ORESTES en Un hombre que se parecía a Orestes de

Transcripción

ORESTES en Un hombre que se parecía a Orestes de
Final de la novela Un hombre que se parecía a Orestes de Álvaro Cunqueiro
Seis Retratos
En el Indice Onomástico final han sido omitidos el rey Agamenón, doña Clitemnestra, las
infantas Electra e Ifigenia y don Orestes, así como la Nodriza de Clitemnestra, cuyos retratos van
aquí por separado, y en orden alfabético, según noticias tomadas a la vez de la Historia Antigua,
de la tragedia, de las divulgaciones modernas, de los rumores de Argos, del obispo Fenelón, y de
las memorias abreviadas de los alejandrinos, amén de Ateneo y Pausanias, y de otros.
El último retrato:
ORESTES. — Además de lo que se dice en la tercera parte de este libro de los viajes, amistades,
dudas y secretos pensamientos de Orestes, conviene explicar el final de la gran aventura, según los
testimonios más veraces. Orestes llegó a la ciudad donde había reinado y sido muerto su padre
Agamenón, en lo más crudo del invierno, un día de aguanieve, y anocheciendo. Sabía que tenía que
apartar la cabeza para no tropezar con el farol que colgaba en la bóveda de la puerta del Palomar,
por si había espía esperando desconocido, que no lo tomase por tal. Detuvo su caballo, y contempló
aquellos lugares, que siendo los de su niñez y sus juegos, no reconoció. La ciudad había perdido
parte de sus murallas, y donde fue la puerta del Palomar, que daba entrada a la Plaza Real, había
ahora una ancha alameda, a la que se descendía desde la plaza por seis anchos escalones. El palacio
real había sido derruido, y solamente quedaba en pie la torre, que a propuesta de varios eruditos
locales y del dramaturgo Filón el Mozo —que a los sesenta años cumplidos firmaba Filón ll—, el
Senado había acordado que se llamase Torre de Ifigenia. A la torre octogonal de oscuras piedras,
torre sin puertas y con la hiedra trepando hasta las puntiagudas almenas, la rodeaba verde césped, y
solamente un rosal, que daba en el verano hermosas rosas rojas, había sido plantado allí. En el
momento de la llegada de Orestes, el viento se llevaba una, la última, que había esperado a los
finales días otoñales para brotar. Habiéndose apeado Orestes del caballo, y llevándolo de la brida,
caminó despacio a lo largo de la alameda, buscando entrar por detrás de la basílica a la calle de
Postas, cuya tercera casa a mano derecha era la del augur Celedonio. Orestes la recordaba muy
bien, porque había ido allí a buscar, de parte de su padre, los augurios que el rey había mandado
sacar para saber si el príncipe Orestes, que cumplía siete años, podía comenzar los estudios de
cetrería e ir a clase con un halcón encaperuzado en el guante. A Orestes no se le había olvidado el
recibimiento que le había hecho Celedonio, vestido de blanco, con un paño negro por la cabeza, y
mostrándole en una bandeja de plata las entrañas de una liebre cazada por el gerifalte del rey, y con
un palito adornado con unos hilos amarillos, señalándole un punto extremo favorable, que indicaba
que al príncipe se le daría muy bien la altanería. Orestes, de regreso a palacio con la bandeja en las
manos, fue aplaudido por la gente que lo reconoció. Toda aquella noche había soñado con azores,
que lo rodeaban obligándole a ponerse una caperuza de cuero. No encontraba la casa del augur, ni
tampoco la del diestro Quirino, que se anunciaba con una muestra de espadas de latón colgadas de
una rama de fresno sin desbastar, y que el viento hacía entrechocar ruidosamente. Un cerero
embufandado ponía las tablas de su escaparate, cerrando el negocio, y Orestes se le acercó,
preguntándole si aquella era la calle de Postas, como él creía, y si no estaban por allí las casas del
augur Celedonio y del diestro Quirino. Orestes se había quitado la boina, saludando, y mostraba la
espesa y brillante cabellera blanca. El cerero, que respondía al saludo quitándose un bonete de pana
con orejeras, se hizo repetir la pregunta, y mirando con curiosidad la ropa anticuada del forastero y
su larga espada, le contestó que Celedonio había emigrado hacía años para un país que no
recordaba, y en el que todavía se usaban augurios, y que había regresado, enfermo y con una pelada
que le había borrado la barba, ganándose después malamente la vida con adivinanzas y suertes
sobre partos de vaca o pedrisco que echaba a los labriegos, y vendiendo letras secretas contra el
malojo, y que un día apareció muerto. Y en lo que se refiere al diestro Quirino, ese había tenido que
marcharse de la calle, porque la viuda de un senador, que todavía estaba muy lozana y daba muchas
recomendaciones para los burócratas, entre los que tenía pretendientes, se quejaba del ruido de las
espadas de latón de la muestra. Y Quirino la muestra no la quería bajar.
—Se mudó —dijo el cerero invitando a Orestes a entrar en la cerería, dejando el ruano
arrendado en una argolla de hierro que había en la pared, junto a la puerta—. Se mudó a una casa
en los arrabales, con todos sus maniquíes y floretes, y el criado finés de masajes, y a poco de vivir
allí, como la casa estaba junto a un molino de viento, y Quirino tenía siempre las ventanas abiertas
por mor de la práctica continua de la respiración científica, pescó dos pulmonías seguidas, y se
murió.
Orestes le agradeció al cerero, que dijo llamarse señor Aquilino, el convite para entrar en la
tienda, que la noche era de las más frías, y habiendo cesado de llover y estando el cielo despejado,
luciendo las estrellas, comenzaba a helar, y en la tienda, junto al mostrador, había un brasero, cuyo
calor acariciaba la piel. La tienda era pequeña, y del techo colgaban los haces de velas, de diversos
tamaños, rizosas o lisas, y de colores. La cera melera daba su aroma cálido. Desde una viga
iluminaba la tienda una lámpara de tres brazos, con pequeñas y anchas velas rojas, de grueso
pabilo. Orestes se sentó en la silla que le ofreció Aquilino, desabrochó la zamarra y desciñó la
espada, y mirando las manos que tendió sobre el brasero, las llevó después al rostro. Aquilino, que
se había sentado a su lado, y era un hombrecillo delgado y con bigote a lo káiser, algo cargado de
hombros, le dijo al príncipe que acontecía salir uno de la ciudad natal; dejar familia y amigos, y tras
viajar muchos años volver a la amada patria, y no encontrar a nadie conocido, ni serlo uno mismo
de nadie.
—A veces ni aún de nombre. ¿ Hace mucho que faltas?
Orestes lo miró con aquella mirada suya tan fatigada.
—¡Cincuenta años!
—¡Saliste muy mozo! —comentó el cerero—. ¡Hubo muchos cambios! Por tus maneras, me
pareces de la aristocracia.
—Estaba emparentado con la gente real.
—¿Con Agamenón?
—¡Con Agamenón!
—Siento que no haya venido Orestes a vengarlo. Egisto mucho mandar a comprar velas
para que no pasase sustos por los pasillos su amada Clitemnestra, pero de pagar, nada. Mi padre le
fiaba, pero cuando yo heredé la tienda, le negué crédito. Yo le vendía a Filón el Mozo o el
Segundo, dramaturgo de tabla de la ciudad, velas para sus lecturas nocturnas, de pabilo trenzado
resinado, que dan luz seguida y blanca, y se las iba a llevar a su casa, porque me gustaba que leyese
escenas de las obras que escribía, y a él le gustaba leérmelas, y me avisaba de que, cuando en la
representación se llegase a tal frase, que yo podía silbar o aplaudir, y así pasaba por entendido en
los puntos críticos de los asuntos dramáticos. Y lo que más me gustaba, es lo que tenía preparado
de la vuelta de Orestes, saliendo por el camino de las viñas, entre las columnas del templo antiguo,
precedido de un perro que se llamaba Pilades. Cuando Filón estaba en la cama, ya en las últimas, yo
le fui a llevar una vela con capirote, para que la luz no le molestase en los ojos, y la cera aromada
con agua de melón que quitase el olor de orines que hay en los cuartos de los enfermos, y el poeta
me rogó que abriese un cajón y que cogiese de él una bola que guardaba allí, y donde figuraba la
entrada de Orestes con la muerte de Egisto y Clitemnestra.
—¿Conservas la bola? —preguntó Orestes.
—¡Ahora la verás!
Y apartando una cortina verde que daba paso a una pequeña trastera, Aquilino sacó una
caja, dentro de la que estaba, envuelta en un paño negro, la bola dicha, y era una bola de nieve muy
preparada, y dentro de ella un Orestes vestido de rojo, con una espada larga, atravesaba al rey
Egisto, que aparecía coronado y con una capa blanca. A sus píes estaba ya caída Clitemnestra,
vestida de azul. Aquilino movió la bola, y comenzó a nevar sobre el parricida y sus víctimas. Caía
lentamente la nieve, llenaba la corona de Egisto y cubría el pelo rubio de Orestes, poniéndoselo tan
blanco como ahora lo tenía.
—¡Es una escena preciosa!
Orestes no lograba mover la mirada de aquella escena, que debía haber sido la gran hora de
su vida, esperada por todas las gentes, por los propios dioses inmortales. Permanecieron largo rato
en silencio él y Aquilino, y el cerero de vez en cuando volvía a hacer nevar en la bola.
—¿Qué habrá sido de Orestes? —preguntó el propio Orestes, con una voz fría y distante,
por simple curiosidad.
—¿Quién puede responder a esa pregunta sino Orestes? —respondió Aquilino envolviendo
la bola y guardándola en la caja.
Orestes se puso en pie, ciñó la espada y abrochó la zamarra. Preguntó a Aquilino dónde
había una buena posada, y el cerero le indicó que entrando a la izquierda por la primera calle estaba
el Mesón Nuevo, que era de un genovés, y tenía vinos muy decentes, y las camas eran limpias.
Orestes se despidió de Aquilino, muy agradecido, y prometió hacerle una visita al siguiente día, y
contarle de su vida y nación. Montó a caballo y se dirigió hacia el Mesón Nuevo, pero al llegar a la
primera travesía dio vuelta, alcanzó la alameda por detrás de la basílica y salió al campo. Se había
levantado viento, las nubes cubrían el cielo y comenzaba a nevar. Caían copos finos como en la
bola de nieve del cerero. Gruesas lágrimas rodaban por el rostro del príncipe. Nunca, nunca podría
vivir en su ciudad natal. Para siempre era una sombra perdida por los caminos. Nevaba.

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