach en la piscina de los Hermanos Maristas
de Cienfuegos. Wifredo Júnior y Paulina, que no habían aprendido a nadar por
cuenta propia en ningún estilo aún, se quedaban dentro del cauce estrecho y
poco profundo del río.
A mi abuelo no le agradaba que fuésemos a la finca de Bamburanao. Según
nos dijo mi abuela, temía que le robásemos las naranjas y los puercos. Segundo
era un hombre muy desconfiado porque creía ver en los demás el reflejo de su
propia alma. Los domingos, obligaba a sus trabajadores a esperar largo rato
frente a su casa para cobrar. Se levantaba tarde y les hacía firmar un comprobante
89
del sueldo mínimo de 4.64 pesos diarios, pagándoles solamente 2.00 pesos por
jornada. Las leyes de Cuba no valían el papel en que estaban impresas.
Cuando llegó la llamada Revolución, jamás se le exigió a mi abuelo pagarles
el justo sueldo a los trabajadores ni resarcirlos con creces por el escamoteo
anterior. Por el contrario, la gente desatendió una vez más el derecho, prefiriendo
la exageración, el enredo y la mentira. Aparecieron rumores y elaboraciones
propagandísticas sobre el viejo Segundo y muchos otros cuya meta era justificar
el despojo de todo el mundo. La gente de Cuba jamás entendió de rectificación
de errores, prefiriendo siempre la ruina a la enmienda.
La peor acusación que se fraguó contra mi abuelo fue anónima. Se echó a
rodar la historia de que, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el azúcar
y la carne se pagaban muy bien, él había desalojado a muchos sitieros valiéndose
de la guardia rural. Se dictaminó en los medios confiscados por el gobierno
que los sitieros habían sido perjudicados por el propietario. Nadie preguntó si
existían contratos de arrendamiento, rentas sin pagar o incursiones de precaristas.
Para adornar el cuento, se dijo que “una niña” había muerto de fiebre cuando
echaron a su familia al camino de Bamburanao. Poco después, el gobierno
expropió todas las tierras del viejo Segundo y cuanto había en ellas.
Marito, que como hemos dicho era un hombre de figura rechoncha y pelo
rubianco, discrepante con la moralidad reconocida, conocía bien a mi abuelo.
Tal vez en algún momento lo hubiese chantajeado. Su mujer, María Guerra,
siempre dejaba al viejo postrado y felizmente fatigado de haber amado;
inmediatamente después, le refería a Marito cuando habían dicho, hecho y hasta
el aspecto en que había quedado Segundo: los flecos negros de su pelo pintado
cayéndole sobre la frente sudorosa, el pito rendido y pensativo.
Marito era más moderno que inmoral. Cincuenta años más tarde, una
respetable abuela norteamericana reveló sus actividades sexuales con el
90
presidente John Kennedy durante el tiempo que estuvo empleada en la Casa
Blanca. Sus nietos, según explicó, estaban orgullosísimos de ella. Desde aquel
día, tanto los hijos de la señora como su marido y los nietos pudieron proclamar
con cierta altanería que la vieja se había revolcado con el Presidente de la
República.
Resultaba escandaloso que, mientras María Guerra y Segundo estaban en
el dormitorio, mi abuela diera vueltas como una loca por todo el caserón. Por
evitar sufrir la ignominia, pasaba largas temporadas en casa de sus hijas, en La
Habana. Al decir de las criadas, Segundo se alegraba de que mi abuela se fuera
porque así podía andar en cueros por toda la casa: al viejo le encantaba exhibirse
desnudo y que María Guerra le arreglara las uñas de las manos y los pelos de
las cejas.
Segundo vivía encerrado en su casa alta de enormes ventanales en mortal
hastío. Como no le complacía el susurro del viento entre los árboles, ni el
aroma de las flores, ni la melodía del agua resbalando entre las tejas, ni la luz
serena de los atardeceres, se entregaba a la lujuria con las criadas. ¡Que conste,
Nenita, que no se lo tomo a mal! En el caserón de mi abuelo, era normal sentir
el respirar violento de dos cuerpos culeando en una cama sin bendecir por la
santa religión —tal como hacían los pobres entre las maniguas y los cañaverales.
Cuando era muy niño y creía en la tentación de Adán y Eva en el Paraíso,
censuraba mentalmente al viejo Segundo; luego, cuando descubrí las delicias
de amar, ya no lo quise volver a juzgar.
*
Uno de los hijos de Segundo, mi tío Rolando, era un salvaje. Desde su
infancia, manifestó una gran violencia contra las mujeres: zurraba
innecesariamente a sus hermanas y a las criadas. De mayor, nutría su vanidad
obligando a las dos mujeres que compartían su casa de Bamburanao a trocar
semanalmente los papeles de señora y de criada. El se acostaba con la que le
tocara hacer de señora y maltrataba de palabra y obra a la que hacía de criada.
Tuvo un hijo y una hija con Ángela, una de aquellas mujeres. Por fin, con la
espalda desfigurada por los golpes recibidos de tío Rolando, Ángela se fugó un
día con otro hombre. Para vengarse de ella, tío Rolando llevó los niños al juzgado
de Meneses y los inscribió como si fuesen hijos suyos con su propia madre, mi
abuela; Ángela no logró volver a ver a sus hijos hasta que, cuarenta años después,
el varón la fue a visitar a Cuba.
Después de perder a sus mujeres, tío Rolando se hizo novio de Teresa, una
prima de las Bauta que estaba pasando una temporada en Meneses. Teresa
deseaba ardientemente un hombre para no sentirse inferior a sus primas: Eva,
la mujer de repuesto de mi padre, estaba viviendo un romance intenso con
Pancho, el marido de Blanca, mi antigua maestra; su hermana, Matilde, se
consumía entonces en un tremendo incendio amatorio con Panchito, un hijo
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del Colorao. La tía boba, que no tenía amantes —¡creo yo!— se reía de cuanto
pasaba en aquella casa. Teresa fue la única persona, excepto mi abuela, que no
supo hallar al monstruo en el alma de tío Rolando. Cuarenta años después,
aquella mujer enjuta le envió una carta a la casa de mis padres en Miami al ya
célebre “mulo viejo”, preguntándole cómo le iba.
Tío Rolando entró un día a la oficina de mi abuelo, Segundo, con un revólver
calibre 38 en la mano, y le pasó la cuenta por los años que le había administrado
sus tierras. Naturalmente, el puesto se lo había arrogado porque Segundo no le
permitía a nadie meterse en sus asuntos. Con amenazas y un trompón en la
nariz, tío Rolando le sacó 14,000 pesos de la caja fuerte a Segundo. Con el
dinero, se compró un Chevrolet Impala nuevo y se fue a vivir a la playa de
Varadero con sus hijos. En un apartamento con terraza, donde lo visitamos una
vez, tío Rolando comenzó una vida de violaciones incestuosas con su hija,
Lodisbel, que tenía entonces catorce años. ¡Qué animal de tío!
La primera gran determinación en la vida de tío Rolando había sido la de
salirse del colegio en el cuarto grado porque, según explicó, sabía más que los
maestros. Para no sentirse inferior a sus hermanos, tres de los cuales eran
médicos, afirmaba que se atrevía a hacer una operación de apendicitis, aunque
fuera ‘retrovercal’. Terminó vendiendo biblias en Texas y lavando boniatos en
una finca de Homestead, en la Florida. Vivió muchos años en compañía de
unos perros de cacería en los pantanos (everglades); su vida de precarista (squatter) en los Estados Unidos se le complicó tremendamente cuando sus rodillas
artríticas no lo pudieron sostener más y se le hizo casi imposible andar. A los
96 años, apenas podía desplazarse dentro de su casa. Como los hijos no le
hablaban, lo fui a visitar en compañía de otros primos en varias ocasiones.
Mi prima Lodisbel vivió padeciendo de los nervios de resultas del abuso
sexual perpetrado contra ella. En su juventud, le salían bolas de cebo por los
senos y las piernas; en la medianía de su vida, se le formó uno en el cerebro que
le extrajeron con gran peligro para su vista. A los 22 años, en Miami, le había
confesado a la familia el ultraje del que había sido objeto durante ocho años.
Inmediatamente, sus tíos la ayudaron a escapársele a la bestia con la ayuda de
unas monjas. Lodisbel se casó en Texas con un mejicano y tuvo tres hijos. Tío
Rolando no supo más de ella ni de su hermano.
92
*
Una mañana de septiembre, en el año 1957, bajo un arco iris doble, me
dejaron en el internado de los Hermanos Maristas de Cienfuegos. Te quedaste
sola con mi madre y mi hermana en Santa Clara, Nenita. Ya no estaba yo para
espantar o despachurrar las ranas. Empero, quedé contento dentro de la franja
de luz que encendía el horizonte sobre el mar y la tierra cienfueguera. Estaba
conforme entre otra gente y otras situaciones, lejos de los potreros de Meneses
y de la sabana amarillenta y sequiza de Santa Clara. Era grande mi poder de
adaptación.
En una visita anterior a Cienfuegos, el hermano Julio, un vasco de corta
talla, calvo y simpático, que era el subdirector, nos había dado una gira por el
colegio a mis padres y a mí. Nos había mostrado los campos de deportes, la
piscina, las aulas, la capilla, los dormitorios de pequeños, medianos y mayores
y los comedores. Todo me había parecido bien. Mi padre saludó al hermano
José Bouvier, un francés delgado y añoso, antiguo maestro suyo de Química en
el colegio de los Maristas de Santa Clara.
Me había fascinado el museo, donde tenían varios animales grandes
disecados y muchos más de los pequeños preservados en alcohol. Creo que te
hubiese gustado verlo. En el laboratorio de Física, el hermano Julio me dejó
hacer de condensador para prender una bombilla de luz fría; anteriormente,
siempre había sufrido cuando me acercaba a la electricidad.
Mi madre comprendía la importancia de educar a sus hijos; sin embargo,
se aburría en silencio durante la revisión que hicimos del colegio. Jamás supe
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cómo combatía el aburrimiento. Sospeché que la entretenían las creaciones del
sueño. Tú la escuchaste rezongar en innumerables ocasiones. Claro que a ella
le había tocado la arduísima tarea de enseñar a leer a Wifredo Júnior... Si te
hubiese enseñado también a ti, hubiese desterrado una buena parte del hastío
de su vida y yo te hubiese podido escribir cartas discretas. Se conoce mal el
arte de ser feliz.
Nos prepararon ropa adecuada para el internado. Mi saco blanco, destinado
a recoger la ropa sucia, tenía el 32 en guarismos azules; el de Wifre, el 33.
Según el plan de nuestros padres, Wifre y yo viviríamos en el colegio de
Cienfuegos; mi padre permanecería en Meneses, atendiendo a sus pacientes
cinco días a la semana; mi madre, mi hermana y tú se quedarían en la casa de
Santa Clara para que Paulina fuese al colegio de las monjas Teresianas.
De pie sobre los peldaños de la entrada principal del colegio, frente a los
dos enormes batientes del portón, les señalé un breve adiós con la mano a mis
padres. Ellos se alejaron tranquilamente en el Chevrolet Bel Air combinado de
azul metálico y azul Prusia, tal vez aliviados de mí. La luz del sol chispeaba en
el acero cromado de los cintillos y las defensas del auto; en unos minutos, los
tonos de la carrocería se confundieron con el color del cielo: el Chevrolet se
hundió en la lejanía, pasada la rampa de la loma sobre la que estaba clavado el
edificio del colegio.
*
Nadie imaginaba entonces los cambios feroces que viviríamos tres años
más tarde, cuando, guiado por falsedades bien derivadas, el pueblo feroz se
volvió contra sí mismo. ¡Qué furor dogmático! ¡La justicia y la bondad del
gentío son catastróficas! Gracias a Dios que tú y yo estábamos al margen de
tales estupideces. Lo nuestro siempre fue establecer un trozo de cielo en el
infierno. El placer es pertinaz.
Hay más destructores que inventores en el mundo. La ignorancia comete
grandes crímenes. El prójimo es un perro del hombre. La plebe quiere ahogar a
todos en el mismo vaso de agua en que se asfixia. La chusma busca un jefe que
lo juzgue todo sin saber de nada. ¡Ay, Nenita: para desbastar a la canalla habría
que matar a tantos!
Dios no quiso crear un mundo juicioso porque éste se asemejaría demasiado
al Cielo. Abandonados a sí mismos, los seres humanos inventaron el infierno
porque quieren gozar de su cielo en la tierra. Es más fácil profetizar que discurrir.
Además, para el vulgo, la más estimada virtud es la que se les paga. Cuando
tratamos de avistar las honduras de la vida, la vista se nos pierde en el cieno.
*
Al dar la vuelta para entrar, descubrí a Cristóbal Ríos, un muchacho de mi
edad, pequeño, delgado y afeminado, que se despedía de sus padres. La cabellera
de su hermana mayor, Irma, hería la vista con un encendidísimo tinte rubio. Tu
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rubio cenizo natural era mucho más bello, pero ella era mucho más dada a
mostrar las rodillas y los muslos.
Una melancólica lágrima asomó a la pupila de Cristóbal. “Este es raro”
me dije, y entré a reportarme al pupilero. “¿Por qué coño llora?” me preguntaba,
preocupado de que se esperase igual comportamiento de mi parte. Francamente,
no tenía deseos de llorar. Por eso, Cristóbal me parecía un embustero. Somos
un experimento, ¿sabes? A Wifredo Júnior, que era muy pequeño, los hermanos
lo estaban entreteniendo en un aula para que no extrañase a la familia.
Empezaba el quinto grado. Wifredo Júnior estaba en segundo. Como sabes,
Wifre duró menos de un mes en el internado. Dejó de comer y enflaqueció
horriblemente. En casa, mi madre tú le hacían las contadísimas comidas que le
gustaban: puré de frijoles, huevos fritos y bistécs. Wifre jamás comió frutas,
vegetales o ensaladas. Los hermanos se alegraron de que se lo llevasen porque
no era fácil lidiar con él. Mi padre tuvo que trasladarlo a Meneses y enviarlo al
colegio de los Padres Paules de Yaguajay en los coches de alquiler de los
hermanos Fleita.
Ese año conocí a muchos niños, con ninguno de los cuales hice amistad
duradera. Casi todos eran engreídos y superficiales; aunque no era culpa suya:
la buena fortuna suele entontecer y envanecer a los inocentes. Creo que esto
tiene algo que ver con la creencia en Dios. En cualquier caso, hubiese sido
inútil señalarles a aquellos tonticos: “Tu cuna no determina tu dignidad, sino el
lugar a donde te diriges”. ¿Estarán vinculados el retorno a la vida y el azar?
Se me asignó un puesto en el comedor junto a dos niños hermanos de
Camagüey, llamados Darío y Marcelo. Marcelo era rubicundo, gordo, de nariz
achatada y, en general, muy feo. Se me antojaba ridículo que le dijera a su
hermano por las mañanas: “¡Te quiero, Darío!” Darío, que era moreno y tenía
cabeza de pera, le respondía: “¡Y yo a ti, Marcelo!” Aquella tontería era
incomprensible en Meneses.
En cierta ocasión, los internos pequeños visitamos la finca de un niño de
Ranchuelos. Fue el día que el hermano Fermín nos reveló que unas galletillas
de soda, comidas a las diez de la mañana, se llamaban tent’en-pie. Cuando nos
estaban mostrando un hermoso toro padre moteado de blanco y negro, Marcelo
le preguntó al encargado de la finca: “¿Y cuántos litros de leche da esa vaca?”
Yo lo llamé aparte y le dije: “¿Por qué no le dices que te deje ordeñarla?” A
Marcelo se le iluminó el rostro, dio una palmada de alegría, mordiéndose el
labio inferior y le dijo al hombre: “¡Ay, yo quiero ordeñarla!” Cuando regresamos
al colegio, el hermano Fermín me mandó a ponerme de pie frente a una columna del corredor durante dos horas. No me atreví a preguntarle la razón del
castigo porque aquel hermano pupilero creía firmemente que los tirones de
oreja y las bofetadas favorecen a la educación integral de los niños.
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En Cienfuegos, me fue aún mejor con mis estudios que en Santa Clara
debido a que no recibía las visitas de las amigas de mi hermana. La vida en el
internado se limitaba a estudiar, a practicar deportes y a rezar. Era fácil allá
apartar la vista de uno mismo. Éramos unos 150 internos repartidos en tres
grupos: pequeños, donde estuve el primer año, medianos, donde estuve el
segundo, y mayores. Contrariamente al colegio de Santa Clara, donde se
baladroneaban injurias continuamente y la idea de un insulto animaba al pleito,
en el colegio de Cienfuegos era difícil reñir. La vida era tan regimentada que,
en primer lugar, se discutía poco y, en segundo, del momento del reto al de la
acción pasaba el tiempo y se esfumaba el rencor. En vez de actuar en caliente,
teníamos que concertar los duelos en algún rincón de uno de los campos de
deportes a la hora del recreo.
Me habitué a la disciplina y aprendí pronto a desenvolverme en el
automatismo de la nueva vida. Antes del amanecer, el hermano pupilero pegaba
tres palmadas para que nos levantásemos. Teníamos quince minutos para
asearnos, vestirnos y formar dos filas en el corredor del tercer piso, frente al
dormitorio. Nos lavábamos la cara y los dientes en un lavatorio colectivo —
fallar la inspección de lagañas o de peinado era vergonzoso. Como no estaba
permitido exhibirse en calzoncillos, antes de quitarnos los pijamas enrollábamos
a la cintura una toalla que siempre teníamos colgada del tubo transversal a los
pies de la cama. Cada cual tendía su cama deprisa y metía en su armario los
pijamas, la jabonera, el cepillo de dientes y las chancletas sin hacerse esperar
por los demás. Cuando el hermano pupilero daba la señal, bajábamos en silencio
al estudio del segundo piso a esperar que empezara la misa.
Después de repasar las lecciones durante media hora, el pupilero nos
llamaba con un chasquillo de dedos que rasgaba el silencio del aula.
Guardábamos los libros en la maleta y nos íbamos en fila doble a la capilla. El
capellán era el primero en hablar al comenzar el oficio de la misa. Las misas
eran rápidas, de unos veinte minutos, sin sermones ni dilaciones. El hermano
Joaquín tocaba el órgano y el hermano Julio nos dirigía en los cantos con una
varita de madera dos veces durante cada misa. Al final del sacramento, solíamos
cantar un himno llamado “Tú reinarás, o Rey Bendito”.
La capilla estaba engastada en el edificio. Era elegante y se la mantenía
siempre limpia. Al igual que el comedor y las aulas del primer piso, daba al
corredor que circuía el patio interior. Tenía dos entradas por el corredor del
primer piso y una por el del segundo. La nave estaba amueblada con unos
cuarenta bancos —cada uno de ellos sentaba a seis. Dichos bancos estaban
desplegados en dos hileras desde el comulgatorio hasta la pared, pero una de
sus filas quedaba mermada frente a la puerta para facilitar la entrada. En el
altar había una lindísima estatua de la Inmaculada Concepción, inspirada en
los cuadros de Murillo y otra de Nuestro Señor Jesucristo. Por el segundo piso
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se entraba al salón del órgano y al coro, que se constituía alguna vez en el
extremo opuesto al altar y de cara a éste último. Contrariamente al colegio de
Santa Clara, que tenía una considerable audiencia laica en la iglesia del Buen
Viaje, en el internado de Cienfuegos nos cantábamos los unos a los otros; por
eso tal vez no se seleccionaran las voces arpadas que podían armonizar y resonar
entre los mármoles de la capilla.
El capellán vivía con su madre al cruzar la calle, en una casa pintada de
verde que estaba detrás de las canchas de “squash” y la piscina. Era un cubano
joven, algo panzón y apacible. La única vez que lo vi alterado fue durante una
misa cantada, en el terreno de fútbol de los medianos; iba metido en una nube
de incienso, tratando de dirigirnos a la vez que entonaba Tamtum ergo sacramentum novo cedat ritui. Por falta de práctica, el alumnado se comportó de una
forma torpe y alabó a Dios muy desafinadamente aquel día.
Como teníamos tan cerca al capellán y éste era amigo nuestro, no nos
gustaba confesarle nuestros pecados. Por eso, los sábados por la noche, unos
curas gordos de la diócesis de Cienfuegos iban a oír las historias de las mentiras
y las desobediencias de los pequeños, de las masturbaciones de los medianos y
de las visitas a los prostíbulos de los mayores.
Los hermanos nos animaban a hacer sacrificios, tales como el de guardar
silencio cuando podíamos hablar. Los padecimientos, según nos decían, purgan
las culpas. Como yo no me sentía culpable de nada, no hacía sacrificios. No le
hallaba objeto a callar cuando podía decir cualquier tontería. Hoy, sin embargo,
callo por convicción, sin hacer sacrificio alguno.
Durante la misa, los niños más piadosos tenían la oportunidad de lucirse.
Yo no era comulgador. Cristóbal, por ejemplo, se lanzaba el primero al altar en
busca de la hostia, con las manos juntas sobre el pecho y los ojos cerrados. A
veces me daban deseos de echarle una zancadilla.
Como había que comulgar en ayunas, se desayunaba después de misa. Le
petit dejeneur era rápido: consistía de café-con-leche, pan y mantequilla. Casi
todos los niños se llevaban a la boca el pan mojado en el café-con-leche y,
cuando lo mordían, el líquido les corría desde las comisuras de los labios,
quijadas-abajo, hasta la ropa. Los más torpes, como Marcelo y Darío, se pasaban
el resto del día con sus corbatas blancas manchadas de café y oliendo a leche.
El hermano pupilero tomaba sus comidas en una mesa aparte, que estaba
encaramada sobre una tarima desde donde nos podía vigilar. El hermano daba
las gracias antes de sentarnos a comer: “Derrama Señor tus bendiciones sobre
nosotros y sobre estos dones que vamos a recibir de tu generosa mano”. Y los
pupilos respondíamos al unísono: “A-amén”.
Los cocineros eran muy mediocres —sin la torpeza no estimaríamos la
excelsitud.
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Ni los frijoles negros, ni los bistés de palomilla sabían a los que tú hacías,
mi querida amiga; la carne asada y el arroz con salchichas de estos individuos
eran dignos de perros.
Cheo y Alcides, los mozos de servicio, eran cubanos. Ambos andaban
siempre entre el comedor y la cocina cargando bandejas de comida. Iban
uniformados con camisas blancas y lazos negros atados al cuello. Alcides era
callado y normal, Cheo era cejijunto, tosco, tenía de negro o de moro, reía sin
motivo y, cuando llevaba el arroz, anunciaba: “¡vaya arrosendo!” Por la mañana,
Cheo yAlcides nos abordaban con dos jarrones de metal en la mano, mezclando
diligentemente el café y la leche humeante en los tazones plásticos al gusto de
cada cual —o como saliera.
*
Después de desayunar, a los pequeños nos montaban en un autobús y nos
mandaban a la escuela primaria. El viaje al edificio de la primaria duraba menos
de diez minutos. Allá vivía nuestro maestro, el hermano Eleuterio, un castellano
de unos sesenta años, de voz apagada y cabellos ralos y cenizos. A las clases de
primaria asistían también alumnos externos que vivían en Cienfuegos. Uno en
particular, Rafael Echemendía, les lanzaba pelotas de papel a los demás cuando
el hermano estaba escribiendo en la pizarra; también dejaba caer el compás de
punta contra la tranca del pupitre. “¡Qué tipo más comemierda!” decía para
mis adentros.
Cualquier conversación, disturbio o divagación en el aula ameritaba un
varillazo u ocasionaba la expulsión de la clase asido firmemente de la oreja
izquierda —el hermano era derecho. La disciplina muda que imponía en clase
el hermano Eleuterio era tremendamente efectiva porque nos obligaba a pensar
y a anticipar las consecuencias de nuestros actos y palabras. Sin embargo, a
pesar de disponer de dicho recurso, Rafael Echemendía no lograba concentrarse,
tal como le había ocurrido a Antonio Bacallao en Santa Clara y a mi hermano
Wifredo Júnior.
Durante la sesión de la mañana, teníamos cuatro clases con un recreo por
medio. La primera asignatura era Religión, la segunda Ciencias Naturales, la
tercera Geografía e Historia y la cuarta Español.
Del pasado surgen sutiles argucias. Muchos años más tarde, me di cuenta
de que los hermanos estaban pasando ideas muy viejas como originales del
cristianismo. Los judíos habían plagiado la doctrina de Zoroastro y los cristianos
habían copiado de los judíos. El chino Lao Tzu, por ejemplo, había bosquejado
600 años antes de Cristo las mismas enseñanzas:
Permanece atrás y te pondrán entre los primeros.
Quédate afuera y te mandarán a entrar.
Para verse a sí mismo, hay que poder ver claro.
Dale bondad a quien te agravia.
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El hermano Eleuterio reanudó nuestro adiestramiento en la Gramática
Castellana, haciendo hincapié en la Ortografía, que reforzaba con dictados.
Aprendimos las preposiciones de memoria con miras a distinguir los
complementos directos, indirectos y circunstanciales del verbo al año siguiente.
Años más tarde, estudiando Latín, aprendí que el complemento directo es el
acusativo, el indirecto el dativo y el circunstancial el ablativo. Gracias a los
ejercicios de dictado de los hermanos y a las tareas de lectura logré tomarle el
gusto y fortificar la lengua materna contra los embates del exilio-por-venir y la
supeditación al Inglés.
La mayor falta del sistema educativo de los Hermanos Maristas fue la falta
de práctica en la escritura. Los internos ejercitábamos los escritos
exclusivamente cuando componíamos cartas para nuestras familias para pedirles
lo que necesitábamos o deseábamos. Los externos no escribían. De ahí nuestra
endeblez en el uso del punto y seguido, los dos puntos y el punto y coma —yo
reflexioné sobre su uso años más tarde durante la lectura de una historieta rusa
de Gogol llamada El Sobretodo ó El Capote.
De la única obra que el hermano pupilero me exigió un reporte oral cuando
le pareció que me aburría fue: La Juventud y la Pureza. ¡Qué payasada, Nenita!
***
En el tercer grado, en Santa Clara, el hermano Julián nos había dicho que
El Cid Campeador tenía fuerza para partir a un moro desde la cabeza hasta la
silla del caballo con la espada porque se mantenía casto. Aquello era alarmante
porque, si bien deseábamos ser fuertes y acabar con la morería, también
queríamos algún día gozar las mujeres. Le pregunté al hermano Eleuterio sobre
Rodrigo Días de Vivar, sin mencionar lo que había dicho el hermano Julián.
Más que la historia de El Cid, me interesaba saber si la inobservancia de la
pureza era posible.
Dichosamente, el maestro de quinto grado nos presentó a un Cid menos
virtuoso y más estratega que el del tercer grado. Es cierto que Ruy Díaz les
había dicho a los pobladores de Valencia cuando la tomó que él no se apartaba
con mujeres a beber y a cantar, como sus antiguos gobernantes. Con eso les
había querido explicar que él sería asequible y se ocuparía de los asuntos del
gobierno, no que se iba a abstener de las moras. En realidad, no se podía afirmar
si, durante el prolongado exilio decretado contra Rodrigo Días de Vivar por el
rey Alfonso VI de Castilla o cuando Jimena no miraba, El Cid había sido casto.
Históricamente, el rey Alfonso y los castellanos les metían mano a las mujeres
musulmanas, por lo que no era descabellado suponer lo mismo de Rodrigo.
El hermano Eleuterio nos presentó una España dividida en reinos cristianos
por el norte y reinos musulmanes por el levante y el sur sobre los 1080. Los
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reyes cristianos avasallaban a los reyes moros y los protegían a cambio del
pago de las parias. La composición racial de la población había variado con la
mezcla en El Andalus, al sur; el resto de la península ibérica, ya fuese cristiana
o musulmana, seguía siendo de descendencia celtíbera, romana y visigótica.
Los reyes moros, sin embargo, eran de origen árabe o berberisco. Con los
musulmanes de raza española, el Cid aspiró primero a convivir, respetándoles
la religión, las leyes, sus costumbres y su propiedad. Finalmente, con la llegada
de los intolerantes e intolerables almorávides, mandó a salir a los musulmanes
de algunas plazas que había tomado. Después de su muerte, todos los cristianos
de Valencia se fueron.
Del que llamaba graciosamente en Latín Rodericus Campidocto, vengador
de oprobios a la fe católica y propagador de la religión cristiana, conocía mucho
el hermano Eleuterio. Nos dijo que, en uno de los momentos más difíciles de la
Historia de España, el Cid había detenido la plaga almorávide de crédulos y
serviles africanos. Sólo él deshacía los ejércitos de los caudillos del Sahara.
Los almorávides de Yúsuf con sus tambores y escudos de piel de hipopótamo,
quienes habían derrotado a los cristianos del reyAlfonso, corrían a la desbandada
ante los embates del Campeador; el general sahariano, Abú Béker, retrocedía
de espanto cuando los del Cid atacaban. Frente a Valencia, ciudad adentrada en
la morisma, que era para Yúsuf como una mota en el ojo, los del Cid se
enfrentaron a las tropas almorávides, saharianas, mogrebinas y andaluzas; en
el Cuarte, Ruy Díaz les invadió el campamento a los africanos y los mató y
aprisionó por miles. Con el botín tomado en el Cuarte, todos los hombres del
Cid se hicieron ricos.
Rodrigo Días de Vivar fue su propio precursor en la Historia. No obstante,
no quiso ser rey ni dios.
Rodrigo Días de Vivar estaba casado con Jimena, una prima del rey Alfonso
VI. El Rey, quien no lo estimaba, lo mandó a salir de las tierras de Castilla con
toda su mesnada y no le permitió participar en la lucrativa toma de Toledo. El
Cid tuvo que irse a ganar el pan de mercenario en tierras de moros. Los
musulmanes de la península estaban divididos por raza y costumbres: unos,
como los Beni Abded de Sevilla, eran árabes yemeníes que llevaban casi 400
años bebiendo vino en España; otros, como los ziríes de Granada, eran
berberiscos recién llegados y abstemios. Entre ellos, el Cid se ganaba la vida
efectuando algaras y correrías. Como era de esperarse, además, en la zona
fronteriza, la gente de España se acogía unas veces a la Cruz y otras al Corán,
así les resultase ventajoso.
El enredo con los almorávides lo provocó el poco previsor rey moro de
Sevilla, Motámid. Por no pagarle las parias a Alfonso VI de Castilla, después
de empalar al judío Ben Xálib, quien halló el oro destinado a las parias falto de
ley, Motámid llamó a los almorávides. En lugar de socorrerlos a él y a los
100
demás reyes moros, como habían prometido, los almorávides lo destronaron y
se apropiaron de Andalucía. Finalmente, cuando ya era tarde, Motámid tuvo
que pedirle al Rey cristiano que lo defendiera. El hijo de Motámid, Fat AlMamún ya había muerto a manos de los almorávides. La esposa de Fat AlMamún, Zebaida, se convirtió al cristianismo con el nombre de Isabel y se hizo
concubina de Alfonso VI. Esto último se lo reservó el hermano Eleuterio y lo
tuve que averiguar por cuenta propia.
El caudillo de la tribu lamtuní del Sahara, Yúsuf ben Texufín, era ya un
viejo de setenta años, enjuto, cejijunto, muy moreno, barbirralo y de voz atiplada.
Cruzó el Mediterráneo para enardecer a los almorávides moribundos con el
paraíso y a los sanos con la codicia del botín. Sus ejércitos derrotaron a Alfonso
VI en los campos de Sagrajas y luego rezaron sobre los montones de cabezas
de los cristianos, dándole de esta manera gracias a Alah por la prueba de amor
que les acababa de dar con aquella victoria.
Aquel era un momento dificilísimo para la cristiandad. Los turcos seljucíes
atacaron a Bizancio. El imperio otomán, cuyo empuje hacia Europa frenaría
España en Lepanto 400 años más tarde, se empezaba a nutrir de las tierras
bizantinas.
Cuando El Cid se enfrentó a los ejércitos de Yúsuf, tenía ya 45 años. Tanto
los moros del sur como los del levante temían perder sus predios si el partido
africanista salía victorioso. Por eso hicieron las paces con Rodrigo y lo apoyaron
en su campaña contra los almorávides. Naturalmente, a los moros les
desagradaba el nacionalismo del castellano. Refiriéndose a la invasión
musulmana del reino visigodo de España, cuando los reinos germánicos de la
península ibérica guerreaban entre sí, El Cid había dicho en un momento de
pasión: “Si un Rodrigo perdió España, otro Rodrigo la ha de ganar”.
Los almorávides eran unos salvajes paridos por el África —de esos que
viven y mueren en la inconsciencia. Los moros de España, por el contrario,
gozaban de una alta cultura decadente. La cultura musulmana era entonces
mucho más rica en saber que la cristiana. Durante las comidas o los recreos en
Valencia, el Cid escuchaba las historias hazañosas de los árabes. La poesía de
los moros le endulzaba el espíritu:
La doncellita de caderas encantadoras llora por un mancebo. Parece un
antílope, cuyos párpados no necesitan más adorno que su propio hechizo. Ella,
en su gran duelo, se arranca el collar de perlas; pero las lágrimas que derrama
enjoyan su desnudo seno.
El hermano Eleuterio se complacía hablando del famoso sartal de la sultana Zobeida que había encontrado El Cid en Valencia. Cuando abandonó la
ciudad, Jimena se llevó a Castilla la famosa joya. La cinta de cadera había
101
viajado durante siglos desde los alcázares de los Abasíes de Bagdad a los de los
Omeyas de Córdoba y a los de los Beni Dsi-l-Nun de Toledo y Valencia. Era
toda de oro, perlas y piedras preciosas. Luego la lucieron las reinas castellanas.
La hija de Juan II, Isabel la Católica, ostentó el ceñidor un tiempo y luego lo
mandó a desmembrar para financiar la reconquista.
Rodrigo Díaz de Vivar había combatido unas veces a los moros que
terqueaban reacios a pagarle las parias y otras a los cristianos entirriados contra
él que se las querían arrebatar. En las batallas, lucía sus armas con altivez:
espada damasquinada en oro, loriga, lanza de fresno y hierro, yelmo chapeado
de plata, escudo con dragón furente labrado en oro, caballo africano, y pellizca
bermeja con bandas doradas.
Según dijo el hermano Eleuterio, los hombres de Ruy Díaz eran los mejores
caballeros de la cristiandad. Entre ellos se destacó Jerónimo, un monje francés
de Périgord, quien gustaba de las batallas:
Por esso salí de mi tierra, e vin vos buscar,
por sabor que avía de algún moro matar:
mi orden e mis manos querríales ondrar.
Jerónimo fue obispo de Valencia. El Cid le dio la vieja mezquita mayor,
convertida en iglesia catedral. Jerónimo fue de esos clérigos que no expresaron
jamás lo incomprensible con palabras nebulosas.
Rodrigo Díaz de Vivar murió a los 56 años, en Valencia. Su único hijo
varón había perecido a los 22 años asistiendo al Rey Alfonso durante su segunda
gran derrota frente a Yúsuf. Jimena se sostuvo en la plaza valenciana tres años
más, al cabo de los cuales los cristianos incendiaron la ciudad y se marcharon
a Castilla.
***
Después del recreo de la mañana, un maestro laico, el Sr. Jacinto Jorge, a
quien apodábamos “Naranjita”, nos daba la clase de Geografía e Historia de
Cuba. Jacinto Jorge era un blanco sexagenario, rollizo, que usaba siempre gafas
y guayabera (camisa larga de varios bolsillos). De su desinterés se colegía que
al Dr. Jorge no le atañía la disciplina, cosa que consideraba fuera de su profesión.
En su clase, volaban los “tacos” (papeles arrugados y algunas veces masticados).
Un día le pregunté al profesor Jorge por qué, estando las cimas de las montañas
más cerca del sol que los valles, hacía más frío en ellas. No me respondió.
Evitando la polémica a toda costa, Naranjita nos habló sobre la Guerra de
los Diez Años, el Pacto del Zanjón y la Guerra de Independencia contra España.
Se expresaba con objetividad y moderación, contrariamente a la mulatería
102
ilustrada del país, y no nos hacía pruebas ni nos asignaba lecturas de dichos
temas. El asunto era francamente aburrido y a Naranjita, en su calidad de
empleado de los hermanos españoles, le resultaba espinoso. La parte de la
Geografía era mucho más seria porque trataba de los caimanes del río Cauto y
de la Ciénaga de Zapata y de la producción de tabaco, frutos menores, cobre y
azúcar del país.
Naranjita nos tuvo que hablar de José Martí por exigencia del Ministerio
de Educación, una entidad gubernamental mucho más interesada en robarse el
presupuesto que en la enseñanza. José Martí, llamado El Apóstol por los cubanos,
era un tipo pequeñajo, medio calvo, de grandes bigotes, quien había convertido
la rebeldía natural de los hijos contra sus padres en traición a su raza y a su
familia. Era un rimador pasable, dado a la forma más perniciosa del
romanticismo, la autodestrucción. Su prosa se caracteriza por la sandez y la
guanajería, por negar la realidad de la vida.
Para poder comprender la idiosincrasia del cubano, hay que entender que,
en su ignorancia, cree que José Martí es digno de imitación. Como Martí, se
cree sabio cuando bebe. Así, inducido a emular los desaciertos de su apóstol, el
cubano habla mucha mierda. En otros países —como los EEUU, por ejemplo—
los establecimientos se empeñan en criar simplones enfermos de opinión pública;
en Cuba, ese tipo de ciudadano se da espontáneamente.
De acuerdo con las lecturas que nos asignó Naranjita, José Martí tuvo una
buena consejera en su madre. La buena mujer le dijo: “El que quiere ser Mesías
acaba crucificado”. Pero como él era un hombre de letras y la vieja una pobre
ignorante, siguió la voz interior —se ha comprobado que excitada por la
ginebra— que lo llamaba a ser cabeza de los descaminados. José Martí fue el
hijo que quiso ver en el beso de su madre y en la mano de su padre la sombra
aborrecida del opresor. Tal como predijo su madre, en la primera acción militar
de su vida, lo mataron.
Debo aclarar que el profesor Naranjita no utilizó las mismas palabras que
yo. No obstante, pude apreciar de cuanto dijo o leímos que la prosa de Martí
resulta terriblemente aburrida. En sus escritos se puede colegir la sinrazón de
su vida.
Tal vez emocionado por las luchas caciquistas, eufemísticamente llamadas
independentistas en América del Sur, José Martí deseaba ser parte de cualquier
tentativa revolucionaria, así fuese loca. Pedía una revolución violenta contra
España. Les reprochaba a hombres mejores que él, como mi bisabuelo Pancho,
el no desear exponer su bienestar personal. Los acusaba de ser aficionados a
una libertad cómoda, ¡como si tal cosa fuese una gran falta!
Según Pepito Ginebra, como le llamaban afectuosamente sus amigos, la
libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado y a pensar y a hablar
sin hipocresía. Ya en el quinto grado, sabíamos que la libertad es el derecho de
103
cualquiera a hacer y a decir lo que le venga en gana por muy desvergonzado e
hipócrita que sea. Martí no creía en la libertad porque tenía sus miras en “el
saneamiento y emancipación del país para bien de América y del mundo”. Era
de los buenos peligrosos, un tirano en potencia. Decía que la muerte debía
imponerles silencio a aquellos cubanos menos venturosos que no se sentían
poseídos de fe en las capacidades de su pueblo. Para El Apóstol, el árbol que da
mejor fruto es el que tiene debajo un muerto.
Siendo él mismo traidor a su raza, José Martí consideraba desleales a los
anexionistas. Los intimidaba asegurándoles que la anexión —unión desigual
con un vecino— de los imperialistas del Norte revuelto y brutal que los
despreciaba los iba a convertir en esclavos. “Viví en el monstruo y le conozco
las entrañas —decía refiriéndose a los Estados Unidos—; y mi honda es la de
David —añadía en forma amenazadora”. No quería que la gente de Cuba se
empapase de las ideas de los yanquis. “Aprenden Inglés —decía— y vuelven
como pedantes a su pueblo y como extraños a sus casas y como enemigos de su
pueblo y de su casa”. Como buen demagogo, José Martí aspiraba a apropiarse
de la conciencia de la gente que no sabe mandarse y debe obedecer.
¡Ay, Nenita, los grandes embusteros quieren pasar por buenos y justos!
Aquel idiota inició la jácara, tan mal entendida, que nos llevó de mal en mal
hasta perder todos los derechos y tener que abandonar el infierno.
La mayor locura de Pepe Ginebra —principio del fin— fue su anhelo de
valerse de los negros para derrotar el régimen español y de fundar una nueva
nacionalidad con ellos. En una de sus borracheras, afirmó que el temor a la
raza negra, con el que se quería “¡inicuamente!” levantar el miedo a la
revolución, era injustificado. Tuvo la osadía de abogar por el “amable carácter”
de su compatriota negro y de acusar a quienes señalaban el odio que evidenciaba
el negro de ser ellos mismos odiosos. Hasta designó como timoratos o, peor,
ambiciosos a aquellos que veían la marcada ineptitud para el gobierno de la
gente de Cuba.
Afortunadamente, José Martí tenía momentos de sobriedad y lucidez. En
esos ratos, le preocupaba que a su hija, María, la engañara algún sinvergüenza
como él hacía con las niñas que conocía.
Las rimas de José Martí, contrariamente a su prosa, se liberan algunas
veces de la insensatez, por amor al arte, para entrar en el ritmo y la impresión.
Algunos, como La niña de Guatemala y Los zapaticos de rosa, son
melífluamente lacrimosos y tontos; otros, como La bailarina española y los
Versos sencillos están mucho mejor logrados, acreditándolo de poeta. Entre
sus versos más dramáticos hay uno en el que decía gozar cuando el alcaide leyó
“llorando” la sentencia de su muerte. Pero a pesar sus idioteces protagónicas,
algunas de sus rimas fueron muy logradas:
104
Guajirilla ruborosa,
la mejilla tinta en rosa
bien pudiera denunciar
que en la plática sabrosa,
guajirilla ruborosa,
callar fue mejor que hablar.
***
Naranjita, que no era tonto, le supo tomar el pulso a la clase de quinto
grado. Por el mes de octubre, cuando nos empezó a hablar sobre el
descubrimiento del Nuevo Mundo, se ganó la atención de todos e hicimos una
tregua de tirar tacos.
Según el profesor Jorge, desde antes de expulsar a los moros y a los judíos
de España, los reyes de Castilla y León estudiaban cómo reanudar el comercio
con el Este, de donde llegaban a Europa los condimentos y las telas más finas:
sin condimentos, los alimentos sabían muy mal y las telas burdas oriundas de
Europa les abrasaban la piel de los senos y las nalgas a las mujeres. Fernando e
Isabel veían cómo el comercio de especies con la India, que se efectuaba a
través del mundo musulmán, se perdía según ellos iban conquistando plazas
marítimas en la costa de Granada. Apenas tomaron a Granada, el 2 de enero de
1492, después de echar a todos los judíos de sus tierras, los Reyes se decidieron
a enviar a Colón a la India.
Cristóbal Colón era un genovés versado en navegación que había viajado
durante más de 20 años por el Mediterráneo, la costa de África y el Mar del
Norte. Había vivido en la isla de Puerto Santo, donde su suegro había dejado
una hacienda. Había llegado a España refugiado de Portugal en 1484. Se había
ganado la vida en tierra trazando cartas de marear que les vendía a los navegantes.
Poco antes, lo había recogido de su miseria el duque de Medinaceli.
Las teorías y deducciones de Colón respecto a llegar a la India y a Cipango
(Japón) navegando rumbo al oeste porque la tierra tiene forma de naranja (de
ahí le sacaron el apodo de “Naranjita” al profesor Jorge) las había sacado de las
experiencias de su suegro, el portugués Bartolomé Muñiz Perestrello. El suegro
había sido criado del infante don Juan de Portugal. Los portugueses habían
discurrido las reglas de navegar por la altura del sol mediante la aplicación del
astrolabio y habían arreglado las tablas de su declinación.
Andrés de San Martín había aplicado las observaciones de las distancias
del sol a la luna y a otros planetas para deducir la longitud. Alonso de Santa
Cruz había inventado las cartas esféricas, las de variaciones y las agujas
azimutales. Como le es tan propio al ser humano, a ninguno de estos dos
hombres, excelentes en lo útil, se le ha concedido gran mérito.
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Muerto Bartolomé Muñiz Perestrello, la viuda no sólo enteró a su yerno,
Cristóbal Colón, de las navegaciones y descubrimientos que había hecho su
marido por mandado del infante don Enrique, sino que le facilitó las escrituras,
cartas e instrumentos náuticos que Don Bartolomé había usado en sus viajes.
De la inesperada herencia, Colón conjeturó y discurrió sobre la navegación por
el occidente para dirigirse a la India.
Desde finales del siglo XIV, los castellanos y los andaluces adquirían oro
del África a cambio de cosillas de poco valor y de conchas grandes de las
Canarias; tardaban dos meses en llegar a las tierras enfermizas y calurosas de
la Guinea, donde vivían los naturales, y siete en volver a Europa. Los reyes de
España llevaban siempre el quinto de cuantas mercaderías se “resgataban”,
nombrando con este fin escribanos y receptores para las naves que se armasen
con destino al tráfico. El castigo por dedicarse al rescate sin licencia real era la
pena de muerte y la confiscación de los bienes. Desde mediados del siglo XV,
se fabricaban naos grandes en las atarazanas de Castilla y León para proteger el
comercio con Flandes. En Sevilla habían florecido las industrias mecánicas
relacionadas con el comercio de sedas, brocados y telas ricas destinadas a Francia
e Italia; además, la nobleza de la tierra sacaba grandes utilidades del comercio
de vino, aceite y lana con Inglaterra, Francia y Flandes.
Jacinto Jorge desarrolló durante varios días el tema del descubrimiento de
América. Me fascinaron los detalles de la primera expedición, incluyendo la
coincidencia de fechas con las fiestas de la Navidad, Año Nuevo, el día de los
enamorados, etc. Jorge nos contó la historia del primer viaje de Cristóbal Colón
de memoria, sin consultar texto alguno ni notas. Desde entonces, no osé volver
a referirme al profesor utilizando el nombrete de “Naranjita” ni me gustaba
que otros, como Manuel Toyo y José Portela, lo hicieran.
Según Jorge, Los Pinzones eran hombres ricos de la villa de Palos que
optaron por compartir con los reyes de Castilla y León el riesgo de la exploración
rumbo al Oeste para llegar al Este. Partieron el viernes 3 de agosto de 1492 en
tres carabelas, La Pinta, capitaneada por Martín Alonso Pinzón, La Niña,
capitaneada por su hermano, Vicente Anes (Yañez) Pinzón, y la Santa María,
en la que viajaba el Almirante Colón. El viaje era enormemente peligroso: aún
no se conocía la bomba metálica de achicar de Diego Ribero ni se forraban los
fondos de las naves con metal para preservarlas de la broma, ni Quirós había
discurrido cómo desalar el agua del amar para el consumo de los tripulantes.
Las tres carabelas llegaron a las islas Canarias el lunes 7 de agosto. Allí
perdieron un mes haciéndole reparaciones al gobernario de la Pinta. El jueves
6 de septiembre partieron de nuevo hacia el suroeste.
Colón, como todos los hombres que necesitan de los demás para salir
adelante en sus empresas, era muy mentiroso. Reportaba todos los días haber
andado menos camino del que habían recorrido para que los tripulantes no
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supieran la enormidad del viaje y se quejasen menos. En octubre vieron
pelícanos, rabihorcados y otras aves terrestres y muchas yerbas. El jueves 11
de octubre divisaron tierra.
El viernes 12 de octubre desembarcaron en una isleta llamada Guanahaní
por sus habitantes. Colón le cambió el nombre a la isla por el de San Salvador
y plantó cruces en sus playas. La gente de la isla no era negra ni blanca. Tenían
las cabezas y las frentes anchas y los cabellos, que llevaban por encima de las
cejas, lisos como las crines de los caballos. Andaban pintados y desnudos en
canoas de 40 hombres que remaban con una pala cada uno. Por desventura,
algunos de aquellos “indios” llevaban un pedazo de oro colgado de la nariz —
que los españoles se apresuraron a cambiarles por bonetes colorados y cuentas
de vidrio. Según Colón, como tenían “muy lindos cuerpos de hombre”, se llevó
algunos de intérpretes y servidores.
Los españoles reportaron que los indios les preguntaban si venían del Cielo.
Ni el miedo a su Dios vengativo refrenó la respuesta mentirosa de los ibéricos.
También les informaron los de Guanahaní de que, hacia el oeste, hallarían otros
indios que llevaban manillas de oro en los brazos, las piernas, las orejas, la
nariz y el pescuezo. Colón siguió el rumbo de las habladurías del oro, dando
por el que hallaron cuentecillas de vidrio, sonajas de latón, agujetas, miel y
azúcar. Los habitantes de las islas vivían en pequeñas aldeas de unas 12 casas
y tenían perros mastines. Casi todas las mujeres iban desnudas, aunque algunas
llevaban un pedazo de algodón que escasamente les cobija su natura. La tierra
que encontraron era verde y fertilísima, llena de papagayos e iguanas, pero sin
ovejas ni cabras ni otras bestias.
Al decir del profesor Jorge, el domingo 28 de octubre fue el día del gran
descubrimiento. Entraron los españoles por la boca de un río muy ancho, hondo
y limpio a Cipango —que era realmente Cuba. Colón, a quien todo le parecía
muy bonito, dijo que Cuba era “la tierra más hermosa que ojos humanos vieran”
porque estaba llena de árboles con flores y frutos, muchas aves que cantaban
dulcemente y gran cantidad de palmas de hojas muy grandes.
Los indios sin sectas ni ídolos de Cuba cobijaban sus casas con hojas de
palmas, tenían perros mudos y absorbían sahumerios de tabaco. Confeccionaban
redes de hilo de palma, cordeles, anzuelos de cuerno y otros aparejos de pescar.
Según los indios les dijeron por señas a los españoles, en aquella misma isla
había minas de oro, al que llamaban nucay, y perlas. Los de Europa quisieron
creerlo porque habían visto almejas en la bahía de Nipe. En Cuba, a la cual le
trocó el nombre por el de Juana, Colón plantó muchas más cruces. En las
inmediaciones de donde habían llegado, hallaron almácigas que se podían
sangrar para sacarles la resina, nueces grandes de la India, tortugas marinas,
manatíes y jutías. Colón se llevó a varios mancebos con sus mujeres a España
para mostrárselos a los Reyes Católicos.
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Por codicia, pensando que iba a coger mucho oro, el miércoles 21 de
noviembre se apartó Martín Alonso Pinzón con la carabela Pinta, sin voluntad
del Almirante. Por esos días, los que iban en las dos carabelas que le quedaban
a Colón hallaron pepitas de oro en la desembocadura de un río y pinales con los
que se podía fabricar navíos, tablazón y mástiles para las naos de España;
también encontraron robles y madroños y una buena corriente para hacer sierras de agua. Empezaron a aparecer por Cuba poblaciones grandes y terrenos
sembrados.
Martín Alonso Pinzón y la Pinta no aparecerían en mes y medio.
Incomodado por las libertades que se tomaba Martín Alonso Pinzón, Colón lo
siguió el jueves 6 de diciembre por el camino de la isla Bohío, donde decían los
indios que había mucho oro.
Los españoles siguieron dejando cruces donde quiera que tocaban tierra.
Por el norte de la isla se toparon con unos indios que cultivaban variedades de
tubérculos como el ñame, el boniato y la yuca, y vieron gran cantidad de
almácigas, linaloe y algodonales silvestres. Por el mar hallaron pámpanos, lisas,
corvinas, lenguados, camarones y sardinas como los de España. Por haber
descubierto unas vegas muy hermosas, como las de Castilla, Colón le puso por
nombre La Española a la isla Bohío.
Según el diario de Colón, que no era escrupuloso para mentir, cuando los
hombres capturaban a una india hermosa, él le cambiaba el pedazo de oro que
llevaba en la nariz por unas cuentas de vidrio y unos cascabeles y la soltaba.
Las informaciones sobre la primera expedición española al Nuevo Mundo eran
moderadas por Colón o, como los Santos Evangelios, compuestas para la
divulgación años después por clérigos. Es justo suponer que los filtros de la
decencia dejaron muchas verdades por decir. Los castellanos y andaluces, por
ejemplo, después de haber pasado dos meses en la mar, tendrían que excitarse
sobremanera al ver tantas indias desnudas.Aunque los españoles juzgasen poco
atrayentes a aquellas mujeres —cosa que dudo después de ver lo que hicieron
en Centroamérica—, sus cuerpos lampiños del color de la canela tuvieron que
surtir algún efecto en la sexualidad reprimida de los hombres. Tendrían que
pasar los años, hasta que llegasen a América letrados laicos como Bernal Díaz
del Castillo, para conocer pormenores de la toma de mujeres.
Los indios de aquellas islas eran muy cobardes. A su rey le llamaban Cacique. Les tenían mucho miedo a los de Caniba —la gente del Gran Can, según
creyó Colón durante algún tiempo. Los caribes eran tribus caníbales cuya
crueldad asustaba a los demás indios. Durante sus asaltos, se llevaban a todos
los hombres, mujeres y niños que podían capturar. A los hombres los saboreaban
inmediatamente porque consideraban su carne muy buena para comer. A las
mujeres mozas y hermosas las usaban de sirvientas y de mancebas —a los
hijos que tenían con las cautivas se los comían. A los niños que apresaban los
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castraban y se servían de ellos hasta que crecían; después los mataban y se los
comían durante sus convites.
Los españoles les siguieron cambiando por trebejos a los indios los granos
de oro que llevaban en las orejas y las narices. El sábado 22 de diciembre,
Colón salió a buscar las islas de Civao que, según los indios le decían, tenían
más oro que tierra. Durante algún tiempo creyó que Civao era Cipango o Japón.
A los pocos días, encayó la Santa María y tuvieron que abandonarla. A pesar
del descalabro, Colón se sintió dichoso de dejar a los castellanos y andaluces
en aquella tierra: los naturales les llevaban pedazos de oro para cambiar por
cascabeles, a los que llamaban chuc chuc. El Almirante creyó que se manifestaba
la voluntad de Dios a su favor haciendo encayar la nave. Le llamó Villa de la
Navidad a la fortaleza que construyeron el 25 de diciembre.
El 31 de diciembre, Colón mandó a tomar agua y leña para regresar a
España y llevarles la gran noticia a los Reyes. Deseaba llegar antes que Martín
Alonso Pinzón, quien tergiversaría la historia en beneficio propio. A los 39
hombres que dejó en la Villa de la Navidad, capitaneados por Diego de Arana,
les encargó hacerse de oro —los indios de Bohío o La Española le llamaban
caona— y de especería a cambio de todo cuanto había en la Santa María. Les
dejó armas para defenderse de los Caribes —incluyendo un lombardero que
supiese cañonearlos—, simientes para cosechar durante el ocio, un escribano
que contase la parte suya y la de los Reyes, un alguacil que guardase el orden,
un carpintero de naos y calafate, un tonelero, un físico, y un sastre. El Gran
Almirante no comprendió que aquellos hombres, ansiosos de mujeres y
codiciosos de oro, no sentían inclinación por la contabilidad, el mantenimiento
del orden, la industria, ni la agricultura.
El domingo 6 de enero, Martín Alonso Pinzón se le juntó a Colón con la
Pinta. El Almirante, quien viajaba en la Niña, estaba sumamente contrariado
con Martín Alonso. Pinzón le dio muchas razones por haberse apartado de él,
pero el Almirante las tildó a todas de falsas. El miércoles 16 de enero, levantaron
las velas y navegaron a mar abierto.
El jueves 14 de febrero las dos naves estuvieron a punto de zozobrar en
una tormenta y corrieron a popa donde el viento las llevase para escapar. El
navío de Colón iba con falta de lastre por llevar más cosas de Las Indias; tuvieron
que henchir las pipas vacías con agua de mar para no trastornar. Al llegar a las
Azores, el 16 de febrero, Colón, que era un maestro de la mentira, les dio una
relación falsa de su viaje a los portugueses de las islas para que no le tomasen
la ruta.
Según Colón, el domingo 3 de marzo, una turbonada les rompió todas las
velas y al día siguiente tuvieron que entrar en Lisboa. Tal vez el GranAlmirante,
que era un hombre muy ambicioso, desease hacer negocios con la corona
portuguesa a espaldas de los reyes de Castilla y León. El sábado 9 de marzo se
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entrevistó con el rey de Portugal. Aparentemente, la deslealtad del Gran
Almirante quedó frustrada por las convenciones suscritas anteriormente por el
rey de Portugal con Fernando e Isabel. El viernes 15 de marzo, Colón llegó a
Sevilla y de ahí se fue a Barcelona por mar a presentarse ante los reyes de
Castilla y León.
El profesor Jorge nos habló también de los otros tres viajes de Colón al
Nuevo Mundo, pero no me impresionaron tanto como el primero. Los viajes
siguientes me parecieron mucho más sórdidos con sus disputas por poder y por
oro. Jacinto Jorge terminó su narrativa con estas palabras: “Unos dicen que
Cristóbal Colón murió en la pobreza en Valladolid, España en 1506; según
otros historiadores, durante su ancianidad, fue favorecido por el Rey Católico,
quien le otorgó el permiso de andar en mula”.
Tal vez el pasado, visto desde el crepúsculo de sus días, haya sido triste
para Cristóbal Colón. Pero, ¿qué habrá sido de Jacinto Jorge, alias Naranjita?
***
Terminada la sesión matutina, regresábamos al colegio de la loma a comer.
El almuerzo solía consistir de arroz blanco, frijoles blancos, negros o colorados,
bistec, plátanos o patatas (papas) fritas y alguna fruta; los martes comíamos
frituras de seso de vaca y los viernes, como estaba prohibida la carne por la
Santa Madre Iglesia, huevos fritos. El hermano Fermín sabía que no me gustaba
el arroz hecho pelotas del cocinero y no me obligaba a comerlo.
En cuanto llegábamos al comedor, nos persignábamos, dábamos gracias y
nos sentábamos a la mesa. Cheo y Alcides se apresuraban a orbicular las dos
hileras de cuatro mesas de ocho sillas cada una para servirnos. Todos los días
se pronunciaban frases idénticas durante el almuerzo:
Darío: No quiero frijoles, tienen nata.
Marcelo: Échame salsita del bistec, Cheo.
Wifredo Júnior: Yo no como eso.
El Piojo: Ponme cebollitas, Alcides.
Bauzá: ¿Dónde está el huevo de mi dieta?
Pelayo de Para: Huevos no, que me dan diarreas.
Juan José Jiménez: Alcides, dame un bistec grande que yo te doy propina.
Concretera: Dame todo lo que sobre, Cheo.
Cañeiras: Echa pa’llá (apártate), Cristóbal, que me estás tocando el muslo.
Constantino el Apestoso: Echa más, Cheo, echa mucho.
Barranco: Esto es una mierda, en mi casa sí se come sabroso.
Oscarito: Si te oye el hermano, te va a castigar.
Oscar Fernández: Oye, Mono, me gusta tu hermana.
110
Mono Viejo: Pero no entiendes los quebrados, bruto.
Gallo Pinto: Bruto no, ¡es un animal! Tu hermana se debe fijar en mí,
Mono.
El hermano Fermín: ¡Hablad en voz baja!
Agustín: A mí me gustan las canciones de Los Cinco Latinos.
Joaquín: Agustín, eres un guanajo (pavo, turkey). Con ese pico de nariz,
debes de ser familia de las gallinazas.
Anasagasti: Ofender así a los compañeros es pecado, Joaquín, ¡vete a
confesar!
Aguilera: Yo no creo que eso sea pecado porque es verdad: Agustín tiene
cara de lechuza.
Cristóbal: Vamos a preguntarle al hermano Fermín.
Joaquín: ¡Ahora no, coño!
Después del almuerzo teníamos un corto recreo, durante el cual Agustín se
pegaba al radio y entontecía con las canciones de Los Cinco Latinos, una blanca
apoyada por cuatro mestizos con bigotes finos que le hacían el coro. Las
canciones eran melodiosas, pero algunas letras resultaban chocantes al oído:
Hay humo en tus ojos, Telegrama con la mirada, Tú eres el más puro amor,
Amor bajo cero, etc. A los pocos minutos, el silbido del hermano nos mandaba
de vuelta al autobús que nos llevaba a la primaria.
Ya en el edificio de la primaria esperábamos unos minutos en el patio
interior de cemento. Los Hermanos Maristas cementaban los patios interiores
de sus colegios para evitar el polvo, dejando algunos agujeros circulares de
desagüe donde sembraban árboles de sombra.
En cuanto sonaba el timbre, subíamos a la clase del segundo piso. El
hermano Eleuterio le asignaba la dirección del rosario a un voluntario cualquiera.
El rosario duraba unos quince minutos. A pesar del largo entrenamiento, jamás
retuve cuándo tocaban los misterios gloriosos, los gozosos o los dolorosos.
Una vez concluidos los rezos, dábamos la clase de Aritmética y Geometría,
seguida por la de Moral y Cívica y la de Educación Física.
En el quinto grado continuamos haciendo ejercicios con fracciones. El
hermano Eleuterio nos hacía incesantes pruebas de cómo correr correctamente
el punto decimal a la derecha ó a la izquierda cuando multiplicábamos por o
dividíamos entre múltiplos de diez. No nos dejó en paz hasta que todos pudimos
andar mentalmente desde el kilogramo al miligramo y viceversa sin titubear.
Aprendimos las conversiones de pesos y medidas al sistema métrico decimal.
Nos enseñó a hacer líneas bisectrices y a dibujar ángulos dentro del círculo con
el compás y los cartabones. Cuando me gradué de la primaria, manejaba las
conversiones de fechas con horas, minutos y segundos, las medidas de superficie,
los problemas de proporciones y los de réditos.
111
Durante la Cuaresma, cuando los vientos jugaban con la naturaleza y las
creaciones de los hombres, se me iba la mirada por la ventana de la clase, sobre
la veleta en forma de gallo de un edificio cercano. Había reparado en que la
veleta apuntaba siempre contra el sentido del viento. El hermano Eleuterio me
permitía aquellas distracciones siempre que tuviera buenas notas; no obstante,
los vientos de Cuaresma me sacaron de los primeros puestos de la clase.
La clase de Educación Física consistía mayormente en marchar, hacer
calistenia y prepararnos para alguna demostración de ejercicios combinados.
El profesor era un laico aburrido, culón, tonto y engreído llamado Mustelier.
Un día, estando yo a la cabeza de la fila, nos mandó a marchar “derecha... dre”
contra el esquinero de un muro. Me quedé marchando en el lugar, frente a la
pared. Mustelier me fue a regañar, furioso:
— ¿Quién le ha mandado a quedarse marcando el paso, Delgado?
— Nadie, pero hay una pared enfrente, profesor —le respondí, pensando:
“¡Será comemierda?”
— ¿Por qué no le dio la vuelta a la esquina?
— Porque Ud. no mandó a doblar a la izquierda, profesor.
— Tenía que haber rodeado la esquina —me censuró sin gran
convencimiento, por tener la última palabra. ¡Izquierda... izquié! Uno, dos,
tres, cuatro. ¡Derecha... dre! Uno, dos, tres, cuatro.
— ¡Vaya pa’l carajo! —pensé.
Aquellos hermanos, tan beneficiosos a la humanidad y tan humildes, se
veían precisados a servirse de asistentes estúpidos del país. El profesor Mustelier,
por ejemplo, en su enajenación, llegaba a estimar ser brillante. Aquel año fulguró
su tontería en gran medida: durante tres meses, nos hizo preparar a diario unos
movimientos de tediosa sincronía para efectuar un pep-rally con trapos de
colores y pértigas, como hacen los chinos, cuya eventual ejecución en público
duró menos de diez minutos. ¡Qué manera de comer mierda!
Cuando volvíamos al internado, nos cambiábamos para el deporte-deldía. Antes de irnos a los terrenos de deportes, tomábamos la merienda, una
panetela seca que no me gustaba.
Los lunes jugábamos al béisbol (pelota o baseball). Aborrecía aquel deporte
lento y aburrido, llamado muy justamente por sus inventores norteamericanosyanquis “pasatiempo”. ¡Qué manera de perder el tiempo! Para matar el tiempo
del pasatiempo, me entretenía con mis propios pensamientos. Rememoraba
los cuerpos desnudos de las Hijas de María y los senos pequeños y puntiagudos
de Marta Urquijo, una vecina de Santa Clara que tenía las piernas muy bonitas;
a veces pensaba cuánto me gustaría tener un perro. Casi siempre me tenían que
avisar a gritos que la pelota había picado cerca de mí y que me tocaba recogerla.
Muchas veces, habiendo atrapado la pelota, no sabía qué hacer con ella y el
equipo opositor anotaba. Y no me importaba ni me sentía saboteador.
112
Los mayas, famosos por su calendario de 365 días, les sacaban el corazón
a los malos peloteros y se lo ofrecían a sus dioses. Contrariamente a los mayas,
que jugaban a la pelota con el fin de sacrificar al equipo perdedor, nosotros nos
íbamos a la ducha después de perder como si no hubiese pasado nada. Claro
que los capitanes de los equipos se quedaban conmigo cuando no les quedaba
nadie más a quien escoger. Pero los capitanes de los equipos de béisbol no
sabían nada de los 18 meses de 20 días y del mes de 5 días de los mayas.
Los martes y los sábados por la mañana nos tocaba practicar la natación.
Disfrutaba plenamente el agua fresca de la piscina y aprovechaba las clases del
instructor laico, un tipo largo y flaco cuyo nombre se me perdió en la memoria.
Empezamos desplazándonos a fuerza de piernas solamente, con los brazos
extendidos sobre una tabla de espuma de goma, surcando la superficie del agua
con la cara. Una vez que habíamos aprendido a girar el cuello para tomar aire
sin perder el curso, comenzamos a bracear. Era uno de los más adelantados y
de los últimos en salir de la piscina después del silbo del hermano pupilero.
Los miércoles eran días de balón-pie (fútbol o football) que era pasable —
al menos me entretenía corriendo detrás del balón. Jugábamos a intuición y
voluntad propia, sin tácticas de equipo ni plan de ataque o de defensa. En aquella
113
anarquía descollaban los talentos naturales, como el de Oscar Fernández, que
no eran muchos. Al menos reíamos y nos recreábamos. Oscar FernándezQuevedo, que no era material universitario, realizó su vida profesional como
vendedor de electrodomésticos en la tienda Sears de Coral Gables, que estaba
cerca de mi casa en Miami.
Los jueves eran días de baloncesto (básketbol o basketball), parecidos a
los martes, pero con menos participación. Como no alcanzaban los aros para
todos, algunos jugábamos mano en las canchas de jai-alai (fiesta alegre) con
pelotas de goma o pateábamos penales en el terreno de balón-pie. También la
pasábamos bien.
Los viernes, cuando cada cual organizaba el deporte que le gustara, algunos
jugábamos con raquetas estrechas en las canchas de jai-alai. Le llamábamos
squash a aquella modalidad de la cesta-punta —que realmente era una variación
de la pala. Alguna vez que ensayamos a jugar con cestas de jai-alai, nos resultó
bien difícil controlar la pelota. Desdichadamente, los hermanos vascos que
dominaban aquel juego tan interesante y entretenido no nos lo enseñaron. El
hermano Julio, el subdirector, era un buen pelotari.
Los domingos podíamos practicar los deportes que deseáramos. Yo solía
preferir la piscina a la cancha de squash, rechazando todo intento de
reclutamiento para el béisbol, el baloncesto o el balón-pie. Los domingos eran
los días de visitas y nos entreteníamos mirando a las hermanas de los
compañeros. Algunos hermanos miraban a las madres y a las hermanas mayores
de los niños.
Concluido el deporte-del-día, nos duchábamos y nos cambiábamos
rápidamente dentro de la casilla que teníamos asignada en el edificio anexo a
la piscina. Las casillas estaban numeradas en la parte superior de su mediapuerta. La mía era la 32, igual que el saco de la ropa sucia. Los hermanos no
querían que nos viéramos desnudos los unos a los otros ni que tuviéramos
tiempo de ocio en la ducha. Inmediatamente después, subíamos al dormitorio a
dejar la toalla y la ropa sudada en la bolsa que teníamos para ese fin y bajábamos
al estudio a hacer la tarea.
Estudiábamos un par de horas, hasta que nos llamaban a la cena, bajo la
mirada vigilante del pupilero, que era el guardián del orden y del silencio. El
hermano Fermín, tan jocoso en otras ocasiones, blasonaba seriedad durante las
horas de estudio.Aquel período era improfanable: cualquier palabra sin licencia,
divagación o falta de aplicación se castigaba con un bofetón, un halón de orejas,
la escritura de cincuenta líneas “No debo hablar en el estudio” y la guardia de
una columna del corredor durante un par de horas. ¡Con razón los internos
éramos mejores estudiantes que los externos! Hasta Oscar Fernández, un niño
de pocas luces, dio mucho más de su persona de lo que se esperaba gracias a la
disciplina de los Hermanos Maristas.
114
Los sábados salíamos de paseo por la ciudad de Cienfuegos. Solíamos
visitar el Paseo de San Fernando, una zona comercial, y el barrio de Punta
Gorda, una zona de hoteles, restaurantes y residencias de lujo construido sobre
un apéndice de tierra metido en el mar. A dos calles del Paseo de San Fernando
estaba el tencén —Woolworth’s ten-cent store, parte de una cadena de comercios
norteamericana— donde vendían los “especiales”, unos panes redondos partidos
al medio y rellenos con una pasta dulzona de mayonesa que complacía el paladar
sin alimentar a nadie. Aquellas salidas resultaban refrescantes después de
pasarnos toda la semana encerrados en el colegio. Los pequeños jamás dábamos
problemas. Los medianos se entretenían por los comercios y se retrasaban en
volver al autobús algunas veces. A los mayores había que ir a sacarlos de las
casas de putas de los barrios bajos de vez en cuando.
Un par de veces al año, los hermanos nos llevaban en excursiones por
carreteras que serpeaban las faldas de las colinas, arrimándose al mar. La
naturaleza es exuberante y el mar hermoso en el sur de la provincia de Las
Villas. Visitamos playas azules y un deshilvanado salto de agua que se atomizaba
pintando el arco iris en el aire al despeñarse contra unas enormes piedras grises.
Nos bañamos en la corriente verde de un río que aceleraba el curso entre unos
peñascos cubiertos de musgo. Por aquella zona, algunos conquistadores habían
ejercido de porqueros entre 1511 y 1520 y el padre Bartolomé de las Casas
había urdido la Leyenda Negra de la colonización española. Estuvimos por las
playas llamadas Rancho Luna, El Inglés y El Ancón, y en de la ciudad colonial
de Trinidad. En el fondo de los recuerdos guardo estampas de aquellos parajes,
los que quisiera volver a ver (samsara) antes de largarme a lo desconocido.
Por unos potreros, en las inmediaciones de Rancho Luna, atravesamos un
hato de vacas pintas que el hermano Esteban tuvo que espantar con una verga
porque Oscarito les tuvo miedo y gritó, amariconadísimo. También fuimos de
excursión hasta una cueva donde el mismo hermano Esteban, que estaba reciénllegado de España, mató a una hermosa lechuza blanca por creerla tal vez comestible. Nuestra presencia en aquellas costas inducía a las iguanas, que sí son
comestibles, a buscar amparo entre las hendiduras de unas rocas peladas por la
acción del mar y del viento.
Cinco minutos antes de cenar, el hermano pupilero nos daba una pequeña
charla sobre lo que había ocurrido o estaba pasando en la actualidad por todo el
mundo. El hermano Fermín se solía inspirar en el periódico que estaba leyendo.
Nos hablaba de las grandes injusticias de los hombres, sobre todo de aquellos
que vivían apartados de Dios, y de los esfuerzos de la Iglesia Católica por
corregirlos. Nuestros héroes eran San Ignacio de Loyola, Juana de Arco y los
caballeros de Castilla que habían expulsado a los moros del territorio robado a
la Iberia católica, apostólica y romana. Aun hoy, siento un inexplicable afluente
gentilicio por el pecho cuando lo recuerdo. Creo que me adoctrinó bien.
115
Solíamos cenar en gran calma. Rechacé siempre la sopa amarilla de fideos
que servían de primera. Tampoco me gustaba el arroz azafranado con salchichas
de lata de segunda. Mi cena solía consistir de carne en salsa y natillas o dulce
de membrillo. Resultaba asqueroso observar a Concretera y a Constantino el
Apestoso, apodado también Mama Choncha, engullir aquellos alimentos tan
feos que Cheo volcaba en sus platos.
Después de cenar, disfrutábamos de un recreo en la cancha de jai-alai,
convertida en cancha de balón-mano por una red (net). Allí se alborotaba y
gritaba mucho: “pásala Cristóbal”, “saca Joaquín”, “rota Rafael”, “pa’llá Oscar”, “no la pierdas Cañizares”. Algunas veces perdíamos el control y
utilizábamos vocablos ofensivos del populacho como “comemierda”, “pendejo”,
“imbécil” y otras famosas palabras que obligaron a intervenir al hermano
pupilero, que avizoraba desde la guardia. “¿Qué es esto, un conglomerado de
lenguas sucias? —nos preguntaba sin esperar respuesta. Constantino, a una
columna; José Ramón, vas a escribir cincuenta líneas; Miguel, aquí, coge:
¡puaf!” Así y todo, en el internado de los Hermanos Maristas, donde no se le
permitía a los alumnos desbocarse, nadie reventó por falta de expresión.
Concluido el juego de balón-mano, bebíamos agua y subíamos calladamente
al segundo piso a calmar los ánimos estudiando. Pasados unos 45 minutos,
subíamos al dormitorio, donde nos lavábamos, rezábamos las tres Avemarías y
nos acostábamos a dormir.
*
Aquel año me flechó una niña de buena gracia, pecosa y pelirroja llamada
Carolina Cacicedo. Tal vez me haya enamorado porque no veía otras muchachas,
pero la recuerdo bien chula. En la tarde de un viernes de febrero o marzo, los
hermanos nos permitieron volver a la primaria, donde había instalado alguien
un carrusel y unos columpios en forma de canoas. Como para equilibrar las
canoas en la mecedora era preciso que montasen dos, me vi repentinamente
compartiendo una con la muchacha. Le pregunté el nombre, mirando sus bonitos muslos en el viento que le subía la falda. Me dijo que vivía en Punta Gorda
con su familia. Con el lenguaje llano de la inocencia, sin injertar disparates en
la conversación, como los mayores, le dije que los sábados por la tarde solía
caminar por aquel barrio. Estuvimos columpiándonos juntos y hablando hasta
que su padre la fue a buscar, frustrando mis esperanzas de solicitar una cita.
Con mi deseo enamorado, ansioso de hallar a Carolina y solicitar su amistad,
ejecuté extensas caminatas por las calles de Punta Gorda los sábados, sin
encontrarla. Quería andar solo por el istmo, aspirando el aire del mar
profundamente. Pensaba en ella, en aquella cara pecosa y bonita que no se
quiso evadir de mi mente hasta que llegaron las vacaciones.
A la larga, como suele suceder, el tiempo hizo cuenta de aquel amor tan
gracioso. ¿Qué habrá sido de la adorable Carolina Cacicedo?
116
*
Con el mes de junio, llegaron las vacaciones del 1958. Era hora de salir de
entre las tapias del colegio al campo y al mar y de cambiar los libros de texto
por la bicicleta.
Llegué a Meneses ansioso de pedalear por los caminos y las guardarrayas.
La bicicleta que me había regalado tío Taurino era de hombre; tenía la distintiva
barra masculina entre la base del manubrio y el asiento —los menesinos
montaban a sus novias en la barra. La bicicleta que mi madre me prestaba era
más pesada y de peor manejo; no la quería ya porque, para arrancar podía
cruzar la pierna por encima del sillín y alcanzar el pedal derecho, en lugar de
hacerlo por encima de la catalina, como las mujeres. Mi padre tenía una bicicleta
de hombre con muy buena amortiguación, pero no me la solía prestar a pesar
de mi nueva destreza porque, según decía, se la iba a rayar con malos tratos.
Durante las vacaciones de Navidades, tío Taurino me había llevado aquella
bicicleta verde que su hijo menor, Pepe, no podía utilizar en La Habana porque
los autobuses y los automóviles se habían apropiado de todas las calles. Era
una bicicleta ágil, que no soltaba la cadena ni descentraba las ruedas a pesar del
uso. Con ella comencé mi adiestramiento en las artes mecánicas, desmontando
las llantas para coger ponches —hasta aquel entonces, solamente había
despiezado juguetes. Como la bicicleta era liviana y yo me había fortalecido,
por primera vez pude subir, sin desmontarme, las lomas elevadas que cercaban
a Meneses.
Los vivarachos sinsontes, zorzales y ruiseñores habían copulado cantando
durante la primavera; ahora se afanaban a cazar los gusanos e insectos que los
pichones que habían engendrado les reclamaban piando. Algunas veces, los
polluelos perdían pie en su enérgico aleteo y caían de los nidos, terminando
anticipadamente sus vidas en las fauces de los gatos. Según los entendidos, se
trataba de un proceso de selección natural durante el cual perecían los menos
discretos. A mí aquello me parecía un asunto de suerte y devolvía a sus nidos o
lanzaba sobre los techos de las casas a los pichones caídos.
Al norte de Meneses, por la carretera de Yaguajay, había una planicie de
maniguas y piedras. La carretera desembocaba en la cuesta del Lligre e inclinaba
su plano, haciendo una larga media-rosca de tornillo que se apoyaba en las
faldas de las lomas de pedruscos. Luego enderezaba su curso hasta Yaguajay.
Hacía el viaje de diez kilómetros hasta el centro de Yaguajay de pasatiempo.
Pedaleaba veloz por lo llano, así el sol pegase fuerte desde la mitad del cielo,
con el viento soplándome incongruencias en las orejas y revolviendo mis
cabellos avellanados. Me detenía en el Lligre a vocear y a generar ecos: me
instruía así sobre la sustancia y la velocidad de las ondas sonoras, oyéndolas
rebotar entre las piedras. Pensaba en lo que había dicho el hermano Eleuterio:
la voz no es sólida, líquida ni gaseosa, como la materia: la voz es energía.
117
Durante los primeros días de las vacaciones, solía modular la energía del grito
pronunciando: “Carolina”, y el eco retumbaba: “rolina, olina, lina, ina, na”.
Luego voceaba cualquier cosa que se me antojase hasta aburrirme, lo que ocurría
bastante pronto.
Cada vez que pasaba por el Lligre, recordaba una poesía del libro de lectura
del tercer grado, El Carretero y el Eco, cuya declamación frente a mis
compañeros de clase me había asignado el hermano Julián. El poema trataba
de la confusión de Juan Prado, cuya carreta se había atascado en un pantano del
Valle del Yumurí. El protagonista había comenzado gritándoles a los bueyes de
su yunta en el fango y había terminado sostenido una conversación con el eco,
creyendo que se trataba de un interlocutor:
— ¡Vive Dios a que es Manuel!
— Él.
Por fin, después de protestar y amenazar a un eco un poco chistoso, Juan
Prado cayó en cuenta de lo que estaba ocurriendo:
Es verdad, el eco es todo,
y yo pregunta, pregunta,
dijo Juan, picó su yunta
y logró salir del lodo.
Del Lligre, la carretera seguía por la planicie de Yaguajay hasta un riachuelo
inerte, moteado de lotos, sobre cuyo puente solía detenerme un momento a
mirar las enormes hojas que flotaban en la superficie del agua. Tan pronto
llegaba a Yaguajay, daba la vuelta porque me agradaba mucho más el camino
que el destino. Casi siempre encontraba por allá a los choferes de alquiler de
Meneses esperando llenar sus máquinas (automóviles) para regresar. “¡Vaya,
Meneses!” gritaban los hermanos de Cagao, anunciando la próxima salida.
Como de costumbre, al regresar a Meneses del colegio, cumplí con las
visitas obligadas a las Bauta, a los Méndez, a mis abuelos paternos y a todos
cuanto me llamaron a sus casas para interrogarme sobre mi vida. Vi pasar a
Aidé frente a mi casa varias veces pero, como no había querido hacerse novia
mía, no la saludé ni le grité su nombre al eco del Lligre. En realidad, la guajirita
de lindas caderas y dulce semblante me gustaba menos que Carolina Cacicedo,
la cienfueguera de tan lindos muslos. No sé si eso también sería parte del proceso
de selección natural.
Estuve en casa de Germán, el juez, y le pregunté cómo iban las biajacas
que habíamos echado en la laguna de su finca. Me dijo que no sabía pero que
nos iba a llevar a mis hermanos, a Nenita y a mí a averiguar. Filadelfa, la mujer
118
de Germán, me preguntó si quería que me prestase algún libro, porque en mi
casa solamente había muñequitos impresos (comics) y librotes de medicina. Le
dije que sí, recordando el libro de Egipto que me había regalado, sin informarle
que el hermano Fermín lo había considerado pernicioso para mi formación
cristiana y lo había confiscado.
Filadelfa tenía la tez blanca de quienes
rehuyen el sol. Su palidez permanente se debía,
tal vez, a la falta de un riñón. Había llegado a
Meneses de la Provincia de Oriente cuando su
marido fue nombrado juez del pueblecillo
nuestro. Se la veía muy poco fuera de su casa,
salvo algunas tardes de luz bermeja en que iba
a chismear con mi madre durante la puesta del
sol. Fue la primera persona a quien le oí responder: “¡Bah!”, por desatender un asunto o
“¡Psh!”, por exteriorizar el sentimiento de que
algo no le importaba. Mi madre adoptó el
“¡Bah!” y lo continuó usando toda su vida. Mi
padre ya empleaba un agudo, imperioso y
persistente “¡Psh!, ¡Psh!, ¡Psh!”, copiado de su
madre, para interrumpir a quien estuviese hablando y hacer él uso de la palabra.
En Navidades, cuando Filadelfa se marchaba a visitar a su familia en Oriente,
Germán cenaba con nosotros. El 6 de enero, los Reyes Magos nos dejaban
regalos en su casa.
Germán tenía los ojos pequeños y las cejas espesas. En su pupila negra se
advertía un vacío idéntico al de los ojos grandes y salidos de su mujer. Los ojos
de ambos cónyuges eran como un cielo negro sin estrellas. Germán tenía el
cuerpo cuadrado y la cabeza ancha y media calva. Cuando hablaba en serio, su
mirada se volvía penetrante y dura. Como noté a los pocos minutos de iniciar
mi visita, a Germán le tocaba ser justo en una sociedad que se desbarataba y se
hundía a causa de la injusticia y la estupidez.
“Yo le busco un libro a Joaquín” le dijo Germán a su mujer, que había
hecho ademán de levantarse, y me preguntó:
— ¿Qué libros has leído ya, Joaquín?
— Tarzán de los Monos, La Iliada y el de los egipcios —le respondí sin
titubear. Me reservé el haber leído La Juventud y la Pureza.
— ¿Cuál te gustó más?
— La Iliada.
— ¿Cómo es posible que, a tu edad, no prefieras a Tarzán?
— Porque es un libro muy mentiroso.
— ¡Ah, sí?
119
— Sí. No creo que Tarzán haya aprendido a leer solo mirando unos
muñequitos, ni que hablara con los animales.
— La verdad que suena a trola —admitió Germán. Yo tengo algunos libros.
Léelos para que no te aburras ni busques camorra tirándoles piedras a los demás.
Por cierto —adjuntó frunciendo el ceño—, dice Haroldo que le hiciste un
“chichón” en Semana Santa.
— Fue sin querer —confesé, estropeándoseme la cara de pascua que llevaba,
a la vez que el eco interior resonaba: “¡Atiza, te cogieron!” No fue adrede —
me expliqué—: yo quería asustarlo solamente para que saltara y soltara el fardo
de leña que llevaba al hombro; pensé que la piedra le iba a pasar por encima o
iba a caer corta o iba a pegar contra la cerca de almácigos... Yo no le quería dar,
Germán: fue un milagro que la piedra se metiera entre las hojas y le diera en la
cabeza a Haroldo.
— No sé si fue un milagro —aseveró Germán, impasible—, pero la
contusión de Haroldo no se puede juzgar accidental. Si fueras mayor de edad,
te tendría que mandar al calabozo. ¿Te imaginas, Joaquín, qué hubiese pasado
si la piedra se le hubiera clavado en la sien?
— Se habría muerto —me dejé decir, vaciado por la contrición.
— Y se hubiera descompletado el equipo de pelota —razonó en tono mucho
más jovial. Tienes que aprender a dominar esas ansias de hacer diabluras.
— Sí, Germán —repuse—; lo hice por ver volar la piedra...
— No se debe lanzar proyectiles contra los seres humanos. Hasta tirarles
piedras a los perros es cruel y bárbaro.
— Es verdad. Yo no abuso de los perros.
— Bien; pues no tortures tampoco a las personas. Haroldo no sabe que
hayas sido tú por seguro, pero se quejó ante mí porque oyó rumores.
“¡Ese chivato de Cagao!” pensé.
— Yo no voy a decírselo a nadie —añadió Germán, en tono más
condescendiente—, pero quiero que me prometas que no vas a practicar más
contra otra gente.
— Te lo juro por mi madre —prometí, apocado.
— No, no jures; dame tu palabra, que con eso basta.
— Te doy mi palabra de no tirar piedras a la gente...
Filadelfa le echó una significativa mirada a su marido. “Oye, Germán,
¡basta ya, arrea!” pareció entender el juez y se puso de pie. Me quedé con la
mirada baja, mirando los mosaicos verdes de la sala. Germán se ausentó durante un par de minutos y volvió con un libro en la mano. “Éste —dijo
entregándomelo— es de acción, como La Iliada; pero, en vez de griegos, los
protagonistas son cosacos ucranianos”. Germán había buscado una obra de
Nicolás Gogol, Tarás Bulba.
— ¿Qué son cosacos ucranianos? —le pregunté lleno de curiosidad.
120
— Ucrania es una región de las estepas rusas que colinda con Polonia y se
extiende hasta el Mar Negro; hoy forma parte de la Unión Soviética. Los cosacos
eran guerreros de la frontera y peleaban contra los turcos, los tártaros y los
polacos. En realidad, trata de las luchas de nacionalistas ortodoxos contra judíos,
católicos y musulmanes en el siglo XVII.
— Creo que me va a gustar.
— Te aseguro que es mejor que esas películas de vaqueros que ves en el
cine.
Tarás Bulba no era una obra muy extensa. La leí en dos sentadas, alelado
por la belleza de su salvajismo. No sabía que existía Ucrania ni que ya en 1809
había en ella un poblado llamado Sorochinez, donde nació Nicolás Gogol.
Leyendo sobre la injusticia y el desorden imperantes en la Ucrania de los
cosacos, me consideré dichoso de vivir en Meneses tres siglos y medio después.
(¡No me imaginaba lo que se avecinaba!) Los cosacos eran hombres nacidos
de la desgracia, destinados, al final de una vida azarosa, a alimentar a los buitres
y a las moscas con sus cuerpos alcoholizados.
Tarás Bulba había salido con sus dos hijos en una expedición de cosacos
contra judíos y polacos. Los judíos se habían apropiado de las iglesias cristianas
de Ucrania y ya no se podía celebrar la misa en ellas sin pagarles. Los polacos
habían ocupado los pueblos ucranianos y se burlaban de las costumbres de los
nacionales. Después de escuchar la voz del pueblo que era, según ellos, la voz
de Dios, los cosacos partieron a la guerra, dejando tras de sí un rastro de niños
muertos, mujeres con los pechos cortados y hombres con la piel arrancada
hasta la rodilla. Con los ojos alegres por el vino, los amigos de Tarás Bulba
quemaban a los monjes en sus iglesias, amontonaban estiércol en las mezquitas
ó ahorcaban a los arrendatarios judíos. Todos estas hazañas las efectuaban con
igual contentura.
Las empresas guerreras deberían de haber templado las almas de los hijos
de Tarás Bulba y de hacerlos insensibles a todo sentimiento humano. Uno de
ellos, sin embargo, se enamoró de una polaca y traicionó a los suyos. “¿Quién
dijo que Ucrania es mi patria?” protestó, muriendo con el nombre de su amada
entre los labios. Tarás Bulba lo mató de un balazo al corazón.
El otro hijo de Tarás Bulba murió entre las torturas de los polacos. Para
vengarse, el padre emprendió un asalto prolongado, atrevido y brutal en la
zona de Carcovia. Durante la campaña, le rogaba a Dios perecer peleando por
un fin sagrado y cristiano. Por fin murió quemado al pie de un árbol por sus
enemigos católicos.
Según me explicó Germán cuando le fui a devolver el libro, la continuación
de la historia de los cosacos jamás se publicó. Gogol quemó el manuscrito
después de jurar la fe de Cristo porque, al decir de los monjes ortodoxos, su
121
obra subvertía los valores cristianos. Al final de su vida viajó a Jerusalén para
honrar a su fe.
*
La democracia, que se apoya en las virtudes del pueblo, era imposible en
Cuba. Germán lo sabía. Él, más que nadie en Meneses, contemplaba desalentado
la pérdida irremediable de la paz social.
Creo que, en aquel tiempo, las creencias de Germán se podrían haber
resumido de esta manera: “Hay dioses, pero existen despreocupados de los
hombres: no hay sacrifico ni plegaria que los alcance. Los dioses no han creado
al mundo ni a las causas de los acontecimientos humanos. El universo se
gobierna a sí mismo, por eso la naturaleza parece algunas veces eximir a los
peores y condenar a los mejores.” En caso de preguntársele, Germán
proclamaría: “Los hombres creen en fantasmas que se desvanecen frente a la
razón y el estudio de la naturaleza. Ninguna cosa sale de la nada y la destrucción
no es sino un cambio de la forma. Los terremotos no son furores de los dioses
sino expansiones de gases y movimientos de corrientes subterráneas. El trueno
y el relámpago no salen del aliento de los dioses, son el resultado de la
condensación y los tropezones de las nubes. La lluvia no es una merced de
Dios, es la caída de la humedad evaporada por el sol.” La muerte misma le
parecía a Germán ser una transformación que la histeria ante lo desconocido
pinta como algo terrible. No creía en el más-allá. Buscaba el infierno en la
ignorancia y en las pasiones de los hombres y el Cielo en los santuarios de los
sabios.
Germán era abogado. En su entorno no tenía con quien conversar. A
Filadelfa no le gustaban las novelas ni las biografías y los conocimientos de su
secretario, Campos, no iban mucho más allá de la mecanografía. Un domingo,
después de la misa, nos visitó para conversar con el padre Jacinto Isidoro, que
era Latino, sobre una Historia de Roma que acababa de leer. Germán había
impetrado la amistad del padre Jacinto Isidoro, a quien sabía reacio a los
masones. Le había explicado humildemente al prelado que la masonería es una
hermandad y no una secta religiosa. Le aseguró respetar la fe ajena y temerle al
furor religioso. Tantum religio potuit suadere malorum (a tantos males ha
impulsado la religión a los hombres) decía. Como Jacinto Isidoro era demasiado
bueno para rechazar a un semejante, se hicieron amigos.
Buscando entender la beligerancia e inhumanidad mostrada por dictadores
y revolucionarios, Germán había estado leyendo sobre la Guerra Social en Roma,
las matanzas de Mario, las proscripciones de Sila, la conjura de Catilina y el
consulado de César. Cuando él hablaba de estas cosas con el padre Jacinto
Isidoro, yo no comprendía casi nada porque el hermano Julián solamente nos
había hablado de las guerras púnicas. Pasaron muchos años antes de que pudiese
122
ubicar en el tiempo y en el espacio los acontecimientos y las figuras de las que
habían hablado.
A pesar de las diferencias en sus respectivas creencias, Germán y Jacinto
Isidoro se entendían bien en las cuestiones sociales. Ambos consideraban la
sociedad en que vivían desequilibrada y buscaban ejemplos del pasado que
explicasen dicho desbarajuste. En Cuba se producían golpes de estado, atentados
de golpe y hasta matanzas de estudiantes en las calles de La Habana. Ya muchos
prefería la paz a la libertad. Claro que ambos hombres se equivocaban al buscar
paralelismos con Roma: el problema de Cuba fue racial.
Contrariamente a las conversaciones de los padres de
mis compañeros de internado, las cuales había escuchado los
domingos al pasar junto al locutorio del colegio de Cienfuegos,
los intercambios ente Germán y Jacinto Isidoro eran claros,
sin sutilezas, jactancias, tiquismiquis, ni expansiones
innecesarias. A pesar de poseer ambos individuos conceptos
bien arraigados, ninguno vivía resentido contra aquellas cosas
o ideas que existían contra sus convicciones.
Al padre Jacinto Isidoro le parecía muy normal, por
ejemplo, que la Biblia dijera que Dios había creado primero
la luz y luego las estrellas. “Es que se vio primero la luz que
dimana de los astros, la cual viaja a 300 millones de
centímetros por segundo; pero el hombre no pudo entender
hasta más tarde que ya estaban creadas las estrellas desde
antes de que su luz llegase a la tierra, y lo escribió al revés
cuando la luz le permitió ver los planetas” afirmaba. No sé si a Germán le
pareció buena la explicación o no quiso ponerse a discutir si Dios había creado
al inmortal Adán primero y lo había hecho esperar hasta que llegara la luz de
los astros a la tierra; el caso fue que aquello se dejó tal como lo había descifrado
el sacerdote.
Debo confesar que las observaciones hechas por el padre Jacinto Isidoro
me evitaron años de extravío en el fácil, dogmático e infeliz ateísmo que se
exhibiría como una idea nueva ante mi mente inquisidora pocos años más tarde.
Durante los años de mis cavilaciones jóvenes, cuando la gente inventaba palabras
y las quería hacer pasar por descubrimientos —durante los años del perverso
mandato mediático—, no me dejé convencer de nada.
Como el padre Zossima le participara a Alejandro Karamasof, Jacinto
Isidoro me explicó que la ciencia tan sólo le puede hablar a la lógica de los
sentidos, que quien ama al prójimo halla el paraíso terrenal y que quien no ama
existe en el infierno. Yo mismo pude constatar años más tarde cómo el rechazo
cerril de la gente al mundo espiritual en nombre de la libertad —al ateo todo le
es permitido— los llevaba, decaídos moralmente y asidos del narigón, por el
123
camino de la esclavitud de los sentidos. Fedor Dostoievski había antedicho por
boca de Iván Karamasof, 150 años atrás, una época de ateísmo universal, durante la cual se le exigiría, con orgullo satánico, grandes goces a la vida en
nombre de la humanidad, cuando se esperaría de la ciencia el placer celestial,
cuando el hombre moriría con gran altanería, como si fuese un dios. Me alegro
de haberme pasado de perder el tiempo con semejantes guanajerías.
De Jacinto Isidoro, aquel sacerdote enjuto, de mejillas un poco hundidas y
larguirucho, cuyas canas brillaban ya entre los pelos que le quedaban en la
cabeza, emanaba mucha bondad. Digo que era un santo tal vez porque he
conocido mucha plebe, difícil de amar, durante mi vida. ¡Cuántas veces he
olvidado que la Ley Divina manda a amar a los demás! Jacinto Isidoro era,
cuando menos, un hombre bueno que vivía en armonía con su Dios. Los
domingos, después de la misa, lo acompañaba gustoso a pie a las casas de las
personas más humildes de la comarca para ayudarlo a administrar los
sacramentos. Cuando bautizaba a un niño, como casi siempre le faltaba el
padrino, me nombraba a mí. Cuando le daba la extrema unción a un moribundo,
le decía queda y dulcemente al oído que el sueño eterno es mejor que la vida.
No sé qué les decía a quienes confesaba, pero parecía estarles manifestando la
terrible luz de la voluntad Divina a unos pecadores mudos de estupefacción.
¡Debe de ser sorprendente, hasta apabullador, descubrir en un instante que la
palabra Divina es la Ley del Universo!
Sin recibir nada a cambio, sudando copiosamente debajo de la sotana negra,
Jacinto Isidoro andaba incansablemente entre el fango, a campo traviesa,
realizando la labor que Dios le había encomendado. Jamás se quejó.Al contrario,
prefería pensar que el sol tenía cabellos de oro y no lenguas de fuego. Para él
todo estaba claro en un mundo sin contradicciones.
Ninguna Hija de María se atrevió jamás a insinuarle
a aquel casto varón que se quitase la sotana. Todos lo
ubicábamos cerca de Dios. Hasta mi abuelo, irreverente
de suyo, lo saludaba afable y respetuosamente y enviaba
limosnas a la iglesia cuando Matilde Bauta se las pedía.
Los domingos, me ponía la sotana roja y el sobrepelliz
de encajes blancos en la iglesia y respondía en Latín durante la misa que oficiaba Jacinto Isidoro metido en la
casulla púrpura con la cruz dorada. Después, lo asistía en
sus labores sacramentales y lo llevaba a mi casa, donde
nos estaban esperando para almorzar. Mi madre, que
detestaba la cocina, se complacía cocinando los domingos porque Jacinto Isidoro
nos acompañaba. ¿Te acuerdas? Cuando estábamos en Meneses, tú librabas el
domingo y te iba a visitar a sus padres —y a verte con tu novio.
124
Aquel domingo, durante la sobremesa, seguí con interés la conversación
que llevaban el juez y el sacerdote sobre las condiciones sociales en Roma.
Experimenté cierto desconcierto oyéndoles decir que la ociosidad y la vida
muelle de los más ricos habían conducido a toda la población ciudadana al
desorden. No entendía cómo podía ocurrir tal cosa, pero pensé en mi abuelo,
Segundo, inmediatamente.
***
Según dijo Germán, arrugando el entrecejo, en los tiempos de Tiberio Graco
y de Tito Flavio Vespasiano, el trigo barato producido por los esclavos había
arruinado a los campesinos italianos, que eran los soldados del Imperio. Los
mismos esclavos que habían desplazado a los labriegos y a los obreros romanos
ingresaban como proletarios en la ciudad de Roma, incrementando la población
indigente. El bajo índice de nacimientos entre las familias nativas estaba
transformando la población de Roma. Las clases superiores se descomponían.
La aristocracia corrompida se nutría de la injusticia y no producía orden ni
prosperidad. Se violentaban las leyes y el poder chocó forzosamente contra sí
mismo.
Tiberio Graco deseaba limitar la cantidad de tierra que un ciudadano podía
poseer de acuerdo con el número de hijos que tuviera. Proponía recobrar las
tierras públicas vendidas a los senadores por el ridículo precio que las habían
comprado; dichos terrenos se habrían de repartir entre los ciudadanos pobres
bajo condición de no vender nunca y de tributarle por ellas al tesoro.
Tiberio Graco advertía cómo se despoblaba el país a medida que aumentaba
la dependencia en labradores esclavos y pastores bárbaros. Señaló la existencia
de un miserable proletariado urbano en el lugar de propietarios y cultivadores
de la tierra. “Las fieras salvajes —decía— tienen sus cuevas y las aves tienen
sus guaridas, pero los hombres que luchan y mueren por Italia viven a la
intemperie. Mienten quienes exhortan a los soldados a combatir contra los
enemigos por las aras y los sepulcros de sus antepasados, porque ninguno tiene
ara, patria ni panteón familiar. Pelean y mueren por el regalo y la riqueza ajenos.
Les dicen que son señores de toda la tierra, pero no poseen ni un terrón de
ésta”.
Graco infringió la constitución de Roma cuando quiso cambiar la
elegibilidad y las funciones de los tribunos. Como era de esperarse, lo mataron.
La cuestión de la tenencia de la propiedad, que había planteado ya
Aristóteles 2500 años antes, la seguían tratando Germán y Jacinto Isidoro.
Pasaron más de quince años antes que yo entendiese lo que habían hablado.
Sin embargo, la decadencia social, el debilitamiento de la raza y el ataque de
los demagogos se haría patente en nuestras vidas muy pronto. Los demagogos
125
de Cuba imitaban el tono y el estilo de Tiberio Graco ante un hormiguero de
humanoides inclinados a los alborotos y al histerismo, un populacho que se
aprestaba a instituir su propia ruina. A la postre, un inepto, ebrio de arrogancia,
destruiría a punta de fusil la economía del país junto con los derechos de
propiedad; en Cuba, se cumpliría el deseo igualitario y demoledor de repartir la
riqueza de manera que no beneficiase a nadie. Así actúan los pueblos de media-raza y clases fraccionadas. Así fantasean los inútiles, siempre dispuestos a
creer que sus demagogos les pueden dar más pan del que han producido.
El populacho de Roma gozaba las carnicerías fratricidas de la lucha por el
poder. En su depravación, las consideraba espectáculos preparados para su propia
diversión. La misma plebe que antes aplaudía al emperador Vitelio ayudó a
sacarlo de su escondite, lo paseó desnudo por Roma, le lanzó excrementos, le
dio muerte, arrastró el cadáver por las calles y lo echó finalmente al Tíber. Pero
Roma tuvo su salvador en la persona de Tito Vespasiano.
En el año 69, Tito Flavio Vespasiano estaba ocupado con una revuelta en
Palestina. Los judíos, unos orientales fanáticos que adoran a un dios sanguinario
y perverso, se habían levantado en armas contra el Imperio. Creían entonces,
como ahora, que entre su pueblo nacería un redentor que les daría casi todo el
oro del mundo. Eran entonces, y son todavía, una mezquindad de gente ávida
de saciar su encono contra todos, avocada a esparcir por doquier sus rencores,
blasfemias y maldiciones. A la larga, los de aquella raza se convirtieron en
verdugos usureros de nuestras regiones de Occidente. Y, mientras trabajaban
en contra nuestra, reclamaban impunidad sembrando la confusión por todas
partes, acusándonos de calumniarlos, apostrofarlos y agraviarlos. Por fin,
provocaron el justo enojo de nuestra especie en toda Europa.
El hermano Julián sí nos había hablado de Tito, el general romano que
había pacificado la Judea destruyendo a Jerusalén en el año 70. El hermano
había aumentado la historia de la quema de Jerusalén con anécdotas de judíos
que se tragaban sus joyas y monedas antes de escapar de los muros de la ciudad
en llamas entre las máquinas de asalto de los romanos. Tito los mandaba a abrir
en-canal para recobrar el tesoro. ¡Pobres judíos!
Tito Vespasiano era un plebeyo de sabina que había llegado al trono
apoyándose en un ejército de ciudadanos. Cuando alcanzó la cima del poder,
no faltaron genealogistas que le hicieran descender de un compañero de
Hércules.
Como Roma necesitaba sangre nueva, Vespasiano llevó a la ciudad mil
familias de Italia y de las provincias occidentales. Era imprescindible sanear la
sociedad. Para sacar al estado de la bancarrota, Tito Vespasiano tuvo que gravarlo
casi todo, hasta los urinarios públicos. Si bien sabía que no era justo que unos
pagasen lo que otros habían derrochado o robado, estaba consciente de que los
recursos de Roma eran limitados.
126
Tito Vespasiano aborrecía el lujo y el despilfarro. Más que nada, detestaba
la ociosidad, madre de todos los vicios. A los diez años de gobernar el Imperio
Romano, murió de diarreas en su nativa Reata. Sus últimas palabras fueron:
¡Vae! puto deus fio (¡Anda! creo que me estoy convirtiendo en dios.)
— También el emperador Vespasiano fue un instrumento de Dios —anunció
Jacinto Isidoro con adusto semblante.
— Seguramente —lo secundó mi padre.
— No lo dudo —se rindió Germán.
— Dios escribe derecho con renglones torcidos —añadió mi madre, por
filosofar.
A mí no me tocaba decir nada. Tampoco tenía nada que decir.
***
La democracia era impracticable en un país de mayoría analfabeta. El
dictador de Cuba, un tal Batista, era un mulato con cara de rana. Había ascendido
de sargento mecanógrafo a coronel y luego a presidente de resultas de un
levantamiento de soldados contra oficiales. Cuando aquel ejército de pacotilla
quedó en manos de una gente negruzca, innoble e ignorante, la habilidad
dactilográfica de Batista fue considerada razón suficiente para elevarlo a la
presidencia de la República. Por ese motivo gobernaba Cuba gente de la peor
calaña que hizo posible la debacle final.
Germán, que no asistía a misa, llevaba a Jacinto Isidoro en su Chevrolet
Bel Air de regreso a la parroquia de Yaguajay los domingos por la tarde. Lo
hacía, creo yo, no sólo por el placer de su compañía, sino que, en el fondo,
deseaba que Jacinto Isidoro lo contagiara de fe. Jacinto Isidoro accedía, más
que nada, porque Dios no le permitía sustraerse a semejante desafío. Algunas
veces, me dejaban acompañarlos y se olvidaban que estaba escuchando en el
asiento trasero.
Aquel domingo, Germán le hizo notar a Jacinto Isidoro que, en su momento,
las iglesias se habían valido de intimidaciones y se habían apoyado en esbirros
para imponer la fe. Al juez no le parecía buena la idea de rendirle su libertad a
la institución eclesiástica, ya que ésta identificaba con la felicidad humana el
miedo a la libertad de conciencia.
— Si todos pensamos igual —le dijo—, no hay libre albedrío.
— Yo me lo explico de esta forma —replicó Jacinto Isidoro—: A los niños
les castañetean los dientes de terror cuando el médico los va a vacunar contra
la viruela. Después de los pinchazos, les crece una póstula fastidiosa en el
brazo que se convierte en cicatriz permanente. Sin la vacuna, sin embargo,
corren el riesgo de morir o quedar minusválidos para toda la vida.
127
— Mucha fe ha nacido del miedo, en los recintos oscuros de la mente
humana, padre. El hombre tiene que entender mejor por qué vive.
— Vive porque Dios lo quiere, Germán. Todo está a la vista.
— ¿Cómo explicar un Salvador venido solamente para aquellos que pueden
tener fe?
— Hasta los corazones más duros pueden aceptar la fe. La fe en Dios y en
Nuestro Señor Jesucristo es mejor que la dicha y la felicidad.
*
Pronto llegó el día de visitar a mis biajacas. Tú, Wifredo Júnior y yo
esperamos a que Germán se desocupara después del mediodía y nos fuimos
con él y con su mujer. La finca de Germán estaba en la explanada de Meneses;
no tenía vacas, puercos ni gallinas. Era lo que llamaban una finca de recreo con
frutales y árboles de sombra. La laguna artificial era una depresión de un metro
y medio de profundidad y de un kilómetro cuadrado de extensión en el cauce
de un arroyo.
El encargado de la finca de Germán se llamaba Roque. El trabajo de Roque
consistía en recoger las frutas, cuidar los caballos y mantener en estado habitable la casa de la finca y otras dos de renta que Germán tenía en Meneses.
Roque se puso contento de vernos porque se aburría solo en la finca.
Roque ensilló dos caballos. Wifredo Júnior y Filadelfa se pasearon en ellos
por la arboleda contigua a la laguna. Tú y yo nos pusimos los trajes de baño
para buscar las biajacas con mi careta de buceo. A Germán, que nadaba muy
mal, le tocó hacer de salvavidas desde la orilla.
Hacia el centro de la laguna, entre unos cáñamos, hallé muchos guajacones,
unos pececillos que viven en los arroyos y las cañadas. Luego vi la primera
biajaca y te llamé. “Creo que es la del lomo negro y ha crecido, ¡mira!” te dije.
No te atreviste a meter la cara en el agua, pero pudiste ver la biajaca porque el
agua era azulosa y transparente; estabas metida en el agua hasta los senos y
tenía los pezones endurecidos. Me quedé mirándote los muslos blanquísimos,
respirando despacio por el esnórcol (snorkle). Tú no sabías que te podía examinar
tan bien debajo del agua y no te sonrojaste. En las ingles, encima del pubis, en
los dos ángulos superiores del triángulo que forma lo que vulgarmente se llama
pediculos pubis o “pendejera” te crecían dos florestillas de pelo claro enrollado.
Te acaricié los muslos. No te quejaste, pero miraste hacia donde estaba Germán,
temerosa tal vez de que viese algo. No sé si a Germán le hubiese importado que
te tocara la entrepierna, pero fui discreto.
— ¡Brrr! —exclamaste. Sí, es la biajaca negra que ha crecido.
— Yo creo que se come a los guajacones.
— ¿Has visto alguna batata? —indagaste en voz alta para disimular frente
a los otros.
— No; tengo que buscar debajo de las piedras.
128
— Por aquí debe de haber renacuajos también.
— Donde hay renacuajos, hubo ranas.
Al rato, cuando habíamos hallado varias biajacas más, Wifredo Júnior y
Filadelfa metieron los caballos en la laguna y revolvieron el cieno del fondo. El
agua se enturbió entre los cáñamos donde se escondían las biajacas. Tú y yo
salimos, sin hablar de las palpaciones porque era tabú. Le informamos a Germán
que la cría de peces iba bien. Germán nos instó a no decir nada, no fueran otros
a comerse las biajacas. Nos comprometimos a callar.
*
Al sur de Meneses, pasado el cementerio, la carretera se bifurca. La rama
del sureste lleva al poblado de Iguará, donde vivía el Dr. Izquierdo, notorio por
haberse casado con la prostituta del pueblo en una época en que se estimaba
grandemente la virtud en las mujeres. Cuando el Dr. era joven, él y otros dos
amigos se turnaban para dormir con la Sra. En uno de los episodios, cupido
flechó a Izquierdo, el cual convirtió a la mujer pública en privada mediante el
contrato de matrimonio. Fueron felices y tuvieron un hijo al que la gente de
Iguará tuvo la delicadeza y el buen gusto de no llamarle jamás “hijoeputa”.
También vivían en Iguará los tres Pitos, quienes eran primos de mi padre.
Aquellos hermanos eran unos tipos muy raros, de dudosa hombría, que no se
habían acostado con la prostituta del pueblo cuando ésta ejercía. Dos de los
Pitos iban todos los meses a Meneses, a cobrar la utilidad de la finca que
arrendaban los Olmedo. Mi madre decía que eran “pájaros” y me ordenó que
jamás me acercase a ellos, bajo ninguna circunstancia. Mi madre malpensaba
bien: en Meneses, donde casi nunca pasaba nada malo, era fácil creer en el
ángel custodio de los niños.
Uno de los Pitos, llamado Adriano, tenía un amante homosexual de
administrador en una de sus fincas. Cuando se casó con una prima suya, Adriano
la mandó a dormir la primera noche con el administrador. La novia, que
obviamente llevaba mejores genes que él, se marchó cuando oyó aquella
proposición tan insólita e inmoral; la hallaron al amanecer andando por la línea
del tren, como enloquecida. Enterado de lo sucedido, el padre de la muchacha
salió a buscar a Adriano y a su amante para matarlos —¡como era justo y
necesario!—, pero ambos maricones huyeron. Una vez efectuado el divorcio y
anulada la boda eclesiástica, se calmaron los ánimos y Adriano pudo regresar a
Iguará, donde siguió viviendo en la más grosera depravación imaginable. Veinte
años después, a raíz de la muerte de una perra que quería mucho, Adriano se
encerró en su cuarto, se suicidó y se pudrió donde había caído.
Iguará era aún más pequeño que Meneses, pero tenía mayor afluencia de
gente porque en él paraba el tren buj (bus). El buj era de procedencia italiana y
consistía de dos vagones forrados con planchas corrugadas de aluminio; tenía
climatizador, amortiguación, cristales oscuros en las ventanas y alcanzaba en
129
las líneas ferroviarias de Cuba velocidades superiores a los 80 kilómetros por
hora. Como no tenía locomotora, se corrió por la comarca que era una máquina
de movimiento perpetuo: hasta los guajiros más esclarecidos afirmaban que,
una vez que el buj rompía la inercia, creaba energía eléctrica con el movimiento
de sus propias ruedas en cantidad suficiente para seguir adelante.
También en Iguará encontraba algunas veces a los choferes de máquinas
de alquiler de Meneses. Allí no gritaban “¡Vaya Meneses!”, sino que esperaban
a que llegase el buj y algún pasajero les dijese dónde deseaba ir. Durante el
verano, las carreteras de toda la zona estaban casi vacías; en invierno, por el
contrario, con la zafra (corte de caña y fabricación del azúcar) en pleno apogeo,
los camiones hormigueaban por los caminos y las veredas del norte de Las
Villas, trasegando la caña de azúcar, y los hombres andaban afanados de un
lugar al otro en yipis y automóviles.
Iba a Iguará por matar el hastío —pasear es el mejor remedio contra el
aburrimiento. Después de subir la cuesta del cementerio de Meneses, tenía que
esforzarme mucho pedaleando otra loma mucho más empinada. Tres kilómetros
más adelante, cruzaba con cuidado la línea del tren; en aquella encrucijada,
habían muerto poco antes el chofer y el pasajero de un carro (automóvil) que le
habían querido tomar la delantera al buj. Inmediatamente después de llegar a
Iguará, daba la vuelta y desandaba todo el camino. Muchos años después, en
París, leyendo El Mito de Sísifo, de Albert Camus, reflexioné sobre mis antiguos
viajes sin objeto aparente: me pareció que la existencia de Sísifo hubiese sido
más llevadera si, mientras subía su piedra a la cumbre de la montaña,
contemplase los árboles y el cielo, tensase los músculos, sintiese la caricia del
viento, escuchase el susurro de los sinsontes, pensase en una mujer hermosa o
contemplase alguna aventura que le gustase consumar.
*
Paulina, quien mostraba ya el
carácter casquivano de las pepillas
(teenagers), no soportaba la paz
de Meneses. Siempre estaba
pidiendo que la sacaran de allí.
Como todos estábamos un poco
aburridos, se decidió que
pasáramos una semana en la playa
antes de visitar al ortodoncista en
La Habana. Era “tiempo-muerto”
y mi padre no tenía tantas heridas
que coser como durante la zafra.
El doctor Barrena dejó a cargo del consultorio a su hermana, tía Emelina, quien
había llegado de La Habana a pasar una temporada en Meneses, y partimos.
130
Tía Emelina vivía sola en un apartamento de La Habana, sin amantes ni
amigos. Le tenía horror a los gérmenes y a las enfermedades. En una ocasión,
tío Rolando le pidió pasar al baño de su apartamento; cuando él salió, ella
entró, roció la taza del inodoro con alcohol y le prendió fuego para desinfectarla,
rajándola. Casi todos creían que las fobias de tía Emelina eran locura. Se casó
con un borracho muchos años después, cuando tenía 53 años, y se divorció a
los pocos meses. Terminó sus días sola, de Testigo de Jehová, echando pestes
contra todo el mundo en Miami.
Camino a la playa de Varadero, que está en la provincia de Matanzas,
hicimos dos paradas en la provincia de Las Villas: la primera en Placetas y la
segunda en nuestra casa de Santa-Clara. En Placetas, mi padre recogía todos
los meses el interés de una cantidad que le había prestado a Neri, un negociante
de Meneses, el cual había abierto allí un comercio de ropas. En aquella ocasión,
nos encontramos con la bellísima parienta nuestra y con su marido, el ex-novio
de Rebeca —cuyo abandono lanzó a Rebeca a la vida lésbica.
Jamás había visto una mujer de tan hermosas caderas como aquella rubia
de piel marmórea. En su fisonomía clara se adivinaba una tremendísima energía
sexual. Cuando me clavó la mirada azulísima y afable en los ojos, me invadió
un sentimiento semejante a la fe. “¡Ay, Dios!” exclamé interiormente.
— No me diga usted que éste es Joaquín, —dijo el tipo alto y moreno,
poniéndome la mano en el hombro. ¡Cómo ha crecido! Parece haber sido ayer
que lo vi despedazar a batazos el caballo de yeso que le compraron.
— Ya terminó el quinto grado y va a hacer el ingreso al bachillerato.
— ¿Es inteligente?
— Por suerte —replicó automáticamente mi madre, echándole una desolada
mirada a Wifredo Júnior. Inmediatamente rectificó: “Claro que, a veces, Joaquín
da que pensar... ”
— Y Wifredo, ¡tan buen niño! —interpuso el individuo, moderando el
tono, conmiserándose tal vez del desaliento de mi madre. ¡Cómo lloraba, Dulce,
cuando su hermano le arrancó la cabeza al caballo, creyendo que lo había
matado!
— Sí —retocó mi madre—; Wifre es muy bueno.
— Y ésta es Norma Paulina —agregó el hombre, zampándole un beso en
el cachete a mi hermana. ¡Qué bonita es!
Paulina no cabía en sí de alegría: cuando se sentía bonita le daba por reír.
Mis padres conversaron unos minutos con la joven pareja. Hablaron de las
últimas venturas y desgracias ocurridas a parientes que yo no conocía. La bella
habló muy poco. “¡Abur!” dijo por fin mi madre y nos separamos. Creo que la
impaciencia por regresar a casa con aquella belleza para hacer el amor devoraba
al marido.
131
Llegamos a Varadero en el Chevrolet Bel Air unas seis horas después de
salir de Meneses, a media tarde. Encontramos habitación en un hotel junto al
mar. Se llamaba Playa Azul, era de madera, tenía tres o cuatro pisos y estaba
pintado de azul oscuro y de blanco. Tomábamos las comidas en el restaurante
del segundo piso; la mesa nuestra estaba en una terraza que daba al mar, desde
la que se veían pasar barcos grandes por la curva del horizonte.
La playa de Varadero era de arena blanca y fina, con pocas piedras. El agua
era clara y poco profunda. En un par de días, estábamos todos rojos como
camarones hervidos, mudando la piel de la espalda y de los hombros como las
culebras. Paulina se aburrió del sol y quiso que mi padre la llevase a la ciudad
de Matanzas a conocer a nuestra media-hermana, Manuelita.
Wifredo Júnior, tú, mi madre y yo nos quedamos en Varadero el tercer día,
mientras Paulina y mi padre visitaban a Manuelita. Esa tarde, perseguí a una
niña de muy bonitos ojos verdes hasta el tercer piso, pero me cogió miedo y se
escondió en su habitación. Yo tenía doce años y nueve meses, estaba comenzando
a dar “el estirón” y me habían salido los primeros pelos de la pubescencia —
vulgarmente llamados “pendejos”. Fue aquel día también cuando un tal Charles
mató a una caguama (tortuga marina) de un arponazo en la cabeza. El camarero
que nos servía me aseguró que la carne de la caguama estaba en el menú de la
cena. La pedí y, confabulado con mi padre, el mesero mentiroso me trajo un
bistec de res. No me agradaba aquel ambiente de camareros inmundos que
soportaban las exigencias inmoderadas de mi padre y se reían de los comentarios
sin gracia de mi madre pensando en la propina. ¡Pero así es el capitalismo!
En los bajos del hotel me encontré con Raúl, un compañero del internado
de Cienfuegos. Raúl era un tipo de talla corta, gordo y de tez oscura a quien
apodábamos Soraya, como una princesa india del cine, porque tenía un lunar
en medio de la frente. “¡Soraya, Soraya, una ballena en la playa!” lo incordiaba
uno que apodábamos Huevo Pinto. Raúl estaba de vacaciones en compañía de
su familia también. Me pasé todo el cuarto día con dos primas suyas, muy
flacas, feas y habladoras. Me dieron la dirección donde les podía escribir, pero
nunca lo hice.
Ya el quinto día estábamos muy quemados y adoloridos. Las últimas
jornadas en Varadero resultaron monótonas. A ti te asentaba mucho el color de
los baños de sol. Paulina no quiso meterse más al agua. Mi madre tampoco se
interesaba ya por el mar y se pasaba los días en la terraza del hotel. La aventura
más notable la vivió Wifredo Júnior: le fue atrás a un vendedor de pirulíes
(caramelos cónicos de colores) que se alejaba por el mar y hubo que arrastrarlo
a la orilla para que no se ahogara.
132
Mi padre lloró de emoción después de ver a su hija,
Manuelita, que tenía diez años más que Paulina. Cuando
él tenía 19 años, había hallado una vagina amistosa en la
madre de Manuelita, quien estaba pasando unas vacaciones
en casa de mi abuelo. Cuando la noticia de la preñez corrió
por Meneses, todos creyeron que el padre de la criatura
era Segundo. Mi padre, sin embargo, nunca negó la
paternidad de Manuelita. Observándolo, comprendí que,
algunas veces, el sexo produce lágrimas.
*
De la playa de Varadero seguimos hasta La Habana a
hacerle la primera visita al Dr. Crucet, un ortodoncista que
tenía su consulta a golpe de vista de Cinerama, en la calle
L y 23. Paulina y yo, además de tener el tipo A-positivo de sangre, teníamos los
dientes de alante montados. El Dr. Crucet nos examinó, nos hizo placas de la
boca y nos dijo que necesitábamos espacio. Inmediatamente, nos inyectó las
encías de abajo y nos extrajo una muela de cada lado del maxilar inferior a
cada cual.
En La Habana, nos quedamos en un hotel grande llamado Blanquita, cuya
piscina tenía muy poca profundidad para la altura del trampolín. El primer día
había pegado con la cabeza en el fondo. A Paulina, que tenía quince años y se
creía toda una mujer, le gustaba la aglomeración de gente y los muchachos que
la miraban.
Solamente íbamos al hotel a dormir: nos pasábamos el día haciendo visitas.
En la calle C, entre 19 y 21 del Vedado, en tres casas contiguas, pintadas del
mismo color beige, vivían mis tías Ofelia, Asela y Coralia. Las tres hermanas
eran maestras. Tía Ofelia estaba casada con un empleado de la Compañía Cubana
de Electricidad que se emborrachaba. Tenían dos hijas. Tía Asela estaba
divorciada de un tipejo libertino que nunca conocí y tenía dos hijos y una hija.
Tía Coralia estaba casada con un primo suyo, ingeniero civil, y tenía tres hijos.
Me daba mucho gusto saludar a todos aquellos primos pero, después de un
rato, me aburría. Yo prefería visitar a tío Taurino en otra parte de La Habana
llamada La Víbora, no sé por qué —en Cuba no había serpientes venenosas.
Como me llevaba tan bien con mi tío Taurino, tía Asela me llamaba aparte cada
vez que nos encontrábamos y me preguntaba por él. Hasta el mes siguiente no
supe por qué se tomaba tanto interés en el hermano de mi madre.
En la casa de tía Ofelia estaban de temporada mi abuela, Emelina, y mi
abuelo, Segundo. Como en aquella época tía Ofelia esperaba heredar más de lo
mejor y, de ser posible, todo, trataba a mi abuelo Segundo como a un maharajá.
Tía Ofelia les había enseñado a sus hijas a hacerle arrumacos al viejo latifundista
y a exteriorizar en todo momento un gran amor por él, sintiéranlo o no. Y
133
Segundo hacía bien el papel de soberano. Cuando no hallaba el champú (shampoo), el peine o el tinte de pelo, llamaba a gritos y con violencia a mi abuela;
abuela dejaba lo que estuviera haciendo —si estaba meciendo a un nieto en sus
brazos, lo tiraba al sofá— y se lanzaba a la busca del objeto reclamado,
culpándose de que Segundo no lo encontrara. Daba risa y pena verla correr por
la casa con su maraña de cabellos grises alborotada, temblando horripilada de
que Shegundo (como le llamaba) se sintiera incómodo o enfadado. Aquella
mujer gruesa, de piernas cortas y cara ajada, había hecho profesión de sufrir las
minucias de su señor marido de una forma totalmente irreflexiva.
Cuando mi abuelo gritaba, esperaba que nadie conservase su presencia de
espíritu. Por eso yo, que no le hacía caso, le caía tan mal. Las pocas veces que
se dignó a hablar de mí fue para llamarme “fresco”. Una vez, en Meneses,
había pasado junto a mí camino al cine y me había dirigido la palabra:
— Ehhh... —pensando cómo me llamaba— Joaquín: ¿dónde está María
Guerra?
— No sé, ni ganas.
— ¿Eh?
— Que no sé.
— Oiga, yo soy su abuelo —objetó. Usted no me puede responder de esa
manera. Se lo voy a decir a su padre.
— ¿Y cómo quieres que te conteste?
— Con el respeto que se me debe.
— ¡Okay!, con todo el respeto, sigo sin saber dónde está.
A los pocos días, después de haber sufrido a mis abuelos y los dolores en
las encías —nos habíamos tomado un frasco de aspirinas—, Paulina y yo
volvimos donde el ortodoncista. El Dr. Crucet era un hombre de unos cincuenta
años, de corta estatura y calva testuz, con pecas en la cabeza y los brazos. Su
ayudanta y amante, Lidia, era una mujer joven, alta y esbelta. Había sido, según
mi madre le acababa de contar a tía Ofelia, querida de un primo de mi padre
llamado Nine, que era el padre de su hija. Lidia era muy bonita, de piel lisa y
lampiña, y llevaba su brillante cabellera negra recogida debajo de la gorra de
enfermera.
Lidia nos mandó a sentar en la silla de examen y Crucet nos cementó
casquillos de plata con agarraderas para ligas en los colmillos y en las muelas
posteriores. Al día siguiente, cuando el cemento había fraguado, regresamos a
la oficina a que Lidia nos pusiera las ligas elásticas que halaban los dos colmillos
de abajo hacia el espacio conquistado en la parte media de la boca. El plan de
Crucet consistía en retraer la barrera de las primeras muelas para permitirles a
los dientes de alante desmontarse y enderezarse. El tratamiento duró casi dos
años.
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Durante aquella visita a La Habana, había tenido que tolerar los arreglos
de dientes del Dr. Crucet y el taedium vitae en casa de la parentela paterna.
Aquellos primos se habían criado lerdos, incapaces de divertirse. Sólo el menor
de los tres loquitos de tía Coralia, Pablito, se atrevió a incordiar al abuelo una
tarde. “Toc, toc” le tocamos un par de veces en la ventana de su cuarto cuando
se acostó a dormir la siesta y salimos corriendo. Segundo se levantó dos veces
a ver qué pasaba antes de ponerse a vociferar. Luego esperamos a que estuviera
dormido. Le hicimos “¡pum, pum, pum!” en el batiente de la ventana y nos
fuimos a desternillar de risa a casa de tía Coralia. El viejo quería llamar a la
policía y reportar, al acaso, a todos los vecinos del barrio.
En aquella nota mayor, casi escandalosa, terminó la visita y llegó el
momento de regresar. Creo que unos deseábamos marchar y los otros deseaban
que nos marcháramos.
135
*
A principios de julio (1958) regresamos a Meneses y nos reintegramos a
nuestras vidas. Volvimos a la conocida dejadez del pueblo, cada cual con su
compromiso o divagación. Mi padre volvió a su quehacer en el consultorio. Mi
madre se sintió dichosa
una vez descargada de
la responsabilidad de
cuidarnos en lugares
poco conocidos; muy
pronto, volvió a reunir
en la sala de su casa a
Isabel, la mujer de
Quinto, a Filadelfa y a
las
Bauta
para
intercambiar chismes
con ellas. Paulina
retornó a la caseta del patio a dar sus clases de Aritmética con una maestra de
Yaguajay. Walter Júnior andaba arrastrando una soga por el patio, tratando de
enlazar las tablas de la cerca; aún lloraba de miedo cuando Paulina y yo le
salíamos al paso envueltos en una sábana, diciéndole: “Soy la Mabulla Negra”
ó “Soy el Embuste Rojo”. Tú, que nunca habías visto el mar hasta llegar a
Varadero, te volviste soñadora; tal vez, después de haber visto tantos cuerpos
casi desnudos en la playa, te hubieses sexualizado más.
Yo te hacía las comisiones en mi bicicleta para que no tuviera que ir a la
tienda a pie por minucias. ¿Recuerdas? Por las mañanas, antes que el sol pegara
fuerte, conversábamos un rato sentados sobre el borde de la canoa que había
sido abrevadero de caballos y refugio de biajacas; nos sentíamos muy a gusto
bajo la sombra de las matas de campanas, entre los aromas delicados de aquellas
flores. Algunas veces, nos metíamos hasta el fondo del traspatio, por donde
había existido la caballeriza, a ver cómo se descomponía el cuerpo de negro
plumaje de un aura tiñosa que había trabado su cabeza calva, del color de la
sangre fresca, entre dos tablas de la cerca. Eso no se te puede haber olvidado,
¿verdad?
*
Algunas tardes, mientras las visitas conversaban con mi padre en la oficina,
seguía el movimiento de las siluetas en la mampara de cristales moteados y
opacos que separaba el despacho de la saleta. Como la proyección no era nítida,
me parecía chusco que el abre-y-cierra de bocas no pareciera coincidir con las
voces. Casi todas las semanas, sentado en su buró, mi padre recibía a algún
viajante de medicina. A mí me gustaba escuchar lo que hablaban, aunque no
entendiese los términos médicos. Me arrellanaba quedo en el sillón de la saleta,
136
junto al cajón de la radio, y los escuchaba atentamente, haciéndome que
sintonizaba las ruedas de los reóstatos del receptor para que mi madre no me
regañase por espía.
Los viajantes le dejaban a mi padre muestras de medicamentos nuevos —
como el excitante que me había provocado la respiración— esperando que
comprobara su efectividad y los recetara. En algunos casos, se trataba de
experimentos médicos que deseaban efectuar los laboratorios extranjeros.
También dejaban papeles secantes, con propaganda impresa al dorso, que yo
utilizaba en los trabajos a tinta del colegio.
A veces, cuando mi padre estaba leyendo los prospectos de las medicinas
nuevas, el timbre del teléfono lo interrumpía. Todas las extensiones de Meneses
e Iguará sonaban a la vez. El sistema telefónico de la zona consistía en tres
docenas de aparatos de manivela, sin privacidad, y una operadora. Cada usuario
tenía un código electromecánico —el nuestro era de dos toques largos seguidos
de dos cortos. Como los usuarios se equivocaban generalmente marcando los
códigos, respondía cualquiera que se sintiese aludido y la operadora telefónica
tenía que intervenir casi siempre. Para llamar a la operadora, se le daba tres
vueltas a la manivela del aparato telefónico, lo que producía un tono largo.
Mi padre tuvo que explicarles a algunos
pacientes que, si bien tía Emelina miraba,
actuaba y hablaba de una forma muy singular, hubiera sido peor quedarse sin médico
durante su ausencia. Ellos adujeron que tía
Emelina practicaba una medicina de
birlibirloque. Los pacientes le tenían cierta
aprensión porque hablaba a trompicones y
no hacía partos ni cerraba heridas grandes,
sino que refería continuamente a los
pacientes al hospital de Yaguajay. Sin ponerle
atención a las quejas de los enfermos y sin
pedirles muestras de heces fecales, le echaba
mano al recetario y les mandaba a todos
medicinas contra las lombrices. Había
tratado a las hijas vírgenes de los guajiros
con tal severidad, descaro y falta de tacto
que, según le confesaron a mi padre, más de una mano se crispó sobre la
empuñadura de un arma blanca durante la consulta. Algunos entendieron que
los arranques de histeria y otros ímpetus demenciales de mi tía estaban fundados
en el celibato. Los más, sin embargo, se extrañaban mucho de que una doctora
se zangolotease tan groseramente cuando auscultaba a un hombre. Lo cierto
137
fue que, durante el ejercicio de sus funciones, tía Emelina se encendió con
unas emociones algo chocantes para la gente sencilla de Meneses.
“¡Hum!” exclamaba mi padre cuando oía los comentarios sobre tía Emelina,
rebulléndose. No le había gustado a él tampoco cómo ella le había revuelto la
sala del consultorio y el cuarto de los rayos-X.
*
Durante el curso escolar, había muerto Marcelo Caparroche, el abuelo de
Cagao. Cada vez estaba más encorvado. Murió tranquilo, sin la concurrencia
del médico ni la del sacerdote. Según me contaron las Bauta, hasta el último
día de su vida había mantenido la costumbre de mostrarles el miembro a las
muchachas que pasaban frente al portal de su casa.
*
Apenas llegamos a Meneses, apareció tío Taurino con Olga, su segunda
mujer, y Olguita, la criada. De vez en cuando, mi tío visitaba la tumba de su
madre porque, durante el año, estaba muy ocupado y se olvidada de lamentarla.
Abuela Esperanza había muerto ocho años antes en nuestra casa —la casa que
una hermana suya, Tomasa, le había regalado a mi madre. Según mi padre,
había muerto de una enfermedad hepática. Yo le había tocado el vientre: su
hígado endurecido fue uno de mis primeros recuerdos. Unos días antes de que
muriese, nos hicieron una foto en el patio de la casa. Vestida toda de blanco,
Abuela Esperanza está sentada en un sillón, con un risueño Walter Júnior en el
regazo, Paulina de pie a su izquierda y yo a su derecha.
A Olguita se la veía distante. No guardaba los antiguos afectos. Parecía
haberse adaptado completamente a su nueva posición de cocinera habanera. Se
le había borrado de la faz la antigua sonrisa franca que la caracterizaba. Se fue
a visitar a su madre, Lunga.
Según una foto que tenía mi madre, tío Taurino había sido un hombre
apuesto treinta años antes. Era mediano de estatura, de cuerpo magro, rasgos
muy finos y ojos arrobados. Ya aquella guapura le había pasado, pero se
vanagloriaba de que muchas mujeres bellas hubiesen pensado en él con amor.
Como vivía lleno de ese ánimo que da la solvencia económica, algunas mujeres
se le acercaban.
Tío Taurino había sido policía en Santa Clara por la década del 1930. El
comandante Tandrón lo había trasladado a La Habana, temeroso de que le
desvirgara y le preñara a su hija. En La Habana, tío Taurino había comenzado a
prestar dinero a interés. Cuando cobraba ‘la gabela’, que era el 20% por mes
del principal, la volvía a invertir, hasta tener un capital de 10,000 pesos en la
calle. En la década del 1950, tenía una entrada mensual de unos 2,000 pesos, lo
que era elevadísimo tomando en consideración que el sueldo de una familia de
clase media en Cuba era de unos 400 pesos y una criada ganaba 20 pesos al
138
mes. Ya por entonces se había asociado con Armando Nieves, el abogado
garrotero que se suicidó.
Olga, la siria, era pobre en alegrías. A decir verdad, vivía con una gran
pesadumbre enterrada en sus sentimientos. Tío Taurino se había casado con
ella para cumplirle porque estaba encinta. Inmediatamente después de la boda,
la había llevado a hacerse el aborto que la dejó estéril. “Pa’ qué dejar que te
nazcan hijos pa’ darte penas” le decía él, tranquilamente.
No era mi tío un hombre malo ni una de esas personas mediante las cuales
Dios emplea procedimientos diabólicos. Era un hombre práctico sin formación
cívica ni ética. Tío Taurino no se interesó jamás por Dios, sin ser ateo —
solamente Dios es ateo; tampoco era partidario del Diablo, que es deísta.
Una noche, Tío Taurino había vivido un romance en el malecón de La
Habana con tía Asela, la hermana de mi padre que se había divorciado del
marido. Mi tío se regodeó el mismo día que llegó contándome, entre las protestas
de la siria, la aventura con tía Asela. Por los pudores que le causaba la presencia
de su mujer, no llegó a referir en gran detalle lo que había ocurrido detrás del
muro del malecón. Me dio a entender, no obstante, que el romance había sido
furioso, profundo y muy satisfactorio para ambas partes. Ella le había envuelto
con las manos suaves no sé qué y lo había besado con su hermosa boca no sé
dónde, enardeciéndose ambos al punto de olvidarse que estaban en la vía pública.
— ¡Ah, carajo, por eso ella me pregunta tanto por ti! —exclamé
inocentemente.
— ¡Ja, ja, ja! —se carcajeó mi tío de muy buena gana porque le encantaba
recordar las calaveradas de su juventud.
Contrariamente a su mujer, Tío Taurino tenía a tía Asela, que era maestra,
por una persona de consideración. En su caletre, las mujeres instruidas eran
superiores a las ignorantes. Se sentía profundamente halagado de que ella aún
se interesara por él. Él apenas sabía leer, escribir y sacar cuentas sencillas.
Calculaba la gabela borrándole el último cero a la cantidad que le pedían y
luego sumándole dos veces el resultado obtenido a sí mismo.
De tía Asela debo decir que era la más atractiva de todas las hermanas de
mi padre. Era esbelta, de piel morena, nariz algo respingada, labios carnosos y,
en general, muy graciosas facciones. Sus hermanas tendían a ser de piel muy
blanca, labios finos, cuadradas y de nariz alargada. Además, difería de sus
hermanas —las cuales eran dadas a los sermones feroces— en ser de discurso
moderado y hablar en voz baja. Tía Asela, según dio a demostrar durante su
vida, gozó de un sano apetito sexual, sin el histerismo e inhibiciones de las
otras.
Con su amor, Olga había intentado hacer a mi tío como su propia vida.
Luego había comprendido que él no era hombre de sensiblerías.
Asombrosamente, Olga no llevaba una existencia envenenada. No sufría la
139
humillación de tener que compartir su marido con la criada. Estaba vacía. Era
hija de sirios y tenía cara de judía. Parecía ser de esas personas que aman hasta
al diablo por amar al prójimo. En aquella época, se rumoreaba que hasta el jefe
de los demonios se arrepentiría un día y que Dios lo perdonaría.
Olga miró a mi tío con aire de reconvención. Luego me miró a mí con
dulzura y me dijo, esbozando una sonrisa:
— Perdona que se trate de tu tía, Joaqui, ¡pero qué puta es! Debería darle
vergüenza engatusar a tu tío, que es un comemierda. Ella tiene que ser muy
estúpida para pirrarse por un hombre casado.
— ¡Cállate, Orrrga —masculló él—; la que me ‘engató’ a mí fuiste tú!
— Mira as ver si le hablas al muchacho de otra cosa, Taurino, que no tengo
ganas de incomodarme. Se lo voy a decir a Dulce a ver qué le parece.
— Lo que usted diga, señora —añadió él con un tono burlón, pero cortó el
tema.
Mercedes, la primera mujer de tío Taurino, la madre de sus dos hijos, adujo
para los efectos del divorcio que lo dejaba porque ‘hablaba mucha mierda’. La
primera mujer y los dos hijos vivían en una casa que mi tío les había comprado
cerca de la parada de autobuses de la Calzada Diez de Octure. A pesar de ser
propietario de otras dos casas de renta, él, la siria y Olguita vivían en un
apartamento, en un segundo piso, a menos de una calle de distancia de Mercedes
y sus hijos.
Mi tío reconocía, no con sus palabras sino con sus actos, que seguía
enamorado de Mercedes —quien se acostaba con él de vez en vez—, pero que
necesitaba a Olga (¡y a Olguita!) para sofocar sus calenturas sexuales. Creo
que ambas Olgas se conmiseraban secretamente por haber quedado estériles a
fuerza de abortos, una por Damián, el farmacéutico, y la otra por mi tío.
Tío Taurino quiso ir a visitar a tía Serafina, la hermana suya y de mi madre.
Yo me agregué a la excursión porque me reía mucho de las barbaridades que
decía mi tío.
Tío Taurino tenía un Chevrolet azul oscuro del año 1953. El día que los
acompañé a él y a Olga a visitar a tía Serafina, detuvo el automóvil debajo de
una mata de jobos, cuyas ramas sombreaban la carretera. Los jobos son unas
frutas cilíndricas, de piel amarilla y carne entre el rojo y el naranja semejante a
la de las ciruelas. Él comió muchos. Yo los probé y sabían bien. Olga no se
atrevió a comer los jobos hasta comprobar que su marido estaba bien de salud
después de haberse hartado de ellos —a ella no la hubiese echado la serpiente
del Paraíso.
Como siempre, la pasé muy bien en la finca de Pedrito, tía Serafina y sus
once hijos, donde tenían la planta eléctrica de petróleo, el río lleno de truchas
al pie de la loma y la mata de mamoncillos. Tía Serafina era gorda y bonachona;
me había enseñado a comer harina de maíz con huevos fritos. Pedrito era delgado
140
y giboso; siempre tenía el caballo ensillado a la sombra y el machete a la cintura.
Tío Taurino y tía Serafina necesitaron un buen rato para contarse las últimas
noticias de sus muchos hermanos que yo no conocía.
A la vuelta de la visita, llovía mucho. Había que recorrer un buen trecho de
camino de tierra antes de llegar a la carretera; en dicho tramo del trayecto,
encontramos un automóvil que se había deslizado por el fango y había caído a
la cuneta. Nos detuvimos a prestar ayuda. Yo observaba por la puerta entreabierta
del Chevrolet, desde el asiento trasero. Cuando tío Taurino estaba hablando
con el propietario del vehículo accidentado, ‘recordé’ la escena del automóvil
varado en la cuneta, entre la llovizna, como vivida en un tiempo anterior. Iba a
comentárselo a Olga, que estaba fumando un cigarrillo ajena a cuanto ocurría,
pero cambié de idea porque ella no entendería de esas cosas seguramente. Desde
entonces, he recordado una decena de veces repeticiones de escenas ya vividas;
por tal, he mostrado cierto interés en el concepto de las re-encarnaciones.
*
A finales de julio, tío Pancho visitó a mis abuelos en Meneses. Tío Pancho
era el más joven de los ocho hermanos de mi padre. Ejercía de ortopédico en
Santiejpírito (Sancti Spiritus) y tenía ya varios hijos. Solíamos visitarlos a
menudo en la casa de Santiejpírito.
Tío Pancho era alto y reservado. Estuvo a punto de perder
la vida dos veces durante los años de violencia política. Como
era propenso a profesar ideales, su humanismo casi lo pierde.
Muchos años más tarde, le pregunté en Miami cómo viviría
una segunda ronda en caso de re-encarnar y, sin titubear, me
respondió a escape: “Sería malo”.
Tío Pancho estaba conspirando contra la dictadura del
sargento mulato junto con otros galenos de Santiejpírito. Les
estaban prestando asistencia médica y monetaria a los alzaos (guerrilleros).
Cuatro meses después, enterada de las actividades de mi tío, la policía del
dictador despachó a un matón para liquidarlo. Poco antes de la llegada del
asesino, se produjo la fuga del presidente mulato con sus colaboradores. El
esbirro confesó que se dirigía a Santiejpírito a provocar a mi tío en la calle con
el fin de balacearlo.
En menos de dos años, cuando la Revolución se convirtió a su vez en
dictadura, mi tío Pancho conspiró de nuevo. Lo delataron y se pasó diez meses
preso e incomunicado en la cárcel de Isla de Pinos, donde casi lo mataron de
hambre con una dieta de aguachirle. Siete años más tarde, logró salir de aquel
desgraciado país. Pasó el resto de su vida en Miami, ejerciendo la medicina,
sin salir más que a Dineylandia con sus hijos. En el exilio perpetuo, vió crecer
a sus nietos y bisnietos. Murió del tratamiento de un cáncer a los 86 años. Fue
el único tío a quien respeté.
141
*
Hicimos un viaje a la costa con tío Pancho y su mujer, Hortensia. Sus
hijos, que eran pequeños, se quedaron con mi abuela Emelina, quien había
regresado de La Habana a seguir sufriendo a su marido en Meneses. Llegamos
a un pueblo de pescadores llamado Carbó. Como por esa parte no había buenas
playas, sino fango y mangles, alquilamos un velero y un guía para llegar a un
cayo de fondo arenoso donde se podía nadar. El viento fue contrario aquel día.
El barquero impulsó su embarcación de seis metros de largo con una pértiga:
clavaba la vara en el fondo limoso por la proa y andaba empujando, descalzo,
hasta la popa por dos pasarelas de tablas ligeramente arqueadas hacia babor y
estribor. Para llegar a la playa, tuvimos que pasar entre dos cayos semejantes a
los senos de Matilde Flauta acostada a dormir la siesta.
A medida que nos alejamos del embarcadero de Carbó, quedaron atrás las
emanaciones pútridas de los manglares y el aire empezó a oler a limpio.
Costeamos un diente-de-perro donde unos pescadores habían colocado una
estatua de la Virgen del Cobre en una oquedad y algunos visitantes recientes
habían defecado. Midiendo el acto piadoso contra el impío, nos llenamos todos
de pensamientos. El mar parecía verde aquel día y las ligerísimas oscilaciones
de la superficie centelleaban sus resplandores en nuestros ojos disgustados,
aunque no incrédulos. Me sentí agraviado al punto de querer castigar a los
cerdos que le faltaban el respeto a la imagen que los HH Maristas veneraban.
Después de agotarnos nadando y chapoteando en una playuela de aguas
claras y poco profundas, en la que un aguamala turbó la felicidad total de Paulina,
levantándole una roncha en el brazo, saciamos el apetito con bocadillos (sandwiches) de mortadella y pepinillos. Al atardecer, regresamos a Carbó en un
santiamén con el soplo del viento sobre la vela. Aquellos días fueron muy buenos.
Por una asociación inexplicable en aquel momento, durante el viaje de
regreso a Carbó, recordé uno de los paseos largos del colegio de Cienfuegos.
Un par de meses atrás, en la playa de Rancho Luna, un desaforado antiguo
alumno de los Maristas discurseaba ante el subdirector, el hermano Julio, sobre
la inmoralidad de la propiedad privada y la necesidad de acabar con el mayor
de los entuertos, la idea de Dios. El tipo se identificaba como revolucionario.
Durante media hora, no le dio oportunidad de hablar al hermano, creando una
atmósfera que se envolvía a sí misma. El religioso le respondía negando lo que
oía con la cabeza.
Por fin, el hermano Julio, hombre pequeño con porte de mariscal, se molestó
a la vizcaína y, con el color muy encendido, mandó al tipo a callar o irse a
baladronear a otra parte. El otro, un ejemplar gordo y peludo, guardó silencio
en su turbación, mirando al hermano con las cejas levantadas. Fue censurado
sin odio ni malicia, pero con gran firmeza de convicción:
142
“La confusión y los celos
conducen a muchos hombres a la
sublevación —le advirtió el hermano,
mostrándose claramente superior al
otro. Conozco a la serpiente que te ha
soplado al oído cómo, mediante la
rebelión, podrás adquirir las
cualidades que no tienes. Pero créeme,
eres demasiado torpe para redimir a
nadie. El reino de este mundo es un
mito y no hay paraíso en la tierra. Tú
buscas a tontas y a ciegas frente a
quién prosternarte y a qué adorar. Y
cuando halles al Diablo, habrás de
sufrir el desprecio que él siente por los
necios.”
Basado en aquella experiencia,
deduje que los comunistas eran unos
tipos gordos, con la espalda peluda y
calvos que no dejaban hablar a los
demás. Me imaginé que los individuos
de esa calaña no podrían prosperar
entre gente razonable y sus discípulos
tendrían que ser gaznápiros. Uno
como aquél debió de haber defecado ante la imagen de la Virgen en el dientede-perro.
*
Por perseverar en la práctica de que leyese libros de guerras para guardar
la paz con los demás, Gervasio me prestó El Tesoro de los Nibelungos, que
resultó ser menos picante que La Iliada. Se trataba de las aventuras de unos
caballeros germanos que se entremataban. El empuje de la gesta partía algunas
veces del amor, otras de la estupidez y aun otras de los deseos de venganza de
una mujer hermosa llamada Griemhild.
***
Un héroe un poco soberbio, llamado Sigfrid, se había trasladado del reino
de su padre, en los Países Bajos, al de los Burgundios, a orillas del Rin, a tratar
de intimidar al rey Günter para que le diera a su hermana, la bellísima Griemhild.
Sigfrid era el señor del tesoro de los Nibelungos y no necesitaba dinero, pero
amenazó a Günter con quitarle su gente y sus tierras si no accedía a su demanda.
143
Günter, que era más listo que el héroe Sigfrid, en vez de confrontarlo, le puso
dos pruebas para ganar la mano de Griemhild: lo mandó primero a pelear contra sus enemigos daneses y luego a que le ayudase a conquistar para sí a la reina
Brünhild, de Islandia.
Brünhild no solamente era hermosa como la aurora sino que, mientras
mantuviese su virginidad, gozaba de mayor fuerza que cualquier hombre. Antes de entregársele a un macho, éste tendría que competir con ella en el tiro de
lanza, en el salto y en el lanzamiento de una roca. Muchos caballeros habían
perdido la vida tratando de conquistarla. Y Günter no tenía posibilidades de
vencer a aquella mujer liberada. Sigfrid, sin embargo, tenía una gorra que lo
hacía invisible; oculto a los ojos de todos, intervino en la competencia a favor
de Günter y la orgullosa Brünhild fue derrotada en las tres pruebas.
Se casaron Sigfrid con Griemhild y Günter con Brünhild el mismo día.
Griemhild y Sigfrid se acoplaron maravillosamente bien en la cama. Brünhild,
sin embargo, no quería renunciar a sus poderes viriles; maniató y colgó de un
garfio al rey Günter las primeras noches para seguir siendo la forzuda doncella.
Desesperado, Günter le pidió ayuda a su cuñado, Sigfrid; éste se puso otra vez
el gorro que lo hacía invisible y sometió por la fuerza a Brünhild, pacificándola.
Griemhild gobernaba a Sigfrid a su antojo y, mediante la fortaleza del
héroe, dominaba a todos. En un altercado de mujeres que tuvo con Brünhild, le
reveló que su marido la había violado para tranquilizarla y ponerla en su lugar.
Brünhild, quien siempre se había sentido como castrada sabiéndose inferior a
los hombres después de ser poseída, juró vengarse.
En un momento de estupidez, Griemhild le reveló a Hagen, uno de los
enemigos entre los amigos de Sigfrid, fiel al rey Günter y a su mujer, el punto
vulnerable de la espalda de Sigfrid. Hagen mató a Sigfrid a traición mientras
éste bebía en una fuente. Para mayor agravio, antes de que Griemhild pudiera
servirse del tesoro de los Nibelungos para vengar a su marido, Hagen lo robó.
Finalmente, Griemhild se casó con Atila, el rey de los hunos. Como mujer
cristiana que era, de misa diaria, le costó mucho vencer sus escrúpulos y
entregarse a un infiel. No obstante, la pérdida de Sigfrid, quien además de
forzudo era cariñoso y hábil en el lecho conyugal, le había causado mucho
dolor y deseaba desquitarse. Una vez consolidado su poder en Viena, logró
atraer al reino de su nuevo marido a su hermano, Günter, y a Hagen. Después
de la batalla, en la que se derramó muchísima sangre, Griemhild se sintió
satisfecha y muy honrada de haber despachado a sus dos enemigos.
***
Con la excepción de Rebeca y Ana Delia, más nadie en todo Meneses
mostró el más leve interés por la historia del oro de los Nibelungos. Una mañana
144
que Robertico, el dichoso marido de Ana Delia, estaba practicando con una
escopeta a tumbar auras tiñosas al vuelo, hallé a las dos primas montadas en
alazanes dorados de ojos muy negros que tascaban la hierba a medio camino
entre el puente del camino de Bamburanao y la casa del Oso Polar —el tíoabuelo que había pignorado su hacienda. Como Robertico, quien estaba
escondido detrás de una palma, no acababa de acertarle a ninguno de aquellos
pájaros feos que estaban planeando lentamente sobre nosotros, las mujeres se
aburrían. Les conté la historia de Griemhild y Brünhild, que había terminado
de leer la antevíspera.
Rebeca no le tenía amor al ocio ni era mujer de su casa; por no aburrirse,
acompañaba algunas veces a su hermano y a Ana Delia en sus correrías a caballo.
Se interesó sobremanera por el personaje que encarnaba la varonil Brünhild,
sobre todo por la forma en que lanceaba, antecogía y despachurraba a los
hombres que deseaban poseerla. Al cabo, me dijo que le iba a pedir el libro
prestado a Gervasio. Pensé que si su antiguo novio la hubiese domado como
Sigfrid a Brünhild, ella también hubiese hecho feliz a algún hombre porque era
muy guapa.
Ana Delia, que era bellísima, femenina y sexual, se identificó
inmediatamente con Griemhild. ¡Se la veía tan sexy aquella radiante mañana
con la empuñadura de la fusta pegada a los labios! Ella era de esas bellezas
naturales que provocan exaltación sin que les sea menester emperelijarse. Es
imposible eximirse de su recuerdo.
— ¿Y no tuvo amantes Griemhild? —me preguntó Ana Delia.
— No se habla de eso en la historia —respondí.
— ¡Ay, no parece una novela! —exclamó, desconcertada.
— Es que a algunas obras les llaman gestas en vez de novelas cuando no
tratan de tarros ni de amoríos —explicó Rebeca.
Para entonces, al frustrado Robertico se le habían acabado las balas. Quizás
por haber sido visto fallando en su intento cazador, montó a su caballo
enfurruñado —se consideraba un buen tirador. El animal gallardeó en el sitio,
como si quisiera animar al jinete.
— ¿Cómo están por tu casa, Joaqui? —me preguntó con la faz tiesa cuando
me vio.
— Sin gatos —le dije.
Robertico se sonrió complacido de la destrucción anterior, cuando había
ayudado a mi padre a exterminar la gatería. Su cabalgadura resolló brevemente
e hizo una corveta cuando le recogió el freno y le tocó el vientre con los tacones
de las botas. Ana Delia siguió a su marido con rostro risueño. Rebeca me echó
una mirada de complacencia por haberle presentado a Brünhild. Los tres caballos
rompieron al trote y se alejaron hacia Meneses.
145
*
Yo seguí en mi bicicleta camino a Bamburanao. Me crucé con el Oso Polar. Mi tío-abuelo caminaba ya con dificultad apoyado en su cayado. Rascaba
la tierra del camino con las suelas de sus pantuflas de tela. Lo seguían media
docena de chivas, unas negras y otras pintas. Mi decrépito pariente lucía muy
cansado, como rendido por el tiempo; ya ni siquiera rezongaba incongruencias.
Lo seguí con la mirada para asegurarme que podía aún escalar el peldaño del
portal de su casa. Fue la última vez que lo vi.
Seguí pedaleando rumbo a Bamburanao, consciente de que igual podía ir a
otra parte. Me asaltó el pensamiento de que cada hombre es el autor de su
individualidad —aunque los entendidos en la materia lo niegan.
Yo
Primera Comunión, colegio de Santa Clara, tercer grado.
146
*
En las calles de Meneses no había árboles. En el parque, las matas de
flores se secaban por falta de cuidados. En la práctica, el pueblo no tenía gobierno
civil porque la gente no lo quería. Los propietarios, el sargento de la guardia
rural, el juez, el médico y los empresarios se ponían de acuerdo sobre cualquier
asunto; los demás vivíamos en la inocencia de las célebres mentiras. Meneses
tenía una constitución entendida que reconocía mayores libertades y derechos
para la gente que la del país o cualquier otra en el mundo. El sentido superior
de la vida lo dictaba un humanismo cercano al prójimo, afirmado en las palabras
y las obras de todos. ¡La Revolución Francesa fue una farsa porque todas las
empresas de la plebe son perversas! Pero tú no sabes nada de esa porquería,
Nenita.
A principios de agosto, se marchó del pueblo el pastor protestante para no
morirse de hambre. Era un hombre alto y amulatado que había aparecido por
allá vestido de gris, con una Biblia debajo del brazo. Al igual que el cura, dijo
representar al presuntuoso que había afirmado ser la verdad. El ministro entendió
finalmente que, si los menesinos no creían en la Biblia “verdadera”, mucho
menos creerían en la suya. ¡Hay tantos justos que piensan mal del Dios oriental! Es por la reputación que tiene Su mirada de verdugo. Así, por desgana, se
libró el pueblo de una mala influencia.
Frente al café y la bomba de gasolina, había un comercio de telas, hilos,
agujas, alfileres y otros accesorios de costura conocido como La Casa de Cuco.
En aquel tiempo, muchas mujeres sabían confeccionar ropas. Las telas estaban
a la vista del público, arrolladas en unos cartones rectangulares de dos
centímetros de grueso por treinta de ancho y un metro de largo. Las Bauta me
mandaban algunas veces al comercio de Cuco Zorrilla a buscarles carretes de
hilo y mi madre me arrastró allí una sufrida mañana para escoger telas de camisas
que le pegaran a mi tono de piel.
Los dependientes de la casa de Cuco Zorrilla eran gente de poca definición
psíquica y algo imprecisa en lo sexual. Los dueños de la tienda, quienes eran
primos de las Bauta, tenían un hijo afeminado de nacimiento. El muchacho,
llamado Pablo, era introvertido y jamás dio escándalos ni mostró militancia
homosexual —solamente para el dios cristiano la intención equivale a la
acción—; sin embargo, el pueblo entero lo consideraba “raro” por sus gestos
femeninos y su forma amariconada de hablar. El pueblo suele juzgar mal. En
aquel comercio se desempeñaba también Roberto, el chino maricón. Cuco, el
propietario, lo había tomado a su servicio por recomendación de las Bauta. En
aquel comercio se hablaba de modas y de estampados en las telas. Una hermana
de Cuco, Ohilda, que era viuda y vivía con ellos, también tenía un hijo que
presentaba, desde muy niño, rasgos femeninos. Treinta-y-cinco años más tarde,
aquel único hijo murió en Miami de SIDA. ¡Pobre mujer!
147
Nadie en Meneses utilizaba palabras desagradables o, mucho menos,
violencia contra Pablo. En verdad, el ser cualquier cosa en la opinión de la
gente vale muy poco. Como te digo después de haber recorrido algo de mundo,
Nenita, nuestro pueblo era lo suficientemente pequeño para que la gente no
perdiese su humanidad. ¡Tú eras muy humana! Que el amor al prójimo no sea
tu infierno. Además, ningún vecino pudo descubrir fealdad en el pensamiento
del muchacho. Por otra parte, Pablo era católico y puro; los domingos, yo le
ponía la bandeja debajo de su quijada grande cuando el padre Ortiz le daba la
comunión. ¡Pablo debió de haber sido cura! Todos los 16 de julio, día de la
Virgen del Carmen, patrona de Meneses, Pablo participaba en la procesión en
honor a la Virgen: terminada la misa cantada, cargaba devotamente uno de los
dos candelabros grandes por todo el pueblo bajo las explosiones de los voladores.
Por esos días, Gloria, la Bauta casada, dio a luz a su segundo hijo y Pablo fue
el padrino.
Ni siquiera Roberto el chino, después de sufrir la merecidísima caída por
puño (knockdown) en el baile, fue injuriado. Mi madre me decía que, aunque
fuera “pájaro”, no lo insultara. Roberto se marchó del pueblo en pos del ambiente
de La Habana sin que lo echaran. La homofobia es un fenómeno de las grandes
ciudades, donde la gente olvida de que los maricones tienen madres y padres
que sufren por ellos; aunque también, al amparo del tumulto, los pájaros se
vuelven buitres y provocan una gran hostilidad.
Cuco Zorrilla era hermano de la esposa de Cabrera, el dueño de la bomba
de gasolina, la fábrica de gofio y el cine de Meneses. En esa rama de la familia
había epilepsia. Se sospechaba que en la línea genealógica de Cuco Zorrilla
hubiera alguna deformación genética, al igual que en la de El Colorao. Una
vez, le pregunté a mi padre cómo ocurrían esas rarezas. Él lo pensó un momento,
se encogió de hombros y me respondió: “No sé”.
*
A principios de agosto, a mi padre le dio un
cólico nefrítico. Se pasó tres días bebiendo
grandes cantidades de agua de coco y unos polvos
medicinales que se recetó a sí mismo. El pueblo
se quedó sin médico hasta que expulsó la piedra
que tenía en un riñón. Con la cara avinagrada, mi
madre exclamaba “¡Huy!” cada vez que le
explicaba a alguien que su marido había orinado
sangre con la piedra.
Felizmente, las guajiras del entorno menesino
y campos aledaños se aguantaron tres días sin
complicaciones de partos. En el pueblo había una
negra flaca, llamada Tranquilina, que se dedicaba
148
a lavar, a planchar, a fabricar melcochas —unos dulces blancos, elásticos y
pegajosos que envolvía en hojas de naranja— y a partear. Algunas veces,
llegaba a la consulta de mi padre a cualquier hora y le informaba que una
parturienta “no soltaba” ó había “rajado un poquito” dando a luz. Entonces mi
padre iba a lugar del nacimiento con fórceps, puntos, desinfectantes y
antibióticos.
*
Antes de regresar al colegio a cumplir con los deberes que el porvenir le
impone al presente, mi madre quiso que me hiciera media docena de camisas.
Después de perder una mañana viéndola escoger las telas, me llevó donde la
costurera, una señora que yo no conocía, a que me tomara las medidas. Como
estaba “dando el estirón”, se mandaron a hacer las camisas bien amplias. Mi
madre, que sabía coser, conocía de medidas. Medía a sus hijos el día que
cumplíamos los dos años. Según creía, creceríamos justo el doble de dicha
medida. A mí me tocaba ser justo del alto de tío Rolando, a Paulina del de tía
Coralia y a Wifre del de tío Pancho. ¡Y no se equivocó!
*
Cuando mi madre y yo salíamos de nuestra casa para dirigirnos a la de la
costurera, que estaba en la Calle de Atrás, nos pasó por delante un perro corriendo
a escape y aullando. Conocía al animal de verlo suelto por el pueblo. Era aquel
perro pequeño, sin dueño conocido, de pelo blanco. ¿Recuerdas? Los aullidos
que lanzaba eran de un dolor muy agudo.
— Lo envenenaron —nos dijo Raúl Méndez, que salía también de su casa.
— ¿Eh? —retornó mi madre, sin entender.
— Le dieron estricnina.
— Yo me pude haber quedado con él —dije, sintiendo una gran pena,
sospechando que lo habían matado por el gusto de verlo sufrir y morir. Tú lo
habrías cuidado bien.
— Vamos —me dijo mi madre en voz baja para que siguiera andando.
— Y dile a Joaquín, Dulce —añadió Raúl Méndez en tono grave—, que
no se siga colgando de los camiones cuando anda en la bicicleta. Si el camión
tiene que frenar de golpe, se puede escachar.
— ¿Ya lo oíste hijo? —me preguntó mi madre, mientras una ligera nube le
pasaba por los ojos. Ella me había creído al abrigo de semejante estupidez.
— Sí —me rendí. Sabía que bajo la apariencia rústica de Raúl Méndez se
ocultaba el buen juicio.
— Que no se repita, hijo.
— No —repuse, seguro de mí mismo, todavía sintiendo el sobresalto interior por el maltrato del perro. Por una parte, no deseaba cargar a mi madre de
inquietud; por otra, deseaba vehementemente vengarme de los asesinos del
perro. Cuando averigüé, más tarde, supe que se trataba nada menos que de
149
Haroldo. Consideré entonces que el pelotero había quemado la indulgencia de
la pedrada que le había dado en el cráneo y que estábamos en paz. ¡Y pensar
que había estado a punto de pedirle perdón!
— Menos mal que éste entiende rápido, Raúl —le dijo mi madre a nuestro
vecino.
— Y si se le olvida, yo se lo recuerdo —añadió Raúl Méndez a modo de
despedida.
*
Hacía unos días que tío Rolando había acabado de exterminar a unos perros
jíbaros que vivían en las cuevas de Bamburanao. Una señora de Remedios, la
cual estaba tocada de muerte, había mandado a soltar a sus perros porque no
tenía quién los cuidara. Los perros se habían adaptado a la vida salvaje en tres
generaciones: primero comían pollos y hurtaban huevos; luego, robaban lechales
y les comían los jamones a los cerdos vivos; finalmente, les crecieron los
colmillos y se comportaban como lobos, matando en jauría y devorando puercos
grandes. Varios guajiros habían tenido que subirse a los árboles por amor al
cuerpo cuando los perros hacían sus correrías. Tío Rolando había envenenado
a la mayoría de los perros jíbaros con estricnina; a los otros, incluyendo a sus
cachorros, los había quemado en las cuevas o los había rociado con perdigones.
Tío Rolando había secuestrado ya a sus hijos, que vivían en casa de mi
abuelo Segundo. Él iba mucho por casa de las Bauta a “noviar” con Teresa, una
prima de ellas que estaba de visita. Por las noches, aquella casa parecía una
mancebía antieconómica (ó un bayú decente): Teresa recibía a tío Rolando,
Matilde a su novio, Manolito, y Eva, que había roto con Sancho, el marido de
Beatriz, a Julio Oliva. Afortunadamente, Teresa ayudó a postergar casi un año
el asalto a la virginidad de Lody, la hija de trece años de tío Rolando. Teresa
jamás sospechó que su novio era un belitre. Cuarenta-y-cuatro años después, le
envió una carta a Miami para saber de su vida.
*
A mediados de agosto, se aparecieron tía Ofelia y tía Gladys con sus maridos
e hijos a hacerle la visita a su padre, abuelo Segundo. Tía Ofelia había avisado
por telegrama que llegaban en el buj a Iguará, acompañada de Carlos y sus dos
hijas, Tania y Emelinita. Abuelo Segundo había enviado a Reynaldo, su hombre
de confianza —según mi madre, un hijo suyo sin reconocer— a esperarlos en
la estación de trenes en un yipi. Tía Gladys y su esposo, Pablo, habían llegado
en su Chevrolet Belair verdeazul y blanco del 1955. Tía Emelina, que había
extendido su visita, había prometido regresar con tía Gladys a La Habana para
la tranquilidad de todos.
La más joven de mis tías por parte de padre era Ada, que tenía entonces
unos 26 años. Siempre había vivido con sus padres.A los cinco años, un carnero
que mi abuelo tenía en el patio de su casa la había acometido furiosamente.
150
Antes de que se la quitaran al animal, recibió varios cabezazos en la cara y en
el cráneo. Según dicen, fue así que embobeció y le quedó la nariz de boxeador.
Tía Ada tenía la piel morena, como tía Asela, pero era cuadrada (sin caderas
hermosas) y regordeta como sus hermanas. No parecía entender de nada y lloraba
por cualquier cosa. Sus palabras, cuando se entendían, rayaban en la idiocia.
No era buena ni mala: era tonta.
Manolo, un hijo de Morales, el dueño de la planta de petróleo, se hizo
novio de mi tía boba por los beneficios que le podía reportar un acercamiento a
la hacienda de Segundo. Ya sabían todos que Manolo no era feliz con la vida
que le había caído en suerte. “Tanto vales cuanto tienes” resonaba el eco de una
voz muy antigua. Poco sabía el pobre Manolo que Segundo se deleitaba
contemplando su dinero y no daba nada. Lo que menos se podía imaginar el
pobre aprendiz de electricista era que el avaro de mi abuelo tampoco estaba
contento con su suerte: ¡quería más! A los pocos meses de iniciarse el noviazgo,
Manolo murió en La Habana, electrocutado dentro de una secadora de ropa
que estaba reparando.
El desconsuelo de tía Ada la llevó a acostarse en un parque público con un
tipejo que conoció en la calle durante una visita a casa de tío Pancho, en
Santiejpírito. Aquello fue un escándalo familiar. “¡Ay, le partieron el bollo a
Ada!” detonó Carlos, el marido de tía Ofelia, que era muy elocuente cuando
151
bebía. Pero aquello tendría un final feliz: tía Gladys,
que era muy católica, le consiguió poco después a tía
Ada un antiguo seminarista para casarse. ¡Y tuvieron
una hija perfectamente normal e inteligente!
Curiosamente, la hija de tía Ada llenaría de felicidad
los días de tía Gladys, que no tuvo hijos.
Tía Gladys era farmacéutica y trabajaba en un
laboratorio de La Habana, donde había conocido a
Pablo. Pablo era médico y había recorrido partes de
Latinoamérica con la Organización Mundial de la
Salud antes de casarse en segundas nupcias con mi
tía. No tuvieron hijos entre ellos. A todos los sobrinos,
tía Gladys nos resultaba agradable porque nos traducía
los muñequitos (comics) impresos en Inglés. Yo me
había sorprendido muchísimo de que el título de un
muñequito, Kidnapped, que había comprado en La
Habana recientemente, significara “secuestrado”, del anglosajón “chivitocogido”.
Pablo, el marido de tía Gladys, tenía en aquel entonces cincuenta años,
veinte más que ella. Era de carácter uniforme y palabra fácil. Su cultura era
amplia: conversaba con la misma facilidad sobre la fórmula de un medicamento,
las ventajas del ácido nicotínico en la conservación de la memoria o los
retruécanos de Artagnan en Los Tres Mosqueteros de Dumas. Siempre, un
sentimiento de humanidad matizaba sus palabras. Yo lo admiraba.
***
Hacía unos meses que Pablo había regresado de El Perú. Un brote de
alastrín, en una tribu cercana a Iquitos, había inquietado a la Organización
Mundial de la Salud. Contrariamente al hambre y a otros padecimientos que
aquejan a los seres humanos, las enfermedades contagiosas producen una gran
alarma por el mundo. Según le había oído contar a Pablo durante mi reciente
viaje a La Habana, él había pasado varios días vacunando jíbaros; y por las
noches, bajo estrellas brillantes como verdades, sus ojos habían apreciado las
rebabas de luz de luna en los senos de las indias desnudas.
Para llegar a la tribu afectada, Pablo y sus colegas habían cabalgado en
mula por estribaciones de montañas y terrenos fangosos, entre la chillería de
los pájaros y el derrengue de vacas rabiosas que habían sido mordidas por los
vampiros. Junto a los rizos achocolatados del Ucayali, detrás de unos sembrados
de maíz y mandioca —donde trabajaban las mujeres vistiendo solamente un
152
breve faldín—, hallaron el caserío que buscaban, en un altozano; en éste,
identificaron tres enfermos de alastrín, que fue benigno.
Antes de alejarse de aquella tribu, Pablo y sus colegas se detuvieron ante
una jíbara de unos veinte años que se sostenía en puntillas sobre un montón de
paja, entre un enjambre de moscas: tenía las muñecas atadas a una barra alta
que descansaba en dos horquillas clavadas en la tierra. A juzgar por los senos
caídos de la mujer, era multípara y presumieron un alumbramiento fácil. La
mujer pujó tres veces seguidas y sus quejidos se unieron. Entonces apareció el
marido, la rodeó por detrás con los brazos cruzados y le exprimió el vientre
hacia abajo, sin hacerle tacto siquiera a fin de comprobar si había dilatación.
La mujer lanzó al indiecito sobre la paja. Cuando comenzó a salir la criatura,
varios médicos se dispusieron a asistir en el parto; mas un médico peruano les
cortó el intento, diciéndoles que, si tocaban a la criatura, el padre la mataría.
Para aquellos indios, el primer hombre que tenga contacto con un recién-nacido
se considera ser quien lo ha engendrado. El indio cortó el cordón umbilical
raspándolo con un cuchillo, como se castran los cerdos, para que el deshilachado
contuviese el flujo de sangre proveniente de la placenta, que estaba aún adherida
al útero. Seguidamente recogió a su hijo y lo acostó en la hamaca. Cuando la
mujer terminó de expulsar la placenta, el indio le desató los brazos y la envió al
campo a quebrarse sobre un surco.
***
Pablo moriría al volante de su auto en Miami 35 años después. Una noche,
sufrió un ataque fulminante al corazón en una encrucijada; la máquina, sin
control, se estrelló contra un pretil. El policía de tránsito que atendió el caso
puso un ticket sobre el cuerpo exánime de Pablo antes de que llegara la
ambulancia —tal vez para que se hiciera cargo de la multa en caso de resucitar.
Abuelo Segundo estaba
enamorado de su nieta,
Tania, que tenía entonces
unos quince años y ya se
teñía el pelo de rubio. Su
cuarto de baños solamente lo
compartía con ella. Mi
abuela tenía que ir a lavarse
al otro. La visita de Tania lo
animó a mandar a asar un
puerco, bueno para comer,
que tío Rolando había
ojeado en la finca unos días
antes.
153
A pesar de estar la antena de mi abuelo montada en una torre de 20 metros
de altura, la recepción de la televisión en Meneses no era buena. La imagen en
blanco y negro tenía casi siempre llovizna y había que ajustarle a menudo el
circuito vertical con el reóstato marcado “horiz”. Como, por añadidura, los
programas de Cuba eran bastante mediocres, nadie quiso ver la televisión el
día de la fiesta y tuvimos que conversar ‘en familia’ mientras se preparaba la
mesa.
Esperamos la llegada del animal asado reunidos, por la fuerza inexorable
de las circunstancias, en el portal de la casa. Las mujeres estaban sentadas en
sillas y los varones estábamos sentados en la baranda, con los pies trabados en
los balaustres o recostados a las columnas. “Dubius sum, quid faciam (no sé
qué hacer)” pensé, recordando las palabras del hermano Julio cuando me veía
aburrido. Le pedí permiso a mi padre para irme al cine y me lo negó. Tuve que
sufrir un exordio de tía Ofelia contra las cintas violentas de cowboys e indios
que se exhibían en el cine de Meneses. “Por nada del mundo dejo yo a mis hijas
ver películas de sangre y venganza” me dijo con un mal disimulado tono de
hipocresía, mirando de soslayo a mi padre. De tía Ofelia, que era inconstante
como la luna, sólo eran seguras las pullas.
Carlos, el marido de tía Ofelia, parecía darle la razón a su mujer. Pero no,
¡estaba borracho! Esbozaba una sonrisa estúpida que ya le conocía. Aquel buen
hombre era feliz bebiendo cerveza y meando. Cuando discutía con la nariguda
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de su mujer, descubría verbos y nombres ofensivos para expresar sus
sentimientos. Ella le gritaba por encima de sus agravios, recordándole que sus
parientes eran tan borrachos como él.
— En el Paraíso Terrenal, Dios hacía correr cerveza por los ríos —había
declarado Carlos en una borrachera, pateando la puerta de su casa porque tía
Ofelia no le abría.
— ¡Hereje, borracho asqueroso! —lo había sentenciado ella.
— Hija’e-putá —la apostrofaba él.
— Será “hija’e-puta”, animal. ¡Aprende a hablar!
— No; hija’e-putá, porque fue una putada traerte al mundo, arpía. ¡Y voy
a estudiar pa’ abogao pa’ que no me jodas más con tu cultura!
— ¡Y tu familia, cacho de cabrón? Tu hermana, Getulia, además de borracha
es puta.
— Si soy cabrón es porque me has pegao los tarros, ¡puta’e-mierda!
— Tú me los has pegado a mí, ¡putañero!
— ¡Je, je, je! ¡Vete pa’l carajo!
Entre las discusiones habaneras que yo no presencié, las hubo mucho más
graciosas todavía. El vecindario entero se reía con ellas. Tía Ofelia pregonaba
por el barrio que ninguna de sus hijas había sido concebida en una borrachera.
Y era verdad: Carlos dormía sus monas en el portal de la casa.
Siguiendo la inspiración de una codicia sórdida, tía Ofelia había entrenado
a mi prima Tania a sentársele en las piernas a mi abuelo con una sonrisa llena
de coquetería, a echarle los brazos al cuello y decirle con su voz fresca: “¡Ay,
Papá Segundo, a mí me gustan tanto tus fincas!” Esperaba tía Ofelia que las
zalamerías de Tania influyeran lo suficiente sobre aquel viejo degenerado, de
semblante altivo y sonrisa hipócrita para que testase a su favor. Claro que todo
aquello se jodió y ella vertió muchas lágrimas por la hija’e-putada que no pudo
consumar. Como era de esperarse, aquellas movidas afectivas causaban grandes
discrepancias entre los hermanos, que no eran gente de paráfrasis ni
circunloquios y se insultaban con facilidad. Entre ellos siempre había concisión
para que las injurias se propagaran velozmente. Los menos instruidos y los
más perturbados, tío Rolando —que también era fanfarrón—, tía Emelina y tía
Ada, eran los más proclives a pronunciar afrentas groseras. Las palabras de Tía
Ofelia, que parecían despeñarse de la mueca que dibujaban sus labios finos,
eran calculadas y reticentes.
Los hermanos asociaban la valía personal con la capacidad de maltratarse
de palabra unos a otros. Casi todos eran insolentes. Tío Pancho, tía Gladys y tía
Asela eran las excepciones: él por humanidad y ella por desinterés. Unos
deseaban hacerse sufrir por los otros y viceversa. Creo que, entre ellos, jamás
una reparación siguió a una ofensa. Segundo los había criado así.
155
Cuando se perdió la luz del día, los panaderos llevaron a la mesa de abuelo
Segundo el lechón recién-sacado del horno. La carne blanca despedía un aroma
delicioso. Según explicaron, después de alijarlo con naranja agria, sal y especias,
lo habían asado a fuego lento en el horno de leña durante doce horas, echándole
mojo y vino cada veinte minutos.
Aquella tarde, se descorcharon botellas de buen vino y sidra española. La
carne y el pellejo del lechón se nos deshacía en la boca. Yo quise comerle la
carne suavísima y chuparle el tuétano a la aguja (espina dorsal). Varios hermanos
hablaban a la vez y ninguno escuchaba. El zumbido de sus voces, entremezclado
al vapor de las fuentes de comida, obraba una impresión de niebla vaga con
simulacros de realidad. Hubiera preferido pasar hambre en el cine.
Con su pelo teñido de negro azabache, mi abuelo parecía un demonio —
verdaderamente, fue un pobre diablo. Vestía una guayabera blanca de hilo,
almidonada y planchada. Exhalaba un perfume tan fuerte como el olor del chivo
que había guisado la criada. Estaba sentado a la cabeza de la mesa, comiendo
ensalada con excesivo refinamiento. Parecía estar embriagado con la presencia
de Tania, a la que había mandado a sentar en el extremo opuesto para verla de
frente. A Emelinita, la otra hija de tía Ofelia, que no era agraciada, jamás la
miraba. Lody, la hija de tío Rolando, parecía tenerle miedo. Paulina lo hallaba
ridículo.
En el matiz nacarado de la cara gorda de mi abuela brillaba la grasa del
cerdo. Ella masticaba de costumbre con la boca abierta, tratando de imponerle
conversación a cualquiera. “¡Shú, shú!” estallaba por momentos, escupiendo
comida, con los ojos inflamados detrás de sus gafas. Entonces, a mi abuelo le
relampagueaba la ira en la mirada y le ordenaba: “¡Cállate, Emelina!” Ella
obedecía.
Wifredo Sóstenes no sólo era la desesperación de sus maestros, sino la de
los cocineros también. Después de pasar largo rato interrogando con la vista
todas las paredes del comedor dijo: “No quiero esta comida”. Mi abuelo le
echó una mirada displicente, acompañada de una mueca sombría. Mi madre
fue a la cocina y le pasó los frijoles por un colador para que comiera algo y no
desairase al abuelo. Después de los turrones, le pregunté a mi madre a qué se
debía la fiesta en casa de mi abuelo y me dijo que no sabía.
Con el efecto del vino, los hermanos se sosegaron y dejaron de pelear. Se
mezcló vino tinto con sidra, llamado “España en llamas”, y se bebió mucho de
éste. Todos estaban alegres —¿sabiduría de Carlos? Los primos, que no
bebíamos, estábamos rendidos, unos por el sueño y otros por el aburrimiento.
Sobre las once de la noche todo el mundo se fue a dormir.
Al día siguiente, mi madre me mandó de regreso a casa de mi abuelo a
jugar con mis primos. Como las hijas de tía Ofelia eran habaneras y los hijos de
tío Rolando acababan de salir del campo y no se acostumbraban a la gente, me
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fui al patio a comer las guayabas del Perú y las naranjas de mi abuelo. El caserón
y su patio abarcaban una manzana. El patio estaba sombreado por un almendro
coposo, cítricos, aguacates, mangos, güiras y plátanos. No había fosa, como en
mi casa; por tal, los excrementos y los orines iban a parar a una zanja al aire
libre en un extremo del patio, a la que le echaban petróleo de vez en cuando
para que apestara menos.
Por fin apareció Dimitri, el hijo de tío Rolando, que era dos años mayor
que yo. Matamos a pedradas a un murciélago en la cuadra de caballos. Dimitri
bebía agua del aljibe porque, si la tomaba del refrigerador, le daba dolor de
cabeza —punzada de guajiro. Anduvimos alrededor de una máquina de recoger
maíz aparcada en el patio. Al cabo de un rato me fui, sin haber conocido mucho
a aquel primo delgado, de orejas grandes y ojos verdes que no se decidía a
hablar.
Cuarenta años después, Dimitri viajó a Cuba de los Estados Unidos a ver
a su madre. La halló doblada, con la espalda deformada de las palizas que le
había propinado tío Rolando durante los años de convivencia.
Una vez liberado del compromiso familiar en el que me habían metido
mis padres para complacer a mi abuelo, volví a mis actividades normales de
recreo. Al domingo siguiente, sufrí el primer lapsus mentis de mi vida. Como
de costumbre, después de almorzar, fui hasta el foyer del cine a recoger el
programa de las películas que iban a echar en la matinée, a la tres de la tarde, y
por la noche a las ocho. La primera era un film norteamericano de cowboys,
titulado “La cicatriz delatora”. Me devané los sesos durante dos horas y media
pensando, en primer lugar, cómo era posible que esos ‘estúpidos’ no supieran
que el masculino de vaca era toro y no ‘tora’, y, en segundo, qué importancia
podría tener la cicatriz de una vaca. Por fin, el desarrollo de la trama me hizo
ver que se trataba de la cicatriz de una persona, por la que había sido identificada;
había interpretado la palabra ‘delatora’ como ‘de la tora’ a pesar de tenerla
claramente ante mis ojos. He sufrido otros lapsos semejantes desde entonces.
Cada vez que me ocurre uno de ellos, inevitablemente, recuerdo el primero. A
veces pienso que, en ciertos momentos, la mente invalida los ojos.
*
El resto del mes lo pasé yendo a nadar a la poza de Bamburanao. Si no
llovía, pedaleaba por el camino de tierra hasta la entrada de la finca. Trasponía
el portón, que permanecía abierto, y seguía por la guardarraya que cruzaba el
cañaveral hasta la mata de carolinas, frente a la casa decaída del encargado de
la finca. Recostaba la bicicleta contra el tronco del árbol, mirando de soslayo a
la casa, por si la hija del encargado —la que se había envenenado— que era
trigueña y muy bonita, estuviese mirando. De ahí, seguía a pie por la vereda
elevada que permitía bajar a la poza, deseando encontrarme a la muchacha por
el camino. Llevaba pensado decirle cualquier tontería como “vine rápido porque
157
el aire cedió” para incitarla a conversar. Pero ella salía poco de la casa porque
acababa de tener un hijo.
Un día, caminando por el callejón de piedras que separaba la casa de mi
madre de la de las Bauta, toqué la tubería del agua, que corría por la pared de
afuera y se metía en la sala de baños: estaba casi hirviendo. ¡Acababa de
descubrir cómo era que, sin tener calentador de agua, como en la casa de Santa
Clara, en Meneses nos pudiésemos dar también duchas tibias! Volví sobre mis
pasos hacia el patio. Pasé la caseta donde se guardaban las bombonas de gas —
que nos llevaban de Yaguajay y solamente se utilizaba para cocinar. Seguí con
la vista el tubo del agua hasta el tanque alto de metal, forrado de madera.
“¡Cáspita —tal vez haya dicho ‘coño’— es el sol!”
Me di a sorprender la verdad sobre el servicio de agua de Meneses. Le
pregunté a todo aquel que consideraba que sabía algo. Pronto, descubrí que el
agua se les llevaba por tubería subterránea, desde un surtidero cristalino, a
aquellos que quisieran pagar el servicio. La suma de obtención del servicio no
debió de haber sido demasiado crecida, ya que casi todo el mundo lo tenía.
Como el agua llegaba al pueblo con poca velocidad, había que dirigir el chorro
sin fuerza a tanques montados sobre torres de los que se pudiese sacar, por
gravedad, la presión necesaria para el aseo personal durante unos minutos.
Como las casas de Meneses eran grandes, la tubería del agua “caliente” se
dejaba expuesta al sol y la de la “fría” se enterraba. Quince años después, cuando
el petróleo se encareció y se convirtió en un arma política, muchas personas
desearon tener sistemas como el de Meneses.
Durante el mes de agosto hubo varios entierros. Los guajiros pasaban por
delante del portal de la casa cargando a los muertos en cajas de tablas. Algunas
veces, mi padre tenía que seguirlos hasta el cementerio para hacerle la autopsia
al difunto. Le oí decir que, por aquellos campos, había una alta incidencia de
cáncer del pulmón por culpa de las cocinas de carbón y de la fabricación del
carbón vegetal.
*
Entonces llegó el circo a Meneses. Lo plantaron en un terreno vacío,
propiedad de mi abuelo, frente al cine. Aparentemente, los del circo no andaban
bien de dinero y le pagaron a mi abuelo la renta del terreno con dos docenas de
entradas. Como mis tías y sus hijas se habían marchado, a mí me tocaron dos
boletos —uno para ti— y a Paulina otros dos.
En la mañana de la noche de la función, cuando los del circo estaban
armando la tienda, Paulina y yo quisimos visitar a los animales. No contaban
más que con un león, que estaba sumamente flaco. Nos dio lástima verlo en su
jaula, dormitando de hambre, sin emociones y negligente para con sus deberes
salvajes. Algunos seres caritativos le recogieron media docena de gatos en un
saco y se los metieron entre las barras de su jaula, pero el rey de la selva no
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deseaba cazar y los dejó escapar. Paulina y yo nos fuimos a la carnicería de
Ruperto, que estaba cerca de allí, le dimos una entrada para el circo y le pedimos
toda la piltrafa que tuviera. Nos dio diez libras de pellejos y grasa de vaca con
algunos visos rojos de carne. Busqué al domador del circo y se los entregué,
advirtiéndole que eran para el león. El hombre me miró con cierto pesar y fue a
echarle la piltrafa al desdichado felino.
— ¡Misericordia! —exclamó Paulina. ¡Qué hambre tiene! ¡Mira con qué
ganas se come la piltrafa!
— Es que los leones son voraces —le respondió el hombre como por decir
algo.
— ¡No, no; yo sé cuando un gato pasa hambre! —lo reprendió Paulina,
enfadada. A un animal saludable no se le marcan las costillas ni los huesos se le
quieren salir por el cuero como a este pobre león. ¡Hasta la melena se le ha
caído! ¿Tiene dientes?
— Sí tiene —respondió el tipo, con socarronería, y se largó.
Parecía que los derechos imprescriptibles de aquel preso habían sido
violentados. De no ser por las sobras de la carnicería que le dimos, a aquel
pobre animal lo habrían tenido que sostener para sacarlo a la pista por la noche.
El espectáculo comenzó después de llegar mi abuelo, quien hizo a todo el
pueblo esperar 30 minutos —los poderosos no son siempre los mejores.
Inmediatamente, descubrimos que el domador del león era también trapecista.
Caminó la cuerda floja, equilibrándose con una pértiga; para darle cierto sabor
a la función, gritó “¡Ay!” y fingió trastabillar, como si fuera a caer sobre el
público. El hijo-de-puta logró sobresaltarme. Él fue también quien le dio los
martillazos en el pecho al hombre fuerte cuando se acostó en la cama de pinchos.
Sospecho también que era él, vestido con traje de gorila, quien salvó a la
muchacha desmayada de las garras del león, que estaba echado mansamente
sobre la hierba.
El circo fue uno de los grandes acontecimientos de la historia de Meneses.
Sin contar una misa cantada por el cura párroco de Yaguajay —durante la cual
el Diablo nos obligó a evacuar la iglesia con ataques de risa— lo sobrepasaron
en importancia solamente la película “El último couplé” y la entrada de las
fuerzas rebeldes mandadas por Camilo Cienfuegos.
*
Dos días antes que comenzaran las clases, regresamos a Santa Clara a
terminar los preparativos del año escolar. Teníamos los afectos repartidos entre
la vida de libertad que dejábamos atrás y la otra llena de normas que, con sus
promesas, era un imán para el espíritu. El hermano Julio decía que una mente
instruida es como un cielo constelado de luminarias. Considero, Nenita, que
este mundo, donde impera la chusma, no carece de sentido y que el saber sólo
159
ahoga a los mostrencos. ¡Diantre, si el hombre superior es consecuente con su
obra, tiene que suprimir al sinnúmero que debate las perogrulladas de la vida!
El día antes de partir, fui advertido por un viento húmedo que revolvía las
copas de los mangos, y también por las nubes negras que galopaban en el cielo,
de que se avecinaba un chubasco. Antes de que los goterones de lluvia pesada
percutieran sobre las tejas de los techos, me guarecí en casa de las Bauta, que
era como la mía propia.
Entré sin tocar. Traspuse la puerta de dos batientes, pintada de rojo, a través
de cuyo postigo mi padre le pellizcaba cariñosamente la barriga a Eva Bauta
cuando mi madre estaba en Santa Clara. Me hallé en la espaciosa sala donde
las hermanas Bauta armaban el arbolito de Navidad todos los años. Entre la
sala y el taller de costura, tenían el aparato de radio; en aquel entonces, los
transistores no habían reemplazado a los tubos amplificadores y los radios
disipaban algún calor. El receptor de las Bauta estaba metido en una cajuela
plástica color hueso, de forma semejante a una caja de zapatos, con la apertura
de la vocina en el lado largo de arriba. Por aquel radio, entraba a casa de las
Bauta la voz de Clavelito, un espiritista, rimador y guitarrista que había seducido
a media Cuba con sus consejos para la salud y el buen vivir. Cuando Mamatití
vivía, las hermanas y la cocinera sintonizaban a Clavelito todos los días, con
un vaso de agua puesto sobre el radio. Terminado el programa, una de ellas se
bebía el “agua de Clavelito”. En tiempos democráticos, Clavelito había sido
elegido representante de la República. Cada vez que pasaba junto a aquel radio, recordaba el verso de Clavelito:
Pon tu pensamiento en mí
y harás que en este momento
la causa del pensamiento
me llevará junto a ti
Veinte años antes, en Alemania, Alfredo Rosenberg había descubierto que,
mientras más se bajaba el nivel del periódico del partido, mayor era su
circulación.
Como no hallé a nadie en el frente de la casa, pasé a la habitación donde
habían tendido el cadáver de Mamatití. Estuve largo rato prendido de las barras
de hierro de la ventana, mirando la lluvia enloquecida mudarse en arroyuelos
de agua y correr por los flancos de la calle. Cuando parecía que el aguacero
amainaba, una bola de fuego estalló entre las nubes frente a mis ojos; la siguió
el estruendo del aire que chocaba contra sí mismo. El susto que llevé, acoplado
al afluente de un ruido semejante al chasquido de un látigo, me obligaron a
descansar las rodillas en el poyo de la ventana. Lívido, me tuve que sentar en la
160
cama donde había visto a la viejita por última vez. No sé si fui tocado por el
rayo o por el miedo.
*
A la mañana siguiente nos marchamos de Meneses. Salimos muy temprano,
cuando los primeros relumbres pintaban las sombras. El Chevrolet Belair torció
a la izquierda en La Calle de Alante, frente a la casa de mi abuelo; subiendo,
cruzó junto a las casas adosadas de madera, la panadería, un quiosco, la fonda,
el parque, el cine, los dos cafés, la fábrica de gofio, la gasolinera, los comercios
de ropa y de víveres, la herrería, el hotel de dos habitaciones, la zapatería del
cuñado de mi madre, la farmacia, la casa donde vivía el mecánico con su
preciosísima hija rubia de ojos azules como el cielo, la ferretería, la casa del
policía y, finalmente, el cementerio. Mi madre y Wifredo Sóstenes iban en el
asiento delantero, junto a mi padre que guiaba. Paulina y yo nos habíamos
apropiado de las dos ventanillas de la parte trasera y tú ibas en medio, con los
pies apoyados en la eminencia del cajón dentro del cual giraba la barra de
cardán; por tal, llevaba las piernas en alto y la falda caída sobre sus muslos
lampiños. La carretera se estrechaba por el camino de Güayo; teníamos que
atravesar un pedazo de rocoso, lleno de baches y otras imperfecciones, que
demoraban la marcha. A cada rato, abrías las piernas para cambiar de posición
y yo las mías —por no desnaturalizar una recta vocación— para que las rodillas
se tocaran. Me gustaba aquello. Llevaba presente en mi mente, pero oculto de
todos, que unos días antes, en el cuarto de baños de Meneses, había logrado
masturbarme con información colegida de conversaciones ajenas. Nuestro
momento se acercaba.
Al día siguiente, me tocó ir a ver a Rosa, la dueña del manantial, para que
nos llevaran agua potable —el agua municipal de Santa Clara no era buena
para beber—, pasarle al césped la máquina de empujar —afortunadamente, la
tierra era árida y crecía
poco la hierba— y
matar varias ranas.
Cuando estaba regando
las matas, pasó por la
acera Marta Urquijo, la
vecina de los senos
pequeños con pezones
puntiagudos y la tez
sonrosada; la saludé
anheloso desde mi lado
de la cerca de alambre,
sin advertir igual
emoción de su parte.
161
Mis padres habían ido contigo, Paulina y Wifre a un comercio llamado La
Ferrolana para abastecerse de alimentos. Me hubiera gustado que Marta pasara
dentro de la casa y se hiciera novia mía.
Durante mi última semana en Meneses, había comenzado la lectura de Los
Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas. Me la había recomendado Pablo, el
marido de tía Gladys. La terminé en Santa Clara, el día antes de volver al
internado, para mandársela de regreso a Germán con mi padre. Disfruté las
intrigas de la corte de Luis XIII y, sobre todo, las del cardenal Richelieu. Me
sorprendió que Artagnan enamorase a una mujer casada, que Athos sufriera
por una bígama, que Porthos fuera chulo de otra casada y que Aramis no supiera
si deseaba tener mujer o ser cura. El personaje de Milady quien, teniendo todo
lo que podía desear, arriesgaba la vida por el gusto de hacer mal a otros me
pareció extravagante. Mi corta edad no podía comprender cómo una mujer
joven, rubia y bella podía disfrutar las burlas a la religión, el asesinato y el
engaño. ¡Pero después descubrí que el mundo está plagado de hijos-de-puta,
Nenita!
*
El último domingo de agosto, me dejaron en el colegio de Cienfuegos. No
volvería a ver a mis padres y hermanos hasta mediados de diciembre. Mi madre
y tú se quedaron en Santa Clara hasta que Paulina terminara sus clases y Wifredo
Sostenes volvió a Meneses para asistir al colegio parroquial de los Padres Paules
en Yaguajay.
Yo
1947
162
*
El anticipado regreso a la vida esforzada del internado no me había
inquietado durante las vacaciones. Había gozado las distracciones y los juegos
consciente de que llegaría septiembre y el sexto grado —así como ahora sé que
llegará la muerte. A decir verdad, me podía sentir feliz o extraño tanto en casa
como en el colegio.
El director del colegio de Cienfuegos, el hermano Alejo, era un castellano
alto, de ojos hundidos y quijada puntiaguda. El día del arribo, saludaba
cortésmente a los padres de cada interno, adoptando cierta afectación; cuando
éstos marchaban, nos dirigía unas palabras a cada cual, como estudiando la
constitución del rebaño. Me preguntó mi nombre y mi número de pupilo. Creo
que no me volvió a hablar hasta noviembre del año siguiente, cuando me avisó
que tenía una llamada de larga distancia en el teléfono de su oficina.
Era difícil saber si el hermano Alejo se pasaba el año estudiando la
administración del colegio o considerando bagatelas y fruslerías. En una ocasión,
pasando yo frente a la puerta del comedor de los hermanos, lo vi beberse un
vaso de vino. Sus obligaciones lo llevaban algunas veces a meterse en los
bayuses (putisferios) a sacar a los alumnos mayores de entre las piernas y sobre
el vientre supino de las meretrices; esto lo hacía con una seriedad pasmosa, sin
quitarse la sotana. Una vez capturados los pillos, no los recriminaba ni los
aconsejaba, sino que les ponía una mala nota en conducta y les escribía a sus
padres, acusando a los muchachos de haber infringido los reglamentos escolares.
A los más pequeños de los alumnos nuevos les costaba aclimatarse al
internado. Durante los primeros días del año escolar, siempre aparecía por alguna
parte un muchacho triste, al que le caían dos chorros de lágrimas brillantes del
oscuro abismo de los ojos. Ordinariamente, ocultaba la cara entre sus brazos
cruzados contra una pared. A veces pateaba, al compás del llanto espasmódico,
la maleta de los libros. En tales casos, era el subdirector, el hermano Julio,
quien se le acercaba y lo consolaba. A los mayores, los mandaba a curarse la
melancolía en el campo de deportes.
En el curso 1958-1959, pasé del grupo de los pequeños al de los medianos,
con todos los honores que dicho ascenso representaba. Ya podía ser sospechoso
de formular imprecaciones furiosas contra mis compañeros, de manifestarme
mediante actos de violencia o de intentar escapadas a los lupanares de los barrios
bajos. Pero yo era un muchacho bueno, tal vez un poco guasón, que no le
deseaba mal a nadie, que no tenía inclinaciones sadistas y que sentía por las
putas mucho más temor que deseo.
Volvimos inmediatamente a la vida de filas silenciosas, horarios de
precisión, domingos perfumados con jirones de incienso y comidas sosas. Esta
vez, asistíamos a las clases en el mismo edificio donde vivíamos, sin tener que
desplazarnos a la primaria. En el primer piso estaban las clases de Ingreso, en
163
el segundo los salones de estudio y las aulas de primero y segundo año de
bachillerato y en el tercero los dormitorios y las clases de cuarto y quinto año.
Si alguna vez pasaba frente a las puertas de las clases de bachillerato, en el
tercer piso, veía al hermano Valentín escribir en la pizarra funciones e igualdades
trigonométricas, al hermano José dar clases de Francés y de Química o al
hermano Julio enseñar Física. Ya me había animado a aprender todas esas cosas.
Empezaba a sentir que me acercaba a la frontera de mi Tiempo. Sin embargo,
aquellas aspiraciones se desmoronarían cuando la agitación provocada por unos
164
cuantos energúmenos contagiara a la multitud ilusa que deseaba llamarse
‘pueblo’.
El sexto grado, llamado también Ingreso al Bachillerato, requería un examen
de dictado eliminatorio al final de año. Para pasar la prueba, que sería en mayo,
nos empezaron a enseñar Gramática y Ortografía desde septiembre. Impartían
clases hermanos y laicos, pero el hermano Rafael estaba a cargo de la mayor
parte de las clases. Valía una prevención: en el sexto grado, unos camaradas se
mostrarían aptos para los estudios superiores, otros para los estudios comerciales,
y aun otros se sabrían mejor servidos regresando a sus fincas a gozar los
matorrales que ondulan en los campos como las olas del mar. Sabiendo que se
aproximaba la hora de la verdad, las voluntades raquítica y las lumbreras
enconchadas habían pasado el verano preparándose para la dura prueba.
La primera clase del día era de Religión. Nuestro maestro era el hermano
Alberto, un castellano de pelo claro y cara afilada. Como habíamos madurado
un ápice durante las vacaciones, le hacíamos preguntas difíciles. Queríamos
saber si tronaba y llovía o si se comía y se defecaba en el Paraíso. El Mono
Viejo, cuya hermana mayor pasaba largos ratos conversando con el hermano
Alberto los domingos, le preguntó cómo eran las relaciones amorosas entre
Adán y Eva antes de pecar. De acuerdo con el hermano, cuya faz transparentaba
fastidio, en el Paraíso no había que preocuparse por los rayos y los catarros, ni
por el hambre ó el mal olor de los excrementos, ni ¡mucho menos! por las
pasiones carnales. Salimos de aquella clase creyendo haber escuchado que en
el Paraíso se comía y no se cagaba, no llovía y todo fructificaba, y que nuestros
primeros antecesores eran asexuados.
En lugar de aclararnos nuestras preguntas, el hermano prefería que
entendiésemos la magia de la oración y la infalibilidad del Papa. Sin ser fanáticos
del libro sagrado, tomábamos cuanto decía por cosa muy seria. El hermano
llegó a hablar de su oposición al estado jurídico —algo que estaba por encima
de nuestras cabezas. Citó a Otto von Bismarck, que era luterano: “Un Estado al
que se le sustrae la base religiosa no es más que un conjunto de derechos”. Nos
aseguró que un verdadero Estado es la última ramificación de la fe. Por suerte,
no nos examinó sobre la enrevesada relación entre la Religión y el Estado.
Muchos años después, supe que, en su vejez, Bismarck había renunciado a un
Dios de sentimientos humanos, que había muerto panteísta y pagano, con la
mirada de la senectud perdida en el espacio; en su tumba, se dice que hubiese
deseado que inscribiesen: Nous verrons (Veremos). Por mi parte, he llegado a
la edad madura evadiéndome de los antiguos templos delicadamente, sin
causarles ningún estrago... y creo que moriré con la misma interrogación de
Bismarck.
165
*
El hermano Rafael era de mente ágil, hábil en el frontón, y descollaba
entre los demás maestros por su agudo golpe de vista. Nos daba la clase de
Aritmética en la segunda hora. Con él aprendimos a resolver problemas,
replanteándolos en busca de la unidad después de desechar los datos
impertinentes. Realizamos también las cuatro operaciones básicas con
cantidades abstractas y aprendimos a trasladar a ojo, de un lado a otro de la
ecuación, los números negativos y los inversos de las expresiones. Al año
siguiente, se le llamaría Álgebra a la expansión de dichas bases.
Concluido el recreo, teníamos la clase de Lengua Española con el hermano
Rafael. Estudiábamos la conjugación de los verbos, las reglas de Ortografía y
el análisis gramatical. El trabajo era duro, pero me iba bien. Primero, el hermano
Rafael se aseguró que todos supiéramos hallar la palabra que expresaba acción;
los que no lo aprendían pronto, tenían que hacer incontables ejercicios de tarea.
Día tras día, nos preguntaba a cada cuál cómo hallar el sujeto y el complemento
de una oración. Terminado el maratón, practicábamos a distinguir los nombres,
los adjetivos, las preposiciones, las conjunciones y los adverbios que habíamos
aprendido el año anterior.
Todos los días, le entregábamos al hermano Rafael el pliego que contenía
los dos o tres párrafos que nos había dictado. En la clase siguiente, nos lo
devolvía corregido, con anotaciones al margen. La tarea siempre consistía en
escribir veinte veces, con buena letra y mejor ortografía, cada palabra fallada
en el dictado. Fueron contados los alumnos del Ingreso que no hicieron grandes
progresos en Ortografía.
Antes del estudio corto que precedía al almuerzo, dábamos la clase de
Ciencias Naturales. Era la más fácil de todas. Leíamos el libro, mirábamos los
grabados y nos aprendíamos algunos nombres.Algunas veces salimos a recoger
hojas de los árboles o subimos al laboratorio de química a ver al hermano Julio
mezclar polvos de azufre con cualquier cosa que lo hiciera reaccionar y producir
fuego. Cuando nos enseñó el poder de la fuerza de gravedad —tal como lo
había demostrado Galileo 500 años atrás—, el hermano Julio nos prohibió soltar
objetos desde el tercer piso para que se estrellaran en el patio interior.
El almuerzo no había variado. Los mismos cocineros hacían las mismas
comidas, que servían los mismos meseros. Después de dar gracias a Dios por
los dones que íbamos a recibir de su generosa mano, nos sentábamos a las
mismas mesas de mármol, en las mismas sillas de madera, a sostener las mismas
conversaciones. Rara vez ocurría algo digno de recordarse, como una discusión,
un insulto o una pelea.
El hermano Nazario era calvo, pícnico y de cejas enmarañadas. Todas las
tardes, después del rosario, nos daba una clase práctica de Inglés, en la que nos
dejaba divertirnos diciendo: “dóiiin”, imitando el sonido de un platillo, por
166
doing (dú-ing). Ninguno de nosotros sospechaba la importancia que iba adquirir
el conocimiento de dicha lengua, ya que nadie se imaginaba la explosión social
que se avecinaba.
***
La última clase del día era de Historia y Geografía. Estaba a cargo de ella,
como siempre, el profesor Jacinto Jorge, alias Naranjita. La clase de Geografía
se volvió aburrida. Se buscaba que aprendiéramos, a secas, cuáles eran los ríos
más largos y más anchos, cuáles los picos más altos y las cordilleras más
extensas, cuáles los lagos más grandes y dónde terminaban unos mares
y empezaban los otros.
— ¡A mí qué me importa el nombre de los Grandes Lagos ni el del
Titicaca! —exclamó Concretera, indignado, al salir de
clase.
— O el nombre del pico más alto del mundo y el de los
cuatro comemierdas que lo suben a pie —añadió
Huevo Pinto.
— Además, todos los océanos están juntos —dijo
Cristóbal—, deberían llamarse ‘mar’.
A la larga, el profesor Jorge tuvo que descartar el método del libro de texto
y sazonar la Geografía con las aventuras de los marinos portugueses y españoles.
En verdad, Jacinto Jorge economizó esfuerzos y logró hacernos retener muchos
nombres gracias a la curiosidad morbosa que sentíamos por quienes, durante
sus viajes, tuvieron que comerse las ratas, el cuero con que estaba recubierto el
palo mayor y la harina vieja de años con todo y gusanos. Nos impresionaban
las imágenes de lo marinos que, por falta de víveres frescos, sufrían la hinchazón
y la podredumbre de las encías, perdían los dientes y sucumbían con
tumoraciones en la boca.
De las historias de Naranjita, la más interesante fue la de la expedición
que le dio la primera vuelta al mundo y le puso nombre al Océano Pacífico, a la
Tierra del Fuego, al Estrecho de Magallanes y las islas Ladrones y Filipinas.
Un hombre testarudo, basándose en cálculos e informes erróneos, había
descubierto el paso a las islas de las especias navegando hacia el Oeste. Y de
los 265 hombres que partieron de la rada de Sanlúcar, solamente 18 le dieron la
vuelta al mundo. Era una historia digna de conocerse.
Según el profesor Jorge, como las especias llegadas de la India tenían que
pasar por tantas manos y peligros antes de llegar a Europa, su precio era
elevadísimo. En busca de la ruta a la India, los exploradores portugueses se
habían afanado en explorar la costa de África. Poco a poco, habían pasado del
167
ecuador y del río Congo a la punta sur del continente africano. En 1486,
Bartolomé Días había costeado el Cabo de Buena Esperanza. Poco después,
Vasco de Gama llegaba a la India y Corterreal a la península del Labrador. Por
fortuna, en 1494, España y Portugal sienten el prurito de repartirse
civilizadamente el mundo para enriquecerse pacíficamente. En 1511, los
portugueses toman Malaca por asalto yAmérico Vespucio toca la costa de Brasil,
cerca del Río de la Plata. En 1513, Núñez de Balboa contempla desde Darién el
Mar del Sur, al que Magallanes llamará Pacífico.
En 1505, Fernando de Magallanes, hombre tostado, pequeño y reservado,
se había batido en la India al servicio de su señor, el Rey de Portugal. Allá
recibe un lanzazo que lo deja cojo el resto de su vida. Portugal no le reconoce
gran valor a los servicios que Magallanes ha prestado, primero en la India y
luego contra los moros de África en 1513. Decepcionado, Magallanes marcha
a España, donde adquiere carta de ciudadanía; busca apoyo para la ruta secreta
que él y Ruy Faleiro han investigado y calculado en incontables libros, tablas y
mapas.
Como Fernando de Magallanes, la mayoría de los alumnos del Ingreso
tendríamos que nacionalizarnos en otro país. Al igual que Magallanes,
llevaríamos vidas de lucha. Después de haber sido perseguidos en la tierra
natal, emigraríamos; viviríamos en la tierra adoptada entre habladores de otra
lengua que jamás nos tendrían entera confianza.
Al decir de Naranjita, en Sevilla están hartos de escuchar fantoches y no le
hacen caso a nuestro tránsfuga. Sin embargo, Juan de Aranda, Director de la
Casa de Contratación se interesa en privado por la ruta a la India navegando
hacia Occidente y se muestra dispuesto a aceptar el proyecto bajo mano,
convirtiéndose en su tercer asociado. No tenía nadie forma de saber que los
cálculos de longitudes y latitudes de Ruy Faleiro estaban completamente
equivocados. Pero en 1518, Carlos V, el Rey de dieciocho años, se interesa
también por el proyecto; lo aprueba en nombre de su madre, Juana la Loca.
Cristóbal de Haro financia el dinero que la Corona no puede aportar a la empresa
y se preparan cinco barcos. Magallanes recibirá la veinteava parte de las
ganancias con título de adelantado o gobernador para él, sus hijos y herederos.
La Corona, que habrá de recibir un quinto de las ganancias, envía un veedor
real, Juan de Cartagena, un tesorero, y un contador para velar por sus intereses.
En 1519 parten del puerto de Sanlúcar los cinco veleros: el San Antonio,
de ciento veinte toneladas, mandado por Juan de Cartagena; el Trinidad,
mandado por Magallanes, de cien toneladas; el Concepción, de noventa
toneladas, al mando de Gaspar Quesada; el Victoria, capitaneado por Luis de
Mendoza, con ochenta y cinco toneladas; y el Santiago, de setenta y cinco
toneladas, al mando de Joao Serrao. Un sólo barco ha de regresar victorioso.
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La expedición toca en Tenerife, Islas Canarias, y sigue la costa africana
hasta Guinea. Los capitanes castellanos no obedecen de buena gana al portugués.
Magallanes les retira la confianza —y el mando a algunos de ellos. Así llegan
a la costa del Brasil. En la bahía de Río de Janeiro, les cambian fruslerías por
alimentos a los caníbales guaraníes.
Cuando exploran la desembocadura del Río de la Pata, el cual Magallanes
creía ser el paso que buscaban, se desanima la tripulación. ¡No es el paso al
otro océano! Los castellanos dudan de la cordura de Magallanes. El portugués
apuesta más al sur y, sin dar explicaciones, manda establecer el cuartel de
invierno en San Julián, una bahía desconocida e inhabitada en el grado cuarenta
y nueve de latitud. Pronto se sublevan los castellanos, pero Magallanes los
domina. Perdona a algunos, entre ellos a Juan Sebastián Elcano, a quien le
habrá de tocar la suerte de completar la misión. Magallanes manda cortarle la
cabeza a Gaspar de Quesada por haber matado en la revuelta a Elorriaga, su
piloto. Juan de Cartagena, el cabecilla de la sublevación —¡y veedor real!—, y
un sacerdote rebelde son dejados en la playa de San Julián, a la buena de Dios
y a la muerte.
La carabela Santiago se estrella contra la costa cerca de un Río al cual, por
su abundante pesca, habían llamado Santa Cruz. ¡La escasez y la religiosidad
van muchas veces de la mano! Sus tripulantes regresan por tierra a avisarle a
Magallanes de la desgracia. Los europeos hallan unos indígenas de pies grandes.
Les llaman patones y a su tierra Patagonia. Capturan a uno de los gigantes, que
muere de hambre.
Pasado el invierno del Sur, siguen explorando. El 21 de octubre de 1520,
hallan un cabo con una playa quebrada y una bahía honda de aguas oscuras. De
noche, observan los relumbres de las fogatas indígenas entre las tinieblas; por
eso, bautizan aquel territorio con el nombre de Tierra del Fuego.
El San Antonio da la vuelta sigilosamente justo después que Magallanes
ha hallado el paso que lleva al otro lado del mundo. La grandiosidad del
descubrimiento no logra conmover al comercio. El Estrecho de Magallanes es
duro de navegar y los españoles habrán de preferir arrastrar sus cargamentos
por Panamá. Los desertores regresan a España y, con mentiras y acusaciones
contra Magallanes, evitan castigo. Han dicho que la ruta hallada por Magallanes
es inútil y sin provecho para el comercio. No esperan, ni desean, que los otros
regresen. A la postre, el emperador Carlos V les habrá de vender las Molucas a
Portugal.
Con los tres cúteres que le quedan, Magallanes sigue adelante. Sabe que
ha encontrado el derrotero occidental de las Indias que han buscado Colón y
muchos otros. En el océano desconocido, que es muy grande, les espera el
hambre y el escorbuto. Con el paso de los días, se desgarra el velamen y las
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cuerdas se desgastan. El 6 de marzo de 1521 llegan a las islas Ladrones, que
están habitadas, y se reponen.
El 26 de abril de 1521, Fernando de Magallanes muere en una escaramuza
contra los isleños. Su cadáver no se ha de recuperar. Quedan 115 de los 265
hombres de toda Europa que subieron a bordo en Sevilla. Por falta de tripulación,
la calavera Concepción es quemada después de salvar cuanto se puede utilizar
de su cargo.
Faltos de un jefe capaz y de buenos pilotos, en vez de llegar a las Molucas,
los barcos de España divagan por el Noroeste, perdiendo medio año de feliz
lascivia con las mujeres malayas —¡tal cosa no la aprendimos de Naranjita!
Por fin, los tripulantes destituyen al capitán Carvalho, que no mira por la
hacienda de su rey sino por su lucro personal. Gracias a Pigafetta, un aventurero
italiano, no se pierde la historia del viaje.
El Trinidad tiene que quedar atrás para ser reparado. Habrá de intentar
atravesar de nuevo el océano Pacífico para alcanzar por Panamá la España
ultramarina. Pero se perderá también, cayendo en manos de los portugueses.
El bajel Victoria, capitaneado por Juan Sebastián Elcano, emprende el
camino de regreso por la costa oriental de África desde Timor el 13 de febrero
de 1522. Lleva 47 tripulantes y 19 indígenas. Tienen que evitar los asentamientos
portugueses de África. Durante cinco meses de navegación constante, 31
europeos y 3 indígenas mueren de hambre y enfermedades.
Por fin, se ven precisados a echar anclas en Cabo Verde, que es colonia
portuguesa. Elcano miente, diciendo que viajaban por el mar de Occidente
cuando una tormenta los ha empujado sobre las costas del asentamiento
portugués. Como al principio les creen, toman provisiones; pero un tonto dice
y muestra más de cuanto debe y tienen que partir a toda prisa. ¡Siempre se halla
quien hable mierda!
En Cabo Verde, han hecho un descubrimiento extraordinario que habrá de
probar que la tierra, además de ser esférica, gira: en tierra es jueves, mientras
que a bordo es miércoles. El 6 de septiembre, el Victoria es arrastrado de Sanlúcar
a Sevilla por el Guadalquivir. El cargamento de especias de un solo barco
compensa la pérdida de los otros cuatro.
Han muerto la esposa de Magallanes y sus dos hijos; si hubiese vivido,
Fernando de Magallanes no hubiese tenido a quien legarle sus títulos. Ruy
Faleiro es preso por traición en Portugal. Juan de Aranda ha sido sujeto de un
proceso legal en España y pierde cuanto ha invertido en la empresa. El trifolio
de aventureros que posibilitó la empresa es devorado por la adversidad.
El profesor Jacinto Jorge dilató dos semanas el viaje de Magallanes
alrededor del mundo. Las preguntas fueron incontables. Lo hicimos profundizar
en casi todas las aventuras. Hubo una tremendísima confusión con la ganancia
de un día navegando hacia Occidente porque en la obra de Julio Verne se había
170
circuido el globo, ganando también un día, viajando al Oriente. A fuerza de
trazar una y otra vez la ruta de la expedición en el mapamundi, conocimos ríos,
estrechos, islas y océanos en cuatro continentes. Naranjita fue un buen maestro.
***
Con la excepción de un par de caras nuevas, los compañeros eran los
mismos. Había también algunos residuos del grupo de medianos del año anterior
que no habían pasado aún a los mayores. Entre ellos estaban Tomás y Félix.
Tomás era un individuo rubianco, pequeñajo, de enormes caderas y nalgas,
totalmente afeminado y locamente enamorado de Félix, un muchacho delgado,
de muy pocas luces, que jamás comprendió que al otro lo excitaba una quemazón
anormal. Claro que, al menos en aquel momento, Tomás era una mariquita
religiosa y platónica —no como esos maricones descarados que se abrasan de
lujuria y se deleitan en vicios contra natura. Los demás los observábamos en
silencio, discurriendo que es Dios quien da y quita los atributos humanos.
Habíamos aprendido a medir nuestras palabras, un acto prudente que nos evitaba
incurrir en el enojo del hermano Fermín. Sabíamos que, en caso de haber entre
nosotros un granuja, tendría que aguantarse o arriesgar la vergüenza pública y
la mano pesada e inexorable del pupilero.
El más infeliz de los internos era el hijo de un bodeguero
de La Moza, un pueblo cercano. Era grueso, de cara ancha y
entendederas durísimas. Se llamaba Francisco, pero nuestros
compañeros le habían puesto Constantino el Apestoso. Como
se le quedó el nombrete, se armaba la gresca cada vez que lo
llamaban porque él hubiese preferido que se utilizara su nombre
bautismal. Además de heder, Constantino tenía la piel cubierta
de güito y de unas asquerosas manchas negras. Nadie quería
amistar a aquel ser basto y sudoroso, más mugidor que
monologuero. La conversación de Francisco era tosca y de
escasa coherencia. En su lucha por ser aceptado, el Apestoso
tuvo más de veinte peleas, dos de las cuales fueron conmigo.
La última vez que se escapó del colegio, con la dolorosa espina
del desprecio clavada en su dignidad, su frustrado padre prefirió
no llevarlo de vuelta. Que él y sus padres me perdonen mi falta de caridad.
Todos los alumnos de los Maristas de Cienfuegos habíamos acatado de
corazón la fe cristiana. No obstante, esa benevolencia deforme que llega con la
madurez y se le impone al instinto no la comprendíamos aún. Cuando Francisco,
alias Constantino el Apestoso, alias Mama Choncha, pidió ayuda y comprensión
a su manera zafia, bruta y desagradable, nadie le tendió una mano. No sabíamos
ser imitadores de Cristo y amar los descuidos de la naturaleza. Realmente, las
171
cualidades intelectuales de Francisco estaban demasiado distanciadas del rabo
de la media; hasta los hermanos, cuya responsabilidad no era con todos, se
sintieron aliviados de verlo partir.
Francisco debió partir. Nos dio su última coz llevándose el dolor que le
habíamos prestado. Marchando, les negó a algunos el estímulo de la fobia.
Creo que una despedida formal nos hubiera aliviado la conciencia a muchos.
¡No, habría sido demasiado fácil! En cualquier caso, mirando atrás, desearía
haber moderado mucho más mis palabras.
*
El hermano Fernando relevaba a nuestro pupilero, el hermano Fermín,
durante los períodos de estudio y de recreo. Era un hermano joven, delgado, de
hombros estrechos y pecho hundido, de cabeza angulosa y excesivamente
piadoso. La mayor contribución del hermano Fernando a nuestra formación
fue el silencio en el que nos hacía vivir: la meditación nos enseñó a pensar a
casi todos. Por las tardes, diez minutos antes de la cena, nos leía alguna opinión
editorial ejemplar tomada del diario habanero La Marina.
Los sábados, gozaba de mis horas de libertad paseando por la calle de San
Fernando. Algunas veces, ojeaba en una librería que hacía esquina obras en
boga como La piel, de Malaparte, y La gran estafa, de Ravines, pero acababa
comprando los comics. Me gustaban los muñequitos de Los halcones negros,
un grupo internacional uniformado de azul marino, cuyo asistente era el chino
Chop-chop, que se dedicaba a combatir el mal. Jamás me interesaron las revistas
Carteles, graciosa pero de una cubanería chusma,
ni la Bohemia, cuyos chistes eran insípidos y
faltos de gracia.
Una tarde, nos dieron permiso para ir al cine
Terry a ver la película El viejo y el mar; se trataba
de la puesta en escena de una obra de Ernest
Hemingway sobre un viejo pescador que le halló
justificación a su existencia en la lucha por
capturar un enorme pez espada. Por alguna razón,
aquel film me dio de pensar mucho después de
haberlo visto. Algunas veces, los domingos por
la noche, pasaban cintas en el colegio; la más
interesante de todas fue un documental sobre las
profundidades marinas, de Jacques Cousteau.
Cuatro años después, cuando viví en Nassau, la
capital de las Bahamas, me hice turista y
pescador del fondo del mar... y noviecito de
Bonnie.
172
*
Había sido bautizado en Meneses y había tomado la primera comunión en
Santa Clara, pero no estaba confirmado. Como eso lo tenía que hacer un obispo,
nos llevaron a la catedral para que Monseñor Dalmau nos acreditara en la fe de
Cristo. Siendo cuatro los necesitados del sacramento, un laico trigueño y
nervioso nos pasó a buscar en un Ford del 1955 temprano un domingo de
noviembre. No sé si llegamos antes de tiempo ó si el obispo se hizo esperar,
pero nos pasamos una hora en las gradas de la catedral. Por fin, Monseñor
Dalmau llegó en su Lincoln Continental negro con actitud de Luis XIV. Era un
tipo regordete, vestido con una sotana negra, con cincha o faja color púrpura y
llevaba una gorra judía del mismo color. Junto a nosotros, lo esperaban unas
señoras que se lanzaron sobre él a besarle la piedra del anillo. Monseñor Dalmau,
quien aparentemente era la estrella ecuménica de Cienfuegos, se deshizo de las
mujeres con unas palabras amables y subió los peldaños de la escalera tan
célere como su cuerpo cargado por los excesos, que le debía de resultar
insoportable, se lo permitió.
— ¡Qué hombre tan culto! —estalló admirada una de aquellas mujeres.
— ¡Y tan inteligente! —exclamó otra, con gran peso de seriedad en el
rostro maquillado.
— ¡Ay, sí! —añadió otra, casi histérica, por decir algo.
— ¿Serán comemierdas? —le pregunté al tipo que nos había llevado.
— ¡No, no! —me devolvió con los ojos desmesuradamente abiertos.
— ¡Vaya!
Doce años después, tendría que llevar a mi novia a recibir la confirmación
en un pueblo de la Siberia Suiza, en pleno invierno. El otro obispo le tocó la
cara a mi amada cuando se acercó al altar y le dijo con descaro: Comment tu est
173
jolie, ma fille! Sentí un impulso grande de abrirme paso entre todos aquellos
suizos y darle una patada en el culo al obispo. ¡Así son las cosas de la religión!
*
Desde principios de septiembre, se había reclutado el grueso de la banda
de música y se había empezado a practicar para el desfile de fin de año. Aquello
mantenía ocupado a Mustelier, el profesor de Educación Física, a quien no le
quedaba tiempo para soñar con sus descabellados pep-rallies. Los que sentían
afición por los tambores, las cornetas y la batuta estaban exentos de hacer
deportes muchas tardes. Yo no quise. Los alumnos de los Maristas desfilaron
uniformados a principios de diciembre. Según se corrió luego, habían marchado
muy bien por Cienfuegos y se habían llevado un premio. Yo hice el recorrido
por las aceras de la ciudad siguiendo a las muchachas del colegio Eliza Bowman,
quienes también tenían su banda de música. Estaban muy lindas en sus
brevísimas faldas blancas, cortando el aire con sus batutas plateadas. Mis ojos
vivieron cautivos de sus muslos durante casi todo el desfile. También Monseñor
Dalmau, al que había visto asomado a una ventana de su residencia fumando
un tabaco, supo apreciar la gracia de las niñas. De haber sido yo el juez, se
habrían llevado ellas el premio en vez de los nuestros. Por esa parcialidad es
que nunca he deseado ser árbitro de nada.
No me había olvidado de Carolina Cacicedo. Algún sábado, anduve
buscándola entre los vientos errantes de Punta Gorda. Temía, como ocurrió,
que a aquella flor se la llevara el viento o cayera en otras manos. Con el tiempo,
el beso melancólico que le quería dar empezó a descansar en la almohada y
acabó desvaneciéndose en mis labios. Siempre había estado consciente de que
por mucho que deseara ser el soplo de aire que le acariciaba la cabellera roja a
Carolina, no era yo el sueño del reposo de aquella niña que no me conocía. Y
seguirla cortejando por el camino del sueño era una locura. En cualquier caso,
no era a ella a quien había amado en una vida anterior, sino a la hija del mecánico
de Meneses.
*
Como había rumores de alzados por las lomas del Escambray, se
suspendieron los paseos largos por las tierras onduladas con casitas de madera
en las crestas de las lomas. Llegó el mes de diciembre sin que anduviésemos
entre los árboles exóticos del Jardín Botánico —cercano al Central Soledad—
, ni los arbustos de olor que bordeaban la costa, ni visitáramos las cascadas que
parecen arrojarle chubascos de perlas al sol, ni bebiésemos del manantial que
borbota en una eminencia de la espesura, junto a la desembocadura del
Guacanayabo. ¡Pero estudiamos muy duro!
Se suponía —ya que los norteamericanos opinaban así—, que la República
fuese una forma razonable de gobierno. El postulado era un desvarío. Cuba
estaba llena de gente indigna, ignorante de los principios de la democracia y de
174
la vida civilizada. Se estaban alzando con la dirección de la sociedad zopencos
seducidos por el lustre de la notoriedad. Por libertad se entendía el derecho a
ofender públicamente y reclamar derechos inconstitucionales. La gentuza de
radioescuchas gozaba ingenuamente del triste espectáculo que les brindaban
los mequetrefes cuando se detraían con insultos.
Los ministros del presidente mulato incurrían en gastos anticonstitucionales,
tales como la vivienda, el transporte y la servidumbre de sus queridas. A los
cubanos les parecía normal que cualquier funcionario se enriqueciese robando
indirecta o hasta directamente del erario público. Las ‘botellas’ —retribuciones
sin trabajo realizado, provenientes del Estado para familiares y amigos de los
políticos— formaban parte de la cultura del país. Todos los empleados del
gobierno posponían los asuntos oficiales a sus intereses personales. Muchos
no se presentaban a sus puestos de trabajo más que en días de cobro. Los militares
eran gángsters depredadores de los comerciantes.
El despreciable mulato, que había ascendido por el camino de la
ilegitimidad, había concitado a muchos en contra suya. Para sostenerse, el
gobierno recurría al espionaje, a los registros domiciliarios, al asesinato y a
otros vicios que se arraigarían, recrudeciéndose, en el gobierno siguiente. El
congoide se despediría a sí mismo a cajas destempladas, llevándose cuanto
había robado. Batista les había abierto el camino a los chanchulleros políticos
y a quienes se disputaban, desde una prudente distancia de las balas, el derecho
a mover los hilos del tinglado. En Cuba, ningún patriota pereció por exceso de
valentía ni por la gloria del honor. Por el contrario, fue la sangre de los tontos la
que corrió por las calles de La Habana.
Los líderes de la oposición eran personajes arrogantes que querían mandar
y ser célebres. Ote-toi que je m’y mette (quítate tú pa’ pone’me yo) era el
sentimiento de los ambiciosos. Los actos reprobables de los rebeldes reflejaban
la gran cobardía de sus corazones: plantaban bombas en los teatros, disparaban
a traición contra la policía, ejecutaban campesinos. Cualquiera de ellos hubiera
podido hacer de su historia tímida el mito de una gesta heroica, pero no tenían
transmisor de radio. Fue Fidel Castro quien logró forjar su propia leyenda con
mentiras descaradas urdidas en la seguridad de su escondite. Del asalto a un
cuartel por un grupo de tontos, los cuales perecieron en el intento, modeló el
primer sacrificio humano a su persona, ¡y se atrevió llamarlo sacrificio por la
patria! A la gente, acostumbrada a las cintas norteamericanas, le pareció aquello
muy bonito y aplaudió satisfecha de la farsa.
Tampoco a los miembros del ejército se les despertó el valor. Impasibles al
espolazo de la dignidad, los oficiales se vendían. El avance de los insurrectos
desde Oriente hasta Occidente se logró con dinero. Y de sonadas victorias
incruentas se fabricó la patraña de sangrientas y heroicas batallas. El nuevo
175
gobierno se encumbraría gracias al lerdo con disposición de estribo, al bribón,
al ambicioso y al vanidoso.
No era posible el estado nacional. La raza colonizadora estaba amedrentada
y confundida. No atinó a ver siquiera que no se debe retroceder ante la chusma.
La gente de antigua prosapia se mostró irresoluta y fue herida de muerte. Para
los demás, la unión con la raza extraña sólo podía resultar en el aniquilamiento.
*
Llegó diciembre. Me había ido bien en las pruebas parciales. Soñaba con
los paseos en bicicleta por los caminos de rocoso de Meneses. Me podía ver ya
pedaleando por el camino de Bamburanao, entre potreros de pangola donde
pacía el ganado en sus majadas. ¡Sueños sin fruto: mi ligereza de cascos quedaría
confinada a los límites de Meneses!
Dada la inquietud en el país, los hermanos decidieron enviarnos a casa
después de la primera semana de diciembre. Cuando mi madre apareció en un
automóvil fletado, el hermano Alejo la llamó aparte y le expresó en voz baja
alguna opinión que le quitó la paz. Yo sólo veía la cabeza cupular del hermano,
la impalpable preocupación en ambos, y el nombre de Dios en los labios de mi
madre. De aquella conversación, nacería en mi madre la inquietud por
procurarnos pasaportes a todos un año después. Cuando se despidió del hermano
Director, mi madre tenía el rostro cambiado. La juventud parecía mustiársele
en la cara a medida que los pensamientos angustiados volaban de sus ojos
oscuros como los murciélagos de sus cuevas.
A pesar de la prisa de mi madre por regresar a Meneses, donde ya se
encontraban mis hermanos, la hice que me llevara al restaurante ‘Sol y Mar’ a
comerme un grueso bisté de hígado frito, sajado en cuadros como un chicharrón
de puerco. Durante el almuerzo, ella apenas habló —ocupación que normalmente
la complacía mucho. Más que la innata excitabilidad femenina, a mi madre la
embargaba una precavida aprensión desde que había hablado con el hermano
Alejo. El hermano Director le había anunciado que el país iba a caer en las
garras del comunismo ateo.
Veinte años antes, España había sido salvada de la misma
suerte por militares de honor con los que la isla del Caribe no
podía contar.
176
*
La década del 1950, que había comenzado en la abundancia de la posguerra,
acabaría en la desgracia total e irreversible de los habitantes de la isla de Cuba.
Y fue una mentecatada porque ya se había probado en Rusia que, cuando la
tierra no es de nadie, todos pasan hambre.
En manos del populacho, los grandes anhelos se convierten en grandes
ascos. La plebe no sabe de grandeza ni de dignidad. ¡Ay, Nenita, éste no es mi
tiempo! El mayor pecado contra el mundo es la compasión por el ser humano.
Matías
Por aquel entonces, casi todas las ideas que atravesaban el seso del país
embrutecían dentro de la lógica inconexa, la prostitución, la boconería y las
mojigangas de los políticos. Las opiniones más disparatadas destronaban al
sentido común. La ambición había llevado a muchos ladrones a los ministerios
del gobierno. El presupuesto del Estado, que era de 400 millones de pesosdólares, se hallaba sitiado. Ni los que ya peinaban muchas canas entendían que
los desfalcos al Estado eran robos al pueblo.
177
Finalmente, apareció la calamidad en forma de mulato. Se encumbró en la
presidencia un tal Fulgencio Batista, sargento mecanógrafo. Le asestó un golpe
de estado a la decaidísima democracia, que no lograría recuperarse más. Con
su intervención, desaparecieron los pocos rasgos de civilización que quedaban
en el país. Sin embargo, aquel asalto no conmovió a casi nadie debido al
ambiente de corrupción administrativa en que se vivía. ¡El hombre mediocre
es muy sensato!
Desde el principio, la incipiente ilustración de la República de Cuba se
ahogaba en la disipación de los genes europeos. En la plaza pública, nadie
pudo entender que el Dios ante el cual todos somos iguales había muerto.
Cualquier sociedad, por inexperta que sea, puede imponérsele a los malos
gobiernos, a las malas costumbres y a la irreligiosidad; sin embargo, ningún
estado puede triunfar sobre la mezcolanza de sus fundadores con razas peores.
La desigualdad racial en Cuba no provenía de las instituciones, sino de la gente,
y la igualdad habrá de significar la cesación de toda civilización. De hecho, la
raza blanca en América parece inclinarse a seguir el destino de los arios del
norte de la India: habrá de desaparecer en un mestizaje de indigencia, suciedad
e incultura, porque las razas mezcladas tienden a formar emulsiones de
civilización. Como educa Arturo de Gobineau, la degeneración llega con la
mixtura, ataca los principios éticos, y acaba desfondando la sociedad entera.
Claro que tú no sabes quién es Gobineau, ni lo sabrás, porque quienes mienten
por amor a “la verdad” quieren borrar su memoria de la existencia humana.
Un vistazo a la Historia o la misma observación de las sociedades actuales
nos demuestra claramente la superioridad del blanco sobre dos de las otras tres
grandes razas. En torno a las razas primarias se han formado variedades de
mezcla. Las zonas de concomitancia racial muestran los caracteres diferenciados
de las sociedades humanas. ¡El negro, y los de su sangre, no son perfectibles en
absoluto! Considérese cómo el sub-sahariano destruye el medio ambiente, cómo
tuerce y banaliza el pensamiento, cómo hace batiburrillo del idioma. ¡Y el
indígena cobrizo propende al salvajismo! Ambas razas aspiran a pasar la vida
sin ganarla.
El cristianismo no puede transformar las aptitudes del negro ni las del
indio; sin embargo, debilita la voluntad del blanco y lo convierte en un ser
vacilante y frágil, en un suicida racial. Créeme, Nenita: las arboledas son más
acogedoras que las iglesias. ¡El Dios del hombre blanco se ha quitado la careta:
es el Diablo!
Al hombre blanco de América los medios le llenan la mente de ripio. Es
un nuevo pecado, el mediático, decir que los egipcios y los sumerios del desierto
construyeron canales y levantaron civilizaciones imponentes mientras los negros
del Africa permanecían en la edad de piedra sobre terrenos fértiles y bien
irrigados. De los Estados Unidos, al final del siglo XX, se han propalado las
178
grandes mentiras raciales que la gente de Cuba ya aceptaba a mediados de la
centuria —¡tan sólo en la decadencia fueron modernos! Ciegos y tontos son
todos. La verdad los incomoda. Están demasiado dispuestos a dejarse castigar
por sus ‘herejías sociales’ a criterio de sus enemigos. Los crédulos no saben
sacrificar al cordero que llevan dentro de sí y adoran al asno. Ya les horroriza
pensar que las razas existan separadas fisiológicamente y que sus diferencias
intelectuales sean permanentes. Prefieren las mentiras y fingen creerlas.
***
Para entender la reacción absurda y fatigada de la gente blanca de Cuba
ante la debacle, se debe considerar el ambiente de sedición en que vivieron los
primeros españoles en el Nuevo Mundo. Entre los conquistadores, jamás hubo
paz. Se querellaban unos contra otros y, al final, por ambición de oro y tierras,
le negaban la obediencia al Rey. Con sus desacatos y el enojo heredado,
derruyeron el mismo orden que los hacía imperar sobre pueblos inferiores, sin
establecer un mandato nuevo y mejor.
Como la justicia que practicaban los conquistadores era torpe y villana,
evitaban pensar en lo que hacían. Conjeturaban, no obstante, estar unidos por
su fe en el infierno porque a los tormentos eternos les temían igualmente los
cobardes que los valientes. Por eso las iglesias no tenían muros ni defensores y
los hombres creían escuchar el llamado de la Voz Eterna en las torres de los
campanarios. La inteligencia no había proclamado aún el dogma de la inutilidad
de la religión ni el de la inexistencia de Dios. Casi todos creían que era Dios
quien encendía las estrellas, y Su nombre se solía escuchar en el lamento de los
moribundos.
Fray Pedro Simón hizo la relación de un hombre de nuestra raza, un
Guipuzcoano de nombre Lope de Aguirre, llamado también El Loco, típico
ejemplo de la anarquía atávica latente en el corazón celtíbero. Lope de Aguirre
era menudo de cuerpo, torpe, barbinegro, de cara pequeña y chupada. Al decir
del prelado, Aguirre era enemigo de los buenos y de la virtud porque no le
gustaban los rezos, porque les rompía los rosarios a sus soldados y les aconsejaba
no dejar de hacer cuanto su apetito les pidiese por miedo al infierno. Sostenía
que, para salvarse, bastaba con creer en Dios, pero que él no se podía salvar y
que ardía ya en los infiernos en vida —tal vez tuviera conciencia. SegúnAguirre,
Dios tenía el Cielo para quien le sirviese y la tierra para quien más pudiese. A
cambio de la obediencia, Aguirre exigía que el Rey de Castilla le mostrase el
testamento de Adán, en el que supuestamente le habría dejado las Indias de
herencia.
Aguirre fue domador de potros en el Perú durante más de veinte años.
Según su biógrafo, mientras les quitaba los resabios a los caballos, crecían los
179
suyos. Era amigo de revueltas y de motines, intentando incesantemente
alzamientos que fracasaban. Escapó una condena a muerte por ultimar a un
general y corregidor acogiéndose a un perdón general del Rey para luchar contra otro rebelde, Francisco Hernández Girón; en dicha lucha, resultó herido en
una pierna y quedó cojo. Una vez recuperado y perdonado, siguió levantando
sediciones donde quiera que iba —por lo que le llamaron Aguirre el Loco.
Estuvo a punto de ser ahorcado por un motín en Cuzco. En sus levantamientos,
les quitó la vida a los españoles y a los indios, a clérigos y religiosos y hasta a
las mujeres. Fue desterrado del Perú.
En 1612, a los cincuenta años, Lope de Aguirre fue muerto en Barquisimeto
de dos arcabuzazos por sus propios compañeros, quienes sintieron aproximarse
la justicia del Rey. Antes que lo mataran, Aguirre asesinó a su propia hija con
una daga “para que no se viera vituperada ni en poder de quien la llamara hija
de un traidor”. En la década del 1960, leí una obra de Ramón Sender titulada
La Aventura Equinoccial de Lope de Aguirre y vi una cinta alemana titulada
Der Zorn Gottes (El Enojo de Dios), ninguna de las cuales fue fiel a la narración
de Fray Pedro Simón.
Aguirre no fue la excepción de la ambición, del desenfreno, ni del delirio
de la gente que vino a poblar el Nuevo Continente. Ya traía impreso en sus
genes el condicionamiento de 800 años de lucha contra los musulmanes. Seguía
rebelándose por inercia histórica. Hay poca diferencia entre él, Simón Bolívar
y José Martí. Y era precisamente con caracteres mutados en forma similar que
se manejaba Cuba.
***
Desde mi punto de referencia, tal parecía que la Revolución estuviese
esperando las vacaciones para hacer su estruendo. ¡Ah, Nenita, viste el gran
esplendor hundirse en el fondo del fangal!
180
Los días eran inmejorables: los calores del estío se habían alejado con el
cabeceo del planeta. Nos habíamos trasladado a la casa de Meneses por estar
lejos de Santa Clara, donde se esperaban mayores tiroteos. Claro que no fue
así: algo de la poquísima guerra que hubo nos tocó de cerca.
***
Para entender la personalidad de la llamada Revolución, hay que hacer
una brevísima reseña de la Historia de la isla, Nenita. A mi juicio, no se puede
comprender el drama cubano sin tomar en cuenta la composición racial del
país y la mentalidad de la gente.
Los primeros europeos que llegaron al Nuevo Mundo no habían sido, por
lo general, modelo de ciudadanía en sus países. Sus relaciones con los aborígenes
siempre mostraron cierta dureza. En Cuba, habitaban entonces tres tipos de
indios: los guanahatabeyes apenas conocían los instrumentos más toscos y se
alimentaban de moluscos, crustáceos, peces, frutas, insectos, jutías y perros
mudos; los ciboneyes del litoral de Guacanayabo, en la península de Zapata,
eran tímidos y, por tal, vivían sojuzgados por los taínos; los taínos cultivaban
el ají, la manzanilla, el algodón y el tabaco —que aspiraban por una horqueta
hueca en forma de ‘Y’ llamada cahoba. Los indios de Cuba utilizaban la caña
brava y la palma para construir sus viviendas llamadas bohíos, si eran cuadradas,
y caneyes si eran redondas. Eran de baja estatura, de labios gruesos y narices
chatas; para lucir aún más feos, se deformaban el cráneo. Casi todos
desaparecieron a causa de las epidemias de viruela, fiebre amarilla y vómito
negro que llevaron a Cuba los blancos y los esclavos mandingos, lucumíes,
carabalíes y congos.
Los españoles comenzaron a disputarse los recursos económicos con
violencia tan pronto llegaron. Los mandos siempre estuvieron anarquizados en
la isla. Los primeros 200 años de historia se caracterizaron por la importación
de negros esclavos para trabajar —¡garantía de defunción para cualquier
civilización!— y por las guerras mercantilistas entre las potencias europeas
con los consiguientes ataques de corsarios y piratas. En el siglo XVII, la isla
recibió aportaciones importantes de blancos, unos llegados de las Islas Canarias
y otros de las fracasadas colonias francesas; inmediatamente, se fomentó el
cultivo del café, la industria azucarera y el tabaco.
En el siglo XIX, después de la invasión napoleónica, España optó por una
Constitución y unas Cortes. La isla de Cuba estuvo representada brevemente
en Cádiz como provincia. Naturalmente, los cubanos, que no se podían entender
entre sí, tampoco lograron avenirse con los españoles. La isla volvió a ser
colonia.
181
Los cubanos decían: “Si no hay azúcar no hay país”. En la década del
1840, el precio del azúcar bajó y la isla quedó arruinada. Inmediatamente, se
alzaron las negradas y hubo que reprimirlas. Los criollos blancos empezaron a
conspirar contra España y hasta inventaron constituciones con cierta semejanza
a la de los Estados Unidos, pero con mayor torpeza de conceptos. Se crearon
los cuerpos de voluntarios, en los que militó mi bisabuelo, Pancho. El presidente
Pierce de los Estados Unidos había propuesto comprarle la isla de Cuba a España
—que parecía tambalearse—, tal como se le había comprado la Louisiana a
Francia.
El resultado de las sublevaciones de criollos contra España fue el
empobrecimiento del país: se destruyeron ingenios azucareros, campos de tabaco
y plantaciones de café. Para mayores males, se abrogó la esclavitud y los negros
dejaron de trabajar. En 1898, los Estados Unidos expulsaron a España de sus
colonias en el Caribe y en las Filipinas. Cuba fue gobernada hasta 1902 por los
yanquis. Mi bisabuelo, que se había nacionalizado norteamericano, regresó de
Tampa con sus hijos y recuperó sus tierras.
Los cubanos entendieron la libertad de gobernarse como el derecho a
conspirar los unos contra los otros y el de pelearse tremolando la bandera de la
República. Muchos se dejaron poseer por el concepto del poder. Unos deseaban
medrar y otros manejar a los demás para enaltecerse. Ninguno se cohibía de
recurrir a la fuerza para lograr sus deseos. Casi siempre, a los actos
antidemocráticos se les llamaron sucesos revolucionarios por romanticismo e
ignorancia. No obstante, al calor de las pasiones políticas, se fundieron estatuas
de bronce, se esculpieron conmemoraciones en mármol, se pintaron frescos y
se compuso una Constitución que tendría que ser abolida por falta de espíritu.
El único invento republicano que triunfó en todos los gobiernos fue el de la
‘botella.’
Cuando el precio del azúcar estaba alto, la isla era rica. A pesar de los
desmanes, la corrupción y las campañas dirigidas contra quienes estuviesen en
el poder, se le construyó un sistema de alcantarillado a La Habana, se promovió
la educación universitaria, se creó la moneda nacional y hasta un museo;
increíblemente, se logró que los Estados Unidos devolvieran la Isla de Pinos, a
la que aspiraban como botín de guerra.
Mientras los blancos disputaban, los negros promovieron la Guerra Racista
que estalló por el 1920. Aquello era increíble e inaceptable por completo. No
se conformaban con las hembras de su especie, ni con las mulatas, ni siquiera
con las indianas amulatadas: ¡querían tomar a las blancas por la fuerza!
Naturalmente, la revuelta culminó con la dispersión o la eliminación de la
negrada alzada y de sus cabecillas.
Con la subida del precio del azúcar —sin abandonar las prácticas corruptas,
por supuesto—, se mejoró la instrucción pública, creándose escuelas de
182
comercio y técnico-industriales. La economía respondió bien al influjo de
divisas, incrementándose la producción avícola, ganadera e industrias afines
tales como la cervecera, jabonera, química, farmacéutica y del calzado.
Naturalmente, toda la construcción de Cuba fue asunto de blancos. Por el 1930,
Cuba tenía cuatro millones de habitantes, el 65% de los cuales eran blancos sin
mezclar gracias a la emigración española; los demás eran negros, mulatos,
cuarterones, octavones y capirros. Pero, a decir verdad, ya la mezcla de la sangre
y de la lengua había envenenado la nacionalidad.
Al aumentar la riqueza, crecieron las disputas políticas y los derrocamientos
de presidentes y de gobiernos. No todo fue robar, sin embargo. Siempre subsistió
alguna chispa de decencia. Se construyó la Carretera Central, que unió los
extremos de la isla —pasaba frente a nuestra casa de Santa Clara. En 1933, los
sargentos y los estudiantes arrinconaron en el Hotel Nacional a los oficiales del
Ejército e implantaron la anarquía. Las matanzas y huelgas siguieron, unas
veces con unos a la cabeza y otras con otros.
En 1940, se abrogó la Constitución vieja y se le dio una nueva a la isla que
era casi una copia de la de los Estados Unidos. Durante la segunda república, a
pesar de ser inconstitucional, se dictó una Ley de Coordinación Azucarera que
regulaba los jornales de los trabajadores de acuerdo con el precio del azúcar. Y
continuaron las elecciones fraudulentas, los intentos de golpe de estado y las
sublevaciones. Los funcionarios corruptos se enriquecían por filtraciones y
gastos superfluos sin supervisión. Se hacían grandes fortunas en la política.
Las diversas facciones se peleaban entre sí, pero no se eliminaban
completamente. Algunos ministros se robaban el dinero directamente de los
cofres del Estado y se lo llevaban al extranjero. Desapareció del Capitolio el
gran diamante del kilómetro cero de la Carretera Central y apareció en la mesa
del Presidente de la República.
Tres meses antes de las elecciones presidenciales del 1952, el mulato Batista
dio un golpe de estado y se hizo nombrar presidente por la policía y las fuerzas
armadas. A los pocos días, disolvió el Congreso, pero les siguió pagando el
sueldo a los senadores y a los representantes —casi todos continuaron cobrando.
Hubo leves protestas en el país que fueron reprimidas por la fuerza de las armas.
Una actitud de complicidad pasiva se adueñó de la gente. Los hombres se
encogían de hombros y decían que no se podía hacer nada. Inmediatamente,
los arribistas se convirtieron en colaboradores de la dictadura a cambio de
‘botellas’ y puestos. Realmente, casi nadie valoraba la democracia en la antigua
colonia española.
Una vez violada la Constitución del 1940, el mulato —por defenderlo,
algunos decían que era indio oriental— y sus amigos se mantuvieron fácilmente
por la fuerza; lograron conservar el poder sin mayores contratiempos durante
cuatro años. Pero la oposición crecía —aquel mono no era ningún Julio César.
183
Entre el 1956 y el 1958, mientras yo asistía al colegio, se conspiró contra el
gobierno, se asaltaron cuarteles, se despachó a algún coronel, se acometió a la
policía, se efectuaron desembarcos de expediciones armadas, se atacó el palacio
presidencial y se sublevó la marina.
Mientras yo disfrutaba mis vacaciones del 1958, se aceleraba la llegada de
expediciones y armamentos del extranjero. En la Sierra Maestra, actuaban
seiscientos combatientes en guerrillas de quince hombres. Su jefe, Fidel Castro,
había organizado en 1953 a ochenta lerdos para que perdieran la vida en un
asalto al Cuartel Moncada, en Oriente. Él se había ocultado en casa de un
amigo, intuyendo que las balas tendrían derecho-de-vía en el tiroteo. Una vez
fracasada la acción, Fidel Castro había solicitado la protección de un arzobispo
para salvar la vida. En Cuba, a eso se le llamaba “ser pendejo”, pero la gente no
se lo tuvo en cuenta más tarde.
Cuando lo soltaron de la cárcel, Castro se dedicó a incitar a la rebelión. Se
fue al extranjero a planear una invasión. En Méjico conoció a un comunista
nacido en la Argentina, Ernesto Che Guevara. La conspiración y el terrorismo
eran prácticas conocidas por las generaciones anteriores. Como era de suponerse,
Fidel les dijo a todos que ni él, ni ninguno de sus colaboradores en la guerrilla
habrían de ocupar cargos en la administración del gobierno-por-venir. Prometió
cínicamente que el gobierno estaría en manos de civiles para ganar tiempo y
conseguir los hierros que le permitirían infinitos yerros.
Para no tener que arriesgarse, Fidel monta verdaderos dramas en la Sierra
Maestra. El abogado fracasado le sabe dar buen color a la farsa. Hace que
algunas mujeres que lo acompañan le imploren delante de sus compañeros no
exponerse porque “su vida es imprescindible”. Él accede rápidamente a los
ruegos de las mujeres y, dejando a un lado el amor propio, se pierde del terreno
de los combates. Como le tiene pánico a la aviación, hace el ridículo delante de
los guerrilleros, metiéndose en huecos a disipar los vapores del miedo cuando
oye el ruido de cualquier aeroplano, aunque no haya peligro.
El Máximo Líder de la Revolución, además de vivir enfermo de cobardía,
tiene tendencias autoritarias y maltrata de palabra a sus subalternos. Cuando se
siente a salvo, su lenguaje es áspero e imperioso. Como es de esperarse, los
más sumisos y los mejores espectadores de la tragicomedia del líder habrán de
formar parte de su círculo íntimo. La causa prospera en la complicidad de un
negocio de marihuana. Como Fidel no participa en los combates —lo suyo es
hablar mierda—, sacia sus ganas de matar volando puercos con granadas y
destripando gallinas a tiros; en una ocasión, atraviesa una vaca con un pequeño
cañón antitanque. Otras veces, obcecado, manda a fusilar a alguno que acusa
de ser traidor o de querer asesinarlo.
Los más abusados en la campaña son los campesinos de la sierra. El ejército
los mata cuando los cree colaboradores de la guerrilla, y los alzaos los fusilan
184
creyéndolos chivatos del gobierno. Tanto los de un bando como los del otro se
excitan con el gozo de la ejecución fácil, así sea injusta. Raúl Castro, tan cobarde
y desatinado como su hermano Fidel, algunas veces incendia poblados enteros
por considerar a todos sus habitantes ‘batistianos’. Los hombres de la guerrilla
sufren disentería, celos, intrigas y hambre. Los militares del mulato sufren
algunas decenas de bajas.
Como no son corajudos para ser soldados, los comunistas de Cuba se
adhieren a la causa y se ocultan con Fidel, lejos del peligro. A pesar de estar
nutrida de cobardes, la guerrilla cuenta con hombres de mejor calibre que su
líder. El peso de la incruenta lucha lo llevan los comandantes Camilo Cienfuegos,
Ernesto Che Guevara y Huber Matos.A Camilo Cienfuegos lo harán desaparecer
después de la victoria por considerarlo demasiado popular y anticomunista. A
Huber Matos lo sepultarán en una cárcel durante veinte años por anticomunista.
A Ernesto Guevara lo enviarán a fomentar revoluciones en Latinoamérica y
morirá por comunista. Pero nadie le hará sombra a Fidel.
El Ejército Nacional cuenta con unos 4000 soldados, morteros de 81
milímetros, varios aviones B-26, dos cazas de reacción y bombas incendiarias,
pero la guerra se hace mayormente a tiro de fusil y con mulos de carga. Los
alzaos cuentan con algunas carabinas M-1, M-3, alguna ametralladora de mano
y alguna ametralladora calibre cincuenta.
En la sierra, la aviación no logra desbaratar a la guerrilla. En mayo del
1958, los rebeldes instalan una planta transmisora de radio y, poco después,
extienden hilos telefónicos por el territorio que ocupan. En julio, se empiezan
a rendir algunos militares de Batista por dinero. Los cabos y los sargentos se
roban los pertrechos de guerra y se los venden a la guerrilla. En septiembre, los
guerrilleros toman algunos pueblos de Oriente e incendian oficinas del Estado.
La alta oficialidad del Ejército Nacional se sigue vendiendo. Los rebeldes
han gravado impuestos sobre la propiedad en las zonas ocupadas para costear
la victoria. Muchos propietarios contribuyen voluntariamente a llenar las arcas
de la guerrilla, que creen democrática. En octubre, los alzaos cuentan con radio
de onda corta para comunicarse por todo el país. El Che entra en Las Villas con
130 hombres. Luego llega Camilo Cienfuegos con 120 hombres más y toma
Zulueta en noviembre. Ambos jefes habrán de entroncar con una guerrilla
encabezada por Eloy Gutiérrez Menoyo en las lomas del Escambray, al sur de
Santa Clara, y otra guerrilla de inclinación comunista liderada por Félix Torres,
en Yaguajay. Por esos días, los Hermanos Maristas deciden adelantar las
vacaciones de Navidades; nos mandan a casa al principio de la segunda semana
de diciembre. Fue entonces que mi madre sostuvo la conversación grimosa con
el hermano Alejo frente a la puerta del colegio.
***
185
El movimiento revolucionario tenía motivos de adquirir esperanzas —los
cubanos siempre se habían empleado bien como los enemigos de casa porque
sus gobiernos siempre habían sido corruptos. Sotuyo, el Sargento de puesto,
había distribuido por las casas de Meneses unos panfletos mal impresos con
fotos oscuras y mal definidas de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara; a ambos se les acusaba de ser comunistas. Los vecinos de Meneses me dieron
instrucciones de no salirme de los lindes del pueblo porque volaban tiros por
los alrededores. La guerra criolla era un juego a cartas vistas.
En Meneses fueron destacados algunos ‘casquitos’. Se trataba de
campesinos vueltos soldados, sin entrenamiento, reclutados por el gobierno
con un sueldo de 33 pesos mensuales. Era la contramina desganada del gobierno,
ya que en todo el ejército reinaba un ambiente de desaliento. Una mañana,
apareció en el pueblo un tipejo grueso, culón, de baja estatura, a quien su chofer
—aguantapata según mi madre— llamaba con respeto Menelao Mora, como si
fuera uno de los héroes de la Iliada. Mora andaba en un yipi del ejército y
hablaba por un aparato de radio al que llamaba micro-onda. El hombrín arengó
a una docena de casquitos y guardias rurales desde la pasarela de mi casa. Les
dijo que su causa era justa ante los ojos de la patria y se marchó enseguida.
Naturalmente, nadie le hizo caso. No es fácil hacer mártires de gente que quiere
la vida.
Por hacer la guerra, los alzaos empezaron a disparar sus armas de bajo
calibre contra los automóviles que pasaban por el camino de Iguará. Un día,
apareció en la consulta de mi padre Hugo Hernández, el dentista de Meneses;
iba muerto de miedo, con una bala calibre 22 alojada entre la piel de la frente y
el casco huesudo del cráneo. Hugo Hernández sobrevivió —como era de
esperarse—, y terminó sus días ejerciendo la profesión de dentista
clandestinamente en Madrid. Por cierto, Doraida, su mujer, era muy atractiva;
después de Ana Delia, era la mejor hembra de Meneses.
Cuando el traslado de enfermos se hacía necesario, los choferes de alquiler
de Meneses extendían un trapo blanco con una cruz roja sobre el baúl de sus
automóviles y circulaban con seguridad. Un pobre camionero, que no estaba al
corriente de los acontecimientos, apareció en la consulta de mi casa con varios
perdigones alojados en el hígado. Mi padre le puso una venda y lo mandó al
hospital de Santa Clara para que se los sacaran y, según supimos luego, se
salvó.
*
El caso de sangre más atroz que conoció Meneses ocurrió pocos días antes
de la Navidad. Eran las siete de la noche. Varias personas conversaban en voz
baja frente al café de Manuel. Un casquito estaba recostado a una columna del
portal, abismado en sus reflexiones; cumplía dieciocho años aquel aciago día.
De la penumbra, salió un mulato traicionero; le robó la bayoneta del cinto al
186
desprevenido muchacho y se la clavó en el pecho. Se oyeron varios disparos.
Aun herido de muerte, con la arteria aorta partida por la hoja de la bayoneta, el
casquito no se había dejado desarmar y había apretado el gatillo de su garand,
echando a volar los ocho plomos puntiagudos del peine. Con su fisonomía
africana trastornada de pavor, el mulato se dio a la fuga. Suponiendo la
Revolución victoriosa, aquel miserable había aspirado a unirse meritoriamente
a los alzaos llevando sobre su cabeza la ignominia de una muerte.
Quienes vieron al soldado recorrer el último trecho dijeron que el alarido
de la muerte había aparecido pronto en el lenguaje mudo de sus ojos. Con la
faz descompuesta por el dolor, anduvo por la Calle de Alante hacia la consulta
de mi padre, afanado a su joven vida. Los que comían en la fonda notaron
cómo le caía de las manos el garand frente al parque. Con los ojos muy abiertos,
desde el portal de la panadería, los hermanos Ovalle lo vieron dejar la vida tras
de sí en un largo rastro de sangre. Los compañeros del casquito lo tuvieron que
ayudar a subir los cuatro escalones de la pasarela de nuestra casa.
Mi padre mandó a acostar al muchacho en la mesa de reconocimiento.
Paulina y yo habíamos abandonado el escondite que nos habían asignado en el
baño, para espiar. Los soldados le hacían a mi padre preguntas apremiantes. Él
no les respondía porque el joven había perdido mucha sangre: resucitar a los
muertos era cosa fuera de su profesión.
En el aire tenso del consultorio se escucharon conciliábulos diabólicos.
Uno de los compañeros del casquito propuso con una imprecación desabrida
matar a mi padre si no podía salvar a su amigo —evidentemente, había visto
demasiadas películas mejicanas. El sargento Sotuyo tuvo que mandar a salir al
soldado y ordenar que nadie se alborotase ni exteriorizase sinrazones ni cóleras.
— ¿Lo encontraron? —le preguntó a un guardia rural que acababa de entrar.
— Huyó por la carretera de Iguará —le respondió el subordinado, diciéndole
con la mirada que el homicida estaba ya en compañía de los rebeldes.
Paulina y yo vimos morir al casquito: cuando expiró, sus ojos azules
perdieron el brillo y su rostro cobró un tono desvaído y ceniciento. Mi padre lo
declaró cadáver en voz baja y respetuosa. Los demás solamente hablaron con
la mirada. Aquella escena hubiera movido a compasión al ángel del juicio final. Me imagino que su madre habrá perdido la creencia en la República
democrática, en la dictadura del mulato, en la Revolución y hasta en Dios.
Creo que a todos los testigos nos hubiera gustado desmembrar al homicida.
Aquella noche comprendí la necesidad de matar y la inutilidad práctica de los
Mandamientos de la Ley de Dios.
*
Al día siguiente, el sargento Sotuyo y sus hombres evacuaron el cuartel de
Meneses. Los alzaos los emboscaron en El LLigre. Lino, el policía de Meneses
resultó muerto. Se tuvieron que entregar. Esa misma tarde, en Yaguajay,
187
comenzaron los fusilamientos, sin juicios, de los guardias rurales. A Cárdenas,
uno de los guardias acusados de dar plan-de-machete (sablazos) y de haber
matado, le pusieron correhuelas en las muñecas y un paño verde en los ojos —
que debía simbolizar la dictadura— antes de acribillarlo a tiros contra una pared.
Esa misma noche entraron los alzaos en Meneses. Las Hijas-de-María les
colgaban rosarios del cuello. Eran mayormente guajiros jóvenes, analfabetos;
algunos no tendrían más de quince años. Sus armas eran rifles Winchester de
cacería y escopetas calibre 22. En casa de mis parientes había mejores armas
que aquellas.
Estuvieron en la sala de mi casa, tomando café, Camilo Cienfuegos, Félix
Torres y un tipo que creí equivocadamente ser el Che Guevara por culpa de la
foto oscura del volante que nos había entregado el sargento Sotuyo. Camilo
Cienfuegos era un guajiro delgado, de trato agradable, pelo desmelenado y
barba cerrada y negra; le dio un pase a mi padre para que pudiera trasladarse
libremente por la zona que controlaba la guerrilla para visitar enfermos y curar
heridos. Félix Torres era un campesino de unos cincuenta años, de muy baja
estatura, barba blanca larga, frente rugosa, expresión difícil y cierta frialdad
despótica en la sonrisa hipócrita. El otro tipo, que tenía la cara erizada de pelos
negros, no hablaba, como si la mala verba le impidiese expresarse entre la
gente decente; después de tomarse el café, permaneció impávido unos minutos
antes de empezar a aburrirse y a mecerse en el sillón.
*
La gente de Meneses le mostraba su adhesión a los rebeldes dándoles
alimentos y aplausos. Al caer la noche, Roberto el Chino, que se sentía frustrado
de que las mujeres acapararan la atención de todos los alzaos, se puso a gritar,
histérico: “¡A quemar el cuartel!” Aquello no tenía sentido, porque el cuartel
era uno de los pocos edificios de mampostería del pueblo. Además, las casas
de madera del barrio contiguo podían arder y en Meneses no había bomberos.
Camilo Cienfuegos se apresuró a abandonar nuestro pueblo en su yipi militar
cuando oyó proponer semejante mariconada. Me imagino que Camilo estaría
acostumbrado a lidiar con imbéciles, pero correr el riesgo de prenderle fuego a
un pueblo entero por atender el jolgorio de un maricón no demostró buen
discernimiento de su parte. El cuartel hubiera servido para albergar media docena
de familias pobres o montar una escuela, pero le prendieron fuego. Al rato,
unas llamas rojas y azules chisporroteaban dentro del inmueble, enroscándose
en cuanto ardiese. Se sintieron pequeñas detonaciones, provenientes de los
cartuchos y explosivos que el ejército no se había podido llevar. Presa de sí
mismo, Roberto anduvo, amariconadísimo, por la calle de mi casa, gritándoles
a los rebeldes que estaban sentados en las pasarelas de los portales: “¡Aaaay,
eran traaaampas, eran trampas!” Ninguno le respondió porque aquellos guajiros
no entendían de puentes de palabras.
188
*
Roberto se fue a La Habana, donde trabajó de empleado en un comercio
de ropa; en la capital de la isla, se declaró oficialmente maricón. De allá pasó
por Madrid en su huida, donde se dedicó a empapelar apartamentos y fue maricón
también; se le podía ver por las noches, con un cortejo de maricones, recorriendo
los mesones en busca de romance. Habló de irse a Alemania a mariconear, pero
le cogió miedo a los carámbanos. Luego vivió en Nueva York y siguió ejerciendo
la mariconería. Por fin, se mató en una carretera de la Florida en compañía de
otro maricón. ¡Se transita y se muere, Nenita! ¿Crees que se despierten los
muertos a empezar de nuevo? Ya Roberto el Chino no es nada en la tierra, ni
siquiera maricón. No sé como será eso de la mariconería en la otra vida.
*
Ya los norteamericanos le habían suspendido la venta de armas al gobierno
de Batista. El mulato se sabía perdido y empezó a preparar la fuga. Al día
siguiente de los fusilamientos de Yaguajay, mi padre se llevó al sargento Sotuyo
de la cárcel, alegando que tenía una enfermedad cardiaca —en un momento de
frustración o de aburrimiento, los rebeldes le habrían echado fácilmente una
maroma al cuello. “¡Psch!” soltó Sotuyo cuando abandonó la prisión en
compañía de la vida —vivió en Miami cincuenta años más, con una giba en la
espalda. Amparado por un paño de la Cruz Roja y vestido de civil, mi padre lo
puso en un automóvil rumbo a La Habana, donde se pudo esconder con su
mujer y sus hijos de cara nevada unos meses hasta escapar todos, sin pasaporte,
en el ferry que iba a los Estados Unidos.
Entonces el comandante Camilo Cienfuegos se atasca en Yaguajay. El chino
Wong, jefe del cuartel de la Guardia Rural, resiste. Como no lo pueden desalojar,
los ingenieros de la guerrilla improvisan un aparato de asedio con un bulldozer
que blindan, pero fracasan porque los otros tienen una bazooka. Desvanecida
la esperanza de triunfar, los rebeldes se sentaron sobre la hierba a esperar el
resultado del sitio. Cuando se le estaban acabando las municiones, Wong mandó
que los aviones arrojaran bombas a ambos lados de la línea del tren. Los rebeldes
se apartaron por amor a la vida y él pudo escapar a pie a la plaza de Mayajigua
con sus hombres por la vía férrea.
Esto me lo contó Li Wong en Madrid diez años después. Wong era un
chino sin pretensiones, al que le gustaba beberse una caña de cerveza hablando
de cualquier tema.
No pude hablar más con Li Wong e informarme de la verdadera naturaleza
de los combates en aquella zona porque, durante todo el mes de agosto de
1969, estuve sumamente enamorado de Berta, una habanera rubia de ojos verdes,
viviendo el romance más caliente de mi vida —tres eyaculaciones en cada una
de varias tandas amorosas de siete horas. Aquella mujer me decía en cualquier
plaza de Madrid: “¡Llévame a hacer el amor!” ¡Dios es grande y bueno, Nenita!
189
Al igual que nuestras intimidades, desearía que aquel romance con Berta pudiese
suceder de nuevo porque todo gran placer quiere eternizarse.
*
A los dos días de finalizar la batalla de Yaguajay, acompañé a Dagoberto y
a mi padre a ver aquella curiosidad, resultado de uno de los pocos actos de
guerra de toda la Revolución. La fachada amarilla del cuartel estaba desconchada
a tiros: parecía el vestido de lunas de una bailaora de flamenco.Antes de retirarse,
la tropa le había pegado fuego al edificio, que humeaba aún. En los establos
quedaron varios caballos muertos, con la panza hinchada, que apestaban más
que los leños humeantes del techo desplomado. Alguien había abierto boquetes
en las paredes, no sé si para entrar o salir; vi tres paredes consecutivas con una
horadación de un metro cuadrado cada una. “¡Uf, esto no tiene arreglo!” exclamó
Dagoberto, ocultando la mirada ontológica detrás de las gafas oscuras. Por
todas partes se veían rifles springfield de palanca, inutilizados por quienes los
abandonaron; casi todos estaban partidos en dos. Aparentemente se habían
llevado todos los garands de repetición.
Empezaron a llegar noticias de Oriente. Nos enteramos de que, el día de
Nochebuena, durante su huida, el ejército había dejado desparramadas muchas
armas en los alrededores de Santiago de Cuba. El pueblo se emocionaba
intensamente con la creciente esperanza de las cosas que no entendía, como
190
cuando veía cintas de guerra americanas. En cada poblado o ciudad donde
entraban los rebeldes, el regocijo se volvía asonada y fiesta.
La marina de guerra había abandonado al dictador. Se había empezado a
negociar con el Ejército Nacional para poner fin a las hostilidades. Ya la guerrilla contaba con mil hombres. En Las Villas, se toman Fomento y Placetas y se
capturan armas. El primero de enero de 1959, el mulato se va con la calva
sobre la frente y todo el dinero que puede llevarse. ¡Un negroide sin caudal es
tan poca cosa!
El aprendiz de tirano no pierde tiempo: empieza a hablar de la reforma
agraria, de la industrialización del país, del fin del monocultivo y del campesino
propietario. Bajo las miradas del sol, las mentiras, y sobre todo las imbecilidades,
habrán de sucederse durante más de 60 años. Fidel alega que no se trata de
sustituir a un dictador por otro —es lo que tiene en mente—y le creen. Los
pueblos necesitan creer, y hay hombres que se hacen pasar por templos.
El líder de la Revolución, que vive fuertemente apegado a su cobardía,
teme que le hagan un atentado y lo maten al entrar a La Habana. Siente fobia
por los edificios altos, donde puede ocultarse algún francotirador. Sabe que no
ha triunfado la acción bélica, sino la sublevación ciudadana contra el gobierno
dictatorial. Presa del pánico, sortea los peligros que imagina. Luego se anima,
cuando se le unen varios grupos que le hacían separadamente la guerra a la
dictadura del mulato y lo aplauden. ¡Le gustan mucho los aplausos!
El público se abre paso a codazos y empujones y se abalanza sobre Fidel
para tocarlo, como si se tratara de Clavelito o del Jesucristo cubano. “¿Acaso
no sienten los pueblos como esas mujeres ingenuas que quieren perderse en
una embobeciente seducción?” se pregunta el hijo’e-puta. “¿Acaso los hombres
no reclaman algunas veces, como las putas, el despotismo de un chulo?” “¡Patria
o Muerte!” exclama, rebozante de júbilo, al hallar la estupidez tan animada.
Bien sabía que nadie atacaba a la patria y que la muerte era para quienes le
estorbasen.
La planta de radio le había conferido la jefatura al más cobarde. Aquel
vano bosquejo de hombre armaría su propia leyenda con mentiras y una viva
verbosidad, alimento espiritual de papanatas. Con discursos maratónicos,
jalonados con suposiciones, errores, idioteces, infundios y proyectos irrealizables
cautivó a la masa. Les dijo que plantaría muchos pinos en la costa para frenar a
los ciclones. Prometió bienes que ni él ni quienes le escuchaban, que no eran
del todo inocente, eran capaces de producir. Les echó la culpa a los yanquis de
la falta de iniciativa de la turba. En su locura, llegó a creer ser un gran Führer,
como Adolfo Hitler, y que aquellos necios y mulatos eran un pueblo laborioso
e inteligente, como el alemán.
Nenita: en la lengua vernácula del país, es justo decir que Fidel Castro fue
un gran comemierda.
191
*
Desde el primero de enero, la radio empezó a tocar unos aires marciales de
mal gusto, de un patriotismo afectado y pestilente. Las Bauta habían estado
excitadísimas y felices entre guerrilleros faltos de cama y hembra. Cuando los
rebeldes se marcharon de Meneses, los ojos de las Hijas-de-María expresaban
como una nostálgica lascivia. En nuestro pueblo, casi todas las mujeres reprimían
sus naturales ardores concupiscentes hasta el momento de echarse sobre el
lecho nupcial —ó a hurtadillas un poco antes. En aquellos tiempos, las Bauta
eran consideradas moralmente desamoldadas.
Los impulsos eróticos de mis vecinas las impulsaron a coser histéricamente
banderas del movimiento 26-de-julio. A mí me dieron una para que la colgara
de los tubos de mi bicicleta, pero mi madre me mandó a quitarla. “¡Cáspita!”
exclamó Raúl Méndez, palpando la bandera que yo estaba destrozando
(realmente dijo ‘carajo’) “esta tela es muy fina: no sirve pa’ medirle el aceite al
camión ni pa’ soplarse los mocos”. “¡Cáscaras!” repliqué (en realidad dije
‘coño’) “Matilde me dijo que esta bandera era de los buenos y me engañó”.
Las hijas de Quinto, el bodeguero, le dieron a Cagao unos trapos rojos y
negros para que se los colgara de los cuernos a las chivas del Oso Polar. Lo
ayudaron a obtener la cooperación de las cabras el negro Pillín y otros que
habían sido fustigados por el sargento Sotuyo cuando robaban frutas y violaban
animales.
Mientras las cabras de Meneses exhibían en sus cuernos los colores de la
Revolución, en el resto de Cuba apareció la chusma, siempre dispuesta a
incomodar a la gente decente. Las turbas, que se entregan con igual prontitud
al aguardiente y al sueño que a las manifestaciones políticas y a las quemas de
brujas, estaban alteradas: sentían bondad y odio al mismo tiempo, por eso reían
con llanto y lloraban a carcajadas. El rapto de exaltación de la gentuza, por
incomprensible que fuese, sentaba la pauta de la vida del país. Los hombres y
las mujeres andaban por las calles buscando mentiras para creer, denunciando
con voz agria a enemigos que no conocían hasta la antevíspera. Las mentes
capaces, que eran muy pocas, estaban aterrorizadas, en constante desazón interior.
En Cuba, como en cualquier otra parte, la sociedad siguió la suerte de
quienes la componían. La latencia del mal de fondo se manifestó en lo que
parecía un simple cambio de gobierno y hundió al país. A los cubanos no les
quedaba más que el recuerdo de las ideas, los instintos y el vigor de los primeros
tiempos, cuando la rasante de la moralidad era más alta. Las razas se habían
mezclado mucho más de lo que se suponía, empeorándose la existencia humana.
Con la Revolución, el mal terrible afloró para destruirlo todo. La calidad del
pueblo se hallaba disminuida porque el elemento étnico fundamental se asfixiaba
en el ambiente creado por la raza extraña. La gente de color, que no había
192
contribuido jamás a la civilización por su gusto, odiaba las leyes, que le
inspiraban terror —leyes que desafiaba salvajemente y deseaba despedazar si
lo pudiera lograr sin riesgo personal. El gran aliado del totalitarismo en Cuba
sería el odio africano a la fuerza que domina, gobierna y civiliza.
Los tiempos se volvieron indelicados. En vez de mostrar sus almas nobles,
poniéndoles a sus amantes los ojos tiernos, las muchachas hablaban venal- y
pérfidamente de paredón para cual o mascual. En Meneses, un pobre guajiro
muerto-de-hambre le llamó a otro de igual condición “latifundista” para
ofenderlo. Mientras tanto, los animales, que parecían ser menos apasionados
que la gentuza, seguían levantando la cola y dejando sus boñigas, plastas y
virutas por las calles.
Según algunos nuevos patriotas, desde el triunfo de la Revolución, el sol
refulgía más y las vacas parían mejor. Se puso de moda una canción, medio
marcha militar torpe, medio aire sentimental. Sonaba marcialmente primero:
El pue-blo (¡pan!) de Cu-ba (¡tun!)
unido en su dolor
se siente heri-dooo (¡pan, pan!)
y se ha de-ci-di-dooo (¡tun!)
a hallar sin tregua
una solucióooon (¡parapapán!)
que sir-va (¡tun!) de ejem-plo (¡pan!)
a aquellos que no tienen compasióoon (¡parapapapán!)
y arriesgaremos decididos
por esta causa hasta la vida (¡tan!)
y vi-vaaaa la Revolución. (¡tun, tan!)
y melífluamente después:
Sierra Maestra, (¡píiiii!)
monte glorioso de Cuba,
donde luchan los cubanos
que la quieren defender. (¡pí-pi!)
Un capricho miliciano,
que no ha de retrocedeeer
porque tiene aquí a la mano
la fuerza para vencer. (¡aaaah!)
Aquella canción se extendía, ensartando otras estupideces en alabanza a la
Revolución. ¡Y a casi nadie le parecía ridícula!
193
También se pusieron de moda más tarde unos versos, cantados por un
maricón, que hablaban de Fidel Castro y terminaban siempre con el mismo
estribillo:
Cuba sí, Cuba sí,
Cuba sí y yanquis no.
*
Desde los primeros días de la Revolución, se adivinaba la espantosa
intención de obligar a todos a entrar en su círculo de existencia. Como los hijos
de Mahoma, los hermanos Castro y el Che Guevara se sentían autorizados
moralmente a someter a los habitantes de aquel infortunado país con su Corán
comunista. Sin sentir el más leve escrúpulo, distorsionaban los hechos y
conspiraban para desplazar al pueblo de la vida pública.
El instinto civilizador de un puñado de cubanos jamás había logrado
convencer a las multitudes. Por el contrario, con la mezcla de sangre llegaron
las modificaciones en las ideas nacionales. En Cuba, jamás se logró una
estabilidad dentro de la cual la gente se pudiese esforzar pacíficamente en
satisfacer sus necesidades y refinar su talento.A raíz del triunfo de la Revolución,
cuando las masas salieron a demostrar su inteligencia, se pudo apreciar el fracaso.
Tal como ocurriría en los Estados Unidos treinta años más tarde, muchos
cubanos, que sentían correr por sus venas sangre mezclada, habían obligado a
todos a creer mentiras universales sobre la igualdad de los hombres. Escudándose
en la doctrina cristiana —escuela que siempre ha vivido de espaldas a la
civilización— esparcieron sus torpes infundios entre el pueblo. Las causas naturales de la superioridad del europeo sobre el negro, que se habían negado
porfiadamente en un principio, se llegaron a declarar perversas; se convirtió en
dogma la creencia equivocada de que la descendencia africana fuese parte
civilizadora del país.
*
Fidel Castro, a quien sus aduladores comenzaron a llamarle cariñosamente
El Caballo, no se atrevió a entrar en La Habana hasta el 8 de enero. Tenía
miedo y mandó a Camilo Cienfuegos, el hijo de un sastre cuya popularidad
envidiaba, a la vanguardia por si volaba el plomo. Se cuidó bien de no exponer
la vida ni de pronunciar ideologías comunistas al principio. De hecho, hablaba
de un humanismo revolucionario y cristiano. Más que nada, deseaba evitar un
encontronazo con el poder de los Estados Unidos mientras le pedía asistencia a
Rusia.
A los pocos días, me llevaron de regreso al colegio de Cienfuegos. Pasamos
por Santa Clara, donde oímos hablar de una gran batalla que no dejó rasgos de
194
combate por ninguna parte. Muchos años más tarde, en Santa Clara enterrarían
unos huesos de puerco que dirían ser los restos de Ernesto Che Guevara.
*
Habían aparecido muchos adherentes a la Revolución y otros dispuestos a
vivir de fábulas heroicas a costa del país. Del lugar menos pensado salía un
héroe, aduciendo haber tenido que proteger sus hazañas en el incógnito; al
igual que Castro, los héroes de Cuba forjaban sus propias leyendas, haciendo
salir a luz pública la ‘verdadera historia’ de sus famosos hechos. En la ruidosa
algazara de los primeros días, la multitud se lo creía todo y hervía de patriotismo
sin explicarse por qué.
*
Durante la primera cena que hicimos en el colegio, me cayó
de compañero de mesa Isidro, un muchacho delgado de Matanzas.
— ¡Qué mierda de guerra: cinco mil tiros para tumbar a uno!
—le dije a modo de saludo.
— En Matanzas no pasó nada —me respondió, casi envidioso.
Por esos días, salió la primera revista Bohemia a la calle, con
un retrato de El Caballo en la portada. Los redactores rivalizaban
unos con otros en alcahuetería periodística, recalcando una y otra
vez cómo la falta que Fidel creía hacer en el mundo estaba justificada. Eran
unos pendejos ensalzando a otro. En las páginas de la revista, se mostraban
fusilamientos con sesos-al-vuelo para que el populacho sanguinario disfrutara
también la Revolución. Se repetía inescrupulosamente la historia de 20,000
muertos por el régimen anterior con increíble naturalidad —situación análoga
a los seis millones de muertos que los judíos reclamaron tener en las cenizas de
la Europa nacionalista.
Curiosamente, en lugar de irse andando directamente a los montes de Cuba
a hacer la guerra, como muchos otros, Fidel había preferido lanzar una invasión
bien publicada desde Méjico para figurar como el jefe del movimiento. Deseaba
identificarse con José Martí y otros que habían preparado expediciones desde
el extranjero. Como el desembarco fue torpe, muchos perecieron o fueron
apresados. La huida hacia la Sierra Maestra, con sus muchas huellas, tampoco
fue brillante. De los hombres que salieron de Méjico en barco, solamente una
docena logró encontrar a los guías que los esperaban.
Con Fidel desembarcó Camilo Cienfuegos, el artista frustrado y empleado
de comercio que se convertiría en héroe popular —las putas no le cobraban.
Camilo se distinguió haciendo emboscadas y sabotajes por las llanuras del Cauto
y recibiendo heridas. Solamente tuvo dificultades con el capitán Wong —algunos
le llaman Abon Li— en el ramal ferroviario de Yaguajay. Después del triunfo
de la Revolución, cuando Camilo se convirtió en el Cristo de los cubanos,
Fidel Castro lo tacharía de inculto y poco inteligente para restarle importancia.
195
Diez meses más tarde, a petición de Raúl Castro, el Caifás cubano, matarían a
Camilo Cienfuegos.
Se prendieron tanto civiles como militares y se cometieron injusticias, pero
a la gente no le importó. Raúl Castro ejecutó en un sólo día a 70 acusados. En
Santiago, se fusilaron más de 200 militares y civiles. En La Cabaña, el Che
fusilaba gente por su gusto. El 21 de enero, Fidel exhortó a la multitud, exigiendo
la pena de muerte por crímenes políticos. Los juicios populares se convirtieron
en griterías contra los acusados, sin consideraciones justicieras. La Revolución
era una fiesta que crecía en importancia con el número de fusilados, ya fuesen
inocentes o culpables.
La gente inculta y sin influencia —la casi totalidad del pueblo— cotorreaba
indelicadamente teorías sobre lo justo y lo injusto que oía por la radio,
enfadándose con sus propias repeticiones. El populacho había escuchado de
boca de su profeta una creencia política, repleta de piedad pagana, que acreditaba
la persecución de los culpables y de los inocentes discordes. ¡Paredón! era la
palabra de orden.
*
Los alumnos del Ingreso al Bachillerato
de los HH Maristas seguimos el mismo
método de estudio, los mismos deportes, los
mismos paseos largos y las mismas salidas
al corazón de Cienfuegos. Jamás me volví
a tropezar con Carolina Cacicedo.
El profesor Jacinto Jorge enfatizó los
estudios geográficos y el hermano Rafael la
Ortografía y la Aritmética pesada que lleva
al Álgebra. No sospechaba que iba a visitar
en los próximos años los puntos del mapa
que llevaban nombres como Nueva York,
Madrid, París y Ginebra —y mucho menos
que Santa Clara, Cienfuegos y La Habana
pasarían a ser recuerdos lejanos. Algunas
veces, me quejaba con mis compañeros de
curso: “¿Para qué coño tendremos que saber los nombres de esos Grandes Lagos que
están en casa del carajo?” No me imaginaba
que iba a vivir en Detroit, navegar un trozo
de los Grandes Lagos, y nadar en las
pequeñas lagunas de Michigan.
El hermano Rafael nos explicó en la
clase de Ciencias Naturales que el globo
196
terráqueo es parte del sistema solar, el cual está metido a su vez en una extensa
polvareda llamada la Vía Láctea. Habló de teorías sobre la formación gaseosa
de la tierra y ocho planetas más debido a una supuesta pequeñísima fraccionación
del sol. Nos hizo pensar en que el centro de la tierra debe de ser caliente y
ferroso como la lava de los volcanes, en que los polos magnéticos se corren
porque así es, y en que los relojes mienten porque el día dura solamente 23
horas, 56 minutos y 4 segundos. Nos aclaró que nadie sabe lo que es el tiempo
pero que, de saberlo, la gente no querría envejecer. Colegimos de las palabras
del hermano que, de igual forma que el sistema solar está encajado en la Vía
Láctea, dentro de la materia hay un mundo de sistemas llamados átomos en los
que unos planetas llamados electrones giran en torno a soles de protones y
neutrones. El hermano Rafael no nos pudo dibujar más que imágenes poéticas
de la ciencia porque nadie había visto un átomo aún.
*
En enero, se prohibió portar armas. “¿Armas para qué!” decía Fidel. A los
aviadores del gobierno anterior, que habían sido absueltos por un tribunal civil,
se les hizo un segundo juicio, ordenado por Fidel, y se les condenó a 30 años de
prisión. Era el comienzo de la justicia de El Caballo. Ya se estaba urdiendo
encarcelar o ejecutar a los jefes revolucionarios que pudieran sublevarse.
Sin que se hubiese aprobado ley alguna, se comenzó a ejecutar la Reforma
Agraria. Se confiscaban fincas de personajes del antiguo gobierno y se despojaba
de sus propiedades, malversadas o no, a mucha gente. En mayo del 1959 se le
daría finalmente forma a la Ley de Reforma Agraria, que habría de conducir a
la ocupación de toda la tierra. El Che se rodeó de comunistas y se dispuso a
destruir la economía del país ejerciendo el cargo de Ministro de Industria. Fidel asumió el cargo de Primer Ministro e instaló un presidente de pacotilla en
el gobierno. La negrada había comenzado.
En realidad, uno de los comandantes de la Revolución, Humberto Sorí
Marín, había sido señalado para redactar una ley agraria. El objeto de dicha ley
era darle tierra al campesino a expensas del latifundio improductivo. En mayo
del 1959, Fidel le informó a Marín que su esfuerzo era un juego de apariencias,
que la auténtica Ley de Reforma Agraria la habían escrito el Che Guevara, él y
Dorticós —un comunista que sería nombrado presidente y acabaría
suicidándose. La verdadera Ley de Reforma Agraria era radical y comunista.
Humberto Sorí Marín no la firmó. Naturalmente, la nueva ley agraria acabaría
con la industria ganadera, la azucarera y la agricultura en general. El Che
Guevara, además de ser comunista, era un tipo muy bruto.
La marca de la nueva dictadura será la negación de la independencia
económica para los trabajadores y la prohibición de la independencia política
para todos los ciudadanos. Ha sido el caso más claro de gente metiéndose en lo
que no les debe importar que he visto en mi vida. El gobierno sembrará el caos
197
en la Banca Nacional y el Estado quedará insolvente. El peso cubano, que
estaba a la par con el dólar cuando triunfó la Revolución, perderá todo su valor.
Empiezan las intervenciones arbitrarias. Se despoja a los hacendados de
sus tierras, primero reduciendo la propiedad a una extensión máxima de 30
caballerías (una caballería son 13.43 hectáreas) y luego confiscando toda la
tierra. La merma en la producción y la fuga de los cerebros —de blancos
naturalmente— del país producirán la escasez endémica y el hambre.
*
Mientras el hermano Alejo seguía sacando a los internos mayores de las
casas de putas en la furgoneta del colegio, se empezaron a fraguar planes contra la educación privada en el seno del nuevo gobierno. Los colegios privados,
semillero de intelectos pulidos, tenían que ser abolidos —¡sin discusión!
De enero a junio, mientras el furor revolucionario obliteraba la inteligencia
del país, estudiamos muy duro. Una tarde de mayo, el hermano Julio me aclaró
que la bombilla que se prendía cuando yo la tocaba ya tenía conducto a tierra,
que era la capacidad de mi cuerpo que ayudaba a ionizar el gas que tenía dentro.
“Te lo explico” me dijo apesadumbrado, haciendo que cambiaba de lugar una
redoma mediada de líquido por no verme la cara “porque quizás no estudies la
Física con nosotros”. Me sentí muy triste aquella tarde: un llanto seco e invisible vació el sentimiento acre que sentí y una aversión callada y resuelta se
posesionó de mi espíritu. Yo, que jamás había tenido un sueño inquieto, pensé
muchas veces en la confiscación de colegio, que llegaría, y la expulsión de
todos aquellos hermanos que habían sido mis amigos. El ambiente macabro de
aquel país desgraciado me empezaba a fastidiar. Y me molestaría mucho más
no haber podido castigar a los autores de mi desgracia. Muchos años después,
cuando pensaba en los que habían permanecido en Cuba a sufrir a Fidel,
esbozaba una sonrisa de salvaje desprecio que no era suficiente; realmente,
hubiese deseado machacarlos a todos.
Durante los vientos de Cuaresma, me entregaba a mis propios pensamientos
a menudo entre el rumor de las hojas de los grandes árboles que rodeaban el
campo de deportes de los medianos. El único orden que había conocido en la
vida se resquebrajaba para dar paso a algo horriblemente popular y sucio. De
estar vivo mi bisabuelo Pancho —como todos aquellos que pueden proclamar
ser hombre sin asustarse—, hubiese combatido y dominado a la negrada con
sus recursos, su astucia y su valor. Ni el mulato Batista, ni el demagogo Fidel
hubiesen vivido. Como dice Gobineau, la intolerancia es la gran virtud de la
raza, la conciencia del propio valer y de la propia nobleza de carácter. Darles a
infrahombres de inculta inteligencia y a homúnculos degenerados racialmente
instituciones de gobierno, querer cambiar su modo de existencia, es una locura.
Sin que hubiese un sólo renglón de africanismo en las leyes del país, los cubanos
se comportaron siempre tan depravada-, brutal- y ferozmente como sus parientes
198
del África porque siempre reinó entre ellos el verdadero espíritu de su raza.
También en Cuba convertirían en desierto la tierra cuyos recursos naturales
habían enriquecido a los blancos que la cultivaron.
Volvimos a la playa de Rancho Luna en abril. Como éramos pocos, pasamos
la noche en las habitaciones anexas a la gran cabaña donde estaba el expendio
de bebidas. Los hermanos nos dejaron en libertad y se fueron a pescar. Aquella
noche, por primera vez en mi vida, contemplé ensimismado la luna rielar en el
agua, mientras dejaba unos pensamientos sin forma definida vagar sueltos a sí
mismos —algo parecido me ocurriría varios años después, fumando marihuana con Mary Brockmayer en el puerto de Barcelona. Desde los arrecifes
cercanos al muro donde estaba sentado, unos pescadores sacaron del mar
una guasa (cherna gigantesca) cuyas escamas reflejaban otra vez el reflejo
de la luna llena. Por aquellos tiempos, se había puesto de moda una canción
que decía:
Blue Moon.
La luna me hace soñar
porque ella dice que está
enamorada del mar.
*
Por algún motivo, temprano en la mañana siguiente, el Huevo Pinto y el
Mono Viejo se enfadaron. Relámpagos amenazadores cruzaban por los ojos de
ambos. Daba pena verlos asestarse golpes en la cara y en el cuello sin hacerse
ningún daño. Ambos eran sumamente endebles y sus puñetazos no mataban
mosquitos. Ni siquiera pronunciaban bonitas blasfemias cuando hacían zumbar
el aire a bofetadas. Estaban tan metidos en la contienda que no oían las risas de
sus compañeros. Les iba a decir que parecían mariquitas pegándose, pero me
contuve porque me parecía que le gustaba a Mirta, la hermana de Mono Viejo,
y no deseaba disgustarlo. No faltó quien les gritara que parecían dos afeminados
peleándose: “¡Vamos, a darse como los hombres!” Finalmente, con la fisonomía
enrojecida por el rencor, no por los golpes, se separaron solos. “¿Quieres más?”
le preguntaba uno al otro cuando se cansaron y ninguno respondía que sí.
— ¿A cuál de los dos le ibas? —me preguntó el Mono Viejo una vez
terminada la farsa, con los botones desgarrados de su camisa.
— A ti, por supuesto —mentí. El Huevo Pinto pelea como las gallinas.
— ¿Quién ganó la pelea? —me apremió.
— Tú —respondí inescrupulosamente.
— Huevo Pinto dice que ganó él —me dijo, inseguro de sí mismo,
humillado por la sospecha de haber sido batido por tan flojo adversario.
— Está hablando mierda —le aseguré.
199
Del Huevo Pinto (no me acuerdo de su verdadero nombre) no supe más. El
Mono Viejo, que se llamaba Ramón, se hizo ingeniero electricista en los Estados
Unidos y vivió en Miami.
Por fin llegó el mes de junio y, con él, las pruebas finales del colegio. Las
pasé casi todas con sobresaliente. Cuando el hermano Julio me entregó el
certificado que acreditaba mi ingreso al bachillerato, me dijo: “Este es el que
vale en los Estados Unidos”. Al día siguiente hicimos la prueba del Estado. El
Ministerio de Educación de la Revolución deseaba darnos el examen de dictado
también. Enviaron dos mulatas, una adelantada y otra atrasada, henchidas de
un orgullo salvaje por haber sido nombradas árbitros del gobierno —los mulatos
se consideran más aptos a la conceptualización que los negros porque superan
algunas veces el estado de repetición de cuanto oyen.
Antes del dictado, el hermano Alejo le pidió el texto a las mulatas. La más
adelantada, que llevaba empolvado el rostro y vestía de brillante púrpura —en
Cuba todavía había ropa—, se lo mostró. Al hermano Alejo le centellearon las
pupilas cuando examinó el contenido del dictado. Penetrando los ojos opacos
de la mulata con su mirada de lince, hasta lo más íntimo, que resultó ser un
vacío, le dijo:
— Este es un examen de tercer año de bachillerato, no de ingreso.
— Es el examen de la Revolución —se defendió la mulata, transmitiéndole
a su mirada salvaje la autoridad de El Caballo y de su Ministro de Educación,
Armando Hart.
— ¿Acaso les ha dado este examen a los alumnos del instituto público? —
le preguntó inclemente el hermano.
— No lo sé.
— ¿Quiere utilizar mi teléfono para averiguar?
— No; a mí me han mandado a dictar y aquí estoy.
La contesta acerba de la mulata aclaró la situación: el gobierno deseaba
empequeñecer ante los ojos de la sociedad los logros de la educación privada
mediante pruebas desleales. Ella misma había escogido el dictado: no había a
quién apelar. El hermano Alejo le devolvió el papel a la mujer en silencio y le
volvió la espalda. El sonido macizo de sus pisadas se perdió por el corredor,
rumbo a la oficina.
Había que batallar contra la fe nueva. El hermano Licinio, un castellano
corto de talla y largo de carácter, nos mandó a entrar a la clase a sufrir la prueba.
Durante los veinte minutos que siguieron, la mulata adelantada se regodeó con
el pasaje literario de una puesta de sol. Nos bombardeó con un caudal de
nombres, verbos y adjetivos olvidados en el lexicón. Algunos eran tan poco
usuales que no sabía pronunciarlos ella misma y debió repetirlos varias veces o
dejar que los leyera el hermano Licinio. Aquello no era una prueba, sino una
refriega.
200
Escribimos nuestro trabajo envueltos en un silencio sepulcral. En los ojos
de la mulata más atrasada estallaron relámpagos de salvaje alegría cuando,
cumplidos los cinco minutos concedidos para revisar el dictado, nos quitó las
cuartillas de la mano. Creyendo adivinar cuál sería el resultado de la prueba,
había tomado de antemano un aire de crítica. “¡Quita allá, negra bribona!”
pensamos algunos.
Con afectado desprecio, la mulata adelantada revisó las pruebas y apuntó
los resultados en un libro que llevaba. El hermano Licinio se mantuvo a su
lado, vigilante, para que no hiciera trampas —sus ojos castellanos centelleaban
como carbunclos. Mientras compendiaba la lista de quiénes habían pasado y
cuáles habían fallado el examen, un entorpecimiento escénico se apoderó de la
mulata y un resplandor furibundo subió a sus facciones grotescas: con la
excepción de tres alumnos, todos habíamos pasado la prueba del dictado. ¡Qué
sublime impudor siento al decirlo! El hermano Licinio reía quedito y a la enviada
del gobierno se le desmayaba el alma y se le helaba la lengua.
201
El hermano Licinio leyó los nombres de los tres infortunados que no habían
pasado: eran los burros de siempre. Añadió en voz muy alta: “Los otros treintay-dos han pasado”. Se oyó un “¡Aaaah!” victorioso en el corredor, seguido de
muchas risas. Después, el hermano metió majestuosamente el folio que le
correspondía al colegio en su carpeta y se marchó a la oficina sin despedirse de
las mulatas.
Delatando con su palidez la vacuidad de su espíritu, avergonzadas por
haberles fallado a la Revolución, a Armando Hart y a Fidel Castro, las mulatas
se marcharon consternadas y adoloridas. No dijeron nada más porque se les
ahogaba la voz y su tono era lastimoso. El mohín que hizo la mulata atrasada al
partir fue increíblemente grotesco, parecido a la mueca de una mona afligida.
En ese momento, un prolongado relámpago iluminó el cielo, que había
denegrecido mientras esperábamos los resultados del examen. Tras las serpientes
azuladas de la tormenta, los truenos se sucedieron con rapidez y el aguacero les
cayó sobre las pasas de sus cabezas inútiles a las mulatas, que andaban a pie.
No quisieron volver al ablugo del edificio, prefiriendo mojarse entre los ribetes
de fuego del cielo. Iban atolondradas.
Unos meses después, aquellas frustradas esperanzas se transformarían en
odio. Regresarían en cuerpos de hombres armados para apropiarse del colegio
sito en la cresta de la loma. La Revolución no podía consentir al desarrollo de
las mentes jóvenes. ¡Mahoma andaba en pie de guerra!
Increíblemente, la rechazada Enmienda Platt, que les permitía a los
norteamericanos intervenir en la política de la isla, hubiese salvado a Cuba de
sus propios hijos-de-puta.
202
*
Pasé el mes de junio (1959) en Meneses. Apenas las tinieblas del sueño
despejaban mis ojos, me servías el desayuno. Tú siempre fuiste para nosotros,
sobre todo para mí, más que una simple criada.
Antes que los demás se levantaran y empezaran a hablar, me lanzaba a los
caminos en la bicicleta. Me deleitaban las mañanas frescas, animadas con el
trino de los pájaros. Compartían la alborada conmigo unas mujeres de dientes
manchados por la nicotina de los cigarrillos amarillos que fumaban —las seducía
el tabaco. Desde temprano, salían a las veredas rumbo a las casas de los ricos a
solicitar fardos de ropa sucia para lavar. Restregaban la ropa entre el agua
jabonosa de unas artesas llamadas bateas; luego, la colgaban a secar en el sol
de la media-mañana, la planchaban y la doblaban para entregarla a sus dueños.
Las lavanderas arriesgaban la salud expuestas a la combustión de las cocinas
de carbón vegetal, en las cuales calentaban continuamente las planchas de hierro
con las que les quitaban las arrugas a la ropa. A decir verdad, la salubridad, la
justicia social, la libre empresa y el capitalismo no se llevaron bien en Meneses
—ni en ninguna otra parte.
*
Hasta entonces, la Revolución no había cambiado mucho a los pueblerinos,
que continuaban en sus apacibles faenas. Se habían puesto de moda algunas
barbas caudalosas y se cotorreaba lo que decía la radio. Por lo demás, se seguía
laborando como de costumbre y las patas de los caballos continuaban hollando
el césped humedecido por el rocío. Aún había gran cantidad de bebestibles en
los bares de Cuba y la gente seguía embriagándose los domingos y practicando
el pasatiempo nacional de hablar mierda. A los pocos días, se daría el primer
conflicto que prepararon estúpidamente los comunistas aficionados de la
comarca.
Las purgas y las renuncias ocurrían mayormente en La Habana. La sabiduría
colectiva —u opinión publicada— voceaba a diario cómo gobiernos como los
anteriores, que habían sido impuestos por la influencia extranjera, tenían que
ser necesariamente malos. La habían tomado contra el “imperialismo yanqui”
y acusaban a los norteamericanos de crímenes horrendos contra el pueblo de
Cuba. A mi modo de ver, aquello no tenía sentido: mi vecino norteamericano
de Santa Clara, El Cuico, era buen camarada —sus hermanas eran unas hembras
bellísimas—; otro yanqui, que estudiaba en el colegio de Cienfuegos, no se
metía con nadie.
En un par de años, los cubanos demostraron cómo un gobierno impuesto
por el salvajismo nacional es capaz de destrozar a un país íntegramente. El
populacho de Cuba, que era muy ignorante, no sentía miedo de hacer el mal;
ayudó a demoler principios que desconocía y terminó teniendo miedo de todo.
203
La libre expresión fue la primera víctima de la Revolución. Desde los
primeros días del año 1959, un alud de loas mediáticas encubría la disposición
incivilizada de los nuevos gobernantes. Certificaban que había que estar de
acuerdo con cuanto dijera un Caballo tan extraordinario, acaso sobrehumano.
Quienes no pueden lograr sus propios discernimientos defienden bien los
prejuiciosos inventos ajenos. Periodistas conocidos —que se ganarían
malamente el pan el resto de sus vidas acusando a Fidel Castro de sus
arbitrariedades desde los Estados Unidos— publicaban entonces editoriales
sensacionalistas, animando al nuevo Jefe de Estado a convertirse en el dictador
absoluto de los cubanos; algunos vistieron el uniforme de la Revolución y
participaron en las depredaciones del nuevo gobierno. Aunque más tarde lo
negaron por cobardía, aquellos patriotas habían deseado hurtar en interés de
Fidel Castro y su terca revolución.
Y el pueblo de entendederas entorpecidas creía escuchar grandes
pensamientos en las palabras necias, sin viso de verdad, y los defectuosos
razonamientos de El Caballo. Fue una gran crueldad dejarlo hablar. Desde
entonces, la falacia gobernó y las cosechas quedaron en manos de Dios —que
anduvo siempre demasiado ocupado con los asuntos Divinos para cuidarlas.
*
Pancho, el hermano mayor de mi abuelo, le había donado a la Iglesia el
terreno de manigua contiguo a la casa de mi madre. Quizás temiese que el
nuevo gobierno terminara incautándolo por falta de buen uso. El solar destinado
a la nueva iglesia era de unos 50 metros por 60. Animadísimas con la presunta
erección, las Hijas-de-María habían recogido fondos en casa de los ricos y
donaciones de materiales por toda la zona.
Antes de comenzar a levantar la iglesia nueva, que sería de hormigón, se
amontonaron algunos materiales cerca de nuestra casa. Raúl Méndez y su hijo,
Alín, descargaron a pala un camión lleno de arena blanca y otro de arena negra.
Les ayudé a descargar un tercer camión lleno de piedras.
Durante los días que precedieron el inicio de los trabajos de la iglesia, me
entretuve fabricando trampas para que cayesen aquellos que gustaban de subirse
a las lometas de la arena de la iglesia. Cavaba un hueco cerca del pico de la
arena amontonada, le cruzaba la boca con ramas finas y, sobre éstas, ponía
cartones; luego cubría la armazón con arena, camuflándola. Después me
recostaba a la baranda de la consulta de mi padre a esperar que alguien pisara le
piège y cayese al hueco oculto. Siempre me gustó la cacería. Los demás
muchachos se animaron bien pronto a hacer lo mismo.
Observando los trabajos de edificación de la iglesia, aprendí cómo la energía
viaja de los brazos del hombre a la punta de la mandarria (sledgehammer) y
penetra la piedra dibujando una rajadura. Los obreros sujetaban contra el suelo,
bajo la punta de sus botas burdas —los famosos me-cago-en-Dios—, las piedras
204
que yo había ayudado a descargar; inmediatamente, las quebraban con un golpe
seco de la mandarria en dos pedazos; la acción se repetía hasta que los trozos
quedaban reducidos al tamaño de una nuez.
En un par de días, se cavaron a pico-y-pala las zanjas de la zapata y se
ataron las armazones de cabillas que iban metidas en ellas. Al tercer día, se
preparó el concreto y se fundieron los cimientos. En la boca de una pequeña
concretera, que estaba conectada al circuito eléctrico de nuestra casa, se echaba
continuamente la justa proporción de gravilla (las piedras que habían picado
los trabajadores), agua, cemento y arena. Cada vez que la mezcla estaba lista,
se la llevaban en carretillas y la volcaban dentro de la zanja de la zapata para
que endureciera al secarse.
A media mañana, te mandaban a sacar todas las gavetas de hielo del
congelador y a hacer una enorme limonada en una cubeta de acero galvanizado,
de las que se usaban para baldear el piso; cuando estaba lista, le echabas dentro
un litro de aguardiente de caña y se la llevabas a los trabajadores. Ellos te
deseaban y a ti te gustaba. Como yo era muy aficionado a la limonada, sobre
todo si estaba hecha con limones criollos, quería probarla pero me lo prohibían.
“Ganarás la limonada con aguardiente con el sudor de tu frente” me decía
Paulina, que era muy versada en Historia Sagrada, por mortificarme.
La iglesia no se terminó hasta el año ’62, después de que yo había
abandonado el país. La terminaron justo a tiempo porque por entonces
escasearon los materiales de construcción en Cuba y se fabricó muy poco durante el medio siglo de quiebra, sin posibilidad de repunte económico, que
siguió.
*
Exceptuando las provincias de Las Villas y Camagüey, en las ciudades de
Cuba se había superado la repugnancia natural que el ser humano siente por el
cruce. Se había comenzado destrozado el concepto de una humanidad de
orígenes múltiples a favor de la hermandad absoluta de todos los hombres.
Una vez destruido el rechazo protector, los integrantes de dos ascendencias
totalmente dispares se confundían, alterando el elemento nacional. Ya el país
(en Cuba jamás hubo nación) había perdido su carácter étnico europeo: había
degenerado. Lo que se había adelantado en una Europa separada de las razas
primitivas por mares, desiertos y cordilleras, se disipaba en una horrible
amalgama. Las costumbres, las leyes y las instituciones habían perdido su
espíritu antiguo. Vivíamos en un mundo de ficciones publicadas con el fin de
distraernos, embrutecernos y, a la postre, destruirnos. No se podía mantener la
integridad racial en la isla. El carácter especial del pueblo reflejaba la forzada
proximidad del africano y reclamaba a gritos la aceptación de la identidad de
origen. Nadie se había tomado el trabajo de contabilizar los muchos pardos
205
que pululaban en el país. De haberse conocido la prueba racial del ADN, se
hubiese podido comprobar que la mezcolanza se aceleraba.
El estado de existencia en el que se ubicaba la sociedad carecía de ideas
complementarias y civilizadoras —el ser se nutre de su estructura genética. A
algunos negros que sabían leer, escribir y contar, se los tenía por civilizados.
Los blancos de la isla no lograrían librarse ya de la barbarie. Las instituciones
de la Revolución también reflejarían, naturalmente, los instintos y sentimientos
bárbaros del negro. La intolerancia de mi bisabuelo Pancho, consecuencia de
su valer y de su fuerza, había sido sofocada por la dejadez.
*
Con la excepción de los nuevos cimientos de la iglesia, erizados ya de
cabillas en espera que se fundieran los pilares, no se notaban cambios físicos
en Meneses. Casi todas las tardes, me iba solo en bicicleta por el camino de
Bamburanao a nadar a la poza. La hija del encargado de la finca (la antigua
envenenada por amor y vergüenza), cuyo hijo ya empezaba a caminar, bajaba
la vista cuando me veía. “¿No tienes miedo ahogarte?” me preguntó una tarde,
sin dejarse ver la mirada. “Sé nadar; tú también puedes aprender” le respondí.
Entendió que yo la podía enseñar y se sonrojó. Un domingo, la muchacha le
llevó su hijo al padre Jacinto Ortiz para que lo bautizara. Como no tenía padrino
—a los pobres casi nadie los quiere apadrinar—, el padre me lo suscribió de
ahijado. Creo que, de no haberse convulsionado tanto Cuba, la muchacha y yo
hubiésemos entablado alguna relación de tipo afectivo por la arboleda de la
poza y el cañaveral. Aquella guajira callada y simple hubiese sido la amante
ideal durante los años de dudas metafísicas de mi juventud —titubeos que sólo
sabría resolver en mi cabeza. Ella tenía muy bonitos los senos y las piernas;
con la cabellera azabache suelta, adquiría un aspecto indómito que parecía
presagiar no solamente grandes dotes amativas sino una vida al margen de las
complicaciones del intelecto y del interés.
El padre Jacinto Ortiz, que era más nacionalsocialista que falangista, se
sentía muy mal entre aquella caterva de estúpidos con aspiraciones comunistas
de Cuba. Los borregos gritaban ya por la radio: “Si Fidel es comunista, que me
pongan en la lista que estoy de acuerdo con él”. Un domingo, Germán y Jacinto
Ortiz tuvieron una corta conversación en el portal de nuestra casa que hizo a mi
padre fruncir el ceño y pensar muy en serio.
— Esto no me gusta nada —dijo Germán en voz baja para que no lo oyeran
las vecinas (se empezaba a temer la delación). Este asunto de la lucha de clases
ha sido urdido con la intención de acabar con la dirigencia del país. El Estado
quiere controlar la economía, la industria y el comercio. En este momento se
están expropiando todas las tierras útiles.
— Precisamente —le respondió Jacinto Ortiz—, el comunismo es un súpercapitalismo que dispone de todos los bienes como de la hacienda propia.
206
Sostengo que cualquier gobierno que no reconozca el bien común como ley
suprema es antisocial. Y no están estos gobernantes opuestos a la usura, a los
negocios ilícitos ni al enriquecimiento sin escrúpulos a costa y en perjuicio del
pueblo; no, como los judíos, lo quieren abarcar todo a como dé lugar.
— Aquí nadie va a tener independencia económica —repuso Germán.
— Nadie habrá de tener derecho al libre ejercicio de su profesión ni a la
libre disposición del producto de su trabajo. El trabajo surge precisamente del
reconocimiento de la propiedad privada. Los productos del trabajo, o bien sus
valores correspondientes, no pueden ser patrimonio de una generalidad inasible,
de ‘todos’, tal como no lo deben ser de un individuo capitalista.
— La necesidad nunca ha hecho grandes negocios, y en Cuba hay muchos
necesitados —concluyó Germán.
Como Jacinto Ortiz no era hombre de callar, ese mismo verano lo
trasladaron a La Habana y, de allá, a Vitoria, en España, donde lo volvería a ver
ocho años más tarde. Dejaron en su lugar a un sacerdote cubano mucho menos
dispuesto a exponer sus convicciones políticas frente a las ficciones populares.
***
Germán me prestó una biografía de Benjamín Franklin porque sospechaba
que yo iría a parar a los Estados Unidos. Mi madre había sacado inscripciones
de nacimiento para todos y se disponía a gestionar pasaportes para tenerlos a
mano en caso de necesitarlos. Leí el libro en un par de días.
Franklin había nacido en el Boston de la América inglesa el 6 de enero de
1706. Su padre había emigrado de Inglaterra. Como estaba cerca del mar,
aprendió a nadar. Ejerció la calderería y la fabricación de velas en el taller de su
padre y luego fue aprendiz de imprenta. El reconocimiento del trabajo como
algo provechoso y formativo, tal como lo expresaba Franklin, me resultó muy
beneficioso años después. En Cuba no se pensaba en esas cosas entonces.
Benjamín Franklin fue mayormente autodidacta. Asistió pocos años a la
escuela por falta de recursos. De todos modos, por aquel entonces —como
ahora— la gente ilustrada se tenía que conformar con muy poco. Todos los
días, después del trabajo, Franklin leía cuanto le caía en las manos. Le fascinó
la obra Los dichos memorables de Sócrates, de la que adoptó el raciocinio
socrático, abandonando desde entonces las argumentaciones jactanciosas y
terminantes. De ahí en adelante, utilizó el método socrático para obligar a los
demás a hacer imprevistas concesiones de razón.
De Boston, Franklin se había trasladado a Filadelfia para hacer su vida y
realizarse como ser humano. Era sumamente austero, aunque fue caritativo por
naturaleza. En Filadelfia, laboró arduamente durante varios años, hasta que
llegó a conseguir un considerable éxito económico como impresor. En el 1732,
207
a los 26 años, publicó su Almanaque del Pobre Ricardo, en el cual se le ocurrió
intercalar proverbios relativos al trabajo y a la frugalidad. Estudió por cuenta
propia el Francés, el Italiano y el Español. Citando al Sancho Panza de El
Quijote señalaba que, de ser sus conciudadanos negros, en caso de no poderse
poner de acuerdo con ellos, los podría vender.
En su autobiografía, dedicada a su hijo, Franklin declaró la importancia de
la verdad, la sinceridad y la integridad en las relaciones humanas. No sé si
realmente las practicaba, pero se las recomendó a su hijo como buenas.
Reconoció haber escrito su autobiografía por satisfacer su íntima vanidad.
A pesar de que los credos conocidos le parecían áridos y faltos de interés,
Franklin creía en la Divinidad, en la inmortalidad del alma, y en que el crimen
será castigado y la virtud recompensada ya sea en este mundo o en otro porvenir. Como norma de vida, imitaba en lo posible a Jesús y a Sócrates. Según
dijo, se valía de los placeres del sexo exclusivamente para la buena salud y la
creación de la familia, nunca por lujuria. ¡Hummm!
Me agradó la candidez de Franklin. Me identifiqué con él cuando declaró
que, a los quince años, había dudado de la Revelación —a mí me había ocurrido
a los doce—; asimismo, como San Juan Bosco, había formalizado un pacto
con un amigo para que el que muriese primero regresase a reportarle al otro
sobre el más-allá. Sentí que Franklin era humano cuando admitió haber querido
aprovecharse sexualmente de la amante de un amigo suyo durante su estancia
en Inglaterra.
Contrariamente a las estupideces que sostenía la Revolución, Benjamín
Franklin escribía en el siglo XVIII cómo cada hombre tiene por objetivo su
interés particular. Sin engolosinarse con las idioteces de los buenos, Franklin
comprendía que le resulta más difícil obrar honradamente a un hombre
necesitado que a uno acomodado. Si, como Franklin, Fidel Castro hubiese estado
siempre ocupado en alguna labor útil y si hubiera evitado las conversaciones
insustanciales y frívolas, muchísimos millones de personas hubiesen vivido
contentas en la isla de Cuba. Además, en vez de odiar a sus adversarios, como
hacía El Caballo, Franklin se reconciliaba con ellos porque, a su modo de ver,
el resentimiento no da frutos.
Desde muy joven, Franklin había sido apreciado en el mundo de las letras.
Sus opúsculos no eran floreados, pero estaban saturados de sentido común —
el menos común de todos los sentidos. Cuando tuvo suficiente dinero para no
tener que trabajar más, se dedicó a los asuntos públicos. Trató con indios que
sostenían que El Gran Espíritu había hecho el ron para alegrarse hasta la
embriaguez y con cuáqueros que no creían en la defensa propia hasta verse
amenazados de muerte. Siempre ganándose la buena voluntad de los demás sin
grandes discusiones, buscó apoyo para crear una universidad en Filadelfia y
organizar el primer cuerpo de bomberos. También convenció a sus vecinos de
208
que pavimentasen las calles de la ciudad con ladrillos para evitar las polvaredas
y el fango. En Meneses, en pleno siglo XX, no conocimos gente así. Claro que,
en el siglo XXI, ya Filadelfia se había convertido en una ciudad primitiva de
negros.
Una de las facetas más interesantes de Franklin fue la tecnológica y
científica. En 1742, inventó una estufa abierta para mejorar la calefacción y
economizar combustible caldeando el aire frío que penetraba en ella. Diseñó
una lámpara que se mantenía limpia con el tiro del aire que entraba por
hendiduras bajas y salía por un embudo alto. En 1746, se interesó por la
electricidad. Estableció la similitud entre el rayo y la electricidad, lo que llevó
a Canton a divisar un experimento para atraer el rayo por medio de una varilla
metálica puntiaguda.
A Franklin, como a muchos otros colonos de Norteamérica, le desagradaba
que Inglaterra no defendiese adecuadamente a las colonias ni les permitiera a
éstas hacerlo por sí mismas. Protestó enérgicamente la rapiña de las tropas
inglesas. Finalmente, tomó partido por la emancipación. Contrariamente a la
tardía imitación independentista de los cubanos, la autonomía de los Estados
Unidos se fraguó en la mente de intelectuales blancos, capaces de edificar una
nación saludable.
Basado en sus copiosas lecturas y en sus experiencias en Europa y en
América, Benjamín Franklin les hizo una sorprendente advertencia a sus
conciudadanos de la nueva nación: los previno en contra de la emigración hebrea
al Nuevo Mundo. “Si dejamos entrar a los judíos en nuestro país —escribió—
, nuestros hijos nos habrán de maldecir”. No lo escucharon. Doscientos años
después, los judíos habían creado el mayor centro de poder sionista en los
EEUU. Cuando yo emigré al país, a principio de la década del ’60, los judíos
empezaban a manipular la opinión pública. A pesar de ser relativamente pocos,
estaban tan bien organizados que controlaban casi todos los medios de
información y entretenimiento. Hoy, pujan por deshacer las bases morales del
país, siempre antojados de que las demás razas se les entreguen por hambre. A
través de los medios masivos, de los que se han apropiado, controlan el
pensamiento ajeno. Casi todo lo que piensan los ilusos de Norteamérica les
llega por vía del periódico, la revista, la radio o la televisión judía.
La injerencia de los clanes judíos (no todos los hebreos) en las mentes
ajenas ha erosionado el sistema democrático en los Estados Unidos.
Rutinariamente, suprimen sutilmente informaciones de los medios —unas
noticias se enfatizan y otras se descartan. Las frases de los titulares y las
ilustraciones que utilizan se elaboran con sagacidad malevolente a fin de penetrar
las percepciones y engendrar las interpretaciones que desean inculcar en el
público. Valiéndose de técnicas psicológicas desarrolladas con los años y la
experiencia, encauzan los pensamientos y las opiniones del hombre-masa para
209
que, en su soñarrera, se crea normal e inteligente. Recordemos que, en la
democracia, el voto de dos estúpidos vale más que el de un sabio.
Los guionistas judíos y sus dependientes han montado un insolente sistema
propagandístico por medio de dramas televisivos, distorsionadores de la realidad.
Fomentan la inmoralidad contra todos y las malas opiniones contra aquellos
que no les agradan. A quien reclame su derecho a expresarse libremente, a
quien se niegue a conformarse y a confinarse dentro de la realidad falseada, se
le presenta ante la masa como un ser despreciable. ¡Y la teleaudiencia desaprueba
de ellos!
Como los judíos son los propietarios de los medios, obligan a sus reporteros
asalariados a torcer cuanto le presentan a la audiencia y, sobre todo, a establecer
unos linderos tácitos y unas reglas que eviten la filtración de opiniones contrarias.
Los intereses israelitas disfrazan su burla del goyim con una inverosímil amplitud
de opiniones publicadas que van desde la distracción hasta a la militancia
emotiva de sus reporteros; no obstante, dentro de la gama de opiniones
permitidas por los maestros de los medios, no se permite jamás sacar a la luz
pública ningún punto de vista que ellos no toleren.
***
En junio de 1959, aún no se cotorreaban los proyectos descabellados del
Máximo Líder, que acabarían con la economía de todos. La gente no se
imaginaba que sería sometida a insólitas agitaciones: siembras de café, con la
movilización de miles de trabajadores de las fábricas del país, que no darían
resultado; desecaciones de cientos de miles de hectáreas en la Ciénaga de Zapata,
para luego abandonarlo todo; cruces de razas de ganado a gran escala sin saber
qué se obtendría; intentos de producción de frutas que no se daban en Cuba;
enormes criaderos de cocodrilos que fracasarían. Y el pueblo hambreado,
sostenido solamente por palabras y represión, se vería comprometido en fracasos
deplorables, como el “compromiso de honor” de incrementar la producción
azucarera a diez millones de toneladas, movilizando a todo el país.
*
Una noche, a la salida del cine, se produjo un gran alboroto en el cruce del
camino de Bamburanao con la Calle Real, en torno a la casa de mi abuelo.
Cuando llegué, se habían reunido ya una docena de militantes y cuatro docenas
de curiosos frente al portal. Según me explicó Rebeca, mi prima, la Revolución
había decidido comenzar a intervenir tierras. En cuanto los más atrevidos se
enteraron, se quisieron adelantar con sus insultos, considerando cualquier
pensamiento moderado como un signo de debilidad.
210
Dirigía a aquella chusma un guajiro comunista, de la gente de Félix Torres
—uno de esos que prefieren una certeza quimérica antes que dos posibilidades
reales. Era un viejuco algo inclinado hacia delante, que animaba con hurañas
exclamaciones a los campesinos, regalándonos a todos con el rústico espectáculo
de su talento. Yo lo conocía de vista porque mi padre había curado a su hija de
una tos con esputos de sangre y cavernas en los pulmones.
Los mismos trabajadores que poco antes se quitaban el sombrero para
saludar a Segundo, los que se llenaban de gozo si él se dignaba a darles los
buenos días, lo estaban denostando; arrebañados, voceaban su fe en la justicia
popular y llevaban la soga para ahorcar al presunto culpable del crimen que se
concretase.
La conmoción frente al portal de la casa de mi abuelo había sido suscitada,
en parte, por un reportaje noticioso del gobierno, de los que se pasaban en los
cines. Lo acabábamos de ver. En éste, se acusaba al latifundista Segundo Delgado
de haber provocado la muerte de una bebita años atrás, cuando había mandado
a desalojar a unos sitieros —que no pagaban— para meter ganado en su lugar.
Se decía que la niña había muerto de fiebre a la intemperie. Nadie había tenido
conocimiento de tal cosa en Meneses.
Al día siguiente, María Guerra, que había dormido con mi abuelo aquella
noche —andaba con magulladuras de apretones, chupones y mordidas por los
brazos, el cuello y los muslos porque él la estiraba en la cama y la estrujaba
mucho—, le contó a todo el pueblo que el viejo Segundo se había portado
valientemente, como un hombre consciente de sus fueros. No tiritó de miedo,
como esperaba la batida comunista; por el contrario, esbozando una sonrisa de
desprecio, se sentó en un sillón de la enorme sala de su casa con la escopeta de
dos cañones y el revólver calibre 38 a punto y
esperó a que se atrevieran a echar abajo el
portón de dos batientes. Al decir de su
orgullosa —y bien pagada— amante, prendió
un cigarrillo marca Chesterfield y estuvo
escuchando música en los momentos de mayor
alboroto. De haber matado a cinco o seis de
aquella chusma, habría cerrado su vida con
broche de oro —al menos yo lo habría
admirado mucho.
Pero las saetas del reloj siguieron girando
para mi abuelo. El destino le deparó una vida
longeva en los Estados Unidos, sumido en la
pobreza, languideciendo en una cama con
escaras en las nalgas. Me lo imagino
recordando en su soledad senil cómo María
211
Guerra le cosquilleaba antaño los lugares sensibles. Detrás de su mirada gastada,
valía creer que se escondía cualquier pensamiento —el pensar piensa cuando
piensa, no cuando uno quiere pensar. Mirándolo, se me ocurría que, cuando se
cagaba mirando el vuelo de una mosca, se preguntaba si los insectos zumban
por la boca o por el culo. Wifredo, mi padre, también terminó sus días en la
senelidad. Necesito, para cuando se me acerque el momento, un veneno rápido
o algo mejor...
*
Mi tío Pancho, que había conspirado contra la dictadura anterior, estaba de
visita en Meneses. Para salvar la situación, se vio precisado a darles consejo a
todos. “¡Hop! —exclamó con seriedad, apoyado en la baranda del portal. Ustedes
no son funcionarios del Gobierno. Las instituciones de la Revolución se
encargarán de la expropiación de acuerdo con lo que señalen las leyes. Váyanse
a sus casas o a donde mejor les parezca.” Como los guajiros habían quedado
vacíos después de vociferar sus agravios, se dispersaron creyendo haber
abrumado a la vieja justicia con sus insultos. La alegría desapareció de los
labios del dirigente comunista que los azuzaba. Al poco rato, mi tío Pancho
montó a su padre en un yipi y se lo llevó a La Habana, a casa de tía Ofelia.
Segundo jamás regresó al pueblo. Los campesinos jamás tuvieron tierras
propias.
212
*
En julio, A los pocos días de marchar mi abuelo, nos tocó ir a La Habana a
Paulina y a mí. No íbamos por sostener al viejo Segundo en su amargura, sino
a seguir el tratamiento de ortodoncia con el Dr. Crucet. Realmente, no estábamos
muy compungidos por la pérdida de mi abuelo; se rumoreaba que él tenía
intenciones de dejárselo todo a tía Ofelia porque gustaba mucho de Tania, su
hija mayor. Unos meses antes, tío Rolando se había llevado “su parte” de la
herencia a punta de pistola; inmediatamente, se había comprado un Chevrolet
Impala nuevo y se había mudado a la playa de Varadero a cometer incesto
contra la voluntad de su hija, Lody.
Después de ‘siquitrillarlo’, como decía la chusma envidiosa, el gobierno
le devolvió a mi abuelo algunas tierras. Él las administraba desganadamente
desde La Habana. Hablaba con su hijo ilegítimo, Reynaldo, por teléfono y le
daba instrucciones de vender cuanto había. Quedaron abandonadas las siembras
y la cría de animales. Un año más tarde, cuando el gobierno le intervino
finalmente todo, hasta el yipi, ya las fincas no producían casi nada. Y cuando
las empezó a administrar el gobierno, produjeron aún menos.
Coincidió nuestra partida con el regreso
a La Habana de Claudio, un médico rechoncho
de unos treinta y ocho años que estaba
haciendo su práctica en el campo. Claudio,
quien moriría poco después de un ataque al
corazón, se ofreció a trasladarnos en su
Chevrolet Corvair, un pequeño automóvil
aplastado que se llevaba entonces —la
popularidad de la máquina obligó a la
competencia a hacer propaganda de que era
insegura y peligrosa cuando chocaba.
Claudio también había invitado a viajar
a una maestra mulata de piernas muy flacas,
facciones muy poco elaboradas por la
Naturaleza y cierta deformidad o chepa en la espalda. Las cinco horas del viaje
resultaron algo tensas. La mujer iba de mal humor porque yo, con mínima
finura, me había negado a cederle el asiento delantero del Corvair. Claudio no
se opuso porque le horrorizaba que fueran a pensar que la mulata era su esposa.
Al rato, hubo una discusión áspera entre la mujer y yo cuando expuse mis
opiniones sobre la gente de color. Claudio, que era muy precavido —de esos
que llamarían “correctos” años más tarde—, no intervino en la conversación.
Los labios del médico bosquejaron una rápida sonrisa cuando le formulé al
vuelo un examen de Geografía a la maestra y le di una mala calificación. Irritada,
la de la corcova me llamó “fronterizo” y Claudio, por complacerla me imagino,
213
esbozó una risadilla de cortesía. Paulina se reía a carcajadas tanto de la bossue
como de mí.
Claudio dejó a la mulata en su barrio habanero. La de la giba no se quiso
despedir de mí, pero se permitió una última expansión con el médico; señalando
la ventana del apartamento donde vivía, le dijo desfachatadamente: “Ahí me
tienes pa’ lo que me quieras”. Cuando la mulata desapareció, Claudio hizo una
mueca de vergüenza y profirió un “¡H’m!”
*
La casa de tía Ofelia, que estaba en la calle C del Vedado, entre 19 y 21,
era parada obligada porque nos quedaba relativamente cerca de la oficina del
ortodoncista. A mí no me agradaba el ambiente de aquella casa: los hermanos
discutían y se peleaban continuamente —a veces, se daban coces. Rivalizaban
por el favor de mi abuelo, a quien le quedaba cerca de un millón de pesos en el
banco. Afortunadamente, como estaban de luto por la pérdida de las tierras, los
dos días que estuve entre ellos fueron de una calma relativa y casi soportables.
No puede evitar, sin embargo, ser testigo de una discusión familiar sobre el
suceso acaecido a tía Ada cuando perdió su virginidad en un parque de
Santiejpírito. Estaban presente mi abuela Emelina y todas las hermanas, con la
excepción de tía Gladys. Tía Emelina, que era médico, soltera, y visitaba a la
familia más de la cuenta por no aburrirse, se regodeaba describiendo la ruptura
del himen de su hermana y el número hipotético de penetraciones indispensables para lograr una dilatación completa y convertir a una virgen en señora.
“Si lo hizo sólo una vez —explicó— es casi señorita; además, eso se cose.” Tía
Ada le imploraba a su hermana, con lágrimas cayéndole a ambos lados de
aquella nariz achatada por el carnero veinte años atrás: “No me avergüences,
madrina.” Tía Coralia se levantó de su asiento farfullando, tomó a su hijo menor,
Pablito, de la mano y se lo llevó a su casa. Pablito se fue cantando: “¡A tía Ada
le partieron el boyo!” Tía Asela se puso de muy mal humor y le dijo a tía
Emelina, saliendo en tromba rumbo a su casa: “¿Por qué no te ocupas de tus
propias pasiones y dejas en paz a los demás?” Tía Emelina (Nina), que era
bastante esquizofrénica, se puso a gritar: “¡Yo no soy puta como tú que te
acuestas hasta con Taurino, el hermano de tu cuñada!” Abuela Emelina estaba
muda y blanca como un papel, porque se había criado en una época mucho más
decente. Por fin comenzó a gritar ahipadamente: “¡Cállate, Nina... cállate!” En
ese momento, nos fuimos todos —salvo Paulina que siempre quería saber más.
Andando unas diez cuadras (calles) por la calle C, llegué hasta casa del
Colorao y Marila por visitarlos. La familia del Colorao, con la excepción de
Pancho, su hijo mayor, que practicaba el Kama Sustra con Matilde Bauta en
Meneses, no había visitado el campo aquel verano. Pasé largo rato conversando
con mi prima segunda, María de los Ángeles, que me caía muy bien porque era
muy dulce. María de los Ángeles tenía el cabello muy negro, la piel muy blanca
214
¿Seré lesbiano, Nenita?
y tendía a la abundancia de carnes. ¡No sé qué pudo haberla
impulsado al lesbianismo! Yo mismo hubiese efectuado,
gustoso, el número hipotético de penetraciones indispensables para su consagración femenina. Hablamos aquella
noche de su caballo ambarino, del burro Pelencho, del
columpio en el portal de la casa de Meneses, de Rebeca —
“¡H’m!”— y de lo bien que la pasábamos en el campo.
En la esquina de la acera del frente de casa de tía Ofelia, por la calle 21,
había una casa solariega pintada de rosado. Con la Revolución, aquel
hacinamiento se llenó repentinamente de negros. Una tarde, encaminé mis pasos
hacia los retumbos de la negrada. Me detuve frente a la entrada del patio interior, hasta donde llegaban, en tono mayor, todas las efusiones de chusmería de
unas hembras pasudas, de narices chatas, culos de pollo y cuero tiznado que
discutían en su lengua con los brazos en jarra o puestos en la cabeza.
En la otra esquina, llegando a la calle 19, había un edificio de apartamentos
de varias plantas. En uno de los balcones, se podía observar cada noche una
pareja de novios que se besaba apasionadamente. Ella era esbelta, de bonitas
piernas, senos en punta y pelo teñido de rubio. Mis tías criticaban mucho el
espectáculo, sin perderlo de vista. Yo me propuse buscar novia pronto para
hacer lo mismo porque aquello me producía un cosquilleo agradable debajo
del prepucio.
*
El Dr. Crucet nos revisó los casquillos y las ligas que llevábamos en las
muelas a Paulina y a mí. Felizmente, en ambos casos, los dientes del frente de
la boca se habían “desencaramado” e invadido el espacio conseguido con la
extracción de las muelas. Nos mandó a regresar seis meses más tarde.
Muy cerca de la consulta de Crucet, en la calle L y 23, había una zona,
llamada Radiocentro, muy frecuentada por los artistas de la televisión de Cuba.
Los puestos de limpiabotas adyacentes eran bien altos para que, cuando los
cantantes y actores se limpiaran los zapatos, la gente los pudiera ver. Siendo
aquella ralea de maricones, y seres engreídos las luminarias del mundo artístico,
se podía pronosticar que aquel país iba a la bancarrota moral y cultural. Por
aquellos días, toda la gentuza de Cuba movía el culo con una negrada llamada
Pachanga (reunión de pájaros o maricones). La canción decía así:
Señore’ que pachanga,
Vamo’ pa’ la pachanga.
Qué buena la pachanga,
me gu’ta la pachanga.
215
Cuando yo siento lo’ cuero,
cuando repica e’d timbal
y la’ maraca’ que suena,
siento mi cue’po vibral
y la sangre que me grita:
vente criollo a bailal.
Al tercer día de nuestro arribo a La Habana, me subí a un autobús en la
Calle 23 y me fui al barrio de La Víbora. Cuando llegué con mi maletín a casa
de tío Taurino, llamé por teléfono al 36-26-12 desde el 24-36-40 para que no
me creyeran perdido y anuncié que me quedaba. Tía Ofelia se enfadó y me
mandó a regresar, pero me mantuve firme en mi decisión. Pretexté ingenuamente
que deseaba instruirme en la Aritmética del garrote.
*
Por esos días, Fidel Castro renunció a su puesto porque algunos ‘infames’
estaban acusando a la Revolución de ser comunista. Aquella dimisión no era
más que un show para acusar al presidente Manuel Urrutia de haber “defraudado
a la Revolución” y que El Caballo tomara las riendas del poder absoluto con el
apoyo de la borregada furiosa que llamaba “pueblo”. Aquella gente, atollada
en sus propias reflexiones estúpidas, tenía fe en que las incomprensibles
fanfarrias del ‘compañero’ comandante fuesen parto de una gran generosidad y
patriotismo. Cumpliendo con su deber, las masas se agitaron y berrearon. Al
otro día, disfrazado de lechero, el Presidente de la República tuvo que pedir
asilo en la embajada de Venezuela. A decir verdad, aquel episodio caótico fue
profundamente democrático.
Desde los comienzos de la República, unos cincuenta años antes, Cuba se
había gobernado siempre de alguna forma más o menos cavernícola. Los de
Cuba solían embestir a su propia libertad por odio a sus semejantes. Ahora, un
sentimiento de envidia, hábilmente explotado por los comunistas, los llevaba a
la represión del Estado Constitucional. Como era de esperarse, la responsabilidad
de semejante estupidez cayó sobre sus cabezas y las de sus hijos.
*
Tío Taurino había colocado a sus dos hijos en sendos bancos de la capital.
Como ninguno de los dos tenía material universitario ni madera de intelectual,
los había hecho seguir estudios de Comercio en el colegio de los Hermanos
Maristas de la Víbora. Ambos hermanos vivían con su madre en una casa que
mi tío les había comprado muy cerca de la parada de los autobuses de la Calzada
10 de Octubre. La primera mujer de mi tío se había divorciado, según decía,
porque él era muy cursi. Mi tío, por su parte, no le negaba a nadie —ni siquiera
a Olga, su segunda mujer— que seguía queriendo a su primera esposa. Mis
primos eran afectuosos, pero no se asociaban conmigo dada la diferencia de
216
edad que nos distanciaba. El mayor, Adolfo, me llevó una noche al cine para
que entretuviera a la hermana de su novia y así tener mayor campo de acción
debajo de la falda de la muchacha; fuimos a ver una película de guerra marítima,
El Comandante Yamamoto.
Por las mañanas, solía acompañar a tío Taurino cuando salía en su Chevrolet
del ’53 a recoger “la gabela”. Yo no sabía absolutamente nada del yugo del pan,
de dividendos ni de intereses. También ignoraba si la función social de mi tío
materno ayudaba o explotaba a los demás. Mi tío estaba consciente de que, con
la Revolución, el negocio del garrote iba a terminar. Como precaución, había
reducido el capital invertido en la calle y había comprado una pequeña finca en
las afueras de La Habana. Algunas veces, por hablar, me decía lo que pensaba
de la persona que le entregaba el interés del dinero prestado. Una vez, señalando
a una señora muy bien arreglada que lo estaba esperando, me dijo con talante
de fría burla: “Esa mujer es puta y quiere pagarme con carne, pero yo cobro
dinero solamente porque hay que tener seriedad en el negocio”.
El hermano mayor de mi madre era un hombre rústico, de clara inteligencia,
que siempre hacía negocios rodeado de la tenue espiral de humo de su tabaco.
Andaba con los hombros echados hacia delante y tenía los ojos grandes, como
mi madre. Su cabeza calveante estaba encanecida y tenía surcos en la frente.
Evadía toda forma de cultura y de refinamiento y estimulaba la inteligencia
exclusivamente con los negocios de compra-y-venta y los préstamos de dinero.
Se echaba a ver en sus palabras que era un hombre de ideas socialistas, pero se
desenvolvía bien, sin aturrullamientos de conciencia, en el más rudo capitalismo
imaginable. Su mejor cualidad era que jamás el mal humor le oscurecía el
juicio.
*
Armando Nieves se había recibido de abogado en 1936, el mismo año en
que había comenzado la Guerra Civil Española. Mientras estudiaba derecho,
había trabajado de impresor en el negocio de su padre. Durante los dos años
que practicó el derecho en La Habana, se hartó de defender maridos homicidas,
chulos de café-con-leche, putas engañadas, gángsteres, propietarios de bayuses,
ladrones, rateros, falsificadores, desfalcadores, contrabandistas y otros
personajes de bajos ideales humanos. Debido a la cultura adquirida en su
juventud, sintió que Cuba le quedaba sumamente estrecha a sus inquietudes.
Un día, se despidió de su familia y se fue a Europa en busca de valores.
En 1946, el año de mi nacimiento, Armando había regresado a Cuba desde
España, acompañado de su mujer. Por ese tiempo, conoció a tío Taurino y,
asqueado del derecho, se dedicó al negocio del garrote. Referente a su profesión,
le había oído decir: “Yo no practico lo que creo”.
Armando era de estatura y peso medio. A pesar de no ser viejo, tenía el
cabello casi blanco. Lo que más llamaba la atención de su indumentaria eran
217
sus zapatos, siempre blancos y pulcros —a pesar de la suciedad depositada en
las calles habaneras por el escape de las decenas de miles de autobuses (guaguas).
El enorme abismo cultural que separaba a Armando Nieves de mi tío no
los distanciaba en absoluto; por el contrario, se entendían perfectamente bien
en el negocio y se ayudaban mutuamente. Ambos tenían siempre al día una
‘lista negra’ de los clientes difíciles en sus respectivas zonas de operación y
ambos utilizaban las relaciones que mi tío tenía en la policía y Armando en el
juzgado para mantener a la gente a raya. La sociedad les había marchado a las
mil maravillas durante quince años. De la cooperación del uno con el otro,
había nacido una sincera amistad.
Armando solía visitar a mi tío al anochecer, después de la jornada de trabajo.
Una tarde llegó con su esposa. Claudia era una mujer alta y esbelta, de pelo
avellanado rayado de canas y piel hermoseada por los baños de sol. Olga y
Olguita habían ido a ver a Pepe el Gordo, un coleccionista de monedas que
tenía un estanco de periódicos en una esquina de la Calzada 10 de Octubre,
frente al paradero de las guaguas tipo S, L y M —barrios de Santo Suárez,
Luyanó y Marianao. Mientras tío Taurino y Armando hablaban de negocios,
Claudia y yo nos sentamos a platicar en el sofá de la sala:
— ¿Joaquín es tu nombre?
— Mis familiares suelen escoger los nombres de sus hijos de las novelas
que les caen en las manos o, mejor, del misal.
— Es posible que este imbécil magalómano de Cuba provoque algún día
un conflicto armado —me dijo la mujer.
Al poco rato, Armando Nieves y Claudia se marcharon. A ella no la volví
a ver. A él lo encontré en casa de tío Taurino al año siguiente. Muchos años
después, en Miami, tío Taurino recordaba con tristeza y nostalgia a la pareja.
A los pocos días de la muerte de Claudia, Armando se pegó un tiro.
*
Al día siguiente, llegaron mi padre, mi madre y Wifredo Júnior de Meneses.
La Habana estaba en calma porque el pueblo estaba cansado. Nos quedamos
tres días en el Hotel Blanquita mientras se tramitaban los pasaportes de toda la
familia. Dagoberto, el farmacéutico de Meneses y amante pasajero de Olguita,
que tenía una farmacia grande en la esquina de Cuatro Caminos, instó a mi
padre a trasladar su dinero a los Estados Unidos. Mi padre no lo hizo porque
tenía fe en que la situación política del país iba a mejorar. Nadie creía entonces
que los norteamericanos le fueran a permitir a un comemierda como Fidel Castro
meter el comunismo a 120 kilómetros de sus costas.
Un pariente del ex sargento de Meneses nos fue a visitar al hotel. Nos dijo
que Sotuyo se había escondido en su casa durante los primeros meses de la
Revolución. A pesar de no haber sido criminal, Sotuyo temía por su vida porque
el pueblo se había aficionado mucho al paredón de fusilamiento. Vivía en el
218
desasosiego, con la fisonomía consternada y el cuerpo envarado, esperando ser
descubierto en cualquier momento. Por fin, se escabulló en el ferry HabanaMiami un día con toda su familia. Sin llevar siquiera pasaporte, pidieron asilo
político en los Estados Unidos, donde fueron admitidos bajo palabra (parolees).
Los trámites de los pasaportes quedaron en manos de un corredor. Cuando
volvíamos a Meneses, tío Taurino me regaló una pareja de faisanes jóvenes de
su finca. El macho ya lucía plumas verdeazules, de un color semejante al de los
pavos reales. La hembra era de un camuflaje amarronado. Como se picoteaban
los lomos mutuamente, arrancándose las plumas, les echaba una sustancia
llamada “azul de metileno” para curarles las heridas y que le perdieran el gusto
a darse picotazos.
Regresé a Meneses con un moretón en la frente. La piscina del hotel era
poco profunda. Había saltado del trampolín y el fondo me había pegado en la
frente. “¿Quién sería el imbécil que subió tanto el trampolín y el fondo?”
indagué, enfadado, sin esperar realmente una respuesta porque ya iba
adquiriendo experiencia de vivir.
219
*
En agosto, estuve en Meneses el tiempo justo para conseguir que se le
construyera una jaula espaciosa a mi pareja de faisanes. Osvaldo, el hijo de
Quinto, trabó una armazón de palos de almácigo (mata para cercas), la forró
con un vallado metálico y entechó la mitad de la armazón con una plancha de
cinc. Colocamos la jaula sobre las chinas pelonas del patio colindante, cerca
del depósito de agua lluvia donde había tenido las biajacas que tú salvaste. La
escotilla de alimentación estaba en uno de los lados de la jaula y daba a la
puerta de la cocina. Llevé a casa medio saco de rayón, o maíz molido grueso,
de la bodega de Quinto y dejé el cuidado de los faisanes en tus manos. Les
echaste el rayón, el arroz sobrante de la mesa, las hierbas que les apetecían y
les pusiste agua fresca en la bandeja.
Después de La Pasión y Muerte del Negro Tiplín, Osvaldo vivía tranquilo.
¿Qué le habrá dicho Osvaldo al negro antes de meterle las seis balas en el
cuerpo, Nenita? Quizás le haya llamado “bugarrón hijo’e-puta”. El mismo
Osvaldo armó el ataúd de Tiplín con unas cajas de mercaderías de la tienda de
su padre. Los que vieron el cuerpo del negro aseguraban que su sangre era
negra. Los que creían que la sustancia es inmortal, y que la muerte la transforma,
no deseaban ver el aliento de Tiplín en otro cuerpo, aunque fuera blanco.
En vez de existir en estado natural, como el traspatio, el patio de la casa de
mi madre estaba cubierto con hileras de piedras para evitar la formación del
barro cuando llovía y para frenar el crecimiento de la vegetación; así, mis faisanes
estaban a salvo de las alimañas cavadoras —se decía que en Cuba había hurones,
aunque jamás los vi. Rogelio, el dueño de la valla de gallos, me puso en la
cabeza la idea de que aquellas aves picadoras se podrían, tal vez, aparear con
gallos finos y sacar del cruce un pájaro peleón y asesino. Le dije que cuando
empezaran a poner huevos podríamos probar.
*
Después del incidente frente a la casa de mi abuelo, se hablaba a menudo
en Meneses de los derechos de tenencia de la tierra. Fidel Castro había hablado
de un humanismo revolucionario y cristiano durante los primeros meses de su
gobierno. A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, se le abría un apetito
de poder perpetuo, como les ocurría a todos los cabecillas latrinoamericanos y
del mundo zaguero; empezó a aficionarse a las doctrinas duraderas y a creerse
de la categoría de un Cristo, un Moisés, un Mahoma o, cuando menos, un
Lenín; secretamente, hubiera querido ser un Hitler, pero no tuvo cojones para
decírselo a aquellos mulatos que lo adoraban. Su primer proyecto a gran escala
fue la famosa Reforma Agraria, que acabó con la industria ganadera, la azucarera
y la agricultura en general. Los sueños del Caballo siempre estuvieron
constelados de despropósitos.
220
La industria azucarera de Cuba estaba bien desarrollada y contaba con una
enorme cantidad de trabajadores nacionales y extranjeros. En una escala mucho
menor que en Europa, la pequeña isla había conocido las luchas sociales entre
obreros, empresarios, consumidores, productores, negociantes, propietarios,
inquilinos, campesinos, funcionarios, burgueses y público en general.
Naturalmente, el dinero gobernaba al Poder Ejecutivo, al Legislativo, al Judicial y al de la Prensa durante las dictaduras con la misma facilidad que lo hacía
durante los breves períodos de democracia parlamentaria.
En Cuba, el suelo no se utilizaba en beneficio de todos ni había un derecho
agrario comunitario. Los jornaleros del campo no estaban representados por
nadie, a pesar de los innumerables sindicatos inventados por la República. Los
centrales azucareros realizaban cuantiosas ganancias con el sudor de los
trabajadores industriales y el suelo era objeto de especulaciones financieras
por parte de gente que no lo trabajaba. En el sistema desleal de la isla, el provecho
propio se solía alcanzar a costa de los demás. La arbitrariedad solía triunfar
sobre el derecho. El robo, la especulación y el fraude solían vencer al trabajo
honrado. Y el nuevo gobierno, lejos de ayudar, remató la barbarie nacional con
una descabellada confiscación de todos los medios de producción.
La propaganda comunista se caracterizaba por el encandilamiento efectivo
de los obreros. Los concienciaba de su calidad de desheredados en la sociedad
burguesa y predicaba como remedio al entuerto la lucha de clases. Los cubanos,
cegados por el odio y la envidia, consintieron a la anarquía inicial que los
sumiría a todos en un súper-capitalismo de Estado a favor de una clase parasitaria
de burócratas comunistas.
La Reforma Agraria se puso en práctica antes de haber sido ley. Había
comenzado siendo un proyecto de Humberto Sorí Marín cuyo objetivo era darle
tierra al campesino y que afectaba sólo al latifundio improductivo. Pero Sorí
Marín produjo un plan con derechos de propiedad privada, el cual estaba
destinado a ser desechado. La reforma radical y comunista había sido elaborada
en secreto por Ernesto Guevara y Dorticós —el reemplazo de Urrutia en la
presidencia. Humberto Sorí Marín no la firmó, conspiró contra el gobierno y
fue fusilado.
Los precios del azúcar en el mercado mundial habían bajado a dos centavos
y medio por libra. Los norteamericanos se mostraban renuentes a comprar la
cosecha a cinco centavos por libra, como habían hecho en el pasado. El Caballo
había matado a la gallina de los huevos de oro. En adelante, tendría que comerciar
con la retrasada Unión Soviética.
El número de personas en la cárcel era superior a los internados por el
régimen anterior. A mediados de agosto, el gobierno descubrió una conspiración
de ganaderos de Las Villas y de Camagüey.
221
*
Una mañana, cuando las gotas de rocío se deslizaban aún sobre las flores
de campanilla, pasó sorpresivamente por nuestra casa el padre Jacinto Ortiz.
Iba de Yaguajay a La Habana. Su destino final era España, donde terminaría
sus días de maestro en un seminario de los Padres Paules en Vitoria. El padre
no vería más las grandes majaguas, los sabicúes ni los demás árboles gigantescos
de verde perenne que se alzaban por el camino de Jobo Rosado. Su presencia
se iba a extinguir de nuestras vidas, tal como el guacamayo azul y amarillo se
había malogrado en Cuba.
Jacinto Ortiz se despidió de todos rápidamente y nos bendijo en nombre
de Dios. Llevaba en la mano un pequeño libro titulado Das Programm, por
Gotfried Feder. Como el cura párroco, su superior, lo había mandado a
deshacerse de él, me lo dejó de recuerdo. A los pocos minutos, el auto en que
viajaba se perdió con rumbo sur detrás de la loma del cementerio bajo una
basta lumbrada.
El padre Jacinto Ortiz había llevado a Meneses la alegría de la fe y la
tristeza de la condena; les había advertido a muchos que la libertad de conciencia
puede llevar al Fuego Eterno. Pero él vivía por esa fe. Todos los recordamos
como un hombre bueno.
***
Leí el libro de Feder, El Programa Nacionalsocialista, aunque en aquel
momento no lo relacioné bien con mi mundo. Años más tarde, con las nuevas
experiencias de la vida, entendí. Cuando tomé conciencia de la campaña de los
explotadores de la humanidad, siempre empeñados en cubrir de fango al
Nacionalsocialismo, aquellas ideas se estructuraron en mi mente. Naturalmente,
el Nacionalsocialismo no se puede poner en práctica jamás en un país
racialmente desemejante. En Alemania, sin embargo, había obtenido resultados
extraordinarios con la marginación del elemento judío llegado del Este. Hoy,
creo que un país de europeos o de descendientes de europeos puede crear una
gran civilización si hace del Nacionalsocialismo la razón de ser de la raza. El
europeo lleva arraigado el concepto de la propiedad privada, sin ser materialista,
a la vez que rechaza el dominio del oro; como en los tiempos de Zoroastro,
nuestro compadre étnico sigue la lucha entre el espíritu natural, productor y
comunitario contra el espíritu antisocial e inhumano, parasitario y desarraigado.
Desde el principio del siglo XX, Feder había puesto de manifiesto la
necesidad de preservar la propiedad privada y de quebrantar la servidumbre
del interés. Adolfo Hitler admiraba el programa expuesto por Feder. De acuerdo
con mis observaciones en el micromundo de tío Taurino, pude colegir que el
préstamo puede ser más bien usurero que auxiliar comunitario.
222
Hipotecar tierras a prestamistas privados equivale a enajenar la libertad
económica del campesino. Le incumbe al Estado elevar a la clase campesina
económica y culturalmente, evitar parcelamientos antieconómicos de la tierra,
impedir la explotación del comercio mayorista fomentando cooperativas
agrarias, extendiendo créditos de explotación y percibiendo el impuesto de
productividad del suelo. Las organizaciones cooperativistas tienen por misión
reducir costos y acrecentar la producción: deben proporcionar máquinas, abono,
semillas, animales de cría, asesoramiento, estudios químicos del suelo, lucha
contra las plagas y energía eléctrica. La misión de las Escuelas Superiores de
Agricultura es sustentar el esfuerzo del campo.
La práctica económica demoliberal es corruptora porque envilece y
despersonaliza la economía, dejándola caer en manos de los asaltantes bancarios
y bursátiles.Además, a fuerza de fomentar el desorden para conseguir beneficios
partidistas, llega a la impotencia política. En ese desorden, las ganancias
usurarias de los bancos y las extorsiones del capital prestamista, obtenidas sin
esfuerzo ni trabajo, son habituales. En tanto, los creadores de valores en el
taller, la fábrica, el campo y la oficina perciben un mísero salario. La ganancia
del trabajo fluye simplemente a los bolsillos del poder monetario en forma de
interés y dividendo. Esta política convierte al dinero en amo del trabajo y
trasforma en siervo del interés a todo pueblo que cubre su necesidad de dinero
con empréstitos.
Para que los votantes no piensen, se les repite constantemente por medios
controlados que todo funciona bien. Se les acostumbra al saqueo legal del capital
financiero. Mientras tanto, la inflación roba y despoja a todos los ahorristas. El
derecho al voto parlamentario-democrático es mucho más insidioso que un
simple disparate, es el instrumento más preciado por el poderío plutocrático.
Las empresas transformadas en sociedades anónimas deben satisfacer antes
que nada la codicia de los administradores y los accionistas. Al empresario
capitalista no le importa la miseria de los obreros. Si hay fuentes de mano de
obra más barata en otra parte, los abandona a su suerte. El jefe de empresa
desea sobre todo promover la demanda y las nuevas ganancia produciendo
baratijas que, bien pronto, hayan de resultar inservibles. Sabe que el consumidor
se deja engañar por las baratijas si se las presenta en forma agradable.
La unión racial de un pueblo es absolutamente necesaria para que logre
instituciones acordes a su linaje. Un pueblo de casta extraña (artfremd) encajado
en la raza nacional entorpece el crecimiento cultural y arruina los fundamentos
espirituales. El derecho de autodeterminación de los pueblos es realmente el
derecho de las razas a buscar la convivencia del grupo. Los editores y
colaboradores de los medios deben ser ciudadanos raciales. El Estado debe
emprender la lucha contra todas las tendencias que corroan la vida nacional, ya
sean las influencias artísticas, mediáticas o literarias. Toda raza tiene derecho a
223
la militarización con el fin de defender la integridad del territorio nacional. A
ninguna raza se le debe negar la soberanía territorial, militar, financiera,
administrativa y judicial.
El provecho común precede al provecho particular. Esto implica la
eliminación de elementos extraños, como los judíos, de los cargos responsables
de la vida pública, de los medios de información, de los centros docentes, etc.
Solamente aquellos que se profesan partidarios de la comunidad cultural y de
destino deben ejercer derechos ciudadanos.
La misión de la economía nacionalsocialista es cubrir la demanda, no la de
asegurar una rentabilidad para el capital prestamista. Ideas, como el marxismo,
que matan el valor de la personalidad y perjudican con ello al conjunto, habrán
de ser reprimidas. Para empezar, se hace necesaria: la educación de una juventud
físicamente sana y espiritualmente libre, la erradicación de dogmas contrarios
al sentimiento étnico nacional y de influencias perniciosas en los medios, la
abolición de las ganancias obtenidas sin trabajo y sin esfuerzo, la nacionalización
de todas las empresas monopólicas y los trusts, acotar la desmedida
concentración de riquezas en manos de unos pocos, la participación obrera en
las ganancias de las grandes empresas, la libre posibilidad de ganancia y libre
disposición del producto del trabajo individual, la eliminación de la usura y el
enriquecimiento a costa y en perjuicio del pueblo, la financiación de las obras
públicas sin recurrir al empréstito, la eliminación de las formas degradantes y
corrompidas de la lucha electoral y la irresponsabilidad de los electos, el control estatal de la tierra en caso de explotación negligente, evitar la irresponsable
emisión de papel moneda sin la creación de nuevos valores (inflación).
El Estado debe fomentar los grupos y las asociaciones autónomas y libres.
En la práctica, el Estado Nacional debe crear un Banco de la Construcción para
el otorgamiento de créditos. El Estado no debe contraer deudas —para que el
patrimonio del pueblo no tenga que tributarle al capital prestamista—, sino
que debe evitar el empréstito mediante la emisión de bonos fiscales que paguen
interés. Dichos billetes serán respaldados por el proyecto a realizarse. Una vez
terminada la obra, los bonos emitidos más el interés serán pagados a los
portadores. La obra realizada, que ha abierto una nueva fuente de ingresos,
redime los valores emitidos.
A pesar de leer Das Programm con suma lentitud, lo terminé en un par de
días porque, repito, era una síntesis de poca extensión. A decir verdad, entre los
postulados del comunismo y los del Nacionalsocialismo se me armó un revoltijo
en la cabeza porque el significado de las palabras no se sujetaba a las realidades
vividas hasta entonces. Mi interés en el Nacionalsocialismo ha sido alimentado,
más que nada, por la campaña que se ha hecho en su contra. En pleno siglo
XXI, se sigue perdiendo el tiempo con ideas tan absurdas y fracasadas como el
224
comunismo o marxismo mientras un sistema económico que conoció el brillo
del éxito no se menciona más que para ejercitar el vituperio.
***
La última semana de agosto, que fulgía casi con rabia, descubrí los encantos
de La Sierra. Anduve ledamente a pie por la faja ondulada y boscosa al norte de
la zona desforestada de cañaverales y surcos de sitierías donde vivía tu familia.
Era un sitio ideal para reposar mi mente de teorías e ideologías. Cada día,
desde que la penumbra se acurrucaba en los rincones, partía rumbo a La Sierra
llevando la escopeta ‘marca-u’.
Por el camino de Bamburanao, me cruzaba con algunas personas que se
dirigían temprano a Meneses: los hombres vestían ropa burda de trabajo y
zapatos de vaqueta; las mujeres llevaban las piernas y los sobacos sin rasurar y
fumaban cigarrillos de papel amarillo, cuyas pavesas caían sobre la tierra del
camino. Pensaba que aquellos guajiros eran doblemente dichosos: en primer
lugar, porque su impericia en idearios políticos y económicos les ahorraba
desconciertos; en segundo, porque la ignorancia de la fe los salvaba de pensar
en el Cielo y el Infierno.
Cuando pasaba frente a la casa de El Colorao, me detenía brevemente a
saludar al burro Pelencho, el cual tarascaba insociablemente las hierbas de su
patio bajo un sol de oro mientras las bijiritas libaban las flores de Margot.
Luego cruzaba unos sembrados encendidos sobre el suelo fértil, donde los
aluviones habían depositado la arcilla de las serranías, y pasaba cerca del bohío
donde vivía tu familia. Antes de llegar al pie de los lomeríos, atravesaba un
herbazal de fuerte aroma pintado de luz y una poza cristalina de cuyas
profundidades sacaban su cabeza discretamente las jicoteas entre las cañas para
respirar.
En toda la semana, no disparé ni un tiro. En realidad, había descubierto la
meditación. En La Sierra abundaban las cotorras y los cateyes. Si andaba
despacio y en silencio, podía observar al gavilán en sus altos dominios, al pato
huyuyo en su remanso del río y a otros pájaros sin bautizar en los rincones de
las frondosidades. El agua resbalaba zumbando sobre las piedras del río. En las
altas hojas de las grandes ceibas, como blancas sombras, brillaban los ecos de
la luz. El soplo del viento en las copas de los palmares acordaba sonidos
semejantes a la música.
En una ocasión, permanecí en La Sierra hasta que se debilitó el día. Al
regresar, el sol teñía la tarde con sus últimos fuegos y se partía en trozos de
sombra por los pedruscos y los almendros. En el rosicler del poniente, te hallé.
Regresabas a tu casa. Besé tu rostro ovalado y te pedí que me mostrara sus
partes pudendas. Alzaste el vestido, bajaste las bragas y me dejaste ver la escasa
225
pelambre castaña, tendiente al rubio, que tenías entre las piernas. Cuando fui a
tocarla, te subiste los blumers blancos y partiste corriendo y riendo en la tarde
moribunda. Si bien tu nariz era grande, tus muslos blanquísimos eran
hermosísimos.
*
A finales de agosto, tuvimos que marchar a Santa Clara para prepararnos a
regresar al colegio. Wifredo Júnior quedó en Meneses para continuar en la
escuela de los padres Paules de Yaguajay. Tú y mi madre permanecieron en
Santa Clara con Paulina. Yo regresé a Cienfuegos. Mi padre volvió a Meneses,
donde Eva Bauta absorbería cualquier exceso de energía sexual suya —lo que
dejaba a Sancho, el empleado de la farmacia, en exclusiva con su esposa,
Blanquita.
Tenía casi trece años. La voz me estaba cambiando y, algunas veces, se me
iban gallos al hablar. Hacía ya algunos meses que me crecía en la pelvis una
pelusa que se iba a convertir en pelaje. Siguiendo los malos consejos de los
mayores, ya había logrado alguna blanquecina eyaculación en solitario en el
baño de la casa de Meneses.
Al día siguiente de llegar a Santa Clara, después de pasar por el colegio de
Cienfuegos a formalizar la nueva matrícula, uno de los hijos de Ramón y Arsinoe,
los vecinos de la casa contigua a la nuestra, con la pupila turbia de llanto, fue a
avisarnos de la muerte de no sé quién —un amigo o conocido de mi tío Pancho
de Santiejpírito. Fue una noche afortunada aquella del velorio porque Paulina,
comida por la curiosidad, quiso acompañar a mis padres para escuchar las
conversaciones de los mayores y los hondos y respetuosos rezos por quien
había entregado el fantasma. Mi madre siempre se destacó por la piedad en la
oración, que acompañaba con su voz impetuosa y muy buena pronunciación.
Se fueron todos al anochecer. Me invadió una gran alegría cuando se disipó
en el aire el ruido del escape del Chevrolet Bel Air de mi padre. Tú y yo nos
quedamos en la bendita soledad de la casa. Estábamos sentados el uno frente al
otro, en dos sillones de la sala, meciéndonos lentamente sobre el piso de
mosaicos grises del piso. En la repisa de cristal empotrada en la pared de la
sala, una bombilla roja y otra azul deslizaban su luz tenue sobre el vientre y las
fauces abiertas de la pantera negra de porcelana que parecía hender la noche al
andar en busca de presa. Algunos destellos del vidrio pintaban la piel
blanquísima de tus hombros y espalda porque el escote te caía muy bajo. Te
tenía frente a mí, muy cerca; en la penumbra, no podía distinguir tus pequeños
ojos de mirar sombrío, como dos granos de café tostado, pero adivinaba que
chispeaban. Te dije, sin ambages: “Tengo la cosa dura”. Te tocaste la ingle y
me respondiste: “Siento cosquillas por aquí abajo”.
226
Despertaron los impulsos eróticos que cerrarían mis ojos, adormeciéndome,
el resto de mis días. Conectados por un deseo sencillo y candoroso, nos fuimos
hasta el último cuarto de la casa —el tuyo. Nos desnudamos. Sin la saya ancha,
se podía apreciar tu cuerpo perfecto: la carne de tus muslos era firme, tus senos
grandes y duros, tu abdomen llano... Yo no sabía nada de sexo, pero el instinto
me decía que me pegara a tu cuerpo rubicundo de alabastro. Me acosté sobre ti
en la cama. Nenita: ¡tú sabías más que yo! Pegaste tus labios rojos y carnosos a
los míos y succionaste. ¿Recuerdas el pequeño silbido que se escapó entre la
ventosa de mis labios inexpertos? Sin articular palabra, busqué las partes
húmedas de tu entrepierna y palpé con la yema del dedo los labios de tu sexo
para instruirme. Juntamos los órganos sexuales. Tú encerraste mi pene,
endurecidísimo, en tu mano y, sin dejarlo entrar, te frotaste el clítoris a gusto;
primero suspirabas, luego bufabas: “¡uf-sh, uf-sh, uf-sh!”. De repente, sentí un
cosquilleo en la punta del miembro y un movimiento de despiche, como que
me orinaba. Durante un breve instante, creí que orinar agradablemente era parte
de hacer el amor. Me pusiste a eyacular sobre la sábana. Me sentí como figura
viva de titerero.
Antes de que regresaran mis padres del velorio, hablamos largamente en
el portal. ¡Siempre fuiste de un alma noble y simple! Tratamos muchos temas
sencillos con una nueva confianza. Teníamos un secreto. Ninguno de los dos
deseaba que los demás se enterasen de nuestras avanzadas: tú por pudor, yo por
temor a mi madre. Los sermones de mi madre eran temiblemente extensos:
algunas veces duraban dos o tres días.
Normalmente, sentía un santo horror por el pecado. Aquella vez no fue
así: la acción de la vida me había llevado a superar el miedo naturalmente,
como cuando salté de la pasarela de la casa de mi madre, en Meneses, a la de la
casa de las Bauta. Aquella noche, recé las tres Avemarías de costumbre y me
dormí tranquilamente. Supuse que, en realidad, la Virgen María me querría
igual que antes. Jamás le he temido a la herejía.
Sostuvimos relaciones de sexualidad varias veces durante dos años y medio,
hasta que me fui de Cuba. Yo te solicitaba discretamente y tú accedías. Lo
solíamos hacer en el baño de tu habitación los domingos, cuando mi familia
estaba en misa. Siempre cuidaste el himen para poder casarse virgen. Todos tus
orgasmos fueron con el mero glande, sin penetración total. Tu mano de
campesina, cerrada siempre sobre mi miembro justo detrás de la cabeza, era
una obstrucción insurmontable. Entre el gusto, siempre me quedaron unas ganas
de entrar que no pude aplacar hasta unos años más tarde. Cuando iba a eyacular,
te abrazaba impetuosamente y te clavaba el órgano entre los muslos; tú, ya
orgasmeada, dirigías el tiro de esperma contra los azulejos de la pared del baño
o lo cogías al vuelo en la mano para jugar con ella. Fuiste mi mejor amiga,
Nenita.
227
Indudablemente, de haberme quedado en Cuba, aquellas relaciones sexuales
se habrían completado por vías del poder hipnótico de la pasión, así hubiese
tenido que llevarte luego donde un médico —¡ni mi padre, ni mi tío, ni mi tía...
Claudio tal vez!— que te pusiera un punto en los tejidos y pudieras casarte
“señorita” con tu novio. La última vez que gozamos, tú tenías diecisiete y yo
quince. Jamás “templamos” por lascivia, sino por ganas. ¡Bendito sea Dios
que nos juntó!
*
Como cabe imaginar, la biblioteca de Gervasio no era de índole religiosa,
sino agnóstica y librepensadora. Antes de partir de Meneses, Gervasio me había
regalado un libro sobre la vida de Mahoma. Lo quise leer antes de regresar al
colegio de los Hermanos Maristas, temiendo la confiscación de la obra.
En el colegio, los hermanos no habían tratado a Mahoma muy bien. Hasta
leer su biografía, lo había conocido como el ser problemático y conflictivo que
había hecho recular al cristianismo en todo el Oriente Medio. De hecho, palabras
228
como mahometano, sarraceno y musulmán sonaban a sucio y desleal en mis
cristianos oídos. Para mí, el mayor héroe de todos los tiempos había sido El
Cid.
Me sorprendió hallar cierto paralelismo entre la vida de Mahoma y la de
Jesús. A medida que leía, le iba haciendo comentarios sobre la vida del Profeta
a Paulina. Solíamos sentarnos a conversar en el portal después de la cena,
mientras tú y nuestra madre veían alguna novela ridícula de la televisión. Paulina
se puso de mal humor cuando le dije que, de acuerdo a las enseñanzas de
Mahoma, Dios no tenía hijo. Hasta llegó a decirme que se trataba de un libro
sacrílego y que debía quemarlo. Las monjas de Santa Teresa de Jesús la tenían
bien alerta sobre las malas influencias. “Todo eso es mentira” acababa
diciéndome cada tarde, después de escuchar atentamente lo que le decía.
Con palabras mucho más infantiles e inocentes de lo que aquí transcribo,
le comuniqué a mi incrédula hermana la vida de Mahoma al calor de mi reciente
descubrimiento. Primordialmente, esto fue lo que le conté:
***
» Cuando Alá estaba creando todas las cosas, produjo el caballo de la flecha
del beduino y, de algún objeto menos dinámico, inventó el asno; al decir del
mito, creó después al hombre sedentario del excremento del asno. Una vez
creada la arena, Alá se la entregó al ángel Gabriel para que la distribuyera por
todo el mundo. Pero el diablo le rompió a Gabriel el saco donde llevaba la
arena y se desparramó casi toda sobre el país de los árabes.
» La vida era muy dura en las arenas del desierto. De habérseles preguntado
de antemano, casi ningún árabe hubiera deseado nacer allí. En Arabia, casi
todo cuanto la civilización prohíbe era permitido y se practicaban casi todos
los vicios. Se raptaban las mujeres, se contemplaba la rapiña
condescendientemente, se toleraba el incesto, se consentía el infanticidio, se
sacrificaban los huérfanos para robarles y se conocía la antropofagia. La sangre
vertida de una persona, ya fuese inocente o culpable, tenía un precio pagadero
en camellos.
» Con tales costumbres, los árabes vivían desunidos en el desierto.
Observaban exclusivamente la ley del clan, que rechazaba todo poder
centralizado, y eran solidarios únicamente con los de su sangre. En Arabia,
unos adoraban a los árboles, otros a los fragmentos de meteoritos —que creían
caídos de los astros para convertirse en personas—, algunos eran cristianos, y
algunos otros eran judíos. Por lo general, sin embargo, los árabes no creían en
la vida ultraterrena y muchos eran ateos.
» La Meca tenía forma de media luna. En ella habitaba la tribu de los
koresh de Heyaz. La gente de entonces era muy sucia: vaciaban sus letrinas en
229
cualquier parte de la ciudad. En su mejor barrio, el de Batha, había una depresión
llamada La Kaaba, asiento de La Piedra Negra —un meteorito caído de lo
Divino—, en la que desembocaban callejuelas que llevaban los nombres de los
diversos clanes. En tiempos remotos, los beduinos habían formado la ciudad
arrimando sus tiendas al entorno de La Piedra Negra. El gobierno de La Meca
emanaba de los clanes. Llegaban a la ciudad peregrinaciones de Siria y Yemen,
cuyos integrantes deseaban ver La Piedra Negra.
» Mahoma nació en el año 569 en La Meca. A Amina, su madre, se le secó
el pecho. Halima, la esposa de un pastor, fue su nodriza.
» De acuerdo a la leyenda, a los pocos días del nacimiento del vidente, lo
pasearon en mula. Alá dotó a la mula que lo llevó con el don de la palabra: el
animal proclamó que llevaba sobre su lomo al más grande de los profetas.
Mahoma nació ya circunciso. Dicho fenómeno satisfizo las exigencias que Yahvé
le había hecho al patriarca Abraham cuando hicieron su pacto a las puertas de
Ur. Tampoco la comadrona necesitó cortar el cordón umbilical. Lavaron al
neonato ángeles del cielo, enviados por Alá para absolverle del pecado original; dos hermosos ángeles blancos le sacaron al embajador del Todopoderoso
la mancha negra de su corazón —la mácula de una antigua infracción de los
primeros seres, Adán y Eva— y la echaron lejos. Su nacimiento, según nos
dice el Corán, había sido anunciado por Jesucristo. Además, Mahoma llevaba
en la espalda una carnosidad peluda, reconocida universalmente como ‘el sello
de la profecía’.
» A los tres meses de edad, Mahoma se sostenía en pie. A los siete corría.
A los diez tendía el arco y lanzaba flechas. La hierba crecía donde quiera que
pisaba su pequeño pie.
» El padre de Mahoma, Abdallah, había muerto durante un viaje de
negocios, algún tiempo antes del nacimiento del Profeta. Toda la herencia que
dejó fueron cinco camellos y una esclava. Su madre, Amina, lo llevó a la ciudad
de Medina, donde tenía familia; poco después, ella murió también. Siendo
apenas un crío, Mahoma tuvo conocimiento de que sus padres habían sido
envueltos en lienzos y enterrados con la cabeza apuntando hacia La Meca y la
Piedra Negra. Su abuelo, Abd al-Muttalib, se hizo cargo de él
» Abd al-Muttalib llevó a su nieto a las reuniones del consejo. Les hizo ver
a las personas más principales de La Meca que el pie de Mahoma dejaba una
huella idéntica a la del patriarca Abraham en el santuario de La Kaaba. Además,
el niño sufría de ataques epilépticos: le daban convulsiones, le salían sudores y
le brotaba espuma de la boca. Tal era la fe que tenía en su nieto Abd al-Muttalib,
que lo consultaba sobre las porfías de los clanes.
» Antes de morir, el abuelo le confió el profeta a su hijo, Abu Talib. El tío
de Mahoma era un comerciante pobre. A los doce años, el profeta comía frutos
salvajes por los caminos de las caravanas y se calentaba por las noches con
230
fuego de boñigas de camello o de cualquier rama combustible. Nunca aprendió
a leer ni a escribir. Al igual que Jesús, Sócrates y Buda, el mensaje inconfundible
de sus visiones brotó con la palabra. El Corán, fundamento del idioma árabe,
debe ser recitado. Las traducciones más fieles a otros idiomas no le hacen justicia.
El Corán fue tomando forma durante la vida del profeta.
» Mahoma acompañaba a las caravanas, observando gentes, lugares y países.
Conoció integrantes de sectas cristianas y judaicas. No le bastó. Presagió la
llegada de un profeta de lengua árabe que sería para su raza como habían sido
Zoroastro para los persas, Moisés para los hebreos y Jesús para los cristianos.
Un monje cristiano, Bohaira, le examinó la protuberancia carnosa en la espalda;
el anacoreta les dijo a los amigos de Mahoma que lo cuidaran bien de los judíos
porque, de reconocer en él “el sello de la profecía”, querrían matarlo.
» A los veinte años, Mahoma había ejercido varios oficios, sin decidirse
por ninguna ocupación ordinaria. Sabía reparar muebles y remendar vestimentas
y calzado. Era mediano de cuerpo, aunque recio de constitución. De larga barba
y cabellos encrespados, cejijunto, ancha nariz como el pico del águila. Hablaba
manoteando y agitando todo el cuerpo, pero se expresaba lentamente, con voz
clara y fina. Le gustaba a las mujeres de Arabia. Les tenía fobia a los perros —
cosa muy extraña en un elegido de Dios, digo yo—, a los lagartos, a las pinturas
y esculturas, a las sedas y los bordados, al ajo y la cebolla, y a los judíos.
» Tantas creencias en Arabia, ¡y tan diversas!, turbaron los pensamientos
de Mahoma desde que era muy joven. Unos le decían que el agua y el alimento
dependen de Dios, otros que en el cielo había otra Kaaba, y otros que la luna
movía los ríos y protegía las mieses y los árboles frutales. “Si Alá ya existe —
pensaba el Profeta— todo lo demás es politeísmo”. Así, llegó a discurrir que
Alá era el único dios —tal como Ahura Mazda, Yahvé, y la fuerza inamovible
de Aristóteles.
» La viuda Kadidya tomó a Mahoma de caravanero. A su servicio, el profeta
viajó de caravanserai en caravanserai por toda la península arábiga. A pesar de
tener ella cuarenta años y Mahoma solamente veinticinco, la comercianta quiso
hacerlo su marido. Kadidya había enviudado dos veces de banqueros. El día de
la boda, se hizo una gran fiesta: bebieron vinos, comieron carne de camello y
gozaron el baile de las esclavas y la música del tambor.
» Ninguno de los tres hijos de Mahoma y Kadidya se salvaron. De las
cuatro hijas que tuvieron, sólo una, Fátima, les dio descendencia.
» El profeta no era hábil en los negocios. A veces, le pedía consejos a Abu
Bakr, un mercader de paños que lo acompañaría más adelante en la propagación
de la nueva fe. Felizmente para Mahoma, Kadidya administraba por cuenta
propia su casa de comercio.
» Las historias del profeta Elías y de Juan el Bautista habían llegado a
oídos de Mahoma. Él también gustaba de orar y cavilar en las cuevas como los
231
profetas judíos y los ascetas cristianos del desierto. En el año 610, habiendo
ido a meditar a una caverna del monte Hira, Mahoma tuvo el primer encuentro
con Alá. No sólo era el mes del Ramadán, sino la noche del Kadir de ese mes,
cuando se podía ver el cosmos en los dedos de Alá. Aquella noche, le fue
enviado el Corán.
» Mahoma se había acostado a dormir en la cueva. De imprevisto, el ángel
Gabriel, que iba vestido de blanco como cualquier otro espíritu de luz, lo
despertó. Gabriel tendió en el piso de la cueva una tela de seda sobre la que
estaba escrito el Corán en letras de oro. Lo mandó a leer.
» — No sé leer —protestó el profeta.
» — Recita entonces. El Corán debe ser recitado. Habla en nombre de Alá,
que creó al hombre y le enseñó lo que ignoraba.
» Entonces, una voz poderosa, como la que oyó Moisés en el desierto, se
dejó oír en lo alto de la montaña: “Mahoma es el enviado de Alá”.
» — ¡Creo que vas a ser profeta! —exclamó Kadidya, resignada, cuando
escuchó de labios de su marido lo que había ocurrido—. A los cuarenta años,
Mahoma no podía llevar adelante el negocio. Jesús también había abandonado
el taller de carpintería a los treinta años para dedicarse a predicar.
» — Tengo que hablarles a los hombres de La Meca sobre el inminente
juicio de Alá. Siendo omnipotente, Alá debía ser el único Señor de La Kaaba.
Los usureros y los salteadores no han comprendido el sentido de la vida. Los
ídolos de La Kaaba no son verdaderos.
» A los mecanos, llamados también koreshcitas, no les agradaron las
palabras de Mahoma. El profeta hacía peligrar el comercio de las peregrinaciones
en torno a La Kaaba. Y por añadidura, los conminaba a renunciar al negocio de
la usura. Aquel mismo Mahoma, quien muchos años antes, cuando un incendio
destruyó La Kaaba, tuvo el honor de trasladar la Piedra Negra a lugar seguro,
ahora los sermoneaba para que la echaran fuera en nombre de Alá.
» — Te conocemos, Mahoma — le gritaban al profeta, arrojándole
excrementos—. Eres el nieto de Abd al-Muttalib. ¡No pretendas saber, imbécil,
lo que ocurre en el cielo!
» — No hay otro dios más que Alá y soy su mejor Profeta.
» — Obra entonces milagros como Moisés y Jesús.
» — ¡Qué mayor milagro que el Corán! Si hiciera mover montañas, abrirse
la tierra y hablar a los muertos, tampoco me creerían.
» — ¡Sí! Haz ver a los ciegos, oír a los sordos, brotar fuentes de las piedras;
convierte el desierto en jardín, levanta un palacio de oro, sube al cielo con una
escalera, muéstranos al ángel Gabriel.
» — Nadie hace milagros sin el permiso de Alá. Islam significa sumisión.
Alá les dará fe a aquellos que Él desee. Los incrédulos se quemarán en las
llamas del Guene.
232
» El Profeta denunciaba la inmoralidad, la avaricia y la codicia. Sus prédicas
le ganaron adeptos entre los pobres, los débiles, los enfermos, las mujeres y los
esclavos. Durante los años de persecución, los discípulos de Mahoma eran
apenas cuarenta y se reunían en secreto. Para fortalecerlos espiritualmente,
Mahoma se había inspirado en las historias de los mártires cristianos. “Alá
recibe jubiloso a quienes han dado la vida por el Islam” les decía. Él mismo
fue asaltado. En un determinado momento, les aconsejó a sus discípulos emigrar
a Abisinia para no perecer a manos de los mecanos.
» Un día, Mahoma le devolvió la voz, la vista, el oído e hizo caminar a la
hija inválida del príncipe Habib ibn-Malec. Luego, le mandó a la luna dar siete
vueltas en torno a La Kaaba. Habib, quien tenía muchas tropas, se convirtió.
Por aquellos tiempos, Kadidya murió y se fue a vivir a un palacio de plata en el
Paraíso.
» Mahoma elogiaba a los monjes que le entregaban su vida a Dios, aunque
sus creencias fueran falsas —la divinidad de Jesús le había sido negada en sus
revelaciones. Al decir de Mahoma, Jesús no fue crucificado: Judas o algún otro
murió en su lugar —posiblemente el hijo de la viuda de Naím, al que Jesús le
había devuelto la vida y que la dio luego por el Maestro. “Creer que Dios puede
tener un Hijo es politeísmo. La doctrina de la Santísima Trinidad es contraria a
la unidad de Dios. Alá se basta a Sí mismo.” Señaló a los judíos como
extranjeros, pero no les negó la hermandad árabe a los cristianos.
» El Profeta mandó a llamarles “hermanos” o “niños” a los esclavos, puesto
que sólo Alá puede tener de esclavos a los hombres. Dijo que el perdón, aparte
de no hecerle justicia a la víctima, pone en peligro a los inocentes porque deja
al culpable libre para que siga haciendo daño.
» Cuando murió Kadidya, Mahoma tomó varias mujeres; dos fueron esposas
y tres concubinas. El Profeta llegó a tener hasta once mujeres en un determinado
momento de su vida. Una de las esposas,Aicha, que era virgen, fue su predilecta.
Predicó que los demás hombres —los que no eran profetas— podrían tener
hasta cuatro esposas, siempre que las pudieran mantener. Dictaminó que, en
caso de romperse el contrato del matrimonio, la mujer debía ser recompensada.
Según dijo Mahoma, la mujer no había sido creada de una costilla del hombre,
sino de una mitad gemela; por tanto, condenó la costumbre de enterrar vivas a
las niñas recién-nacidas. Mandó que las mujeres se cubrieran la cabeza y el
cuello con un velo —pero no la cara.
» Unos escribas iban anotando las sentencias de Mahoma a lo largo de su
vida. Por ellos sabemos que el Profeta dijo: “Para los creyentes, todo; para los
impíos el fuego eterno”, “Dios llamará a sí a quien se arrepienta”, “Desea para
los demás lo que quieres para ti mismo”.
» Como la situación en La Meca no le era favorable, Mahoma se trasladó
de nuevo a Medina. Entonces, el ángel Gabriel lo volvió a despertar en la noche.
233
La tez de Gabriel era blanca, como la nieve, y su cabello flotaba sobre sus
hombros.
» El ángel Gabriel llevaba de la brida a la yegua al-Borak (Relámpago)
porque a Mahoma le fascinaban los caballos y las mujeres. Se trataba de un
corcel blanco con rostro humano, ojos brillantes como piedras preciosas y alas
de águila; por añadidura, aquella yegua hablaba. El ángel le dijo a la yegua:
“Este es Mohamet ibn Abdallah y todos los seres humanos necesitan de él para
ingresar al Paraíso”.
» Mahoma se subió a la yegua al-Borak. El animal alado se remontó sobre
las montañas de La Meca y llevó al Profeta a todos los lugares santos de la
tierra y del Cielo. En la tierra, fueron al monte Sinaí, donde Yahvé se había
comunicado con Moisés, y a Belén, donde había nacido Isa (Jesús), el hijo de
María. Luego, al-Borak llevó a Mahoma al templo de Jerusalén para que
conociera aAbraham, a Moisés, a Isa y a otros profetas antes de ascender por la
escalera a los siete niveles del Cielo.
» En el Cielo, Mahoma fue abrazado por Adán, quien lo designó como el
mayor de todos sus hijos y el primero entre los profetas. Noé hizo lo mismo.
Luego conoció a Azrael, el ángel de la muerte, y a Aarón, el ángel que venga el
enojo de Alá sobre los pecadores y los infieles. Finalmente, fue acogido con
mucho amor por el patriarca Abraham en el séptimo nivel del cielo.
» Poco después, el Profeta les narró su viaje nocturno a los koreshcitas de
La Meca. Ellos se burlaron de él, lo escupieron y lo obligaron a huir. Él se
marchó de prisa, como Jesús había hecho en Caná. La fuga de Mahoma a Medina
en el año 622 ha sido denominada la Hégira. Los mecanos persiguieron al
Profeta y daban cien camellos por él, vivo o muerto. Estuvieron cerca de
atraparlo, junto con Abu Bakr; afortunadamente, para salvarlos, Alá hizo crecer
de repente un arbusto en la boca de la cueva donde se habían ocultado.
» En Medina abundaban los judíos. Los musulmanes emigrados de La
Meca, que crecían en número, les hacían la competencia. La ciudad descansaba
en un rico, fértil y malsano oasis. Los habitantes de la ciudad sufrían unas
fiebres espantosas salidas de las aguas encharcadas. Las letrinas y las
deyecciones de las ovejas y las cabras habían intoxicado el oasis y los camellos
que bebían de sus aguas enfermaban.
» Abraham había vivido antes de la Ley del Evangelio y era el padre de la
raza judía y de la árabe. La nueva doctrina declaró que La Kaaba había sido
obra de Abraham y de su hijo, Ismael. Por tanto, las oraciones de los musulmanes
debían dirigirse hacia La Meca, no hacia Jerusalén. Lo judíos se enfadaron. De
acuerdo con los judíos, únicamente los miembros de su religión podían ser
profetas porque Yahvé le hablaba solamente al pueblo escogido; los demás
podrían conocer los a mandatos divinos por mediación de los israelitas —
pagándoles, me imagino.
234
» El concepto del Juicio Universal de los cristianos y el del Juicio del
Ultimo día de los musulmanes era casi idéntico y se expresaba con las mismas
imágenes poéticas. El día comenzaría con el retumbar del trueno y el grito
desesperado anunciando una espantosa catástrofe. La tierra se abriría, los montes se agitarían, la bóveda del cielo se quebraría, el sol empequeñecería, la luna
se fragmentaría y perdería su brillo, las estrellas se apagarían y caerían del
cielo a montones. Un toque de trompetas llamaría a los hombres a la presencia
del Juez. Los muertos saldrían desnudos de sus tumbas, pero estarían tan
preocupados por la suerte que correrían que nadie andaría mirándole el sexo a
los demás.
» La teología del Islam es humilde. No busca la naturaleza de Alá —la
conocerá Él, si acaso—, sino sus atributos. Alá lo puede todo y no se equivoca,
así se contradiga. Alá es eterno, único y no ha tenido principio ni tendrá fin.
Nadie le puede pedir cuentas a Alá. Si Alá acabase con el mundo o enviase a
todas sus criaturas al infierno, no sería injusto. Si Alá despachara a todos los
malos al Paraíso, no incurriría en el error. El hombre es esclavo de Alá. Alá es
incorpóreo, pero puede tener cuerpo si lo desea.
» Mahoma les dio un código de conducta a sus seguidores. Les dijo que,
contrariamente a la costumbre beduina, el homicidio involuntario no tiene
derecho a la venganza de sangre. Los creyentes deben circuncidarse. El viernes
es el sabbat, pero se puede trabajar ese día. El Corán admite la riqueza adquirida
honradamente. No se debe comer con la mano izquierda. Se deben desangrar
totalmente los animales degollados antes de comerlos. Se puede comer peces y
animales cazados con perros aunque la presa muera antes de ser degollada. No
se debe comer el asno doméstico. Los pecados graves son: el asesinato, las
relaciones sexuales ilegítimas, la sodomía, beber vino, el robo y la apropiación
de los bienes ajenos, la difamación, la murmuración, los falsos testimonios,
jurar en falso, no honrar la familia y la tribu, no llegar a tiempo a orar, injuriar
de palabra al Profeta, violentar a un musulmán sin motivo, maldecir, encubrir
maldades, corromper a los representantes de la ley, hacer de alcahuete, la
delación, no pagar la limosna institucional, desesperar de la misericordia divina,
confiarse de la astucia propia y del perdón de los pecados, comer cerdo o carroña,
no ayunar durante el Ramadán, engañar, ser bandido, practicar la brujería, ejercer
la usura, y la persistencia en el pecado venial. La buena fortuna de los
musulmanes, como la de los cristianos, es que ningún creyente habrá de
permanecer para siempre en el fuego.
» Las cinco columnas del Islam son Fe, Oración, Limosna, Ayuno y
Peregrinación. Alá combatirá a quienes combatan a los musulmanes y firmará
la paz con quienes éstos la firmen.
» El momento de la muerte está escrito o predeterminado. Dos ángeles,
Múnkar y Nakir, visitan al muerto en su sepultura y le preguntan: “¿Cuál es tu
235
dios?, ¿Cuál es tu apóstol?, ¿Cuál es tu fe?” Si no contesta correctamente, no
se le admite en el Paraíso, sino que se le castiga.
» Como había anunciado Zoroastro miles de años antes, Mahoma reiteró
que cada hombre tiene su ángel de la guarda. El Diablo (alsaytán) del Profeta,
parecido al Arimán zoroastriano, se aviene bien con el concepto cristiano y
judío de dicha elaboración. Para hacer la fe más llevadera, Mahoma declaró
que el éxtasis de la música facilita la comunicación con Alá; para hacer la fe
más intrigante, anunció que los sueños son el medio de difusión del mundo
invisible.
» Pasando el tiempo, Mahoma se fue convenciendo de que la ayuda de la
espada le sería esencial a la supervivencia del Islam. No podía convencer a los
judíos para que recitaran los versículos del Corán ni a los cristianos para que
orasen cinco veces al día mirando en dirección a La Meca. Por tal, les dijo a sus
adeptos que aquellos que cayeran en combate contra los infieles serían
premiados: sus almas se convertirían en pájaros verdes y se alimentarían
eternamente con los frutos del Paraíso. Por ese tiempo, se empezó a difundir la
idea de que las sombras del Paraíso eran proyecciones de grandes espadas.
» Por fortuna, el ejército mahometano estaba hambriento de conquista y
de botín —sobre todo, creyendo que los ángeles pelearían de su bando. Atacando
en grupos pequeños por inspiración de Alá, les arrebataron una gran caravana a
los koreshcitas. Para compartir justamente el botín de guerra, alcanzado con la
ayuda del ángel Gabriel, fue necesaria una nueva revelación al Profeta.
» Revelaciones subsecuentes a la primera victoria pusieron en los labios
del Profeta la especificación de que la piedad con los vencidos era una muestra
de debilidad. Prefería pasar a sangre y fuego a todo el país antes de tomar
prisioneros. En todo caso, ya se sabía que el medio más rápido para entrar en el
Paraíso era el martirio en la batalla. Los musulmanes se proponían cortarles las
cabezas a los prisioneros koreshcitas o quemarlos vivos dentro de una fosa —
como había hecho Dhu Nuwas con veinte mil cristianos del Nedjran que se
habían negado a convertirse al judaísmo. Contrariamente al cristianismo, que
es una religión, el islamismo y el judaísmo son civilizaciones y culturas.
» Finalmente, después de rezar, Mahoma decidió devolver cada prisionero
a su familia a cambio de cuatro mil dinares. Decretó que cada uno de los
prisioneros letrados podía comprar su libertad enseñando a leer y a escribir a
diez niños musulmanes. Un sobrino de Kadidya y un tío de Mahoma, que
formaban parte de la caravana apresada, fueron liberados gratuitamente.
» En marzo del 625, los koreshcitas enviaron un ejército de tres mil hombres
y doscientos caballos contra el Islam. Antes de hacerles frente, Mahoma licenció
a todos los judíos de su tropa porque temía ser traicionado por éstos. Salió a
combatir a los de La Meca con setecientos hombres y dos caballos. Como de
costumbre, las mujeres koreshcitas marcharon desnudas delante del ejército de
236
La Meca, animando a los soldados a vencer antes de yacer con ellas. Los
koreshcitas difundieron la falsa noticia de que Mahoma había muerto y la huésted
musulmana abandonó el campo. Las mujeres de La Meca les comieron los
hígados a los mahometanos caídos; también les cortaron las orejas, las narices,
las lenguas y los genitales para hacer con ellos collares y danzar durante la
celebración de la victoria.
» Según Mahoma, Alá había permitido la derrota de los musulmanes porque
no habían seguido las tácticas y por falta de disciplina. Aprovechando el
momento de debilidad del Profeta, los judíos de Medina montaron una campaña
de mentiras contra el Islam: decían que Mahoma no era profeta puesto que
había sido vencido.
» Pero La Meca fue presa del hambre por la sequía. La tribu de Yamamahsi-Nadyd, que se había convertido al Islam, había suprimido la entrega de
cereales a los koreshcitas. Mahoma se aprovechó a su vez de dicha circunstancia
para entrar a La Meca sin ser atacado.
» Las ciudades de La Meca y la de Jaibar amenazaban a Medina. En mayo
del año 628, Mahoma atacó el oasis pútrido de Jaibar, al norte. Todos los árabes
de la ciudad habían sido desplazados por los judíos. Jaibar vivía del préstamo.
La ciudad contaba con catapultas y veinte mil soldados. Mahoma solamente
tenía mil quinientos combatientes. Como los musulmanes no comían ajos ni
bebían vino, muchos cayeron enfermos de malaria por los pantanos. El mismo
Mahoma hubo de entregarle el mando a Alí, el esposo de su hija, Fátima. En
diez días, Alí conquistó a Jaibar porque los judíos se mostraron timoratos.
» En Jaibar, Mahoma prohibió el mutah o matrimonio temporal de los
soldados ocupantes con las mujeres de los vencidos. La prohibición cercenó
las perspectivas de retribución de las mujeres jaibaresas. En venganza, una
judía llamada Zainah quiso suprimir a Mahoma: le dio una costilla de cabrito
envenenada. Mahoma la rechazó. Un soldado que comió la costilla murió.
Zainah dijo no ser culpable. “Es cierto que le he dado un manjar envenenado
—admitió—, pero, como Mahoma es el Profeta, lo supo.”
» Entonces Mahoma miró hacia el sur, hacia La Meca, llamada también ‘el
asilo de la tolerancia’. Durante el mes de la “tregua de Dios”, quienquiera que
lo desease podía entrar a La Meca: era el mes de las ferias que inundaban de
oro a la ciudad de La Kaaba. Se anunció que Mahoma y todos sus fieles harían
la umrah o peregrinación a La Meca, lugar de nacimiento de muchos de sus
hombres. Según el Corán, en el camino a la ciudad santa, el Profeta levantó los
brazos a Alá y le pidió agua. El milagro se realizó en forma más convincente
que el de Moisés: los mismos fieles cavaron y hallaron agua bajo sus pies. Fue
así, sin derramar una gota de sangre, como Mahoma ben Abdallah logró una
alianza con los koreshcitas de La Meca.
237
» Desde Medina, Mahoma se apresuró a enviarles mensajes a todos los
reyes y príncipes vecinos. Les hablaba del Islam y de su propia dignidad de
Profeta. El gobernador bizantino de Egipto le envió dos esclavas vírgenes, una
de las cuales le dio un hijo.
» Al año siguiente de haber realizado la umrah a La Meca, Mahoma regresó
a la santa ciudad y entró por sus propios fueros en el santuario de La Kaaba.
Allí anunció que los tiempos preislámicos eran tiempos de ignorancia. Ordenó
la destrucción de todos los trescientos sesenta ídolos en torno al santo lugar.
Luego se lanzó al ataque contra las ciudades cercanas a La Meca para derrumbar
los ídolos, prohibir la prostitución, la usura, y el consumo de alcohol, y precisar
el número de concubinas que se podía tener.
» Muy pronto, toda la Arabia fue conquistada. Los idólatras tuvieron que
someterse por fuerza al Islam, pero los cristianos y los judíos fueron tolerados
por ser gente del Libro. La Meca fue declarada ciudad exclusivamente reservada
a los musulmanes, a fin que éstos le pudieran dar tranquilamente siete vueltas
a La Kaaba y echaran allá siete piedras contra el diablo.
» En su última alocución, llamada El sermón del adiós, el Profeta detalló
los derechos y deberes del hombre musulmán. Esto ocurrió en la ciudad de
Jutba. Por esas fechas se decidió cortarles las manos a los ladrones y se estableció
oficialmente que los judíos son enemigos de los creyentes.
» En el año 632 de la era cristiana, undécimo año de la Hégira, Mahoma
enfermó y se sintió morir. Tenía sesenta y tres años. Después de poner en libertad
a sus esclavos y de distribuir su dinero entre los pobres, le pidió a Alá que lo
llevara junto con sus compañeros. Quería irse a vivir con los personajes del
Libro, desde Adán y Eva hasta Isa. Como era profeta, fue sepultado en el mismo
lugar donde murió, la tienda de su esposa Aicha.»
***
Finalmente, dejando que su vista se perdiera por la Carretera Central,
Paulina resumió:
— Ese fue un loco.
— ¿Por qué?
— Porque pensó que le gente le iba a creer el cuento de haberle devuelto
todos los sentidos a una minusválida.
— ¿No había hecho lo mismo Jesús?
— Pero Jesús es hijo de Dios.
— Claro.
— Y eso de encontrar agua en medio del desierto es mentira también.
— ¿No la había encontrado Moisés dentro de una piedra?
238
— El viejo testamento no es dogma de fe, Joaquín. Moisés tuvo que haber
sido otro trolero.
— Estoy dispuesto a creerlo.
— Y ese enredo de los dos ángeles enviados a sacarle a Mahoma del corazón
el pecado original suena muy vulgar.
— Te doy la razón: es un choteo.
— Y la historia de la carnosidad peluda es una ridiculez.
— Sí; me da risa: ¡qué tontería!
— Además, Mahoma fue un impostor.
— ¿Por qué dices eso?
— Porque se hizo pasar por el mayor profeta de todos los judíos, incluyendo
a Jesucristo.
— Yo creo, Paulina, que le faltó originalidad. Fíjate cómo procedió con la
historia de Adán y Eva, Abraham y Jesús. Hasta el Corán le cayó del cielo
como las tablas de la Ley a Moisés.
— Y eso de decir que mataron a uno que se parecía a Jesús es un
atrevimiento.
— ¡Qué sabría él!
— Y Jesucristo jamás anunció su nacimiento.
— Mahoma querría haber sido anunciado por Jesucristo como éste había
sido pronosticado por Juan Bautista.
— Todo es mentira.
— Así parece.
Paulina y yo siempre hemos estado de acuerdo en cosas de poca
importancia. Han sido contadísimas las veces que hemos discutido.
*
Llegó el día de regresar al colegio. Mi padre me envió en su Chevrolet con
Vicente, un obrero del Central Nela que hacía trabajos en nuestra casa de Santa
Clara durante el “tiempo muerto” o época de desempleo. Vicente tenía una
mujer gorda que comía mucho y una hija fea que no hallaba marido. Él era
delgado, de bigote negro y la forma de su cabeza evocaba siempre al ratón.
Para suplir la paga anual que recibía del Central Nela, cortaba el césped de
nuestra casa, atendía las matas del jardín, daba viajes a la tienda de comestibles, lavaba, enceraba y le cambiaba el aceite cada cinco mil kilómetros al
Chevrolet Belair, y oía pacientemente las quejas de mi madre. A cambio, recibía
atención médica familiar, propinas, ropa usada, desayuno y almuerzo.
La familia de Vicente vivía en los altos de una casa de apartamentos pintada
de verde en un barrio sucio debajo del malecón sin agua de Santa Clara. Creo
que le llamaban La Bombilla a aquella parte. Cuando él pasaba por su casa, lo
esperaba dentro del Chevrolet Bel Air, oyendo música. Por aquel entonces, se
había hecho famosa una canción tipo “bolero” cantada por un negro que sonaba:
239
Envidia. (ta-ra-ra-ran)
Tengo envidia del pañuelo
que una vez tocó tu llanto.
Es que yo-ooo
te quiero tanto-o
que mi envidia
es tan sólo amo-ooor.
Escuchando aquella canción, me preguntaba cómo era posible que a la
gente le gustara semejante tontería. Cuarenta-y-cinco años después, a la gente
le seguía gustando. Por entonces, ya había empezado a entender a la gente.
El viaje de una hora a Cienfuegos fue aburrido. Vicente apenas conversaba
y, cuando le hablaba, me respondía con alguna estupidez así como: “Pero tú
eres rico, Joaquín.” Yo no acababa de entenderlo y pensé que lo decía por la
moda revolucionaria de acusar a cualquiera de rico y explotador. Hubiese perdido
el tiempo explicándole mis finanzas: lo más que manejaba en el internado era
un peso ($1) al mes para comprar muñequitos (comics), que costaban el 10%
del peso cada uno, o beber una Coca-Cola, que valía el 5% del peso; los
muñequitos los intercambiaba con los demás alumnos, pero los refrescos los
orinaba. En aquella ocasión, llevaba un peso adicional para comprar el billete
de regreso a Santa Clara en guagua
(ómnibus) cuando terminaran las
clases, en diciembre, porque a mis
padres no se les facilitaba irme a
recoger.
Plaza de
Santa Clara
240
*
Regresé al colegio después de Reyes. El resto del año escolar estuvo también
dominado por la política. El nuevo régimen proyectaba hacerse con el control
de toda la sociedad. El Caballo deseaba que todos fuésemos súbditos del Estado
y peones suyos. Quienes pudimos, optamos por el extranjero.
El hermano Fernando nos informó sobre el ataque del gobierno contra la
prensa. Los diarios Prensa Libre, Avance y el Diario de la Marina habían
publicado artículos de individuos desafectos a la Revolución. Hasta un periódico
del Movimiento Revolucionario, Adelante, había apoyado a Matos en noviembre
del ‘59. Los nuevos gobernantes estaban enfurecidos contra la expresión a
principios del año ‘60. La Prensa no cumplía por las buenas con su misión de
adoctrinar a las muchedumbres, como hacía el radio.
Los hermanos Castro —todo el mundo conocía sus antifaces— controlaban
las Fuerzas Armadas y no estaban dispuestos a soportar críticas ni panfletarios.
Nenita: ¿quién dice que Dios no peca? El 18 de enero, confiscaron el periódico
Avance. El Caballo alegó que se trataba de combatir a un complot internacional
contra su gobierno. El hermano Fernando nos aseguró que se trataba de una
maniobra para silenciar a la oposición.
Fidel Castro les temía a los bribones del periodismo porque los conocía.
El Caballo entendía bien el uso de la calumnia y la difamación —los discursos
para “todos” son siempre para la gentuza. No le iba a permitir a nadie arrebatarle
la buena fe del ciudadano servil, ignorante e imprudente que lo apoyaba. ¡Sí,
Nenita, los esclavos exigen tiranía! Había luchado esquizofrénicamente por
acaudillar a la masa, asesinando a sus colaboradores cuando fue preciso. Se
sabía apoyar en el crimen. Una multitud mostrenca debía seguirlo sólo a él.
El Caballo quiso dramatizar su teoría sobre la confabulación atacando de
palabra al embajador de los Estados Unidos, Bonsal, y al embajador español
Juan Pablo de Lojendio. Los acusaba a ambos de ayudar a los
contrarrevolucionarios —lo que quizás fuese verdad. Le llamó a Francisco
Franco, el Jefe del Estado Español, “enano retrógrado y cabezón”. El embajador
Lojendio se apareció en la estación de televisión por la que despotricaba El
Caballo; en ropa de dormir, pidió el micrófono para reciprocarle. Castro se
quedó perplejo porque no estaba acostumbrado a que le contradijeran. El Che
Guevara sacó la pistola para defenderse de las palabras del español en pijamas.
A Lojendio le dieron veinticuatro horas para marcharse del país.
El 22 de enero, El Caballo mandó a confiscar El Mundo. Al decir del
hermano Fernando, el gobierno se estaba haciendo de todos los medios de
comunicación importantes del país. En el mundo comunista, todos los periódicos
eran propiedad del Estado. El demonio odia el entendimiento.
El Caballo deseaba una Prensa incondicionalmente dispuesta a preparar al
pueblo para el totalitarismo. En su lugar, había hallado unas publicaciones que
241
lo criticaban. Su Estado exigía la confiscación de todas las imprentas para
utilizarlas como instrumento de educación popular. Sabía que los medios de
información crean a las mayorías. Suscitaba la descomposición y la mezcolanza
en las que los instintos y los criterios se contradicen.
El control de la propaganda se hacía imprescindible para el gobierno. Es
más factible la jefatura cuando se señorea sobre peleles y burros. La chusma
considera una gloria ser arrastrada al crimen. Para ser útil, la comunicación
tenía que ser popular, o sea, estar dirigida al nivel intelectual del menos
inteligente. Por tal, valía más apelar a los sentimientos que a la razón: el
populacho captaba bien el amor, el odio, la verdad o la mentira, y muy mal los
matices de cualquier idea. Paradójicamente, los esclavos que preparó El Caballo
podrían cristianizarse fácilmente.
*
El 31 de enero, llegó de Rusia Mikoyan. Venía a comprar azúcar para la
Unión Soviética y a prestarle dinero al Caballo. Poco sabía el ruso que Cuba se
iba a convertir en una sangría para la economía de su país. Pero llegó buscando
influencia en el mundo y la tuvo que pagar bien cara. Según el convenio, Rusia
habría de suministrarle a Cuba petróleo, trigo, hierro, acero, aluminio, papel de
periódico, azufre, sosa cáustica, abonos, ayuda técnica para la industria y la
agricultura, etc.; el recién-bautizado “Territorio Libre de América” habría de
exportar frutas, zumos, fibras y cueros para Rusia. Fue en perjuicio de los
soviéticos que la economía cubana, llevada a reculones, no pudiera cumplir su
parte del acuerdo.
El 24 de febrero, el gobierno impidió la celebración de una manifestación
anticomunista en el Parque Central de La Habana. La vieja guardia comunista,
que empezaba a gozar de gran influencia en el gobierno, defendió la represión
con el dogma: “Todo aquel que, en Cuba, enarbola la bandera del
anticomunismo, enarbola la bandera de un traidor”. Como el cristianismo, el
comunismo necesitaba la destrucción de los santuarios ajenos. En un mundo
preclaro, ninguna de las dos doctrinas hubiese prosperado. En aquel momento,
la destrucción de mi mundo estaba siendo pactada con una potencia ambiciosa,
imbuida de una doctrina absurda. ¡Ay, Nenita, toda colectividad es vulgar!
En febrero, fue confiscado el periódico El País por negarse a imprimir las
coletillas del gobierno al pie de los artículos que publicaba. También en febrero
se expropiaron catorce ingenios (centrales azucareros) y se comenzó a organizar
la Milicia Nacional.
*
El mayor mérito de Castro fue adecuar su oratoria a la multitud ordinaria
para fanatizarla. Naturalmente, considerando su cualidad personal de “caballo”,
como lo entendía la chusma, no se quería rebajar a gobernar basado en el sufragio
242
ni en las opiniones de la mayoría —que suelen ser los dictámenes de quienes
las manipulan. Tampoco quería saber de alianzas que debilitaran su postura,
sino de absolutismo. Entendió que el mando cimentado en el populacho es
inestable e irresoluto. Sabía que, para durar, tenía que amparase en la fuerza,
no en grupos políticos.
Iluminado por su luz natural, El Caballo logró destruir la industria y el
comercio, creando una gran masa de gente pobre. Acabó con la opulencia sin
erradicar la miseria ni crear condiciones sociales sanas. Realizó el prodigio de
imponer su gobierno a porrazos y gritos, y de llamarle humanitarismo al desastre
que patrocinó. En lugar de restaurar derechos, acabó con ellos por amor al
despotismo. Instituyó jueces aprendices de su ley personal, siempre dispuestos
a condenar los crímenes de la honradez. Asesinó por medio del paredón de
fusilamiento.
Es justo decir que El Caballo comprendió cómo manejar a la masa, pero
que no tuvo ningún talento práctico. Ya fuese por discernimiento o por instinto,
se apoyó en la oratoria repetitiva para insertarse en la mente del populacho.
Dicho procedimiento, complementado por la televisión, el paredón de
fusilamiento y la cárcel, le resultó provechoso durante más de medio siglo. Su
fracaso último se debió a la impericia en el trabajo: no supo llevar adelante
ningún proyecto.
Fue fácil probar que la democracia en Cuba estaba prostituida. Fue fácil
convencer al pueblo de que no tolerase rivales políticos. Fue fácil negarle al
individuo el valor personal. Fue fácil volcar a la masa, como volcán de lava
hirviente, sobre quienes tenían uso de razón.
De haber tenido un buen programa y talento para implementarlo, El Caballo
hubiese sido un gran líder. Por desgracia, vencido por el orgullo y el desatino,
decayó a burro entre los equinos.
*
No hubo cambios dignos de mencionar en el campo académico después
del Año Nuevo. Entre el nerviosismo y la inseguridad del momento, seguimos
con el mismo plan de estudios. El gran evento del ‘60, un pep-rally, se realizó
en marzo.
Aquellos hermanos, tan beneficiosos a la humanidad y tan humildes, se
veían precisados a servirse de asistentes mentecatos, promotores de la sinrazón.
El profesor de Educación Física, por ejemplo, en su enajenación, llegó a estimar
ser brillante. Aquel año se excedió en la tontería. Logró convencer al hermano
director de que un programa calisténico gigantesco le daría gran realce al nombre
del colegio —quizás hasta que ahuyentaría al comunismo. Desde enero, nos
había obligado a preparar a diario unos movimientos de tediosa sincronía para
efectuar el dichoso pep-rally. Se trataba de realizar, con trapos de colores y
pértigas, como hacen los chinos, unos ejercicios aburridísimos. A mí me tocó
243
trabajar en un grupo de ocho con una pértiga, subiéndola, bajándola y pasándola
por encima de la cabeza de un lado al otro marchando o girando.
La ejecución pública del evento se realizó un domingo por la tarde en el
campo de balompié de los mayores, que estaba frente a la entrada principal del
colegio, al cruzar la calle. Los invitados eran los familiares de los alumnos
internos y externos. El programa duró dos horas. Como el encuadre móvil de
las pértigas iba primero, terminé mi faena y subí a la azotea del colegio a ver el
final. Me daba risa ver a los alumnos mayores haciendo marchillas con trapos
de colores. Yo hubiese preferido que le hubiesen ganado a los alemanes de los
barcos mercantes al balompié en vez de hacer el ridículo marchando con retales.
No supe de ningún alumno que hubiese quedado satisfecho del pep-rally.
Los padres de los alumnos no se mostraron entusiastas tampoco —salvo cuando
alguna madre alabó la gracia de su propio hijo. Tan sólo el profesor Mustelier
sonreía como si hubiese consumado la gran obra de su fecundo talento. Ni
siquiera los hermanos se mostraron impresionados de cuanto hicimos aquella
tarde. Resultó absurdo felicitar a nadie.
Estuve recostado al borde de la azotea hasta que se vació el campo de
deportes y casi todos mis compañeros bajaron. Cerca de mí estaba Sergio, a
quien le habían fusilado a un tío, pensativo también. Al ver a la gente separarse,
pensé que éramos como cenizas que el viento del destino se empeñaba en aventar
y dispersar.
*
La confiscación de los periódicos había puesto a muchos sobre aviso. El 3
de marzo, estalló en el puerto de La Habana el carguero francés La Coubre. Se
sintieron rasgones en el aire y detonaciones, quebrándose muchos cristales por
toda la ciudad. La explosión de las municiones del carguero mató a setenta-ycinco e hirió a doscientos. Pudo haberse tratado de un sabotaje. Como era de
esperarse, El Caballo acusó a los Estados Unidos de haber volado el barco.
Los grandes banqueros empezaron a salir de Cuba con su dinero. Los
grandes comerciantes empezaron a buscar otros países donde hacer negocios.
Los industriales empezaron a abandonar sus talleres y a desviar los suministros.
El paladín de la libertad (propia) se acababa de hacer dueño de las refinerías de
petróleo y no se mostraba dispuesto a pagárselas a sus propietarios. Al poco
tiempo, el mundo burgués emprendió la huida
El presidente de los Estados Unidos se empezó a incomodar con Castro.
Eisenhower había aprobado una recomendación del servicio de inteligencia
(CIA) para dotar de armamentos y adiestrar a los exiliados cubanos. El proyecto
le cayó en las manos a su sucesor en la presidencia.
Los periódicos continuaron atacando al régimen. El 25 de marzo, la policía
de seguridad le impidió a un comentarista, Conte Agüero, leer una carta abierta
a Castro en un programa de televisión. Conte se tuvo que refugiar en la embajada
244
argentina. A los pocos días, el gobierno se apropió de la estación de televisión,
CMQ. Ya el otro canal importante, el 12, estaba intervenido. Por entonces, se
empezó a alojar a la gente en la prisión por hablar públicamente contra el
gobierno o por imprimir o escribir lemas anticomunistas en las paredes.
*
En marzo, los hermanos se quitaron la sotana y el alzacuello y se pusieron
ropa de calle y zapatos de tenis para salir de paseo. Creo que estaban hartos de
política y preocupaciones.
Antes del amanecer, los medianos nos subimos a un autobús con el hermano
Rafael y atravesamos la red de callejas adyacentes al puerto de Cienfuegos.
Abordamos una lancha hundida en las tinieblas. El diesel estentóreo se puso en
movimiento inmediatamente.
Cuando el sol despuntaba, partimos rumbo a un islote cercano en busca
de esparcimiento. La singladura, que duró casi una hora, nos trasegó por los
matices de la luz naciente, introduciendo solaz y regocijo en la tropa.
El cayo tenía un pequeño muelle de madera. El agua era oscura. Al
desembarcar, el capitán de la lancha nos dijo que había un comercio detrás del
herbazal y de unos cocoteros que teníamos frente a nosotros. Evidentemente,
aquel sitio era poco concurrido porque la hierba que crecía entre el muelle y el
caserón me daba a las rodillas.
En el comercio del islote compramos anzuelos, plomadas, carnada e hilo
de nylon. Nos dispersamos por las orillas a pescar. Yo preferí volver a probar
suerte en el pequeño muelle de troncos donde nos había dejado la lancha.
Enganché varios peces pequeños blancos y rojizos. Los volví a echar al mar.
Al mediodía, estaba harto de pescar porque solamente enganchaba roncos,
unos peces pequeños de rayas longitudinales azules en el lomo que se me
hicieron pedantes porque estaban demasiado bien dispuestos a picar. Buscamos
una sombra y comimos. Los cocineros nos habían preparado bocadillos de
mortadela y queso.
Durante la “sobremesa” en la hierba, el hermano Rafael nos contó su vida
en Valladolid, cuando estudiaba. Él procedía de una familia de campesinos y
tenía diez hermanos. Sus padres lo habían destinado a la Iglesia. Nos dijo que,
en Castilla, los cerdos comen bellotas en vez de palmiche y que se sala la carne
de vaca, a la que llaman cecina, para preservarla. Luego nos habló de manera
apasionada y elocuente de la profanación de las iglesias y del asesinato de los
religiosos durante el intento de los comunistas por cogerse a España. Nos dijo
que Francisco Franco Bahamonde, a quien El Caballo había ofendido, había
salvado a la patria de su sangre y de la nuestra de caer en las garras del
comunismo.
La mirada inteligente del hermano nos indicaba que decía la verdad. Nos
habló durante más de una hora en el islote solitario. Nos dijo los nombres de
245
los hermanos que habían peleado en la Guerra Civil de España contra el
comunismo en 1933.
La catástrofe se avecinaba. Fuimos advertidos de hablar en voz baja porque
la plebe se deleitaba denunciando a cualquiera —nos apodaba ‘bitongos’.
Por la tarde, exploré el lado del cayo donde el agua era menos profunda.
Por unos arenales, hallé unas babosas amarillas, moteadas de pintas negras, del
tamaño de mi pie, que segregaban tinta púrpura cuando las tocaba con una
vara.
Luego nadé un par de veces desde la punta del muelle hasta la orilla, pero
salí cuando me dijeron que por aquellas aguas oscuras había tiburones. Sentí
miedo de que un escualo, oculto en aquellas aguas verdosas y sombreadas, me
devorara una pierna.
El viaje de regreso se efectuó poco antes del oscurecer. Subimos a la lancha
físicamente cansados, pero con ganas de cantar. Anocheciendo, entramos a la
bahía de Cienfuegos entonando a la luz del farol de la embarcación un himno
que nos habían enseñado aquel mismo año:
Conquistaremos para Dios
a la cubana juventud con estos sones,
y al resonar de nuestra voz
despertarán de su quietud los corazones.
Encenderemos nueva luz.
Se alumbrarán los horizontes de la Patria.
Y sobre el cielo nuestros brazos,
ostentarán el estandarte de la Cruz.
¡Ay, Nenita, qué ridículo me pareció aquel mal poema compuesto para una
noble causa! Pero no dije nada. Al fin y al cabo, cantábamos por amor. Y lo que
se hace por amor, sucede más allá del bien y del mal. Tú y yo actuamos siempre
por amor, más allá de esa moral que tiraniza a la naturaleza. ¿No es cierto?
Aquella noche, no cené porque nos habían servido los detestables copitos
de maíz con leche fría. Aquel invento yanqui es peor que el “hot dog”.
*
En abril, según nos explicó el hermano Fernando, los trabajadores habían
perdido la libertad de buscar empleo por cuenta propia. Para poder trabajar en
Cuba, había que dirigirse a las oficinas del gobierno. Había alzaos por las laderas
escarpadas de la Sierra Maestra y la Sierra Cristal, en Oriente. Los antiguos
seguidores de Castro habían formado un Movimiento de Recuperación
Revolucionario e imprimían a ocultas pasquines y pegatinas que aparecían por
246
todas partes. El Caballo les declaró la guerra a ultranza porque el destino lo
impulsaba a imponer su propia estupidez.
Ya estaba llegando a Cuba el petróleo soviético. La CIA estaba buscando
un centro de entrenamiento para los exiliados cubanos en Guatemala. El Caballo
había enviado sus espías a Miami y lo sabía todo. El Che publicó un opúsculo
—se dice que se lo escribió un tal Regis Debré— sin gran relevancia llamado
La Guerra de Guerrillas, en el que repetía la vieja historia de vivir de la tierra
y armarse del enemigo.
Durante el desfile del 1 de mayo, día del trabajo, la turba fidelista gritaba:
“¡Cuba sí, yanquis no!” De ahí en adelante, a los desafectos al gobierno se les
identificó como traidores, amigos de los Estados Unidos. Y, a fuerza de repetirlo,
la turba se lo creyó.
El 11 de mayo, se le impidió a El Diario de la Marina imprimir y publicar
un artículo pidiendo elecciones libres. El editor del periódico se tuvo que asilar
en la embajada del Perú. El 16 de mayo, el gobierno incautó el diario Prensa
Libre por “atacar la verdad, la justicia y la decencia”. Una vez confiscada toda
la prensa, la única institución que le podía hacer frente al Caballo era la Iglesia
Católica.
Por esas fechas, se inició la estampida hacia los Estados Unidos. Partieron
antiguos propietarios, conspiradores y familias de la clase media. La esperanza
de escapar debilitó la oposición al régimen. ¿Pero qué se puede esperar de
gente que ha de vivir una sola vez? Nadie quiso emplearse en morir en Cuba,
aunque algunos fueron abatidos por su mala suerte.
*
Una semana antes de los exámenes finales, hicimos el último paseo largo.
Fuimos a la Playa del Ancón, cerca de la ciudad de Trinidad. Bordeamos la
costa en el autobús del colegio. El mar azul apareció repentinamente detrás de
una loma. La naturaleza era verde y tupida. Fue la última estampa del sur de
Las Villas que me llevé.
Por primera vez, mis compañeros estuvieron de acuerdo en estar callados.
Al llegar a la playa, sin embargo, se entregaron a la alegría. Así me gusta
recordarlos. Muchos se quedaron nadando en la parte más arenosa de la playa,
cerca de una venta de “minutas” (bocadillos de pescado empanizado y frito).
Algunos nos animamos a practicar la caminata de una hora hasta el
emplazamiento de unos cañones españoles del siglo XVI, en una playa arbolada
y desierta donde las rayas nadaban hasta la orilla.
La jornada fue extenuante. Todos nos habíamos quemado al sol.
Regresamos al colegio, ya oscurecido, entonando himnos levantiscos de la fe
católica:
247
Juventud porvenir de la Patria,
juventud porvenir de la fe,
el futuro descansa en tus brazos,
tus espaldas serán su sostén.
Con la estrella y la cruz como emblema
ha de ser nuestra marcha triunfal.
¡Viva Cuba, creyente y dichosa!
¡Viva Cristo Monarca ideal!
Ya sabes, Nenita, cuánto me aburren los malos poemas. La carretera pasaba
entre colinas que tenían pequeñas casas de madera clavadas en las cimas. Yo
las observaba, con pensamientos nulos. Dentro de las casuchas, las luces de las
bombillas y las velas parecían temblar en el aire...
*
Por aquellos días, ya estaba pensando en ti. Te imaginaba, hija de Dios,
recostada contra la pared con la saya en alto y las bragas bajas. Aquellos sueños
diurnos, traducidos en derrames nocturnos, tenían algo de dulce y de tierno.
También sentí un absurdo mal de ausencia al recordar a Carolina Cacicedo,
la niña que había conquistado mis quimeras sin saberlo. Por las noches, después
de rezar las tres Avemarías, antes de rendirme extenuado al sueño, le examinaba
los muslos con mi visión de rayos-X para las tinieblas —mi ojo mental. ¿Qué
habría sido de ella? Quizás se hubiese marchado ya a los Estados Unidos.
248
*
Cada día con mayor fuerza, la política gravaba sobre nosotros. Al partir
del colegio, algunos alumnos habían estallado en fútiles lágrimas de enfado o
de tristeza. Muchos sabían que no volverían —algunos se marcharon poco
después a otros países donde la gente podía vivir sin distinción de opiniones;
otros nos despedimos como si nos fuéramos a ver de nuevo. Creo que todos
llevábamos un sentimiento de congoja aquel día de junio del 1960.
Quienes nos habíamos conocido imberbes, ya teníamos una pelusa oscura
debajo de la nariz y se nos escapaban “gallos” al forzar nuestras voces
cambiantes. En el colegio de la loma quedaban transcritos varios años de nuestras
vidas jóvenes. El hermano Julio tenía tres surcos nuevos en la frente. Se acercaba
el ocaso de los paladines.
El nuevo gobierno deseaba negar al individuo. Los nuevos buenos
intentaban reformar a la patria con una milicia, a gritos de somatén; creían
estúpidamente que, dislocando las vidas ajenas con la privanza de la envidia,
se alcanza la justicia. Así engendraron la peste. Aun los más comprometidos
con la causa revolucionaria esperaban hambre y austeridad para varias
generaciones. No era la primera vez que los bondadosos les daban porrazos a
los demás, supuestamente por el bien de ambos. La Revolución “verde como
las palmas” se volvía roja: proyectaba suplantar al catolicismo con el comunismo
y a la familia con la milicia. Si el paredón de fusilamiento no hubiese existido,
lo habrían inventado —la buena conciencia es la madre del cadalso.
Los alumnos de los Maristas, sin embargo, concebíamos volver a ser felices
porque las esperanzas agonizan torpemente. Nadie quiere creer en el
hundimiento total de su mundo, Nenita. Hasta yo, de vez en vez, soñaba rodar
en un amontonamiento amoroso contigo, con Aidé y con Carolina Cacicedo.
*
Mi familia se había mudado a la casa de Santa Clara en junio. Mi padre
había abandonado el campo y se había convertido en un asalariado del gobierno.
Trabajaba vistiendo camisón y gorro verde en dos hospitales: uno se llamaba la
ONDI y el otro Maternidad Obrera. Ambos estaban situados al término meridional de la Doble Vía, próximo al remate occidental de la calle Cuba, cerca de la
planta de la Coca-Cola —¡es increíble que semejante mierda se siga
consumiendo!
Tú habías vuelto a ocupar la habitación de las sirvientas. Mi bicicleta me
esperaba en el garaje. Como mi madre, Wifre y Paulina andaban siempre por
casa, me era difícil intimar contigo. Mi vida se convirtió en una larga espera.
Por las mañanas, montaba en bicicleta por el barrio, la Doble-Vía hasta la CocaCola y la Calle Cuba; por las tardes, me sentaba en el portal de la casa a mirar
los vapores desprenderse y subir del asfalto de la Carretera Central; por las
249
noches, escuchaba el viento batir los brezos del patio. Me faltaba un buen libro
o una novia.
Algunas veces, iba con mi padre y el Dr. Caravallo a presenciar el
desenvolvimiento de alguna emergencia. En junio, les tocó un niño tragamonedas que llevaba una pieza de cinco centavos alojada en el esófago. El
muchacho estaba tendido boca-arriba en la mesa de operaciones. Después de
calmarlo con anestesia, mi padre le introdujo una cánula doble de cobre por la
boca —el aparato proyectaba un haz de luz en la punta. Uno de los tubitos era
para mirar, el otro para meter unas pinzas de alambre y enganchar la moneda.
Salió bien.
El Dr. Caravallo era un hombre rubio, alto y corpulento. Su mujer, una
rubia de frasco, tenía hermosas piernas y busto remarcado. Sus tres hijos eran
rubios también. Tenían un Chevrolet BelAir del ’57, y un negro joven que les
servía de criado. Vivían más hacia las afueras de Santa Clara que nosotros, tal
vez por el kilómetro trescientos diez, sobre una loma pedregosa que había sido
cortada en la década de 1930 para pasar la Carretera Central por la hendidura.
Algunas veces, por la tarde, los visitábamos y nos entreteníamos observando el
tráfico de la carretera pasar por lo bajo.
Durante sus conciliábulos, mi padre y el Dr. Caravallo hablaban libremente
de los horrores y las estupideces de la Revolución. Por teléfono, se cuidaban de
no decir nada que los pudiera perjudicar. En la clínica, no podían exteriorizar
ninguna opinión o corrían el riesgo de caer en las listas de dudosos y ser
detenidos. Ya se entendía una “ley de sospechosos” en el país y se hablaba de
hallar al culpable antes de que cometiese el atentado. Por eso aprendimos todos
a vivir en el disimulo y a hablar en código.
250
De las conversaciones de mi padre con el Dr. Caravallo pude colegir que
habían terminado las cosechas bajo el sistema capitalista y que el papel moneda
perdía valor. El Instituto de Reforma Agraria se había apoderado de casi todos
los terrenos azucareros y cuanto había en ellos. Varios estudiantes de la
Universidad de Santa Clara que se habían alzado en las montañas del Escambray
habían sido fusilados. El llamado Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP)
estaba actuando en la clandestinidad. El gobierno recurría a los “autos de prisión”
por toda la isla.
El Dr. Caravallo fue moroso en preparar la salida de sus hijos. Esperó
varios años a que el comunismo “se cayera” en Cuba mientras la destrucción se
consumaba. Por el año ’67, cuando vivíamos en Louisiana, Caravallo mantuvo
correspondencia con mi padre. Finalmente, en el año 1969, después de pasar
siete años formando colas a las puertas de las carnicerías, las bodegas y las
tahonas, salió por España con solemnidad de espantajo.
En aquellos tiempos, los médicos habían sido secuestrados por el gobierno
y tenían que permanecer en el país. En el 1963, después que nosotros nos
habíamos marchado legalmente, mi padre tuvo que escabullirse de su propia
casa y andar por campos, ortigas, enrejados de matojos y marismas, eludiendo
a los milicianos una noche entera; seguidamente, el pago de cinco mil pesos le
dio el derecho a arriesgarse durante tres días entre las luces de las lanchas
patrulleras, a bordo de una chalupa que buzaba entre las olas de un mar picado.
*
Las casas cercanas a la Carretera Central y a la Doble-Vía eran espaciosas,
con patios sembrados de arbustos y flores donde gorjeaban los pájaros
migratorios; en ellas solíamos vivir familias de clase media de propietarios,
profesionales y comerciantes. Hacia el sur, las casas pequeñas y hacinadas, sin
patios ni césped, estaban ocupadas por familias menos holgadas de obreros
calificados. La Revolución se las agenció para crear una barrera entre los más
y los menos dotados de bienes; los conductores de autobuses, mecánicos,
barberos, maestros y ferreteros empezaron a mirar con cierto resentimiento a
los médicos, abogados, comerciantes y propietarios. Hasta Marta, la de las
piernas hermosas y los senos puntiagudos, quien tuvo que marcharse de Cuba
a la larga, me miraba de mal talante; su padre era chofer de las Mandarinas,
unos autobuses de línea pintados color naranja. Nos tocó vivir una época tonta
en la que los más pobres esperaban estúpidamente ser igualados a los más
opulentos por la Revolución. Entre tanto, los más afluentes ocultaban sus joyas
o las enviaban al extranjero por valija diplomática y consumían cuanto tenían o
podían adquirir antes que la Revolución interviniese en sus vidas.
¡Cuántas toneladas de monedas de plata, de las que corrían entonces, no se
habrán perdido en las fosas cavadas por sus tesoreros en espera de un cambio
político! Los de las casas grandes preparábamos los papeles para irnos del país.
251
Los de las casas pequeñas anhelaban una permuta de vivienda cuando nos
largásemos.
Las noches en Santa Clara resultaban deslucidas porque nuestra casa no
tenía tragaluces. De día, las persianas de las ventanas tapaban el sol. Dentro de
casa, solía sentir un agobio sereno que me hacía apetecer otra cosa. Creo que
me aburría.
*
En una de las casas pequeñas, a unos cien metros de la nuestra, vivía la
familia Santos. El marido era mecánico de la General Motors de Santa Clara.
La mujer, Pepa, había obrado considerables peripecias económicas para enviar
a su hijo, Pepelín, a estudiar medicina a España. Pepelín había regresado casado
con una española llamada Paloma. Tenían una niña, Palomita. Como Pepelín
había decidido integrarse a la Revolución, toda su familia se volvió comunista.
Como Pepelín se buscó una amante inmediatamente, Paloma buscó también su
amante por el barrio.
Pepelín era miliciano. Los sábados, se juntaba con los Clemens y otros
simpatizantes de la Revolución para marchar por el barrio vistiendo el uniforme
de la camisa grisácea, la boina negra, los pantalones verde-oliva y las botas
negras. Más adelante, los dotaron de carabinas checas en los armones del
gobierno. Los dos hermanos Clemens se sentían seres muy principales luciendo
el arma al hombro. Al mayor, Juanito, su mujer lo engañaba con el vecino de
enfrente. Al menor, Luis, lo conocía desde cuando éramos niños. Nos burlábamos
de ellos, remedando por lo bajo al compás de la marcha:
Uno, dos, tres, cuatro.
Comiendo mierda y rompiendo zapatos.
A pesar de la simpleza de los “buenos ciudadanos” que respondieron al
“llamado de la patria”, aquellas marchas y ejercicios tenían con cuidado a
quienes vieron tras la inopia de los milicianos el deseo de ejecutar los deseos
de su Caballo, cualesquiera que fuesen. El Caballo estaba formando jaurías de
insensatos peligrosos.
Yo amisté mucho a Paloma, aquella mujer de piel blanca y ojos verdes,
ansiando ponerme en la lista de sus amantes, pero ella deseaba hombres maduros
con cama abierta y no me consideró —por lo que tuve que hacerle el amor con
el pensamiento. Carlos, el hijo de Ramón yArsinoe, nuestros vecinos inmediatos
por el lado Sur, gozó los mejores calentones de Paloma.
Ramón Valdez era constructor y solía pasar la jornada fuera de casa. El
patio de nuestra casa estaba separado por un muro de menos de dos metros de
altura del pasillo lateral de la suya; sobre el corredor de los Valdez, se abrían
las puertas de las habitaciones. Carlos, su hijo, que estaba divorciado, vivía
252
con ellos. Como se sentía protegido por el muro y hacía calor, Carlos no cerraba
la puerta de su habitación cuando Paloma, que estaba en la casa próxima
siguiente, lo visitaba.
Por el mediodía, a la hora de la siesta, me avisabas discretamente de que
Arsinoe, la madre de Carlos, estaba esperando el autobús local frente a nuestra
casa. ¡Pícara! Tal eventualidad significaba que la señora del pelo pintado de
zanahoria iba a cruzar el torniquete circular de tres brazos a ciento veinte grados
que rotaba en su charnela después de tragase una moneda de cinco centavos.
Inmediatamente, Paloma iba a entrar por la parte trasera de la casa contigua a
hacer chiqui-chiqui. Sin que nadie más se enterara, tú y yo nos subíamos sobre
aquellos bloques de concreto que yo había acercado al muro. ¿Recuerdas?
Así, observando a la pareja hacer el amor, aprendimos la práctica del
llamado ‘69’ o sexo oral mutuo. ¡Eran tremendos aquellos dos! En cuanto
Paloma establecía contacto visual con su amante, emprendía un cuchicheo
salpicado de eses sonoras; al entrar en calor amatorio, ambos entablaban un
indescifrable balbuceo; ulteriormente, en pleno acto sexual, él bramaba y ella
chillaba. ¡Cuánto nos gustaba el espectáculo, Nenita!
Paloma tenía celulitis en las nalgas. En una ocasión, Carlos hizo amagos y
peticiones de sexo anal, pero Paloma no lo toleró. ¡Ah, la concupiscencia!
Recuerdo tus ojos desmesuradamente abiertos —tal vez asustada del porvenir.
Carlos, el hijo de Ramón y Arsinoe, jugaba algunas veces a la pelota en el
patio de nuestra casa o en un solar yermo cercano. Cuando se cansaba, mandaba
a su madre a preparar limonada. En varias ocasiones, llegó Pepelín y nos
acompañó. Yo estaba sorprendidísimo de la amistad y la buena comunicación
que se advertía entre el marido y el amante de Paloma. Alguna vez, llegué a
sospechar que estaban de acuerdo; aunque no fue así porque, a los pocos años,
hubo separación y divorcio.
Durante mi estancia en España, traté infructuosamente de hallar a Paloma
quien, según mi madre, había regresado a su tierra. Ya yo tenía veintidós años
y quería explorar si... ¡Es que recordaba tan placenteramente la inefable sonrisa
y las buenas pasiones de Paloma!
*
Por aquellos años, había llegado un argentino maricón a Cuba llamado
Luis Aguilé. El radio de La Habana tocaba sus canciones incesantemente. Una
en particular, llamada Mira qué luna, era tatareada por muchísima gente.
Estábamos viviendo la época de los rocanroleros (imitadores del rock’n’roll
norteamericano). Un cubano, llamado Luis Bravo, se llenó de valor y salió a
cantar con un tonillo nasal y voz apagada. Como se peinaba dos motas de
cabello de los lados de la cabeza hacia arriba y el centro del mogote y vestía
pantalones bien ceñidos, llamados pitusas, a la gente le gustó. Yo me aprendí
sus canciones de memoria y las cantaba en la ducha o cuando solamente tú me
253
escuchabas. A ti te gustaban Elenita, Adán y Eva, Dime cuánto me quieres y
alguna otra que se me olvida. ¿Recuerdas cuando me mandabas a llamar a las
estaciones de radio de Santa Clara y pedir que las tocaran porque te daba
vergüenza hablar por teléfono?
Nos gustaban aquellas canciones. Mi cantante predilecto era un canadiense
con cara de rana llamado Paul Anka. Sus canciones Adam and Eve, Crazy love,
You’re my destiny no han pasado de moda para mí.
*
Fui a pasar el resto del verano a La Habana. Teníamos que vernos con el
ortodoncista, arreglar papeles y adquirir cuanto pudiéramos en los comercios
antes de que se acabara todo. Paulina y yo tomamos el buj en el andén de la
estación Marta Abreu de Santa Clara y nos pusimos en La Habana en cinco
horas. Al rodar sobre los intersticios longitudinales de los rieles, las ruedas de
hierro del buj producían un ritmo monótono y aburrido.
254
Las tierras de cultivo de Matanzas estaban empapadas de lluvias. De vez
en cuando, un aguacero transido de sol abrillantaba el día y barría el polvo de
los cristales del tren. Entre la población civil, se empezaba a ver viajar algún
individuo vistiendo el traje de miliciano con las fornituras puestas y el arma al
hombro. Como el capitalismo no estaba totalmente difunto todavía, durante la
parada que hizo el tren en Jovellanos compré una de las famosas costillas de
puerco con pan.
Tuve que esperar dos semanas en casa de tía Ofelia, como de costumbre,
hasta que llegaron mis padres. Luego iría a verme con el ortodoncista. “¡Ssss!
—silbó mi tía— los vecinos de arriba son ñángaras (comunistas en negroide)”.
Teníamos que hablar en voz queda, lo que les iba bien a aquellas gritonas desde
el punto de vista de la urbanidad pero que, en realidad, nos transformaba a
todos en seres perseguidos.
Mel, el hermano de María de los Ángeles, me llamó por teléfono para
saber si quería acompañarlo a un bayú (casa de putas). Le dije que no, lo que
fue una suerte porque tía Ofelia estaba escuchando por la extensión de su
habitación.
Pude constatar que, en La Habana, el cielo no tenía estrellas. Por aquel
entonces, aún había vehículos circulando por las calles de la ciudad, ensuciando
el aire con el producto de la combustión. El reflejo de la luna sí atravesaba la
polución y tapizaba las casas, las calles, los autobuses y la pareja de novios que
seguía recalentándose públicamente en su balcón elevado —creo que eran
exhibicionistas. Para entonces, después de haber observado a Paloma en acción,
ya no me enseñaban nada y perdí interés.
*
También se llamaba Carlos el marido de tía Ofelia. Se trataba de un buen
hombre que se creía obligado a ser solidario con la Revolución a causa de sus
humildes orígenes. Se desempeñaba como funcionario burócrata de baja
categoría en la Compañía Cubana de Electricidad. Una vez confiscada la
Universidad, estudió derecho —una carrera sin salida en la Cuba socialista— y
terminó de maestro de Español en los Estados Unidos y de poeta. Fue un
simpatizante reservado de cuanto ocurría en Cuba hasta que emigró. Luego
quiso ser pacifista y terminó de católico.
Carlos me invitó a acompañarlo a los antiguos clubes privados junto al
mar que la Revolución había confiscado. Yo acepté gustoso de salir del antro
de mujeres decrépitas que era su hogar —¡sin contar con mis abuelos! Como
Carlos había tenido dos hijas, no podía salir con ellas a echar una canita al aire;
tampoco podía salir con los hijos varones de sus cuñadas, que eran vecinos y
no sabían callar.
255
Por el camino al mar, en el autobús, Carlos les buscaba conversación a las
mulatas y acababa seduciendo a alguna —de ahí su devoción a la poesía. En
una ocasión, me tocó hacer tertulia con la hija de diez años —creo que hice de
niñero— mientras él refocilaba con la madre en el agua revuelta de una playa
amurallada. A Carlos le prestaba vivir en el disimulo. Aparentemente, a los
poetas se les dilata mucho el alma cuando se entusiasman o se asustan y así
hallan la inspiración.
Mi tío político se sentía ufano de que el Pueblo pudiese entrar por
veinticinco centavos a los lugares exclusivos, antiguo patrimonio de los ricos.
En cualquier caso, los antiguos casinos privados no tenían mejores playas que
las públicas. Lo que le gustaba a la plebe era meterse en casa ajena
desordenadamente. Aquel pueblo estaba acostumbrado ya a que los atracadores
les dispensaran lo de los demás. Una vez repartidos y deteriorados los bienes
ajenos, como nadie produjo nada nuevo ni reparó lo viejo, pasaron incontables
necesidades. ¡Qué mierda de Revolución!
Carlos se seguía emborrachando religiosamente todos los fines de semana.
La mala costumbre le duró treinta-y-cinco años más, hasta que fue rendido por
la gota. Cuando tía Ofelia perdió completamente la chaveta, en la ancianidad,
él la acompañó y la cuidó. De viejo, se volvió creyente y muy rezador. Sus
poemas siempre fueron costumbristas y familiares, dedicados a su mujer y a
sus nietos —aunque pensara tal vez en sus viejas trastadas. A pesar de sus
inclinaciones socialistas, el que conociese la conciencia de Carlos no lo podía
condenar de buena fe.
Mis cabellos se han vestido
con los harapos del tiempo.
Reloj sin rumbo y perdido
en un mar de pensamientos.
Valle de nieve es mi pelo
cubierto por la esperanza,
tinte que cayó del cielo
desde una nube muy blanca.
*
Cuando Paulina y yo llegamos a la consulta del Dr. Crucet, Lidia nos
informó que éste acababa de abandonar el país con su familia, pero que había
dejado instrucciones sobre nuestro tratamiento. La hermosa trigueña nos sentó
en la silla del consultorio, nos miró dentro de la boca, nos informó que mi
padre le podía seguir pagando a ella y nos mandó a marchar.
256
Yo estaba intoxicado por la belleza de aquella mujer que había sido amante
inicialmente de Nine, un pariente mío, y después del Dr. Crucet. A pesar de la
parcialidad que sentía por ella, no pude creer que sirviera para dentista.
Afortunadamente, ya teníamos los dientes bastante parejos.
*
Entonces llegaron nuestros padres en el Chevrolet Bel Air. Durante tres
días, recorrimos los comercios de La Habana, como si fuésemos cazadores.
Como en Cuba la gente se podía quedar desnuda por falta de prevención, me
compraron tres trajes: uno marrón oscuro, uno azul claro y otro azul oscuro;
adquirí varias camisas, pantalones y corbatas, mucha ropa interior y media
docena de pares de zapatos. Yo escogí también una billetera mejicana de cuero,
repujada con una rueda maya, y un par de zapatos, estilo mocasín, de piel de
becerro.
Luego mis padres volvieron a Santa Clara con el portabultos del coche
repleto de ropa y zapatos para todos, instrumental médico para mi padre y
hasta juguetes para Wifredo Júnior. En nuestro desasosiego, comprábamos
indiscriminadamente tanto lo necesario como lo superfluo. Estábamos viviendo
el final del capitalismo. Había comenzado el principio del acaparo preventivo.
*
Los acontecimientos políticos siguieron reteniendo la atención de todos.
El 5 de julio, una chusma de abogados comunistas y de milicianos tomó las
oficinas del Colegio de Abogados de La Habana. El Caballo no quería que
nadie abogara en Cuba por nada. Había llegado la era de los jueces bárbaros.
La Revolución no admitía objeciones ni, mucho menos, cualquier oposición
que le impidiese entregarse a sí misma y arruinar al país.
Por aquellos días, la CIA norteamericana comenzó a trasmitir con cincuenta
kilovatios de potencia desde la isla Swan, a cuatrocientas millas al sudoeste de
Cuba. “Aquíi Radio Swaaan” se identificaba la emisora. Luego decían todo
cuanto el gobierno de los hermanos Castro no deseaba escuchar, tal como que
los precios mundiales del azúcar habían descendido a tres centavos de dólar,
que Eisenhower había reducido el cupo de Cuba, y que el peso cubano se cotizaba
en el mercado negro a sesenta centavos de dólar —habiendo sufrido un descenso
del 40% en año y medio de revolución. La reacción del gobierno cubano no se
hizo esperar: se efectuó la nacionalización (sin compensación) de todas las
propiedades norteamericanas. Kruschev apoyó al Caballo, declarando que la
Unión Soviética podía defender a Cuba con cohetes y comprarle todo el azúcar
que Estados Unidos rehusaba, ¡a mejor precio! El Caballo aparecía por televisión
a cualquier hora, disparando cañonazos desde las costas contra presuntos
invasores del norte.
257
*
Concluidas las diligencias más apremiantes, me fui a casa de tío Taurino
porque allá gozaba de plena libertad. Una vez confiscados los bancos, sus hijos
se habían marchado a Nueva York. Por aquellas fechas, al hablar del gobierno
de Cuba, tío Taurino decía con ojos irónicos: “Esto es una mierda.” Mi tío y
Armando Nieves habían reducido los préstamos a casi nada porque, habiendo
perdido ya todos los contactos en la policía y el juzgado, les podían robar y
hasta obligar a la violencia.
Mi tío no andaba siempre de buen humor después de la partida de sus
hijos. Una tarde, Gina, la criada de Armando Nieves y hermana de Olguita, su
criada, nos había visitado. En cuanto me vio, se ensañó en mí, solfeándome
cuán bien andaba el mundo desde que los “ricos” habíamos perdidos nuestros
privilegios.
—Y prepárate para lo que te viene encima, Joaquín.
—¿Qué cosa? —le pregunté curioso.
—Te vas a joder como los demás.
—¿Por qué?
—Porque ahora todos somos iguales.
—¡Jamás seré tan feo como tú!
—¡Latifundista! ¡Ojalá te manden a cortar caña! —me imprecó, pensando
tal vez en el abuso perpetrado contra mi sentido del olfato con el flujo asqueroso
de su vagina años atrás.
En aquel momento, tío Taurino se puso de pie. La expresión de su cara
traducía el mal humor que lo embargaba. Tomó a Gina por el brazo y,
arrastrándola entre el mueblaje, la llevó hasta la puerta del apartamento. Olga,
su mujer, se llevó la mano a la boca, suprimiendo un profundo “¡Ahh!” A Olguita
se le saltaron las lágrimas de los ojos.
—¡Fuera de aquí! —le dijo a Gina, empujándola hacia afuera.
—Pero, Taurino, tú fuiste pobre igual que yo —le espetó Gina.
—¡Como tú, no! Eres bruta, sinvergüenza y puta —la increpó, tirando la
puerta.
*
Durante el verano del ’60, tío Taurino estaba dedicado casi exclusivamente
a la explotación de su pequeña finca. Yo lo acompañaba casi todas las mañanas
a llevarles comida a los lechones y traer aguacates, huevos y pollos a La Habana.
Una vez por semana, le llevaban las tripas de una pollería hasta su alquería. Él
las hervía en una caldera grande de hierro fundido, sirviéndose de leña como
combustible. Luego las mezclaba con melao de caña y se las daba a comer a los
cochinos con maíz sembrado por él mismo y los aguacates que se reventaban al
caer al suelo. De esta suerte, cada poco tiempo tenía lechones para vender.
Algunas veces, compraba terneras y las echaba a pacer y a beber hasta que
258
lucían carne; entonces las vendía y ganaba mucho dinero. Al año siguiente, una
vez desbaratadas todas las granjas grandes y medianas por el gobierno, comenzó
la escasez de los sesenta años y sus mercaderías fueron apreciadas enormemente
hasta que abandonó el país en el 1963.
Me pasé seis semanas yendo al cine todos los días. De hecho, buscaba en
los periódicos qué se exhibía dónde y perseguía las cintas en autobús por toda
La Habana. La mayor parte de las películas que se echaban en La Habana eran
de procedencia nortea-mericana, de acción y color —con poco digno de recordar,
salvo A Summer Place. Afortunadamente, también descubrí el cine francés y el
italiano de la posguerra. Debo de haber visto media docena de películas atrevidas
protagonizadas por Gérard Philip, dos o tres por Alain Delon, dos o tres por
Silvana Mangano, y alguna comedia de Vitorio Gassman. Me hizo reflexionar
un film francés titulado Escupiré sobre sus tumbas, sobre un mulato adelantado
de Nueva Orleáns, en los Estados Unidos; como el sujeto podía pasar por blanco,
se infiltró en un grupo de gente joven para “vengarse” de sus enemigos
caucásicos haciéndoles el amor a sus mujeres. “¡Qué imbecilidad! —me dije,
considerando la lógica chueca del film. ¡El tipo sabía que llevaba la mala raza
en sus venas y deseaba contagiar a los demás!”
En La Habana, existían miles de negocios privados en el verano del ’60. A
la salida del cine, era posible plantarse en El Recreo, de la Calzada Diez de
Octubre, a comerse una medianoche y beberse un guarapo o un batido de frutas.
Los típicos puestos de fritas (bocadillos de carne molida) operaban libremente.
Las farmacias tenían medicamentos. Los Ómnibus Aliados, producto de una
cooperativa privada, servían toda el área metropolitana, transportando cientos
de miles de personas. Quienes gustaban de putas, podían buscarlas en los clubes
nocturnos —el gobierno había tratado infructuosamente de uniformarlas y
convertirlas en choferes de taxis. Los bares tenían ron, aguardiente y cerveza.
No obstante, se sabía que las mercaderías de las que la isla necesitaba habían
dejado de entrar y el comienzo de la carestía era una cuestión de tiempo.
*
El 4 de agosto, los profesores de la Universidad de La Habana repudiaron
una junta rectora nombrada por el gobierno y resultaron destituidos. La
educación universitaria se rebajó a su ínfimo nivel. Durante muchos años,
formarían matasanos en lugar de médicos y frívolos en vez de ingenieros y
arquitectos; ya las escuelas normales adiestraban cotorras en vez de maestros.
El 6 de agosto, fueron expropiadas la Compañía Cubana de Teléfonos, la
Compañía Cubana de Electricidad, las refinerías de petróleo y las fábricas de
azúcar restantes. Los propietarios de la revista Bohemia se refugiaron en el
extranjero. La revista Carteles también quedó sin dirección. En los Estados
Unidos, se formó un Comité de Rescate para ayudar a los refugiados cubanos.
259
El gobierno compró rifles belgas y checos para armar a la nueva milicia de
doscientos mil memos.
En agosto, se produjo un tiroteo en el que murieron dos policías y resultó
herido un sacerdote jesuita español. Varios miembros de la Juventud Católica
fueron detenidos. El Caballo corrió alocadamente hasta el primer micrófono
para hablar de las “provocaciones sistemáticas” cometidas por la Iglesia. ¡La
verdad es que nadie habló tanta mierda como Fidel Castro!
*
Una tarde de agosto, Armando Nieves se apareció en casa de mi tío. Me
saludó y me dijo que había crecido. Le pregunté por Claudia y me respondió
que se hallaba muy bien. Nadie se podía imaginar que aquella elegante mujer
sucumbiría al cáncer dos años después y que Armando se suicidaría. Considero
que el suicidio de Armando Nieves estuvo más que justificado porque, sin
Claudia, su vida no tenía ningún propósito ni aliciente. ¡Ah, si hubiera caído
balaceando al Caballo con su revólver .38 qué gran héroe hubiese sido! En
aquel momento, Armando se dedicaba a consumir cuanto podía antes de que
llegasen los setenta años de las vacas flacas.
Armando se sentía molesto por lo que ocurría en Cuba. Tío Taurino y Olga
lo escuchaban con interés cuando hablaba de política.
— Estos papamoscas creen estar haciendo la Revolución Francesa cuando
realmente hacen la haitiana —me dijo Armando, bebiéndose un trago largo de
Salutaris. La raza mala no se conforma... ¿Sabes algo de la Revolución Francesa,
Joaquín?
— Nada.
— Todas las revoluciones tienen rasgos comunes y suelen nutrirse de sus
autores. En Francia, detrás de la palabrería y del error, estaba la idea. Aquí
solamente hay palabrería y error. Había más inteligencia en la Francia del 1789
que en la Cuba del 1959. En el 1960, nos aproximamos a la bancarrota y a La
Terreur, como en Francia. A esos hermanos de tu colegio les queda poco tiempo,
Joaquín: esta revolución es anticatólica.
—¿Por qué?
— Por la arrogancia de producir una Religión de Estado.
Permanecimos en silencio, esperando una instrucción valiosa de lo que
había ocurrido en Europa ciento setenta años atrás. Armando recostó las espaldas
al balcón. Por momentos, parecía que el tráfico de la Calzada Diez de Octubre
iba a ahogar sus palabras, pero el mensaje llegaba claramente. Yo quería saber
qué se entendía por “revolución” en el mundo civilizado.
***
260
» La Revolución nació de la impotencia financiera de la monarquía francesa
y triunfó por la incapacidad de ésta a reformarse. En el 1779, los Estados Unidos
se independizaron de Inglaterra. Francia había gastado grandes sumas apoyando
el esfuerzo de los norteamericanos contra la Gran Bretaña y se hallaba al borde
de la quiebra. Curiosamente, los colonos norteamericanos luchaban por los
mismos principios que Voltaire, Rousseau, Diderot y otros philosophes franceses
defendían, tales como la libertad y la justicia.
» En Francia, los nobles y el clero no pagaban impuestos. La corte y los
privilegiados gastaban el triple de lo que se adjudicaba para la instrucción pública
y la asistencia social. Los gastos militares eran cinco veces superiores a los
gastos de la corte. Como no se podía subir más los impuestos del pueblo y ni la
nobleza ni el clero deseaban contribuir, el ministro de Finanzas, Jacques Necker,
comenzó a tomar prestadas grandes sumas para el Estado. El sistema de
préstamos alivió provisionalmente la situación pero, a la larga, resultó fatal. El
peso de la deuda era enorme. Para mayores males, la cosecha del 1788 fue
parca.
» La reina de Francia, María Antonieta, a la cual le llamaban
despectivamente “la austriaca” por su origen, despilfarraba el dinero mientras
subía el precio del pan y la gente ordinaria pasaba hambre. Su marido, Luis
XVI, le había regalado Le Petit Trianon, un pequeño castillo cercano a Versalles.
María Antonieta le agregó un hermoso jardín, y, en sus cercanías, construyó un
teatro un “templo del amor” y un petit village que contaba con campesinos, un
molino y una lechería; allí la reina se iba a solazar contemplando los prados,
las vacas y los carneros.
» El primer ataque contra la corona lo hizo el dramaturgo Beaumarchais
con dos obras, El Barbero de Sevilla y El Matrimonio de Fígaro, en 1784.
Criticaba la sociedad que había producido a Luis XVI y María Antonieta.
» Como Luis XVI no era capaz de dominar la situación, convocó en Paris
los États généraux. Se compusieron los Cahiers de doléance (‘repertorios de
lamentaciones’ o, simplemente dicho, “quejas”). Era imprescindible una reforma
a favor de la gente común. Se pedía la abolición de los privilegios feudales y la
igualdad de todos ante la ley. El Pueblo reclamaba el derecho a decidir los
asuntos fiscales y el de efectuar una repartición progresiva de los impuestos
entre todas las clases sociales
» El 4 de mayo de 1789, el Tiers État tomó la iniciativa. Los representantes
de los burgueses y de los campesinos sin privilegios se hicieron oír. El Tiers
État se constituyó como el verdadero representante del pueblo, formando una
Asamblea Constituyente destinada a limitar y fijar los poderes del gobierno.
» María Antonieta espoleó a su marido para que se opusiese a las
reivindicaciones del pueblo. Cuando los mandaron a disiparse, los miembros
del Tiers État anunciaron por boca de uno de sus delegados, el conde de
261
Mirabeau, estar reunidos por la voluntad nacional y que los tendrían que
desalojar a bayonetazos. A los pocos días, el rey les ordenó a la nobleza y al
clero reunirse con el Tiers État por el bien común.
» Hasta aquel momento, el Tiers État deseaba asegurar el triunfo de la
Revolución manteniendo a la realeza. Ansiaba restringir la autoridad real y
acabar con las arbitrariedades y el despotismo. El rey, no obstante, prefería
mantener la diferencia entre la nobleza, el clero y el Tiers État. Dada la negativa
de Luis XVI, Camille Desmoulins llamó al pueblo a las armas. Se tomó La
Bastille, símbolo del Antiguo Régimen, el 14 de julio de 1789. La fortaleza
parisiense fue demolida piedra-por-piedra y los sans-culottes exhibieron en
alto la cabeza de su defensor, el marqués de Launay.
» Empezaron a aparecer caras nuevas en la escena francesa. El marqués de
La Fayette, héroe de la guerra americana, se convirtió en comandante de la
Guardia Nacional. Se suprimieron los derechos feudales. El 26 de agosto de
1789, la Asamblea Nacional definió la libertad como el derecho a hacer todo
cuanto no perjudique a los demás. Quedaron prohibidas las detenciones que no
sancionaban las leyes. Se resolvió que la sociedad tenía derecho a pedirles
cuentas de los actos administrativos a los agentes públicos. Fue proclamada la
libertad de opinión y la de la prensa.
» El 6 de octubre, las mujeres de París marcharon sobre Versalles. Fueron
seguidas por los hombres. Se entabló la lucha contra los guardias. La reina
María Antonieta fue salvada de la muerte por el marqués de La Fayette en
persona. Como resultado de la violencia, el rey ratificó la abolición de los
privilegios feudales y la Declaración de los Derechos del Hombre y del
ciudadano. Se nacionalizaron todos los bienes de la Iglesia.
» En 1790, la Asamblea se arrogó el derecho a designar los obispos. En
lugar de hacerlo ante el Papa ó el Rey, los curas fueron obligados a prestar
juramento ante el pueblo. Tanto el Poder Legislativo como el derecho a establecer
impuestos recayeron sobre la Asamblea.
»El 14 de julio de 1790, concurrieron a París cuatrocientas mil personas a
celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla. Apareció en la escena política
Jean-Paul Marat, ‘el amigo del pueblo’, un médico casi enano, especialmente
dotado por la naturaleza para traducir y manipular el odio, la desconfianza y
los frenesíes de la masa. Tenía la tez amarilla, los ojos inyectados de sangre,
los cabellos lacios y grasientos, la frente pequeña y la boca grande. Marat, el
hombrecillo de la sonrisa punzante, definía su persona como ‘la cólera del
pueblo’. L’Ami du Peuple se presentó ante el populacho como la seguridad de
libertad, pan y trabajo; prometió compartir los bienes de los ricos con todos los
demás —¡es tan fácil regalar lo ajeno!
También apareció como cabecilla del pueblo Georges-Jacques Danton,
casi un gigante de treinta-y-cuatro años, antiguo miembro de los États généraux.
262
Solía llevar una casaca de paño escarlata, una corbata desanudada y botas de
campana; tenía los cabellos erizados, la cara carcomida, una arruga entre las
cejas, un pliegue en la comisura de los labios gruesos, los dientes y los puños
grandes, la mirada brillante y la voz gruesa. Dantón, el grandón de la sonrisa
relampagueante, era miembro de la Societé des Amis de la Constitution, llamados
jacobinos por el nombre del convento en el que solían reunirse.
» Los aristócratas habían comenzado a emigrar en recua a Bélgica y a
Renania. Unos se sentían amenazados, otros simplemente no deseaban vivir
sin sus privilegios. Todos complotaban contra la Revolución. Luis XVI trató
de escapar con su familia y unirse a los exilados. El rey estaba disgustado por
los juramentos impuestos a los sacerdotes —las religiones gustan de convertir
a los poderosos. La reina consideraba a La Fayette un renegado y a Mirabeau,
el ídolo del pueblo, un monstruo. Por medio de un ministro de Suecia, Fersen,
se organizó la fuga a Varennes. A pesar de sus disfraces, la familia real fue
capturada. Desde entonces, el rey fue declarado traidor a la nación.
» Apoyado por Camille Desmoulins, Marat comenzó a atacar a la monarquía
con miras a instalar la República. Para lograrlo, tenía que eliminar a los
moderados. Los jacobinos, llevados por Maximilien de Robespierre, se alzaron
con la dirección de la vida pública.
» Robespierre atacaba al rey, a La Fayette y a la Asamblea Nacional,
acusándolos a todos de ser traidores a la Revolución. L’incorruptible era un
hombre de principios, incapaz de cambiar de opinión, abogado, discípulo de
Rousseau, ardoroso luchador y fanático creyente en las virtudes humanas. Su
propia moralidad lo convirtió en un personaje horrendo cuando tomó el poder
de 1793 a 1794. Le llamaban también l’eunuque.
» El probo eunuco de treinta-y-tres años y aspecto grave era pálido, tenía
la frente huidiza, los ojos claros, la nariz achatada, los labios delgados, el mentón
puntiagudo, la mirada fría, la cara cacarañosa, un tic nervioso en la mejilla y
llevaba sus cabellos encanecientes empolvados. Vestía siempre una casaca azul
cielo cepillada y ceñida al cuerpo, semejante a un maestro de danza; llevaba
guantes, medias blancas y zapatos con hebilla de plata. Robespierre había
proclamado el deber del individuo a sacrificarse por los intereses de la Patria.
Envió millares de ciudadanos al cadalso por considerarlos incapaces de hallar
el camino recto de la liberación.
» Los primeros en emular la Revolución Francesa fueron los polacos, en
1791. Al poco tiempo perdieron la mitad de su territorio, incluyendo las tierras
entre Prusia occidental y Silesia.
» Los franceses tenían una bella Constitución y un sentido de libertad sin
justicia. La libertad al margen de la ley los llevó a la anarquía, al caos y,
finalmente, a la dictadura. En 1781, Austria y Prusia le declaran la guerra a
Francia. Un oficial del ejército, Rouget de Lisle compuso un canto de guerra
263
para la Francia revolucionaria que entraron cantando a París los voluntarios de
Marsella — por lo que la llaman La Marseillaise.
» La izquierda radical del Poder Legislativo, un grupo de diputados de la
región de la Gironde, se oponía al rey y al gobierno existente, y deseaba la
guerra contra todos los enemigos de la Revolución. Los girondinos acusaban
al rey y la reina de ser una pareja de degenerados. Declararon que todos los
emigrados eran traidores a la patria, que estaban condenados a muerte y que
serían despojados de sus bienes. Entre tanto, la pareja real intrigaba contra el
gobierno: la reina les transmitía a los austriacos los planes de campaña del
ejército francés.
» La Revolución se defendía de sus enemigos internos con la guillotina, un
artilugio de cortar cabezas ingeniado por el doctor Guillotin; según decía el
inventor, la había creado para abreviar los sufrimientos de los condenados a
muerte. La máquina trabajaba impecablemente bien, mostrándose muy superior a la decapitación al hacha o la espada. Además, se aplicaba sin distinción
de clases sociales.
» Los ministros girondinos se habían propuesto acabar con la soberanía de
Luis XVI. El 10 de agosto de 1792, el pueblo se lanzó contra el palacio des
Tuileries y la monarquía cesó de existir. Las clases inferiores se le impusieron
a la burguesía. Dantón, Marat y Robespierre triunfaron sobre La Fayette. Luis
XVI se convirtió en el ciudadano Louis Capet, prisionero de la Commune. Las
tropas prusianas y austriacas entraron en Francia y capturaron Verdún. La Fayete
desapareció del escenario de la Historia. En septiembre, los franceses entonan
La Marsellesa y triunfan, invadiendo a Bélgica.
» En agosto de 1792 se llenaron las cárceles de Francia. Resultaron
arrestados, en primer lugar, los individuos sospechosos de oponerse a la Commune durante el ataque al palacio des Tuileries; en segundo, los familiares de
los emigrados; y, en tercero, los curas refractarios. La Terreur invadió el país.
Estando Marat al frente de la Commune, y siendo Dantón Ministro de Justicia,
mil doscientos detenidos por motivos políticos fueron masacrados en prisión.
» El 21 de septiembre, laAsamblea Nacional proclamó la República. Dantón
abandonó su puesto de Ministro de Justicia a fin de participar en el nacimiento
de un poder centralizado que no tolerase tendencias separatistas. En la Asamblea,
los girondinos representaban la derecha; los jacobinos, que tenían a la masa, a
la izquierda; los moderados —Le Marais o el pantano— eran despreciados por
ambos.
» En diciembre de 1792, llevaron al rey ante la Convención Nacional para
que respondiese de sus actos. Louis Capet fue acusado de complotar contra la
libertad y la seguridad de la Patria, reconocido culpable y condenado a muerte.
El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue llevado en una carreta a la Plaza de la
Revolución —a la que llamaron luego de la Concordia. Se dijo que la humanidad
264
se había equivocado hasta entonces degollando a los pueblos y perdonando a
los déspotas y que no hay pueblo libre sin tirano muerto. El ex-rey declaró ante
la turba ser inocente y perdonó a todos cuantos habían deseado su muerte.
Cuando cayó la cuchilla, los asistentes entonaron La Marseillaise en nombre
de la justicia, la tolerancia, la bondad, la razón, la verdad, y el amor. Alguien
advirtió que un rey muerto no es un hombre de menos.
» El 10 de mayo de 1793, la Convención se alojó finalmente en el Palacio
de las Tullerías, al que le cambiaron el nombre por el del Palacio Nacional. Las
Tullerías tenía el aspecto lúgubre por estar mal iluminado, pero en él cabían
dos mil personas. La Convención se afirmó en el Palacio Nacional, declarándola
la plaza donde los representantes eran superiores a los generales —algo que
desmintió la Historia en varias ocasiones. En Francia, se decía que unos morían
cuando el pueblo dormía y otros cuando el pueblo despertaba. En la Convención,
los delegados intercambiaban insultos y amenazas partidarias, se desafiaban y
se hacían matar los unos a los otros. Aunque a pesar de la intemperancia de sus
miembros, como dice Víctor Hugo, se promulgaban principios y se auxiliaban
las miserias: se proclamaba la mancomunidad cívica, se decretaba la instrucción
gratuita y se organizaba la educación nacional, se creaban conservatorios y
museos, se decretaba la unidad de códigos, de pesas y medidas y de cálculos
mediante el sistema decimal, se fundaban hospicios y hospitales.
» Como los franceses prometían ayuda a todos los pueblos deseosos de
imitarlos, hubo guerra durante veintidós años. Se formó una coalición contra la
Revolución por parte de Inglaterra, Austria, Prusia, las Provincias Unidas,
Rusia y España. También se sublevó la Vendée, al norte de Francia, contra la
República —la Vendée fue la rebelión clerical llevada a cabo en las selvas
bretonas.
» Los jacobinos, o Societé des Amis de la Constitution, gobernaron sin
miramientos ni consideraciones con los demás. Crearon el Comité de Salut
Publique para vigilarlo todo. El 16 de octubre, se mandó a ejecutar a María
Antonieta, ‘la viuda Capet’. El 2 de junio de 1793, arrestaron a los jefes
girondinos —izquierda radical— por alta traición. El 31 de octubre de 1793,
les tocó el turno para morir a los girondinos: cantaron La Marseillaise camino
al patíbulo. Poco después, guillotinaron a Charlotte Corday, una joven que
acuchilló en la tina calmadamente al enano Marat con intenciones de asestarle
un golpe a la Terreur que imperaba en Francia. Dantón quedó de jefe de la
Comisión de Salvación Pública. Saint-Just, un colaborador fanático de
Robespierre, partidario de gobernar por la fuerza, enviaba a la guillotina a
cualquier sospechoso de alejarse del camino de las virtudes cívicas. Antonio
Luis León Florelle de Saint-Just era un joven pálido y triste de veintitrés años,
de frente estrecha y mirada misteriosa. Participó en el gran enredo causado por
265
la demencia contagiosa de Marat, Dantón y Robespierre que los llevó a todos a
la gillotina.
» Carnot organizó la derrota inglesa en septiembre de 1793, obligándolos
a levantar el sitio de Dunkerque. En octubre, pusieron en fuga a los austriacos.
En diciembre, obligaron a los ingleses a evacuar Toulon, base de la flota del
Mediterráneo, ocupada por Gran Bretaña en agosto cuando los tuloneses les
abrieron las puertas. Gran parte de Francia estaba alzada contra París y los
sans-culottes. Los Chouans de Vendée estaban sublevados desde marzo. Se
cometieron masacres horribles de ambas partes.
» Entre 1793 y 1794, se guillotinaron unas tres mil personas y se encerraron
más de ochenta mil. La Terreur, organizada por Robespierre para acabar con
los enemigos internos de la libertad, llevaba a la guillotina igualmente a los
adversarios manifiestos como a los tibios, los indiferentes y los pusilánimes.
» Hébert era un extremista radical, jefe de la Commune y amigo de Marat.
Sus partidarios exigían una mayor depuración del gobierno. Su ideal era extirpar
al cristianismo de Francia y suplantarlo con el culto de la diosa Razón. Logró
hacer abolir la cronología cristiana e implantar un calendario republicano, que
estuvo en vigor hasta enero de 1806. El nuevo culto se practicó en la catedral
de Notre-Dame durante el otoño de 1793. Los católicos estaban enfurecidos y
en pie de guerra. A partir del 24 de noviembre de 1793, el año comenzaba el 22
de septiembre, día del equinoccio de otoño, y se dividía en doce meses de
treinta días, más cinco días reservados a las fiestas republicanas. Los meses se
dividían a su vez en tres décadas y llevaban nombres relacionados con las
estaciones del año, tales como ‘las brumas’, ‘las nieves’, ‘las heladas’ ‘los
vientos’ y ‘las cosechas’. Fabre de Eglantine asomó a la Historia con su
‘calendario republicano’ y no se supo nada más de sus inventos.
» En diciembre de 1793, Camille Desmoulins, el amigo de Dantón, atacó
a Hébert en una de sus publicaciones. El 24 de marzo de 1794, los hebertistas
fueron enviados a la guillotina. Los partidarios de Robespierre se volvieron
contra Dantón. El 30 de marzo, Dantón fue arrestado junto con sus
colaboradores, tales como Camille Desmoulins —el primero en llamar al pueblo
a las armas en 1789. Saint-Just acusó a Dantón, quien contraacusó al promotor
de la Terreur, pero fue condenado a muerte junto con sus amigos. El cinco de
abril de 1794, París vio morir a Dantón mientras Robespierre les aseguraba a
todos que la felicidad está en la virtud.
» Maximiliano de Robespierre, el Presidente de la Convención, era el
dictador de facto de Francia. El sufragio universal jamás se puso en práctica en
el país. El primer ciudadano de la nación aparecía con su traje azul cielo, sus
pantalones amarillos y ramilletes de flores de los colores de la República,
pretendiendo dotar a sus conciudadanos de una verdadera religión
revolucionaria, sin la superstición católica ni el cinismo ateo —según decía el
266
temible virtuoso: “el ateismo es aristocrático”. El discípulo de Jean-Jacques
Rousseau consideraba esencial halagar a la Razón practicando el civismo. De
un plumazo, suprimió los derechos judiciales y políticos de todos para poder
depurar a Francia de monárquicos. El Poder Ejecutivo iba a caer en manos de
una camarilla libre de actuar a su antojo. El Tribunal podría dictar sentencias
sin testigos ni defensores.
» Los miembros de la Convención temían por sus vidas y vivían
angustiados. El 27 de julio de 1794, Robespierre comenzó a atacar a aquellos
individuos que juzgaba sospechosos de conspirar contra él —era cierto que lo
hacían. Clamaba por una nueva depuración. Los conspiradores le tomaron la
delantera. Al grito de “¡Muerte al tirano!” lo prendieron junto con sus
colaboradores. Al día siguiente, el Incorruptible se familiarizó con la cuchilla
de la guillotina.
» Después de la dictadura de Robespierre, en septiembre de 1795, se redactó
una tercera Constitución. La Convención desapareció y Francia siguió siendo
una república sin sufragio universal. No se volvió a tratar el tema de la influencia
directa del pueblo. El espíritu de igualdad de Rousseau no daba frutos. Se logró
salvar la separación de poderes de Montesquieu. Los antiguos preconizadores
de La Terreur, sabiéndose en peligro, comenzaron a predicar la clemencia y la
humanidad. La purga de Robespierre y de sus seguidores, la última, fue conocida
como la terreur blanche.
» Por estas fechas, un joven capitán de artillería, lamido y desdichado,
marchaba por París con paso lento y pesado. No llevaba guantes. Tenía los
cabellos largos y descuidados y los zapatos sucios. Durante el sitio de Toulon
por los ingleses, se había distinguido en el hábil manejo de las baterías. Luego,
había colmado de peticiones a Barras, el presidente del gobierno. Su nombre
era Napoléon Bonaparte. Durante la noche del 4 de octubre de 1795, los
monárquicos se habían congregado con intenciones de acabar con la República.
Como Barras, el jefe corrompido del Directorio, no poseía talentos militares,
se recordó del joven oficial de artillería. Lo hizo llamar para aplastar la revuelta.
Napoleón restauró el orden y la calma en París rápidamente, valiéndose bien
de los cañones una vez más.
» El 2 de marzo de 1796, Napoleón tomó el mando del Ejército en Italia. A
los pocos días, se casó con la también célebre Joséphine Beauharnais. Sus
muchas victorias militares hicieron a los franceses olvidarse de la República y
favorecer al Imperio.»
***
Aquella tarde, le hice muchas preguntas a Armando Nieves sobre la
legalidad y la moralidad de las revoluciones. Estuvimos conversando hasta la
267
media-noche. Me dijo que, vertiendo sangre se había logrado la regeneración
parcial de algunos pueblos, pero que no todas las razas son corregibles. A su
juicio, lo que estábamos presenciando en Cuba era un mal uso del vocablo
‘revolución’, que se trataba de una simple lucha por el poder y la demolición
del sistema jurídico.
— Aquí se va a imponer la razón de las balas y el triunfo le proporcionará
al vencedor el derecho al fracaso —se dejó hablar Armando finalmente—: ya
se inventan leyendas y se persigue a los incrédulos.
— Entonces, ¿hay que irse? —le pregunté inseguro de mis pensamientos.
— Sí; no merita la pena tratar de convivir con los nuevos timadores ni
arriesgar la vida por cobardes. Si todos fuéramos europeos, podríamos pensar
con claridad. La fuerza de impulsión ejercida por el demagogo con cara de rata
sobre los negros es muy grande...
— ¿Y por qué apoyarse en los negros?
— Porque son brutos, porque son muchos.
— I better learn English.
— True. Las revoluciones llegan solas cuando las sociedades decaen
socialmente y, por ese mismo motivo, son incapaces de reformarse, como ocurrió
en Francia y en Rusia. Como diría Víctor Hugo: “La Revolución es la marea,
los hombres no somos más que las olas”. Pero esto no es una revolución sino
un acto de salvajismo.
*
Antes de regresar a Santa-Clara, pasé por un famoso comercio de La Habana
llamado La casa de los trucos. Compré cohetes (firecrackers), tabacos que
explotaban y bombas de peste.
Cuando le pregunté al dependiente del establecimiento si tenía “bombas
de verdad”, me miró con miedosa extrañeza —creyéndome tal vez un tuno o,
peor, un contrarrevolucionario. Le aclaré que no estaba buscando dinamita ni
nitroglicerina, sino algo que asustara a la gente. El hombre se sumió en un
misterioso silencio, esperando mi partida descortésmente. Tal vez hubiese creído
ver detrás de mi chocarrería un espía del gobierno que le demolía los nervios.
Posiblemente, estuviese considerando aquel sujeto reportarme a las autoridades
por no incurrir en un desliz de compasión delictiva.
*
Al menos, sabía que la Revolución Francesa había sido una revuelta y la
cubana una despreciable mierda. ¡La masa siempre la caga, Nenita!
268
269
*
Si recuerdas bien, terminé el verano en Santa Clara. La amistad con mis
antiguos compañeros de los primeros grados y con los vecinos del barrio se
había estrechado defensivamente contra la Revolución. Lejos de chismorrear,
nuestras madres se visitaban para intercambiar avisos de cómo sacar a sus hijos
del país y a dónde enviarlos. Todos nos sentíamos sujetos a vigilancia. El
Caballo, aquel individuo con voz femenil, barba rala y cara de ratón había
logrado mantener su preponderancia sobre la gentuza. Para entonces, los lacayos
de los retruécanos fidelistas habían sido alistados en una milicia incondicional
al régimen. Los adictos al Caballo daban explicaciones humillantes sobre cómo
se debía pensar.
En toda Cuba, se practicaba ya la inculpación secreta. Por miedo a las
represalias, las personas más capacitadas no se inmiscuían en política y las
personas prudentes reprimían la expresión. El desasosiego de la clase media
era unánime en el maremagno de advertencias del gobierno y el barullo de la
chusma. Los individuos de cortos alcances eran buenos propagadores de las
ideas revolucionarias. El terror se suele imponer en el mundo porque la gente
le tiene mucho más apego a la vida que a la libertad. El Estado inventó un dios
que prometía impúdicamente suprimir el sufrimiento de todas las vidas. Se le
hablaba al acaso de la utopía comunista a una gente huera, incapaz de ceñirse a
un asunto, que lo repetía todo como cotorras. Se produjo un mundo descabalado
con muchas mentiras. Una vez roto el molde social, los discordes quedaron en
manos de unos seres faltos de dotes que tenían siempre la palabra.
Visité a mis antiguos compañeros del colegio de Santa Clara: todos estaban
esperando la señal de sus padres para abandonar el país. A las muchachas
pizpiretas del barrio, Nenita, Isabelita, Lucy y Lourdes, les estaban creciendo
sus despuntados senos. Poly, la muchacha noruega que gustaba tanto de montar
en bicicleta por el barrio, era altísima y tenía los ojos de un azul traslúcido,
pero apenas se le notaban los senos. Me gustaba, pero le tenía cierto respeto a
su estatura. Mis vecinos Nardo, Rogelín, e Infante esperaban para partir también.
El evangelio tiránico estaba formando sus pastores y pléyades. El populacho
daba señales de aquiescencia a cualquier burrada salida de la boca del Caballo.
Los más mentecatos se comportaban como si privara una nueva moda en el
mundo de las creencias. Toda la sociedad resultó desajustada al capricho
comunista de un chabacano dios marxista. Las masas se precipitaron a la ruina
con gran entusiasmo.
Los Nardo eran una familia de buen tono. El padre de Carlitos, un señor
cetrino, de nariz algo gruesa y cara abotagada, oficiaba como inspector de una
compañía de alimentos y licores llamada Arechavala, próxima a ser confiscada
por el gobierno, la cual operaba por toda la isla; su esposa, Isabel, tenía un
comercio de telas cerca del Parque Vidal. Carlitos era alumno del Colegio
270
Metodista de Santa Clara. Se habían mudado al barrio poco después que
nosotros.
Los negocios andaban mal. Hallé a Nardo rebullido en una silla del portal
de su casa, manipulando con indiferencia las piezas de un juego de ajedrez.
Nardo miraba sin ver el tráfico de la Carretera Central, por donde pasaban los
aguadores con sus cajones de improvisadas carronadas tiradas por un penco.
Como el decir públicamente: “Esto se jode”, podía provocar el castigo impuesto
a las profecías, Nardo hablaba solamente con sus amistades —El Caballo era
famoso por escuchar con orejas ajenas. Con voz apagada, seriamente aturrullado,
Nardo se lamentó ante mí y su hijo, Carlitos: “En ningún país del mundo se
vivía tan bien como en Cuba: el clima es bueno, había libertad de acción y
rodaba el dinero.” Cinco años más tarde, lo volví a ver en la bolera de la 181 y
Broadway, en Nueva York: jamás logró recuperarse anímicamente de aquel
desastre.
En unos cortos meses, Roberto Cabrera y yo nos convertimos en
conspiradores y saboteadores imberbes, sin que lo supieran nuestros padres.
Por poco no acabamos presos tratando de imprimirle llama a la mecha del
descontento. Deseábamos ver un cielo inflamado de bombas. ¡Es fácil anhelar
quimeras cuando se es joven, Nenita! Añorábamos despertar bajo la metralla.
*
En Cuba se adoptó la televisión con mucho mayor entusiasmo que las
máquinas de lavar ropa —un aparato electromecánico mucho más simple y útil
que el complejo receptor de banda visual y banda sonora. En 1960, no teníamos
lavadora de ropa en casa. Como había mucha ropa que lavar en Santa Clara,
contratamos a una lavandera, Elena, del barrio de La Vigía —zona pobre situada
pendiente-arriba de la casa de Osvaldito. Se trataba de una mujer joven, poco
locuaz, excesivamente delgada y prematuramente arrugada que no se afeitaba
las piernas y fumaba cigarrillos de papel amarillo incesantemente. A pesar de
su color amarillento, su aspecto carcamal y de ser huesuda, Elena tenía la cara
redonda y guapa; sobre la frente arrugada, le caía un anillo de pelo canosillo y
ensortijado, de los que llamaban ‘buscanovio’. Mi madre se decidió a contratar
a Elena para el lavado porque ésta última no era una persona reparona y llevaba
de la mano a su hijo de nueve años, Albertico.
Albertico era una ruindad de niño que concebía temor de cualquier alimaña.
Aquella desusada criatura minúscula, de pelo dorado en cabeza grande, de pies
diminutos, extremidades descarnadas y torso esquelético sugería caridad. Su
madre siempre lo llevaba bien vestido y limpio. Mientras llegaba la hora del
almuerzo, yo correteaba entusiastamente con él alrededor del patio para que se
le abriera el apetito. Daba pena verlo lanzar la pelota sin fuerza ni tino. Cuando
lo conocí, me causó una impresión poderosa: le tomé lástima por su enfermiza
delgadez; luego lo adopté de mascota y, en lugar de misericordia, le tuve
271
consideración porque la piedad es un sentimiento que desuela a quien la da y
degrada a quien la recibe.
Elena lavaba la ropa nuestra en una artesa de cemento con desagüe en la
parte trasera de la casa, en un espacio entechado y enlozado entre la cocina y el
garaje. Solía llegar los miércoles a las nueve de la mañana con su mirada mustia
a lavar y a tender la ropa, y regresar los jueves a plancharla. Como era corta de
talla, se subía a un guacal de refrescos para poder doblarse sobre el lavadero y
crear el agua jabonosa con un ladrillo de jabón y un aditivo —tal vez un
suavizador— llamado ‘azul añil’. Algunas veces, la observaba restregar la ropa
impetuosamente con sus delgadas manos contra la rampa escabrosa de la artesa
hasta que se fatigaba.
Elena laboraba por un fin adquisitivo de cinco pesos diarios que el marido
le quitaba para beber. La comida que les dábamos, sin embargo, les resultaba
mucho más provechosa a ella y a su hijo. Al principio, Albertico empalidecía y
sudaba cuando tomaba un plato de frijoles colorados con jamón, chorizo y
calabaza; tenía que hacer altos durante la comida para reponerse del efecto de
la nutrición. Cuando el niño terminaba de comerse un fino bistec de vaca, la
cara se le ponía lívida, parecía estar muy fatigado y tenía que descansar un
buen rato mirando la televisión. Yo lo tenía que subir al asiento porque sus
piernas eran demasiado cortas. Tampoco era capaz de mecer el sillón.
A las cuatro de la tarde, cuando Elena y Albertico partían, mi madre les
entregaba un paquete de comida para que cenaran en su casa. Siempre viví
orgulloso de la devoción a la caridad de mi madre —mi padre no era apasionado
de las limosnas.
Cuando Elena y Albertico se perdían por el arcén de la Carretera Central,
rumbo a La Vigía, los contemplaba preguntándome por qué tenía que haber
gente tan infeliz. ¿Qué habrá sido de Albertico? ¿Qué habrá hecho de él la
Revolución?
*
El gobierno había anunciado repentinamente un cambio de dinero. Los
billetes azules firmados por Felipe Pazos fueron canjeados en un par de días
por unos verdes con la firma del Che. De esta manera, se logró empobrecer a
algunos ricos creyentes en el retorno del pasado, los cuales ocultaron el dinero
antiguo apegados a una ilusión. Quienes conservaron billetes viejos, pensando
que aquello era una pesadilla de corta duración, perdieron el valor de cuanto
retuvieron.
El cambio de moneda fue el principio de la pasión de la clase media. El
proyecto de anudar a todos con la miseria empezaba a dar frutos. Con el cambio
de dinero, llegó el fin de la esperanza de aquellos que estaban tratando de
cambiar sus pesos en dólares y depositarlos fuera del país. El dinero verde de la
Revolución no fue apreciado en ninguna parte.
272
*
El Caballo conocía el ambiente universitario. Los estudiantes jamás lo
habían querido elegir para los cargos a los que había aspirado durante sus años
mozos. Entendió desde un principio que tenía que someter a la Universidad de
La Habana. Siempre dispuesto a contradecir el derecho de todos, puso a su
gente en la dirigencia de la Universidad con gran desfachatez y falta de respeto
por la autonomía universitaria.
En septiembre, por el tirón de la costumbre, quise regresar al colegio de
Cienfuegos. Las acusaciones del gobierno contra los colegios privados y las
denuncias contra el clero extranjero me hicieron aprender que no se puede
creer todo cuanto se publica. Me habían advertido que el colegio no podía
durar. No me importó. Tampoco duró.
Tal vez debido al cambio del dinero, más de la mitad del alumnado faltó
en septiembre. El éxodo de la clase media se había iniciado. Hacía un año,
desde los finales del 1959, se había dictado el Decreto 2099, que pretendía
controlar la enseñanza privada, imponiendo los programas de tipo socialista
que se estaban comenzando a aplicar en las escuelas públicas. Cuando regresé
al colegio, los hermanos nos advirtieron que aquel curso escolar no se habría
de completar. Se disponían a implementar los cursos impuestos por el gobierno,
tales como la Historia del Arte, mostrándonos algunas láminas a color de las
cuevas de Altamira, la Historia Universal, dejando que un profesor laico nos
hablara del feudalismo, pero iban a enfatizar a trasmano los idiomas y las
matemáticas porque nos serían útiles en el extranjero.
Hubo poco barullo por los comedores y los campos de deportes del colegio
de Cienfuegos. Los sábados, se continuaron efectuando viajes cortos por el
centro de la ciudad. Los paseos largos fueron suspendidos. Los hermanos no
estaban de buen humor. Las noticias que nos llegaban de buena fuente siempre
eran malas. El presunto fin ejercía una impresión negativa sobre la moral de
todos nosotros.
Al reclamo del día, nos levantábamos en silencio y bajábamos al estudio.
Luego asistíamos a misa y desayunábamos como siempre. Asistíamos a nuestras
clases, jugábamos, comíamos sin gran apetito y dormíamos cuando la vista
chocaba contra las tinieblas.
Aquel curso no tuvo grupo de pequeños. Los dormitorios estaban
extrañamente silenciosos. Ya no me daba gusto dar la vuelta-de-carnera cuando
me lanzaba del trampolín. Como éramos pocos, nos juntaron a los medianos y
a los mayores en el mismo salón de estudio del segundo piso. El habla rotunda
del pupilero nos hablaba de los Estados Unidos. Mis cartas a casa cambiaron
de tono. Ya no les pedía a mis padres que me enviaran panetelas para el desayuno
ni que me fueran a sacar el domingo al restaurante Jagua a comer paella.
273
En el último trimestre, no se escuchó una sola llantina ni se produjo un
solo carrillo hinchado en una pelea. Mientras se avecinaba el fin, ninguno de
nosotros hubiese creído que el tiempo es una idea porque parecíamos sentirlo.
Los hermanos fueron condescendientes con los alumnos menos capaces y sus
consejos no cayeron en saco roto. No se discutieron nimiedades. Ningún alumno
se mostró lenguaraz ni descarado ni se perdió por los prostíbulos. La situación
era muy seria.
A veces, los domingos, algunos padres de alumnos escuchaban misa en la
capilla a modo de despedida porque se llevaban a su hijo definitivamente. La
capilla se convertía en velador para aquellos que partían asustados del porvenir.
En arrechuchos de temor o de piedad, escuché más de una voz plañidera elevarse
hacia el Santísimo tras los testeros del altar, solicitando vida, paz, pan y libertad.
Por primera vez en mi vida, me esforcé en la clase de Inglés, sin lanzarme
a soñar para mí mismo cuando el hermano Nazario explicaba la función del
verbo to do ni reírme del doing. El maestro laico que llegó con un portapliegos
a dictarnos notas sobre el feudalismo me pareció ridículo y lo ignoré. Jamás
perdí la noción del tiempo entretenido en sus clases, como me había ocurrido
en las de Jacinto Jorge; por el contrario, me aburría de aquellas monsergas
secas y descosidas. El hermano Rafael nos mostró viejas fotos de la Revolución
Rusa: masacres, ejecuciones y víctimas revolviéndose en los dolores de la
agonía.
Alguna vez, contemplando a Paco y Pepa, los dos papagayos que vivían
cerca de la piscina, descubrí haber estado mucho más apegado al ambiente
conocido de lo que creía. No llegué a comprender lo que me ocurría entonces
hasta muchos años más tarde, cuando me familiaricé con la doctrina del Buda.
En el colegio La Salle de Santiago de Cuba se reunieron dos mil integrantes
de la Juventud Católica, quienes marcharon por las calles gritando: “!Cuba sí,
comunismo no!” El 2 de septiembre, El Caballo se llenó de gozo aceptando la
oferta rusa de cohetes; el mismo día, reconocía a la China comunista, enemiga
de los vecinos norteamericanos, antiguos compradores del azúcar.
En Cuba, se había destinado una fuerte cantidad de dinero del presupuesto
a la educación en el pasado. Sin embargo, casi todo se malversaba. Un simple
acto de decencia hubiese mejorado la enseñanza y reducido el analfabetismo
instantáneamente. El gobierno encabezado por El Caballo manipuló las
estadísticas, elevando el índice de analfabetismo a más de un 40% para poder
declarar haber tenido grandes logros en el campo docente.
*
El 18 de septiembre, El Caballo viajó a Nueva York para pronunciar un
discurso ante la Organización de las Naciones Unidas. Creía que el mismo dios
que le había negado su dosis de juicio se iba a asombrar de su oratoria. Pensó
que tendría que abrirse paso entre las apreturas de gentes que querrían mirarlo
274
de cerca, tocarlo y aplaudirlo. Pero, a su llegada, en lugar de ovaciones, recibió
críticas y observó manifestaciones desacordes en la parte civilizada de la ciudad;
para evitar a los manifestantes, se fue con sus acompañantes barbudos y
pelirrufos a alojar a un hotel de Harlem (barriada negra), donde no se usaba el
agua más que para beber. Su alocución ante la ONU se convirtió en una perorata
de cuatro horas y media, absurda y llena de mentiras; compuso y lanzó palabras
en cascada suponiendo que los concurrentes no tenían nada mejor en qué invertir
su tiempo que escucharle.
Los representantes de los demás países no se impresionaron ni aplaudieron
frenéticamente al Caballo. El Caballo de los cubanos se enojó de que no le
celebrasen las futesas sin ilación y los paliques descabellados que pronunciaba
ante la prensa extranjera. Le pareció injusto que el mundo adormilado no sintiese
la fuerza de su mirada y el poder de sus palabras y despertase resuelto a ser
fidelista. Lo asediaba la pesadilla de no ser visto como a un dios o algo parecido.
Finalmente, tirado al desdén, regresó a Cuba el 28 de septiembre en un avión
soviético prestado porque ya cambalacheaba maldades con Krushchev. El
aparato en el que había viajado a Nueva York había sido embargado por deudas.
Por aquellas fechas, se había acostumbrado a robar de tal guisa que creía que el
despojo era una virtud capital que no precisaba reparación.
Durante la campaña presidencial en los Estados Unidos, Kennedy se había
mostrado exigido a apoyar a las fuerzas que luchaban por la libertad en el
exilio y en las montañas de Cuba. En aquel momento, había unos mil rebeldes
en la Sierra del Escambray. Ya Nixon, que era el vicepresidente de la
administración anterior, se había comunicado con unos cubanos exiliados que
se habían mostrado incapaces de formar un frente unido. En cualquier caso, los
alzaos en el Escambray murieron en escaramuzas o se entregaron hambrientos
y fueron ejecutados.
El 13 de octubre, un mes antes de las elecciones presidenciales, Eisenhower
prohibió todas las exportaciones norteamericanas a Cuba, con la excepción de
medicinas y algunos alimentos. A renglón seguido, El Caballo se apropió de
todos los bancos, los centrales azucareros, las destilerías, las fábricas textiles,
los molinos arrozales, los cines y los almacenes que quedaban en manos
privadas; las propiedades norteamericanas fueron confiscadas inmediatamente:
la fábrica de níquel Nicaro, Woolworth, Sears, General Electric, International
Harvester, Remington Rand, Coca-Cola, varios hoteles y compañías de seguros.
El 29 de octubre, el embajador norteamericano, Bonsal, fue retirado para no
regresar jamás.
El 30 de octubre de 1960, un periódico guatemalteco, La Hora, publicó un
editorial explicando que se proyectaba la invasión de Cuba por parte de los
exiliados con protección aérea norteamericana. El objeto de dicha incursión
era establecer una cabeza de puente y destruir la fuerza aérea cubana. En
275
noviembre, Manuel Ray rescató a varios oficiales condenados junto con Huber
Matos y huyó de Cuba, dejando organizado el Movimiento Revolucionario del
Pueblo (MRP). Algo se esperaba. Renació la fe.
Un mediodía, a principios de noviembre, cuando entraba al salón de estudio
del segundo piso, escuché una algarabía poco frecuente en el colegio. Los pupilos
habían abandonado las mesas de billar y de ping-pong. Otto el camagüeyano,
uno de los alumnos mayores, que era extremadamente delgado, serio y lacónico,
estaba riendo a nuez batiente cerca de una ventana abierta. En una esquina del
salón, había varios internos congregados en torno a un aparato de radio,
sonriendo también. Había una grandísima excitación y mucho movimiento en
el estudio: rebrillaban los ojos alegres de todos y no se le podía cazar la mirada
a nadie. Tomás, la loca hormonal de Camagüey, estaba sentado sobre el tablero
de un pupitre, con los pies sobre el asiento; tiritando de nervios, agitaba los
brazos y gritaba: “¡Salió el cato-o-ó-lico, salió el cato-ó-lico, el cato-ólico!”
Hasta el hermano Fermín se había apresurado a unirse al grupo con el semblante
demudado por el entusiasmo.
En los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy había sido electo
Presidente. La clase media de Cuba —el único país de la América de habla
hispana que la tenía en cantidad significativa— creyó llegado el redentor para
sus males políticos. Claro que, de haber ganado Richard Nixon, quien ya había
fraguado un plan contra El Caballo siendo vicepresidente en la administración
anterior, la historia de Cuba, la de los EEUU y la de mi vida hubiesen sido muy
diferentes.
El 17 de noviembre, John Kennedy fue informado del proyecto de invasión.
El Caballo le había llamado a Kennedy “millonario analfabeto”, lo que era
totalmente falso porque el nuevo presidente de USA era universitario, había
sido oficial de la marina de guerra y hasta había escrito un pequeño tratado
sobre la Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. Pero El Caballo era
un envidioso —su libro, La Historia me absolverá, era una cantaleta de
confusión y demagogia. Sentía ser el líder de un país pequeño, subdesarrollado,
con un alto porcentaje de pardos. Por ser cabeza de ratón, creía que hablaba
para la posteridad en todo momento y siempre estaba dispuesto a la insolencia.
Kennedy, sin embargo, era el Comandante en Jefe, electo no impuesto, de la
mayor potencia económica y militar del mundo, conducida por blancos en aquel
momento. Gustase Fidel o no, Kennedy era el hombre más poderoso del mundo.
Además, El Caballo se acostaba con Celia Sánchez, una mujer muy ordinaria,
mientras que Kennedy tenía una bella esposa, Jacqueline, y la amante más
apetecida del mundo occidental, Marilyn Monroe. Las circunstancias habían
hecho a Fidel un quídam con relación a Kennedy —su proceder ratificaría dicha
condición. El Caballo, que sólo destacó en lo negativo, tuvo la ‘distinción’ de
276
ser el autor de la desgracia de John F. Kennedy. Cuando Jack Kennedy murió,
su pueblo lloró de tristeza. Cuando Fidel Castro murió, su pueblo lloró de alegría.
*
El 24 de noviembre, mis padres me llamaron por teléfono para felicitarme
por mi cumpleaños. Cumplía catorce años. Me dijeron que habíamos perdido
la casa de Meneses. La segunda ley de Reforma Urbana estipulaba que nadie
podría ser propietario de más de una residencia. Los arrendatarios pasaban a
ser inquilinos del Estado.
Mi madre había hablado con muy apenado acento. La casa alta de madera
que le había regalado su tía Tomasa, su única posesión, ya no era suya. La
vivienda de amplio patio donde yo había nacido y había cuidado a mis curieles,
faisanes y biajacas se la había robado el Estado. Recorrí mentalmente toda la
casa cuando colgué el receptor del teléfono en la oficina del director del colegio:
la habitación desde la que rescabucheaba a las Bauta, el refrigerador General
Electric sobre el pedestal enlozado del que bebía agua fría, la claraboya bajo la
cual había hecho el amor contigo, la cabaña del ‘excusado’ del traspatio y la
abandonada carbonera en la que me había metido contigo, el aljibe con su
bomba de mano y su regadera, el
cuarto de baños con la ducha de agua
calentada al sol, la cabina donde se
guardaban las dos grandes bombonas
de gas natural que nos llevaban de
Yaguajay, el consultorio y el salón
con el aparato de rayos-X donde mi
padre trabajaba, la despensa llena de
latería y sacos, la mesa grande del
comedor, el tanque de agua lluvia, la
ceiba, las matas de naranja donde
dormían las gallinas, las flores de
campana, la barraca del patio donde
mi padre tenía sus libros y el
esqueleto del gallego, la sala donde
se había sentado Camilo Cienfuegos,
la saleta donde escuchaba el radio y
veía la televisión, el portal donde
había descubierto mi propia vida, la
pasarela por la que me impulsaba
para saltar a la de las Bauta, el
callejón empedrado donde mi padre
estacionaba el yipi, las dos escaleras
de concreto que caían a la calle, el
277
tejado alto y empinado. En aquella casa había visto sangre sudor y lágrimas.
Me enojé.
El día de mi cumpleaños, el hermano Julio me regaló una estampita del
Niño Jesús en un fondo color oro. Llevaba una dedicatoria de su puño y letra al
dorso, aconsejándome ser buen cristiano. Aún la conservo.
*
A fines de 1960, no se publicaba ya ningún diario independiente. Toda la
prensa había sido confiscada por el gobierno. El alto mando promovía grupos
católicos rebeldes que criticaban al Episcopado. Ya se glorificaba la fe comunista,
concebida para embrutecer a cada quisque. Después de todo, la chusma, que en
Cuba no entendía de catolicismo, podía ser lanzada contra los templos si la
Iglesia no asumía una conducta lacayuna vis-à-vis el dictador.
A raíz de la publicación de una carta pastoral, el gobierno había detenido a
varios sacerdotes. El 4 de diciembre de 1960, el Episcopado publicó una Carta
abierta de protesta y pesar, dirigida al Caballo. Le llamaban Sr. Primer Ministro,
Dr. Fidel Castro. Echando chispas por los ojos, el hermano Fernando nos la
leyó una noche antes del estudio.
A mediados de diciembre, tal como había ocurrido justamente dos años
antes, se esperaba guerra. “Van a venir” decían los padres de los alumnos. A
finales del ’58, se suponía algún tipo de ofensiva contra el mulato Batista; a
finales del ’60, se vaticinaba beligerancia contra El Caballo. Algunas veces,
me preguntaba por qué la gente no podía vivir en paz. Cuando los adultos
hablaban, lo hacían con fe en la intervención de los norteamericanos,
presumibles paladines de la libertad en América.
*
Hoy, vivo convencido de que el abandono de la doctrina de mi bisabuelo,
Don Pancho Delgado, fue la causa de todas las desgracias en Cuba. Una raza
no puede pactar igualdad con otra que le es absolutamente inferior sin hundirse
ella misma. Como había explicado Shakespeare siglos atrás por boca de su
príncipe héroe:
To be or not to be.
That is the question.
Whether is nobler in the mind to suffer
the slings and arrows of outrageous fortune,
or to take arms against a sea of troubles
and, by opposing, end them.
Es imprescindible tener conciencia de quién se es. Ignorarlo es obviar la
cuestión fundamental del ser en su situación. Sufrir la insolencia de la otra raza
es pecar contra la sangre. Por evitarlo, es justo tomar las armas y matar.
278
*
Mis padres me fueron a recoger inmediatamente después de los exámenes.
Mi madre le anunció al hermano Alejo que yo no regresaría hasta después que
se compusiera el panorama político. El hermano expresó fuertes dudas sobre el
futuro del colegio.
Antes de marchar, nos entretuvo en el locutorio el padre de Julián González,
un alumno de Iguará que estaba en el quinto año del bachillerato. Nos anunció
la próxima partida de su único hijo a los Estados Unidos.
— Allá tendrá que arreglárselas solo —dijo el padre de Julián, preocupado.
Nos cogió tarde y no pudimos sacar dinero de aquí. Julián tendrá que trabajar
en lo que sea, aprender Inglés como pueda y estudiar cuando tenga tiempo.
— En esa misma situación estamos nosotros —le advirtió mi padre.
— Tus hijos son mucho más jóvenes que el mío, Wifredo: allá los reciben
cuando llegan y los socorren.
— Sería mejor que se arreglara esto. Mi hermano, Pancho, está preso.
— ¿Cuál es ése?
— El médico de Santiejpírito.
— ¿Dónde lo tienen?
— En Topes de Collantes.
— ¿De qué lo acusan?
— De ser sospechoso de conspiración.
— ¿Hay pruebas contra él?
— Si las hubiera, ya lo habrían fusilado. Cuando su mujer va a llevarle
alimentos no la dejan pasar.
Por eso hay que irse de aquí —adujo González, impresionado. Ya hay cien
mil refugiados cubanos en los Estados Unidos.
La noticia del apresamiento de mi tío Pancho me dejó meditabundo. Fue
el tema de conversación durante todo el camino de regreso a Santa Clara. Dos
años antes, tío Pancho había estado en peligro de muerte por ayudar a la misma
revolución que ahora lo encarcelaba sin concederle derecho a defenderse.
El día de mi salida definitiva del colegio fue doblemente doloroso, Nenita.
Por una parte, sospechaba que el mundo conocido se hundía irremediablemente
y que no volvería a ver a mis maestros ni a mis compañeros de estudios —lo
que resultó cierto. Por otra, la violencia de la revolución tocaba a mi familia de
cerca. En un rincón de mi mente, la idea de que ¡YO! podría ser instrumento de
reacción tomó vida y comenzó a crecer.
279
*
Pasadas las Navidades y el Año Nuevo, nos
visitó tía Benita, hermana de mi madre y mujer de
Fulgencio, el zapatero de Meneses. Superando su
flemática pachorra, agujoneada en aquel tiempo por
la intranquilidad, mi tía había ido a informarse sobre
la manera de sacar a sus dos hijas del país. Mi madre
le especificó los pasos a seguir: para sus hijas,
inscripciones de nacimiento, fotografías, vacuna
contra la viruela, pasaportes y billete por Pan American; para ella y su marido, todo eso más la petición
de la visa waiver que concedía Estados Unidos. A
mi tía le costó mucho trabajo retener todas las reseñas
porque no apuntaba nada. Cada poco, miraba a mi
madre con aire de ceñuda perplejidad. Mi tía era algo
así como el Piotr Stepánovich de Dostoievski: “Me
he hecho un lío con mis propios datos y mi
conclusión se halla en contradicción franca con la
idea original que me sirvió de punto de partida”.
Por esos días, según nos contaron algunos vecinos que escuchaban
programas de radio de onda corta del extranjero —nuestro receptor había
quedado en Meneses—, se hablaba de una invasión a Cuba por parte de los
exiliados con ayuda norteamericana. El 10 de enero de 1961, el New York Times
había publicado un mapa de la base de entrenamiento de los cubanos en Guatemala. Esperábamos que fuera cierto, que no se propusieran simplemente
inquietarnos. Inmediatamente, comenzaron a
circular rumores de indicios firmes de que los
norteamericanos estaban con nosotros.
Tía Benita era una mujer de baja estatura,
corpulenta, mofletuda, de miembros rollizos,
labios gruesos y voz recia. Murió en San Juan
de Puerto Rico cuarenta-y-cuatro años más
tarde de complicaciones diabéticas. Su marido
era un isleño apacible, diestro en el corte de
cueros, más zapatero industrial que remendón,
que vivió hasta los cien años en sus plenos
cabales. Su hija mayor, Eloísa, había estudiado
Ciencias Comerciales en la Universidad de
Santa Clara y había pasado largas temporadas
en nuestra casa. Eloísa era una mujer
naturalmente buena y cariñosa, caricaturista
280
nata, a la que la vida le jugó una mala pasada con el nacimiento de un niño
enfermo. La vida de madre sufrida y luchadora de mi prima Eloisa fue
verdaderamente heroica. La hija menor de tía Benita, Vivian, fue dentista en
San Juan de Puerto Rico. Los descendientes de esa rama de la familia materna
fueron puertorriqueños.
Les pedí a mis padres que me permitieran visitar Meneses una vez más.
Me aburría en Santa Clara: ni mis días tenían emoción ni mis noches placer. En
el tedio, cuesta desunir los días porque todos son lamentables. El grueso librote
de enfermedades venéreas me desanimaba a buscar el roce con las mujeres
perdidas. Ya me había leído tres veces el opúsculo de Feder, El programa
nacionalsocialista, que me había dado Isidoro antes de partir —me sabía algunos
párrafos de memoria. Sin otro buen libro ‘peligroso’ a mano, di en no leer nada
más.
Por las tardes, me sentaba a contemplar cómo mi camaleón predilecto
cazaba moscas sobre la mesa del comedor. Los rayos de sol resbalaban por las
rendijas del ventanal de acordeón, deslizando sobre el mantel haces luminosos;
los cristales oscuros tamizaban la luz occidental, dándole un aspecto misterioso
al comedor. Cuando el lagarto columbraba las moscas desde su escondite detrás
de la vitrina, saltaba sobre una esquina de la mesa. Inmediatamente, adquiría el
color verde-amarillento del tapete y se desplazaba sigilosamente sobre las
ventosas de sus patas entre las gayaduras de luz, sacando un abanico de piel
roja por debajo del cuello. En cuanto tenía a tiro alguna mosca que se hallara
distraída sobre un grano de azúcar, con el cuerpo recto como una flecha, “¡zas!”,
enlazaba al insecto con su fulminante lengua, lo arrastraba a su bocaza, lo
despachurraba y lo tragaba. Sin dilaciones, circulaba sus ojos en los huecos
buscando otra presa. Y volvía a cargar.
El ambiente de la casa era lúgubre. Hablábamos poco por falta de costumbre.
Por las noches, nos hundíamos separadamente entre las sombras. Mi padre
fumaba un puro en el portal después de la cena. Mi madre miraba alguna novela
aburridísima de la televisión cuando Wifredo Júnior se aburría de los dibujos
animados. Mi hermana hablaba por teléfono u ojeaba revistas de artistas de
cine. Yo daba caminatas de disipación por el barrio. Tú te sentabas en el portal
a ver pasar las guaguas por la Carretera Central y a contemplar el cabrilleo de
los astros sobre la Loma del Capiro. ¡Ah, si hubiésemos tenido permiso!
Algunas noches, cuando nos quedábamos solos en el portal, te clavaba
una mirada de inteligencia que no conducía a nada. En cuanto me acostaba,
sentía por el pasillo tu andar acompasado, envuelto en el runruneo de tu falda.
Pasabas callada rumbo a tu habitación, consciente de que la casa de Santa Clara
era más pequeña e indicadora de retumbos que la de Meneses. No me podía
unir a ti en tu cama. Vivía renegando de la inútil y despreciable virtud. ¡Ah, si
la gente pudiera entenderse mejor! Me pasaba largos ratos en vela, sin poder
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apartar la imaginación de cuánto podría gozar en el lado opuesto de la pared.
Me deleitaba con la imagen de tu desnudez. Me inquietaba mi propia
pusilanimidad, pero temía más por ti que por mí. Mi honra no podía sufrir.
*
Se decidió que yo acompañara a Meneses en autobús a mi tía Benita y a su
hija de ocho años, Vivian. Luego me podría pasar un par de semanas en su casa
de Meneses, hasta que me fueran a buscar.
No tenía otra cosa que hacer. Mi educación formal había terminado en
Cuba. Mi colegio estaba siendo sitiado por las fuerzas de la canalla. Los seres
más repugnantes se preparaban a asaltar los centros de aprendizaje y cultura.
Su misión era encocorarnos con su estulticia si no podían majarnos los sesos
con su propaganda. ¿A cuántos de nosotros creerían poder filiar aquellos
mentecatos?
Le había tomado gran interés a los estudios históricos: las charlas del
profesor Jorge, los avisos del padre Isidoro, las disertaciones de Armando Nieves
y los libros de Germán me habían abierto nuevas puertas al mundo.
El servicio de transporte de Cuba aún no había sido afectado por el boicot
de piezas de repuesto impuesto por los Estados Unidos. Las guaguas viejas
rodaban aún sobre llantas nuevas. Justo frente a nuestra casa, por la Carretera
Central, pasaban varias rutas con rumbo Este. Una mañana, sobre las diez, Tía
Benita, Vivian y yo abordamos una de las guaguas llamadas “mandarinas”,
pintadas de color naranja, con ventilador en lo alto de su cola corva.
Afortunadamente, el ruido del motor ahogaba las conversaciones y nos
entendíamos mal —tía Benita era sumamente chismosa y quería saberlo y decirlo
todo. Pasamos Placetas y nos bajamos en Cabaiguán para transferirnos a un
autobús que llegaba hasta Yaguajay. Como era mediodía, nos sentamos en un
restaurante con portal a comernos un sándwich mientras esperábamos. Los
pueblecillos de Las Villas eran plácidos y amodorrados, contrariamente a las
grandes ciudades patéticas de Cuba donde hormigueaba el pobreterío.
Mi tía se aburrió bien pronto de hablar conmigo. Yo me alegré interiormente
porque prefería conversar con Vivian que era inocente. Por fin, tía Benita llamó
al camarero y le preguntó:
— Oiga: ¿de dónde le sacaron el nombre de Cabaiguán a este pueblo?
— Debe de ser un nombre indio, como Iguará, Cubanacán y Yaguajay —le
respondió amablemente el mesero, que no parecía ser verboso.
— Usted está completamente equivocado —soltó de pronto, como
engallado, un tipejo grueso de talla corta que se estaba bebiendo una cerveza
en la barra.
— Explíquele usted, licenciado, le dijo el camarero al gordinflón y se salvó.
— A pesar de que el nombre ‘Cabaiguán’ suena a indio, no lo es —le
aseguró el licenciado vestido de guayabera a mi tía. El caserío que se llegó a
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designar con el nombre de Cabaiguán fue bautizado por una cuadrilla de obreros
isleños.
— ¡Ah, sí? —exclamó mi tía. Mi marido es isleño.
— Pues, fíjese usted. Cuando el capataz le ordenó a uno de los trabajadores,
llamado Juan, que iniciara la primera obra, diciéndole: “¡Cava ahí, Juan!”, se
le quedó el nombre. Como los demás no sabían cómo llamarle al sitio de la
obra donde estaban trabajando, se empezaron a referir a éste como ‘cavaijuan’
o ‘cabaijuan’ debido a que, en Español, la v-de-vaca no se distingue
fonéticamente de la b-de-burro. Con el tiempo, cuando el apelativo cayó en
boca de la gente, se convirtió en Cabaiguán.
El licenciado borrachín, algo estrafalario, había utilizado palabras rotundas que mi tía no apreciaba. Creyó que el tipo le estaba diciendo “vaca” o
“burra.” Los demás marchantes habían respondido con precavidos monosílabos
cuando se sentían aludidos por él. Tal vez fuera un comunista. A mí me daba
igual de dónde hubiera podido salir el nombre del pueblo, pero tendía a favorecer
la opinión del mesero sobre la del gordo. En cualquier caso, así el licenciado
recabara opiniones, yo no podía admitir lo que nos decía por ser él un
entrometido. Mi tía le iba a preguntar alguna cosa al presunto abogado,
aparentemente en tono desafiante, pero en ese momento gritó un chofer: “¡Esta
va pa’ Yaguajay!”, y nos montamos en una guagua viejísima y antiestética que
acababa de llegar.
El viaje a Meneses se nos hizo larguísimo. Fuimos por el camino de
Caibarién. Llegamos a Yaguajay sobre las cuatro-y-media de la tarde, con los
oídos atronados por el golpeteo del motor de la guagua. De ahí fletamos un
automóvil de alquiler y llegamos a Meneses antes de oscurecer. Mi tía llevaba
cansadas todas sus carnes.
*
Llegué a Meneses en plena efusión de júbilo. Me despedí de tía Benita,
diciéndole que no me esperara a comer, que después de la función del cine,
sobre las diez-y-media, estaría de regreso. En los quioscos y los bares de Meneses
aún se servían batidos de chocolate y lascas de salchichón.
Durante mi primera caminata por la Calle Real, se me ocurrió que estaba
muy limpia: las mujeres barrían el polvo de sus casas sobre las aceras de la
calle para que la lluvia lo arrollara lejos junto a las deyecciones de los animales.
Las viejas habían apartado la urdimbre de su labor y vigilaban el escenario de
la calle desde las ventanas y las puertas de sus casas. Con el mandil puesto, el
herrero del pueblo martillaba un acero enrojecido; metido en su traje de tirantes,
el mecánico le ponía carbones nuevos a un antiguo motor de arranque; calzando
zapatos de lona blanca, el carpintero atravesaba un madero con su berbiquí;
llevando su sombrero de paja hundido hasta los ojos y el machete colgando de
la cintura, un guajiro a caballo emprendía la vuelta a su bohío.
283
*
Cruzó la calle la hija de Pepito el mecánico, aquel angelito rubio de ojos
azulísimos que la Revolución apartó de mi camino porque tuve que marchar;
la saludé, exhalando un suspiro de dicha. Pasó por mi lado uno de los camiones
de Raúl Méndez llevando de regreso a sus hogares a varios trabajadores agrícolas
que iban agarrados a los adrales del palenque. Los saludé también. En la
reconditez de mi alma, amaba al pueblo donde había nacido, donde el canto de
un gallo o el cacareo de una gallina clueca en la palidez de los amaneceres era
música. En Meneses, hasta el espurreo caliente de una yegua haciendo pis en
medio de la calle me parecía gracioso.
Rebeca estaba sentada en el portal de su casa. Le di un beso bien fuerte y le
expliqué que aquella era mi última visita. Creo que se enterneció sabiendo que
iba a perder los lazos de mi tierra porque me dejó abrazarla fuertemente. Me
quedé un rato hablando con ella, acodado en la baranda.
Rebeca era afectuosa y simpática y no me la podía imaginar
emberrenchinada en el lesbianismo. Su cuerpo era magro y esbelto, con caderas
remarcadas y senos puntiagudos; su cara se me antojaba bonita porque tenía
todo, incluyendo la nariz respingada, donde tenía que estar y en la proporción
idónea; sus ojos oscuros eran un misterio impenetrable —de hecho, toda ella
resultó impenetrable; sus labios eran carnosos y sugestivos, sin que su boca
fuera grande; su piel era tersa, de un moruno claro poco común; llevaba el pelo
castaño y rizado convenientemente corto, dejando al aire las orejas, como
invitando a la mordidita. Rebeca tenía cuatro años más que yo. Si bien era
fundamentalmente mansa, la sabía capaz de inflamarse y desplegar subitaneidad
de modales.
Rebeca me anunció que María de los Ángeles también estaba en Meneses.
Como las cosas no andaban bien por el colegio religioso al que asistía en La
Habana, había partido de temporada a Meneses con su madre. Realmente,
estaban estableciendo mayor presencia en la casa del pueblo antes que el
gobierno la confiscara. Como El Colorao no andaba por allá, era dudoso que
mandaran a traer ensillado el jaco amarillo de María de los Ángeles —tal vez
ya los interventores del gobierno hubiesen deslomado o arramblado al hermoso
animal. Estimé dudoso ya poder arrear el caballo pajizo a algún paraje boscoso,
quizás junto al serpenteo plateado de una corriente, donde hurgar en el éxtasis
venéreo de su ama. Pretendía hacerla entender que la pasión normal sugiere
exquisitas fruiciones de desconocidos encantos. ¡Cuánto bien le pude haber
hecho a mi querida María de los Ángeles! El tiempo me lo ha demostrado.
Antes de despedirme de Rebeca, le pregunté si iría al cine. Me dijo que no
era amante de las películas ‘comemierdas’ que rodaban en Meneses. Pensé que
tenía razón y decidí no ir tampoco donde estaba estacionado el gentío, salvo
cuando llevara las ‘bombas de peste’ que había comprado en La casa de los
284
trucos. Rebeca me dijo que la iba a pasar bien en Meneses sin ir al cine porque
ahora teníamos ‘un grupito’. Se refería a que Armando, el primo médico de mi
padre que habitaba en nuestra casa del pueblo, tenía muchos hijos; dos de ellos,
Viruchi y Armando, eran de mi edad.
Mientras saludaba a los pueblerinos, aceptando invitaciones a comer en
sus casas, fleché con los ojos a María de los Ángeles. Mi prima-segunda acababa
de cruzar la Calle Real a pie por la encrucijada de Bamburanao. Parecía dirigirse
rumbo a la casa de las Bauta. Vestía una falda blanca que rozaba contra sí
misma en lugar del pantalón, las botas y la fusta que prefería de niña. El claro
de luna enlucía la piel de sus piernas nacarosas en la noche.
Seguí a María de los Ángeles hasta la casa de las Bauta para avistarme con
ella. Allá me saludaron y besaron muchísimas mujeres. Sentía un gustillo vicioso,
casi lúbrico, cuando se me pegaban las hembras. Desdichadamente, Matilde
Bauta acababa de sufrir un fatídico percance matrimonial.
*
Hacía poco más de tres meses, el administrador de un Central en Oriente,
que acababa de enviudar, le había propuesto matrimonio a Matilde Bauta. Ella
tenía treinta-y-tres años y él cincuenta-y-cinco. Matilde había accedido a la
petición de mano (y de todo lo demás) porque se trataba de un buen hombre,
católico, alto, elegante, propietario de casas, fincas y un automóvil marca Lincoln Continental con climatizador. A los tres meses de felicidad conyugal, un
obrero resentido le había clavado un puñal en el pecho al marido de Matilde.
Ella acababa de regresar a Meneses a vestir un año de luto por su marido.
Matilde estaba sumamente triste por su viudez. La pérdida del marido la
había dejado sola de nuevo. Por aquellos días, se estaba apresurando a remozar
sus propiedades con los bienes aportados por el matrimonio antes de que
escasearan los materiales de construcción en Cuba.
Las Bauta les habían dado pensión en su casa a dos maestras de la
Revolución. Una de ellas, Olga, era una buena mujer que acabó casándose con
Berto, uno de los Oliva, cuando éste salió de la cárcel después de haber expiado
su ‘crimen de conciencia’ contrarrevolucionario. La otra, cuyo nombre se me
escapa, era una mujer algo rubicunda, malcarada, un poco barrigona, con
antiestéticas aletas en la nariz, senos blandengues y piernas cortas, que me
declaró a los pocos días que le gustaban los hombres ‘de quince en adelante’.
Comprendí la invitación de aquella mujer aún joven, que seguramente no podía
conseguir hombres decididos en el pueblo, y quise cumplir con mi deber de
caballero —¡fu!, como el gallo—; descalabradamente, no la pude coger a solas
de día porque se lo pasaba en la escuela ni de noche porque yo andaba con la
pandilla de mis primas.
285
*
Al día siguiente de llegar al pueblo, me ocurrió una escena enigmática,
psicológicamente intensa, con Matilde Bauta. Hasta el día de hoy, no he logrado
descifrarla completamente.
La buena de Matilde me confiaba sus pensamientos más íntimos. Nos unía
un gran cariño. Yo era su preferido, el que le hacía las comisiones en bicicleta
para que no tuviera que andar al sol. De niño, corría donde ella cuando mi
madre me perseguía cinto-en-mano para castigarme por anunciarle a Wifredo
Júnior la llegada de La Mabulla Negra. En una ocasión, un novio ruin la había
hecho llorar y yo me había ofrecido para cortarle la cabeza con un machete al
sinvergüenza. La había observado pasar al través del amor sin lograr echar
anclas en él. Muchas veces, habíamos hablado corazón-a-corazón de cuánto
habíamos querido a Mamatití. Creo que yo era el único confidente masculino
suyo porque los hombres del pueblo solamente la amistaban para penetrarla.
¡Cavernícolas!
Había visto desnuda a Matilde muchas veces, casi siempre sin que ella lo
advirtiera: era morena, de ojos risueños, dentadura perfecta, piel lampiña, caderas
anchas, nalgas grandes y miembros bien proporcionados; tenía los senos
abultados y derechos, los pezones grandes y la cintura estrecha. Por las noches,
cuando se disponía a salir al parque con sus amigas, me mandaba a pasarle
crema por el cuello, la espalda y los hombros. Me gustaba mucho servirla.
Estaba invitado a almorzar en casa de las Bauta. Cuando llegué, hallé a
Matilde conversando con Alín, el hijo de Raúl Méndez. Ella estaba sentada
cómodamente en una mecedora del portal, con la pierna derecha cruzada en ‘L’
sobre la rodilla izquierda. Desde la pasarela, que estaba unos treinta centímetros
por debajo del nivel del portal, se podían apreciar sus muslos desabrigados y
las bragas blancas debajo del traje negro de la viudez —que le sentaba tan bien.
Por eso Aladín parloteaba nimiedades sin propósito ni fin. Aquello no era más
que una cuquería suya. Me posicioné junto a él y permanecí allí, haciendo mis
propias observaciones, hasta que su madre lo llamó a comer y se marchó. Más
tarde me confesó que se había estado quemando en la llama de la lujuria mientras
escrutaba de reojo cómo se le marcaban los labios de ‘la chocha’ a Matilde en
los bloomers de seda perspicua. ¡Cavernícola! Alín era novio de una de las
lindísimas gemelas, hijas del dueño del café en cuyo portal habían matado al
casquito.
Durante el almuerzo, la maestra fea me empezó a echar el ojo y me dijo
que se me notaba endurecido por los deportes. Creo que ella estaba preparada
a musitar en mi oído cualquier burda lisonja porque le picaba el clítoris. Como
la naturaleza me compele a servir a las mujeres —por cada bella, me he acostado
con cinco esperpentos—, le sonreí complacido y la dejé que me tocara el abdomen. A decir verdad, me agradó su caricia porque no soy escrupuloso. De no
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hallarnos a la vista de tanta gente, le hubiese sugerido que me acariciara los
feroces genitales de la adolescencia.
Después de la comida, ambas maestras regresaron a sus clases. La tía
discapacitada de Matilde se retiró a dormir la siesta. Nélida, la cocinera, se fue
a su casa. Me quedé conversando con Matilde en la sala de su casa.
Tal vez para los ojos de Matilde yo no hubiese crecido. Creyó estar
conversando con el niño de siempre. Me habló con naturalidad de su matrimonio y de los deseos tan grandes que había sentido de tener un hijo. Me invitó a
echarnos en la cama un rato a reposar la comida. Nos acostamos en la misma
habitación donde me había despedido del cuerpo frío de Mamatití, junto a la
ventana donde me había turbado el fogonazo rojo de un relámpago cercano y
me había estremecido su estallido al rajar una nube. También aquel momento
iba a ser de gran estruendo y titilaciones interiores.
Tuve que flexionar las rodillas y mirar al techo para disimular la
incontrolable erección que aquella situación horizontal, estando tan próximo a
la hembra, me provocaba. Matilde olía bien y lucía mejor. El corazón parecía
latirme en el bálano dilatado. Conscientemente, quería degradar el ímpetu que
no cejaba, mostrándome severo con mis propios deseos. ¡Sin remedio! Por un
tris no exhalé una torpeza.
Matilde me habló de muchas cosas. No entendí casi nada porque sentía la
quisquillosidad de una eyaculación irrefrenable —había pensado en la
penetración de su vulva con tal fuerza que estaba sordo. Inevitablemente, el
fenómeno casi volcánico expulsó su ardor, traspasó la tela del calzoncillo y me
humedeció el pantalón. Quizás haya enrojecido luego al percatarme de la
beatitud atontada impresa en la cara de Matilde, que no se había dado cuenta de
nada. No sabía qué pensar. ¿Lo habrá hecho Matilde adrede? ¿Necesitaría de
mí? Nunca lo sabré. Situarme en pugna con la moral sexual no era un problema
de conciencia para mí y espero que tampoco para ella. Ambos concebíamos
una moral superior a la convencional. Empero, con Matilde no podía cometer
ninguna diablura porque ella era para mí como una segunda madre y la pérdida
de su confianza hubiese redundado en una calamitosa orfandad espiritual. Yo
era realmente un buen muchacho, y a pesar del ciclón biológico que bullía en
mis testes, era morigerado.
*
Me presentaron a los hijos de Armando, el primo de mi padre. El portal de
la antigua casa de mi madre se convirtió en nuestro centro de reunión. Armando
y yo nos hicimos amigos inmediatamente. Su padre le permitía fumar a los
quince años. Como las malas mañas se pegan, yo también compré una caja de
cigarrillos marca Vaysant (creo que así se llamaban) y comencé a echar humo.
A él le gustaba María de los Ángeles y yo me hubiese más que contentado con
Rebeca. Su hermana, Viruchi, también era agradable: llevaba impresa una cierta
287
sensualidad que la hacía destacar entre las muchachas de su edad. Los labios
carnosos y rojos de Viruchi, juntamente a los aladares de cabello negro-sedoso
que le caían sobre la piel de nieve satinada de los hombros, sugerían ideas
imprudentes de sexualidad encienda.
Armando fue médico en un pueblo del centro de la Florida, en los Estados
Unidos; se casó con la sirvienta de su casa, que era un par de años mayor que
él. Viruchi tuvo varios percances amorosos en Houston, Texas, pero entiendo
que salió airosa de todos.
Al día siguiente, poco después de que la maestra fea me comunicara su
ardor por mí, Armando y yo nos fuimos corriendo hasta la semi-abandonada
finca de mi abuelo. El camino de tierra que iba a Bamburanao se sentía firme
bajo nuestras pisadas porque era la época de la seca; en la claridad del día,
parecía un ribete adornado en los bordes con palos de almácigos y postes de
cercas cortados a cercén que se metía debajo del horizonte.
Todavía vivía en la casa de madera cercana al árbol de las carolinas la
hermosa guajira morena que se había querido envenenar. Estaba sola en casa.
La saludé y le dije que íbamos a bucear en la poza. Le mostré las dos caretas de
submarinistas que llevábamos. De no estar presente Armando, le hubiese pedido
que me acompañara a la poza, pronunciando un susurro tembloroso en su oído.
Creo que habría accedido a irse conmigo a escuchar el silencio en el hondón
del río porque yo le simpatizaba.
El agua estaba fría. La arboleda circundante tapaba los rayos del sol y la
visibilidad era pobre. Vimos algunas biajacas grandes en el fondo. Tenía la
corazonada de que mi abuelo había ocultado una botija con oro en las
inmediaciones del riachuelo, en alguna caverna subterránea, subacuática, ó en
el fondo de la poza misma. Busqué por todos las oquedades y entre las grietas
de las piedras sin hallar nada, extenuándome en el ajetreo de bucear en agua
dulce. ¡Fútil empresa! Muy cansado, recapacité: mi abuelo no sabía nadar ni le
tenía confianza a nadie como para dejarle enterrar su tesoro. Segundo, que no
era tonto, debía suponer que sus propios hijos acechaban su muerte para heredar.
Naturalmente, de haber hallado su oro, lo habría tenido que dejar donde estuviese
porque no se lo iba a entregar a los comunistas. Pensé que unos meses más
tarde, cuando regresara del extranjero, podría apresurarme a sacarlo antes que
mi abuelo lo hiciera. ¿Pero no sería eso robo?
— ¿Has oído hablar de la madre-de-agua? —me preguntó repentinamente
Armando.
— ¿El qué?
— Dicen que cuando el majá-Santamaría se pone grande y viejo se mete a
vivir en el fondo de los ríos.
— ¿Para qué?
— Para atrapar peces y patos a traición.
288
— ¿Habrá alguno aquí en el fondo?
— Seguramente, Joaquín.
— Hace años que me baño en esta poza y no había oído decir nada de eso
hasta hoy. Debe de ser un cuento de la Revolución.
— Hay majaes tan grandes que se les enroscan en las patas a las vacas y les
chupan la leche.
— Solamente he visto dos: el que tenía el Oso Polar y uno de cuatro metros
que mató Rolando, el hermano de Rebeca, con un machete.
— Menos mal que aquí no hay caimanes.
— Nunca los ha habido. ¿Tienes miedo?
— No —me aseguró, temblándole ligeramente la sotabarba; pero me siento
incómodo dentro del agua oscura. Mejor salimos, Joaquín, porque has revuelto
el fondo.
— ¿Tú crees? —le pregunté para hacerme el valiente.
— Podría atacarnos el majá —encareció Armando, que había visto muchas
películas de Tarzán.
— Bueno.
Jamás se me había ocurrido tener miedo en la poza. Me imagino que si
muchos creyesen, como Armando, en la presencia de alimañas, mis tíos jamás
hubiesen aprendido a nadar allí. Aunque aquello me sonaba a propaganda sandia
para consumo de manada —como la de los mercaderes televisivos
norteamericanos—, pretendí sobrentender. No quise hacerle burla a Armando
porque habíamos formado una alianza y formulado un plan que incluía a Rebeca
y a María de los Ángeles para el domingo próximo siguiente.
*
Nos divertíamos con naderías de adolescentes los cinco primos-segundos.
Cuando el color del cielo cambiaba de plúmbeo a negro, nos reuníamos en el
portal de la antigua casa de mi madre, alumbrados por la lámpara de luz fría
adosada a la pared. Echábamos humo de cigarrillo por hacernos los maduros. A
Viruchi, la hermana de Armando, le solía caer hacia el lado la desabrochada
bata-de-casa, dejando al aire el muslo —lo tenía guapo, nacarado,
tentadoramente carnoso, poblado de un ligero vello porque entonces, en Cuba,
las mujeres no se rasuraban los muslos. Me parecía irónico que en el mismo
portal, sobre los mismos mosaicos amarillos con visos marrones donde había
aprendido a andar, estuviese concibiendo ilusiones sicalípticas. Creo se estaba
cumpliendo el primer ciclo de mi vida, como le ocurrió al Etrusco de Mika
Waltari.
Luego solíamos pasear por el parque y la Calle Real de Meneses. El caserón
del que mi abuelo había hecho su casa de lenocinio estaba vacío y cerrado. Al
esparcir la vista por los que se paseaban, noté que habían comenzado a aparecer
289
caras desconocidas en el pueblo. No tardaron mucho en ocupar la casa de mi
abuelo Segundo.
La Iglesia Católica había decaído mucho en Meneses. Con la desplazada
de mis parientes a La Habana, desaparecieron de allí los pocos seres que
filosofaban sobre Dios y lo juzgaban indispensable. Mis tíos-abuelos habían
sido en su tiempo como el Stepán Trofimovich de Fedror Dostoiesvki. Supieron
y creyeron siempre en que hay una felicidad completa en alguna parte. Se
sintieron inmortales porque Dios existía. Se nutrieron de lo inconmensurable y
lo infinito para crecer y multiplicarse. Pero ya no estaban.
El relevo ilustrado en la dirección del pueblo estaba cayendo en quienes
consideraban la inexistencia de Dios como la idea más elevada. Como Aléksieyi
Kirillov, los nuevos dirigentes sostenían que el hombre había inventado a Dios
para no matarse —porque el suicidio era la realización del libre albedrío, que a
su vez era un atributo de la divinidad humana. Se empezaba a estimar que
Jesucristo había vivido y muerto en la mentira. Aquella camarilla jamás logró
hacerse comprender. Muchos de entre ellos creyeron volverse dioses si se
suicidaban... y algunos lo hicieron.
Tanto al principio como al fin, dirigieron en Meneses hombres del corte
de Nikolai Stavroguin. Se dijeron capaces de hacer el bien, pero gozaron
haciendo el mal. Finalmente, demostraron su generosidad suicidándose o
muriéndose. Pero aquella gente no tenía importancia para mí.
El sábado, dimos un paseo en automóvil. El padre de Rebeca le prestó un
viejo Dodge del año ’48 que parecía una jicotea y andaba como un potro. Salimos
del pueblo por el camino oscuro del cementerio. Armando iba en el asiento de
atrás, abrumando a María de los Ángeles con el latiguillo de su conversación.
¡Inútil verborrea! No sé si se creería sus propias mentiras sobre las culebras
que decía haber visto. A juzgar por el hablar trompicado y zafio de mi primo
segundo, me pareció que, para él, María de los Ángeles no era más que el
objeto de alguna burda masturbación. Tampoco María de los Ángeles estaba
muy animada con Armando porque hablaba demasiado. Yo, sin embargo, miraba
a Rebeca con un gustillo genético mucho más refinado. En mi familia paterna,
la carnalidad entre los primos asumía en el placer algo sublime relacionado
con el clan. No se tenía por una simple reciprocidad frívola y pervertida sino
como una experiencia física- y espiritualmente gratificadora. ¿Qué digo, Dios
mío!
Como yo no sabía pronunciar ardentísimas palabras todavía —ni mucho
menos entendía de engatusamientos—, miraba simplemente a Rebeca con el
rabillo del ojo. No quería ser verboso. Ella conducía tranquila, contenidamente
alegre, sin sospechar que se me había levantado una tormenta debajo de la
portañuela. Mi prima segunda era recia como una mujer nibelunga. Cuando
sonreía, entreabría los labios frescos y mostraba una dentadura blanca y pareja.
290
Imaginaba la piel lisa de sus muslos y la pelambre negra de su lascivia debajo
del pantalón de montar que los ocultaba. ¡Ay, Rebeca!
Llegamos a la bifurcación del camino que sigue a Iguará ó a Jarahueca.
Como no nos poníamos de acuerdo sobre qué rumbo tomar, ya que en ninguno
de los dos pueblos había nada digno de ver, nos miramos desconcertados los
unos a los otros y nos echamos a reír. Luego rompimos a vocear con suma
jocunda. Gritamos un buen rato en la noche estrellada, reconociendo tal vez
que aquel histerismo estaba relacionado con la sexualidad. Cuando nos cansamos
de alborotar, nos bajamos y nos sentamos sobre unos pedruscos a tomar un
baño de luna. Me encantan las noches de luna llena —sobre todo escuchando
el Claro de luna de Bethoven y haciendo el amor enamoradamente.
Quería hablarle a Rebeca de algo atinente a la relación hombre-mujer,
pero no sabía por dónde empezar. No se me ocurría ninguna pregunta capciosa
para lanzarla sobre el tema. El creer que aquello pudiera ser ‘malo’ era un
prejuicio. Rebeca se retrepó en la piedra, encarándose con la luna, arqueó una
pierna y estiró la otra. Llevaba una blusa corta que no alcanzaba a cubrirle el
ombligo ni el fino cinturón de piel charolada; como de costumbre, usaba botas
vaqueras de cuero, con los bajos de los pantalones remetidos en ellas. Le levanté
con los dedos tres motas espinosas (guisazos) que se le habían enredado en el
pantalón. El clareo de la luna nos bañaba por entero y el silencio de la noche
nos encerraba en el sigilo. No me lograba desprender de la erección; por el
contrario, ésta parecía prosperar. A pesar de su atuendo y de sus movimientos
toscos, Rebeca no me parecía una muchacha emperrada en el lesbianismo —o
no deseaba creerlo.
Entonces se quebró el hermoso silencio que nos envolvía. Como
martillazos, las palabras de María de los Ángeles resonaron en la noche,
previniendo a Armando: “¡Cuidado no pises las virutas de las chivas!” María
de los Ángeles reía, cruzada de piernas sobre uno de los guardafangos del Dodge.
Se destempló la noche y se me angustió la pasión. Pasamos el resto de la velada
conversando sobre si Jesucristo se cortaba las uñas de las manos y los pies
antes de conocerse las tijeras y si los seres humanos teníamos uñas donde antes
habían garras.
*
A la mañana siguiente, el repique de la campana hendió el aire. Como la
familia de tía Benita no asistía a la iglesia, no tuve que esperar por nadie y salí
a tiempo de encontrarme con María de los Ángeles. La hallé por el camino de
Jobo Rosado, casi llegando al decaído portón de madera de la iglesia vieja.
Llevaba un pequeño velo blanco sobre el cabello negro y suave. Cruzamos la
pasarela de la entrada, circuimos el campanario y nos sentamos en un banco
delantero. Aspiré su devoción: mi prima era muy católica y se recogía fácilmente
en la fe. Cuando apareció Rebeca, María de los Ángeles se levantó humildemente
291
de su sitio y fue a confesarse. Luego llegó Armando con su familia y la criada.
Armando, el padre de Armando, Viruchi y los otros cinco chiquillos era muy
calvo; tenía una franja de pelo negro sobre las orejas, semejante a una herradura
que le hubiesen metido en la cabeza por el occipucio. Era hombre de pocas
palabras y jamás me habló.
Matilde Bauta se me acercó, enlutada. Olía muy bien. Mirando hacia la
sacristía, me preguntó si quería ayudar al padre haciendo de monaguillo. Le
expliqué que no deseaba desairar al sacerdote nuevo, pero que mis días en el
presbiterio habían terminado. No insistió porque a ella le parecía bien todo lo
que yo decía. De haber estado allí mi madre, hubiese tenido que vestir el faldón
rojo y responder en Latín.
La madre de Rebeca tocó el órgano y las Hijas de María cantaron. Terminada
la misa, acordamos reunirnos los cuatro primos después del almuerzo frente a
la casa de Rebeca. De allá partiríamos a Mayajigua. A Viruchi sus padres no la
dejaban salir con varones porque era de temperamento amatorio y se pegaba
mucho para bailar, calentándose groseramente. A mí me hubiera encantado que
fuera porque tenerla encerrada en casa era como tratar de ahogar a un genio en
su infancia.
El trayecto entre los sembrados y los potreros era aún agradable porque las
carreteras y los caminos apenas se habían comenzado a deteriorar por el
empobrecimiento del país y la poca atención. La falta de cuidado en los
sembrados de cereales se empezaba a notar. La piara de los iguales tiranizados
por el señorío de los buenos no funcionaba bien.
Mayajigua era específicamente un paradero de pequeñas casetas para
amantes. Era el lugar ideal para pasar una corta temporada en compañía
voluptuosa, ya fuera de luna-de-miel o de discreto desenfreno pasional. Por
obvias razones, nosotros quedamos circunscritos al pequeño bar al lado de la
laguna llena de flamencos y a los senderos asfaltados que entrelazaban las
casetas, la piscina, el bar con su salón de baile, las orillas de la laguna, etc.
Aquel domingo, estábamos solos en el salón del bar. De vez en vez, alguna
pareja salía de una de las casetas, bebía una copa, bailaba un rato chupándose
los labios y los carrillos, restregándose los pechos y los genitales, y volvía a
encerrarse.
Pedimos cervezas y refrescos. Por cinco centavos, se podía poner a la vitrola
(jukebox) a cantar electrónicamente. La vitrola era un cajón de material
transparente en cuyo interior estaba dispuesto un tocadiscos y un arreglo con
varias docenas de discos de cuarenta-y-cinco revoluciones por minuto.
Escogimos las canciones de Nat King Cole porque se podían bailar con ritmo
slow. Hasta aquel día, mi única clase de baile había sido impartida por mi
madre y por ti en quince minutos. Me habían dicho que me guiara por la música,
arrancando con la pierna izquierda hacia delante, siguiendo con la derecha,
292
volviendo a mover la izquierda y luego amagando con el hombro derecho un
cuarto tiempo antes de volver a empezar. No creo que lo hiciera muy bien, pero
mi determinación de pegarme a mis primas segundas agudizó seguramente mi
destreza en la danza.
No sé cuántas veces repetimos Tuyo es mi corazón y Acércate más en
medio de las nubecillas y los anillos azulados del humo levadizo de los
cigarrillos. Una vez terminada mi segunda cerveza, supe que había llegado el
momento de la verdad. Bailábamos apretaditos. Rozaba los pezones de Rebeca
al menor movimiento. Le acaricié la espalda con la mano suelta y le pegué su
diestra a mi pecho con mi zurda. Utilizando el pene prácticamente de ariete, se
lo hinqué entre las piernas en medio de la danza y le besé el cuello. No saltó
asustada ni me quiso romper la crisma. Sostuvo bien con la vulva el embate del
bálano febril cada cuarto tiempo de la danza. Pensé que le había agradado el
contacto masculino y me enajené de gusto e ilusión. ¡Pero no, no fue así! Terminó
la pieza en silencio, algo colorada. Después, con un mador de ignominia
perlándole la faz, me dijo con voz estremecida por la exasperación que era
hora de regresar a Meneses.
Me sentí muy frustrado. Con unción, de una manera casi mesiánica, había
intentado salvar a Rebeca del deseo contranatural que había encarnado en ella.
Pero mi querida prima rechazaba la redención. ¡Qué infortunio haber tenido
que renunciar a la tufarada de su sexo!
A Armando le había ido aún peor que a mí. María de los Ángeles le había
puesto el brazo de tranca sobre el hombro y no lo había dejado acercarse. Aquello
salió mal. El se despepitaba por agarrarle un trozo de nalga a María de los
Ángeles. “¡Coño, no quiso!” me dijo después, ingenuamente. Primero se inculpó.
Luego, como se sintió despreciado, me quiso mascullar que nuestras primas
segundas eran invertidas. Mi lealtad no lo consintió. “¡No —lo interrumpí,
afligido—; son familia!” Las quería y no las deseaba suponer degeneradas.
Durante el resto de mi vida, he visto muchas veces a Rebeca. Siempre nos
ha unido la amistad. Nuestras relaciones han sido cordiales. Ella perseveró en
el vicio sin remisión por hombre. En cuanto yo sé, aquel incidente ni siquiera
le dejó malos recuerdos míos. Creo que ambos nos comprendimos bien.
Invariablemente, hasta pasado el brillo de la juventud, nos hemos deseado lo
mejor el uno para el otro. Pero debo de confesar que, cuando el pensamiento
me retrotrae a aquel último domingo de enero de 1961, inevitablemente concluyo
que pude haber sido un gran socorro para ella. ¡Dios no lo quiso, Nenita!
*
Al día siguiente, traté de verme con la maestra fea. No pude. Volví a probar
por la noche. Tenía intenciones de llevarla a dar un paseo por el camino de
Jobo Rosado, que era oscuro como la boca de un lobo. Esperé oculto junto a la
cerca del camino, atisbando el portal de las Bauta. Naturalmente, no quería ser
293
visto por Susana Méndez, la cual enamoraba con su prometido hasta las once
de la noche en el portal frontal al de las Bauta. Al rato, la maestra salió a
conversar acompañada de otras tres mujeres de la casa y se pusieron a hablar
en voz alta. Susana y el novio se cambiaron al ala perpendicular de su portal
achaparrado, desde donde podían verme fácilmente.
Por precaución, di la vuelta y me fui a casa de tía Benita. En los pueblos
pequeños, como Meneses, las mujeres se entretienen mirando a los demás
acodadas en los poyos de las ventanas; los hombres también espían, recostados
a los quicios de las puertas. ¡Pueblo chiquito, infierno grande!
Pasé el tiempo jugando a las cartas con unos personajes aburridos que
solían hacerles compañía a tía Benita y a Fulgencio. El nombre del juego era
‘machuca’. Se trataba de recoger en serie ascendente la mayor cantidad de
cartas posible con aquellas tres que se repartían en tandas y se iban desechando.
El olor a tabaco y a café me obligó a retirarme a dormir temprano.
*
Mi vida necesitaba alguna expansión después de tres tamañas frustraciones
genitales. A la noche siguiente, sin que tía Benita se enterara, busqué en mi
maletín de viaje las dos ampolletas de fino vidrio que encapsulaban el líquido
apestoso comprado meses antes en La casa de los trucos. Me dirigí al cine
llevándome las cápsulas dentro de su caja de cartón en el bolsillo del pantalón.
Anduve con cuidado, temiendo un golpe fortuito que lo echara todo a perder y
me apestara completamente.
El cine estaba aún en manos capitalistas. El martes era tradicionalmente
‘día de damas’ y la sala se llenaba de mujeres que entraban a medio precio. Las
acompañaban sus novios y maridos.
Entré con los primeros. Me posesioné de una butaca en un rincón de la
última ringlera de sillas, cuyo respaldar daba contra el muro que separaba el
corredor de acceso al gallinero de la sala baja. Ni los de adelante, ni los de atrás
podrían apreciar el movimiento de mi brazo al arrojar las ‘bombas’. Ni siquiera
los de arriba —la gradería entornando al proyector, llamada ‘gallinero’—, me
podrían ver. Solamente me tenía que cuidar de una pareja de novios sentados a
mi izquierda, con una butaca vacía de por medio. Por suerte, estaban demasiado
ocupados ‘rescabucheándose’ mutuamente para ponerme atención. Estaba listo,
con el elemento sorpresa de mi parte.
Antes de apagar las luces para proyectar la película, el encargado del cine
ponía la misma canción, Una vez nada más, un par de veces. El mismo empleado
que recogía los billetes en la puerta de la entrada manejaba las luces y el proyector
de cine —además de echarle creolina a los mingitorios y barrer el piso. Su
costumbre, o su instrucción, era cortar el alumbrado y prender el proyector.
Desde que se oscurecía la sala hasta que aparecía el haz de luz del proyector
transcurrían dos segundos exactos. En ese preciso intervalo de tiempo, cuando
294
todos estuviesen cegados por la tiniebla, tenía que lanzar al alto las ampolletas
para que se rompiesen donde quiera que pegasen, ya fuera el cemento duro del
piso, una luneta, la cabeza de algún asistente o la tarima del teatro; en caso de
rebotar en algún cuerpo fofo o en la pantalla, tendrían necesariamente que caer
al suelo y quebrarse.
No me sentía nervioso en absoluto. Me disponía a causar un buen disturbio
‘contrarrevolucionario’. En medio de la canción de Agustín Lara, saqué las
ampolletas de su caja y las oculté en la palma de la diestra. Me quedé con el
estuche de las ‘bombas’ en la siniestra, como si se tratara de una caja de
cigarrillos. Para disimular mi alistamiento a actuar, fingí que me estiraba,
dejando el puño cargado junto a la oreja. Esperé pacientemente durante unos
segundos que me parecieron larguísimos.
Se cortó la música, se apagaron las luces y ¡zúuuum!, saltaron las ‘bombas’
propulsadas por el movimiento reflejo de mi brazo. Cuando la luz emitida por
el proyector alumbró la pantalla, una cápsula se estaba reventando contra el
respaldar de una luneta y la otra en el pasillo. Nadie hizo caso de los casi
imperceptibles reventoncillos. Un par de segundos más tarde, cuando apareció
el título de la cinta en la pantalla, alguien gritó: “¡Foooo, qué peste!” Una
mujer preguntó desconsolada: “¿Pero quién se ha podido tirar un peo tan
salvaje?” Y otra que se levantaba para correr hacia la salida: “¡Ay, Dios mío, se
han cagao en el cine!”
El público se dispuso a salir. Yo iba entre los primeros que se dirigieron al
umbral porque no deseaba papar aquel olor a huevos podridos y necesitaba
desembarazarme de la prueba palmaria de mi mediación en el ultraje a las
narices ajenas. Hubo que abrir las puertas de emergencia de los lados del edificio.
Ya se sospechaba un sabotaje y algunos hablaban sin comedimiento.
Sin ser visto, dejé caer el envoltorio del delito entre los matojos que
bordeaban el teatro. Seguí tranquilamente al parque y me senté en uno de los
bancos de granito rosa donados por mi tío-abuelo treinta años atrás; apenas se
distinguían ya las letras doradas del asiento que rezaban: Adriano Delgado.
Allá esperé hasta que se disipó el olor y nos mandaron a entrar de nuevo al
cine.
Tal como me esperaba, una de las comunistas del pueblo tuvo la cuca
intención de complicarme en la fechoría. Se trataba de una pelandusca. “¡Ese
fue seguramente Joaquín que es muy malo!” había dicho en voz alta. Pero
estaba prevenido contra ella. El policía de la Revolución, un tipo vestido de
verde, con gorra, se me acercó silenciosamente con talante caviloso. No lo
conocía.
— Muchacho —dijo—, ¿fuiste tú el que apestó el cine?
— No —mentí como un granuja, sintiéndome muy bien y a salvo.
— Dice esa señora que tú pudiste haber sido. (La tipa se nos había acercado.)
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— La señora puede decir misa —repliqué, mirándolo con irrespetuosos
ojos. No me desdigo.
— Bueno es lo que ella dice —adujo estúpidamente el tipo, confundido
por mi negativa metodizada.
— ¿Es que alguien me vio? —le pregunté, tal como había aprendido a
hacer en el colegio de los hermanos cuando me acusaban de tirar tacos de papel
mascado.
— No; en realidad, no.
— Cuidado no haya sido ella misma y se esté tratando de ‘limpiar’ conmigo
—cargué a la ofensiva, como al descuido.
—
Okay —dijo el policía, yéndose.
La película era malísima, pero me la tuve que zampar toda para que no
fueran a pensar que no tenía deseos de estar en el cine. Me había sentado en
una luneta cercana a la de la mujer que me había acusado inútilmente. Ella me
miraba de soslayo a cada rato, ocultando el ojo negro detrás de un mechón de
pelo azabache que le caía sobre la frente. Yo también la miraba, pero
insolentemente. Primero pensé que sería bueno zamarrearla, patearle las nalgas
y escupirle la cara. Después cavilé con más cordura que hubiese sido mejor
convencerla de que yo era un buen muchacho y hacerle el amor porque,
realmente, no estaba mal como hembra aquella mujeruca liviana. Le dirigí
algunas miradas de cándido arrojo a sus rodillas, sin lograr hacerme comprender.
*
Al domingo siguiente, llegaron mis padres a recogerme. Esta vez sí me
despedí definitivamente de todos mis amigos y conocidos. El número de cubanos
exiliados aumentaba cada día. Fue la última vez que vi a Germán y a Filadelfa,
a Cagao y los Caparroche, a Mollejita, a la hija rubia de Pepito el mecánico, a
Lorenzo el medio-hermano de mi abuelo, al hombre que mi abuelo jamás
prohijó, a Marito y María Guerra, a las hermanas de Roberto el maricón, a las
hijas de Quinto y a su mujer —otra antigua amante de mi abuelo—, a Raúl
Méndez y su familia, a Cuco el comerciante y a su familia, a Cabrera el
empresario y a sus hijos, etc. Meneses había cambiado. Ya no era el lugar
amistoso de mi niñez. El pueblecito había dejado de ser acogedor hasta para
una clase media sin empingorotar. Desde aquel día, dejó de formar parte de mi
vida para convertirse en recuerdo.
Es justo decir que salí del pueblo cubierto de gloria. A pesar de no ser yo
de aquellos valientes que colocaban bombas verdaderas, rompían buzones,
cortaban tuberías de agua o incendiaban plantaciones, mis primos segundos se
enorgullecieron de mi actuación en el cine y me llevé un accésit en ‘cojonudez’.
Rebeca me llenó de besos y felicitaciones. Matilde Bauta me llenó de besos y
admoniciones —en Cuba había cien-mil presos políticos.
296
*
Volvía a Santa Clara a esperar la partida. No tenía sentido volver al colegio.
El Caballo estaba preparando la carga final contra la educación privada. El 4 de
febrero de 1961, el presidente Dorticós declaró que el gobierno no podía aceptar
la ‘neutralidad política’ de los educadores.
La Inquisición llegaba a Cuba.
Colegio de los HH Maristas
Santa Clara, Cuba
297
*
Al llegar a Santa Clara, me llevé una agradable sorpresa: a instancias de
Paulina, mis padres habían decidido ir a misa de siete de la mañana los domingos
a La Pastora. Se trataba de una iglesia muy antigua, de oscura nave y encendido
tabernáculo, predio de los frailes Carmelitas. En la fumarada de aquel templo,
donde los monjes asperjaban agua bendita y el silencio pesaba sobre los cirios
y las estatuas, mis padres sentían una gran devoción. Paulina los acompañaba y
a Wifre lo llevaban.
Es hermoso hundir los ojos, con fe, en el Santísimo Sacramento. También
yo lo hice una vez. La doctrina cristiana es el engaño más bello y mejor
intencionado que he conocido, así se valga de arcanos horrores eternos para
civilizar.
En cuanto me enteré de los planes dominicales de mi familia, manifesté
mi deseo de continuar yendo a la misa de las nueve en la Iglesia del Buen Viaje.
¡Ah, si lo sabrás tú! ¿No es cierto, Nenita? Aduje que, en el templo donde había
tomado la primera comunión, me sentía más a gusto entre mis antiguos
compañeros del colegio. Nadie se opuso y mi semblante resplandeció de alegría.
Se supuso en el ámbito familiar que, siendo yo el menos piadoso, necesitaba
más del ambiente propicio al culto de Dios.
Si mis ojos exteriorizaron alguna vez las emanaciones del sexo, nadie lo
notó en casa. No creía que Dios me hubiese lanzado sobre ti para perderme en
el fuego eterno. Como yo ni siquiera me leía el Antiguo Testamento —un libro
perverso de mentiras increíbles, crímenes despiadados, rapiña injustificable,
latrocinio mañoso, incesto descarado, onanismo vulgar, homosexualismo
orgiástico y prostitución ladina—, no podían sospechar que tuviera pensamientos
deshonestos ni inclinaciones libertinas. Realmente, no las tenía. Jamás miraba
obscenidades, escuchaba desvergüenzas o rozaba aquellos mismos temas que
reprobaba la Santa Madre Iglesia. De no ser por mis dudas, hubiese sido un
buen católico.
Desde el primer domingo, me desperté temprano, cuando los otros se
preparaban para marchar. Fingía dormir hasta que sentía arrancar el motor del
Chevrolet Bel Air. Los espiaba por una rendija de la persiana de mi habitación.
Mi madre, con el velo negro en su cabellera plateada, montaba adelante llevando
en sus manos el misal y un ramo de flores del jardín para colocarlo en los
búcaros de la iglesia. Paulina, acarreando en su cabello negro las gotas de rocío
que se deslizaban por las cerdas del pino aledaño al portón, montaba atrás,
justo detrás de mi padre, que guiaba. Wifredo Júnior, con la mirada extraviada,
deprimía los muelles del asiento trasero con la cabeza. El automóvil retrocedía
silenciosamente por el vial de dos franjas que empalmaba con la calle. Tú salías
tras ellos a cerrar la cancela.
298
Me levantaba y corría al ventanal del frente de la casa. El Bel Air, con sus
circunspectos ocupantes, giraba a la izquierda en la Carretera Central desde la
calle lateral, en la depresión de la encrucijada, y se impulsaba rumbo al corazón
de Santa Clara. La Pastora estaba en medio de una plazoleta-parquecillo en la
Calle Cuba.
Nuestra casa quedaba anegada de silencio. Inmediatamente, encendido por
la emoción, iba a buscarte. “¡Vamos, Nenita!” te instaba. Tú, siempre temerosa
de que mis padres pudieran regresar por cualquier motivo, no te atrevías a
acostarse en el lecho desnuda. Te metías en el baño de tu habitación y le pasabas
el seguro a la puerta tras de mí. “¡Qué grande estás!” me decías, poniéndome
las manos en los hombros como para medirme. Por entonces, yo mostraba una
alegre erección. Los domingos de mayor sosiego, te descotaba los senos para
chuparte los pezones porque enloquecías de placer exprimida como una chiva;
siempre, te levantabas la falda recostada a la pared de azulejos, te bajabas las
bragas y asumías el control de mi miembro crecido para no resultar desflorada
en la efusión voluptuosa. Yo era un buen cooperante que no soñaba en causarte
ningún menoscabo, mi gran amiga. Te tenía cariño porque eras buena.
No podías resultar vencida por el encanto de la seducción porque tenías un
novio a quien le debías rendir el himen intacto el día de la unión. Era nuestra
cultura. No creo que estuvieses enamorada de tu prometido, pero tu resignado
corazón latía en un pecho primitivo. O tal vez pensaras, como Gustavo Flaubert,
que la presunta felicidad es una mentira imaginada por la desesperación del
deseo. Considerando el mundo actual, donde libertad significa inmoralidad
degenerada y se considera anacrónica tanto a la virgen como a la casada fiel, tú
debes de estar ufana de aquellos momentos de sano placer.
Quedábamos frente-a-frente, de pie, sin remilgos, pudores ni miedo,
envueltos en la fosca y el murmullo interior del casi-ayuntamiento. Yo me
agachaba hasta nivelar las zonas genitales, te abrazaba por el talle y te agarraba
las nalgas, te chupaba los labios cuando me lo pedías, pegaba el miembro a tu
carnosidad abierta y me deslizaba hacia delante y hacia arriba. A la usanza
campesina, sólo el bálano entraba en la vagina y friccionaba el clítoris. Aquellos
momentos eran gloriosos: “¡Uf-sh!, ¡Uf-sh!, ¡Uf-sh!, ¡Ay-ay-ay!” jadeabas,
orgasmeando rotundamente; “¡Ah-ah-ah!” te anunciaba yo con el entendimiento
nublado, sintiendo el cosquilleo de una eyaculación inaplazable. Y “¡Pssssh!”
despichaba la esperma entre tus muslos, que se cerraban instintivamente sobre
el miembro mientras, con la ‘pepita’, me friccionabas la base del pene y
suspirabas un último “¡Aaay!” Detrás del abrazo, una gruesa lágrima de esperma
rodaba por los azulejos de la pared hasta el piso.
Después de aliviar nuestros más violentos ardores, nos sentábamos en tu
cama a besarnos, a sorbernos y a manipularnos —los segundos orgasmos y
eyaculaciones por cimbreo de diestra no eran raros. Como éramos relativamente
299
incorruptos, no sabíamos que la punta de mi lengua podía extasiar el cuerpecillo
de la vulva ni tu boca mi glande. Eso lo aprendimos luego de Carlos y Paloma.
Según habíamos podido colegir de las historias de Meneses, no podíamos volver
a unir los órganos sexuales durante cuatro horas después de la eyaculación
porque así se habían producido alumbramientos vírgenes en el pasado.
¡Caramba, Nenita, qué domingos tan buenos!
Antes de que mis padres y hermanos regresaran de misa, cruzaba la
Carretera Central y esperaba una de las guaguas de Orfelio, el propietario del
cine Cloris y los ómnibus locales, frente a la casa de los Nardo. Aquel servicio
no había sido expropiado aún y funcionaba bien. Fue preciso el ingenio
alcornoque de los interventores revolucionarios para encajonar a la gente, echar
a perder el mantenimiento e incumplir los horarios. Pero entonces, los autobuses
aún servían para ir los domingos a la Iglesia del Buen Viaje y al centro de la
ciudad los demás días.
*
Para hacerles creer a los vecinos integrados en la Revolución que iba a la
escuela, mis padres me matricularon en el Colegio Metodista durante los meses
de febrero y marzo. De esta forma, me veían subir al autobús local todas las
mañanas con mi camisa blanca y una libreta de apuntes. Preferíamos que los
del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) no sospecharan que estaba
matando el tiempo en Santa Clara mientras arreglaba los papeles para salir del
país. En el Colegio Metodista, presté bien poca atención a las tablas de
logaritmos y mantisas —práctica obsoleta una vez extendidas las calculadoras
electrónicas. La maestra de Cívica era joven y muy bonita, pero se entendía
con el profesor de Educación Física. Las alumnas eran terriblemente timoratas
y gordas. Hice una tibia amistad con los compañeros de clase porque no me
parecían buenos contrarrevolucionarios.
*
No podía olvidar la promesa que me había hecho a mí mismo de hacer
algo contra los comunistas. Me fui a ver a Roberto Cabrera, el hijo del propietario
del Club Venecia, quien tenía un laboratorio de química que su padre le había
regalado y era de temperamento violento. Roberto había demostrado su temple
impetuoso en dos ocasiones: cuando Juan Ramos le escondió una caja de
químicos, se le echó encima blandiendo una pala de boy scout con las peores
intenciones y lo hizo correr mucho; hacía unos días, durante un juego de pelota,
se había peleado a los puñetazos con un limpiabotas ciudadano-del-pueblo que
tenía un pariente policía; Roberto le había hinchado un ojo de un capirotazo.
Lleno de un reservado orgullo, su padre había tenido que sacarlo del calabozo.
Junto a los anaqueles de un estante de madera que sostenía varios frascos
de elementos, redomas vacías y compuestos químicos —sobre todo botellas de
ácidos—, Roberto y yo discutimos durante varias horas las opciones reales que
300
teníamos. La porra forrada de alambre de cobre que yo había construido quedó
descartada por escandalosa. De mi tira-piedras, ni hablar. Desechamos la idea
de volar puentes porque la técnica de fabricar explosivos no existía en nuestras
mentes. Tampoco había posibilidades de adquirir armas de fuego ni de aprender
a usarlas —la escopeta calibre 22 había quedado enterrada en Meneses. Los
envases de vidrio de boca estrecha, en los que podíamos meter gasolina, aceite
y taponarlos con una mecha, se prestaban a ataques contra almacenes y vehículos
del Estado —pero no sabíamos ni dónde ni cómo atacar. Decidimos consultar
a los amigos contrarrevolucionarios de Cabrera el viejo.
Los Cabrera vivían a dos cuadras de nuestra casa, hacia el Sur, en una
morada grande de dos plantas. El padre era calvo y delgado, hombre de negocios,
socio propietario del Club Venecia, cuyo local estaba en una curvatura de la
Carretera Central, frente al aeropuerto de Santa Clara. No sé por qué Santa
Clara, siendo seca, tenía un Club Venecia y un malecón sin agua —hasta el río
Ochoa era angosto y se deslizaba alejado de la ciudad. El padre, la madre,
Roberto y su hermano Abad se marcharon de Cuba a las pocas semanas. En
cuanto salieron para Miami, la Revolución le dio la casa de su propiedad a un
comandante del Ejército, hecho que frustró las aspiraciones de Pepa, la mujer
de Santos, activa en el CDR.
Roberto Cabrera, padre, sacó algún dinero de Cuba. De Miami se trasladó
a Santo Domingo, donde volvió a hacer fortuna. Concibió y armó la primera
fábrica de sopa de plátano deshidratado del país. Sus hijos continuaron
elaborando la sopa y otros productos derivados del plátano. Sus descendientes
fueron dominicanos.
El día 14 de febrero, día de los enamorados, la luna se apreciaba
empurpurada. Los de nuestro grupo en el barrio asistimos a la última fiesta del
Club Venecia —para mí fue también la primera. Aproveché la ocasión para
estrenar uno de los tres trajes, el marrón, de los que me habían comprado en La
Habana y mis zapatos ambarinos de piel de becerro. Allá estaban las madres de
dos niños del reparto donde vivía cuyos nombres no quiero mencionar. Como
se había corrido la voz de que ambas mujeres estaban tan aburridas del adulterio
como del matrimonio, charlé con ellas largamente para hacerme notar. Me
encontraba consciente de ser demasiado joven y correcto para semejante intento;
no obstante, manejé bien el papel del muchacho virtuoso que puede sucumbir
fácilmente a la seducción de la mujer madura. Una de ellas, la más hermosa,
enganchó pronto con un antiguo alumno mayor de los HH Maristas de Santa
Clara. La más descarada, que lucía aquella noche gargantillas, pulseras y otros
perendengues dignos de un lupanar, me invitó a bailar y se quedó conmigo un
cuarto de hora a pesar de la erección que me sobrevino. Me sentí estremecido
íntimamente, adivinando lascivia en su mirada, y quizás haya temblado un
poco. Luego me dijo, como absolviéndose por haberme consentido el
301
empinamiento del miembro, que al día siguiente abandonaba el país con su
marido y su hijo. Bon voyage! ¡Y gracias por la despedida!
Todos los integrantes de nuestro grupo estábamos preparando documentos
para irnos a Miami. Aquella noche me dijeron que a los muchachos que llegaban
sin sus padres los llevaban a unos albergues de refugiados cerca de Miami.
El Club Venecia consistía de una nave de treinta metros cuadrados en forma
de bohío, con la techumbre de hojas de palma sostenida por dos docenas de
horcones de madera recia. La pista de baile estaba levemente alumbrada para
facilitar el apretón sin rubor en el acurrucamiento de la penumbra. Las parejas
de novios, amigos y amantes se desvanecían en la sombra como fantasmas ante
los ojos de los demás. Las mesas y la barra estaban alejadas de la parte del piso
dedicada a la danza y mucho mejor alumbradas. Cuando la música cesaba,
surgía un reguero de luz por todo el entorno del local y la gente socializaba.
Bailé ritmo slow con varias muchachas del barrio, incluyendo a una que
me hizo algún arrumaco. Fui retórico con todas, hasta con las que tejían embustes
para darse importancia y llevaban falsedades desde el color del pelo hasta las
uñas de los pies.
Aquella noche, conocí a dos amigos del padre de Roberto. Me facilitaron
pegatinas de cuatro centímetros por tres del Movimiento de Recuperación
Revolucionario (MRR) y del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP)
que prometí fijar por las puertas y fachadas de las casas de toda Santa Clara y
en los parabrisas de los automóviles. En aquel momento, me tenía sin cuidado
la tendencia política de los opositores del gobierno, siempre que fueran
anticomunistas. Cuando salía del Club Venecia, uno de los tipos me entregó
cinco libras de ‘capicúas’ para ponchar las llantas del transporte público. La
capicúa resultó ser un excelente artefacto de sabotaje. Era una simple varilla de
dos puntas afiladas, doblada primero en forma de U, formando una grampa
(grapa); las pullas de la grampa, a su vez, habían sido acodadas en sentido
opuesto una de otra, para que ésta siempre cayera con una de las púas de dos
centímetros apuntando hacia arriba, a menos de treinta grados con el vertical.
Durante las dos últimas semanas de febrero y las dos primeras de marzo,
puse pegatinas en las puertas de las casas de las calles Cuba y Colón y las del
reparto donde vivía, en los faroles de los vehículos del ejército, en los
portamaletas de los automóviles, en los autobuses, en los postes del alumbrado
público, en los bancos del Parque Vidal y en los respaldares de las lunetas del
teatro Silva. Trabajaba de noche, entre las ocho y las once. Luego, en la mañana,
bajo un sol oblicuo, me regocijaba viendo a Pepa, la del CDR, despegar con
preocupación y en silencio las etiquetas que yo había adherido al parabrisas del
pequeño automóvil de Santos, su marido. Me resultaba aún más divertido avistar
de lejos a los cuatro integrantes de la familia Clemens —al padre envidioso, a
Luis el renacuajo, a Juanito el tarrudo y a su madre lengüetera y miope—
302
recorriendo todo el barrio con abatido talante, rasando con un cuchillo las
pegatinas de los postes de la luz mientras formulaban toda clase de conjeturas.
El dedicarme a aquellas actividades, delictuosas en el sistema bárbaro de Cuba,
no me asustaba porque Dios, conociendo todas nuestras necesidades, me protegía
con el don de la precaución.
Nadie, ni siquiera los miembros de mi familia, conocían mis actividades
clandestinas. Para mantener mi apariencia de inofensivo, casi todas las tardes
me reunía con el grupo de muchachos y muchachas del barrio a sostener
conversaciones idílicas. Allí nadie más que yo se había leído La Iliada, pero
todos sabíamos enjaretar sandeces en la plática. Los domingos por la tarde,
solíamos poner discos con las canciones de Paul Anka, sobre todo el de los
quince éxitos, y bailar en la casa de alguna muchacha. En realidad, no sabíamos
que estábamos cortejando porque éramos algo inocentes y practicábamos la
virtud. Como no entendía la letra de las canciones, sentía mucho no haber
prestado atención en las clases de Inglés —a las muchachas les gustaba que
cantáramos con Paul Anka. Aunque, sing along or not, aquellas muchachas del
barrio eran indecisas en el amor.
Me gustaba mucho Lucy, la prima de Poly la noruega, que era alta, rubia y
espigada, con bonitos y puntiagudos senos a pedir de boca, piernas largas y
cintura estrecha; inoportunamente, tan sólo tenía trece años. Creo que, de
haberme quedado a vivir en Cuba, hubiera hecho un esfuerzo sobrehumano
por afianzarme en sus caderas y alojarme entre sus muslos con embriaguez
amorosa porque Lucy era ingeniosa, dulce y digna de ser bienquista. Algunas
veces, iba en bicicleta hasta su casa cuando estaba sola por darme el gusto de
verla en chinelas. En cuanto nos sentábamos en el columpio de su portal, me
daban ganas de decirle: “¡Vamos, Lucy, quítate las babuchas!” Si alguna vez se
sacaba el escarpín, dejándome ver su pie desnudo, sentía una refinadísima
voluptuosidad.
*
A finales de febrero, fuimos a Santiejpírito a visitar a la familia de mi tío
Pancho. El espectáculo de los cinco niños desconsolados sin su padre rompía
el alma. Algunos, que eran críos, gritaban “¡Papa!” cuando oían mencionar el
nombre del padre. Tía Hortensia, la mujer de mi tío, los cuidaba con la ayuda
de una tía suya. Había tenido que darle soleta a la criada porque era informante
del gobierno. Mi tía se daba ingratas trabajeras para ver a su marido en la
prisión de Isla de Pinos. Mi tío estaba sumamente delgado. No se habían
formulados cargos en su contra, pero no lo dejaban salir de la insalubre mazmorra
donde lo tenían recluido. Colegí de la conversación de mis padres con tía
Hortensia que, en Cuba, el individuo no tenía protección frente al Estado. Me
puse furioso y deseé fervientemente que Dios me concediera el poder de echar
a rodar las cabezas de la negrada comunista, tal como El Cid había hecho con
303
los moros de Yusuf. En aquel momento supe que, de tener poder, ningún estado
se iba a poder defender de mí. ¡La gentuza pantomímica e incivilizada me da
asco, Nenita! Y aquel furor se convirtió en una soñación perpetua.
Cuando regresamos a Santa Clara, sin que mis padres lo notaran, esparcí
una libra de capicúas por la Carretera Central desde el asiento trasero del Bel
Air. Tenía el derecho consuetudinario al sabotaje. Mientras menos llantas rodaran
en Cuba, peor sería el transporte. Pero casi la mitad de las apreciadas doblepúas saltaron fuera de la pista, al arcén, donde resultaron inocuas al tráfico.
Quedé sumamente insatisfecho del ataque y tomé una súbita resolución: sería
más efectivo en adelante.
*
El 2 de marzo, el Ministro de Educación del Caballo, Armando Hart, culpó
a los colegios católicos de fomentar revueltas contra el gobierno. Era cierto.
¿Qué otra cosa podría esperarse? El gobierno preparaba el camino para darle
el puntillazo final a la educación privada en Cuba, apropiándose de las
residencias y de los terrenos de los colegios. El 4 de marzo, apareció El Caballo
despotricando contra los religiosos y gritando que la Iglesia Católica era
contrarrevolucionaria. También era cierto.
En la noche del 4 de marzo, me planté en la parada de los autobuses locales frente a mi casa. Cautelosamente, hundí la mirada en la noche analizando
las sombras y las siluetas para asegurarme que no hubiera chivatos por los
alrededores. Específicamente, tenía que cuidarme de Pepa, la del CDR, y de
Juanito, el cornudo que se creía padre de su segundo hijo. Mi objetivo era
pincharles las llantas a los autobuses de todas las rutas de transporte de pasajeros
y a los camiones de carga. Llevaba metidas en el bolsillo de mi abrigo dos
libras de capicúas. Cualquiera que me vio, pensó que esperaba la guagua local.
Pero no fue así, las dejaba pasar sin abordarlas.
Cuando distinguía aproximarse por la recta de la Carretera Central el bulto
metálico con luces rojas y ámbar en la cima, características de los autobuses y
los camiones, me inclinaba y pretendía atarme el cordón de los zapatos. En
parejas, fui colocando las capicúas dentro de la huella dejada sobre el asfalto
por las ruedas de los vehículos. Luego me incorporaba sin hacer movimientos
bruscos y esperaba quince segundos hasta que pasara por mi lado el utilitario.
Aquellos grandes neumáticos que rodaban a las soledades del Este estaban
hambrientos de pinchos porque todos tomaban sus dos capicúas y se las clavaban
en la goma.
A la media hora, crucé la Carretera Central y me desplacé a la parada de
las guaguas locales frente a la casa de Nardo, donde me seguí comportando
como un presunto pasajero. Frente al tubo de acero galvanizado con el distintivo
metálico que indicaba la detenida, ejecuté la misma maniobra contra el transporte
que entraba a Santa Clara.
304
Entre los ómnibus de pasajeros, ‘ponché’ unos veinte carros de las
Mandarinas, los Santiago-Habana, la Cubana, los Manzanilleros, etc. También
dejé rencos de las ruedas delanteras unos diez camiones-rastras y dos camiones
rusos del ejército comunista. A la semana siguiente, repetí la operación hasta
quedarme sin capicúas, afectando a un número similar de vehículos. Reservé
dos capicúas que puse directamente debajo de las ruedas del automóvil de
Santos, el marido de Pepa la del CDR e, incivilmente, suegro de la fogosa
Paloma.
De aquella experiencia, saqué una invaluable lección: hay que saber callar.
Además, desde que cumplí mi primera misión belicosa, he sido poco indulgente
con mis enemigos.
*
Como me aburría, frecuentaba la plaza de Santa Clara, donde había
movimiento de gente. La plaza estaba cerca del Parque Vidal, antiguo bastión
de la raza blanca, ahora popularizado y abandonado por la gente de buen jaez.
El Parque Vidal se deslustraba a diario con las pantomimas, las palabras soeces
y los giros de la jerga de negros pringosos, mulatos de pelo duro, pardos de
cabellera desrizada que los despreciaban a ambos, y hasta blancos degenerados.
Cada domingo estaba menos concurrido, como si la gente decente hubiese
perdido energía cinética.
Las confiscaciones en el campo obraban ya cierta merma en la oferta de
carnes, granos y vegetales. Empezaban a rondar por los pasillos del inmueble
lleno de puestos y kioscos compradores de la clase media. La gente se deshacía
de los desacreditados billetes verdes del gobierno con cierta voluptuosidad. Yo
le servía de acaparador a mi familia, comprando jabones, filetes enteros de res,
quesos y conservas de lata; de paso, recogía todas las monedas de plata que
podía. Aunque no lo sabíamos con certeza —lo último que se pierde es la
esperanza—, el sentido común parecía sugerir que se acercaban siete veces
siete años de vacas flacas, el primero de los cuales había que afrontarlo en el
país.
Cuando regresaba a casa de la plaza, cargado de encargos, en vez de subirme
al autobús local, alquilaba un coche tirado por un caballo. Frente a la plaza, en
el empalme de la calle Colón con la rotonda del parque Vidal, aún se
desempeñaban los aurigas que anunciaban en el panel trasero de sus coches a
la Óptica López. El viaje de regreso resultaba lento pero muy agradable
escuchando el cascabeleo de las colleras del palafrén. Me gustaba recibir la
brisa de Cuaresma en la cara tras el tiro de aquellos pencos de la ciudad a los
que, por costumbre, les estaba permitido levantar el rabo y soltar sus boñigas
en la calle.
305
Cuando hallaba por la plaza algún cancionero de Luis Bravo, lo compraba.
A ti te gustaba que te leyera la letra de las
canciones —porque a veces resultaba ahogada
por la música en la grabación. De haberlo
pensado mejor, hubiese empleado mis horas
ociosas en enseñarte a leer con aquellos
cancioneros y las cartillas con las que mi madre
había enseñado a Wifredo Júnior. Estoy seguro
que, de haberme quedado en Cuba, te hubiese
enseñado a leer y a escribir los veranos y te
hubiese penetrado profundamente. Tal vez
hubiese tenido un hijo contigo. “¡Coñó!” Debo
confesarte que, después de haber conocido al sexo
atolondrado y sus malas artes para el matrimonio, reconozco que las guajiras fuertes y
saludables, enemigas de las discusiones y las
llantinas, hubiesen sido las mejores madres de
mis hijos.
¡Mi bisabuelo Pancho fue un genio!
*
Sentados en sus buroes, los dirigentes comunistas habían formulado
grandilocuentes planes para una industria del acero, para extraer mineral de los
yacimientos, para construir astilleros de buques pesqueros, para mecanizar las
cosechas, para dotar al país de refinerías de petróleo, para edificar plantas
eléctricas y tender líneas de distribución, para potenciar la industria química,
para producir papel del bagazo de la caña de azúcar, para extraer fármacos de
la cera, para elaborar el caucho, el níquel y el hierro. Mientras tanto, en el
1961, el pueblo se comía las últimas vacas y los últimos sementales del
capitalismo. No dejaron carne ni leche para el comunismo en el 1962.
Desarraigaron los sembrados de caña de azúcar en el tercio de Cuba expropiado
sin suministrarles recibos a los propietarios. Formaron cooperativas exentas de
llevar contabilidad, cuyo rendimiento le era indiferente a quienes las manejaban
—los técnicos se habían marchado al extranjero. En medio de las ensoñaciones
de los burócratas, la escasez de alimentos se empezaba a sentir.
La isla de Cuba había pagado temprano en su historia un precio social alto
por el mal aprovechamiento del suelo. El agricultor se había convertido en
arrendatario de la tierra que trabajaba o en un desvalido peón. Los antiguos
terratenientes no aceptaron impuestos ni reformas. El nuevo gobierno tenía
nuevas palabras para el que plantaba y escardaba el suelo, pero no mostraba
interés en darle la oportunidad de ser dueño de la tierra ni de los útiles de su
oficio. El trabajo del campo seguía siendo una maldición. Nadie labraba la
306
tierra por su gusto y beneficio. Se oyeron muchas propuestas para aliviar el
entorpecimiento económico que ocasionaba la mala distribución de la hacienda, pero jamás se consideró legislar un remedio sensato para el problema.
El vendedor ambulante de los helados de paleta marca Guarina había dejado
de pasar frente a nuestra casa. Por las tardes, sobre las tres, sentíamos la ausencia
del campanilleo del carro de helados y el pregón de su dueño: “¡Helados de
coco, chocolate, fresa, mantecao!” Ya no nos sentábamos en el portal, como
antaño, a esperar la llegada del carro termo-triciclo de menos de un metro cúbico
de capacidad, con su tapa hermética en la superficie metálica cimera, cuyo
patrón lo empujaba alegremente por una barra de acero niquelado.
Tampoco pasaba ya por casa el vendedor ambulante de embutidos y no
comíamos entremeses de chorizo. Cuando almorzábamos potaje de frijoles
blancos sin tocino ni morcilla de España —el símil del país era raro e insípido—
, extrañábamos al gallego cincuentón que los llevaba. El ibero era un tipo
lánguido y correcto que se dedicaba a su negocio sin mirar descaradamente a
las mujeres, como hacían los cubanos; llevaba los embutidos dentro de una
maleta grande, de cuero, y los bajos de los pantalones deshilachados del mucho
andar. Algunas veces, mientras mi madre iba a buscar dinero para pagarle los
embutidos, me decía que hacía mucho calor y yo le llevaba un vaso de agua
fría.
*
Una noche, sentí un ruido de orugas frente a nuestra casa. Salí al portal a
averiguar de qué se trataba. Por la Carretera Central, pasaban con rumbo Este
media docena de tanques Stalin —que seguramente no servían para arar la
tierra— y varios vehículos de estilo soviético arrastrando cañones de 105
milímetros —que tampoco serían para cazar jutías. Me quedé un rato con el
hombro apoyado contra una columna, porque iban muy despacio. Se esperaba
una invasión por Oriente. Todos los carros llevaban las luces apagadas. Los
camiones transportaban soldados con uniforme verde-olivo y milicianos con
camisas grises. Iban en absoluto silencio, o quizás el rechinar de las orugas se
le sobreponía a las voces. Desde el 2 de marzo, El Diario de Costa Rica había
anunciado la invasión armada a Cuba.
El Caballo había hecho su pacto con los rusos. Las embajadas cubanas les
estaban entregando dinero y propaganda a los partidos comunistas en
Sudamérica. Para seguir recibiendo piezas de repuesto norteamericanas vía
Canadá, el gobierno indemnizó a los bancos canadienses que había confiscado.
El Servicio Secreto se estaba haciendo famoso por las torturas de
prisioneros. A mi tío Pancho lo habían fusilado dos veces con cartuchos vacíos
para aterrorizarlo y lo estaban matando de hambre. Los Comités de Defensa de
la Revolución, como el de la familia Santos en mi barrio, informaban contra
sospechosos desafectos al régimen. Los Santos seguían esperando una permuta
307
a la casa de algún emigrado que le hubiese entregado sus posesiones al Estado.
Les había tomado ojeriza. Solamente Paloma, la nuera, vivía al margen de la
política; ella prefería balancearse al ritmo de la música con Carlos, el hijo de
Ramón y Arsinoe, en tardes adúlteras.
***
Los norteamericanos habían nombrado presidente de Cuba en el exilio a
José Miró Cardona con la misma facilidad que Fidel Castro lo había nombrado
antes primer ministro de su gobierno. La CIA preparaba la invasión de Cuba
por mil quinientos exiliados, la mayoría sin preparación militar. Había
disensiones entre los cubanos de diversas inclinaciones políticas. Integraban la
brigada hombres de la clase alta, la media y hasta antiguos batistianos. Se
entrenaban en la base Trax, en Guatemala. Por cohesión, habían bautizado a su
brigada con el número 2506 de Carlay, su primer muerto.
Desgraciadamente, John F. Kennedy, en su calidad de Comandante en Jefe,
decidió interferir con los planes militares norteamericanos, señalándoles a los
generales cuándo, por dónde y a qué hora se debía efectuar el desembarco. El 4
de abril de 1961, el presidente liberal de los Estados Unidos, con un bufido
apestado por la justicia social injerida de la propaganda, manifestó: “Si hay
que salirse de los cubanos, mejor tirarlos en Cuba que es donde quieren ir.”
Kennedy jamás estuvo opuesto a la Revolución, sino a que ésta hubiese caído
en manos comunistas.
En marzo, Kennedy había precisado: “La invasión tendrá lugar, pero de tal
modo que pueda ser suspendida veinticuatro horas antes de iniciarse.” A pesar
de que la CIA aseguraba que una invasión sería apoyada por sublevaciones
dentro del país, Kennedy no quería verse complicado en el asunto que le había
legado su antiguo rival, el vicepresidente Nixon. No obstante, había dos
submarinos frente a la costa cubana y, por el piélago del Sur, cerca de los cayos
del Jardín de la Reina, navegaba una poderosísima flota con cinco mil soldados
de infantería de marina, incluyendo al portaviones Essex, dotado de los reactores
más rápidos y maniobrables del mundo en aquel momento.
El miércoles 12 de abril, mientras Kennedy le asegura a todo quisque que
los EEUU no intervendrán en un conflicto cubano, los brigadistas abordan
camiones y salen de Guatemala sin conocer los planes de invasión. Su jefe
militar es José Pérez San Román y su jefe político Manuel Artime Buesa. La
CIA le ha dado el nombre de Operación Pluto a la maniobra. Les aseguran a los
exiliados que con los dieciséis aparatos B26 puestos a su disposición pueden
destruir la fuerza aérea cubana. En realidad, la fuerza aérea de Cuba cuenta con
quince aparatos B-26, tres reactores de entrenamiento T-33, y seis Sea Furies.
308
Los brigadistas llegan a Puerto Cabezas, en Nicaragua, en aviones y trenes el
mismo día.
José Pérez San Román es graduado de la Escuela de Cadetes, ascendido a
Segundo Teniente de Infantería en 1953, a Primer Teniente y jefe de compañía
en el 1957, a Oficial de Planeamiento en 1957, a Capitán en 1958, y a Teniente
Coronel de la División de Infantería. Es un militar de carrera. Ahora, está a
cargo de seis batallones de doscientos hombres que habrán de luchar contra
docenas de miles de soldados, policías y milicianos. Muy pronto, habrá de
probar su valía en una situación sumamente adversa. En el temple, y hasta en el
tipo —hombre espigado de ojos verdes—, Pepe San Román se daba cierto
parecido con mi bisabuelo Pancho.
El jueves 13 de abril, mientras los expedicionarios abordan los seis barcos
de transporte fletados por la CIA, se le informa a Miró Cardona, el presidente
de Cuba en el exilio, que el gobierno provisional no habrá de ser reconocido
por los EEUU hasta hallarse “completamente establecido”, y que, en ningún
momento, éste habrá de tener respaldo militar norteamericano. El hijo de Miró
Cardona forma parte de la Brigada de Asalto 2506. Los habrán de acompañar
en el mar dos motonaves artilladas. El día estaba fresco y el mar tranquilo.
Llevan ametralladoras Thompson, M3, carabinas M1, fusiles Garand y
ametralladoras calibre treinta. No vieron por ninguna parte tanques, aviones de
apoyo ni cañones.
El viernes 14 de abril, se hacen a la mar. Navegaban hacia Cuba suponiendo
garantizada la línea de abastecimientos por mar y aire. Entendían que la
clandestinidad estaba preparada y lista a levantarse. Algunos creían que ni la
CIA ni la Virgen de la Caridad del Cobre los abandonarían. ¡Así es la fe!
El sábado 15 de abril, durante la madrugada, se realiza el bombardeo
inefectivo e incompleto de las bases aéreas de Cuba, autorizándose solamente
el uso de ocho aviones B-26 de los dieciséis que tienen. La fuerza aérea del
Caballo queda casi intacta y su maquinaria política alertada. La policía detiene
a todas las personas remotamente sospechosas de ser contrarias al gobierno —
unas cien mil más de las que ya tiene presas el Caballo. Cae preso Sorí Marín,
el ex-abogado, ex-comandante de la Sierra Maestra y ex-ministro deAgricultura,
cuya Reforma Agraria le había resultado desagradable al comunismo. Radio
Swan empieza a transmitir buenas noticias: anuncia que las fuerzas aéreas han
sido destruidas por los invasores, que los pilotos del gobierno se han sublevado
y hasta que Che Guevara ha sido purgado por Castro durante una discusión. Se
dicen muchas mentiras de ambas partes, de Guatemala y de los EEUU. Algunos
brigadistas andan retrasados porque las lanchas de desembarco no son adecuadas
y los dientes-de-perro muchos. No hay plan alterno. La CIA promete no
abandonarlos jamás.
309
El domingo 16 de abril, Radio Swan informa del alzamiento de cubanos
por todas partes. Es mentira. En un discurso pronunciado sobre la marcha, el
Caballo reconoce ser socialista para alegrar a los tibios dentro de su gobierno.
Kennedy autoriza la expedición, pero sigue renuente a que ningún
norteamericano participe en el conflicto.
El lunes 17 de abril, hace otra madrugada fresca. Los seis barcos de los
expedicionarios han echado ancla a mil ochocientos metros de la costa. Los
hombres rana han señalado los puntos de desembarco. Los arrecifes de coral
retrasan o destruyen varias lanchas de desembarco. El batallón blindado de la
Brigada desembarca en Playa Girón. Los brigadistas toman Playa Larga. Sobre
las tres de la madrugada, el Caballo es informado por los obreros de la entresaca
y los fabricantes de leña carbonizada de que los invasores han desembarcado
en la Ciénaga de Zapata, concretamente en Girón, donde sólo hay tres carreteras
de acceso.
La Brigada de Asalto 2506 cumple con su misión. Toma y sostiene una
cabeza de playa de seiscientas millas cuadradas y la mantiene durante tres días
en situación adversa. Luchan contra sesenta mil soldados y milicianos, una
veintena de tanques Stalin y artillería de 120 milímetros. Pero una vez establecido
el territorio, no aparece el Gobierno Cubano en el Exilio. No se instituye un
Gobierno Cubano en Armas con reconocimiento internacional. Los
representantes José Miró Cardona, Tony Varona y Antonio Maceo, cuyos hijos
han desembarcado y luchan, son apresados por los norteamericanos y
confinados.
Al amanecer, los reactores T-33 derriban fácilmente a los B-26 desartillados
en la cola de los invasores, cuya base está en Nicaragua. Además de los dos jets
de prácticas, atacan a los barcos y a las lanchas de desembarco dos Sea Furies
y un B-26. El B-26 es derribado. Uno de los barcos de la expedición, cargado
de petróleo y municiones, es hundido de un bombazo. Los soldados se echan al
agua: unos son ametrallados en el mar, otros se ahogan o son devorados vivos
por los tiburones, y aun otros llegan a nado a la playa en calzoncillos. Un
segundo barco vuela alcanzado por otra bomba. Las otras naves, incluyendo
las dos barcazas artilladas, se alejan de la costa. Los reactores norteamericanos,
muy superiores a los T-33, jamás despegan del Essex para dar la cobertura
aérea determinante a los invasores. Kennedy ha abandonado a los brigadistas a
su suerte. Así y todo, los pilotos expedicionarios derriban un Sea Fury y los
artilleros a otro B-26 del gobierno.
Algunos milicianos se les unen a los invasores. El Caballo se ha trasladado
al Central Australia, desde donde lanza nerviosamente oleadas de milicianos,
policías y soldados contra los expedicionarios. Desconoce que Kennedy ha
sacrificado a la Brigada 2506 porque semejante comportamiento no es de
esperarse de ningún presidente norteamericano. Se le inflinge mucho daño a
310
los cuerpos del gobierno. Hay gran mortandad entre ellos y mayor cantidad de
prisioneros que de invasores.
El martes 18 y el miércoles 19 de abril, se combate entre el fango,
guareciéndose tras los mangles. Mientras los hombres invocan a Dios tiroteando
a sus contrarios, la CIA continua dirigiendo su mal planeada operación desde
alta mar. No hay aún apoyo aéreo del más moderno y potente arsenal del mundo
y se lucha contra una superioridad numérica aplastante. Apremian a Kennedy
para que lance un ataque aéreo desde el portaviones Essex y se ponga fuera de
combate a los T-33. Según los expedicionarios, los reactores norteamericanos
que sobrevolaron el campo de batalla no hicieron nada más que pasearse;
también unos B-54 norteamericanos lanzaron suministros que cayeron al mar
o en la espesura. Luego se corrió la voz de que Kennedy había autorizado a seis
reactores del Essex, sin ningún distintivo, a que sobrevolaran la Bahía de
Cochinos para cubrir un ataque de los B-26 llegados de Nicaragua y para
posibilitar el desembarco de suministros; también se dijo que, debido al cambio
de hora, los reactores no habían despegado: los B-26 habían llegado una hora
antes y habían sido derribados.
Los paracaidistas de la Brigada se enfrentan a dos-mil hombres del gobierno
y los mantienen a raya, enviando a muchos al gran dormitorio del mundo.
Finalmente, los tanques Stalin los hacen retroceder. La Brigada ha agotado los
tiros de sus morteros. Veinte mil hombres con artillería y tanques los rodean.
Comienza a imponerse la fuerza del número. A las cuatro de la tarde del 19 de
abril, los brigadistas destruyen su equipo pesado y se dispersan.
El jueves 20 de abril —aniversario del nacimiento de Adolfo Hitler—,
nadie sabe qué creer debido a las mentiras emitidas por todas partes. La CIA y
los brigadistas saben que todo ha terminado. Kennedy tiene el buen gusto de
responsabilizarse por el fracaso después de haberse valido, sin la menor
cortapisa, de la autoridad presidencial. ¿Quién le habrá metido en la cabeza la
idea de poder hacerse invisible entre los vinculados a los acontecimientos?
Pepe San Román les da a sus hombres la opción de partir y salvarse. Muchos
descartan las cintas de balas vacías y se internan en los pantanos a la buena de
Dios. Algún afortunado logra escapar por entre los milicianos y asilarse en una
embajada de La Habana.
El viernes 21 de abril, los expedicionarios andan dispersos por la ciénaga.
La CIA sigue mintiendo por Radio Swan. Asegura que, después de batirse
heroicamente, —lo que es cierto— las fuerzas invasoras se dirigían a las
montañas del Escambray. Kennedy había creído fácil llegar a las montañas
desde la costa y se preguntaba por qué los brigadistas no lo lograban. Al
Pentágono no le gustó la ingerencia del Presidente, ¡y mucho menos el fracaso!
El país se arrastrará detrás de una gran fama mancillada por la gansada de un
311
hombre. Más adelante, los asesores de Kennedy hablarán de que ya había cabezas
atómicas rusas en Cuba... ¡Qué hermosa maraña!
El sábado 22 y domingo 23 de abril, Radio Swan anuncia que los invasores,
asistidos por la población, han tomado la ciudad de Matanzas. Se empiezan a
ver imágenes de prisioneros en trajes de camuflaje, a los que llaman
‘mercenarios’ por televisión.
El viernes 24 de abril, se toman prisioneros a casi todos los invasores en
las miasmas de la ciénaga. Pocos logran escapar. Muchos han bebido el agua
de los pantanos, se han alimentado de raíces, cangrejos y culebras crudos, y
están enfermos. La Brigada 2506 ha perdido ochenta hombres en la lucha y
cuarenta durante el desembarco. Otros diez habrán de morir sofocados en la
rastra de un camión cerrado rumbo a La Habana en revancha por los mil
seiscientos muertos del gobierno. Ya nadie escucha a Radio Swan.
El Caballo había llegado donde los prisioneros con ánimo de amedrentarlos
antes de la función inolvidable que planeaba televisar. “Al invadir la isla a las
órdenes de una potencia extranjera —les advirtió—, han cometiendo un delito
de alta traición, condenado en todos los países con la pena capital.” Le había
preguntado a un paracaidista cómo era posible que, siendo negro, hubiese
participado en una invasión junto con aquellos ricos y aristócratas, en contra de
la Revolución que le había devuelto las playas al pueblo. El negro le contestó
que no se había lanzado en paracaídas sobre Cuba para bañarse en la playa de
los blancos.
Se instalaron cámaras en la Ciudad Deportiva de La Habana, donde los
prisioneros tenían que defecar en los pasillos y se pasaron doce días, hasta el
29 de abril, sin ducharse. Algunos rehenes fueron interrogados y juzgados en
público. Me quedé levantado hasta tarde dos noches seguidas para presenciar
el insólito espectáculo de tediosas repeticiones.
Un sacerdote español, claramente acobardado, se pasó un buen rato
repitiendo haber ido a velar por las almas ‘de los muchachos’ y que no deseaba
causarle menoscabo la Revolución. Un viejo de setenta años, autoproclamado
veterano de la guerra del Pacífico, donde decía haber matado a setenta japoneses,
dijo un par de veces: “Yo quiero que me afusilen.” Cuando le tocó su turno, un
brigadista declaró cándidamente: “Los norteamericanos nos embarcaron.”
El caso de Ramón Calviño Inzúa, quien estaba herido en un brazo, resultó
interesante. El hombre se mostró extremadamente tranquilo mientras otros
declaraban en contra suya porque sabía que, de todas maneras, lo fusilarían.
Calviño se había pasado del grupo de los del Caballo a los del mulato durante
la guerra civil. Le achacaban incontables muertes y abusos: primero apareció
ante las cámaras un mulato de voz fina y lo acusó de haberlo castrado; luego le
tocó el turno a una mujer que dijo haber sido violada por Calviño en varias
ocasiones —a juzgar por el tipo de la hembra, de ser cierta la acusación, Calviño
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le habría hecho un gran beneficio.
Calviño sonreía. Fue fusilado junto
con otros ‘esbirros’ tomados
prisioneros.
La discusión de Felipe Rivero
Díaz, el hombre de la tercera
posición —no-alineación con
ninguna de las dos potencias—, con
sus captores levantó la moral de los
brigadistas. Les indicó claramente
a los inquisidores: “Como mis
compañeros, vine aquí a combatir
por lo que creo justo: por lo tanto,
la idea de la muerte no me asusta.”
El cautiverio de los hombres de
la Brigada de Asalto 2506 continuó hasta diciembre del 1962. Al cabo de un
año y medio de su captura, fueron canjeados por 62 millones de dólares en
tractores y suministro médicos.
El 29 de marzo del ’62, el día que salí de Cuba, juzgaban a los 1214
invasores y a los marineros de los barcos que los habían transportado. Pepe
San Román ordenó que nadie declarase en la farsa de juicio que les hacían. Los
brigadistas fueron condenados a pagar una indemnización en efectivo de acuerdo
con su rango y condición social. El jefe militar, su ayudante y el jefe político,
500,00 dólares; el resto, cantidades entre 10,000 y 25,000 dólares. De no pagarse
el rescate, los condenados cumplirían treinta años de trabajos forzados.
Algún brigadista rico fue rescatado por su familia con dinero. La mayoría
hubo de esperar el resultado de las negociaciones del gobierno cubano con los
norteamericanos. Entre el 23 y el 29 de diciembre de 1962, dos meses después
de la crisis de los cohetes soviéticos en Cuba, llegaron a Miami.
A los pocos días, Kennedy les dio la bienvenida a los brigadistas
supervivientes en compañía de su mujer —Marilyn Monroe dormía eternamente
por efecto de unas píldoras. En la opinión de Pepe San Román —quien se
suicidó más tarde en las secuelas de la ingratitud y hundido en la apatía—,
Kennedy procedió con el desembarco de Girón “para salir de la Brigada y de su
responsabilidad política”. A los pocos meses, Kennedy fue asesinado.
***
313
*
Desde mayo hasta agosto, mi vida fue terriblemente monótona, Nenita.
Me viste pasar los días paseando en la bicicleta por Santa Clara. Andaba sin
rumbo fijo. Durante mis viajes de destilación, discurría sin palabras bajo el sol:
buscaba una luz propia. Las mismas exaltaciones que me inducían al desatino
me daban el envión en busca del entendimiento.
El domingo, refocilábamos temprano —tú sabes que no hay alma sin
cuerpo. Luego me iba a charlar con mis amistades a la Iglesia del Buen Viaje.
El sacerdote celebrante solía predicar la imitación de Jesucristo, lo que yo
juzgaba suicida dadas las circunstancias del país. Los católicos habían tenido
que abandonar el Antiguo Testamento judío por culpa de la perversión y la
moral caprichosa del Dios talmúdico: Jehová era un genocida cruel. No obstante, aún la Iglesia cristiana nos presentaba a un Dios tiránico y feroz.
Durante los primeros años escolares,
había gravado pesadamente sobre mí la
mano de Dios. Ahora, tenía liquidado
prácticamente el miedo al Infierno —
aunque las secuelas de haber creído en el
Diablo no quedaron completamente
desvanecidas hasta mis 23 años. El
Infierno había sido superado siglos atrás
por hombres mucho más aguzados que yo.
Pero ya se gestaba en mí una nueva
personalidad moral. Jamás compartía mis
reflexiones sobre Dios con mis amigos por
no vulnerar su fidelidad a la Santa Madre
Iglesia en momentos tan difíciles como los
que estábamos pasando. Rezaba a coro con
los que necesitaban la religión para ser
justos, así dudara de la utilidad de la
oración.
Por aquel entonces, se me ofreció la intuición de que el Cielo no es un
paraje sino alegría y paz. ¡Buen sueño fue aquél!
Por las mañanas, mientras me preparabas el desayuno, abría la persiana de
la ventana de mi cuarto para que entrara el sol. Los rayos luminosos se
refraccionaban en la lámpara de vidrio de mi cómoda, cambiando de dirección,
y pintaban el arco iris en la pared y las puertas del armario empotrado en la
pared. Me quedaba sentado en la cama unos minutos, temiendo pensar cómo
iba a emplear el día, hasta que los colores del arco iris se borraban de la pared.
No quería abrumarme holgazaneando. Había descubierto l’ennui. C’était
dégoûtant. Debí de haber sembrado hortalizas en el patio.
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Algunas veces, pedaleaba hasta el colegio de los Hermanos Maristas, donde
había asistido del primero hasta el cuarto grado. Dejaba la bicicleta en la acera
y me sentaba discretamente en las gradas de la Iglesia del Buen Viaje, al cruzar
la calle; desde allá, contemplaba en silencio la casa de los hermanos —ellos
andaban por las sendas intransitables de lo que no es cognoscible. Empezaba a
suponerme atrapado entre dos eternidades, intuyendo que el alma es un parásito
del cuerpo. Sentía un chocante vacío cuando hallaba el edificio cerrado y mudo.
Adentro, estaban los hermanos desgranando cuentas de rosarios. Entre aquellas
paredes amigas, había adquirido el hábito de pensar. He oído acerbas críticas
de los hermanos como promotores del oscurantismo y promulgadores de
milagros espurios. Pero quienes escupen sus propias ofuscaciones no me pueden
enseñar a diferenciar el veneno del emético. Es un asunto muy personal, ¿sabes?
Otras veces iba al sur, hasta el final de la Doble-Vía, por la fábrica de la
Coca-Cola. En los pequeños bares de las calles deterioradas, observaba a las
prostitutas interpelar a los parroquianos, proponiéndoles el quid pro quo —en
diez segundos de palique no se expone mucha sustancia. ¡Tan sólo Eva no
pudo ser adúltera ni puta, Nenita! Luego volvía a casa sudado y me daba una
ducha.
El sibaritismo estaba bien esparcido por Santa Clara porque fue una ciudad
relativamente afluente. Desde los años treinta, cuando tío Taurino había sido
policía, hubo escándalos; él mismo prendió a varios maricones que arrastraban
velos de novia, casándose secretamente en una madriguera urbana. A las
prostitutas las solían dejar en paz salvo caso de gran aquelarre.
En una ocasión, cuando bajé de mi bicicleta a beber un refresco, una mulata
de cuerpo y cara agradables entabló conversación conmigo. Me dijo que era
casada y que cobraba cinco pesos. ¡Pensé en la vaina de tela recomendada por
Fallopio en 1564 para prevenir la infección venérea! Verdaderamente, temí
que aquella mujer estuviese enferma. Por tanto, le respondí que no tenía dinero
y le di las gracias por su gentileza antes de seguir mi camino.
La gente, socorrida por un clima benigno, un gobierno totalitario y una
raigambre santera, se seguía inclinando al mal. En la sociedad naciente, el logrero
había mudado la piel y buscaba prebendas. El trapacero se unía a la Revolución
rastreando la vida fácil. El Caballo, aupado por una multitud supersticiosa y
tosca, hablaba seis horas por televisión para probar que la realidad se puede
producir con un discurso. Marchaban de allá quienes sabían el país marchito
por la falta de luces de su gente.
Algunas mañanas, cuando el sol ascendía entre las ramas del pino, iba a la
plaza en autobús por encargo de mi madre. Desde que el gobierno se había
convertido en el casero de la plaza, se desatendía aún más la limpieza de los
pasillos. Los expendios de enseres, dependientes de las importaciones
norteamericanas, estaban desapareciendo. Se empezaron a notar las sisas y
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desviaciones de víveres para proveer a un incipiente mercado negro. Sin el
afán adquisitivo y el empuje comercial, toda la sociedad aminoraba la marcha.
Las laboriosas aspiraciones humanas se habían declarado en huelga —y no
volvieron emplearse más.A juzgar por la inopia de aquella plaza, parecía utópico
poder hallar mayor felicidad para más personas con teorías económicas.
Si no hallaba alguna persona conocida con quien intercambiar palabras,
terminaba pronto mi comisión y partía. Jamás me detenía a conversar con los
colindantes del barrio que se habían integrado a la Revolución: ninguno de
ellos podía perdonarme mi origen “burgués” y todos se sentían obligados a
dignificarme con su hostilidad.
Aquella sociedad prometía volverse más indigestible todavía. Nadie puede
ser libre cuando le obligan a ser igual a todos los demás. Por eso se impacientaron
los pies de quienes valoraban su casta.
Encontré varias veces comprando en la plaza a mi vecino, El Cuico, un
muchacho de grandes orejas y nariz. Su familia lo enviaba porque era el único
en su morada angloparlante que hablaba el Castellano sin acento. Los otros no
querían llamar la atención.
— Joaquín —me dijo un día—: estos estancos cada vez tienen menos para
despachar. Dice mi padre que sin libertad no hay rendimiento.
— El mío opina que los guajiros negocian sus cosechas con quienes las
pagan mejor. Hay que ir al campo.
— Antes, los guajiros se quejaban del capitalismo y ahora no le quieren
trabajar al socialismo.
— Evidentemente.
— Pero, a la larga, el gobierno se va a hacer con todo.
— Entonces, beberán heces todos, como me dijo el pupilero del colegio
—expulsé cáusticamente. Al menos no morirá más nadie de indigestión. Y El
Caballo llegará a ser rey, aunque lo sea de muertos-de-hambre. Ha propuesto
venderles los brigadistas a los Estados Unidos... y, si pudiera, les vendería a los
negros también.
Algunas tardes, jugaba a las cartas en casa del Cuico. Allá me enseñaron
un juego de viejas llamado ‘canasta’ en el que se maneja un número enorme de
barajas. Lo olvidé. Una de las hermanas del Cuico era excepcionalmente bella:
alta, espigada, con lindas piernas y cara, de tez muy blanca y pelo muy negro.
Su feminidad despertaba mi alquitarada efervescencia. Por desgracia, fue la
primera en partir para los Estados Unidos.
*
Por las noches, me reunía con los integrantes de nuestro grupo a matar el
tiempo conversando. No se trataba de una pereza bohemia —esa la aprendí
luego—, sino de emplearnos en intercambiar noticias. Hacíamos planes para
jugar a la pelota alguna tarde o quemar alteas con las muchachas alguna noche.
316
Por esos días, le proporcioné la paliza de desagravio a Valentín por haberme
pegado cuando estaba en la primaria. Suscité la pelea por aburrimiento. Valentín
no era realmente de nuestro grupo porque a las muchachas más mojigatas les
desagradaban las incorrecciones que empleaba en el hablar y su forma zafia de
embestir. Nadie me reprochó haberle pegado. Al poco tiempo, durante un juego
de baloncesto, Rogelín lo vulneró con otro vapuleo que le enfrió mucho el
valor. ¡Pobre Valentín! Murió en Miami cincuenta años después de un aneurisma.
Cuando se supo afectado, gravitó hacia la Iglesia Católica junto con otros
antiguos Maristas, ya viejos.
Los sábados, bailábamos en casa de alguna muchacha. Unas cargaban de
dijes las pulseras y se colgaban del cuello collares que les caían bonitamente
entre los senos. Otras tenían desproporcionadamente abultado el nalgatorio.
Ya no podía ocultar mi indiferencia a causa de los pies —¡y lo demás!— de
Lucy, ¡que era tan niña! Algunas veces soñaba despierto con fregotearla en
carnes dentro de la bañadera. Poly, su prima, se había marchado a Noruega.
*
No volví a ver a los dos contrarrevolucionarios que me habían dado las
pegatinas y las capicúas. En el momento de la invasión, muchos sospechosos
habían sido presos y algunos de ellos fusilados. Se proclamaron castigos severos
contra los autores, cómplices y encubridores de sabotajes, inventándose nuevas
figuras delictivas por analogía. Ya en Cuba nadie iba a ser juzgado de acuerdo
a leyes específicas —el legado de Roma estaba difunto. Por suerte, los dos
tipos no sabían de mí más que el nombre. Cada vez que pasé frente al Club
Venecia lo hallé cerrado y oscuro. No tenía ni una baqueta de hierro redoblado
con qué pinchar un neumático. A medida que crecía el número de los conocidos
míos que abandonaban el país, me sentía más desterrado entre aquella gente.
Las esperanzas de deshacernos del Caballo y su camarilla quedaron
atolladas y postergadas después de Girón. Los norteamericanos, que habían
roto relaciones diplomáticas con Cuba desde enero, habían ‘embarcado’ a los
cubanos anticomunistas en abril. Seguía resultado incomprensible que la gran
potencia hubiera dejado en la estacada a sus aliados y celebrara el éxito de su
enemigo —aunque luego entendimos que fue el primer signo decadente de una
sociedad que se corrompía por la injerencia de fuerzas forasteras.
El dios del Antiguo Testamento y el del Gobierno Revolucionario eran de
la misma raza matona. Como en el Paraíso, en el comunismo se castigaba a los
primeros habitantes por buscar la verdad y el conocimiento. A sus descendientes
se les aplastó por tener la desgracia de haber nacido allí. La antigua noblesse de
race de mi bisabuelo, el único cuerpo capaz de contener el desenfreno selvático
del pueblo, se había deshecho en dudas.
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La televisión y la radio le rendían culto a la personalidad del Caballo.
Luchaban por procurarle sentido a un fárrago de ficciones. Se ocupaban con
gran interés de unas desconocidas hazañas del Jefe de Estado en la Sierra
Maestra. Inventaron unas luchas épicas de mal gusto que, con talento y poesía,
hubieran rivalizado con las de Homero. Hacían reír. Y los medios repetían las
mismas alcahueterías trilladas día tras día para aleccionar a los descreídos.
¡Cuba aburría!
A partir del 15 de abril de 1961, el gobierno había clausurado todas las
escuelas secundarias. Los colegios que no habían sido expropiados cerraron
sus puertas por falta de alumnos y de recursos. Los educandos se tendrían que
transformar en propagandistas del Estado y salir a convertir analfabetos por
toda Cuba. Agrupados en las llamadas ‘brigadas de alfabetizadores’ los alumnos
fueron trasladados a la playa de Varadero para recibir instrucciones de
adoctrinamiento. Naturalmente, la clase media se negó a permitirles a sus hijas
revolcarse con la crápula en las barracas de los alfabetizadores o en el campo
con los campesinos, ni a sus hijos unirse al esfuerzo propagandista. Se aceleró
el éxodo de Cuba.
La educación había sido desvirtuada en Cuba. La razón y el sentido común
quedaron muy desprestigiados. Se había abolido el antiguo bachillerato de cinco
años para instituir cursos fáciles de propaganda. Los niveles universitarios fueron
reducidos drásticamente también para acomodar a los menos capaces. Los vicios
de la Revolución fueron pocos —aunque muy grandes— y las virtudes fueron
menos: se efectuaron mayormente necedades.
A pesar de la decadencia intelectual, es justo mencionar el esfuerzo que se
hizo entonces en Cuba por rehabilitar a las prostitutas. Fue encomiable. Treinta
años después, el gobierno animaba a las cubanas a volverse putas para ganar
divisas. Dichas profesionales, sobre todo en La Habana, habían sido
terriblemente afectadas por la fuga de los dólares del Tío Sam. Se les buscó
otras ocupaciones que desempeñaron con desgano, tales como choferes de taxis
y maestras. No creo que nadie haya hecho un estudio serio sobre los beneficios
de la prostitución, ya sea en el capitalismo o el comunismo, pero ambos sistemas
políticos han reconocido tácitamente las ventajas de la práctica. En los Estados
Unidos, por ejemplo, el refinamiento de la prostitución se eleva al matrimonio,
el divorcio y la consiguiente indemnización.
Se procedió a crear un cuerpo de Pioneros para recibir a los niños en el
seno de la Revolución e instruirlos convenientemente. Los hombres y mujeres
que no querían ingresar en la milicia empezaron a encontrar serias dificultades
en la vida profesional. Se aseguraba que el cuerpo de milicias era voluntario,
pero en realidad se trataba de una leva: había que integrarse a la Revolución,
aunque fuera con reservas mentales. Había que renunciar al sentido común
para abrazar la Revolución. La única razón digna de oírse era la del Caballo y
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el mejor tema era el de las donosuras del comunismo. Cuba se transformó en
una gran nidada de seres embrollados y fieras con rostros humanos.
Alguien dijo que, cuando el mundo sea ateo —lo que parece imposible—
cesarán las disputas teológicas. Yo creo que, cuando el ser humano aprenda a
pensar —lo que considero quimérico—, cesarán los absolutismos.
El 1 de mayo, día de los trabajadores, El Caballo declaró a Cuba un Estado
Socialista. Indicó que las elecciones no eran necesarias ni las habría. Reveló
que, como él siempre había simpatizado con el socialismo, toda la gente de
Cuba integraría el primer país comunista del Nuevo Mundo. Al decir suyo, la
Revolución era la expresión directa de la voluntad del pueblo y, a su modo de
ver, en Cuba había elecciones diariamente. Inmediatamente, abrogó la
Constitución del 1940 —que ya estaba hecha añicos. También anunció la
nacionalización de las escuelas privadas, o sea, la expropiación de los edificios
y terrenos de las iglesias y la suspensión de los programas religiosos. Sin saberlo,
se echó sobre sus hombros la responsabilidad de alejar al vulgo de la barbarie
ancestral —labor que había desempeñado la iglesia cristiana durante siglos.
Todos los sacerdotes extranjeros que fueran maestros serían expulsados del
país. El 5 de mayo, todos los colegios privados fueron incautados. En junio, se
promulgó la Ley de la Nacionalización de la Enseñanza, justificando la
confiscación.
Los seguidores del Caballo durante la beligerancia por el poder ya no
figuraban en los medios ni en el gobierno. Los comunistas, que hasta entonces
habían manejado los hilos del poder desde el anonimato, se estaban alzando
con todos los cargos importantes en Cuba. De las disputas entre comunistas y
demócratas solamente quedaba el recuerdo de Huber Matos y otros levantiscos
soterrados finalmente en mazmorras. A quienes debatieron a favor del sufragio
los recordamos amortajados prematuramente —tontamente, digo, porque el
sufragio de la chusma es nocivo.
Ni el capitalismo ni el comunismo lograron jamás que los hombres se
desempeñaran con honradez. El hombre desenfrenado siempre precisó de la
policía. La población creció porque los ilusos son fecundos. Y los nuevos partos
no trajeron nada nuevo.
El 26 de julio, día conmemorativo de la Revolución, se pidió un Partido
Único de la Revolución Socialista. La centralización de la economía bajo la
férula de la política partidista destruyó en pocos meses el ímpetu del trabajo y
las normas de las costumbres. El primer cosmonauta que orbitó la tierra, Yuri
Gagarin, asistió a la manifestación —El Caballo creía tener la cabeza entre las
estrellas.
*
Un día de agosto, mi tío Pancho fue puesto en libertad medio muerto-dehambre. Jamás le dijeron por qué había estado preso. Había vivido casi un año
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a ras de suelo, contemplando las junturas de las piedras y añorando acariciar
una franja de sol en el adoquín frío. Toda la familia se regocijó. Toda la familia
optó por otra patria.
En esos días, El Caballo maldecía al Episcopado por no condenar lo que él
llamaba ‘crímenes del Imperialismo Yanqui contra Cuba’. Se produjeron
incidentes de violencia frente a las iglesias. La gentuza, azuzada contra los
templos, expresaba ‘su’ displicencia a las Pastorales de los obispos y reclamaba
una depuración del clero en Cuba. Frenética, la masa irracional pedía paredón
para los curas. Se aprovechó del estado de ánimo inducido en ‘el pueblo’ para
suspender todos los programas radiales católicos —aunque ya los habían
desjarretado meses atrás.
*
A finales de agosto, hicimos el último viaje a la playa de Varadero. Ya los
tractores armados de sierras verticales no cortaban las ramas de los árboles que
proyectaban sombra sobre la Carretera Central al oeste de Santa Clara. Eran
los vehículos altos, tales como camiones y autobuses, los que partían los gajos
verdes con el borde superior del fuselaje. Ambas vías de la carretera estaban
cubiertas de ramaje despachurrado por ruedas de vehículos.
La corta visita se extendió cinco días para que disfrutáramos del mar. Mi
padre le comunicó a su hermano, que no era muy dado a discurrir, que su tía
Carmen, siendo directora de un colegio de monjas en Texas, podía recibir y
alojar a Lody, a Mely y a Paulina hasta que los mayores lograran salir de Cuba.
Tío Rolando vivía con sus hijos en Varadero desde que le había pasado la
cuenta ‘por sus servicios’ a mi abuelo. Había comprado un Chevrolet Impala
negro del ‘59, alquilado un apartamento de dos habitaciones con balcón a dos
cuadras de la playa, y hasta adquirido avíos de pesca y un bote de remos. Trataba
a Dimitri de forma despótica y le pegaba brutalmente. Lody, que tenía entonces
dieciséis años y bonitos muslos, vivía encerrada en un medroso mutismo. La
vida de mis primos, que eran casi tan analfabetos como su padre, parecía jalonada
por abusos y maltratos. Tío Rolando tenía fama de bestia.
Dormíamos en un hotel de madera, bastante necesitado de refacción,
cercano al apartamento de tío Rolando. Pasábamos la mayor parte del tiempo
con mis primos y tres vecinas, que eran hermanas; una de ellas, Ana María,
nadaba bien y se metía conmigo donde el agua nos tapaba. Ana María era bonita:
sus pechos eran firmes y eran largas sus piernas. Me gustaba nadar detrás de
ella, observando el tijereteo de sus muslos en el agua cristalina, tocándola alguna
vez en la rodilla, en la espalda o acariciándole la suave cabellera azabache para
mostrarle una estrella de mar o un erizo tomados del fondo arenoso. La playa
de Varadero estuvo clara y azulada todos los días de nuestra visita. Nos
pasábamos las horas conversando, sin cháchara, con las hermanas mientras
paseábamos por las calles aledañas al mar en los anocheceres.
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Paulina también estaba contenta en el ambiente playero y con las nuevas
amistades. Hasta entonces, había estado semi-guardada en un convento en espera
de la nubilidad. Todas las tardes, sacaba su nécessaire para maquillarse y
disfrutaba sus salidas como un perro que sale a orinar al final del día. Las
preferencias alimenticias de Wifredo Júnior, que no comía pescado, verduras,
pollo, ensaladas, frutas, frijoles ni picadillo, les causaban continuas
complicaciones a mis padres.
Un día de aquellos, salimos en el bote de remos tío Rolando, Dimitri,
Wifredo Júnior y yo. Después de mucho remar en un mar verde claro y de casi
perder de vista la costa, no pescamos más que una roja quemazón. Tío Rolando
alardeó mentirosamente de haber visto un pez grande en el fondo, a diez metros
de profundidad. Quedé decepcionado de la habilidad pesquera de mi tío y mi
primo. Al día siguiente, Dimitri me llevó a un canal donde tío Rolando decía
haber atrapado muchos camarones en el pasado. Echamos el anzuelo al agua,
entre las piedras, y se me enganchó una morena de color amarillento que tuve
que dejar ir con el gancho trabado en la boca porque se asió con la cola a un
canto. Dimitri me aseguró que en aquel preciso lugar había atrapado muchos
peces. Después de una hora de aburrimiento, quise irme a buscar a las
muchachas.
En un edificio de tres plantas, ubicado frente al balcón del apartamento,
estaban alojados algunos brigadistas alfabetizadores, llamados ‘becados’ por
el gobierno. Eran unos tipos bulliciosos por las tardes. Por suerte, cuando
salíamos a pasear por las noches, ya se habían acostado a dormir. Como aquello
apestaba a comunismo, no hicimos ningún contacto con ellos en la playa.
Una tarde, subí a la habitación del hotel a buscar mi careta de buceo para
salir a nadar con Ana María. Al llegar a la puerta, sentí la voz de mi madre. Le
hablaba descuidadamente a mi padre. Me quedé junto a la puerta con el oído
aguzado por la curiosidad. Mi madre tenía por costumbre hablar de la gente
que acababa de visitar.
— Eso me parece muy raro —señaló mi madre. Él le escoge a Lody la
ropa interior, las batas de casa y los bobitos de dormir. Si no lo conociera,
pensaría que se había vuelto “pájaro” después de viejo.
— No sé —concretó mi padre con voz apenas perceptible.
— Tú eres médico: debes haberte dado cuenta de que tu hermano es un
enfermo mental. ¿O ya se te olvidó cuando te negabas a hacerles abortos a las
guajiras que te llevaba a la consulta? ¿Y las tundas de golpes que le daba a la
madre de los muchachos?
— El siempre fue así... A los diez años se negó a volver al colegio.
— ¿Te parece bien que duerma en el mismo cuarto con su hija de dieciséis
años?
— ¡No, no!
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— No sería el primero en tu familia...
— Bueno, vieja, vamos a dejar eso —exigió mi padre, herido y molesto.
— Allá tú entonces.
— Dios quiera que...
En aquel momento, no comprendí el significado profundo de la
conversación de mis padres. Pasaron más de ocho años antes que los hijos
huyesen del lado de tío Rolando. El macabro secreto del incesto, sin embargo,
no lo supe hasta cuarenta años más tarde, cuando Lody se lo confesó a Paulina
y ésta última me lo reveló. La infamia del estupro mostraba los marbetes del
proceder de tío Rolando. ¡Un crimen impune fue aquél, Nenita!
*
De la playa de Varadero, seguimos hasta La Habana. En septiembre, se
casó mi prima Tania, la del cabello dorado al tinte. Casi todos los hermanos y
hermanas de tía Ofelia asistieron a la boda. No fue convocado Reynaldo,
relegado al anonimato genético en Meneses por falta de reconocimiento de
abuelo Segundo. No pudo presentarse tío Pancho porque se estaba reponiendo
en su casa de Santiejpírito del maltrato y las torturas de la prisión. Acudieron
algunos primos carnales de tía Ofelia: El Colorao y una tal María que yo no
conocía. También aparecieron elegantemente vestidos los nativos de Meneses
residentes en La Habana, como Roberto el chino maricón. Según corrió la voz,
los hermanos de Carlos, el marido de tía Ofelia, no fueron invitados por
borrachos y escandalosos.
Mi prima Tania era bonita de cara y muslos —la preferida de abuelo
Segundo. Le gustaba hablar desde la extensión telefónica de la habitación de
sus padres, sentada sobre la cama sin ropa interior, con las piernas entrecruzadas
debajo de la falda y los muslos a la vista. Como las pizarras telefónicas eran
lentas antes de imponerse el transistor, yo llamaba a casa de tía Ofelia desde la
misma casa, utilizando el marcador de pulsos de la sala; colgaba el receptor y
esperaba, recostado a la pared del pasillo, a que sonara el timbre. Creyendo que
la llamaba el novio, Tania se apresuraba al dormitorio de sus padres y se abría
de piernas sobre la cama para contestar. Se veía claramente que no era rubia.
Tania se había enamorado de un tipo de piel canela. Lo había conocido en
la universidad, donde ambos estudiaban derecho. Él no se parecía a sus padres.
Supusimos que era adoptado en Méjico por no pensar mal de su madre.
A decir verdad, nuestra raza había incurrido en la devastación desde los
tiempos de mi bisabuelo Pancho, quien había engendrado una hija en el vientre
de una esclava. Una vez me llevaron a conocer a aquella tía-abuela: era negra,
se llamaba Regla y vivía en un barrio lejano de La Habana.
Sentado en el portal de la casa de tía Ofelia, en el Vedado, vi cómo dos
caza-reactores MIG-19 rusos sobrevolaban La Habana. Eran de los primeros
que estrenaba la Fuerza Aérea Revolucionaria. El Caballo había reconocido la
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eficacia de los aviones jet durante la invasión por Playa Girón. El día anterior,
durante la procesión en honor a la Virgen de la Caridad del Cobre, miles de
personas habían marchado con gritos de “¡Cuba sí, Rusia no!”, “¡Libertad!” y
“¡Viva Cristo Rey!”. La policía había matado a un individuo joven. El gobierno
había hecho cargar con la responsabilidad del muerto a los clérigos de la Iglesia
de la Caridad.
Tania y el novio se casaron en una iglesia cercana a la casa de tía Ofelia. A
lo largo de la nave del templo se extendió una alfombra roja, sobre la que Tania
anduvo al compás de la marcha nupcial, arrastrando la cola del vestido blanco.
Me mandaron a echarles arroz a los novios en el momento que salieron de la
iglesia. Esa noche, bebimos champaña y bailamos valses los primos contra las
primas. La velada me resultó aburrida porque María de los Ángeles me dejaba
abrazarla por puro cariño, sin enardecerse en absoluto. Abuelo Segundo bailó
mucho con Tania. Hasta mi padre, que era patoso, bailó con mi madre después
de beber vino tinto mezclado con sidra.
Tania y su marido se marcharon al mes siguiente para los Estados Unidos.
Ella dio a luz en Miami a los seis meses, mientras él trabajaba en una fábrica de
ventanas. Se vieron precisados a utilizar de cuna para su hijo la gaveta (cajón)
de un armario. ¡No es fácil la vida del refugiado sin dinero! Ambos terminaron
de maestros de Español entre los puertorriqueños de Chicago.
*
Al día siguiente de la boda, mis padres regresaron a Santa Clara con Paulina
y Wifredo Júnior. Mi padre tenía que volver al trabajo. Como no era bueno que
me vieran por el barrio sin asistir al colegio, porque estaba a punto de cumplir
los quince años —principio de la edad militar—, me dejaron quedarme en La
Habana durante un mes. Para nuestros vecinos villaclareños, mis catorce años
duraron año-y-medio. Antes de partir, mis padres me habían mandado de ronda
por todos los establecimientos del Vedado a comprar los artículos de aseo y
conservas que se agotarían muy pronto. Me había pasado tres días acarreando
cajas de talcos, perfumes, jabones de lavar ropa, latas de bonito y de sardinas,
jamones y mantequilla enlatados, y hasta butifarras. Se llevaron el maletero del
Chevrolet Bel Air repleto de trastos y mercancías.
Ya teníamos pasaportes para toda la familia y certificados de vacunación.
Se habían pedido las visas para los Estados Unios y esperábamos el turno de
sacar los billetes por la Pan American. Los de la agencia nos dijeron que en un
par de meses tendríamos todos los documentos en regla y podríamos hacer un
viaje rápido a La Habana para presentarlos ante las autoridades de emigración.
María de los Ángeles se hallaba en una situación análoga a la nuestra.
Mi abuelo estaba gestionando el gasto de la mayor cantidad de dinero
posible antes de que el gobierno le regulara la cuenta del banco. Adversamente,
lo que logró sacar del país por valija diplomática fue mínimo y todo terminó en
323
manos de tía Ofelia. Por las tardes, tía Gladys y Pablo pasaban en su Chevrolet
Bel Air ’55 a buscar a mis abuelos y los llevaban a los restaurantes más lujosos
de La Habana. Yo me enganchaba algunas veces porque Pablo prefería mi
conversación antes que las órdenes de mi abuelo, las idioteces de mi abuela y
la mismidad cariñosa de mi linda tía. Los domingos, se iban a las carreras de
caballos antes de la cena. “El potro más rápido de Meneses pierde contra éstos”
me aseguró Pablo camino a la casilla de las apuestas. “No lo dudo —le
respondí— pero, ¿sirven éstos para arrear vacas?”
Pablo era una persona sumamente agradable e inteligente, creyente en el
ácido nicotínico. Era divorciado y casado en segundas nupcias con mi tía. No
tenían hijos. La religión prohibía el divorcio. Mi tía Gladys era religiosa y fiel
al marido desconocido por la Iglesia. Creo que no hubiera sido adúltera más
que con el mismísimo Papa... o tal vez con algún Cardenal. Sus códigos morales eran muy altos. No debió de haber pagado la multa de tránsito que le
pusieron a Pablo en Miami después de muerto.
Tía Gladys y Pablo tenían un bonito apartamento, adornado de cortinajes
azules con alzapaños dorados. Vivían en el quinto piso de una edificación del
Vedado. Me quedé con ellos unos días. La alfarería del cuarto de baños formaba
pequeñas hornacinas en la pared donde colocaban el jabón, el champú y otras
cremas y pomadas cuyo uso desconocía. Les gustaban mucho las sales de baño,
los polvos aromáticos y los perfumes. Parecía inconcebible en aquel momento
que el lujoso inodoro color almendra que yo hallaba tan galán tuviese que ser
descargado a cubos de aguatero cuando el pueblo se hizo cargo de los acueductos.
Desde los ventanales de la sala, se veían estrecharse en el horizonte las avenidas
habaneras y los techos de las casas; más allá, se avistaba la línea circular del
mar.
Soñé con una vivienda semejante donde llevar a mis futuras mujeres. Hasta
tú hubieses ido, ¿verdad? Pero la Revolución imposibilitó dicha felicidad.
Mis tíos celebraban ágapes más que comidas en su apartamento. Servían
los camarones en copas de cristal ornamentado con dibujos y utilizaban pequeños
tridentes de plata para llevarlos a la boca. Tomaban porciones muy pequeñas
de platos variados. Siempre hacían la sobremesa. Pablo era un hombre de
conversación culta y agradable, animada por la llama de la razón. No discutía
jamás. Era un escéptico analítico, nada teológico, que hablaba del alma como
un brote inmaterial que plasma algunas acciones del cuerpo. Fue la primera
persona a quien le oí decir, antes de leer a Aristóteles, que la democracia se
suele extraviar en el caos y apremiar a la dictadura. A su modo de ver, las
matanzas mundiales no afectan al mundo físico porque, como la cantidad de
energía y de masa es constante, todos los sistemas se equilibran. Parecía creer
en una inteligencia que maneja al universo.
324
Como hacía poco tiempo que me había vacunado, Pablo me habló de la
viruela que mata y desfigura. Cuando abordaba temas relacionados a su
profesión, se desbordaba de entusiasmo. Me dijo que el nombre mismo de
vacuna viene de la palabra latina vacca. La vacuna antivariólica había sido
descubierta por un médico inglés llamado Jenner, reproduciendo el experimento
de un granjero llamado Jesty. Jenner había observado que las ordeñadoras no
contraían la enfermedad. Dedujo que tal cosa se debía al contacto con el pus de
las ubres de vacas infectadas. Finalmente, inoculó a varias personas con el
suero procedente de vacas contagiadas del cowpox y dio el resultado esperado.
Realmente, el procedimiento de la ‘vacunación’ era antiquísimo y se había
utilizado en China.
Tía Gladys llegaba a su casa del laboratorio donde trabajaba antes que
Pablo. Le gustaba irse directamente a la ducha y refrescarse. Al rato, salía
enfundada en una fina bata-de-casa de seda rosada, estampada con motivos
orientales en negro, y se fumaba un cigarrillo norteamericano marca Chesterfield. Antes de recostarse en la butaca de extensión con todos los miembros
colgando y adormecerse, me daba un abrazo y un beso y me decía, al borde del
llanto: “Joaquín: ¡cuánto hubiera deseado tener un hijo!” Su alma era tierna,
Nenita, como la tuya.
A los pocos minutos, tía Gladys se quedaba adormecida en la silla. El
mal-asido lazo del cinturón de seda se le abría al menor movimiento y la trama
de la bata caía al piso deslizada: quedaban al descubierto los senos distinguidos
con pezones castaños y el pubis rosáceo abierto por efecto de la separación de
las piernas. Admiraba su desnudez y me marchaba silenciosamente para no
despertarla. Era todo lo contrario de la historia de José y la mujer de Putifar.
Imaginaba que si Pablo sentía las mismas corrientes seminales que yo,
seguramente se le echaría encima en cuanto llegara y se clavaría en ella junto a
la ventana que divisaba el mar a lo lejos. “No, ¡no! —me contradecía—: Pablo
debe de hacer el amor moderadamente, como come; seguramente la huele como
los perros, la rocía con perfumes y bálsamos y la penetra con gran delicadeza.”
¿Qué estoy diciendo, Nenita? Ellos dos eran felices.
Acompañé a mis tíos dos fines de semanas seguidos a su casa de recreo en
la Playa de Tarará. Ocupaban la pequeña vivienda tan a menudo como podían
porque, en cuanto el gobierno supiera que poseían otra residencia, tendrían que
separarse o perderla. Tarará tenía un supermarket tipo norteamericano bien
surtido.Antes de llegar al pueblecillo, la carretera engastada en una loma bajaba
empinadísima, obrando la delicia de los ciclistas.
La playa de Tarará no disponía de agua tan cristalina ni de arenas tan finas
como las de Varadero. El fondo se sumergía rápidamente, haciéndola peligrosa
para los niños. Tía Gladys y Pablo preferían quedarse tomando la brisa en el
portal de su casa. Junto a unas piedras, pese a todo, había un pedazo de playa lo
325
suficientemente bajo para que las mujeres entraran despacio y exhibieran sus
cuerpos. En aquel rincón de playa, durante la segunda visita, reconocí ostentando
sus lindos y amplios senos a flor de agua a una conocida anunciadora de
televisión llamada Blanquita. Llevaba un breve bikini cuyo sujetador no podía
cubrir enteramente los pezones. Era una mujer de rasgos finísimos, de mediana
estatura, una morena recubierta de la genuina piel caucásica que no ennegrece
al broncearse. Me sumergí con mi careta de buceo para apreciar bien la segunda
parte de su hermosura, la que estaba metida en el agua: tenía piernas derechas
de diosa y unos muslos carnudamente divinos que invitaban al tacto —¡no la
toqué!—; el bikini blanco transparentaba unas muy bonitas nalgas; al volverse,
sobresaltada tal vez por mi atrevimiento, la bella me mostró un umbrío triángulo
pudoroso del que asomaban provocativamente unos primorosos pendejillos.
Su acompañante me quiso patear, pero no pudo porque con las patas-de-rana
me desplazaba raudamente en el agua. ¡Qué tipo más salvaje!
*
El ánimo fiestero de la familia perduró después de la boda de Tania. Otro
de mis primos, Herby, uno de los tres hijos de tía Coralia, que era arquitecto,
tenía novia y proyectaba casarse muy pronto. Estaba tan enamorado que hasta
para comer le tenía que pasar el brazo sobre los hombros a su amada —ella le
fue más infiel de lo normalmente esperado. Cuando su hermano menor, Pablito,
hacía burla de su apasionamiento posesivo, Herby se enfadaba y lo rociaba con
palabras desagradables. Tía Coralia vivía con su marido, que era ingeniero
civil, y sus dos hijos menores en la casa contigua a la de tía Asela, que colindaba
a su vez con la de tía Ofelia. En casa de tía Coralia se hablaba muy poco. Ella
se pasaba el día pintando y los dos hijos menores tocando el piano. Herby, el
hijo mayor, trabajaba diseñando viviendas por Camagüey.
Estábamos dispuestos a bebernos las últimas copas antes que aquello se
derrumbara. Por las noches, los primos íbamos hasta un bar en el corazón de
La Habana llamado El Torito (o algo así), donde nos bebíamos un trago dulzón
preparado con no sé qué licor, servido con hielo y unas hierbas. Una noche,
Dimitri, Mayuco y yo fuimos con tío Rolando a un club oscuro del Vedado e
invitamos a beber y a bailar estrechamente a las coautoras del placer. ¡Aquellas
mujeres sí bailaban apretado el bolero y el slow!
Le hablé con la mayor naturalidad posible a una cuarentona rolliza de la
raza blanca. Me quejé de que en La Habana no se pudiesen ver titilar las estrellas
en el cielo como en Meneses. Ella me aseguró que desde la ventana de su casa
se observaban mucho mejor. La ramera se pegaba bien cuando bailaba. Mis
primos continuaban sentados en la barra bebiendo cerveza con el mujerío,
tratándolas a todas de ‘señorita’. Quizás creyeran posible la desfloración de las
mujeres de la vida alegre. Por momentos, me miraban de soslayo midiendo mi
desvergüenza. Me sorprendí de que tío Rolando, que se las daba de tenorio —
326
¡y hasta de conocedor de la partenogénesis!—, se mostrara apocado y cobarde
entre las putas.
— ¿Cómo te llamas? —me preguntó la mujer en la pista, sin mirarme a la
cara.
— Joaquín.
— Oye, Joaquín: traes un tolete escondido en el pantalón.
— Es la atracción de los cuerpos que varía inversamente al cuadrado de la
distancia.
— ¿Cómo?
— Que el tolete es tendencioso.
— Tengo una malanguita en mi cuarto. ¿Quieres verla?
— Mi mamá no me deja ir a tu cuarto. Pero debes sacar la mata del
dormitorio por las noches.
— ¿Por qué?
— Porque de día, cuando les da luz a las hojas, la clorofila las hace exhalar
oxígeno; pero, en la oscuridad de la noche, despide anhídrido carbónico y te
envenena.
— ¡Ah, carajo! ¿Será por eso que algunas veces me duele la cabeza por la
mañana?
— Posiblemente —mentí: era alcohólica.
— ¿Dónde has aprendido eso del veneno?
— En un libro de Historia Natural.
— ¿Y ese —indagó mirando hacia donde estaba tío Rolando— es tu papá?
— No; es un tío guajiro.
— ¿Quieres venir a mi casa?
— Sí; pero no puedo.
— Mira que te va a gustar.
— No lo dudo.
La velada duró menos de una hora. Terminé entregándole cinco pesos a mi
amiga por el frote sorprendentemente productivo que le imprimió a mi inquieto
bálano con sus dedos —¡por encima del calzoncillo!— en la penumbra de la
pista de baile. ¡Con qué destreza me zafó los botones de la portañuela! Mis
primos se quedaron boquiabiertos. Habían estado esperando que aquella ‘señora’
me soltara un bofetón por mi ‘frescura’ y no fue así. Les dije que, de vez en
cuando, había que prestarle una mano a la Naturaleza. Fruncieron el ceño.
Sufrían de envidia porque su yo público era poco resuelto. Mi tío me reprochó
ser tan ‘atrevido’. Me pareció que eran idiotas, pero no les dije nada.
Salí del club con un tachón húmedo a la derecha de la portañuela. Me
dieron a entender que debía avergonzarme por mi comportamiento. No fue así.
Por el contrario, mi yo íntimo se sintió sumamente orgulloso de sí mismo.
Andaba por la calle tranquilo y aliviado. ¡Qué incivil!
327
Yo
*
Entre tanto, el gobierno cumplió la amenaza de deportar a los clérigos
extranjeros. En su afán de incautación, requisó parroquias y casas de religiosas
con el beneplácito de una chusma encubierta en la anonimia. Unos trescientos
religiosos y sacerdotes fueron expatriados al norte de España en el vapor
Covadonga. En las fotos publicadas, reconocí al hermano Joaquín, el organista
de los Hermanos Maristas de Cienfuegos. Pero no fueron solamente españoles,
canadienses y franceses los expulsados aquel día. El gobierno desterró a más
de treinta cubanos, entre ellos, al obispo Boza-Masvidal y al futuro obispo de
Miami, Agustín Román.
No molestaron a las Hermanas de la Caridad, que curaban a los leprosos,
porque le temían al contagio. Julita, la compañera de colegio de mi hermana,
iba ingresar muy pronto en la orden.
Mis antiguos maestros habían sido declarados enemigos y expulsados de
Cuba por la Revolución. Concluí que estarían mejor en otra parte, alejados de
la morralla comunizada y maniática. Marat había mandado a matar a Lavoisier
porque la Revolución no necesitaba sabios. Recordaba al hermano Julio pesando
y midiendo o poniendo en contacto dos metales distintos para cargarlos
eléctricamente. Recordaba las botellas llenas de líquido, revestidas con láminas
de estaño, que el hermano cargaba con un conductor conectado a un generador
de manivela. ¡Qué buena carga cogía! ¡Yo le habría metido gustoso por un oído
al Caballo un bramante energizado con mil voltios! Recordaba al hermano
calentando compuestos en una retorta y recogiendo hidrógeno en un frasco.
Yo le hubiera hecho aspirar al Caballo el gas explosivo y le hubiera metido
una cerilla prendida en la nariz. ¡Qué bello espectáculo! En fin, le habría obligado
a fumar un tabaco de nitrato... Y lo hubiera hecho por amor al prójimo.
Hacía muchos meses que no estimulaba el intelecto con la lectura. En
Tarará, había empezado a leer un
libro de Pablo titulado Tigrero.
Trataba de dos tipos en Brasil que
cazaban jaguares ensartándolos con
lanzas cuando les saltaban encima.
Me pareció tonto y mentiroso, una
pérdida de papel y tinta, y lo dejé
por la mitad. Apartado de la
estructura docente, me sentía
desorientado y no estudiaba ni leía
nada serio. Hasta perdí la cuenta de
lo mucho que ignoraba.
Pasé la última semana de mi
estancia en La Habana en casa de
Campo de refugiados.
328
tío Taurino. Sus hijos estaban trabajando en bancos de Nueva York y él preparaba
su pasaporte y el de Olga para marchar. Me fue a buscar en su Chevrolet porque,
según barrunté, tenía muchos deseos de saludar a tía Asela. Los tres hijos de tía
Asela acababan de partir para los Estados Unidos y se hallaban en campos de
refugiados de La Florida.
Mi tío Taurino no tenía muchas ganas de hablar. Se le notaba en sus ojos
cansados y tristes que extrañaba a sus hijos. El negocio del garrote se le había
desfondado, registrando algunas pérdidas. Para no verse precisados a devolverle
el principal ni los intereses, algunos clientes lo amenazaron con delatarlo por
‘garrotero’ —unos de los vicios del capitalismo de acuerdo con la Revolución.
Mi tío materno tuvo que soportar el chantaje. De contra, el gobierno le había
quitado la propiedad de una de sus casas de alquiler. Solamente la pequeña
finca en las afueras de La Habana lo mantenía entretenido.
Me pasé la semana yendo al cine y conversando en la escalera de la casa de
apartamentos con Eugenia, la hija de Sixto el vecino. Mi meta era el coito...
pero ya había tenido que conformarme con mucho menos. Eugenia tenía bonitas
piernas, cara de medialuna y senos planos. A pesar de sus dieciocho años, era
una muchacha simple, hija única, que no deducía mis intenciones cuando le
tocaba las rodillas blancas o le acariciaba la espalda ligeramente gorda y gibosa.
Eugenia me hablaba de un futuro en el que se casaría y tendría hijos. Así
fue. Años después, cuando ya toda Cuba se había vuelto agua en mi mente, vi
las fotos. Yo prefería platicarle de animálculos y de que el fin de todo organismo
es ser comido. Una noche la invité al cine y me tuve que llevar a su madre
rechoncha de chaperona. Eugenia se concentró de tal manera en el drama de la
película que no notó que estábamos pegaditos.
*
Me quedé toda la semana esperando por Armando Nieves. Por las tardes,
deseaba que apareciera en el vano de la puerta el hombre encanecido, vestido
todo de blanco. Sus conferencias en el balcón me educaban. Debí de haberle
preguntado a Armando su opinión sobre la inteligencia humana; yo me inclinaba
a pensar que ésta cayó en la tierra de alguna estrella y se cobijó en los seres más
aptos a desarrollarla. Armando narraba la Historia como si la estuviera viviendo.
Una lucidez penetrante relumbraba en sus ojos cuando hablaba de una rada del
Mar del Norte de la que zarpaba un submarino germano cargado de valientes.
Su capacidad para retener los nombres y las fechas asociados a los grandes
eventos me había asombrado. Un hombre como Armando Nieves, tironeado
por los altos ideales, no podía ser amigo de los asesinos del pensamiento que
nos avasallaban. Había que ser bien burro para creer en El Caballo y en los
demás animales de aquella granja.
329
Olguita, la sirvienta y amante de mi tío, me había dicho que Claudia, la
mujer de Armando, parecía abúlica, se sentía cansada y no quería salir de casa.
Eran los primeros síntomas del cáncer. Un año y medio más tarde, cuando me
enteré que Armando se había suicidado, pensé que el mundo perdía uno de los
mejores. Una vez muerta su amiga, su único compañero era su corazón, que
estaba destrozado y lo indujo a marcharse.
Armando Nieves no dejó escrita ni una resma de sus memorias cuando
trascendió el élan de la vida. Tras él no quedó más que el mundo y no duró más
que el tiempo. ¡Si se hubiera acordado de escribirme, Nenita!
Todo pasa y nada cambia, mi amiga. Además, las maquinaciones humanas
sobre Dios han sido los grandes azotes de la tierra.
330
*
Para el 1962, el ambiente social había cambiado radicalmente. Se hablaba
mucho y se cultivaba poco. Los deseos extravagantes del Caballo —¡cumbre
del entendimiento cubano!— se aceptaban como norma social.
Las mentes más exaltadas y ridículas del país luchaban contra la razón
por crear El Mito del Caballo. Sugerían que, antes de El Caballo, había solamente
oscuridad oculta en las tinieblas y aguas sin diferenciar en un vacío inmenso y
sin forma. Con su calor, el Máximo Líder había empollado la Revolución, que
era la razón primordial del existir cubano; con su sabiduría, había descubierto
las ramificaciones de todo lo que existe. ¡Schma Yisrael! ¡No esperéis más! Ha
sonado en todos los vientos de los siete cielos la trompeta que le anuncia al
mundo la venida del Mesías-Caballo. ¡Qué mito más cojonudo!
Siempre he dudado de los prohombres, Nenita. ¡Ah, la bestia dotada de
voz! Si aquel charlatán-en-jefe era el rayo de luz en la oscuridad, el alma grande
que despierta de la época embrionaria, el gran impulso y la energía de una
civilización, había que alejarse del purgatorio.
Nenita, la insensatez no nace, ni muere, ni cesa de existir: es eterna. El
inmutable Caballo volverá a nacer de la mentira porque su mente y sus deseos
están fuertemente trabados al mundo; cuando termine, habrá de volver a
comenzar; cuando se le gaste un cuerpo, pasará a otro nuevo. Y su boca habrá
de volver a exhalar la perturbadora tormenta que inunda la vega fértil de la
razón y convierte las creencias más peregrinas en conocimiento y en dogma.
Sus seguidores siempre habrán estado entre nosotros.
El Caballo mentía, sesteaba y soñaba de nuevo. A sus más íntimos
colaboradores les descubrió el secreto: “¡El comunismo es una mierda!” Un
pueblo de carácter dúctil y timorato le dio pábulo a sus chifladuras, creyéndolo
capaz de ver cosas ausentes. Se le asestó el golpe final al seso estableciendo la
imposible igualdad entre los hombres. Los más burros convirtieron la opinión
de los más esclarecidos en herejía.
El Mito del Caballo acataba las papandujas con bullicios de satisfacción.
¿Recuerdas, mi amiga, cómo estaba preñado de ripio el escaso entendimiento
del populacho? Cuando se grita, no se oye ni se razona. Y, como era de esperarse,
los ecos de los alaridos doctrinarios abrumaron a los lúcidos y avocaron a los
mequetrefes a sostener gansadas.
*
El Che Guevara —¡que Alá esté satisfecho del desgraciado!— carecía de
sentido común, ya fuese como Ministro de Industria o en cualquier otro empleo.
Fue una tromba caprichosa del destino. Desde muy joven, cuando vivía en
Argentina, su desarrollo mental había quedado entorpecido por motivos
inexplorados. Debajo de su cabellera faltaba mucho ingenio. No sé qué casta
tuvo, pero la que fuera degeneró en él.
331
Cuando quiso poner sus facultades al servicio del bien, el Che convirtió su
torpeza en debacle nacional. Se desempeñaba mal. Compraba equipos industriales en el extranjero con dinero que no había ganado para emplearlos en
proyectos irrealizables que no habían sido planeados. Importaba materias primas
sin saber cómo se podrían utilizar. En verdad, su mente era inaccesible a la
técnica o a sus métodos; era incapaz de entender un proyecto simple.
Como la Revolución había nombrado al Che “héroe”, a nadie le era
permitido ver su incapacidad pertinaz. Ante el fracaso de su empresa, proclamó
estrafalariamente que las revoluciones no se hacen con talento sino “con mucho
amor” —pifia que lo santificó entre quienes aplauden su propio escarnio.
El país se estaba quedando sin divisas. Se esfumaron de Cuba los zocos
donde se chalaneaba, cediéndole el lugar a la carestía. El mercado
norteamericano estaba cerrado a los productos cubanos. Las mercancías
estadounidenses habían dejado de llegar a Cuba. Quedó demostrado que los
ideólogos no sirven para crear el bienestar de nadie. El pueblo se hundía en la
miseria y el mestizaje. Algunos entregaron el fantasma empinando bebedizos
de alcohol industrial, pero nadie agonizó por amor al trabajo.
Ernesto Guevara fue un gran orador de la miseria: “¡Nadie ha muerto por
falta de aseo!” estimuló a los suyos. Lo creyeron un genio. Cuando les explicó
que tendrían que pasar muchas necesidades, lo ovacionaron. Lo ponderaron
bajo la hoz sutilmente fulgente de la luna porque dejó de fluir la electricidad. Y
se alimentaron con sus propias loas en deliquios de desnutrición porque el
hambre no recibe bien la dilación en el comer.
Fue una suerte que mataran al Che en las madrigueras selváticas de Bolivia, porque estaba encaprichado en seguir metiendo la pata en otros países.
De no haberlo estorbado la muerte, ¿cuántas estupideces más no hubiese
cometido? ¿cuántas normas profilácticas no hubiese subvertido? Unos dicen
que metieron sus restos en un panteón de Santa Clara; otros aseguran que están
enterrados en dicho mausoleo unos huesos de cerdo. Quizás ambas opiniones
sean correctas.
*
Escaseaban los productos básicos. Casi todas las vacas cubanas habían
abandonado la envoltura carnal, los matarifes estaban ociosos y las carnicerías
permanecían cerradas muchos días de la semana. Cuando se difundía la voz de
“Hoy hay carne”, la gente hacía colas largas frente a las puertas de las carnicerías;
para que se desbandaran, bastaba decirles: “Se acabó”.
En vez de enviarme a la plaza, mi padre me llevaba al interior (el campo)
a que le ayudara a llevar carne frita, conservada en manteca de cerdo, y
longanizas. El ganado que ramoneaba en los terrenos sin intervenir por el Estado
hallaba el camino del mercado negro. Mientras los guajiros estuvieron dispuestos
a admitir el dinero de papel, no tuvimos dificultades para alimentarnos.
332
Yo
Cuando nos lanzábamos al campo y comprábamos un lechón, lo
compartíamos solamente con la familia y los amigos contrarrevolucionarios.
Los revolucionarios decían que comprar en el mercado negro era birlarle los
alimentos al pueblo. Sin contactos entre los cautelosos campesinos, los
comunistas de corazón comían dogma marxista. Atronados, desazonados y
acodiciados, se volvían más odiosos cada día. No obstante, tenían gran fe en el
esperado momento de la miseria colectiva nacional que se acercaba a pasos
agigantados.
*
El gobierno prohibió la emigración de los médicos porque se consideraba
dueño de las personas también.
De mi barrio villaclareño, se
habían marchado dos doctores
con sus familias. Mi padre
decidió quedarse y mandarnos
por delante.
Por aquellas fechas, se
suponía aún que se podría
producir la caída de El Caballo.
¡No le plugo a Dios! Desde el
mes de octubre, esperábamos
ansiosamente la visa. A los
menores de edad, nos la
conseguía Monseñor Walsh
desde Miami para que nos
recibiera el Catholic Welfare. A
mis padres se la pedí yo desde los
Estados Unidos por medio de Walsh también. Mi padre se escapó en una lancha
al año-y-medio y no necesitó el visado.
Asistí al entierro de Walsh en el cementerio católico de Miami una tarde,
cuarenta años después. Walsh era un buen hombre. A cien pasos de su tumba,
está la de mi madre. No sé si se habrán conocido después.
*
El 2 de diciembre de 1961, el intemperante Caballo explicó con mucha
fanfarria que siempre había sido marxista-leninista y que lo sería hasta el día
de su muerte. Era difícil saber cuándo había empezado el ‘siempre’ —tal vez
dos años atrás— y resultaba aún más enigmático adivinar cuándo se moriría
—¡sin duda, excesivamente tarde! Estábamos acostumbrados a las mentiras
del Caballo. ¡Ah, la burra parlanchina de Mahoma! La chusma, sin embargo,
adoraba al de la barba: creía que él, venero de virtudes, podía transfigurar su
destino y hasta hacerla feliz en su vida personal —como Clavelito. El vulgo
333
suponía a El Caballo, en su celeste beatitud, conocedor de los secretos del buen
gobierno y dueño de arcanos de santería: corrió siempre el rumor que tenía
impuestos collares de Changó, Yemayá y Ochún. ¡Una masa con fe es temible,
Nenita! El Caballo encarnaba el ideal del bocón que no le temía a la alzada del
gringo. Hasta cuando la edad lo había vuelto decrépito, le escuchaban sus
sandeces; lo suponían habilitado para dictar un bando contra los norteamericanos
y causarles grandes penas. Nadie fue capaz de aunar tanta estupidez como El
Caballo.
El corazón de la chusma hace un santo del mismo que les roba las limosnas
a los pobres con soflamas. En Cuba, muchos habían supuesto a Clavelito capaz
de alumbrar a los ciegos, desatar a los tullidos, devolverles la audición a los
sordos, el habla a los mudos y la soltura a los cojos... y tal vez, en un día bueno,
hasta resucitar a un muerto. Y fueron muchos más los que creyeron que El
Caballo pactaría con la suerte en beneficio de todos. Les encendían la fe aquellos
largos y aburridos discursos. Les parecía que el mismísimo Dios le dictaba al
barbudo los improperios que pronunciaba. Y aplaudían contra sí mismos, ebrios
de dislates.
Muchos vecinos nuestros estaban saliendo sin sus bártulos. Cuando alguien
emigraba, el gobierno mandaba a sellar las puertas de su casa y lo obligaba a
entregar el automóvil y la cuenta del banco. Los que nos íbamos a marchar,
aceleramos el consumo, aumentamos los gastos, enterramos joyas y monedas y
tratamos de enviar fuera del país cualquier pequeñez con tal de arrebatársela al
gobierno. El retintín de las monedas de plata había cesado por completo. El
dinero-papel cada día valía menos. Ya la gente no se molestaba en reclamar
nada porque protestar era como llorar delante de un ciego.
*
A mediados de diciembre, los encargados del corretaje nos informaron
que Wifredo Júnior y yo teníamos todos los documentos para partir: pasaporte,
vacunas, visa y billete de ida —sin contar con la fe de bautismo, que me sirvió
para casarme religiosamente en Europa, y la inscripción de nacimiento. Viajamos
discretamente a La Habana a ‘presentar los papeles’ en la Oficina de Emigración
del gobierno. Aprovechamos el tránsito para llevarles carne y manteca de cerdo
a los parientes de La Habana que no la hallaban ya en ninguna carnicería.
El día veinte de diciembre, El Colorao nos llevó a María de los Ángeles, a
Wifredo Júnior y a mí a presentar los papeles. Quería que viajáramos todos
juntos. Tía Emelina le recomendó encarecidamente a mi madre que no nos
enviara en el mismo vuelo a Wifredo Júnior y a mí porque así, si se caía el
avión, le quedaría al menos un hijo. Se enfadó mucho porque no valoraron su
consejo. Mi padre prefirió abstenerse de ir a la oficina del gobierno por evitar
las preguntas descorteses de los burócratas —trabajaba, desde hacía varios
meses, en un hospital estatal. La parte que nos tocaba tramitar fue rápida. Una
334
vez inscritos para partir, el telegrama de salida se podía esperar en unos noventa
días.
Creo que fui el exiliado cubano número doscientos mil —correspondiendo
al 3% de la población total del país en aquel momento. Así fue cómo, gracias a
las denuncias de los que partían, el mundo comenzó a tener aliento de los
desastrados sucesos en la Perla de las Antillas.
Terminada la gestión, estuvimos paseando por el Vedado, que presentaba
ya muchas señas de abatimiento comercial: las bodegas estaban cerradas en
pleno día y las tiendas de ropa tenían pingajos colgados en los escaparates; en
los bares escaseaban las refrescadas, pero en todos se podía escuchar a El Caballo
desbarrar por la radio. “¡Puah!” largaba El Colorao cada vez que nos asaltaban
las ondas sonoras en cualquier esquina. ¡Mierdero país aquél!
*
Por nostalgia tal vez, hablamos del caballo rubio de María de los Ángeles.
Recordamos algunas cabalgatas por los caminos aledaños a Meneses. Mi
intrépida curiosidad me había llevado al caserón del Colorao alguna mañana
para animar a cabalgar a mi prima segunda. Como yo era un muchacho sano,
me permitían acompañarla a pasear. El Colorao le echaba un dogal sobre la
cabeza a Amarillo y lo conducía a la caseta donde guardaba la montura y la
embocadura. Lo ensillaba despacio, pasándole la baticola por debajo del rabo
güero y ajustándole las cinchas contra el vientre. Luego lo llevaba por el ronzal
hasta la pendiente encajonada de la entrada para que montáramos fácilmente
desde la eminencia del patio.
335
María de los Ángeles llevaba la rienda del alazán y yo iba a la grupa.
Cuando subíamos, El Colorao me encargaba que cuidara a su hija. Yo me tomaba
la petición en serio; por eso, soltaba las manos del arzón y me sujetaba de la
cintura de la muchacha en cuanto nos perdíamos de vista. Jamás quiso ella que
nos apartáramos de los caminos donde cruzaban los carretones tirados por
caballos con anteojeras, los pastores de chivas y las mujeres en el porteo de los
fardos de ropa.
¡Qué desgracia para María de los Ángeles no haberse resuelto a tomar el
rumbo de los cuetos y los vericuetos conmigo! Aquellas arboledas linderas a
los campos donde los bueyes labraban a la puja. No comprendió mi prima que
el rejón del arado debe meterse en la tierra. ¡Cuánto no le hubiera aprovechado
tenderse relajada en la hierba alta mientras Amarillo humedecía sus belfos en
un arroyo cristalino! Hubiera vuelto a casa empecatada y alegre, con la sonrisa
desalterada en sus labios carnosos. No fue así. Y pasó el tiempo joven, y la
canicie albeó su cabellera. Me imagino cómo, durante una larga noche de
insomnio, cuando mayó un gato derramándose en su hembra, María de los
Ángeles se turbó pensando en las inexploradas delicias perdidas en el herbazal.
¡Quiá, esa vivió despistada!
El Colorao tenía patas-de-gallo blancas marcadas en las sienes encarnadas.
Se hallaba sumergido en múltiples reflexiones. No podía ocultar la tristeza que
le causaba separarse de María de los Ángeles. Se torturaba el corazón de padre
ante la perspectiva de no volverla a ver. Veinte años después, logró salir de
Cuba y reunirse con ella.
*
El 1962 comenzó muy mal para los cubanos. El empeoramiento de la
economía era exponencial. En el nuevo orden económico, las cooperativas del
gobierno no eran capaces de recoger y llevar a los centros de distribución las
frutas y las verduras de la isla. Jamás se había conocido semejante torpeza. Por
todas partes menguaban las despensas. Increíblemente, empezó a escasear el
arroz y el maíz. Quedó establecido que la cacareada diversificación de la
agricultura era una invitación al hambre. Se nombraban nuevos directores para
la Reforma Agraria y las dependencias del gobierno, pero aquello se seguía
hundiendo. La industrialización de Cuba fue una pesadilla: estaba mal
proyectada y ¡aquellos negros no eran japoneses!
La gente no hallaba en los comercios jabón para asearse ni para lavar la
ropa sucia. La Revolución empezaba a apestar. Afortunadamente, habíamos
acaparado más de cien kilogramos de limpiadores que ocultamos debajo de las
camas y en los armarios. No había materiales de construcción en las ferreterías
ni aspirinas en las farmacias. Se le habían terminado el tole y los festejos a casi
todo el mundo.
336
La idea de liberar al mundo había vuelto al gobierno de Cuba agresivo
para con sus vecinos. Los comunistas cubanos trataban de sublevar a los pueblos de la América Latrina con propaganda y recursos salidos de sus embajadas.
Como los gastos eran mayores de lo que el pobre estado cubano consentía, los
rusos les proporcionaban dineros. En el mundo de la propaganda, jamás la
Unión Soviética reveló sus verdaderas intenciones ni sus secretos apetitos de
conquista en el Tercer Mundo, donde las riquezas sin explotar parecían reclamar
un amo. A fin de cuentas, tanto incordiaron los cubanos que, a finales de enero
de 1962, Cuba fue expulsada de la Organización de Estados Americanos.
*
Desde que empezamos a contar los días hasta que nos llegó la salida, estuve
de fiesta. Los que nos íbamos, deseábamos dejar los bares de nuestras casas y
las alacenas vacíos. Nardo, el antiguo distribuidor de alimentos, había presentado
los papeles con toda su familia. Cuando no estaba jugando al ajedrez en el
portal de su casa, efectuaba agasajos para los amigos de su hijo. Casi todas las
semanas, teníamos celebración y baile en su casa. Servía grandes bandejas de
lonjas de jamón envolviendo conservas de frambuesas y también quesos. Antes de que el gobierno se incautara de la empresa, había trasladado los
congeladores y las cajas de embutidos y jamones importados al entresuelo de
su casa; tenía una hermosísima colección de bebidas alcohólicas. Deseaba
vaciarlo todo antes de ser requisado y acusado de acaparador.
Se estaban marchando del país unas tres-mil personas semanales. Los vuelos
a Miami de la Pan American se llevaban de Cuba a la clase media. Casi todos
los especialistas se estaban yendo. Corrientemente, cuando quienes se disponían
a abandonar el país se encontraban, se daba la siguiente conversación:
— ¿Cuántos días tienes?
— Sesenta-y-dos. ¿Y tú?
— Ochenta-y-seis.
— Entonces ya estás ready for fly (ready to fly).
Cuando a alguien le llegaba el aviso de salida, todo el barrio se enteraba en
cuestión de minutos. A principios de marzo, por ejemplo, corrió la noticia de la
salida de Panchitín.
— A Panchitín le llegó el telegrama.
— ¿Cuántos días tenía?
— Noventa-y-dos.
— ¿Cuándo sale?
— Mañana se va pa’ La Habana y pasao pa’ Rancho Boyeros.
Panchitín era un antiguo contador sesentón, gordinflón y tiñoso que había
mandado a su mujer por delante. Todas las noches, se iba a cenar a algún hotel
del centro de Santa Clara que tuviera comida para servir. Fue él quien chapurreó
el primer ready for fly en el vecindario.
337
Panchitín estaba enfermo de terror ante la previsión de tener que empezar
a luchar de nuevo, a su edad, en un país extraño. Anticipaba para sí largas
jornadas de pie, lavando platos en los hoteles de Miami Beach. Había recibido
la carta de un colega en Miami, quien regresaba por las noches a un pequeño
apartamento, consumido por la fatiga. Era el exilio-por-venir. Pero era peor
tener que vivir en Cuba.
*
En enero, a Paulina, que tenía dieciséis años, se le había ocurrido hacerse
novia de Luis, un muchacho de dieciocho años que iba por el barrio en una
motocicleta rusa. Luis se enamoró al punto de escaparse en un bote con mi
padre un año después para casarse en los Estados Unidos. Cuando llegó, después
de pasar vicisitudes y peligros, la llamó por teléfono a Texas con el primer
dinero que ganó. Ella le dio las gracias por la cortesía y le anunció que no se
quería casar con él.
A Luis se le pasó el disgusto. El tiempo lo cura todo. San Pedro negó a
Jesucristo tres veces. San Pablo martirizó incontables cristianos inocentes. Pero,
a la larga, todos fueron felices en el Cielo.
*
Por aquellos primeros meses del 1962, gastamos el disco de los quince
éxitos de Paul Anka. Llegaban caras nuevas del centro de Santa Clara a nuestro
barrio, atraídas por las fiestas animadas con el ron añejo de Nardo. Aquellas
‘pepillas’ eran mayormente sanas y aburridas. Por suerte, daban de sí mismas
la más hermosa muestra que podían.
Dada mi comezón, solía evitar a las muchachas recatadas, así tuviesen
facciones bien puestas por Dios. Conocí a una membrudita con cara de siria
que se quejaba de que yo apretaba mucho, pero jamás se negaba a bailar conmigo.
Yo la tocaba algunas veces con la punta del sexo endurecido, que llevaba
camuflado debajo de la chaqueta del traje azul claro; ella pretendía no saber de
qué se trataba. En un mullido sofá, con su pierna pegada a la mía, se entregaba
a cualquier conversación infantil, sin percatarse de las miradas lascivas que le
endilgaba. Jamás volvía a saber de ella. Me imagino que haya hecho el amor
sin saberlo muchas veces.
Entre las muchachas que aparecieron por el barrio, conocí a una gordita
llamada Milagros. Era moruna, ñata y la fealdad le defendía su virginidad.
Tenía los senos lo suficientemente grandes para tener que rozarlos continuamente
al bailar y las piernas lo suficientemente robustas en los tobillos para no poderse
afirmar que fuera mulata —me dio la impresión de ser una blanca africanizada.
A Milagros le gustaba ponerse un lazo ridículo en el pecho del vestido. Yo le
rascaba con el pecho y el antebrazo los pezones al bailotear, sin imaginarme
que se podía enamorar de mí —¡qué tontería!
338
Milagros solía visitar el barrio en compañía de una prima que estaba mucho
mejor que ella. Una noche, cuando pasaba junto al parque de La Pastora para
llegar a la parada de los ómnibus locales, sentí unos pasos apurados tras de mí.
Me sobresalté porque estaba pegando pasquines del Movimiento de
Recuperación Revolucionaria en las puertas de las casas, en las paradas de los
autobuses y en los bancos del parque. Al volverme, vi a un individuo de corta
estatura y hechuras de gimnasta. Llevaba en las facciones lechosas el semblante
de la indolencia y la mueca del espíritu descuidado. Parecía uno de esos tipos
que no creen en la decencia ni la urbanidad. Me abordó impávido, con un breve
asomo chusquero:
— Tú eres Joaquín, ¿no?
— Sí.
— ¿Conoces a Milagros?
— Sí.
— Yo soy el novio de su prima.
— ¡Ah!
— Tú le gustas a Milagros. Aprovecha, ¡no comas mierda!
— Okay —repliqué, dándole a entender al personaje que estaba en ello.
El tipo siguió su camino y yo me fui a subir al autobús. Jamás lo volví a
ver. No sé cómo me reconoció. Me imagino que Milagros o su prima me hayan
señalado en la noche, desapercibidas a mis ojos. Al sujeto lo habían mandado
de mensajero. “Bueno, —pensé en mi alma— tendré que ‘meterle mano’ a
Milagros.” Realmente, me gustaba mucho más su prima que era un pimpollo;
sin embargo, aquello era una cuestión de honor y tendría que zamparme a la
fea.
Milagros ni siquiera me tentaba. Quizás mi cita bárbara con ella estuviese
escrita en el libro del destino —es decir, estaba manuscrita en la intemperie,
sobre los folios del aire. Me había propuesto procurarme un solacillo. Pensé
que ella tendría apetitos como cualquier otra. Al día siguiente, le mandé a decir
por una de las muchachas del barrio que la esperaba a la salida del colegio.
¡Hubiese sido tan fácil ser virtuoso con Milagros! Me recordaba a una
vaca que había visto una vez en Meneses restallando la cola sobre el lomo. Sin
embargo, me encontré con ella en la esquina del antiguo Colegio de las
Teresianas. No sé por qué me puse un estrecho pulóver de franjas marrones y
verde-chillón que llamaba tanto la atención. Tal vez haya sido por desafiar la
curiosidad de la gente que me veía caminar junto a la gorda. Ella me miró con
ojos de carnero degollado. Le tomé la mano sin sentir compasión de mi juventud.
La invité a ir al cine el sábado por la tarde. Me dijo que sí, naturalmente, y me
preguntó si podía llevar a la prima de “chaperona”. Le dije que podía llevarla,
pero no de custodia. Se sonrió socarronamente porque no era tonta.
339
Tal vez sea necesario que recaigan incidentes desdichados sobre la gente
joven por su propio bien. ¡Así se aprende! Milagros, la prima y yo fuimos al
teatro Silva el sábado por la tarde. La prima me dijo que el sueño no había
visitado a Milagros la noche anterior. Tuve el buen juicio de no hacerle caso ni
perturbarme porque las mujeres mienten impúdicamente. No sé qué film vimos.
La prima tuvo la decencia de dejar una butaca de por medio y de ponerse a
mirar la película para no estorbar la intemperancia ajena.
En cuanto se apagaron las luces, ataqué a la embelesada con
moderada continencia. Nos pasamos diez minutos besándonos antes de que ella entendiera que la lengua no era sólo para hablar.
Estuve diez minutos más acariciándole los pezones por encima de
la ropa y mordiéndole el cuello y la oreja. Por fin me dejó meter la
mano dentro del ajustador. Tenía los pezones grandes y reactivos.
Me estaba doliendo el cuello de la torsión engorrosa que tenía que
hacer sobre ella. Cuando le cogí su mano y la puse sobre mi miembro
para descansar el cuello, se azaró y quedó sin saber qué hacer. ¡Era
inocente! Por fin, apoyé la frente en su cuello y le deslicé la mano
debajo de la falda, practicándole el lengüeteo de vez en vez para
mantenerla animada.
—
Abre las piernas y solázate —le prescribí.
—
¡Ay, no sé! —exclamó indefensamente.
—
Verás lo que te viene —le susurré al oído.
Enajenada por el paroxismo, Milagros consintió al ajetreo porque me había
cogido buen sabor. La trajiné impúdicamente entre los muslos repolludos. Una
vez desechada la turbación, rebosó de lascivia, estuvo fuera de juicio, se sintió
a pique de perder todo el pudor y se le fueron unos débiles ayes de satisfacción.
La juzgué algo desmandada antes de que terminara la función y la hice palparme
el bálano con la palma de la mano. Le gustó.
Cuado se prendieron las luces del cine, salimos a dar un paseo por el Parque
Vidal. Milagros estaba sonrojada y feliz, yo llevaba olor a pescado en los dedos
de la mano izquierda y muchos deseos sin gratificar, la prima estaba silenciosae hipócritamente escandalizada.
No supe más de Milagros. No sé cuándo se aplacaría en ella la fama de
aquel percance, pero yo lo quise olvidar inmediatamente. Espero que no le
hayan sobrevenido otras calamidades afectuosas ni haya hallado mi actitud
dura o cruel. A decir verdad, mi espíritu estaba muy poco pulido en cuestiones
amorosas. Pasaron muchos años antes de que yo descubriera esos amores que
destrozan el corazón, como el de Giulietta y Romeo en la historia de Luigi da
Porto.
340
Al día siguiente, con los ojos en ascuas, gocé copiosamente la cita dominical
contigo. Te acaricié el pubis y te miré con ojos afectuosos. Te estaba queriendo.
De haber seguido juntos, tú misma me hubieses pedido que te penetrara
profundamente, ¿no es cierto? Sabías muy bien que yo no ultrajo la flor, aunque
ésta haya nacido entre espinas. Estaba seguro de que te iba a extrañar, Nenita.
*
La colectivización del campo le causó gran merma a la cosecha de azúcar
de 1962. Las tiendas estaban desprovistas de víveres. Había dejado de visitarnos
el vendedor de pescados que nos invitaba a examinar la frescura y salud del
pez en las branquias. Ya la gente no podía atender a sus necesidades. El gobierno
seguía interviniendo panaderías, fábricas de textiles, zapatos y colchones,
destilerías y tierras. Se empezó a decir que la Unión Rusa Soviética Socialista
—que era sumamente pobre— le podría proporcionar a la isla de Cuba máquinas
cortadoras de caña, créditos, asistencia técnica y un mercado para su escasa
azúcar.
En febrero, se marcharon mis vecinos, los Morales. Al padre, un individuo
de orejas puntiagudas y mirada confusa, le habían causado gran pena las pérdidas
que tuvo y había enflaquecido al borde de la enfermedad. Morales, que había
sido viajante de medicina una vez, se había levantado de la pobreza de su
juventud realizando grandes esfuerzos en el mundo de los negocios. A los
cincuenta años de edad, le tocaba errar a la ventura por un país extraño donde
debía comenzar de nuevo.
A principios de marzo, hallé al Cuico por la calle Cuba. Me anunció que
abandonaban todo y se iban. A los pocos días, se marchó con toda su familia.
No volví a saber de él. Nos despedimos el mismo día que un automóvil arrolló
al hijo pequeño del Dr. Calderín, su vecino, en la Carretera Central. ¡Qué
deprimente fue aquella muerte! ¿Te acuerdas?
Por aquellos días marchó la familia Infante. El padre fue trasladado a Colombia por la compañía farmacéutica Lilly. El hijo fue negociante en Colombia
y luego en Miami.
El apego a los bienes obtenidos por medio del trabajo honrado de la gente
es cosa natural. Ninguno de los que partían hubiesen entendido la moraleja del
cuento hindú: “No te aflijas por lo que hayas perdido; no intentes poseer lo que
no puedes conseguir; no creas cosas imposibles”. Por eso no hay cubanos
hinduistas —aunque hay muchos que efectúan soliloquios en público.
*
Un día de mediados de marzo, se corrió la voz por el barrio de que habían
llevado una res sacrificada a la nave de un antiguo almacén del barrio, contiguo
a una broza, que había sido convertido en carnicería. De boca en boca, la onda
sonora había subido y bajado cuestas y se había regado por lo llano. Mi madre
me mandó a hacer la desagradable cola que duró un par de horas.
341
Según comentaba la voz popular, era mejor sufrir la cola que lanzarse a
cogerlo todo a la rebatiña. Aquél era el principio de la gloria en el paraíso
comunista que se había ganado la chusma. Con cielo despejado o a trueno
rompiente, erguidos o apoyados en báculos, haciendo fardel de cualquier trapo,
los ciudadanos de Cuba formaron largas colas durante medio siglo con el fin de
adquirir insuficientes víveres para alimentarse. Al principio, no se les veía muy
animosos en las colas porque les faltaba la práctica; a la postre, habrán tenido
que aprender a meditar en ellas para hacerse sabios —aunque es justo pensar
que soñaran con colgantes chorizos rezumando grasa y pimentón. Muchos
descubrieron, meditando. que el hambre es tan enemiga del estado comunista
como de la propiedad y que la peor administración de bienes es la de todos —
que no es de nadie.
No sé cuánto tiempo les habrá durado el resentimiento a los que tuvieron
que hacer tantas colas. Los que conocí estaban ahítos de enfilar desde los
primeros días. Decían tener que hacer las aburridas tertulias porque las ollas de
sus cocinas estaban vacías. Aquellos seres estrafalarios soñaron muchos años
con manducarse un pollo entero y, en su pesimismo, devoraron canes, mininos
y hasta auras tiñosas. ¡Caramba, qué caprichosas son las tragaderas de los
animales carniceros!
Nos alineamos en la calle, frente a la puerta metálica de corredera del
edificio, porque la maleza en torno a la nave estaba repleta de motas espinosas.
El cielo primaveral extendía una hermosa cúpula azul por encima de nuestras
cabelleras revueltas por los vientos. Oí a uno de los nuestros reprocharle algo
al Cielo.
No se hicieron esperar las protestas de los vehementes. A alguno le ganó la
cólera y se quejó del ‘sistema de distribución’ y hasta ofreció planes alternativos,
pero nadie se atrevió a criticar abiertamente los planes revolucionarios que los
iban a matar de hambre. ¡Pronto tendrían que hacer cola por una hogaza de
pan! Al rato, llovió la lasitud sobre todos ellos y descendió el tono de la
conversación.
Tuve la buena fortuna de encontrarme con Lucy, la de los lindos pies, en la
cola. La muchacha siempre se le ofrecía a mis ojos como la flor solitaria entre
el herbazal inculto. A sus trece años, Lucy destacaba sobre las demás hembras
del barrio por su talla elevada y sus piernas rectas y largas; sus cachetes eran
naturalmente encarnados, sus labios finos y su nariz recta; sobre la frente le
caía un cerquillo rubio del mismo color de las cejas. A mi juicio, su exquisitez
tenía autoridad sobre todos los hombres. Renuncié a mi turno al frente de la
fila por estar con la de la arrogante figura. Lucy, que era ya una joya encendida,
se alegró aún más en su belleza de que la acompañase porque no quería estar
sola entre aquella gente gruñona que sólo pensaba en comer.
342
Estuvimos hablando en voz baja largamente, allegando los hombros con
cierta delectación, ocultos de la mirada ojizarca de su padre. Decididamente,
Lucy me gustaba. Estaba prendado de sus gracias y me pude haber yugado con
ella. ¡Ay, Nenita, para mí, hay más samsara que nirvana! Estoy condenado a
reencarnar mil veces para vivir con mil mujeres —seguramente, alguna vez
contigo. Debo controlarme o jamás habré de salir de este ciclo de retornos.
¡Divino atolladero!
Repentinamente, bajó el retintín de las conversaciones en la cola a un mero
bisbiseo de sílabas. Algunos personajes desafectos al gobierno, que habían estado
pasando el tiempo entre dimes y diretes, se comenzaron a advertir unos a otros
en contra de alguien que andaba por allá. Lo busqué con la vista: era Juanito
Clement, el cornudo. Llegaba con un amigo suyo. Ambos vestían el traje de los
milicianos —a los que se les paga con promesas.
Juanito y su hermano, Luis, habían sido siempre individuos muy
acomplejados (psico-afectivos o psico-algo).Ambos les temían a las muchachas
del barrio. Su padre, antiguo vendedor de una ferretería de nombre Feito y
Cabezón, había sido nombrado interventor de la empresa donde había trabajado
porque decía ser comunista de la vieja guardia. Una vez integrados en la
Revolución, tanto el padre como la madre y ambos hijos habían asumido un
aire de importancia. Como te dije antes, todos se cansaron de quitar las pegatinas
contrarrevolucionarias que yo pegaba por el barrio.
— Y ese payaso ¿qué hace aquí? —indagó Lucy.
— Parece que quiere vigilar la cola —observé.
— Mejor que vaya a vigilar a su mujer: esa flaca le pega los tarros todos
los días.
— Juanito prefiere cerrar los ojos y callar las aventuras de Gualdrada. A
ella le dicen la malmaridada porque siempre anda buscando con quién acostarse.
— Entonces él es un “cabrón” —soltó Lucy, riendo.
— ¡Y con lo mala que está la flaca! Ahora se mete en casa de Cancio, el
vecino de enfrente, que tiene como cincuenta años.
— ¡Jo, jó! ¡Qué escándalo!
— Hace unos días, Gualdrada quiso conquistar a Cerralvo, que tiene catorce
años.
— ¿Cuál es Cerralvo?
— El muchacho rubio de cabeza puntiaguda que vive a la vuelta de la
esquina de la casa de los Clement.
— ¿Tendrá fuego uterino?
— Posiblemente. Aunque puede simplemente estar falta de hombre. A mí
no me trata ya porque me cree contrarrevolucionario.
— O sea, que tú...
— No, no; ¡qué va! —me defendí, riendo.
343
Juanito Clement y su compañero se habían situado cerca del mostrador,
por la parte donde debía llegar la gente a comprar la carne. Cuando me llegó el
turno, le pasé por el lado sin saludarlo porque no estaba habituado a gastar
ceremonias con la gentuza. El patato se incomodó de verme alumbrado por el
resplandor de la belleza de Lucy porque los comunistas son envidiosos.
Durante los diez minutos que demoramos en llegar al frente y ser
despachados, Juanito trinó, con la mayor ofuscación de sus discernimientos,
las virtudes de la Revolución: “Ahora no es como antes. No señor, ya aquello
se acabó. Con la Revolución, los niños bitongos tienen que hacer cola como
todo el mundo. Aquí todo el mundo es igual. Ya se acabó aquello de mandar a
las criadas a comprar la carne. Ahora todos van a tener que cortar caña porque
se acabaron las prebendas. Sí, ya hay igualdad: las hijas de los ricos se van a
tener que casar con los compañeros de color”. El otro miliciano lo secundaba
en cada aserto, riéndole las estupideces. Cuando Juanito terminó, se recostó al
muro a regodearse con la plétora de imbecilidades que había dicho.
No hallaba paciencia para sufrir a aquel homúnculo. Juanito había sido
cobarde antes de ser cornudo. Por un instante, sentí un deseo grande de reventarle
la cabeza contra el muro.
Lucy se mostró seria y digna. El susurro de su dulce voz apagó las llamas
de la tirria que me embravecía:
— Eso lo dice por ti: no le hagas caso. ¡Ignóralo!
— Tienes razón —convine al fin.
Algún día, quizás me encuentre de nuevo con Juanito Clement. Le recordaré
que su castigo ha sido haber vivido afligido por la existencia de quienes creía
felices. ¡Aleve fortuna la de quienes soportaron las cadenas de la miseria
revolucionaria!
La mujer de Juanito lo puso en solfa, siendo adúltera sin recato. Andaba
con rozagante facha las calles del barrio cuando iba y venía a casa de sus amantes.
¿Cómo se representaría Juanito a Gualdrada con sus vecinos entre las piernas?
En marzo, se inició el racionamiento de todos los alimentos. El gobierno
puso a dieta a todo el mundo. Se racionó la carne, el pescado, los huevos, la
leche, el arroz, los frijoles, la manteca, las malangas y las hortalizas. Se
anunciaron las cartillas de racionamiento, como en los países en guerra.
Afortunadamente, mi familia tenía contactos en el campo para no verse precisada
a la subalimentación durante los cinco meses que les quedaron a mi madre y a
mi hermana en Cuba y los once que le restaron a mi padre.
*
El 27 de marzo, a los noventa-y-seis días de haber ‘presentado los papeles’,
nos llegó el ‘telegrama de salida’. Se nos informaba de que saldríamos el 29 de
marzo del aeropuerto habanero de Racho Boyeros —conocido ya como
Aeropuerto Internacional José Martí.
344
El telegrama había llegado con la caída de la tarde. Lo leímos en el portal
de la casa, mientras los pájaros se recogían y se atenuaban los visos rojos y
amarillos en el horizonte. “¡Bueno, ya!” concretó mi madre, Dulce Manuela
Sánchez y Oquendo, aliviada, y se fueron todos a departir en la sala; al rato, les
oí farfullar una oración en corro. Me quedé solo en el portal, mirando la caída
de la noche sobre la loma del Capiro.
Aquella noche blanqueada al claro de luna, me fui a dar una última y triste
caminata por los alrededores del Parque Vidal. Recuerdo a Santa Clara hoy tal
como era entonces. Si la vuelvo a ver, tras medio siglo de deterioro, me resultará
desconocida.
Concluida la pesadilla, quisiera volverme a sentar en las gradas de la Iglesia
del Buen Viaje y contemplar el edificio de mi colegio de primaria. Si la edad
me lo permite, quisiera volver a montar en bicicleta por el barrio donde me
crié. Si tengo fuerzas, quisiera subir una vez más a la loma del Capiro y andar
por el Parque Vidal, la Doble-Vía y la Circunvalación. Si no, no importa...
El 28 de marzo, cuando se elevaban las claridades pálidas en el Oriente,
empacamos la ropa que se nos permitía sacar del país. Se había hablado de
llevar escondidos en el doble-forro de la maleta unos relojes de oro. No obstante, llegado el momento, se desistió de la idea por el riesgo de que nos
dejaran en Cuba y nos alcanzaran las garras del gobierno. Francamente, no
deseaba que me enviaran a un tremedal de Zapata a cazar cocodrilos o a marchar
a las órdenes de un idiota cargando un fusil al hombro. Recorrí con la vista mi
aposento por última vez. Supuestamente, íbamos a los Estados Unidos por
veintisiete días para quedarnos unos seis meses hasta que “se cayera” el gobierno.
Las cuarenta-y-cuatro libras de equipaje incluían el peso de la maleta.
Después de almorzar, nos despedimos deprisa de mi madre, de mi hermana
y de ti junto a la vitrina del comedor que utilizábamos de vasar. Tú llorabas. Mi
madre me pidió que cuidara a Wifredo Júnior, tal como hizo cuando iba a morir
en Miami treinta-y-cinco años más tarde. ¡Era mi karma! En verdad, no teníamos
seguridad de volver a vernos; de ser la despedida un adiós permanente, el
consuelo era un tormento. Como jamás me había ocurrido una gran desgracia,
sentía optimismo por la aventura. Ya yo llevaba de huésped la repugnancia al
sentimentalismo, pero los ojos de mi madre brillaban, humedecidos, como dos
estrellas brillantes.
Abriste el portón del patio y te quedaste esperando junto al pino a que el
Chevrolet Bel Air saliera de retroceso sobre las dos franjas de cemento. Mi
padre había puesto el motor en marcha y se había ido a cerrar la puerta del
garaje. Entré al asiento delantero, cerré la puerta con la ventana ya baja y puse
el radio. En ese preciso momento, en aquella justa estación, comenzaba el tañido
de guitarra de Adán y Eva, por Luis Bravo —la canción que me mandabas a
pedir a las estaciones de radio.
345
Intercambiamos una pesarosa mirada de inteligencia. Entonces te cayeron
dos gruesas lágrimas sobre los cachetes encarnados y te rodaron por la cara.
mi-sol-si, mi-sol-si, mi-sol-si
Voy a contarte un cuento
de tiempos atrás.
Como me lo contaron
lo voy a contar.
Era un paraíso
llamado El Edén
y allí se vivía muy bien.
Eva se llamó ella,
Adán su galán.
Era una cosa muy bella
vivir para amar.
Mas la buena estrella
pronto se eclipsó
y todo en desdichas cambió.
Cuando con la tentación
Adán tropezó,
dicen que su corazón
no la resistió.
Eso mismo temo yo
que pueda suceder
si llego a tropezarme
de pronto tu quere-e-e-er.
Paraíso tus brazos
para mi amor son.
Paraíso tus brazos
y tu corazón.
Mas yo seré bueno
para que jamás
me puedan de tu lado echar.
Me puedan de tu lado echar.
Me puedan de tu ladooo eechaaar.
346
*
Cuando salimos rumbo a La Habana, me asaltó la idea de que lo que había
extrañado durante tanto tiempo en el patio de la casa de Santa Clara era el
cloqueo de las gallinas en Meneses. También me hubiera gustado tener un perro
fiel de amigo, como Sultán. Por un instante, soñé estar recostado al brocal de
un pozo en La Sierra, sacando agua fresca de la entraña de la tierra...
La panorámica de la Carretera Central había cambiado. Durante el período
capitalista, se habían visto enmarcados sobre estacas, a ambos lados de ésta,
grandes y pequeños anuncios que indicaban: TOME MATERVA, BEBA
CERVEZA CRISTAL, HATUEY ES LA MALTA DE LOS CAMPEONES,
MEJORAL PARA PRONTO ALIVIO, PRONTITO ALKA-SELTZER, LECHE
DE MAGNESIA PHILLIPS, FUME PARTAGAS, TABACOS H. HUPMAN,
LAVE CON RINA, USE JABON CANDADO, PALMOLIVE PARA SU PIEL,
LAVE SU ROPA CON FAB, CONOZCA A CUBA PRIMERO Y AL
EXTRANJERO DESPUÉS, etc. Tres años después, los letreros que permanecían
en pie estaban llenos de consignas revolucionarias: PATRIA O MUERTE,
VENCEREMOS, REMEMBER PLAYA GIRON, HASTA LA VICTORIA
SIEMPRE, CUBA ES TERRITORIO LIBRE, ESTAMOS CONTIGO FIDEL,
etc. Total, que una tontería había tomado el lugar de la otra.
La noche del 28 de marzo, nos despedimos de nuestros tíos maternos y
paternos en casa de tía Ofelia, donde pernoctamos por estar cerca del aeropuerto.
En la sala de la casa, donde se extrañaba la presencia de mi prima Tania
echándole miradas risueñas al espejo, se repitieron las mismas observaciones
de siempre:
— Wifre tiene la nariz de su padre y de su abuelo —observó la abuela.
— ¡Pchs, Emelina! —la reprendió abuelo Segundo, que no quería ser
narizón.
— Paulina es la madre pintiparada —opinó tía Asela.
— Joaquín se da un aire a su madre de la cara, pero es más alto que su
padre —indicó tía Ada.
— Lo que no le podría perdonar sería tener menos estatura que yo —atajó
mi padre.
— ¿No era alto el lechero? —preguntó con impertérrito sarcasmo tía
Emelina.
— ¡Qué puerca eres, chica! —le devolvió tía Coralia— saliendo de la casa
con Pablito de la mano.
Tía Asela había enviado a sus tres hijos los primeros. Ella se aprestaba a
salir también. Se consolaba hablando largamente con tío Taurino, que no se
hallaba a gusto sin sus dos hijos y se preparaba para marchar. Tía Coralia estaba
preparando los papeles para sacar a los tres suyos. Tía Gladys y Pablo, quienes
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no tenían hijos, habían decidido esperar algún tiempo con miras a salvar lo
suyo, igual que mis abuelos paternos.
Carlos, el marido de tía Ofelia, apenas se emborrachaba ya; según decían,
sufría la próxima separación de su hija menor, Melly, y se había vuelto religioso.
No me habló de las mulatas que seducía en el ómnibus, camino de la playa;
tampoco mencionó a la famosa Pícara, junto con la que había recibido
estoicamente una andanada de sombrillazos cuando tía Ofelia los sorprendió
cruzando la Calle 23 del Vedado. En la sala de la casa, flotaba el recuerdo de
sus palabras ebrias —pronunciadas con toda la fuerza de la sinceridad— que,
aunque merezcan ser olvidadas, fueron tan chistosas.
Aquella noche, me acosté pensando más en el porvenir que en el pasado.
¡Cuánto iba a extrañarte guardando castidad circunstancial hasta los diecisiete
años!
El 29 de marzo, desayunamos a las ocho de la mañana un bisté filete y dos
huevos cada uno porque no esperábamos volver a comer hasta el día siguiente.
La realidad era que íbamos a comer pan por caridad en los Estados Unidos.
Como la asistencia social que se conocía en Cuba no era nada generosa, mi
familia no concebía nada mejor en otra parte y se preocupaba, a pesar de las
cartas animosas desde Oklahoma de los hijos de tía Asela.
Nos pusimos en camino del aeropuerto para personarnos en el mostrador
de la Pan American a las diez de la mañana. Fuimos en caravana con la familia
de María de los Ángeles por la carretera de Rancho Boyeros, que solamente
tenía dos carriles. A la media hora, llegamos al aeropuerto, sito en una zona
poco poblada. El Colorao y María de los Ángeles, que iba recogida como la
luna menguante, lloraban mucho. Ella iría a vivir con unas primas que yo no
conocía.
Aquel día, estaban sentenciando la cantidad del rescate de Pepe San Román
y los brigadistas. En aquel momento, no nos imaginábamos que El Caballo
estaba fraguando una guerra nuclear entre los Estados Unidos y Rusia en la que
la población de la isla de Cuba iba a desaparecer. Siete meses más tarde, se
conoció su locura. Si Nikita y Kennedy no hubiesen puesto al mentecato en su
lugar, todos estaríamos muertos.
*
Nos despedimos de mi padre y nos metimos en la ‘pecera’, como le
llamaban a un salón de paredes de plástico transparente; desde allí, los que
partían podían hacerles pantomimas a los que se quedaban en el lobby del
aeropuerto. Nos hicieron esperar cinco horas. Durante todo ese tiempo, teniendo
tanto en qué pensar, pensé también en ti. Tenía dos años para aprender bien el
Inglés, de forma de poder entender las canciones de los Beatles (¡morrocotuda
ciencia!) y de explicarle a Maggie (¡que no era rubia por debajo!) cómo podíamos
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detener el ascensor entre los pisos en el centro de Nassau para hacer el amor de
pie.
Sobre las dos de la tarde, nos mandaron a pasar inspección para partir. Nos
tocó en suerte un mulato delgado, de mirada torva en los ojos ribeteados de
rojo. El tipo vestía camisa blanca, pantalón azul y gorra. Nos hizo quitar toda la
ropa y quedarnos en calzoncillos —¡ah, la civilización socialista! Lo cacheó y
revolvió todo. Contó la ropa para asegurarse de que no llevásemos más de tres
mudas. Una vez terminado el registro, como no halló nada qué confiscar, nos
dijo con sorna que, siendo hermanos, Wifre y yo teníamos que llevar toda la
ropa en una sola maleta. Wifre se puso a llorar y le llamó hijo’e-puta al negroide.
Por suerte, o bien el tipo estaba acostumbrado a los denuestos o se identificó
con el vocablo y no se ofendió. Quería la maleta. El mulato amenazó a Wifredo
Júnior con dejarlo en Cuba para que enmudeciera. Yo tomé a mi hermano del
brazo, como he tenido que hacer tantas veces en mi vida, y lo mandé a callar.
Le dije al de color que se podía quedar con la maleta, que yo iba conforme con
mi ropa en una caja. El individuo me facilitó una caja de cartón. Me olvidé de
darle las gracias.
*
A las tres de la tarde, abordamos el avión. Era un Constelation cuatrimotor.
Iba lleno. El aparato comenzó a impulsarse lentamente en un extremo de la
pista. Como demoraba en acelerar, temí que el piloto intentara rodar la aeronave
hasta Miami porque, ante nada, creía cuanto veían mis ojos. Casi al final de la
pista, cuando los motores de pistones le imprimieron suficiente velocidad a las
hélices para apoyar el peso del aparato en el aire, decolamos.
El cuatrimotor sobrevoló La Habana, remontándose en el cielo. La gente
guardaba silencio, unos sustraídos por el vértigo y los otros temiendo revelarse
como contrarrevolucionarios antes de salir de territorio cubano. Por primera
vez, vi el mar desde los celajes. Observé una banda de agua clara cercana a la
costa que terminaba abruptamente en azul marino. Un abuelo que iba a mi lado
me dijo que a la línea donde el mar cambia de color en la plataforma insular se
le llama “el veril”.
La imagen del ayer al mañana apareció lisonjeada por el sol y vestida con
el azul del cielo. A los ateos les gusta decir, después de volar, que no vieron a
Dios por las alturas. ¡Asombroso! Sentí todo lo contrario cuando floté sobre el
piélago del Creador.
A medida que el avión se alejaba de la costa y se remontaba en el cielo, se
escuchaban suspiros, cada vez más intensos, que concluyeron en alaridos de
alegría y grandes aplausos. Íbamos, según podíamos apreciar, hendiendo las
nieblas a otra vida. Al romper el tapiz de algodón, un dorado relumbrón me
hirió los ojos: un sol rubio brillaba alto en el cielo. Cuando recuerdo aquel
corto viaje, me vienen a la mente las palabras que José Addison puso en boca
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de su genio: “Hay una porción de Eternidad, llamada Tiempo, que se mide por
el sol y abarca desde el principio del mundo a hasta su consumación”.
La aeromoza era una norteamericana de cara redonda y pelo teñido de un
rubio blanquecino à la Monroe. Me preguntó si me apetecía algo. Como se
juzgaría de mala educación declararle cuánto me gustaba —¡estaba buenísima!
—, le pedí un refresco y le pregunté cuánto faltaba para llegar. Me aseguró que
estaríamos en Miami, donde todo el mundo rodaba entonces automóviles de
color blanco, en media hora.
El mismo abuelo que me había explicado lo que es “el veril” le dijo
espontáneamente a la azafata: “A mí me simpatizan mucho los norteamericanos
porque estiman la justicia”. La rubia se quedó pensativa un instante, con sus
dos ascuas azules fijas en el abuelo. Antes de marcharse, le dijo pausadamente:
“Sí, la estimamos mucho: ¡es carísima!”
En aquel momento, recordé la consigna: George, Kendall!!! Jorge era un
cubano que recogía a los muchachos refugiados que llegaban sin sus padres.
Kendall era la zona de la Florida donde estaban los campamentos de menores.
Casi cincuenta años después, su hija me envió la lista de los niños refugiados
que llegamos el 29 de marzo de 1962.
Como la suerte no desanda camino, esperé despejadamente, sin espeluznos,
el aterrizaje que marcó el comienzo del segundo tomo de mi vida.
Wifre
Yo
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Nenita:
En Cuba quedó mi (nuestra) inocencia. Aún hoy, recuedo aquella sociedad,
más que nada, por su salvajismo. Me despido con el diálogo de mayo del 1961
entre el Hermano Gaspar, director del colegio de los Maristas de Santa Clara, y
el interventor salido de la manada de El Caballo:
— ¿Quién es el director?
— Hasta el momento, yo.
— ¿Ha oído lo que ha dicho Fidel?
— No.
— Ha dicho que todos los colegios son del pueblo.
— ¿Lo trae por escrito?
— ¡Aquí la única orden es la palabra de Fidel!
— Extraordinario.
— No puede salir ni entrar.
— ¿Estamos presos?
— No.
— Parece que sí.
— Digo que no. Retírese ahora, no sea que le pase algo peor.
351
Matías
Y sucedió mi segunda existencia en esta vida.
Joaquín
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