¿Por qué estudiar los medios? - Seminario de Cultura Popular y

Transcripción

¿Por qué estudiar los medios? - Seminario de Cultura Popular y
De Roger Silverstone en esta biblioteca
Televisión y vida cotidiana
¿Por qué estudiar
los medios?
Roger Silverstone
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de comunicación, cultura y medios
Director: Aníbal Ford
Why Study the Media?, Roger Silverstone
(1) Roger Silverstone, 1999 (edición en idioma inglés publicada por Sage
Publications de Londres, Thousand Oaks y Nueva Delhi)
Traducción, Horacio Pons
La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada
por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyendo fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacenamiento y
recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados.
Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
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Amorrortu editores España SL
C/Velázquez, 117 - izqda. - 28006 Madrid
Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723
Industria argentina. Made in Argentina
ISBN 950-518-655-X
ISBN 0-7619-6454-1, Londres, edición original
Silverstone, Roger
¿Por qué estudiar los medios? - 1° ed.- Buenos Aires : Amorrortu,
2004.
256 p. ; 24x14 cm. - (Biblioteca de comunicación, cultura y medios)
Traducción de: Horacio Pons
ISBN 950-518-655-X
I. Medios de Comunicación I. Título
CDD 302.23
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en enero de 2004.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
Para Jennifer, Daniel, Elizabeth y William.
Indice general
11
Prefacio y agradecimientos
13 1. La textura de la experiencia
32 2. Mediatización
41 3. Tecnología
55
Demandas textuales y estrategias
analíticas
57 4. Retórica
70 5. Poética
83 6. Erótica
97
Dimensiones de la experiencia
99 7. Juego
112 8. Actuación
127 9. Consumo
139
Ambitos de la acción y de la experiencia
143 10. La casa y el hogar
156 11. La comunidad
170 12. El planeta
185
Comprender
9
187 13. La confianza
201 14. La memoria
214 15. El otro
227 16. Hacia una (nueva) política de los (nuevos)
medios
Prefacio y agradecimientos
245 Referencias bibliográficas
Simplemente, cómo empezar, ahora que ya lo terminé. Tal vez releyendo mi propuesta inicial. Para recordar qué me proponía hacer. Y no hacer.
Este iba a ser un libro sobre los medios, pero no sobre los estudios mediáticos, o por lo menos no sobre los
estudios mediáticos tal como se los considera a menudo.
Iba a ser un libro que sostuviera la importancia central
ITOITnedios en la cultura y la sociedad en nuestra entrada al nuevo milenio. Iba a ser un libro que planteara
cuestiones arduas y tratara de definir diferentes agendas para quienes nos interesamos en los medios, pero
no buscaría demasiadas respuestas. La meta era abrir,
no cerrar cuestiones.
No podemos escapar a los medios. Intervienen en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. En su conjunto, el proyecto reservaba .ulug.arcentral al deseo de
situarlos en el núcleo de la experiencia, en el cor'azón de
nuestra capacidad o incapacidad de comprender el
mundo donde vivimos. No menos central era el deseo de
reclamar para el estudio de los medios una agenda intelectual aceptable en un mundo que desestima con demasiada ligereza la seriedad y pertinencia de nuestras
preocupaciones.
Quería que el estudio de los medios surgiera de estas
páginas como una empresa tan humanística como humana. Iba a ser humanística en su interés por el individuo y el grupo. Iba a ser humana en cuanto a establecer
una lógica distintiva, sensible a lo histórica y sociológicamente específico y enemiga de las tiranías del determinismo tecnológico y social. Intentaría navegar en el
límite entre las ciencias sociales y las humanidades.
10
11
Quizá, por sobre todas las cosas, el libro fue concebido como un manifiesto. Yo buscaba definir un espacio.
Comprometerme con quienes están fuera de mi discurso, tanto en los otros ámbitos académicos como en el
mundo que está más allá de ellos. Era hora, creía, de tomar en serio los medios.
El estudio de los medios debe ser crítico. Debe ser relevante. Debe establecer y mantener cierta distancia
con respecto a su objeto. Debe ser un pensamiento en
acción. Espero que lo que sigue cumpla, por lo menos en
alguna medida, con estos exigentes requisitos.
Sin embargo, si logra alcanzar, aunque sea en parte,
sus objetivos, será gracias a que tantas personas, colegas como estudiantes, contribuyeron directa e indirectamente a ello. Permítanme citarlos con gratitud y en
orden alfabético: Caroline Bassett, Alan Cawson, Stan
Cohen, Andy Darley, Daniel Dayan, Simon Frith, Anthony Giddens, Leslie Haddon, Julia Hall, Matthew
Hills, Kate Lacey, Sonia Livingstone, Robin Mansell,
Andy Medhurst, Mandy Merck, Harvey Molotch, Maggie Scammell, Ingrid Schenk, Ellen Seiter, Richard
Sennett, Bruce Williams, Janice Winship y Nancy
Wood. Ninguno de ellos, por supuesto, tiene responsabilidad alguna por los errores y desaciertos que aún persistan.
1. La textura de la experiencia
El talk show diurno de Jerry Springer, 22 de diciembre de 1998. Repetido por enésima vez en el canal satelital UK Living. Springer habla con hombres que trabajan de mujeres. Dos filas de travestidos y transexuales
discuten su vida, sus relaciones y su trabajo. La audiencia televisiva los azuza. Les hacen preguntas sobre tener hijos. Una pareja intercambia anillos: «Después de
todo, no lo hicimos antes y estamos en la televisión nacional» Jerry cierra con una homilía acerca de la normalidad y la falta de seriedad de ese comportamiento y
recuerda ante su público a Milton Berle y Some Like it
Hot [Una Eva y dos Adanes]:* la actuación en una época más inocente cuando el travestismo no se veía como
una especie de perversión.
Un momento de la televisión. Explotador pero también explotable. Un momento olvidado con facilidad,
una partícula subatómica, un pinchazo en el espacio
mediático, pero hoy, aunque más no sea en esta página,
evocado, señalado, sentido, fijado. Un momento de la
televisión que era local (todos los personajes trabajaban
en un restaurante temático de Los Angeles), nacional
(se transmitía originariamente en Estados Unidos) y
global (lo vimos aquí). Un momento de la televisión que
araña la superficie de -la sensibilidad suburbana, toca
os márgenes, llega ala base.
Un momento de la televisión que, sin embargo,
servirá perfectamente su propósito. Representa lo
corriénte y lo continuo. En su singularidad, resulta
* Entre corchetes y en bastardillas, los títulos de filmes según se
conocieron en la Argentina. (N. del T)
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13
completamente típico. Un elemento en la constante
masticación mediática de la cultura cotidiana, cuyos
significados dependen de si verdaderamente lo advertimos, si nos afecta, nos escandaliza, nos repele o nos
compromete, a medida que entramos, salimos y atravesamos con rapidez nuestro ambiente mediático cada
vez más insistente e intenso. Un elemento que se ofrece
al espectador fugaz y a los anunciantes que reclaman
su atención, acaso con desesperación creciente. Y que se
me ofrece como punto de partida en un intento por responder a la pregunta: ¿por qué estudiar los medios? Lo
hace contradictoriamente, desde luego, pero también
con toda naturalidad, porque plantea muchas cuestiones, cuestiones que no pueden ignorarse, cuestiones
que surgen del mero reconocimiento de que nuestros
frie- dios son ubicuos, cotidianos, constituyen una dimen' Sión esencial de la experiencia contemporánea. No po, -demos evadirnos de la presencia de los medios, ni de
lifsrepresentaciones. Hemos terminado por depender
de los medios impresos y electrónicos para nuestros
placeres e información, confort y seguridad, para tener
cierta percepción de las continuidades de la experiencia
y, de vez en cuando, también de sus intensidades. El funeral de Diana, princesa de Gales, fue un caso significativo.
Puedo consignar las horas que el ciudadano global
pasa ante el televisor, junto a la radio, hojeando los diarios y, cada vez más, navegando por Internet. Puedo
señalar, también, que estas cifras varían globalmente
de norte a sur y dentro de cada país, de acuerdo con los
recursos materiales y simbólicos. Puedo anotar cantidades: las ventas globales de software, las variaciones
en la concurrencia a los cines y el alquiler de videos, la
propiedad personal de computadoras de escritorio.
Puedo reflexionar sobre los patrones de cambio y, si soy
lo bastante temerario, sobre las proyecciones aleatorias
de las futuras tendencias del consumo. Pero al hacer todas esas cosas, o cualquiera de ellas, me quedo patinando sobre la superficie de la cultura mediática. Una su14
perficie que con frecuencia resulta suficiente para quienes están interesados en vender, pero que es claramente insuficiente si nos interesa qué hacen los medios y
qué hacemos nosotros can ellos. Y es insuficiente si queremos captar la intensidad e insistencia de nuestra vida con nuestros medios. Por eso tenemos que convertir
la cantidad en calidad.
Mi idea es que debemos estudiar los medios porque
son centrales en nuestra vida cotidiana. Estudiarlos como dimensiones sociales y culturales, y como dimensiohes políticas y económicas slelinundo moderno. Estudiarlos en su ubicuidad y complejidad. Estudiarlos en
parte a nuestra capacidad variable de comprender
SU-a—
el mundo, elaborar y compartir sus significados. Sosngo que debemos estudiar los medios, según expresa
Isaiah Berlin, como parte de la «textura general de la
,, experiencia», una expresión que alude a la naturaleza
_
fundada-de la vida en el mundo, a los aspectos de la experiencia que damos por sentado y que deben sobrevikvir si pretendemos vivir juntos y comunicarnos unos
con otros. Désde hace mucho, los sociólogos se preocu\ pan por la naturaleza y calidad de esa dimensión de la
vida social, en su posibilidad y continuidad. Tampoco
los historiadores, al menos según Berlin, pueden evitar
depender de ella, porque su trabajo, el de todos los integrantes de las ciencias humanas, depende a su turno de
la capacidad de reflexionar sobre el otro y entenderlo.
Hoy, los medios son parte de la textura general de la
experiencia. Si incluyéramos el lenguaje como un medio, seguiría siendo así, y tal vez querríamos entonces
considerar las continuidades del habla, la escritura y la
representación impresa y audiovisual como indicativas
del tipo de respuestas que busco para mi pregunta; que
si no prestamos atención a las formas y contenidos y a
las posibilidades de la comunicación, tanto dentro de lo
que damos por sentado en nuestra vida como contra
ello, nunca lograremos entender esa vida. Punto.
La caracterización de Berlin es, desde luego, sobre
todo metodológica. El porqué implica necesariamente
-----
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el cómo. La historia debe ser una empresa humanística, no científica en su búsqueda de leyes, generalizaciones o conclusiones éticas, sino una actividad fundada
en el reconocimiento de la diferencia y la especificidad y
la conciencia de que los asuntos de los hombres (¡cuán
trágica es la inflexión de género en la imaginación liberal!) exigen una clase de comprensión y explicación un
tanto alejadas de las exhortaciones kantiana y cartesiana en pro de la racionalidad y la razón puras. Esa será
mi reivindicación del estudio de los medios, y también
volveré de vez en cuando a sus métodos.
Berlin señala también que el tipo apropiado de explicación está relacionado con el análisis moral y estético:
«en la medida en que presupone concebir a los seres humanos no meramente como organismos en el espacio,
cuyas regularidades de conducta pueden describirse y
encerrarse en fórmulas que ahorran esfuerzos, sino
como seres activos, que persiguen fines, modelan su vida y la de otros, sienten, reflexionan, imaginan, crean,
en constante interacción e intercomunicación con otros
seres humanos; en síntesis, que están embarcados en
todas las formas de experiencia que entendemos porque las compartimos, y que no vemos como simples observadores externos» (Berlin, 1997, pág. 48).
Su confianza en un sentimiento de humanidad compartida es conmovedora y discrepa, quizá, con el saber
transmitido contemporáneo, pero sin ella estamos perdidos y el estudio de los medios se convierte en una imposibilidad. También esto dará forma a mi análisis, y
volveré sobre ello.
En los intentos por captar el papel de los medios en
la cultura contemporánea hay otras metáforas. Hemos
pensado en ellos como conductos que proponenruia
más o inenosdesPejádas desde el mensaje hastála
mente; podemos considerarlos como_lenguajes, que proporcionan textos y representaciones para su interpretación; o abordarlos como un marco que nos envuelve en
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la intensidad de una cultura Mediáticarluaalternatiiza—
mente sacia, contiene y desafía. Marshall McLuhan ve
los medios como extensiones del hombre, como prótesis
que realzan a la vez el poder y el alcance pero que acaso
—y es posible que él lo haya advertido— nos incapacitan y capacitan al mismo tiempo, en la medida en que,
tanto sujetos como objetos de los medios, nos entrelazamos de manera gradual en lo profilácticamente social.
Podríamos pensar en los medios como profiláctican mente sociales, por cuanto se han convertido en susti.1--- tutos de las incertidumbres habituales en la interac(,\ \ ción cotidiana, al generar incesante e insidiosamente
los como si de la vida diaria y crear cada vez más defenláscontralas intrusiones de lo inaceptable° lo. inmanejable. Qran parte de nuestra inquietud pública por los
efectos de los medios se concentra en un aspecto de lo
que vemos especialmente en los nuevos medios: que lleguen a desplazar la sociabilidad corriente y que estemos creando, sobre todo por conducto de nuestros hijos
varones y muy en particular de nuestros hijos varones
negros o de clase obrera (todavía el centro de nuestro
pánico moral), una raza de adictos a la pantalla. Marshall McLuhan (1964) no va tan lejos a pesar de su ambivalencia. Al contrario. Pero su visión de la cultura cyborg se adelanta unos veinte años a la de Donna Haraway (1985).
Estas metáforas son útiles. En rigor, sin ellas estaríamos condenados a observar nuestros medios como si
fuera a través de un vidrio oscuro. Pero como todas las
metáforas, la luz que arrojan es parcial y efímera, y es
preciso que las trascendamos. Mi objetivo es justamente ese. La respuesta a mi pregunta implicará rastrear
los mecillál¿ comunicación a través del modo como
-___
participan en la vida social y culturaLcontemporánea.
Srs:ilir
_nplicará examinarlasanedias reino un proceso,
como actúa y sobre lo que se actúa en todos los
niveles allí donde los seres humanos se congreguen,
tanto en_el espacio real como el virtual, donde se comuniquen, donde procuren convencer, informar, entre_
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tener, educar, donde busquen de muchas maneras y con
diversos grados de éxito conectarse unos con otros.
Entender los medios como proceso xyeconocer que
estfundamlyretsociagnf
insistir en su carácter históricamente específico. Los
medios están cambiando y-Iaireañíbiado 'de' manera
radical. El siglo XX vio convertirse el teléfono, el cine, la
radio y la televisión tanto en objetosde consumo masivo
como en herramientas esenciales para la vida cotidiana. Hoy nos enfrentamos con el fantasma de una mayo
intensificación de la cultura mediática, a través del crecimiento global de Internet y la promesa (algunos dirían la amenaza) de un mundo interactivo en el que nada ni nadie podrá escapar a un acceso instantáneo.
Entender los medios como proceso también implica
reconocer que el proceso es, en lo fundamental, político
o, quizá, con mayor rigor, políticamente económico. Los
significados que se proponen y elaboran por medio de
las distintas comunicaciones que inundan nuestra vida
diaria surgieron de instituciones progresivamente más
globales en su alcance y en sus sensibilidades e insensibilidades. Apenas oprimidas por el peso histórico de dos
siglos de avance capitalista y cada vez más desdeñosas
del poder tradicional de los estados naciones, han establecido una plataforma para —hay que aceptarlo— la
comunicación masiva. A pesar de su diversidad y flexibilidad crecientes, esta es aún su forma dominante, que
restringe e invade las culturas locales, aunque no las
subyuga.
Los movimientos entre las instituciones dominantes
de los medios globales tienen una escala tectónica: una
erosión cultural progresiva y luego súbitos cambios sísmicos cuando algunas multinacionales surgen del mar
como cordilleras, mientras otras se hunden y, como la
Atlántida, sólo se recuerdan en los mitos como si alguna vez hubieran sido, quizá, pasable y relativamente
benévolas. El poder de estas instituciones, la capacidad
de controlar las dimensiones productivas y distributivas de los medios contemporáneos, y el debilitamiento
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correlativo y gradual de los gobiernos nacionales que
les impide controlar el flujo de palabras, imágenes y datos dentro de sus fronteras nacionales, son profundamente significativos e indiscutibles. Se trata de un
rasgo central de la cultura mediática contemporánea.
Gran parte del debate contemporáneo se alimenta
de la percepción de la velocidad de estos distintos camlia y transformaciones, pero confunde la velocidad_del
cambio tecnológico, e incluso del cambio en las mercancías, con la del cambio_ social y cultural. Hay una tensión constante entre lo tecnológico, lo industrial y lo social, una tensión que es preciso afrontar si queremos reconocer a los medios, efectivamente, como un proceso
rde mediatización. Puesto que hay pocas líneas directas
de causa y efecto en el estudio de losioedios. Las instituciones no eiáhoranáignificados. Los proponen. Las
tituciones no cambian de manera pareja. Tienen diferentes ciclos de vida y diferentes historias.
Pero entonces nos enfrentamos a otra cuestión, y
luego a otra y a otra. ¿Quién mediatiza los medios? ¿Y
cómo? ¿Y con qué consecuencias? ¿Cómo podríamos entender los medios a la vez como contenido y forma, visiblemente calidoscópicos, invisiblemente ideológicos?
iiinoeVálüáiñOs el modo como se producen las luchas
en torno y dentro de los medios: luchas por la propiedad
y el control de instituciones y significados; luchas por el
acceso y la participación; luchas por la representación;
luchas que informan y afectan la percepción de los otros
y la de nosotros mismos?
Estudiamos los medios porque queremos respuestas
a estas preguntas, respuestas que, sabemos, no pueden
ser concluyentes y, en rigor, no deben serlo. Por más
atractivo o superficialmente convincente que pueda parecernos, no es posible establecer una teoría única de
los medios. A decir verdad, sería un terrible error tratar
de encontrar una. Un error político, un error intelectual, un error moral. No obstante, nuestra preocupación con los medios es siempre, y al mismo tiempo, una
preocupación por los medios. Queremos aplicar lo que
,
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hemos llegado a entender, comprometer a quienes pueden estar en condiciones de responder, alentar la reflexividad y la responsabilidad. El estudio de los medios
debe ser una ciencia tan relevante como humanística.
Las respuestas a mis propias preguntas, por lo
tanto, se basarán en una percepción de estas complejidades, que son a la vez sustantivas, metodológicas y, en
el sentido más amplio, morales. Después de todo, tengo
que vérmelas con seres humanos y sus comunicaciones,
con la lengua y el habla, con el decir y lo dicho, con el reconocimiento y el no-reconocimiento, y con los medios
como intervenciones técnicas y políticas en el proceso
de asignar un sentido a las cosas.
De allí el punto de partida. La experiencia. La mía y
la de ustedes. Y su habitualidad.
Con frecuencia, la investigación sobre los medios
prefirió lo significativo, el acontecimiento, la crisis, como base de su indagación. Hemos contemplado perturbadoras imágenes de violencia o explotación sexual
y tratado de apreciar sus efectos. Nos hemos concentrado en acontecimientos mediáticos clave, como la Guerra
del Golfo o los desastres, tanto naturales como obra del
hombre, para explicar el papel de los medios en el manejo de la realidad o el ejercicio del poder. También nos
concentramos en los grandes ceremoniales públicos de
nuestra época para explorar su papel en la creación de
la comunidad nacional. Todo esto tiene un sentido,
puesto que clesdellrend 8211(2,1110S cuánto revela_sobre lo
normal la investigación de lópatológico,
e incluso de lo
,
exagerado. No obstante, la atencion constante hacia lo
excepcional provoca inevitables lecturas erróneas.
Puesto que los medios son, si no otra cosa, diarios.
Tienen una presencia constante en nuestra vida cotidiana, dado que entramos y salimos, nos conectamos y
desconectamos de un espacio mediático, una conexión
mediática, a otros. De la radio a los diarios, de los diarios al teléfono. De la televisión al equipo de alta fidelidad, de este a Internet. En público y en privado, solos y
con otros.
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Los medios actúan de manera más significativa en
el ámbito mundano. Filtran y modelan las realidades
o cotidianas a través de sus representaciones singulares
y múltiples, y proporcionan mojones, referencias, para
la conducción de la vida diaria y la producción y el mantenimiento del sentido común. Y es aquí, en lo que pasapor sentido común, donde debemos fundar el estudio - id-á-Medios. Ser capaces de pensar que la vida que lleva-ffius-es una realización constante que requiere nuestra
participación, si bien con mucha frecuencia en circunstancias sobre las cuales tenemos poco o ningún poder
de decisión y en las que lo mejor que podemos hacer es
simplemente arreglárnoslas. Los medios nos dieron las
palabras para hablar e ideas para expresar, no como
una fuerza desencarnada que actúa contra nosotros
mientras nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos,
sino como parte de una realidad en la cual participamos
y compartimos y que sostenemos -diariamente por
intermedio de nuestras conversaciones e ih eracciones
habituales. )
Debemos comenzar en el sentido común, por supuesto ni singular ni indiscutido. El sentido común, tanto la
expresión como la precondición de la experiencia. El
sentido común, compartido o al menos compartible, y
medida a menudo invisible de la mayoría de las cosas.
Los medios dependen de él. Lo reproducen, apelan a él
pero también lo explotan y lo representan erróneamente. Y, a decir verdad, su falta de singularidad da pábulo
a las-di-á:putas y consternaciones cotidianas cuando nos
vemos obligados, tanto a través de los medios como de
cu
—arquier otra cosa, y quizá cada vez más sólo a través
de ellos, a ver y enfrentar los sentidos y culturas comunes de los otros El miedo a la diferencia. El horror de la
te las páginas de la prensa amarilla o los
ciase media ante
tabloides. La precipitada y posiblemente filistea desestimación de lo estético o lo intelectual. Los prejuicios
contra naciones o géneros. Los valores, actitudes, gustos, culturas de clase, etnicidades y demás, que son reflejos y constituciones de la experiencia y, como tales,
l
-
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ámbitos clave para la definición de identidades, para
.11uestra capacidad de situarnos en el mundo moderno.
Y gracias al sentido común estamos en condiciones, si
realmente lo estamos, de compartir nuestra vida con
los otros y distinguirla de ellos.
Esta capacidad para la reflexión —en rigor, su carácter central— ha sido señalada con bastante frecuencia por quienes buscan definir las características determinantes de la modernidad y la posmodernidad, no
obstante lo cual sus reflexiones tienden a ver el giro reflexivo más o menos exclusivamente en los textos especializados de filosofía o ciencias sociales. pormipárte,
quiero reclamarla también kara el sentido común,_ para
`I6 cotidianoy, en verdad, de vez en cuando, incluso, o
acaso especialmente, para los medios. Los medios son
centrales para este próvecto reflexivo no sólo enlas yl.a./--rraciórieá-----S-ócIalmente conscientes de las telenovelas,
' 'los programas diurnos de conversaciones o los progra' mas de radio con participación telefónica del público,
sino también en las noticias y los asuntos del momento
y en la publicidad, cuando, a través de las múltiples
lentes de los textos escritos, auditivos o audiovisuales,
el mundo que nos rodea se despliega y representa: reiterada e interminablemente.
¿Qué otras cualidades podríamos adjudicar a la experiencia en el mundo contemporáneo y en el papel que
los medios juegan dentro de él?
Perdónenme si me embarco en metáforas espaciales
para intentar esbozar una respuesta, porque me parece
que el espacio proporciona efectivamente el marco más
satisfactorio para abordar la cuestión. También el tiempo, desde luego, pero el tiempo —y esto es hoy un lugar
común de la teoría posmoderna— ya no es lo que era. Ya
no una serie de puntos, ya no claramente delimitado
por distinciones de pasado, presente y futuro, ya no singular, ya no compartido, ya no resistente. Podemos decir todo esto a sabiendas, sin embargo, de que esa desestimación no está del todo bien o, por lo menos, que es
=,, prematura; a sabiendas de que la vida transcurre en el
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tiempo y que es finita; a sabiendas, también, de que la
secuencia es todavía central, que el tiempo no es reversible (excepto, por supuesto, en la pantalla) y que todavía pueden contarse historias. Sabemos que vivimos
nuestra vida a través de los días, las semanas y los
años; una vida marcada por las reiteraciones de trabajo
y juego, las repeticiones del calendario y las longues durées de una historia apenas advertida y quizá cada vez
más olvidable. Los medios son en buena medida responsables de esta situación, en especial los computarizados de última generación, porque la radioteledifusión siempre se basó en el tiempo, aunque no sucediera lo mismo con el contenido del programa, los juegos en
la computadora son infinitos e Internet es inmediata.
¿Puede el tiempo sobrevivir, como antaño habría preguntado Lewis Carroll, a tamaña paliza?
Así, pues, debe ser el espacio, al menos por un tiempo. Y el espacio en múltiples dimensiones, si aceptamos
que el espacio mismo, como sugiere Manuel Castells
(1996), no es más que tiempo simultáneo. Déjenme
proponer —y no es una idea original— que pensemos
en nosotros mismos a lo largo de nuestra vida cotidiana, y en nuestra vida con los medios, como nómadas,
vagabundos que se desplazan de un lugar a otro, de un
medio a otro, y que en ocasiones pueden estar en más de
un sitio a la vez, como podríamos creer que nos ocurre
cuando, por ejemplo, miramos televisión o navegamos
por la World Wide Web. ¿Qué tipos de distinciones
pueden trazarse aquí? ¿Qué clases de movimientos
resultan posibles?
Nos movemos entre espacios privados y públicos.
Entre espacios locales y globales. Pasamos de espacios
sagrados a espacios seculares y de espacios reales a espacios ficcionales y virtuales, ida y vuelta. Nos movemos entre lo familiar y lo extraño. De lo seguro a lo amenazante y de lo compartido a lo solitario. Estamos en
casa o fuera de ella. Cruzamos umbrales y vislumbramos horizontes. Hacemos todas estas cosas sin cesar y
en ninguna de ellas, en absolutamente ninguna, esta23
mos nunca sin nuestros medios, como objetos materia----les o simbólicos, como guías o huellas , tomó experiencias o andes me-motres.
Encen-a-er el televisor o abrir un diario en la privacidad de nuestra sala es embarcarse en un acto de trascendencia espacial: una ubicación física identificable
—el hogar— confronta y abarca al planeta. Pero esa
acción, leer o ver, tiene otros referentes espaciales. Nos
vincula con otros, nuestros vecinos conocidos y desconocidos, que a su vez están haciendo lo mismo. La pantalla parpadeante, el revuelo de la página, nos unen por
un momento —pero de manera muy significativa, al
menos durante el siglo XX— en una comunidad nacional. Sin embargo, compartir un espacio no es necesariamente poseerlo; ocuparlo no nos da obligatoriamente derechos. Nuestras experiencias de los espacios
mediáticos son particulares y a menudo fugaces. Rara
vez dejamos una huella, apenas una sombra, cuando
nos relacionamos con aquellos, los otros, a quienes
vemos o escuchamos o sobre los cuales leemos.
Nuestro tránsito diario implica movimientos a través de diferentes espacios mediáticos y dentro y fuera
de ellos. Los medios de comunicación nos ofrecen estructuras cotidianas, puntos de referencia, puntos de
detención, puntos para el vistazo y la mirada atenta,
puntos para unirnos y oportunidades de desunirnos.
Los flujos incesantes de la representación mediática
son interrumpidos por nuestra participación en ellos.
Fragmentados por la atención y la desatención. Nuestro ingreso en el espacio mediático es tanto una transición de lo cotidiano a lo liminar como una apropiación
de lo liminar por lo cotidiano. Los medios pertenecen al
ámbito de todos los días y, a la vez, son una alternativa
a él.
Lo que digo es un tanto diferente de lo que Manuel
Castells (1996, pág. 376 y sigs.) identifica como «espacio
de flujos». Para Castells, el espacio de flujos señala las
redes electrónicas pero también materiales que proporcionan el reticulado dinámico de la comunicación a lo
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largo del cual se mueven sin cesar la información, los
bienes y las personas en nuestra era informacional
emergente. La nueva sociedad se construye en su
movimiento, su eterno fluir. El espacio se vuelve lábil,
se disloca de la vida que se vive en los lugares reales,
aunque en cierto sentido sigue dependiendo de ella. mol,
reconocer esta abstracción„ mi punto de • anida • refierélijar el flujo de lo que Castellarama «
cional» a los cambios dentro y a través de la experien
cia, dado que se producen en ella: en cuanto se siente
se conocen y a veces se temen. También nos movemo
en espacios mediáticos, ya sea en la realidad ya sea e
la imagin
e-á16n, tanto material como simbólicament
Estudiár los medios es estudiar estos movimientos
sIViiiférrelaciones en el espacio y el tiempo y quizá
como consecuencia, descubrirse no tan con`vencido por los profetas de una nueva era, así como por
5-iiniformidad y los beneficios de esta.
De modo que, si estudiar los medios es estudiarlos
en su contri • ución a la textura genera • e a expenenTiff;Sédédüteridé -élló álgu
—
nárclias. La primera es la
necesidad de reconocer la realidad expe»ncia: las
expenéncias son reáles, aun las mediáticas. En cierto
rriodo, esto nos opone a gran parte del pensamiento posmoderno que sostiene que el mundo que habitamos está seductora y exclusivamente compuesto de imágenes
y simulacros. Según este punto de vista, el mundo es un
ámbito donde las realidades empíricas son negadas
progresivamente, tanto para nosotros como por nosotros, en el sentido común y la teoría. Esta concepción
nos hace vivir la vida en espacios simbólicos y eternamente autorreferenciales que no ofrecen más que las
generalidades del ersatz y lo hiperreal, sólo nos brindan
la reproducción y nunca el original y, de ese modo, nos
niegan nuestra propia subjetividad y, en rigor, nuestra
capacidad de actuar de manera significativa. Desde
esta perspectiva, debemos aceptar el desafio que significa nuestro fracaso colectivo en distinguir la realidad
de la fantasía y el empobrecimiento, si bien impuesto,
s
-
25
e
de nuestras capacidades imaginativas. Para este punto
de vista, los medios se convierten en la medida de todas
las cosas.
Pero sabemos que no lo son. Sabemos, aunque sólo
sea de nosotros mismos, que podemos distinguir y
distinguimos entre fantasía y realidad, que podemos
mantener y mantenemos una distancia crítica entre
liosotros y nuestros medios, que nuestras vulnerabiliades a la influencia o la persuasión mediáticas son
esparejas e impredecibles, que hay diferencias entre
irar, entender, aceptar, creer, influir o representar,
que nos cercioramos de lo que vemos y oímos en comparación con lo que sabemos o creemos, que de todos modos ignoramos u olvidamos gran parte de ello y que
nuestras respuestas a los medios, tanto en particular
como en general, varían según los individuos y a través
de los grupos sociales, de acuerdo con el género, la edad,
la clase, la etnia y la nacionalidad, y también a lo largo
del tiempo. Sabemos todo eso. Es sentido común. Y si
quienes estudiamos los medios decidiéramos, no obs1 tante, cuestionar ese sentido común —cosa que hacemos, conveniente y continuamente—, no podríamos
hacerlo sin caer en la misma trampa en la que vimos
caer a otros: no lograr tomar en serio la experiencia y
utilizarla para someter a prueba nuestras teorías, es
decir, someterlas a pruebas empíricas. Tampoco nuestras teorías escaparán nunca a lo autorreferencial.
También ellas se convertirán, sin fin, en reflexivamente
irreflexivas.
Abordar la experiencia de los medios, así como su
aporte a la experiencia, e insistir en que se trata de una
empresa a la vez empírica y teórica, es más fácil de decir que de hacer. Esto se debe, en primer lugar, a que
nuestra pregunta nos exige investigar el papel de los
- dios en el modelado de la experiencia y, a la inversa,
él papel de la experiencia en el modelado de los medios.
Y, en segundo lugar, a que nos obliga a indagar más profundamente en lo que constituye la experiencia y su
modelado.
26
Concedamos, entonces, que la experiencia es, en
efecto, modelada. Los actos y los acontecimientos, las
palabras y las imágenes, las impresiones, las alegrías y
las aflicciones, e incluso las confusiones, resultan significativos en la medida en que pueden relacionarse entre
sí dentro de algún marco a la vez individual y social: un
marco que, aunque tautológicamente, les da significado. La experiencia es una cuestión de identidad y diferencia. Es al mismo tiempo única y compartible. Es
fisica y psicológica. Hasta aquí, todo resulta claro y, en
rigor, trivial y obvio. Pero, ¿cómo se modela la experiencia, y cómo cumplen los medios un papel en su modelado?
a experiencia\ se moldea, ordena e interrumpe. Es
221eaapor agendas anteriores , y experiencias previas-SeJardena de acuerdo con normas y clasificaciones
_
que pasaron la prueba del tiempo y de lo social. Es interrumpida por lo inesperado,lane-preparadarla confin
gencia, la catástrofe, su propia vulnerabilidad, su inevitable y trágica falta de coherencia. La experiencia es objeto de actuación e influencia. En este aspecto es física,
y se basa en el cuerpo y sus sentidos. A decir verdad, el
carácter común de la experiencia corporal a través de
las culturas es lo que los antropólogos, en particular,
adujeron como precondición para nuestra aptitud de
entendernos recíprocamente. «La imaginación surge
del cuerpo tanto como de la mente», sugiere Kirsten
Hastrup (1995, pág. 83), pese al hecho de que esto se
advierte en escasas oportunidades. El cuerpo en la vida, su encarnación, es la base materiaLde_l experienci Nos da una ubicación. Es el lugar no cartesiano de
II' acción y el lugar, también, de las aptitudes y competencias sin las cuales quedamos inhabilitados. Estotiene implicaciones importantes en cuanto ab :n0d° de
-ábórdarTo-s medios y la intrusión de o&e xi
corporal, puesto que se entrometen,coptinuly
tecnológicamente. El concepto de techne de Martin Hei-degger aprehende el sentido de la tecnología como habilidad. Nuestra capacidad de relacionarnos con los me27
dios tiene como precondición la capacidad de manejar
la máquina. Empero, como ya lo he señalado, podemos
pensar en los medios como extensiones corporales, prótesis, y entonces no significa dar un gran paso comenzar a perder de vista los límites entre lo humano y lo
técnico, el cuerpo y la máquina. Piense digital. Habrá
más que decir sobre los medios y los cuerpos.
Y en los cuerpos hay algo más que fisico. La experiencia no se agota ni en el sentido común ni en el desempeño corporal. Tampoco está contenida en la mera
reflexión sobre su capacidad de ordenar y ser ordenada.
Puesto que, burbujeante debajo de la superficie de la
experiencia, está el inconsciente, que perturba la tranquilidad y fractura la subjetividad. Ningún análisis de
los medios puede ignorarlo, ni las teorías que lo abordan. Y así llegamos al psicoanálisis.
Sí, pero el psicoanálisis es un gran problema.
Lo es en varios aspectos. Propone, y tal vez lo haga
con el mayor vigor, una manera de abordar lo perturbador y lo no racional. Nos obliga a confrontar con la
fantasía, lo ominoso, el deseo, la perversión, la obsesión: los llamados trastornos de lo cotidiano que se
representan y se reprimen —las dos cosas— en los textos mediáticos de uno u otro tipo, y que perturban el
delgado tejido de lo que suele pasar por racional y normal en la sociedad moderna. El psicoanálisis es como
un lenguaje. Es como el cine. Y viceversa. El paso de la
teoría y la práctica clínicas a la crítica cultural está
sembrado de ofuscación y, a menudo, la elisión demasiado ligera de lo particular y lo general, así como la arbitrariedad (enmascarada como teoría) de la interpretación y el análisis. No obstante, como el propio inconsciente, el psicoanálisis no se marchará. Nos ofrece una
manera de pensar los sentimientos: los miedos y las
desesperaciones, alegrías y confusiones que arañan y
hieren lo cotidiano.
El psicoanálisis también es un gran problema en la
medida en que perturba la confortable racionalidad de
gran parte de la teoría de los medios, cognitiva en su
28
orientación y conductista en su intención. Pone en tela
de juicio el reduccionismo sociológico, aunque en su mayor parte omite reconocer lo social. Es, o sin duda debería ser, un enfoque para fortalecer la percepción de
las complejidades de los medios y la cultura sin clausurarlas. Si queremos estudiar los medios, es preciso que
enfrentemos el papel del inconsciente tanto en la cons,L,
titucion como en la impugnación de la experiencia y,
asimismo si queremos responder la pregunta, ¿por qué
. t estudiar los medios?, parte de nuestra respuesta deberá ser: porque propone un camino, si no una vía regia,
liala Tos territorios ocultos de la mente y el significado.
La experiencia, mediatizada y mediática, surge en la
interfaz del cuerpo y la psique. Se expresa, desde luego,
en lo social y en los discursos, la conversación y las historias de la vida cotidiana, donde lo social se reproduce
constantemente. Citemos una vez más a Hastrup: «La
experiencia no sólo está siempre anclada en una colectividad, la verdadera agencia humana también es inconcebible al margen de la conversación continua de una
comunidad, de la que surgen las distinciones y evaluaciones previas necesarias para tomar decisiones sobre
los actos» (Hastrup, 1995, pág. 84).
Nuestras historias, nuestras conversaciones, están
presentes en las narraciones formales de los medios, en
los programas periodísticos y en los de ficción, como en
nuestros relatos cotidianos: chismes, rumores e interacciones casuales en los que encontramos los recursos
para fijarnos en el tiempo y el espacio. Sobre todo, de
fijarnos en nuestras relaciones mutuas, conectar y
separar, compartir y rechazar, individual y colectivamente, en la amistad y la enemistad, la paz y la guerra.
Se ha sugerido (Silverstone, 1981) que tanto la estructura como el contenido de las narraciones mediáticas y
rdénuesiros -distürsos de tódo-sloS díaS stítiltiterdéPendientes, y que juritanrós-permiten expresar y medir
la experiencia. Lo público y lo privado se entrelazan
harrativamente. Así tiene que ser. En las telenovelas y
los talk shows, los significados privados se ventilan
,
,
'
,
29
públicamente y los significados públicos se ofrecen al
consumo privado. La vida privada de las figuras públicas se convierte en la materia de la telenovela diaria;
los actores de telenovela se convierten en figuras públicas a quienes se exige que construyan una vida privada
para consumo público. ¡Hola!* Hello!
¿Qué pasa aquí? En el núcleo de los discursos sociales que se arraigan en torno de la experiencia y la encarnan, y para los cuales nuestros medios se han vuelto
indispensables, hay un proceso y una práctica de clasificación: el establecimiento de distinciones y juicios. La
clasificación, entonces, no es sólo un asunto intelectual
y ni siquiera práctico, sino, en términos de Berlin,
estético y ético. Podemos manejar nuestra vida en la
medida en que existe una pizca de orden, _suficiente
para brindar las seguridades que nos permiten llegar al
-.—al-del dia.-Sin-embargo, ese orden, tal como somos capaces de alcanzarlo, no es neutral ni en sus condiciones
ni en sus consecuencias, en el sentido de que choca con
el orden de otros, y en el sentido de que dependerá del
orden, e incluso del desorden, de los otros. También
aquí enfrentamos una estética y una ética —una política, en esencia— de la vida cotidiana, para las cuales
los medios nos proveen, en un grado importante, tanto
de herramientas como de problemas: los conceptos,
categorías y tecnologías para construir y defender
distancias; los conceptos, categorías y tecnologías-para
construir y sostener conexiones.,stas
ta vez sean mas eviderites que illunca, y por lo tanto
más contenciosas, cuando una nación está o se siente en
guerra. No permitamos, empero, que esta visibilidad
momentánea nos ciegue al trabajo diario en el cual
nosotros —de nuevo, tanto individual como colectivamente— y nuestros medios estamos constante e
intensamente comprometidos, minuto a minuto, hora a
hora.
Por consiguiente, en la medida en que los medios
ocupan, como lo he sostenido, un lugar central en el proceso de establecimiento de distinciones y juicios, y en la
medida en que, precisamente, mediatizan la dialéctica
entre la clasificación que modela la experiencia y la experiencia que colorea la clasificación, debemos indagar
en las consecuencias de esa mediatización. Debemos estudiar los medios.
* En castellano en el original. (N. del T.)
30
31
2. Mediatización
Comencé por sugerir que deberíamos pensar los
medios como un proceso: un proceso de mediatización.
Hacerlo nos exige considerar que la mediatización se
extiende más allá del punto de contacto entre los textos
mediáticos y sus lectores o espectadores. Nos exige suponer que envuelve a productores y consumidores de
medios en una actividad más o menos continua de
unión y desunión con significados que tienen su fuente
o su foco en esos textos mediatizados, pero que se extienden a través de la experiencia y se evalúan con referencia a ella en una multitud de maneras diferentes.
La mediati zación
el movimientodel si gnificado _de un texto a otro, de un discurso a otro, de un
acontecimiento a otro. Implica la transforración_constante de los significados, tanto en gran escala como en
pequeña significativa e insignificante, a medida que
los textos mediáticos ylos textos sobre los medios
circulan por escrito, en el habla y en formas audiovisuales. , y nosotros, individual y colectivamente, directa e
indirectamente, contribuimos a su producción.
La circulación del significado, que es mediatización,
constituye más que un flujo de dos pasos desde el programa transmitido por conducto de los líderes de opinión hasta las personas de la calle, como sostuvieron
Katz y Lazarsfeld (1955) en su estudio seminal, aunque
efectivamente tiene pasos y efectivamente fluye. Los
significados mediatizados circulan en textos primarios
y secundarios, a través de intertextualidades sin fin, en
la parodia y el pastiche, la repetición constante y los
discursos interminables, tanto en la pantalla como fuera de ella; en ellos actuamos e interactuamos como
32
productores y consumidores, con la intención urgente
de comprender el mundo, el mundo mediático, el mundo mediatizado, el mundo de la mediatización. Pero
también, y al mismo tre-mpo, utilizamos los significados
mediáticos para evitar el mundo, distanciarnos de él y,
tal vez, de los desafíos de la responsabilidad o el cuidado„el reconocimiento de la diferencia.
Esta inclusión dentro de los medios, nuestra participación impuesta en ellos, es doblemente problemática.
Es difícil de desentrañar, difícil encontrar un origen,
dificil construir una explicación singular de, por ejemplo, el poder de los medios. Y es difícil probable .ente
imposible— que nosotros:como analistas, nos aparteca
mos de la cultura Médiática, nuestra cultura mediática.
'Claro está, nuestros propios textos, como analistas, son
parte del proceso de mediatización. En este aspecto,
somos como lingüistas que trataran de analizar su propia lengua. Desde adentro, pero también desde afuera.
«Un lingüista no se aparta del tejido móvil de la
lengua real —su propia lengua, las lenguas mismas
que conoce— más de lo que un hombre se pone fuera del
alcance de su sombra» (Steiner, 1975, pág. 111). E igual
sucede, a mi juicio, en el caso de los medios. De allí la
dificultad: una dificultad epistemológica, concer
rieiite7
ITriado-Confoáferhamos nuestra compren sj (In ..cle la
TriediatizáCión. Y ética, en la medida en que nos exige
emitir juicios sobre el ejercicio del poder en el proceso de
mediatización. Estudiar los medios es un riesgo, en
ambos aspectos. Implica, inevitable y necesariamente:
ún proceso de desránnhárización. Desafiar lo que se da
por senEáló7E5-1cp orar debajo de la superficie del significado. Rechazar lo obvio, lo literal, Jp singular. En nuesIr° trabajo, ..a menudo y apropiadamente, lo simple se
vuelve complejo, y lo obvio, opaco. Iluminar las sombras
las hace desaparecer. Todo es cuestión de perspectiva.
La mediatización
es comóTa traducción, según concibeSrteiriéra esta: nunca completa, siempre transformadora y jamás, tal vez, enteramente satis -faCtória. Siempre discutida, también. Un acto de amor. Steiner la des-
33
cribe en términos de movimiento hermenéutico, un proceso cuádruple que • •
anza, agresión, apropiación y restitució . Confianza porque al iniciar el pro,— .
ceso de la traducción
s valor al texto que aboraamos; un valor que queremos entende recuperar
i y
c—oniimicar a otros y a nosotros mismoS. En este acto
de confianza declaramos nuestra creencia en que
hay un significado por aprehender en el texto al que nos
acercamos, y que ese significado sobrevivirá a nuestra
tras 'n. Podemos, desde luego, estar equivocados.
orque todos los actos de comprensión son
ntemente apropiadores y, por lo tanto, violentos» (Steiner, 1975, pág. 297). En la traducción, penetramos en un texto y reclamamos la propiedad de su
significado (Stein
exista impenitente en sus
metáforas), pero ue ejercemos dire los
significados de otros,
os intentos más moderados de entender, es bastante conocida: nuestros propios
discursos están salpicados de afirmaciones de que la representación mediática es ten. - • cio eológica y a
menudo simplemente falsa. a apropiación
cer comprensibles los significa•o incompraciín,e1
consumo, la domesticación (los términos son de Steiner) más o menos exitosos, más o menos completos del
significado. No obstante, se trata de un proceso incompleto in sfactorio sin el cuarto y último movimiento a restitución. a restitución señala la reevaluación:
la re-Clii-Orciela • entro de la cual el traductor restablece
el significado y, en el proceso, tal vez lo acentúa. El original puede haber desaparecido en su prístina gloria,
pero lo que surge en su lugar es, por cierto, algo nuevo;
a veces mejor, posiblemente; algo diferente, sin duda.
Como sostiene Jorge Luis Borges en «Pierre Menard»,
ninguna traducción puede ser perfecta, ni siquiera en
su perfección. Ninguna traducción. Y ninguna mediatización.
La referencia de Steiner, no obstante su sensibilidad
y la de la traducción, es a esta como un proceso diádico,
un movimiento de un texto a otro, y para Steiner, prin34
cipalmente un movimiento a lo largo del tiempo, que
implica la transición entre textos pasados y presentes.
Un movimiento que envuelve significado y valor. La
traducción es una actividad estética y ética a la vez.
La mediatización parece ser al mismo tiempo más y
menos que la traducción, tal como la interpreta Steiner.
Más, porque se abre paso a través de los límites de lo
textual y propone versiones tanto de la realidad como
de la textualidad. Es a la vez vertical y horizontal, dependiente de los cambios constantes de los significados
a través del espacio tridimensional, e incluso del tetradimensional. Los significados mediatizados se mueven
entre los textos, sin duda, y a lo largo del tiempo. Pero
también a través del espacio y los espacios. Se mueven
de lo público a lo privado, de lo institucional a lo individual, de lo globalizador a lo local y personal, ida y
vuelta. Están fijos, por decirlo así, en los textos, y fluyen
en las conversaciones. Son visibles en las carteleras y
los sitios de la web, y están enterrados en la mente y los
recuerdos. Pero la mediatización es menos que la traducción, quizá, porque a veces es algo menos que amorosa. El mediatizador no está necesariamente atado a
su texto ni a su objeto por amor, aunque en casos individuales podría estarlo. La fidelidad a la imagen o el
acontecimiento no es ni por asomo tan fuerte como lo es,
o lo fue en otros tiempos, la fidelidad a la palabra.
Una traducción es reconocida y honrada como una
obra de autor. La mediatización implica el trabajo de
instituciones, grupos y téc-nologías. Nocon-lie-alni
.
termina con un féxto singular. Sus pretensiones` " de '
-cUirstira;Trodircto de las ideologías y narrativas de los
programas noticio-á-Os-7154Si' ejemplo, se ven comprometi-das en el punto de transmisión por el conocimiento certero de que la siguiente comunicación, el siguiente boletín, el siguiente reportaje, comentario o cuestionario,
seguirán moviendo las cosas y las llevarán a otra parte.
La concepción de Steiner de la traducción no se prolonla -Más allá del texto, pese al reconocimiento de su propió lifgar en- el lenguaje-. -Por otro lado, la mediatización
35
no tiene fin y es el producto del desciframiento textual,
tanto en las palabras, hechos y experiencias de la vida
cotidiana, como por las continuidades de la transmisión
general [broadcasting] y la transmisión segmentada
[narrowcasting].
De modo que la mediatización es menos que la traducción justamente en la medida en que se trata del
producto de un trabajo institucional y técnico con palabras e imágenes y, también, del producto de un compromiso con los significados informes de sucesos o fantasías. Los significados que en efecto surgen o que se alegan, tanto provisoria como definitivamente (una y otra
cosa a la vez, desde luego, en casi todos los actos de
comunicación), aparecen sin la intensidad de una atención específica y precisa al lenguaje o sin la ne
e recrear, hasta cierto punto, un texto origin En este
sentido, la mediatización es menos determinada, más
abierta, más singular, más compartida, más vulnerable, quizás, a los abusos.
No obstante, la discusión sigue siendo pertinente, y
en especial si tenemos en cuenta que lo implicado no es
la distinción entre diferentes tipos de traducción: literalidad, paráfrasis e imitación libre, que el propio Steiner considera estéril y arbitraria. Es pertinente porque
se trata del reconocimiento de que la significación de la
traducción reside en la inversión, tanto ética como estética, que se hace en ella y en las demandas que se plantean a su favor y por su intermedio. La traducción es un
proceso en el cual se producen significados que cruzan
fronteras, a la vez espaciales y temporales. Indagar en
ese proceso es indagar en las inestabilidades y flujos de
los significados y en sus transformaciones, pero también en la política que los inmoviliza. Esa indagación
proporciona el modelo para las pocas cosas que quiero
decir ahora sobre la mediatización.
Consideremos el ejemplo de un joven investigador
televisivo que trabaja en una serie documental sobre la
vida en instituciones integrales: una serie que examinará de qué manera dichas instituciones, en este caso
(
36
un monasterio, socializan a sus miembros en un nuevo
modo de vida, una nueva regla, un nuevo orden. Una
idea inicial y el hecho de haber logrado convencer de su
viabilidad al productor ejecutivo resultaron en un almuerzo con el abad en un restaurante del Soho. ¿Podría
el abad permitir al equipo de producción ingresar al
monasterio para seguir a un grupo de novicios mientras se preparan para ser miembros de la comunidad?
¿Concedería a la televisión los derechos de representación? El abad consideraría la posibilidad. Un programa
anterior en otro punto de la red había sido evaluado como bastante menos que exitoso, pero esta era una idea
interesante y parecía haber entre los dos hombres
cierta afinidad, suficiente para sugerir que el investigador visitara el monasterio con el objeto de seguir discutiendo.
Algunas semanas después, el investigador se encuentra en una sala con toda la comunidad monacal.
Presenta la idea del programa y se ve sometido a un interrogatorio. Tal vez con inocencia, pero más probablemente con orgullo profesional, destaca lo que espera lograr en el programa y afirma que este retratará
con fidelidad el modo de vida de los monjes, sin distorsiones ni sensacionalismo. El investigador vivirá durante un tiempo en la comunidad. El filme será objeto
de una cuidadosa y rigurosa investigación. Se dará cabida a las propias voces de los monjes. Estos pueden
confiar en que el investigador transmitirá la verdad (sí,
dijo eso). Es convincente. Se llega a un acuerdo. El investigador pasa dos semanas con los monjes y sigue su
rutina. Habla y come con ellos y asiste a sus servicios.
Termina por respetarlos enormemente, pero no entiende su fe. Elige a dos novicios y analiza con ellos cómo se
desenvolverán las cosas. El plan es que la película abarque un período de un año, a fin de seguir el progreso del
noviciado.
El investigador vuelve a Londres e informa al director y el productor. Comienza el rodaje, que termina a su
debido tiempo. Kilómetros y kilómetros de imágenes,
37
palabras y sonidos que es preciso armar en un texto
coherente. El investigador, pese a haber realizado muchas de las entrevistas ante las cámaras, ya no interviene demasiado en el proceso de producción y aguarda
mientras el mundo que él ha observado y el mundo que,
aunque imperfecta e incompletamente, ha llegado a entender, se reconstruye cuadro por cuadro. Con creciente
impotencia, contempla la producción institucional de
sentido: la construcción de una narración; la creación
de un texto que concuerde con las expectativas del programa, un texto que encaje en el casillero correspondiente del plan y demande una audiencia y un significado. Ve emerger una nueva realidad montada sobre la
antigua, apenas reconocible, al menos para e , pero cah vez más alejada de lo que el investigador creé -qüélospropios monjes conocerían y entenderían.
Esta es una traducción encarada con buena fe. Sin
embargo, cuando los significados emergentes cruzan el
umbral entre los mundos de las vidas mediatizadas y
los medios vivientes y a medida que cambian los planes, cuando la televisión, en este caso, impone, inocente
pero inevitablemente, sus propias formas de expresión
y trabajo, sale de las profundidades una nueva realidad
mediatizada, que rompe la superficie de un grupo de
experiencias y ofrece, demanda otras.
El programa se transmite e incluso se repite. Algún
tiempo después, el investigador encuentra en una ocasión social a uno de los miembros de la comunidad.
¿Qué piensa este, qué piensan ellos? Tímida y un tanto
afligida, la respuesta es suficientemente clara. Decepión. Pesar. Otro fracaso. Una oportunidad perdida. Tal
vez haya sido un documental, pero no documentó, no re,
flejó ni representó con precisión sus vidas o su institu---,?' ción. El investigador no está del todo sorprendido ni
pasmado. Pero se siente deshecho por la admisión del
fracaso. ¿Es su fracaso? ¿Era inevitable? ¿Podría haber
habido otro resultado?
Entretanto, millones de personas habrán visto el
programa; muchos lo habrán hecho con placer, y otros
38
muchos habrán incorporado parte de su significado a
su propia comprensión del mundo. La descripción que
da Steiner de la traducción no incluye al lector o la lectura. Mi descripción de la mediatización debe hacerlo,
porqué si no privilegiamos a aquellos —todos no$0.—
1-r-o-S----4iresefriVolucran constante e infinitamente con
Vs significados mediáticos, y no nos preocupamos pon
ra-efectiYidad de "-éia injerencia, corremos el riesgo de
un a lectura erreifieá. Todos participamos en el proceso
de medratrzacrorr. O no, según sea el caso.
La historia de este contacto de un documental televisivo con un mundo privado quizá sea bastante familiar,
y cada vez la entienden más tanto los convocados a participar con carácter de sujetos en la mediatización como
los espectadores y lectores que han llegado a comprender algunos de los límites de la pretensión de autenticidad de los medios. Sin embargo, como lo reconoce
Steiner, en su núcleo está la cuestión de ma confianza' . Y
la confianza en muchos momentos diferentes e proceso. Los sujetos del filme deben confiar en quienes se
presentan como mediatizadores. Los espectadores deb-jrc-Onfiar en los mediatiza-dores prbreálóiiállá.
`rnediatizadores profesionales deben confiar en sus pro ;
píastiudeyc _parocinutexto honesto.
Y -aun-que se nos pudiera excusar por ver esa confianza traicionada con tanta facilidad, cínicamente o
no, se trata de una precondición de la mediatización,
una precondición necesaria en todos los intentos de representación de los medios, y en especial la representación fáctica. Es evidente que esta cuestión de la confianza no estructura todas las formas de mediatización,
pese a lo cual sigue siendo, como lo sostuvo Jürgen Habermas (1970), una precondición de cualquier comunicación eficaz. Un interrogante que aparecerá una y otra
vez en este libro es qué pasa con la confianza en el corazón del proceso de mediatización, y la comprensión
de la verdadera importancia de hallar maneras de preservarla o protegerla.
-
39
Todos somos mediatizadores, yJos significados mismos que creamos son nómadas También son poderoáóáirás fronteras sé cruzan y, una vez transmitidos los
programas, construidos los sitios web o enviados los correos electrónicos, seguirán cruzándose hasta que las
palabras e imágenes que han sido generadas o simuladas desaparezcan de la vista o la memoria. Todo cruce
es también una transformación. Y toda transformación
es, en sí misma, una demanda de significado, por su
pertinencia y su valor.
En consecuencia, nuestro interés en la mediatización como proceso ocupa un lugar central en la cuestión
de por qué debemos estudiar los medios: la necesidad
de prestar atención al movimiento de los significados a
través de los umbrales de la representación y la expepencia,_Establecer los lugareá_y-, lasfuente_p_
s erturbación. Entender la rel_a
nj eos
----ivá-diil,-"y-e—
n tié
textos y tecnologías. E identificar los r
puntos e-tensión. Es necesario, además, que no sólo
nos consagremos al informe de los hechos, los medios
como fuentes de información. Los medios entretienen.
Y también en este aspecto se elaboran y transforman
significados: esfuerzos para atraer la atención, para la
satisfacción y la frustración del deseo; placeres ofrecidos o negados. Pero siempre recursos para la conversación, el reconocimiento, la identificación y la incorporación, cuando comparamos, o no comparamos, nuestras imágenes y nuestra vida con las que vemos en la
pantalla.
Es preciso que entendamos este proceso de mediatización, que entendamos cómo surgen los significados,
dónde y con qué consecuencias. Es preciso que seamos
capaces de identificar los momentos en que el proceso
parece derrumbarse. Cuando lo distorsionan la tecnología o la intención. Es preciso que entendamos su política: su vulnerabilidad al ejercicio del poder; su dependencia del trabajo de instituciones, así como de
duos, y su propio poder de persuasión y su capacidad
para reclamar atención y respuesta.
3. 'Ibenología
-
40
No podemos avanzar mucho con nuestro interés por
los medios sin indagar en la tecnología. Nuestra iiiíj:
taz con el muridd:Yuéstfá manera de enclyar la realiilad.-Laá tecnologías mediáticas, porque son tecnologías, tanto el hardware como el software, vienen en diferentes formas y tamaños, formas y tamaños que hoy
cambian rápidamente y de una manera desconcertante, e impulsan a muchos de nosotros al nirvana de la
llamada «era de la información», mientras dejan a otros
jadeantes y sin aliento como ebrios en la acera, arrastrándose en medio de la basura de un software ya obsoleto y sistemas operativos descartados o, a lo sumo,
arreglándoselas simplemente, con la vieja y sencilla
telefonía y las transmisiones terrestres analógicas.
Pensar en la tecnología, cuestionarla en el contexto
de un interés en los medios, no es cosa sencilla. Y no sólo
por la velocidad del cambio, en sí misma ni predecible
ni carente de contradicciones en sus implicaciones. Mucho se ha escrito acerca de la capacidad de la tecnología
mei:llauca para determinar laTrianera como nos -oCiipanió-s dé nuestros asuntos cotidianos, y las facilidades y
restricciones que implica para nuestra facultad de
actuar en el mundo. Se nos dice —y también es cierto,
al menos para una pequeña proporción de la población
mundial— que estamos en medio de una revolución
tecnológica con consecuencias de gran alcance, una revolución en la generación y difusión de la información.
Nuevas tecnologías y nuevos medios, cada vez más
convergentes gracias al mecanismo de la digitalización,
transforman el tiempo y el espacio sociales y culturales.
Este nuevo mundo nunca duerme: difusión de noticias
41
y servicios financieros las veinticuatro horas del día.
Acceso instantáneo y global a la World Wide Web. Comercio interactivo y sociabilidad interactiva en economías y comunidades virtuales. Una vida para vivir en
línea. Canal tras canal. Decisión tras decisión. Televisión de caramelo masticable.
Escuchemos las voces de Silicon Valley o el Media
Lab. Escuchemos, por ejemplo, a Nicholas Negroponte
(1995, pág. 6):
«A principios del próximo milenio, sus gemelos o pendientes derecho e izquierdo tal vez se comuniquen entre
sí mediante satélites de órbita baja y tengan más capacidad computacional que su PC actual. Su teléfono no
sonará de manera indiscriminada; recibirá, seleccionará y quizá responderá las llamadas entrantes como un
mayordomo inglés bien entrenado. Los medios masivos
de comunicación se redefinirán debido a la presencia de
sistemas para transmitir y recibir información y entretenimiento personalizados. Las escuelas cambiarán
hasta convertirse en algo más parecido a museos y patios de juego, en los que los niños aunarán ideas y socializarán con otros niños de todo el mundo. El planeta
digital será como la cabeza de un alfiler».
¿Qué se dirán mis gemelos el uno al otro? ¿Qué haré con
toda esa capacidad computacional? Si toda mi información está personalizada, ¿cómo voy a aprender algo
nuevo? ¿Quién solventará el nuevo tipo de escuelas y se
encargará de dar nueva capacitación a los docentes (o
les conseguirá otros empleos cuando se hayan ido)?
¿Cómo me las arreglaré con los punzantes alfilerazos
de la proximidad global?
El problema es cómo pensar esto exhaustivamente,
es decir, una vez que admitimos que la tecnología no cae
sobre nosotros sin intervención humana. Una vez que
reconocemos que surge de complejos procesos de diseño
y desarrollo que están, en sí mismos, inmersos en las
actividades de instituciones e individuos limitados y
42
promovidos por la sociedad y la historia. Nuevos medios se construyen sobre los cimientos de los viejas. No
surgen plenamente desarrollados o perfectamente
formados. Nunca resulta claro, tampoco, cómo se institucionalizarán y utilizarán y, menos aún, qué consecuencias tendrán para la vida social, económica o política. Las certidumbres de , una tecno-l ógi ca, las certidumbi.éáWündesarrollo acumulativo en materia, por
ejemplo, de velocidad o miniaturización, no producen
su equivalente en los reinos de la experiencia.
No obstante, el cambio tecnológico genera en efecto
consecuencuu_Y estas pueden ser, y sin duda han sido,
profundas: cambian, tanto visible como invisiblemente,
`el mundo en que vivimos. La escritura y la imprenta, la
telegrafía, la=radio, la telefonía y la televisión, Internet:
énda una de ellas propuso nuevas maneras de manejar
la información y nuevas maneras de comunicarla; nuevos modos de articular el deseo y nuevos modos de influir y agradar. Nuevos modos, en verdad, de elaborar,
transmitir y fijar el significado.
La tecnología, entonces, no es singular. Pero, ¿en qué
sentidos es plural?
Marshall McLuhan querría que viéramos la tecnología como física, como extensiones de nuestra capacidad
humana de actuar material y psicológicamente en el
mundo. Nuestros medios, en especial, extendieron su
campo y su alcance, otorgándonos un poder infinito pero también modificando el medio ambiente en que se
ejerce ese poder. Las tecnologías, prótesis para la mente
y el cuerpo, totales en su impacto, nunca sutiles ni capaces de discriminar sus efectos, hacen esto por sí mismas La atracción que despertaba McLuhan en la década de 1960 se basaba en la novedad y generalidad de
su enfoque. Un profeta de su tiempo y en su propia tierra. Y aún lo es. Su mensaje sobre la simplicidad del
desplazamiento del mensaje por los medios como ámbito de influencia está en armonía con la idea de quienes ven en la generación actual de tecnologías interactivas y de redes la plena realización del mundo como me-
-
43
dio. PaLátla gente, Antenlet esun inod.eksle lo que son2nylDorgs. Cibernautas. Dejemos correr las fantasías. Y las fantasías, o por lo menos algunas de ellas,se
realizan. Almacena miento infinito. Accesibilidad infiniTá. Tarjetas inteligentes e implantes retinales. Los
usuatos.son_traxisformad os por su uso y> rnin aresulta- .
do, se transforma con la misma certeza lo que significa
ser humano Clic.
Lo que es teóricamente poco sutil tiene su valor. Concentra la mente en la dinámica del cambio estructural.
Nos hace cuestionar. Pero omite los matices de la agencia y el significado, d¿rejercicio humano del pbr"ye
nuestra resistencia. • mité, tanabién7ntras -ftreiités-de
cam io!Táéoi
re7que afectan la creacrlii dé las tevirriogías mismas factores • ue mediatizan nuestras resstas a ellas. Sociedad, economía, política, cultura.
Las tecnologia, hay que decirlo, son habilitantes (e
inhabilitantes) más que determinantes. Aparecen,
existen y desaparecen en un mundo que no es del todo
obra suya.
No obstante, la atracción es comprensible. Y lo que
McLuhan articula y a la vez refuerza de manera irreflexiva es en gran medida un universal de la cultura,
según el cual la tecnología puede verse como encantamiento. La expresión es casi la de Alfred Gell, quien la
usa para describir las tecnologías —las tecnologías del
encantamiento— que los seres humanos idearon para
«ejercer control sobre los pensamientos y acciones de
otros seres humanos» (Gell, 1988, pág. 7), mediante lo
cual alude al arte, la música, la danza, la retórica, los
dones y todos los artefactos intelectuales y prácticos
surgidos para permitirnos expresar la gama completa
de las pasiones humanas; vale decir, los medios.
Pero la tecnología como encantamiento tiene una referencia más vasta, porque describe el modo como todas
las sociedades, incIüida ra nuestra, encuentran en ella
una fuente y un ámbito de magia y misterio. Gell también plantea este aspecto. Para él, la tecnología y la magia están inextricablemente ligadas. El hechizo se pro-
44
duce cuando se plantan las semillas Con ello se explica
y se reivindica a la vez el éxito futuro. A decir verdad,
por definición. Puesto que la tecnología no debe entenderse meramente como máquina. Incluye las aptitudes
3-r-am---Petencias, el conocimiento y el deseo sin los cuales
no puede funcionar. Y «la magia consiste en un "comentario" simbólico sobre las estrategias técnicas» (Gell,
1988, pág. 8). Las culturas que hemos creado alrededor
de nuestras rñáqumas y nueOs medios son precisaiñente eso. En el sentido común y los discursos cotidianos, e incluso—
en los escritos académicos, las tecnologías
aparecen mágicamente, son magia y tienen consecuencias mágicas, tanto blancas como negras. Son el centro
aéfantasías utópicas y distópicas que, tan pronto como
se pronuncia el conjuro, adoptan una forma física, material (aquí es oportuno mencionar el caso de Wired, el
órgano periodístico del Silicon Valley). Las operaciones
de la máquina son misteriosas y, como resultado, confundimos su origen y su significado. El uso que les damos está cargado de folclore, el saber compartido de
grupos y sociedades que desean controlar las cosas que
no entienden.
Así pues, la tecnología es mágica y las tecnologías
médiáticas son en efecto tecnologías del encantamiento. Esta sobredeterminación da a las tecnologías mediáticas un poder considerable, por no decir pavoroso,
en nuestra imaginación. Nuestra participación en ellas
está impregnada por lo sagrado, mediatizada por la ansiedad, abrumada, de vez en cuando, por la alegría. Dependemos de ellas de manera sustancial. Nos sentimos
completamente desesperados cuando se nos priva del
acceso a ellas: el teléfono como «línea de vida», la televisión como esencial «ventana al mundo». Y en ocasiones,
cuando nos enfrentamos con lo nuevo, nuestra emoción
no conoce límites: «¿Cuatro billones de megabytes?
¡No!».
En este contexto, lo mismo que en otros, podernos
empezar a vei:Tatecnología como cultura: ver que las
tecnologías, en el sentido que comprende no sólo el- qué
—
45
(-sino también el cómo y el porqué de la máquina y sus
usos, son tanto simbólicas como materiales, estéticas al
igual que funcionales, objetos y prácticas. Y también en
este contexto podemos comenzar a investigar los
espacios culturales más amplios en los que operan las
tecnologías, y que les otorgan a la vez su significado y su
poder.
Walter Benjamin reconocía en la invención de la
fotografia y el cine momentos decisivos en la historia de
la cultura occidental, momentos que, aun en el contexto
de su propia ambivalencia, nunca malinterpretó, sin
embargo, como desencantamiento. La reproducción
mecánica (vigente por primera vez, desde luego, en la
imprenta) es el rasgo definitorio de la tecnología mediática, que fractura la sacralidad cerrada e íntima, inabordable y distante de la obra de arte y la reemplaza
por las imágenes y sonidos de la cultura de masas. Para
Benjamin, eso implicaba la posibilidad de una nueva
,política, dado que los nuevos espectadores masivos de
'las imágenes cinemáticas se enfrentaban a representar ciones de la realidad que estaban verdaderamente en
Ii
l _ltanía-son-Bla-experienelt.-Alr
respecto, escribía lo si] guiente:
I
«El cine es la forma artística que está en armonía con la
amenaza creciente a su vida que debe afrontar el hombre moderno. La necesidad del hombre de exponerse a
efectos de choque es su ajuste a los peligros que lo amenazan. El cine corresponde a cambios profundos del
aparato perceptivo: cambios experimentados en una
escala individual por el hombre de la calle en el tránsito
por las grandes ciudades, y en una escala histórica por
cualquier ciudadano de nuestros días» (Benjamin,
1970, pág. 252, n. 19).
En este caso, y en otros, se considera que las tecnologías
mediáticas surgen como puntos de necesidad generalizada, más social que individual. Raymond Williams
(1974) plantea un argumento similar con referencia a
46
la radio. Y, por otro lado, es posible reconocer en la
- de esas tecnologías los aspectos en que exnTáturac- ión
presan y refractan una buena parte de la dinámica de
la cultura más vasta. Max Weber podría haber calificado esta situación de afinidad electiva, pero esta vez entre cambio tecnológico y cambio social y no entre proteso. AdemáI;-áifii5 nos preocuparan
tantisino y ca¡Wfá«Wm—
en exceso las líneas discretas de causación, podríamos
seguirlo. En efecto, es posible ver en el carácter granular recíproco de las culturas, etnicidades, grupos de interés, gustos y estilos contemporáneos y en el de la economía emergente de la difusión segmentada otra expresión más de la misma interdependencia sociotécnica.
Las tecnol2gías mediáticas pueden considerarse
como cultura en otro sentido conexo, aunque_ contrastauna industria culturál y el objéó
"aT--C« omo el prducto-de
to de la cultura más o menos motivada y más o menos
determinante inscripta por la inserción de las tecnologías en las estructuras del capitalismo tardío. Esta es
la bien conocida posición de los antiguos colegas de
Benjamin, Theodor Adorno y Max Horkheimer (1972).
Y pese a la intransigente estridencia de sus argumentos, lo que estos dicen debe reconocerse, tal cual parece
ser una vez más, como una crítica extremadamente
vigorosa de la capacidad y el poder del capital de traicionar la cultura mientras afirma defenderla, y un análisis sostenido de las fuerzas culturales desatadas por
las tecnologías mediáticas (y eso que apenas si veían televisión) en la creación y el mantenimiento de las masas como una mercancía enteramente vulnerable a las
lisonjas de una industria totalizadora que no deja nada,
ni siquiera el bucle de la estrella en cierne, fuera de su
alcance. Lo sabemos, aunque lleguemos a valorarlo de
diferente manera.
Aquí no hay escape. Siempre gana la tecnología, que
envenena la originalidad y el valor para reemplazarlos
por la banalidad y la monotonía. La crítica recae sobre
el cine y no sobre películas específicas; sobre la música
47
grabada, en particular el jazz, y no sobre canciones en
particular. Todos representan la industrialización de la
cultura: el ersatz, lo uniforme y lo inauténtico. y se_ trata, en lo fundamental, de una crítica de la tecnología
yde la tecnología como cultura en cuanto es
impensable al margen de las estructuras poritiagY
étonómicas, en especial estas últimas, estructuras que
la contienen y en cuyo yunque se forja su producción
diaria.
No obstante, podemos pensar de otra manera en la
tecnología como economía política. Y no sólo como una
economía política de la tecnología mediática, una economía política que, a su turno, depende de un interés en
los mercados y su libertad, en la competencia, en la inversión y en los costos de producción y distribución, investigación y desarrollo. Esa economía política entraña
la aplicación de una teoría y una práctica económicas
más amplias al campo específico de los medios y la tecnología, aun cuando en este caso, desde el comienzo
mismo, los cambios tecnológicos obligaron a los economistas a replantear principios y categorías, principalmente como resultado de la producción del mercado
mundial y la globalización de la información, sin la cual
ese mercado no podría sostenerse. El mercado de la información es muy diferente del mercado de bienes tangibles. No hay costos de reproducción y los costos de distribución son cada vez más bajos. La economía política
de la radioteledifusión pública, del acceso universal, de
la escasez del espectro y luego, en la era posdigital, de
su abundancia, surgió cuando lo hicieron las propias
tecnologías mediáticas e informacionales y mientras
estas, a su vez, siguen recusando y transformando el
saber económico recibido.
En ningún lugar es esto más cierto que en la esfera
de la economía política de Internet, en la cual la información es, posiblemente, tanto la mercancía como el
principio de su administración. La nueva economía política tiene que vérselas con cuestiones como la seguridad, la protección de datos, las normas y el cumpli48
miento de los derechos de propiedad intelectual. Debe
concordar con un espacio económico que se define por
un marco informacional en rápida expansión y aún
relativamente abierto en el cual tiene lugar el comercio
(el comercio electrónico); un marco del cual ella depende. Como lo señala Robin Mansell (1996, pág. 117): «Las
empresas tienden cada vez más a establecer servicios
comerciales en Internet, y muchos de ellos son el soporte de los elementos informacionales del comercio electrónico». El rizo. Información para la información. Dileró. Pero, ¿como córiléguir 1»,:ce,
nero paraérdri
En un-fállgr reálizado en la Universidad de California, académicos europeos se reúnen con representantes
de Silicon Valley: el empresario, el abogado, el economista, el analista financiero, el periodista y el cronista.
Hay tanto defensores como críticos, pero los participantes están unidos por su condición de miembros del sistema y, para el mundo, hablan en lenguas. No obstante, lo
que surge de esos dos días y medio de conversaciones es
la visión de una nueva economía, que no carece de relaciones con la antigua, por supuesto, pero motorizada
hoy por los nuevos principios y prácticas, unos y otras
resultantes de los ensayos y errores de la ganancia de
dinero en Internet. En este mundo el futuro es desconocido y el pasado apenas se recuerda, pero de todos modos es bastante irrelevante. La única preocupación es el
presente. Impregnadas por las ideologías evolutivas de
la cultura norteamericana, en la cual Darwin reina
tanto en el espacio económico y social como en los dominios de la biología, y donde los actores individuales luchan por la supervivencia económica en un juego cuyas
reglas sólo surgen como un resultado de sus acciones y
no como una precondición de estas —otra nueva frontera—, las discusiones giran en torno de la transformación de la misma Internet en un producto de consumo.
La esfinge consumista. Fortalecidas por una economía supuestamente libre de fricciones en la cual las
elecciones entre productos son infinitas, la información
sobre ellos es accesible y clara, y nuestra capacidad de
49
elegir unos y no otros es (por fin) racional, se considera
que nuestras decisiones de compra, como individuos y
como instituciones, no tienen otra restricción que nuestra capacidad de pago. No obstante, este fortalecimiento queda comprometido, en ese mismo instante, por las
diversas estrategias que las empresas, tanto las globales como las locales, desarrollan para conquistar y
restringir nuestras elecciones. Se registran nuestras
decisiones de compra, se verifican nuestras preferencias, se definen nuestros gustos, se reclaman nuestras
lealtades. Se habla de compaks (servicio, recompra y
acuerdos de actualización que nos mantienen enganchados a un producto determinado), clics (haces de
compulsas informacionales acerca de nuestras decisiones de compra en línea, que comparan el comportamiento económico con los patrones de acceso a los sitios,
lo cual permite una comercialización sumamente personalizada) y zags («Código postal, edad y género y listo, ya lo [o la] consiguió»).*
También se habla de las «secuelas de lo gratuito»:
entregar sin cargo el software inicial y ganar dinero con
las actualizaciones, información más sofisticada o productos secundarios. Afeitadoras y hojas de afeitar. Netscape, Bloomberg, Microsoft. Y se alude a los desafíos
del recalentamiento de un espacio tecnológico donde los
ciclos de los productos se miden en meses y no en años,
y al riesgo de que los consumidores empiecen a advertir
(tal vez ya lo han advertido) que la última actualización
va a ser, en efecto, la última. Que la fanfarria de la mayor capacidad y la velocidad creciente empiece a bajar
de tono y que los consumidores comiencen a cansarse.
Aunque esto seguro que no. Y se habla, también, del
Volkscomputer, la solución minimalista a los problemas
de la tecnología compleja. ¿Quién será el siguiente gran
maestro o maestra de la industria del hardware, su
Henry o Henrietta Ford?
* Zag es sigla de «zip, age and gender», código postal, edad y
género. (N. del T.)
50
Nos informamos sobre los mercados: que el negocio
de los videojuegos es hoy más grande que Hollywood;
que el mercado del karaoke en línea vale en Japón dos
mil millones de dólares. Nos enteramos del surgimiento
de mercados concentrados para la compra de ancho de
banda en las líneas ADSL. Discutimos las leyes antimonopolios, el copyright y la propiedad intelectual. ¿Qué
es exactamente una copia en el ciberespacio? Y discutimos la marca, siempre la marca. El poder del nombre,
el significante de un producto global, el ámbito de la
nueva aura. El dios, la marca. La marca, el dios. Nike,
el espíritu de la victoria. La deidad en quien confiamos.
La fuente de la comunidad y la salud y la potencia y el
éxito, que sólo existe, contra Benjamin, en su reproducción masiva e insaciable. De la cantidad a la calidad.
Intel inside (e Intel está efectivamente adentro, precargado en mi diccionario. Viejo y querido Microsoft).
Síganme. Síganme. Cómprenme.
Y no sólo las multinacionales pueden intervenir en
este juego. La gente del común también puede tener
marcas. «Yo soy una marca», dice un colaborador. «Mi
libro sobre Silicon Valley vendió setecientos mil ejemplares en todo el mundo. Tengo una columna habitual
en el sitio web de PBS. Vendo mis servicios como consultor. Tengo una serie de televisión y estoy desarrollando una empresa de software para la puesta en marcha de negocios». Su tarjeta comercial reza «escritor,
presentador, perito en computadoras» y muestra una
computadora de costado con una lengua móvil que sale
de la pantalla y brazos que se agitan alocadamente a
ambos lados del monitor.
Las metáforas se acumulan con rapidez y en grandes cantidades a medida que la discusión rastrea las
continuidades y discontinuidades entre el presente y lo
poco que se sabe o se recuerda del pasado. Proctor and
Gamble todavía está ahí, pero esta vez en sitios web y
no en telenovelas. Y lo mismo ocurre con Microsoft, el
eje alrededor del cual empieza a girar Internet y el proveedor de una infraestructura de software global sobre
51
cuyas plataformas productores más pequeños de software desarrollan sus propios productos patentados. Es
como si comenzara a surgir un monopolio natural y, por
razones de fuerza mayor, una compañía global construyera todos los caminos por los cuales debe viajar el
resto. O tal vez no. El futuro, al menos aquí, tendrá que
cuidar de sí mismo; al igual que el mercado. Puesto que
en California —al menos así parece— el precio del fracaso es pequeño, las posibilidades de volver a empezar
son reales y los premios al éxito están más allá de toda
medida. Esto vale tanto para las grandes firmas como
para las pequeñas: para quienes tienen fuerza y para
quienes tienen maña; para quienes pueden comprar
ideas y para quienes realmente las tienen. El camino
será dificil para quienes están en el medio.
Si esto es cierto, podemos ver que lo mismo pasa en
otros lugares, tanto en el espacio político como en el esacio económico. Los nuevos medios tienden perceptiblemente a crear una sociedad con un sector medio excluido, en la cual, tanto en lo que se refiere al mundo de
las organizaciones políticas como al de las organizaciones económicas, el centro mediador, la mediana emprea y, a decir verdad, el estado nación, son desplazados
de la contienda por las fuerzas de lo grande y lo pequeño, lo global y lo local
En rigor, en el mundo de Intern et así co o en el es, pacio mediático
eral, la ,tecnologí también
puede verse como • oUtic, Y esto eit
mensiones.
La política que surg- . . . r la que puede abogarse en torno de los medios es una política de acceso y regulación,
y la política que puede o no ser posible dentro de los medios es una política de participación y representación,
en ambos sentidos de la palabra, en la cual podrían
\ aparecer nuevas formas de democracia; o, a decir verdad, nuevas formas de tiranía.
A lo largo de los años, mucho se habló de los efectos
de la televisión, en especial, sobre el sistema político;
mucho, también, de los efectos combinados de los medios, la mercantilización y el naciente estado burgués
,
52
sobre la posibilidad de un discurso democrático genuino. En ambos casos, las tecnologías son condiciones necesarias pero no necesariamente suficientes para el
cambio. Sólo actúan en contexto. Sin embargo, en nuestro nuevo ambiente mediático existe la esperanza de
que, a partir de los improbables comienzos de la anarquía interactiva que es Internet en su situación aún
relativamente libre, surjan nuevas formas de política
receptiva y participativa que sean pertinentes tanto para la comunidad global como para la local. La democracia en línea y los concejos municipales y referendos electrónicos son la materia de la nueva retórica política que
efectivamente ve la tecnología como política. En sí
misma, esa esperanza depende, empero, de una política
más convencional que producirá, o no, políticas para el
acceso, que definan y garanticen alguna forma de servicio universal, protejan la privacidad y la libertad de palabra, administren la concentración de la propiedad y,
en general, destinen los frutos del espacio electrónico al
bien social general.
Las tecnologías mediáticas e informacionales son
ubicuas e invisibles. En efecto, son cada vez más ambas
cosas, a medida que los microprocesadores desaparecen dentro de una máquina tras otra y ellas supervisan,
regulan, controlan su funcionamiento y lo que harán
por nosotros, y generan y mantienen sus conexiones
con otras máquinas igualmente invisibles. Como tales,
la computadora e incluso la televisión pueden convertirse con rapidez en cosa del pasado. La tecnología como
in formación. Atrapados en la red.
En nuestra dependencia de la tecnología y el deseo
que nos despierta, nosotros, los usuarios y consumidores, nos confabulamos con esta situación. La enten>1 demos. Tal vez incluso la necesitamos. No es necesario
que veamos la máquina o comprendamos su funcionamiento. Dejemos simplemente que funcione. Dejemos
que trabaje para nosotros. En una proporción significativa, la cultura tiene que ver con la domesticación de-lo
TaTvaje. Lo Eacemos con nuestras máquinas, nuestra
53
) información, así como lo hicimos en el pasado con nuestros animales y nuestras cosechas. En esta actividad
I hay lógica y magia. Seguridad e inseguridad. Confiani za y miedo.
Demandas textuales y estrategias
analíticas
rr "
Es preciso que entendamos la tecnología, en especial
nuestras tecnologías mediáticas e informacionales, justamente en ese contexto, si pretendemos captar las sutilezas,
el poder las consecuencias del cambio tecno,
las tecnologías son cosas sociales, impregnadas de lo simbólico y vulnerables a las eternas
paradojas y contradicciones de la vida social, tanto en
su creación como en,su_uso, \E1 estudio de los medios,
Lserstengo, -férlüle-re a su vez un cuestionamiento semete de la tecnología.
54
En esta sección me concentro en la manera como los
medios nos reclaman. Desde luego, en su núcleo está la
inquietud por el poder de los medios, tanto en su eficacia como en sus efectos. Las demandas son demandas
de atención, pero también de respuesta. Nuestro mundo mediatizado se está inundando rápidamente de
mensajes y llamados que hay que oír; un empalago de
información, un empalago de placeres, un empalago de
persuasiones, para comprar, votar, escuchar. Las carteleras, la radio, la televisión, las revistas y la prensa, la
World Wide Web, todas forcejean en busca de espacio,
tiempo y visibilidad: atrapar un momento, tocar una
sensibilidad, lanzar un pensamiento, un juicio, una
sonrisa, un dólar.
El foco está en la mecánica de la mediatización; las
técnicas, si no las tecnologías que empujan los medios a
nuestra vida. ¿Cómo cautivar la mirada? ¿Embargar el
intelecto? ¿Seducir el espíritu? Los textos de los medios
son textos como cualesquiera otros. Los instrumentos
para analizarlos y las cuestiones que planteamos sobre
ellos no difieren en esencia de las cuestiones que se formularon sobre otros textos en otros tiempos. El hecho
de que en cierto sentido sean populares, de que en cierto
sentido sean ubicuos o efímeros, no descalifica este tipo
de indagación. Al contrario, podemos utilizar las herramientas analíticas que nos fueron útiles en otros lugares. Es preciso saber cómo funcionan los medios: qué
nos ofrecen y cómo. Y el punto de partida para esa indagación se encuentra en los textos mismos y sus demandas.
Esta investigación puede encararse de muchas
maneras, a través del detalle, hora tras hora y día tras
55
día, de los cambios de carácter y contenido, o a través de
las consistencias e insistencias de estructura y forma.
Me interesan estas últimas. En el análisis de los medios
el diablo no está en el detalle. Las telenovelas y los noticiosos van y vienen, y por encantados que estemos con
las minucias de personajes o situaciones, lo que se debe
explicar es la producción de ese encantamiento. Aun lo
excepcional, el acontecimiento o la catástrofe, los momentos únicos y trascendentes de la cultura contemporánea, se moldean y exhiben por medio de formas conocidas, que posiblemente contienen la perturbación que
pueden causar, y que los domestican al mismo tiempo
que los explotan o les dan un tratamiento sensacionalista.
En esta sección me concentro, entonces, en los tres
principales mecanismos del compromiso textual: la
retórica, la poética y la erótica. Cada una de ellas, a su
turno, permite prestar atención a una cualidad particular de los medios en cuanto procuran persuadirnos,
complacernos y seducirnos. La retórica, la poética y la
erótica son estrategias a la vez textuales y analíticas.
Todos los textos las emplean de una manera u otra y en
grados diferentes. Sin embargo, si queremos comprender las complejidades de la atracción textual y el poder
de los medios, tenemos que pensar analíticamente, porque los textos nos involucran de diferentes maneras y
con diferentes interpelaciones a nuestras sensibilidades. Las emociones son tan importantes como el intelecto. Lo superficial, tanto como lo profundo. Y hay distintas clases de participación. Consumimos nuestros medios de diferentes maneras, a menudo sin reflexionar:
estupefactos o alertas; activos, con frecuencia, sólo en
términos de nuestro deseo y nuestra capacidad de navegar a través de los espacios mediáticos, con un toque
del control remoto o del mouse. ¿Qué espacios nos ofrecen nuestros medios y qué hacemos dentro de ellos?
¿Cómo funcionan y qué trabajo hacemos nosotros como
respuesta?
56
4. Retórica
La retórica es a la vez práctica y crítica. Hablar bien
y con alguna finalidad y entender y enseñar cómo hacerlo de la mejor manera posible. Retórica, memoria e
invención. Inextricablemente entrelazadas, constituyeron antaño la base de una cultura oral pública y hacían
posible la expresión, realzaban la creatividad y ennoblecían el pensamiento: instruir, conmover, agradar. La
retórica pareció morir con la Ilustración; se convirtió en
ornamento. Hoy hablamos de mera retórica, recelosos
del artificio de la frase pulida o la metáfora sorprendente. Pero también deploramos su pérdida en los discursos de los políticos y otras figuras públicas, prisioneros,
como parecen estarlo cada vez más, del bocadillo televisivo o radial y la elocuencia obstruccionista.
La retórica es, sobre todo, persuasión. Es lenguaje
orientado hacia la acción, hacia el cambio de su dirección y su influencia También es lenguaje orientado hacia el cambio de actitudes y valores. Conmover pero
también encauzar: «La retórica está arraigada en la
función esencial del lenguaje mismo, una función que
es completamente realista y renace sin cesar, el uso del
lenguaje como un medio simbólico de inducir la cooperación en seres que, por naturaleza, responden a los
símbolos» (Burke, 1955, pág. 43).
En este capítulo quiero explorar la retórica como
una dimensión de los medios, cosa que de manera notoria es, y como un instrumento para su análisis, cosa en
que, posiblemente, debe convertirse. Mi intención es señalar que los espacios que los medios construyen en público y en privado para nosotros, en nuestros oídos,
nuestros ojos y nuestra imaginación, se construyen re57
tóricamente, y que si pretendemos comprender cómo
esos medios nos plantean sus demandas, lo sensato es
al menos volvernos, aunque no servilmente, a los principios que apuntalaron tanto la realización como el análisis de las primeras expresiones de la cultura oral pública. Sugiero que el lenguaje de los medios es lenguaje
retórico, y que la presunción del deseo de influir, así como la aceptación de una jerarquía en la estructura de la
comunicación mediática, es más adecuada que, por
ejemplo, la que apuntala la concepción de Jürgen Habermas (1970) cuando sostiene que el lenguaje es o debería ser exclusivamente un lenguaje de igualdad y reciprocidad.
En rigor, como lo admiten muchos autores, persuasión implica libertad. No tiene sentido tratar de persuadir a alguien de que no puede elegir, de que no puede
ejercer por lo menos en parte su libre albedrío. La persuasión también implica diferencia, dado que, del mismo modo, es inútil tratar de influir en alguien que ya
piensa como uno, excepto tal vez como una especie de
reafirmación ideológica. La retórica se basa en una
jerarquía, el reconocimiento de esa diferencia. Implica
clasificar y argumentar, y no sólo persuadir. Es habla,
pero también escritura. Fue crucial, alguna vez, en la
composición de «cartas y petitorios, sermones y plegarias, documentos y alegatos jurídicos, poesía y prosa,
pero [también] para los cánones de la interpretación de
leyes y textos religiosos y para los dispositivos dialécticos del descubrimiento y la prueba» (McKeon, 1987,
pág. 166). Y aún lo es, podríamos agregar.
No hay contradicción, por lo tanto, entre retórica y
democracia o entre retórica y conocimiento. Al contrario, la retórica supone la democracia y a la vez la exige;
y en la medida en que es práctica y crítica, también la
sostiene. La retórica es fundamental tanto para el ejercicio del poder como para la oposición a él. Del mismo
modo, en cuanto está en el centro de la clasificación y la
comunicación, y se define y realiza a través de sus cinco
ramas —invención, ordenamiento, expresión, memoria
y emisión—, supone igualmente que, cualquiera sea la
apariencia contemporánea, hay algo que debe comunicarse.
Lo que analizaré, en consecuencia, no será mera
retórica.
Al distinguirla de la lógica, Zenón de Citio describe
la retórica como un puño abierto, muy diferente del puño cerrado de la lógica. «La elocuencia», dice, según la
transcripción que Cicerón hace de sus palabras, «era como la palma abierta». Michael Billig (1987, pág. 95),
quien cita esta frase, encuentra en la metáfora una importante verdad metodológica: que el argumento puede
ser otra cosa que el puño apretado de la lógica, que la
retórica señala un espacio de disputa y debate, una forma de argumentación que no padece la clausura a veces
arbitraria de una lógica rigurosa. El puño abierto marca el reconocimiento de que en el mundo de los seres humanos, cuando se trata, por ejemplo, de derecho, política o ética, siempre habrá diferencias de opinión, sin
que su resolución esté garantizada.
Hay, sin embargo, otro modo de explorar la metáfora
de Zenón, que tiene pertinencia directa tanto para los
medios como para mi argumento. Consiste en ver en el
puño abierto una demanda, un pedido, un llamado de
atención. En reconocer que la retórica no garantiza el
éxito, que el orador puede suponer una audiencia pero
no insistir en ella, que el argumento o la apelación pueden ser ignorados. El puño abierto no determina. Invita. La retórica requiere una audiencia pero no puede inventarla. La oración, el texto, al menos, no sólo deben
ser oídos sino también escuchados.
Vivimos en una cultura pública en la cual las audiencias son muy solicitadas, la atención es muy solicitada y nuestros medios ofrecen, incesante e insistentemente, un puño abierto: que compromete, reclama,
implora la atención, comercial, política y estéticamente. Nuestro examen debe concentrarse en los mecanismos mediante los cuales se produce esta situación: los
modos como los publicistas se dedican a sus negocios, al
58
59
igual que la manera como se conduce la política partidista; pero también cómo afirman los canales de noticias [factual media] sus verdades y realidades. Debemos preocuparnos por la relación entre las estrategias
textuales y las respuestas de la audiencia, por la retorización de la cultura pública, y es preciso que estemos
en condiciones de hacerlo tanto analítica como críticamente.
Cuando Habermas (1989) lamentaba la refeudalización de la esfera pública, la destrucción del espacio frágil y efímero (y posiblemente imaginario) que los miembros varones de la burguesía británica de fines del siglo
XVIII crearon en la prensa y en los cafés para la discusión y el debate —una destrucción resultante de las
fuerzas combinadas de los medios, la mercantilización
y la intrusión del estado—, reconocía y malinterpretaba a la vez el resurgimiento de la retórica mediática como una fuerza dominante en la vida pública. Acaso
John Reith comprendió mejor las cosas cuando expresó
que la misión de la BBC era informar, educar y entretener. También lo hizo Guy Debord (1977) cuando denostó la sociedad del espectáculo.
Considérese, sin embargo, el que quizá sea el logro
retórico más fundamental de nuestros medios contemporáneos —en rigor, de todos los medios— y en especial
de los medios que transmiten noticias: su capacidad de
convencernos de que lo que representan sucedió efectivamente. Tanto los noticiosos como los documentales
tienen pretensiones equivalentes de verdad. Estas
pueden expresarse, según lo indica Michael Renov
(1993, pág. 30), como «créanme, yo soy el mundo». El
papel del documental consiste en su aptitud de movilizar pruebas éticas, emocionales y demostrativas: el valor de un argumento, el debatirse de las cuerdas del
sentimiento, la coherencia de los gráficos de barras.
¿En qué sentido, como se pregunta Jean Baudrillard
(1995), la Guerra del Golfo no tuvo lugar?
Y no sólo la Guerra del Golfo. Podemos reflexionar
sobre la fatídica noche de 1969 en que Neil Armstrong y
60
Buzz Aldrin pisaron la Luna. En un estudio de Wembley, al norte de Londres, un grupo de jóvenes investigadores y productores, que habían estado atareados
durante varios días, daban los últimos toques a un
programa en vivo que mostraría las primeras imágenes
del alunizaje, también en vivo, a los espectadores de la
nación. El programa anterior a las esperadas imágenes
incluía una discusión en el estudio con expertos invitados, desde luego, y lo que era probablemente la primera participación telefónica del público en la televisión británica: un proceso, podría sugerirse, en que se
reivindicaba y domesticaba, para consumo interno, lo
desconocido salvaje. Horas de espera y discusión y una
interminable ansiedad entre bambalinas precedieron
la transmisión final, en vivo y por satélite, de las imágenes; imágenes que eran completamente extrañas pero
también extrañamente familiares. Imágenes, aunque
también palabras: confusas pero legibles y audibles;
marionetas de sombras y voces quebradizas pero ominosas. Las demandas de la historia. Sus vistas y sus sonidos Las voces en off que nos contaban lo que sucedía;
que insistían en su significación, interpretaban las
imágenes turbias y, de cuando en cuando, nos devolvían
al control de la misión.
El equipo de producción, una vez liberado de los
afanes del manejo del personal y la inundación de llamadas telefónicas, se reunió en un estudio lateral para
mirar. Contaban con el beneficio de una enorme pantalla Eidofor que aumentaba los granos de la imagen pero
al mismo tiempo envolvía el espacio del estudio. En
cierto sentido, participaban realmente y, de algún modo
misterioso, habían contribuido al acontecimiento: ellos
depositaban a los hombres en la Luna.
Esa misma noche, más tarde, cuando otros los relevaron en su tarea informativa, los investigadores se
marcharon. Mientras caminaba hacia su casa, uno de
ellos pudo ver las parpadeantes luces azules de los televisores en las salas de departamentos y casas a lo largo
de la calle. Reflexionó entonces, como lo hace hoy, sobre
61
la naturaleza de esa experiencia mediatizada y sobre la
capacidad de la televisión, pero también de la radio, en
ese momento y antes, de reivindicar su realidad y adjudicarle significación. ¿Cómo sabía que lo que veíamos
estaba sucediendo realmente y no se representaba en
algún terreno baldío de Hollywood o Florida? ¿Cómo
juzgábamos su importancia?
La respuesta, por supuesto, reside en parte en
nuestra confianza en las instituciones responsables de
traernos la historia, la confianza en sistemas abstractos y técnicos que es un componente decisivo de la modernidad. Pero en parte, también, reside en las convenciones de la representación, en las formas de expresión,
en el frágil pero eficaz equilibrio entre lo conocido y lo
nuevo, lo esperado y lo inesperado, la certeza y el reaseguro de la narración y la voz; reside en el lenguaje, en la
retórica del texto emergente y en cómo se apoya en
otros textos anteriores y posteriores, aquellos que vuelven a subrayar y afirmar la realidad alegada. En este
caso, la retórica ocupaba el espacio y proponía un enlace entre acontecimiento y experiencia, como siempre intentaría hacerlo. Nos veíamos en la necesidad de creer
en algo de lo cual no teníamos pruebas independientes.
Entonces y ahora, y para siempre, es el texto el que nos
llama y nos reclama. «Créanme Yo soy el mundo». Y la
imagen indigna de confianza es silenciada por la retórica incorporada de una voz insistente.
Pero resultaba notorio que esto no sólo tenía que ver
con algo que ocurría fuera de nuestro alcance, sino también con el convencimiento sobre su significación y su
significado. El alunizaje era el alba de una nueva era; el
triunfo, mientras la Guerra Fría aún seguía su curso,
del bien sobre el mal y de la superioridad de las tecnologías y la valentía humana de Occidente sobre las del
Este. También en esto se nos pedía que creyéramos. Y
durante un momento, tal vez, la mayoría lo creyó.
Los retóricos, tanto los antiguos como los nuevos,
señalaron que, si pretende ser eficaz, la retórica debe
basarse en cierto grado de identificación entre el orador
62
y la audiencia. Persuadimos a alguien sólo en la medida
en que hablamos su lenguaje. Para modificar una opinión es preciso hacer concesiones. En el núcleo de la
persuasión y la raíz de la retórica están los tópicos, los
topoi, sin los cuales no puede haber conexión ni creación: ni memoria ni invención. Los tópicos son las ideas
y valores, marcos de sentido, compartidos y compartibles por hablantes y oyentes. Son lo conocido en lo cual
se basa lo novedoso, lo obvio y lo descontado con los cuales se construyen las sorpresas y se reclama la atención.
Abrevan en los conceptos y recuerdos compartidos de
los participantes, pero autorizan el cuestionamiento y
la revisión de esos recuerdos. Los tópicos aparecen
cuando la retórica encuentra y explota el sentido común, a veces a través del clisé, a menudo a través del
estereotipo, convocando un marco de cognición y reconocimiento sin el cual los intentos persuasivos resultan
infructuosos. ¿De dónde provienen los tópicos? Esto
dice Richard McKeon (1987, pág. 34): «Mientras que la
retórica de los romanos tomaba sus tópicos de las artes
prácticas y la jurisprudencia y la retórica de las humanidades los extraía de las bellas artes y la literatura, la
nuestra los encuentra en la tecnología de la publicidad
comercial y las máquinas de calcular» Los tópicos son
los símbolos compartidos de una comunidad. Compartidos, aunque no necesariamente indiscutidos. Discutidos, por lo tanto, pero reconocibles. Cada sociedad tendrá sus tópicos, su realidad manifestada en las frases e
imágenes de la vida cotidiana, fijada en las carteleras,
parpadeante en las pantallas, y juntos proporcionarán
marcos para la comprensión y el prejuicio, piedras de
toque para la experiencia y sitios para la retórica mediática de fines del siglo )0(. Los tópicos enuncian lo que
podría pasar por opinión pública. También dependen
de ella.
La retórica es técnica. Podríamos decir que es una
tecnología. Citando la Etica a Nicómaco de Aristóteles,
Richard McKeon la califica de «arquitectónica»: «un arte arquitectónica es un arte de hacer. Las artes arqui63
tectónicas se ocupan de los fines que ordenan los fines
de las artes subordinadas» (1987, pág. 3). Sus mecanismos son los tropos, así como las figuras: entre aquellos,
principalmente los de la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía; las figuras, separadas del tropo
por una divisoria inequívoca, que los retóricos clásicos
enumeraban y clasificaban de diferentes maneras:
«Las figuras del discurso son los rasgos, las formas o los
giros de la frase que son más o menos notables y más o
menos privilegiados en su efecto, y por medio de los cuales, en la expresión de ideas, pensamientos y sentimientos, el discurso se desvía en mayor o menor medida de lo que habría sido la expresión simple y común»
(Todorov, 1977, pág. 99).
Cuando la retórica declinó, el centro de la preocupación
pasó a ser su dimensión figurativa y no su dimensión
persuasiva. Como lo indica Tzvetan Todorov, la retórica
se convirtió imperceptiblemente en estética: el estilo se
volvió ornamento; y la retórica, mera retórica.
No obstante, las figuras, «las luces del pensamiento
y el lenguaje», siguen siendo la materia de la elocuencia
y la argumentación. Cicerón enumera algunas, y tal
vez sería apropiado demorarse unos momentos en su
lista, aunque sólo sea para incitar a reflexionar sobre
las continuidades de la expresión y las coincidencias de
la mediatización que ella sugiere. El interés, desde
luego, no está en insistir en que esa clasificación y ese
análisis son suficientes para comprender cómo funcionan nuestros medios, sino en indicar que cualesquiera
sean los conocimientos que lleguemos a definir como
adecuados para nuestra cultura oral electrónica y
secundaria, esa parte de esta deberá algo a las formas
clásicas de expresión, formas que integran el texto pero
también lo exceden. De modo que cuando Stuart Hall
y sus colaboradores (1978) describen de qué manera
los actos individuales de violencia personal se convierten en «asaltos» y, como tales, en una cuestión de sig64
nificación nacional, o cuando Stanley Cohen (1972) se
refiere al pánico moral provocado por los choques intermitentes entre mods y rockers en las ciudades de la
costa, se embarcan, entre otras cosas, en un análisis
retórico. Podemos ver la retórica en acción tanto dentro
de los medios como a través de ellos; sobre todo, en ese
aspecto de lo retórico que conocemos como amplificación. Y podemos empezar a reconocer su significación
política.
Pero vayamos a Cicerón. En el libro III del De Oratore discute sobre el estilo, la metáfora, la sintaxis, el
ritmo, el efecto subconsciente del estilo sobre la audiencia (y sus caídas) y las líneas de argumentación:
«Puesto que suscitamos una gran impresión si nos extendemos en un único punto y también si explicamos
con claridad y damos una presentación casi visual de
los acontecimientos como si estuvieran sucediendo
prácticamente, cosas que son muy eficaces para plantear un argumento y explicar y ampliar su formulación,
con el objeto de lograr que el hecho que amplificamos
ante la audiencia aparezca tan importante como es
capaz de mostrarlo la elocuencia; y la explicación es a
menudo contrarrestada por una rápida revisión, una
sugerencia que hace que se entienda más de lo que en
realidad decimos y la concisión alcanzada sin menoscabo de la claridad, y por la desestimación, y junto con ella
la burla» (Cicerón, 1942, págs. 161-3).
Cicerón habla de digresión, repetición, reducción,
exageración, contención, ironía, pregunta retórica,
vacilación, distinción, corrección, preparación de la
audiencia para lo que vamos a hacer, asociación de la
audiencia a nuestro objetivo, personificación, etc. Enumera las figuras del discurso (repetitio, adiunctio,
progressio, revocatio, gradatio, conversio, contrarium,
dissolutum, declinatio, reprehensio, exclamatio, immutatio, imago): todas ellas ejemplos de «dicción real
(. . .) que es como un arma tomada para utilizarla, con el
65
objeto de amenazar o atacar, o simplemente blandida
como alarde» (Cicerón, 1942, págs. 165-7).
Aquí podemos advertir lo fácil que resulta para el
orador —y Todorov señala al propio Cicerón como el
punto de inflexión— convertirse en retórico, y para
este, en el clasificador obsesivo de los giros y matices de
la expresión, el coleccionista de estilos y caprichos
verbales. No ha de sorprender que retórica llegara a ser
una mala palabra.
Se convirtió en una mala palabra, aunque disfrazada, después de su breve renacimiento en el estudio de
los medios en la década de 1970. Era la época en que estructuralistas y semióticos excavaban profundamente
en los lenguajes de los medios, en principio en la cinematografía y luego en la televisión, explorando estructuras y formas, y examinando las condiciones de posibilidad del significado (estructuralismo) y su determinación (semiótica). Había virtud en esta empresa, el primer intento sostenido de investigar el poder de los medios de una manera que no dependiese del análisis de
los efectos, pero fue un ruidoso fracaso precisamente en
su presunción de ese poder. Proponía un análisis del
significado en un punto del proceso, pero no indagaba
en sus consecuencias ni en los significados que resultaban posibles en cuanto plurales, diversos, inestables y
discutidos. No se sentía obligada a investigar lo social o
lo humano e indagar en las indeterminaciones presentes en el corazón de la comunicación. Al contrario, era
un tiempo, y siguió y sigue siéndolo, en que el sujeto humano, antaño considerado la fuente de la invención y el
ámbito apropiado de una exploración de la relación entre medios y experiencia, desaparecía en las estructuras, tanto literarias como institucionales, dentro de las
cuales se veía el ejercicio de ese poder.
El análisis clásico de Roland Barthes sobre la publicidad de Panzani en su artículo «La retórica de la
imagen», uno de los primeros análisis sostenidos de la
retórica de la cultura de consumo (sin embargo, McLuhan, el archirretórico, se adelantó a este intento unos
66
diez años, en su libro The Mechanical Bridge), propone
una descripción de las imágenes como ideología y de las
maneras sutiles, y no tan sutiles, como puede transmitirse el significado. La retórica, en efecto, aparece «como el aspecto significante de la ideología» (Barthes,
1977, pág. 49). Siempre se consideró que las imágenes
eran indignas de confianza. La seguridad estaba en las
palabras. Pero en el mundo del consumo masivo, unas y
otras se veían como poco más que disfraces: trampas
para incautos, lugares para encerrar al consumidor hechizado en textos y ciclos de productos, así como en lo
políticamente incorrecto.
Mi argumento, que se convertirá en algo parecido a
una cantinela, es que esa atención a los textos mediáticos, a su mecánica y, en este momento, a su retórica, es
un enfoque necesario pero insuficiente para comprender la mediatización en la cultura y la sociedad contemporáneas. El conocimiento mediático (y tendré más cosas que decir sobre este tema en el próximo capítulo) no
requiere ni más ni menos que otras formas de conocimiento: la capacidad de descifrar, apreciar, criticar y
componer. También exige, al menos según yo lo percibo,
comprender cuál es el sitio apropiado de la demanda
textual, desde los puntos de vista histórico, sociológico y
antropológico. Exige apreciar tanto el misterio como la
mistificación.
«En el misterio puede haber extrañamiento; pero lo
extraño también debe pensarse como capaz, en cierto
modo, de comunicación» (Burke, 1955, pág. 115). Nuestros elocuentes medios. Lo que une a Kenneth Burke y
Roland Barthes en su análisis de la retórica es el carácter central de la clase; la comunicación a través de la
clase, a través de la división material, crea el espacio
para la retórica: una forma de discurso, a juicio de Burke, en la cual se enmascara pero también se legitima la
inevitabilidad de la jerarquía. La retórica genera misterio. El capital lo explota. La persuasión es cortejo. La
adulación de la clase y la diferencia sexual. Aquí se trata de la retórica como un producto social, que requiere
67
un análisis social y textual. Aquí, también, hay una
pista para la retórica de la cultura popular, la adulación
perfecta.
Las raíces de la retórica radican en estas diferencias
fundamentales de tipo, por un lado, y en el deseo de comunicarse a través de ellas, por el otro. Llegar a una
audiencia, pero también identificarse con ella. Movilizar los tópicos compartidos de la cultura del momento,
pero ir más allá de ellos, creativamente: puesto que los
tópicos son los lugares de la invención y la innovación,
así como de la memoria y la conmemoración.
Examinar retóricamente los textos de los medios es
examinar cómo se elaboran y disponen los significados,
de manera plausible, agradable y persuasiva. Es explorar la relación entre lo conocido y lo nuevo; descifrar
la estrategia textual. Pero también es investigar la audiencia; descubrir dónde y cómo está situada en el texto; entender cómo se relacionan los tópicos con el sentido común; cómo se construye la novedad sobre bases
conocidas, y cómo se invierten las artimañas y se movilizan los clisés en las modificaciones del gusto y el estilo.
La publicidad es central (y, en efecto, una reciente
exposición de arte en carteles, realizada en el Victoria
and Albert Museum de Londres, utilizó la imagen del
puño abierto en sus propios anuncios). Pero también lo
son, como lo he señalado, los noticiosos y los documentales. La retórica pública en palabras e imágenes, estructurada gracias a la perspectiva de la cámara y el
tono de la voz y las formas familiares de la representación y reflexividad; los giros del argumento, el debate,
la apelación; la articulación de una cultura pública,
nunca inocente, aduladora hasta el extremo del engaño; misteriosa, mistificadora; que propone, reivindica,
cuestiona una realidad.
Mi argumento es que el lugar de la retórica ha cambiado. Ha pasado de la especificidad del texto a las generalidades de la cultura, ubicua e insistentemente visibles, ubicua e insistentemente audibles. Desde un
punto de vista retórico, las campañas políticas se ganan
68
y se pierden a medida que se construyen y manejan las
imágenes y los argumentos en una campaña mediática
tras otra. La metáfora militar ciceroniana sobreviviente es reveladora. La publicidad es la industrialización
de la retórica; las marcas son su mercantilización. Los
noticiosos y documentales nos proporcionan la materia
del mundo real dentro de formas, estructuras y tonos de
voz que nos persuaden de su veracidad y honestidad.
Mayoritariamente, no tenemos inconvenientes en aceptar lo que se dice; en aceptar, por lo menos, su agenda.
Estas retóricas públicas, estratégicas en su ocupación de los ámbitos dominantes del capitalismo tardío y global, deben conectarse con lo cotidiano; la metáfora pública, con lo privado. Sin audiencia, no hay conexión. Sin tópico, no hay comunidad. Pero aun entonces
no hay garantías.
69
Historias. Podemos contárnoslas unos a otros. Siempre nos las hemos contado unos a otros. Historias para
consolar, sorprender, entretener. Y siempre hubo narradores, sentados junto al fuego, que viajaban de pueblo
en pueblo, hablaban, escribían, actuaban. Nuestras
historias, mitos y cuentos populares definieron, preservaron y renovaron las culturas. Narraciones de pérdida
y redención, heroísmo y fracaso. Historias que tanto
manifiesta como secretamente ofrecen modelos y moralejas, rutas hacia el pasado y el futuro, guías para perplejos. Historias que desafían, importunan y socavan.
Historias con principios, medios y fines: estructuras familiares, temas reconocibles, agradables en su variación; una canción bien cantada, un cuento bien contado,
un suspenso bien logrado. Nuestras historias son a la
vez públicas y privadas. Aparecen en lo sagrado y lo
profano, reclaman realidad, juegan con la fantasía,
apelan a la imaginación.
Las historias necesitan audiencias. Necesitan ser
escuchadas y leídas, así como habladas y escritas. En el
contar también hay una demanda de comunidad, un
deseo de participación, un cooperar, una suspensión de
la incredulidad, una invitación a entrar en otro mundo
y compartirlo, aunque sea brevemente. Y las historias
viven más allá de su relato, en los sueños y las conversaciones, murmuradas, recontadas, una y otra vez.
Son una parte esencial de la realidad social, una clave
de nuestra humanidad, una expresión de la experiencia y un vínculo con ella. No podemos entender otra
cultura si no entendemos sus historias. No podemos
entender nuestra propia cultura si no sabemos cómo,
70
por qué y a quiénes contaron nuestros narradores sus
historias.
No obstante, Benjamin, al considerar el relato en la
modernidad, lamenta su declinación y encuentra el
origen de esta en el exceso de información con que los
medios, en su caso sobre todo la prensa, efectivamente
nos agobian, aislándonos de la experiencia en vez de conectarnos con ella:
«El reemplazo de la antigua narración por la información, y de la información por la sensación, refleja la
atrofia creciente de la experiencia. A su turno, hay un
contraste entre todas estas formas y el relato, que es
una de las formas más antiguas de comunicación. El
objeto del relato no es comunicar un suceso per se, lo
cual es el propósito de la información; antes bien, lo inserta en la vida del narrador a fin de transmitirlo como
experiencia a quienes escuchan. Lleva de tal modo las
marcas del narrador, así como la vasija de barro lleva
las marcas de la mano del alfarero» (Benjamin, 1970,
pág. 161).
Creo que Benjamin se equivoca. En la cultura mediática contemporánea no nos enfrentamos con la ausencia de historias sino con su proliferación, tanto en
los textos de los medios como en el ambiente que los rodea También nos enfrentamos cada vez más con el desdibujamiento de los límites entre la información y el entretenimiento, los hechos y las historias, un desdibujamiento que algunos consideran perturbador pero que
nadie puede ignorar. Aún tenemos la facultad de relacionar los productos de los medios con la experiencia, no
obstante su capacidad de alienación. Aún preservamos
en nuestra cultura un profundo sentido del encantamiento. Los medios encantan. En una medida significativa, estamos encantados. En el western y la telenovela;
en los informes de los grandes acontecimientos mediáticos de la hora y el relato de las historias de las comedias de situaciones para adolescentes; en nuestro inte71
rés en las estrellas y la fascinación por nuestros orígenes y futuros, la historia sobrevive. A decir verdad,
prospera y apela, como puede hacerlo hoy en nuestra
era electrónica, a fuentes tanto orales como impresas;
extrae sus recursos, y lo hace cada vez más, de las culturas globales; ora plantea serias demandas de tiempo
y atención, ora representa la espuma de la cultura
popular: atrae, compromete, empalaga, consume; una
mercancía en un mundo comercial.
Las historias proponen placer y orden. Para escucharlas con placer o consternación es preciso tener ciertos conocimientos; y ciertos conocimientos, también, se
requieren para criticarlas y entender cómo funcionan.
Aquí abogo por este último tipo de conocimiento, basado en la necesidad de entender justamente esa conexión entre intención y apelación, interés y respuesta,
texto y acción, y de comprender los mecanismos de intervención de los medios en nuestra vida cotidiana.
Nuestras historias son textos sociales: borradores,
bocetos, fragmentos, marcos; pruebas visibles y audibles de nuestra cultura esencialmente reflexiva, que
convierte los acontecimientos e ideas de la experiencia
y la imaginación en relatos cotidianos, tanto en la pantalla grande como en la pantalla chica. Y de este modo
son, nos guste o no, nuestra cultura, que expresa las
consistencias y contradicciones de la fantasía y la clasificación, y nos ofrece textos a nosotros, sus audiencias,
para que nos posicionemos, nos identifiquemos con personajes y tonos, sigamos la trama y saquemos (o no) algo de la capacidad imitativa de la narración.
El relato de historias está permanentemente en subjuntivo. Crea y ocupa el territorio de los «como si»: incita
afanes, posibilidades, deseos; hace preguntas, busca
respuestas. Victor Turner (1969) lo ve como una función
del ritual, las actividades que ocupan un espacio liminal, más o menos claramente marcado por un umbral
que lo separa de lo cotidiano. El ritual es a la vez parte
de la vida cotidiana y distinto de ella. Da cabida al juego. Las historias ocupan un espacio cultural similar.
72
De manera que cuando indagamos, como estudiosos
de los medios, en los placeres narrativos brindados por
una telenovela o una comedia de situaciones, indagamos en su capacidad de articular algo de nuestra cultura común. Procuramos entender los ritmos de su narrativa, su caracterización, sus modos de representar un
mundo reconocible; de proponer personajes —la mujer
fuerte, el adolescente herido de amor, el enfermo de
sida, el niño golpeado— y situaciones —divorcios, conflictos de dinero, muerte— con los cuales las audiencias
pueden relacionarse y, efectivamente, se relacionan. Y
esa representación y esa relación no siempre son fáciles
de entender, y sin duda no lo son para aquellos que consideran que el objeto generador de la conexión es reprensible o carece de calidad. No obstante, debemos intentarlo.
Pero, ¿cómo? Las modas cambian; en la investigación académica no menos que en otros ámbitos. Y en los
últimos veinte años las modas en el estudio de las narrativas mediáticas cambiaron de manera muy significativa, a medida que las diversas formas de deconstrucción literaria erosionaban su presunta autoridad. Estas
formas resultaron en versiones del mundo —una estética, en rigor— que consideran que los significados se dispersaron, en la misma medida que las culturas e identidades de quienes los hacen, sobre todo en su recepción:
como lectores, espectadores, consumidores.
Tenemos que reconocer, desde luego, que los discursos del mundo, tanto el popular como el elitista, son
múltiples. Se superponen. Convergen y divergen. Son
inestables. Hablamos de rastros de significados, los
hilos de plata que los caracoles dejan en las paredes del
jardín. Comprobamos que los significados se hacen dialógicamente, en la interfaz entre texto y lector, o conversacionalmente, en la interactividad de la charla por
Internet. Hablamos de la fractura de las identidades en
una era posmoderna, las indeterminaciones de etnicidades, clases, géneros y sexualidades en torno de las
cuales se forman las culturas, ofreciéndonos una cosa
73
hoy y otra mañana; aquí, allá, por todas partes, a medida que vagabundeamos a través del tiempo y el espacio,
como nómadas. Se nos ve como bailarines de un carnaval sin fin; máscaras en y entre lo hiperreal.
No puedo negar todo esto, pero sí sugerir que en
gran parte es una fantasía: una proyección irónica e
irreflexiva que ignora, en especial, la materialidad
tanto del símbolo como de la sociedad, y que lee erróneamente la capacidad de los textos de convencer, dar
forma al significado, brindar placeres, crear comunidades; lee erróneamente, además, las realidades de
la elaboración de significados y los placeres reivindicados y alimentados, de diferentes maneras, por supuesto, según las clases, las edades, los géneros y las etnicidades, pero, con todo, reales.
De modo que mi parecer es que los textos importan, las historias viven y los medios exigen su propia
poética: «En contraste con la interpretación de obras específicas, [la poética] no procura designar el significado,
sino que apunta a un conocimiento de las leyes generales que presiden el nacimiento de cada obra» (Todorov,
1981, pág. 6). Una poética mediática indagaría en las
estructuras del discurso de los medios, los principios de
su organización y los procesos de su surgimiento. Pero
también en el modo como esos discursos se enfrentan
con lectores y audiencias, la manera como crean los significados, los placeres y las estructuras de sentimiento
que surgen en la mente consciente e inconsciente de
quienes se permiten aunque sea una pizca de encantamiento, junto a la radio, en el teclado, frente a la pantalla.
Podríamos hacer algo peor que empezar con Aristóteles.
Su investigación apunta a los principios que subyacen en la poesía y la hacen posible: lo trágico, lo cómico
y lo épico; y principalmente al primero de ellos, la tragedia. Su punto de partida es la imitación: mímesis. La
imitación es, sugiere Aristóteles, natural en la humanidad. Es lo que nos distingue de las bestias brutas, y es
74
natural que todos los seres humanos se deleiten con las
obras imitativas. La tragedia, que implica la imitación
de objetos serios en un tipo excelso de verso, a la vez que
muestra a los hombres como mejores de lo que lo son en
el presente (la comedia los representa peores), es la forma más elevada de imitación, y contiene seis partes: espectáculo, melodía, dicción, carácter, pensamiento y
trama, de las cuales esta última es la más importante:
«La tragedia no es una imitación de personas sino de la
acción y la vida, la felicidad y la desdicha. Ahora bien, la
felicidad y la desdicha adoptan la forma de la acción; el
fin hacia el que apunta el dramaturgo es cierto tipo de
actividad, no una cualidad. Tenemos ciertas cualidades
de conformidad con el carácter, pero somos felices, o lo
contrario, en nuestras acciones. Los actores, en consecuencia, no actúan con miras a retratar un carácter; no,
incluyen el carácter en beneficio de la acción» (Aristóteles, 1963, pág. 13).
Las tramas son el alma misma de la tragedia. Tienen una unidad, un principio, un medio y un fin, necesariamente interrelacionados. El poeta no describe lo
que ha sucedido sino lo que podría suceder, yen este aspecto difiere de un historiador. Y como consecuencia,
cree Aristóteles, la poesía es de mayor significación que
la historia. La tragedia imita no sólo acciones completas sino también incidentes que despiertan compasión
y temor. Alcanza su mayor impacto en la presentación
de lo inesperado y lo maravilloso. La complejidad lo es
todo: la peripecia y el descubrimiento, sus elementos.
Su meta es lo que podríamos llamar la suspensión de la
incredulidad: «La trama (. . .) debe construirse de manera tal que, aun sin ver las cosas que ocurren, aquel
que simplemente escucha su descripción se llene de horror y conmiseración ante los incidentes» (Aristóteles,
1963, pág. 23).
El mundo, por supuesto, ha cambiado desde Aristóteles, pero no del todo. La mímesis, el realismo y la ve75
rosimilitud se hallan también en el corazón de nuestra
poesía, aun cuando esta se presente bajo la forma de la
comedia de situaciones y el largometraje, aun cuando
nuestras tragedias y comedias se extiendan a lo largo
del horario nocturno y los canales, aun cuando sólo aparezcan en publicaciones por entregas, literatura barata
o videos alquilados. Todos ellos, con grados variables de
éxito y sometidos, sin duda, a diferencias de valor, requieren un análisis. Debemos saber cómo funcionan.
Y debemos hacerlo sin caer en la trampa de los formalismos que definieron la poética como si fuera una
cuestión de teoría literaria. Si bien es absolutamente
aceptable ver en las narrativas contemporáneas un eco
de formas anteriores, los mitos y cuentos populares de
culturas preletradas, si bien es imposible ignorar las
consistencias de la narración de historias a través del
tiempo y las culturas, y si bien podemos argumentar
que ese tipo de historias cumplen funciones similares a
las de una cultura oral y reflejan, refractan y resuelven
(o al menos parecen resolver) los grandes y pequeños
dilemas de la vida y la creencia en sus culturas anfitrionas, sería un error insistir en que esas perspectivas
agotan las complejidades de nuestra propia cultura mediática. Puesto que nuestras historias forman parte de
una cultura refractaria más amplia, y sus pasajes a
través de las culturas, desde Hollywood hasta Teherán,
así como desde Broadcasting House hasta Birkenhead,
distan de ser neutrales en sus consecuencias o para sus
significados.
La poética de los medios debe extenderse más allá
del texto y examinar los discursos que los textos mismos pueden estimular pero no determinar. Debe elegirse un camino entre la mano pesada del determinismo
textual y las afirmaciones igualmente improbables sobre la capacidad de los lectores de dar sólo su propia interpretación. Es preciso que esa poética indague en la
relación entre las historias contadas y su reiteración,
sus amplificaciones y distorsiones, en los cuentos que
nos contamos unos a otros en nuestra vida cotidiana.
76
Debe indagar en las historias secundarias, terciarias y
cuaternarias que son algo así como percebes en torno de
los cascos hundidos de telenovelas o largometrajes muy
promocionados: las historias que los tabloides nos cuentan sobre sus personajes y los actores que los interpretan; o la apropiación de esas historias, tanto por los medios como en nuestras conversaciones, para llevarlas a
otros mundos: los de la política, el deporte y la familia
de al lado.
A su turno, esa apropiación depende de la accesibilidad de los textos apropiados, de su transparencia, de
su naturalidad. Jonathan Culler (1975) distingue cinco
maneras de producir esa vraisemblance en un texto,
una historia o un poema; cinco maneras de considerar
que reclaman cierto tipo de familiaridad, al ajustarse a
las expectativas de los lectores y ofrecer un mundo, una
cultura compartidos. La primera es la afirmación de
que representa el mundo real, la actitud natural. Se basa en la expectativa de que lo que se representa es simple, coherente y verdadero. La segunda se basa en la
representación y la dependencia de un conocimiento
cultural compartido, un conocimiento que puede ser específico de una sociedad y no de otra y estar sujeto a
cambios, pero que, no obstante, es considerado por sus
miembros como natural de una manera obvia y evidente por sí misma. Esas apelaciones textuales son
culturalmente específicas y dependen, por ejemplo, de
la presencia de estereotipos culturales. Podríamos considerar como ideológico este aspecto de la vraisemblance.
La tercera manera depende del género o las convenciones textuales que indican que una narrativa u otra
es de un tipo particular y, como tal, reconocible por los
lectores y las audiencias como, digamos, un western, un
filme negro, un relato policial o una comedia de situaciones. «En esencia, la función de las convenciones de
género consiste en establecer un contrato entre el escritor y el lector, a fin de hacer eficaces ciertas expectativas pertinentes y, así, permitir a la vez ser fiel a los mo77
dos aceptados de inteligibilidad y apartarse de ellos»
(Culler, 1975, pág. 147). La forma más sencilla de expresar la cuarta es señalar que se trata de un tipo de
naturalización o reflexividad de segundo orden en la
cual los textos se califican a sí mismos de artificiales
pero, como resultado, reivindican su autenticidad en
ese autoconocimiento. El narrador audible y consciente
de sí es una expresión de esta versión de la vraisemblance: el ámbito de las noticias televisivas en una sala
de redacción en funcionamiento podría ser otra. La dimensión final es la intertextualidad; a través de la parodia, la ironía, el pastiche y simplemente por medio de
la referencia a otro contenido o forma, los textos se refieren unos a otros y, al hacerlo, reclaman cierto tipo de
naturalidad, una familiaridad sobre la cual puedan basar su diferencia y su sorpresa.
Todas estas son estrategias textuales pero, como la
retórica, son demandas y no compromisos. Podemos
resistir incluso las lisonjas de una trama bien armada.
Podemos hacer nuestro su mensaje. Y, desde luego, lo
hacemos. Todo el tiempo. En el marco del estudio de los
medios, se realizaron en años recientes muchas investigaciones que insisten en la capacidad de lectores y audiencias para elaborar sus propios significados cuando
se enfrentan con el texto singular. Dallas fue un foco de
interés significativo, y justificablemente, no sólo por
sus enormes audiencias estadounidenses, sino por su
atracción global, con la excepción, hay que decirlo, de
Japón. En este caso, los estudios resaltaban las características particulares de la relación de las audiencias con
la serie como una historia, vista como un foco de apego
sentimental en el cual los espectadores se involucraban
e identificaban más con situaciones que con el realismo
de la trama no realista (Ang, 1986), o señalaban la capacidad de audiencias étnicamente diferentes de relacionar su propia vida con la narración gracias a la identificación con dilemas morales, políticos y económicos
(Liebes y Katz, 1990). Cada uno de estos estudios —y
hay muchos otros— enlaza la representación textual
78
con la experiencia o, al menos, con algún aspecto de la
experiencia, aunque tal vez sin abordar a esta como tal.
La confianza es aquí una mercancía negociable,
como en cualquier otro punto del proceso de mediatización. ¿Y la experiencia? No la reifiquemos. Aún es preciso que entendamos cómo entran los medios en los muna cómo nos llega y nos afecta su
pdoosesdíea lay vi cotidiana,
nodsa permite comprender, arreglárnoslas y
avanzar. Una poética de los medios debe interpretar en
este sentido el requerimiento de identificar «las leyes
generales que presiden el nacimiento de cada obra», e
elaboración
a boracóri
de el
incluir
ment o la
i dedsignificados más allá del mopublicación de la obra, porque estos, en su
atenuación, al estar sujetos a los patrones estructurados de la vida social, también están gobernados por
reglas (si no son similares a leyes). En rigor, la Poética
de Aristóteles no habla de estructura sino de estructuración y, como ya lo he señalado, esta (o la mediatización, en mi terminología) sólo se completa en la mente o
la vida del lector o el espectador.
Deben establecerse vínculos entre la comprensión
báec tai cqau.
narrativa
hecho, si la acción puede
que ya está
está siempre articulada por
seydP
iv adebe
narrarse,
signos, reglas y normas. Ya está siempre simbólicamente mediada (. . .) las formas simbólicas son procesos
culturales que articulan la experiencia». Así, al discutir
la relación entre tiempo y narrativa, Paul Ricceur (1984,
pág. 57), fundándose en Agustín y Aristóteles (y en esta
cita, también en Ernst Cassirer), sitúa la mímesis, tal
cual yo ya empecé a hacerlo, como el enlace clave entre
narrativa y experiencia. Y para Ricceur el tiempo pertenece a la esencia. El ordenamiento temporal de la experiencia nos permite seguir el ordenamiento temporal de
una narración, y este, a su vez, nos permite comprender
la experiencia; «el tiempo se vuelve humano en la medida en que se articula por medio de un modo narrativo, y
la narración alcanza su pleno significado cuando se convierte en una condición de la existencia temporal» (Ricceur, 1984, pág. 52).
79
Puedo seguir una historia porque vivo en el tiempo.
Tengo mi comienzo y mi final, una vez y definitivamente, pero también me multiplico en las horas, días y años
de mi vida compartida con otros. Esa vida está imbuida
de narraciones, tanto públicas como privadas, narraciones que me permiten comprender, al menos comprender de algún modo, quién y qué soy y dónde estoy. Las
historias que escucho, las que repito o imagino, se basan en mis experiencias del tiempo, y estas mismas experiencias dependen del conocimiento de esas historias.
Nuestros medios existen en el tiempo: el tiempo del
calendario anual de grandes acontecimientos, narrados
por su parte en el tiempo; el tiempo del horario semanal
y diario, modelado según la temporalidad de la semana
laboral a la vez que la refuerza; el tiempo de las narraciones interrumpidas de las noticias y las telenovelas;
el tiempo de las confesiones incesantemente reiteradas
de los talk shows diurnos, narración tras narración,
principios y medios y fines, historias para repetir, recordar, rechazar y resistir. Esas narraciones explican. Nos
dicen cómo es la cosa; y la cosa es tal como nos la cuentan, no sólo en las fantasías subjuntivas del «como si»,
sino gracias a nuestra capacidad de reconocernos, en
algún lugar, en algún momento, dentro de ellas. Seguir
una trama implica participar en diferentes cualidades
del tiempo; en su configuración, su totalidad, en la percepción de su final, en el reconocimiento de lo familiar y,
en la repetición, una expresión de lo no lineal, lo no progresivo. Tiempo hacia adelante y tiempo hacia atrás.
Tiempo repetido. Tiempo interrumpido. Rápido. Lento.
Líneas y círculos. El moldear y lo moldeado. El tiempo
biológico y social informa nuestra capacidad de leer y
escuchar, y ese mismo tiempo subyace, posiblemente,
en la capacidad de los relatos mediáticos —algunos de
ellos— de ignorar la especificidad de las culturas.
Así como en mi consideración de la retórica tuve que
distinguir entre el misterio y la mistificación y demandar que una retórica mediática indagara en ambos, en
su interrelación y en la implicación de sus contradicciones, corresponde ahora hacer otro tanto. Como nos lo
recuerda Elin Diamond, es preciso diferenciar entre
mímesis y mímica y recordar, como ella lo hace, qué
intensamente recelosa era la caracterización que Platón hacía de la imagen. El espejo miente. Pero lo peor
es que seduce a su poseedor y lo induce a creer que el
poder de lo real está capturado en su imagen. Para Diamond, el espejo es una herramienta facilitadora y, en
ese aspecto, una herramienta de género; no para la fidelidad sino para la diferencia, no para el reflejo sino para
la refracción, y la mimesis no es cosa de imitación sino
de representación. La mímesis es actuación. La mímesis, como la actuación, «es un hacer y una cosa hecha». Y
así es. La mímesis es facilitadora. No es necesariamente verdadera. «Por un lado, habla a nuestro deseo de
universalidad, coherencia, unidad, tradición; por el
otro, descifra esa unidad por medio de la improvisación,
el ritmo encarnado, las poderosas objetivaciones de la
subjetividad, y lo que Platón más temía (. . .) el remedo»
(Diamond, 1997, pág. y).
En consecuencia, nuestra poética mediática tiene
que ir más allá de lo descriptivo. No puede tomar el
valor nominal a valor nominal. Sin embargo, debe entender que la crítica depende de una comprensión de
los procesos en acción. El deleite que nos producen las
historias, nuestra capacidad de relajarnos con ellas, de
abandonar algunas de las tensiones de la vida cotidiana junto al amplificador o frente a la pantalla, son parte
de lo que nos posibilita seguir siendo humanos. Esto no
es mero sentimiento. Esa capacidad, esa aptitud de suspender la incredulidad, de entrar en el territorio apenas limitado del «como si» en busca de los placeres de la
cognición y el reconocimiento, hoy es probablemente
tan importante como siempre, si no más importante
que nunca. No obstante, las consecuencias de esa entrega para la identidad y la cultura, y para nuestra capacidad de seguir actuando en el mundo, distan aún de haberse entendido.
81
A su turno, este argumento tiene sus propias consecuencias. Es preciso recordarlo antes de lanzarse medrosamente a depositar los desastres de la inmoralidad
o la criminalidad contemporáneas a las puertas de los
medios, como si la coincidencia fuera causación, como si
la yuxtaposición fuera explicación, como si las historias
de la influencia no mediatizada fueran espejos, como si
nuestras acciones no fueran en sí mismas influencias y
marcos para la comprensión, como si el narrador estuviera en cierto modo alejado de la sociedad en la que
cuenta sus historias. Como si.
82
6. Erótica
El placer es un problema, desde luego. Tal vez no
para nosotros como individuos. Sabemos lo que nos gusta, lo que nos excita. Nuestros gustos son bastante claros. A nuestra modesta manera, buscamos la sensación. Placeres compartidos o placeres culpables. Elegimos los programas o los sitios web que, a nuestro juicio,
nos complacerán, en procura de recuperar la emoción
de ayer, la diversión de ayer. Placer en el juego, la broma, la situación, la fantasía. Nada malo hay en ello.
Inocencia. Entretenimiento. Nadie sale lastimado.
Las industrias mediáticas están preparadas para
producir placer, fácil y eterno. Naturalmente. Nuestros
Xanadús privados. La elevada pila de discos compactos
en un rincón del cuarto, los videos en el aparador, los sitios favoritos a apenas un clic de distancia; y placeres
accesibles sobre la marcha; dentro de casa y fuera de
ella, televisivamente, cinemáticamente, enchufados a
los walkmen y los aparatos de alta fidelidad.
En este capítulo quiero analizar lo erótico, no tanto
como un producto del texto sino de la relación entre espectadores, lectores y audiencias y los textos y acontecimientos mediáticos que brindan placer. El placer exige participación. El equilibrio de poder se inclina hacia
el consumidor. Placeres del cuerpo y placeres de la mente; lo físico y lo cerebral entrelazados. Placer, excitación, sensación se ofrecen constantemente, pero en realidad no se entregan a menudo; la no consumación es la
norma.
Sí, el placer es un problema en diversos aspectos. Sabemos lo que nos gusta pero nos resulta difícil explicar
por qué nos gusta. Pasamos mucho tiempo frente al te83
cidentes. Los nouveaux riches tenían dinero pero no clase. El artista o el académico tenían clase (por lo menos
en Francia), pero no dinero. Sin embargo, ¿cuánto tiempo tenían, y cómo usaban el tiempo que tenían, para
hacer qué? 7 )
A fines del siglo XX, el consumo no contractual ni
libre. Hay que asignarle tiempo, y no todos tenemos el
suficiente ni lo manejamos muy bien. En consecuencia,
es posible distinguirnos, y de manera significativa, no
sólo de acuerdo con la suma de capital económico o cultural que podemos poner en juego, sino también con
respecto al monto de capital temporal. El capital temporal tiene un género. Las mujeres de clase media insaladas en su casa y que crían hijos tienen muy poco.
Sus esposos, bastante más. Los desocupados rebosan
de él. Sin embargo, el capital temporal no es sólo una
cuestión de cantidad, sino además de calidad. Y nuestra capacidad de usar el que tenemos, y de usarlo bien,
depende desde luego de nuestro control de los recursos
materiales y simbólicos. El tiempo es precioso y escaso
para muchos. Vacío e inútil para muchos más Esa diferenciación hace que no tengan sentido los argumentos
que lo muestran uniforme También hace que el tiempo
sea mucho más interesante, y más complejo el papel de
los medios en su definición, asignación y consumo.
Puesto que en el consumo consumimos tiempo. Y en el
tiempo consumimos y somos consumidos.
Los medios median entre el tiempo y el consumo.
Proporcionan marcos y exhortaciones. Ellos mismos
son consumidos en el tiempo. Las modas se crean y
anulan. La novedad se proclama y se niega. Las compras se hacen y se dejan de lado. Los avisos se miran y
se ignoran. Los ritmos se sostienen y se rechazan. Consumo. Conveniencia. Derroche. Frugalidad. Identidad.
Ostentación. Fantasía. Anhelo. Deseo. Todo, reflejado y
refractado en las pantallas, las páginas y los sonidos de
nuestros medios. La cultura de nuestro tiempo.
138
Ámbitos de la acción y de la experiencia
En esta sección, el punto de mira cambia. Se traslada a la geografía de los medios y a cuestiones que, una
vez más, los abordan como mediatizadores. El interés
se sitúa en el contexto y la consecuencia. Nos involucramos con los medios como seres sociales de diferentes
maneras y desde diferentes lugares. Los marcos desde
los cuales miramos y escuchamos, meditamos y recordamos, se definen en parte según dónde estamos en el
mundo y dónde creemos estar, y a veces también, por
supuesto, según dónde nos gustaría estar.
Los espacios del compromiso mediático, los espacios
de la experiencia mediática, son a la vez reales y simbólicos. Dependen de la ubicación y las rutinas que definen nuestra posición en el tiempo y el espacio. Las rutinas que marcan las realidades del movimiento y la estasis en nuestra vida cotidiana. Las rutinas que definen los sitios de y para consumo mediático. Sentados
delante de la pantalla o frente al teclado. En un espacio
personal, privado, pero también, como lo hemos visto,
en un espacio público. No sólo las películas se hacen en
exteriores.
¿Cómo afectan estas coordenadas espaciales la experiencia mediática? ¿Cómo afecta la experiencia mediática nuestras autopercepciones en el mundo? ¿Cómo podemos empezar a entender el espacio y el ámbito a la
vez como objetivos: una sala de estar, un domicilio, temporario, permanente, y subjetivos: un producto de lo
anhelado o soñado? ¿Y cómo se involucran los medios
con nosotros en esas dos dimensiones? ¿Pueden fijarnos
en un espacio social y físico? ¿Importa dónde miramos y
139
escuchamos? ¿Qué clase de espacio o espacios nos ofrecen o niegan los medios?
Estas preguntas son importantes justamente porque el espacio se ha convertido en una entidad mucho
más compleja, quizá, de lo que imaginábamos antes. La
modernidad trajo aparejada la movilidad geográfica y
social, un desarraigo que sucesivos estímulos industriales y políticos fortalecieron, de una manera tanto
constructiva como destructiva. Somos muchos, cada
vez más, los que no podemos depender ya de las seguridades y estabilidades del lugar. ¿Pueden los medios
compensar esa pérdida? ¿La refuerzan?
Saber dónde estamos es tan importante como saber
quiénes somos, y desde luego ambas cosas están íntimamente conectadas; pero el dónde y el quién se complican no sólo a causa de las circunstancias objetivas
del ámbito y los límites que imponen a nuestra aptitud
para actuar en y sobre el mundo, sino debido a la capacidad de los medios de extender alcance y campo de
acción: ofrecer una ventana al mundo que, cada vez
más, no es sólo una ventana sino una invitación a ampliar nuestra capacidad de actuar más allá de las restricciones de lo inmediato y lo físico. A decir verdad, en
el espacio virtual.
En lo que sigue quiero, entonces, explorar estas
cuestiones concentrándome en tres dimensiones —y
hasta niveles— entrelazadas de acción y mediatización: el hogar, la comunidad, el planeta. Cada una de
ellas brinda la oportunidad no sólo de considerar las características objetivas de la vida y la comunicación en el
espacio social y mediático: indagar en la política y la
cultura del hogar, el barrio o el sistema global, sino
también de explorarlas como un imaginario: un sitio
cuyo significado y significacii5n se construyen como parte de la cultura en los sueños y narraciones de los medios y la vida cotidiana. En este punto, o al menos así
me parece, debemos investigar el papel de los medios,
que definen y articulan el espacio y el lugar, nos resguardan y nos perturban, sostienen y rehúsan la identi140
dad, nos ponen en el centro o los márgenes y nos ofrecen
recursos para trascender los límites de nuestro espacio
social inmediato. El hogar, la comunidad y el planeta,
en su interrelación inconsútil y contradictoria, me permitirán, también, indagar en el papel de los medios en
la facilitación u obstaculización de un sentido de pertenencia.
141
10. La casa y el hogar
Una niña de no más de cinco o seis años vuelve a
casa desde la escuela una tarde de verano. Entra a la
carrera en la sala de estar de su casa suburbana, arroja
la caja de vianda vacía sobre el sofá y enciende el televisor. Se deja caer frente a él, de rodillas sobre la alfombra. Unos minutos después, el jardín la tienta y allí va.
Hasta el fondo y el columpio. El televisor sigue encendido y la madre, desde su visión panóptica en la cocina, al advertir que su hija ya no mira, entra y lo apaga.
La niña reacciona de inmediato y, tan pronto como su
madre deja la sala, vuelve corriendo, lo enciende y regresa al columpio, donde apenas le llegan los sonidos.
¿Qué se puede hacer con este fragmento de vida cotidiana? ¿Qué podría contarnos sobre el papel de los medios? ¿Qué cuestiones sugiere?
Este es el mundo infantil de la casa y el hogar. Un
jardín. Una cocina. Una madre. Protegido. Seguro. Y
dentro de él, ahora, los medios. El televisor. Encendido
o apagado. Encendido y apagado. Siempre disponible.
Siempre a mano. Inmerso en la cultura de la familia.
Una fuente de discordia pero también de dependencia.
Su familiaridad, su continuidad, su eternidad.
Hay mucho que decir sobre la casa y el hogar y sobre
el papel de nuestros medios en su definición y facilitación, así como en su debilitamiento. Y lo que quiero
considerar ahora son estas dimensiones opuestas y contradictorias de la experiencia y su ámbito, su fundamentación en el espacio físico y psíquico de nuestra domesticidad. Porque ya no podemos pensar en la casa,
así como ya no podemos vivir en casa, sin nuestros medios.
143
El hogar es un concepto intensamente evocador, en
especial, tal vez, en el siglo XX, un siglo en el cual podría estimarse que llegó a ser muy vulnerable. En rigor,
este tipo de conceptos, dominados por la nostalgia, surgen con mayor insistencia en momentos en que se reconoce que acaso ya no sean seguros en el mundo real. El
mismo destino ha caído sobre la familia, la comunidad
y hasta la sociedad. Se los recupera súbitamente en los
discursos, tanto académicos como de la vida cotidiana,
cuando están a punto de desaparecer como estructuras
o instituciones sociales concretas. A decir verdad, toda
una serie de disciplinas, muy en particular la de la sociología, surgieron como un fénix de las cenizas de este
mundo supuestamente agonizante En épocas más recientes, ideologías políticas enteras tienen un origen similar.
La lengua inglesa está impregnada de expresiones
sobre la casa que evocan y dependen de emociones intensas: sentirse en casa [to feel at home], regreso al hogar [homecoming], sin techo [homelessness]. Hogar,
dulce hogar. El hogar, en el romance y el deseo, como un
lugar para todo, donde todo está en su lugar. Y también
los medios, en sus telenovelas y comedias de situaciones, proporcionan, tanto de manera directa como indirecta, representaciones igualmente eficaces e insistentes de lo que es estar en casa, al mismo tiempo que suponen, por lo menos durante la era de la radioteledifusión, que tienen un papel en el sostenimiento de la casa
y el hogar. De modo que una discusión semejante debe
ir al corazón de las cosas: en rigor, al hogar de las cosas.*
Por lo tanto, hablar de la casa y el hogar es a la vez
hablar no sólo de un único espacio físico. Es hablar de
un espacio que tiene una profunda carga psíquica. Una
carga en la cual la memoria se confabula con el deseo y
a menudo lo contradice. Un lugar más que un espacio.
* Juego de palabras entre heart, corazón, y hearth, hogar, fogón
y también, figuradamente, casa. (N. del T)
144
Un lugar de refugio. Un lugar tan facilitador como
opresivo. Un lugar con límites que hay que definir y defender. Un lugar de regreso. Un lugar desde el cual contemplar el mundo. Privado. Personal. Interior. Conocido. Mío. Todos estos términos tienen su opuesto. Y el hogar es el producto de su diferenciación. Siempre es relativo. Siempre contrapuesto a lo público, lo impersonal, lo exterior, lo desconocido, lo tuyo. El hogar, en
oposición a la casa [household] y la familia —cada uno
de estos términos describe diferentes tipos de domesticidad—, parece haber tenido una vida inequívoca; ni siquiera una vez dejó de brindar por lo menos una esperanza, una pizca de anhelo.
En su notable libro sobre la poética del espacio, el
filósofo francés Gaston Bachelard se refiere al hogar
como el ámbito del ir y venir, del afuera y el adentro.
Podríamos considerarlo como una dialéctica de lo
público y lo privado, pero también de lo consciente y lo
inconsciente. En este sentido, el hogar es para Bachelard un producto de esa dialéctica, así como, en el contexto de la vida cotidiana, su precondición. Mi intención
es sugerir que los medios están centralmente involucrados en esta dialéctica del adentro y el afuera.
Permítanme seguir durante un momento a Bachelard en sus meditaciones críticas:
«Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio
vital, de conformidad con toda la dialéctica de la vida,
cómo echamos raíces, día tras día, en un "rincón del
mundo".
»Porque nuestra casa es nuestro rincón del mundo.
Como se dijo a menudo, es nuestro primer universo, un
verdadero cosmos en toda la acepción de la palabra. Si
la observamos íntimamente, la morada más humilde
tiene belleza (. . .) todo espacio realmente habitado lleva
la esencia de la noción de hogar (. . .) Una casa constituye un cuerpo de imágenes que dan a la humanidad
pruebas o ilusiones de estabilidad. Reimaginamos
constantemente su realidad: distinguir todas estas
145
imágenes sería describir el alma de la casa; significaría
desarrollar una verdadera psicología de la casa» (Bachelard, 1964, págs. 4, 17).
La preocupación de Bachelard, una preocupación fenomenológica, tiene que ver con el status de la casa como hogar. Una casa que, como él dice, proporciona tanto
las realidades como las metáforas de nuestra seguridad
en un mundo incesantemente agitado. Nunca dejamos
nuestra primera casa. La casa desde cuyo interior construimos nuestro universo, nuestro espacio cósmico. Pero la casa también propone espejos y modelos de la
mente. El sótano es lo inconsciente, oscuro y húmedo en
sus fuerzas subterráneas: primitivo y viscoso. El desván es la fuente de los temores cerebrales, más fáciles
de racionalizar pero, pese a todo, monstruosos. Como lo
sugiere Bachelard: «una casa que ha sido experimentada no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico» (Bachelard, 1964, pág. 47).
Y el espacio habitado tiene puertas y umbrales:
«¡Qué concreto se vuelve todo en el mundo del espíritu
cuando un objeto, una simple puerta, puede transmitirnos imágenes de vacilación, tentación, deseo, seguridad, bienvenida y respeto! Si tuviéramos que hacer un
recuento de todas las puertas que hemos abierto y cerrado, de todas las puertas que nos gustaría volver a
abrir, deberíamos contar la historia de nuestra vida entera» (Bachelard, 1964, pág. 224).
Los hogares y las casas implican entradas y salidas,
movimientos desde adentro hacia afuera, y a la inversa.
Umbrales a cruzar. Puertas a abrir. Paredes a defender.
Los límites entre diferentes tipos de espacios, y los
valores acordados a cada uno de ellos, varían de cultura
a cultura y de tiempo en tiempo. La ciudad percibe sus
puertas de manera diferente del suburbio. El italiano,
del inglés. La clase media, de la clase obrera. Los escalones lustrados, las cortinas de encaje, las verandas y
146
las ventanas panorámicas señalan y significan una
versión diferente de la barrera entre adentro y afuera:
ver y no ser visto, ser visto y no ver. Acoger u ocultar.
Moverse libremente o sentirse restringido. Escenarios
y bastidores. Solitario y compartido. Aperturas y cierres. «Pero, ¿es el mismo ser quien abre la puerta y
quien la cierra?» (Bachelard, 1964, pág. 224).
La puerta y su dintel marcan el umbral. Este, a su
turno, se halla marcado como sagrado. Tradicionalmente, las familias judías ponen un cofrecillo, mezzuzah, en la jamba derecha de la puerta. Al cruzarla, lo
tocan y dicen una plegaria: «quiera Dios dejarme entrar
y salir desde ahora y para siempre». El antropólogo Arnold van Gennep sugiere que este cruce y los diferentes
tipos de espacios que se definen como consecuencia de
él, son un modelo para todos los rituales y los modos
como las sociedades sintieron la necesidad de distinguir
entre lo sagrado y lo secular, lo habitual y lo marcadamente excepcional; y de ver y expresar espacialmente
esas diferencias. La puerta tiene, entonces, una significación a la vez literal y espiritual. Soñamos con puertas. Nuestras fantasías compartidas y compartibles se
expresan como pasajes a través de puertas: las puertas
de la percepción, puertas del otro lado de las cuales descubriremos misterios, placeres y terribles pesadillas.
Alicia a través del espejo.
Van Gennep (1960, págs. 12, 20) es muy claro:
«La sacralidad es un atributo y no un absoluto; lo pone
en juego la naturaleza de situaciones específicas (. . .) la
puerta es un límite entre los mundos ajeno y doméstico
en el caso de una vivienda corriente, y entre los mundos
profano y sagrado en el caso de un templo. Por lo tanto,
cruzar el umbral es unirse a un nuevo mundo».
Y quien controle las entradas y salidas controla gran
parte de lo que es importante para los medios y la vida
cotidiana.
147
Ahora tenemos nuevas puertas, marcadas por el
umbrárae- la pantallAclel televisor o la computadora.
-13We'rfas ST 'ventanas cLuenpa_permiten ver e ir más allá
de los límitesielesació físico de la casa y más allá,
incluso,déra imaginación. Encender, conectarse, es
desde luego trascender el espacio físico. Pero, aun en un
mundo de impresos, es, como siempre ha sido, entrar en
un territorio marcado que ofrece la vislumbre de algo
sagrado; corriente pero ultramundano; poderoso en su
capacidad de darnos la ilusión, y a veces la realidad, de
un control conquistado y ejercido; poderoso, también,
en lo que a menudo se le cree capaz de hacernos. En
verdad, ¿dónde diablos tiene el poder personal otra cosa
que un doble filo? Alcanzar también es ser alcanzado.
Nuestras luchas por los medios, tanto las privadas como las públicas, son luchas por este umbral.
En el Reino Unido, los radioteledifusores aceptan las
restricciones de lo que se conoce, perceptivamente,
como el umbral, la hora hechizada, las nueve de la noche, cuando se supone que los niños ya no ven televisión
y los emisores quedan liberados de algunas de las
li itaciones en materia de decoro. ambién el tiempo
ene sus pue-tra-s-. as angustias que alimentaron y fianciaron las investigaciones mediáticas desde su coienzo mismo, a partir quizá de los estudios del Payne
und sobre el cine en la década de 1930, pero muy innsificadas en la era de la televisión, se basan en este
temor de que cosas inaceptables atraviesen un umbral.
(Y más recientemente, con las líneas telefónicas de chat,
las carteleras electrónicas y las redes globales pornográficas o políticamente inadmisibles, esas angustias
se han vuelto aun más visibles. Hoy tememos ser ya incapaces de controlar umbral alguno: ni el de la nación
ni el de la casa. El temor a la penetración y la contaminación es intenso. Los ritos y derechos de paso. Volveré
a este tema.
Nuestra preocupación por la seguridad y el hogar
está inevitablemente acompañada de las inquietudes
por protegerlo. En mi ejemplo del comienzo de este ca-
1
I
148
pítulo, la madre tal vez haya estado más interesada en
apagar el televisor para ahorrar electricidad que para
evitar un mal necesario en otras circunstancias. Pero
para la hija el aparato formaba parte de la casa. Su familiaridad, y acaso hasta los sonidos distantes de las
cortinas musicales de los programas favoritos, eran
suficientes para brindarle confort, electrónicamente
difundido pero, no obstante, real, aunque sólo fuera para ella.
Como lo indica Agnes Heller (1984, pág. 239), el hogar es la base de nuestras acciones y percepciones, cualquiera sea el lugar en que nos encontremos:
«Esencial para la vida cotidiana promedio es la conciencia de un punto fijo en el espacio, una posición firme
desde la que "procedemos" (. . .) y a la cual regresamos a
su debido momento. Esta posición firme es lo que llamamos "hogar" (. . .) "Volver a casa" debería significar:
regresar a esa posición firme que conocemos, a la que
estamos acostumbrados, en la cual nos sentimos a salvo y donde más intensas son nuestras relaciones emocionales».
¿Y cuando no podemos volver a casa? ¿Y cuando estamos en movimiento, desplazados por las guerras, la política o el deseo de una vida mejor? Con nuestros medios, podemos llevar con nosotros algo del hogar: el periódico, el video, la antena satelital, Internet. En este
sentido —y se ha convertido en un tropo familiar de gran
parte de las teorizaciones recientes sobre la nueva era
de la información—, la casa se ha transformado en algo
virtual, sin ubicación, y puede mantenerse con esas
características. Un lugar sin espacio, como compensación, tal vez, de los momentos en que vivimos en espacios que no son lugares. Cuando no podemos ir a casa.
¿Qué se preserva y protege en estos espacios intensos y vulnerables, conectados [on-line] y desconectados
[off-line], reales y virtuales e imaginados, que llamamos hogar?
149
La memoria y el hogar se hallan decisivamente interrelacionados. Gaston Bachelard (1964, págs. 6, 15)
escribe:
«Los recuerdos del mundo externo tendrán la misma tonalidad que los del hogar. Y al evocar estos, aumentamos nuestra provisión de sueños; nunca somos verdaderos historiadores y siempre un poco poetas, y la emoción quizá no sea otra cosa que la expresión de una poesía perdida.
»Así, al abordar la casa con la preocupación de no
romper la solidaridad de la memoria y la imaginación,
podemos tener la esperanza de hacer que otros sientan
toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos
lleva a una inimaginable profundidad (. . .) la casa es un
refugio para las ensoñaciones, la casa protege al
soñador, la casa nos permite soñar en paz (. . .) La casa
donde nacimos es más que una encarnación del hogar,
también es una encarnación de los sueños».
Hogar. El receptáculo de la memoria y la cognición.
Las vidas que se vivieron en él, compartidas por las familias, tanto nucleares como extensas, y la familiaridad de habitaciones y tecnologías, representan en conjunto un maletín para lo cotidiano, sus historias y sus
recuerdos: sobre todo, tal vez, los de la infancia. Nuestras experiencias del hogar están determinadas por las
circunstancias materiales de nuestra vida cotidiana y
el modo como se recuerdan y evocan. Las historias del
hogar corren como venas a lo largo del cuerpo social. Y
e›Sas his as y---g§tjúoqd
m ¡os.
Piensen en su propia infancia y adolescencia, y cuán
a menudo un fragmento musical, un personaje de una
telenovela e incluso el relato de un gran acontecimiento
noticioso convoca, como un perfume, un mundo. Pienso
en las mías. La pantalla de un televisor blanco y negro
en la sala. La coronación de Isabel II. La radio de transistores debajo de la almohada. Los programas de la infancia: Journey into Space, Two-way Family Favou-
-
-
150
rites, Cisco Kid, Quatermass and the Pit, In Town Tonight, The Six Five Special, Potter's Wheel, Radio Luxembourg. Compartir ese mundo con nuestros coetáneos, reflexionar sobre el pasado que evoca, es conectarse con el otro, domesticar un pasado que puede ser
compartido. Pero también es incorporar los recuerdos
de los medios a nuestra propia biografía, a los recuerdos del hogar, buenos, malos e indiferentes. Estas son
las experiencias formativas: el hogar como ~ro
iie-diáriSdo y los medios como un espacio domesticado.
legüros en ellos, podemos soñar. Sin ellos estamos
desnudos. Dentro de ellos son posibles ciertos tipos de
nociones: las cosas de nuestra vida cotidiana que damos
por descontadas. A través de ellos surgen lenguajes
privados y morales personales; las historias e identidades compartidas de quienes reivindican un sueño singular de la casa.
O lo desean. O proyectan en la fantasía y la apetencia esos sueños de mundos que se han perdido. También aquí son centrales los medios. Puesto que con la
modernidad llegó la dislocación, y como si se tratara de
compensar esa desarticulación material, el movimiento
de poblaciones, la desintegración de las familias, llegaron los medios. Del púlpito al periódico, del carnaval al
cine, del vodevil a la radioteledifusión: los medios masivos. Compensaciones por la pérdida del hogar, que trasladan las imágenes y reivindicaciones de este al espacio
público y las proyectan continuamente para el barrio y
la nación.
La versión que presenta Walter Benjamin de este
movimiento es la privatización del interior burgués decimonónico. Esos espacios domésticos inmaculados e
inmaculadamente controlados en los cuales se construía y proclamaba el mundo. «El salón era el palco en
un teatro mundial» (Benjamin, 1976, pág. 176), un espacio desde el cual podían reclamarse las imágenes y la
información de un espacio público, y al mismo tiempo
se era capaz de decidir qué excluir. Para Raymond Williams (1974), los medios respondieron a una segunda
151
ola de confianza burguesa, cuando las familias se mudaron de la ciudad a los suburbios. El tema volvía a ser
la privatización, dado que el sistema de radioteledifusión apareció para facilitar la dispersión de las poblaciones: unir el hogar privado a uno público; a decir verdad, redefinirlo como un espacio en el que la radioteledifusión era esencial, y definir una versión específica
del hogar como apropiado para el manejo de la vida cotidiana. En primer lugar la radio, luego la televisión:
«La radiodifusión significa el redescubrimiento del hogar. En estos días en que la casa y el hogar han sido en
gran medida abandonados a favor de una multitud de
otros intereses y actividades externos, con la consiguiente desintegración de los lazos y afectos familiares,
parece que esta nueva convicción puede hasta cierto
punto volver a poner el techo parental en su antiguo
lugar habitual, porque todos admitirán que este es, o
debería ser, una de las mayores y mejores influencias
sobre la vida» (C. A. Lewis, 1942, citado en Frith, 1983,
pág. 110).
¿Y ahora? Los hogares son vulnerables a la historia.
Esto no forma parte de la ecuación de Bachelard, pero
difícilmente podamos ignorarlo. Y las puertas, como he
señalado, pueden tanto abrirse como cerrarse. Hoy, los
hogares son políticos. Es preciso reinventarlos continuamente. Y los medios se movilizan, como ocurre con
muchas tecnologías, para ir al rescate de una institución que, según se estima, ellos mismos están socavando. Qué paradoja escarmentadora.
No obstante, es posible sugerir que casi todos nuestros impulsos regulatorios, los que se enfrentan con la
propiedad de las industrias mediáticas por un lado y los
que conciernen al bienestar de la familia por el otro, están preocupados por la protección del hogar. Lo que los
vincula es, desde luego, el contenido: las imágenes, sonidos y significados que se transmiten y comunican diariamente, y sobre los cuales los gobiernos creen tener
152
cada vez menos control. El contenido es importante porque se presume significativo. Por banal que parezca, se
considera que los melli2s2plaulrtantes debido al
nte ejercen sobre nosotros, en
casa ueden tanto quebrantar como resguardar el
santuario. Esa es la lucha. Esa es, también, la líichá por
la familia; una lucha para protegerla en su inocencia y
su centralidad como una institución en la que presuntamente coinciden las morales públicas y privadas.
Una lucha por el control, una lucha que propagandistas
y publicistas entendieron y aún entienden. Y una lucha
que también entienden los padres, cuando discuten con
sus hijos los hábitos de espectadores de estos o el tiempo que pasan conectados en línea, y que define en parte,
según las diferencias de edad y de género, la política
particular de las familias.
Las investigaciones realizadas bajo la dirección de
George Gerbner (1986) en la Universidad de Pennsylvania a lo largo de varios años sugieren que quienes
miran televisión con mayor intensidad, una actividad
que definen como «predominante», comienzan a articular una visión de su mundo que es singularmente la de
la propia televisión, ya que representa el mundo, en
efecto, en términos que están un tanto alejados de las
realidades de su vida cotidiana. El mundo es visto a través de la lente de la televisión, por así decirlo, y como
consecuencia, sostienen los investigadores, esos espectadores convencionales son más ansiosos, más temerosos y más conservadores. Estos descubrimientos
quizá no sean sorprendentes una vez que admitimos
que cualquier medio dominante, con mensajes más o
menos consistentes —esto es, ideológicos—, tiene
probablemente algún efecto sobre quienes lo consumen.
Y la televisión se ve aquí como una amenaza para la
casa y el hogar, al menos en su forma actual. Estos
hallazgos llevan agua al molino de los reformadores
morales y mediáticos, para quienes los medios son la
fuente de gran parte de los males, si no de todos ellos.
Sin embargo, semejante ingenuidad moral y metodoló153
gica es insostenible, en especial hoy, cuando nuestros
medios se extienden más allá del poder de control de los
difusores, y más allá de la capacidad de la televisión de
definir sus términos, tanto comerciales como de referencia. Regular los contenidos empieza a parecer un
imposible.
Y así prosigue la política de los medios, aun cuando
las premisas en las que se basa sean inadecuadas y contradictorias. Esa política se preocupa sobre todo por el
poder de abrir y cerrar puertas, y controlar los derechos
de paso. Se preocupa por el control de las rutas y medios
de acceso comerciales, y por las tecnologías y la codificación de los conversores digitales.* Se preocupa por la
propiedad de los multimedios y el poder del capitalismo
global de dominar las nuevas frecuencias digitales. Se
preocupa por la capacidad de los medios de promover o
romper la vida en la casa, preservar las culturas nacionales y domésticas, y posibilitar el cultivo de esa idea de
lugar sin la cual nuestra humanidad es vulnerable, una
idea de la ubicación independiente del sitio en que podamos realmente estar.
Y estudiamos los medios en su domesticidad debido
a nuestra preocupación general por los límites que rodean esa domesticidad, y las amenazas específicas que
nos plantean la pantalla y el umbral electrónico. Desde
luego, se considera que la nueva ideología de la interactividad, que subraya nuestra capacidad de extender el
alcance y el campo de acción y controlar, por medio de
nuestras propias decisiones, qué consumir, cuándo y
cómo, promete revertirlas. Se saluda en ella la posibilidad de deshacer un siglo de difusión de uno hacia muchos y la progresiva infantilización de una audiencia
cada vez más pasiva. Es la expresión de un nuevo
milenarismo. Se trata de las ideas utópicas de la nueva
era en la cual se cree que el poder, al fin, ha pasado a
manos de la gente: de la gente, vale decir, de quienes
tienen acceso al mouse y el teclado, y pueden controlarlos.
Hay en este campo cuestiones más amplias, por supuesto, que seguiré abordando, tanto en esta sección
como en el resto del libro. Y al hacerlo intentaré mantener dentro de mi propio marco las paradojas del poder
mediático y la capacidad, igualmente paradójica, que
tienen los individuos de utilizar los medios en su vida
diaria para comprender esa vida e informar y articular
la experiencia.
Comenzamos en la casa y en ella terminamos, en el
deseo o la realidad. Los medios comprometen y modelan nuestro sentido doméstico y nos permiten señalar
los pasajes hacia atrás y hacia adelante, en el tiempo y
el espacio. Y posiblemente aún sea así, incluso en las sociedades y los momentos de la historia en que el hogar
parece una causa perdida: cuando las poblaciones se
ven obligadas a huir; cuando culturas enteras parecen
estar al borde del abismo. Todavía necesitamos_las_mi:
tos del eterno retorno; y los medios son una de sus fuentes decisivas.
* En el original, set-top decoder, también llamado «caja negra».
Se trata de un dispositivo que permite que un televisor analógico normal reciba y decodifique señales digitales. La denominación set-top se debe a que por lo común se ponen encima del televisor. (N. del T)
154
155
11. La comunidad
Vivimos en medio de otros. En eso radica nuestra
humanidad. En eso radica, también, nuestra capacidad
para la inhumanidad. Vivimos en barrios y en grupos
de amistad y parentesco. Vivimos como integrantes de
mayorías y minorías étnicas, como miembros de regiones y naciones. Compartimos valores, ideas, intereses y
creencias y nos identificamos con aquellos cuyos valores, intereses y creencias son como los nuestros. Compartimos pasados, así como el presente inmediato: nuestras biografias entrelazadas con historias y fundidas por
la memoria. Encontramos nuestras identidades en las
relaciones sociales que se nos imponen y en las que
buscamos. Las exteriorizamos diariamente. Sentimos
la necesidad de pertenecer. Y necesitamos la confirmación de que en efecto pertenecemos. ,Construimos
1 eas o re a que cosa pertenecemos, y la definimos y
comprendemos en las imagenes aue tenemos de ella o
en las qué se nos ofrecen. Necesitamos que se nos recuerde y confirme constantemente que nuestro Sel
-i-tido
i de pert-e-henciasrinestr
Imliosos.
Tré modo que participamos en actividades que nos
reúnen, actividades que pueden tener muy pocos objetivos al margen de reunirnos. Aveces, ese sentido de pertenencia es opresivo. Los límites y las barreras que nos
resguardan también nos restringen. No obstante, detestamos que nos excluyan. Podríamos abandonar un
grupo un día sólo para incorporarnos a otro al día siguiente. Nos distinguimos de quienes son diferentes de
nosotros y creamos o encontramos los símbolos, desde
banderas hasta equipos de fútbol, para expresar esas
diferencias. En rigor, esa diferenciación es esencial si
—
156
pretendemos reconocer y definir nuestros rasgos distintivos. De vez en cuando, lo hacemos de una manera
muy agresiva: la necesidad de distinguirse de otros se
convierte en el deseo de suprimirlos. Es demasiado arduo tolerar las diferencias.
Llamamos «comunidad» a estas experiencias contradicor
-t—iiádjfa vida social. Se trata de un término desciírifiVó-y-v-álorativo. En un momento, una observacion
benévola y neutral sobre la vida aldeana. Un instante
después, un llamado a las armas. En un momento, un
marco para el análisis de las continuidades y cambios
de la vida social. Un instante después, el núcleo de un
lamento por la pérdida de todo lo que se percibe como
bueno y verdadero.
Soñamos con la comunidad. Con los elementos comunes y las realidades compartidas que la apuntalan.
Soñamos con una vida con otros; la seguridad del lugar,
la familiaridad y la protección. A decir verdad, es dificil
pensar en la comunidad sin un ámbito; sin una percepción de las continuidades de la vida social que se fundan, literalmente, en el lugar. La comunidad, entonces,
es una versión del hogar. Pero es pública y no privada.
Debe buscarse y a veces ericontrarSeénJI espacio entre la casa y la familia, y la sociedad en general. La comunidad siempre implica una demanda. No es sólo una
cuestión de estructura: de las instituciones que permiten la participación y la organización de la pertenencia.
También es una cuestión de creencia, un conjunto de
demandas de ser parte dé algo:
una serie de demandas cuya eficacia se concreta, preci~mente, en el hecho de que las aceptamos. Las
eólnüriidádes se viven. Pero también se imaginan. Y,
como ro Señaló célebremente el sociólogo norteamericano W. I. Thomas, si la gente cree que algo es real, ese
algo lo es en sus consecuencias. Las ideas de comunidad
rondan entre la experiencia y el deseo.
Como lo indicó Kobena Mercer (1996, pág. 12), cuando se trata de comunidad «a todo el mundo le gustaría
pertenecer a una, pero nadie está del todo seguro de qué
-
157
es». Esta incertidumbre es el producto de una sensación
de pérdida, pero también de desasosiego: que el mundo
en que hoy vivimos, un mundo de experiencia fracturada, cultura fragmentadora y movilidad social y geográfica, ha socavado y seguirá socavando nuestra capacidad de sostener la vida social de una manera significativa, segura y, acaso sobre todo, moral; en otras palabras, en algo que queremos llamar comunidad.
¿Dónde se encuentra esta comunidad? ¿Dónde hay
que buscarla hoy? ¿De qué depende: de qué tipos de actividades y compromisos personales y sociales? ¿Cómo
debe crearse y defenderse? ¿Aún la queremos? ¿Y hasta
qué punto un sentido de comunidad y, en rigor, la realidad de la comunidad, dependen de nuestros medios, como agentes de significado, comunicación, participación,
movilización?
Estas son las cuestiones que quiero abordar en este
capítulo. Comunidad se ha convertido en una palabra
pegadiza. Incorporada a la retórica de los nuevos movimientos políticos, conservadores en su mayoría, y a la
de los planificadores de políticas públicas en los niveles
nacionales y regionales, llegó a ser con frecuencia una
excusa para la ausencia de pensamiento social. «Cuidado en la comunidad» es una contradicción donde no hay
comunidades que cuidar. La Comunidad Europea es
aún una fantasía política. El comunitarismo se ha convertido en un credo fundado en el supuesto de que no
xiste ningún conflicto irresoluble cuando se trata de
una cuestión moral o política. Y también nos enfrentamos —y esto es aquí un problema central— a la retórica
de la era de la información, en la cual se afirma que la
comunidad, y con ella cierto sentido de la identidad y la
autenticidad, puede encontrarse no en el mundo de las
relaciones cara a cara (que se estima destruido desde
hace mucho por la marcha implacable de la modernidad), sino en los desplazamientos de lo real por lo electrónico y lo virtual: pasar de estar desconectado [offline] a estar conectado [on-line] y algo más. Nuevas formas de relación social, nuevas formas de participación,
158
nuevas formas de ciudadanía: todo parece posible en el
espacio electrónico. Es necesario explorar estas pretensiones y también examinar de qué manera los medios y
la comunidad han llegado a estar tan intensa y seductoramente entrelazados.
La relación entre la comunidad y los medios es fundamental, en verdad, y tal vez desde el comienzo mismo, con la aparición de una prensa nacional, el equilibrio entre las comunidades construidas a través de la
experiencia del contacto cara a cara, las continuidades
de una sociedad inmóvil y la coparticipación en el espacio físico y la cultura material, y las construidas mediante lo que podríamos llamar imaginario, ha estado
sometida a un proceso de cambio El descubrimiento de
la comunidad imaginada por parte de Benedict Anderson, generada por el ascenso de la prensa y aun construida de nuevo cada día con la llegada y la lectura del
diario matutino, describe la emergencia de un espacio
simbólico compartido, el resultado de la actividad simultánea de los millones de individuos que, en estos actos de consumo literario, se alinean con una cultura nacional y participan en ella. Las mismas noticias leídas
cada día y luego olvidadas: un ritual de masas celebrado en «el cubil del cráneo» (Anderson, 1983, pág. 39, que
cita a Hegel); la creación de un público invisible; el
surgimiento deijás-c7m-unidad abstracta y abstraída.
mas impresiones masivas en lengua vernácula posibilitaron la formación de los estados naciones, creados
en torno de un idioma compartido y una cultura cada
vez más compartible. El periódico intensificó el proceso,
producto, en gran parte, de las demandas de una nueva
era imperial e industrial, una era en la cual las poblaciones en movimiento necesitan una nueva base para la
comunicación y la cultura, una nueva base para la pertenencia. De modo que a medida Que los límites físicos
se hacían más porosos y las restricciones institucionales más laxas, los lazos vinculantes hubieron de buscarse cada—vez más en el reino de lo simbólico, donde en
rigor terminaron por encontrarse.
159
Desde luego, la composición de las comunidades
siempre fue tanto simbólica como material. Se las define por las minucias de la interacción cotidiana, así como por la efervescencia de la acción colectiva. Se actúa
sobre ellas y se las actúa. No obstante, sin su dimensión
simbólica no son nada. Sin sus significados, sin
creencias, sin identidad e identificación, no hay nada:
nada a lo cual pertenecer, en lo cual participar; nada
que compartir, nada que promover y nada que defender. Como sostiene Anthony Cohen (1985, pág. 16):
«El referente esencial de la comunidad es que sus
miembros dan o creen dar un sentido similar a las cosas, ya sea en general o con respecto a intereses específicos y significativos, y que, además, suponen que ese
sentido puede diferir del atribuido en otros lugares. Así,
la realidad de la comunidad en la experiencia de la gente es inherente a su adhesión o compromiso con un
cuerpo común de símbolos».
(
Las comunidades, por lo tanto, se definen no sólo por
lo que se comparte sino por lo que se distingue. Y en su
comprensión ocupan un lugar central la existencia, la
naturaleza y el poder de los límites trazados para distinguir una comunidad de otra. Carácter común y diferencia. Pero no necesariamente uniformidad. Y ningún
absoluto:
«El triunfo de la comunidad consiste en contener esta
variedad [de conductas e ideas] de tal modo que su discordancia inherente no subvierta la coherencia aparente que expresan sus límites. (. . .) El punto más importante de este argumento es que esa relativa similitud o
diferencia no es una cuestión de evaluación "objetiva":
es una cuestión de sentimiento, una cuestión que está
en la mente misma de los miembros» (Cohen, 1985,
pág. 20).
Cohen plantea esta idea como un argumento general
pertinente para la comunidad, no sólo para comunida160
des históricamente específicas, no obstante lo cual es
difícil no creer que la capacidad misma de plantearlo,
así como su creciente pertinencia, son el producto de
una era moderna en la cual la colunidad,precisa v emp íricamente, llegó a construirse.en.los textos y símbolos
de la vida cotidiana:
en los significados media_
,públicos
tizados de la cultura Jectrónica.
Permítanme profundizar en el argumento de Cohen,
porque hacerlo nos llevará al corazón de las cuestiones
que es preciso plantear acerca de los medios. Entre
ellas es fundamental la del límite Y también la participación en el ritual. Los límites definen, contienen y distinguen. Dentro de ellos, los individuos encuentran significados compartibles y los símbolos que llegan a representar la comunidad tienen igualmente un vigoroso
papel en su definición. Los rituales implican un comportamiento simbólico. Participamos en actividades
que están preñadas de significado. Los rituales nos reúnen, en nuestras diferencias, bajo el paraguas de un
conjunto común pero poderoso de imágenes e ideas que
son los mecanismos para afirmar y fortalecer nuestra
singularidad, y que nos permiten distinguimos de
aquellos, nuestros vecinos, de cuyo modo de vida deseamos tomar distancia y excluirlo. Los rituales son esenciales para la comunidad que, al expresarse y reflejarse en ellos, es esencialmente una reivindicación de la
diferencia. La conciencia de los límites simbólicos de
nuestra cultura y su dramatización cuando se los representa son una precondición de la creación y sostenimiento de la comunidad. Nuestros límites nos definen. Estudiamos los medios porque suponen un recurso
constante para la comunidad, aunque, como lo señalaré, lo hacen a veces de una manera inesperada y contradictoria.
En rigor, los medios hacen la comunidad de tres maneras: expresion„ refracción y critica, Tal vez fuera posible incluso sugerir que estas tres dimensiones de los
medios y la comunidad son tanto histórica como tecnológicamente específicos. Volveré a este aspecto.
161
La percepción de Benedict Anderson del papel de la
prensa en la creación de una comunidad imaginada en
una escala nacional es un ejemplo de cómo puede considerarse que los medios expresan la comunidad. Pero
en la era de la radio y la televisión, esta capacidad y las
afirmaciones favorables a ella se extienden más allá del
campo de acción y el alcance de la palabra impresa. La
radio, esto es, la radiodifusión pública, fue el medio por
excelencia de edificación de la comunidad nacional. El
Tratado de Versalles señaló una divisoria de aguas en el
status de la nación en Europa, y el período de posguerra
contempló el surgimiento, para bien y para mal, de
ideologías e instituciones dedicadas a la construcción
de comunidades nacionales fuertes y singulares.
La radio se convirtió en una parte crucial de este
proceso, y lo hizo de una manera consciente. La BBC,
bajo la dirección de John Reith, promovió esta concepción quizá de la forma más benigna. El uso que hizo Hitler de la radio fue, desde luego, otra historia. No obstante, ambos veían en ella la capacidad de proveer una
materia prima simbólica con la cual una nación pudiera construir una identidad compartible. Y la radio lo hizo no sólo a través de la convocatoria a audiencias dispersas y anónimas, sino al transmitirles una gama de
programas, narraciones y acontecimientos altamente
investidos que en conjunto proporcionaban, a quienes
estaban dispuestos a escuchar, el marco simbólico para
la participación en la comunidad. Creer en ello y actuar
en su nombre. La programación de la BBC suministraba la estructura, en el ciclo de los horarios diarios y
semanales y la difusión en vivo de grandes rituales nacionales, tanto sagrados como seculares; y suministraba el contenido en los programas que contaban los relatos de la nación, reformaban sus mitos e historias,
transmitían sus sonidos y sus voces. Coronaciones,
finales de copa, conversaciones; música y charla; el
noticioso nocturno; lo pomposo, lo trivial y lo trascendente; algo para todo el mundo.
162
La singularidad y consistencia de los destinatarios
de la radio, aun en su variación, eran una expresión
precisa y una reivindicación de la comunidad. En
tiempos de guerra —cuando los puños desnudos se
aprestaban, y aún se aprestan, a la lucha—, es transparente. La ideología es reemplazada por la propaganda. La comunidad debe ser movilizada. Pero en los primeros años, y hoy, los medios de radiodifusión fueron
capaces de proporcionar, en su mayor parte de manera
discreta, aunque no necesariamente siempre con completo éxito, el cemento social que es la comunidad. Esta
fue y es la nación que se expresa, se crea y se sostiene,
se define en su singularidad y su diferencia. El límite es
a la vez lingüístico y técnico: el inglés la lengua, el Reino
Unido el territorio y la frontera de la transmisión. Pero
el límite también se define y se defiende, desde luego,
en la creación de una realidad simbólica, en la suposición de su pertinencia y en la búsqueda de su poder.
Los límites de la comunidad también pueden definirse de otros modos, en los cuales los medios son igualmente fundamentales. Mientras que en la expresión
mediática de la comunidad podemos detectar una
agenda singular, tanto política como social, y ver, en
esas reivindicaciones comunitarias, un franco llamado
a la identificación y la participación, la experiencia de la
comunidad es menos directa, y esta se refracta de un
modo que con frecuencia dista de ser obvio.
Anthony Cohen destaca el fenómeno de la inversión
simbólica, la manera como
«la gente no sólo marca un límite entre su comunidad y
otras, sino que también revierte o invierte las normas
de conducta y los valores que "normalmente" marcan
sus propios límites. En estos rituales de inversión, la
gente se comporta de manera muy diferente y colectivamente lo hace de modos que se supone aborrece o
que suelen estar proscriptos» (Cohen, 1985, pág. 58).
Hay aquí una enorme agenda. La mejor manera de
ocuparse de ella tal vez sea volver a Jerry Springer. El
163
hombre y su programa son vilipendiados. No obstante,
tienen una vasta audiencia. Y han producido gran cantidad de imitadores. La televisión diurna norteamericana es confesional de cabo a rabo y el virus se difunde.
Como expresión particular de las profundidades a las
que descenderá la cultura popular tiene pocos parangones, no obstante lo cual la cuestión es precisamente ese
descenso.
La cultura popular siempre tuvo capacidad para la
inversión. El carnaval era simplemente su expresión
más visible. Las sociedades encontraban contención, y
las comunidades, persistencia, gracias a rituales a menudo claramente limitados en los cuales era posible representar y proclamar todo cuanto era antagónico a lo
dominante o cuanto se presumía como tal en la cultura
de la época. La transgresión y la trascendencia implicaban el descenso y la inversión y, mientras no se escaparan de las manos, eran toleradas, e incluso alentadas.
Para un antropólogo, esos momentos y acontecimientos son profundamente funcionales. Los Señores del
Desgobierno gobernaban y en sus proclamaciones
fortalecían perversamente el poder de lo simbólico y de
la autoridad que la comunidad tenía sobre sus miembros; y el poder del ritual permitía a estos identificarse
en el espejo, al percatarse de lo que los hacía diferentes
y especiales. Una experiencia a compartir y dramatizar. Significados a sostener. Un sentido de pertenencia.
En nuestros tiempos de medios masivos lo popular
aún está en acción, y esa función ritual, en la cual los
valores e ideas de una comunidad se reflejan invertidos, todavía se sostiene. Hagamos a un lado, por el momento, la crítica que ve esta situación como la estrategia deliberada de un capitalismo dominante y una sociedad totalitaria, y consideremos qué podría estar pasando y cuál es su pertinencia para una comprensión de
la comunidad.
Hay continuidades históricas y culturales entre la
prensa popular y las manifestaciones más recientes de
la televisión popular. Los tabloides y la prensa amarilla
164
no fueron siquiera sus iniciadores. La imprenta dio pábulo a una procaz y sediciosa literatura en lengua vernácula, así como produjo la literatura religiosa e intelectual. Y estas diversas manifestaciones de lo popular
proporcionaron un ámbito para la definición de límites en el que los valores dominantes se transgredían y
subvertían constantemente pero, en ese mismo proceso, eran en su mayor parte afirmados. Las clases y las
culturas encontraban sus rasgos distintivos en esos
textos y manifestaciones simbólicas de la comunidad.
En esos lugares y tiempos resultaba posible decir y
hacer cosas que en otras circunstancias habrían sido
inaceptables, pero que tenían una relación estructural
con lo que se reconocía como específicamente normal.
En tales lugares y tales tiempos era posible jugar y actuar a contrapelo, y en el hecho de compartir ese juego y
en esas actuaciones se afirmaba y reivindicaba la solidaridad, tanto dentro del grupo actuante como en la comunidad en su conjunto. Aunque lo popular, desde luego, no era sólo un ámbito de contención sino un estímulo para el cambio social y cultural.
¿Qué sucede en los programas de Springer, si no la
proclamación ritual de lo no dicho y lo indecible en la vida social, a través del testimonio personal y el conflicto
interpersonal dramático? En Springer se despliegan el
incesto y la infidelidad, la transexualidad y las transgresiones de todas clases, que se representan por medio
de conflictos extremadamente ritualizados delante de
un invitado y la audiencia participante; los actores pertenecen, en su mayor parte, a la infraclase [underdass]
de la sociedad moderna: negros urbanos, blancos pobres del sur, hispanos de segunda generación, cuyas
culturas son negadas y reprimidas y a quienes se ha
ofrecido y otorgado este espacio para que den su propia
versión del desgobierno.
En este caso, los límites se transgreden y, al mismo
tiempo, se afirman en la transgresión. El espacio para
Ta inversión se definec"aidamente, no sólo mediante el
tiempo disponible para cada programa, sino a través de
.
165
la homilía de conclusión del propio Springer, en la cual
se reintegra lo anormal a las formas dominantes de realidad o se lo justifica contra ellas: los valores y creencias
que el conductor espera que su audiencia entienda y
comparta. A decir verdad, es poco lo que queda librado
al azar. Y en la expectativa de que la audiencia entienda la relación entre lo que ve y lo que sabe se reivindica
cierto sentido de la comunidad. Aquí, esta se refleja a
través de la lente de los medios. Aquí, sugiero, se definen y refuerzan los límites en torno de nuestra cultura
y aquí, también, de un modo que tal vez nos parezca dificil aceptar, los medios ofrecen igualmente la vislumbre e-zeresna
. b5ante.
a tercera manera e «hacer» la comunidad por
parte de los medios, que quiero considerar brevemente,
concierne al papel de estos como críticos. Una vez más,
no hay nada nuevo en el modo como los medios pudieron involucrarse críticamente en los marcos políticos o
éticos que sostienen las comunidades dentro de las cuales aparecen. Ningún límite es sacrosanto. No obstante,
gracias a la rápida expansión de las radios comunitarias y el crecimiento de Internet, es posible ver, irónicamente tanto en los medios masivos más antiguos como
en los más recientes, una libertad para llevar adelante una agenda crítica o alternativa, desde los márgenes, por decirlo así, o desde las capas inferiores de la
vida social. En este aspecto, las radios comunitarias tienen un importante papel en el mundo en desarrollo,
mientras que en las sociedades industriales avanzadas
la liberación del espectro y la digitalización de la comunicación crearon nuevos espacios para voces alternativas que dan cabida tanto a intereses comunitarios
específicos como a lo discrepante y lo subversivo.
Como resultado de estas transformaciones, lo minoritario y lo local, lo crítico y lo global, es posible sugerir que la primera y más significativa víctima será la
comunidad nacional.
Consideremos por un instante el caso de la televisión
de las minorías étnicas en la próxima era de la transmi166
sión digital satelital y por cable, una era en la cual, al
menos en principio, habrá menos limitaciones al acceso
a los canales de difusión y el precio de ingreso también
será relativamente bajo. Un informe publicado en 1998
(Silverstone, 1998) abogaba por la creación de un canal
judío satelital o de cable en el Reino Unido. El argumento se basaba en las características particulares y la
percepción de las necesidades de la comunidad judía en
ese país, una comunidad con una historia de participación asimiladora en la cultura de la sociedad anfitriona,
pero hoy desgarrada por la discordia y la declinación
demográfica. El informe sugería que podría reanimar a
la comunidad judía y revigorizar su cultura secular
mediante, justamente, la creación de ese canal. En él se
escucharían voces judías y se discutirían valores e ideas
judías. La propuesta se consideraba como una oportunidad para la expresión y la reflexión. Pero era una
oportunidad reclamada por una minoría. Otras minorías étnicas ya habían hecho o pronto harían lo mismo.
Estas demandas de comunidad a través de los medios son críticas, pero en dos sentidos. Proponen una visión alternativa del papel de la radioteledifusión en la
comunidad y una visión alternativa de esta última. Las
nuevas demandas apuntan a la participación y la construcción de lazos más estrechos entre los elementos en
línea y fuera de línea del espacio de la difusión. Pero
también a las comunidades en plural: discretas, posiblemente introspectivas y con la probabilidad de generar vigorosas repercusiones sobre la calidad y el carácter de la vida pública en el próximo siglo. Es evidente que aquí hay tensiones sin resolver, que implican
versiones contradictorias de la comunidad tanto en la
estructura como en el contenido de los medios, y el carácter y la consecuencia del papel de estos en la textura
general de la experiencia.
Aquí tenemos sin duda una agenda para aquellos de
nosotros que quieran estudiar los medios. «Comunidad» bien puede ser un término utilizado en exceso y
mal, pero aborda algunas de las cuestiones centrales en
167
torno de lo que hace posible y aceptable la vida cotidiana. Los fundamentos conocidos para la creación y el
mantenimiento de la comunidad a través de la modernidad empiezan a sufrir los efectos de la erosión. En este aspecto, los rnedios_pcupan un lugar fundamental,
porque pr—o-veen los recursos smiboliEosfáritólán:el
cambio como para la resistencia al cambio.
Sin embargo, la agenda no se agota en el interés por
la radioteledifusión de las minorías o las radios comunitarias. También hay una agenda global para la comunidad, y un nuevo medio para crearla y sostenerla. Entremos en la comunidad virtual y la vida social en Internet.
Un subproducto de mi argumentación en este capítulo es el reconocimiento de que todas las comunidades son comunidades virtuales. La expresión y definición simbólicas de la comunidad, tanto con los
medios electrónicos como sin ellos, se establecieron como un sine qua non de nuestra sociabilidad. Las comunidades son imaginadas y participamos en ellas con la
relación cara a cara y sin ella, con contacto y sin él.
Quienes proclaman que Internet hace posible una nueva era de la comunidad sostienen que esta es posible sin
cercanía, y que gracias a las comunicaciones persistentes múltiples (a veces, como en la descripción que Howard Rheingold hace en 1994 de WELL,* apoyadas por
ulteriores interacciones cara a cara, posiblemente cada
vez más menguadas) entre un grupo autoseleccionado
de entusiastas (que escriben en inglés), se crea una realidad social compartida, en la cual los individuos reciben apoyo y pueden encontrar un significado y expresar
y sostener una identidad personal.
No es mi intención, y me parecería bastante inútil,
tratar la cuestión de si estos nuevos foros mediatizados
son «verdaderas» comunidades o no. Tampoco lo es exa-
minar, elemento por elemento, cómo resultan posibles
la interacción social sustentable y la fantasía colectiva
en los grupos MUD y Usenet que dominan la comunicación mediatizada por las computadoras. En el último
caso, es bastante evidente que, aun considerando que
los participantes estaban deprimidos (Kraut, 1998),
hay muchas razones para creer posible algo parecido a
una sociabilidad sustentable. En realidad, estas son
cuestiones para un estudio ulterior.
No obstante, está claro que aún resta resolver grandes problemas, principalmente en la interfaz entre las
«comunidades» 'conectadas [on-line] I desconectadas
d1-a--Wries—
p.
, y en la capacidad de nuevas expr
sociabldetróncompsalfruP
ád-v-éitidios de la sociabilidad tradicionalmente mediatizadá. Como ya señalé, esto es particularmente lo que
sucede en relación con el papel de los nuevos medios en
la vida pública, y con su capacidad de facilitar una participación significativa en el sistema político. Volveré a
estas cuestiones en el último capítulo.
-
* Nombre de una comunidad virtual de hogares electrónicamente conectados, creada por ese autor. (N. del T)
168
169
12. El planeta
La magistral novela de Thomas Wolfe, Del tiempo y
el río, está dominada por la imagen y la metáfora del
tren. Este, símbolo de la modernidad y de la inquietud
de la juventud, empuja la narración siempre hacia
adelante, hacia nuevas tierras, nuevos tiempos, hacia
Norteamérica y el siglo de Norteamérica. El relato comienza con un viaje en tren, de sur a norte. Más adelante hay otro. Pero esta vez se trata de una carrera entre
trenes de compañías rivales. Corren cabeza a cabeza
por vías paralelas; por momentos se adelanta ligeramente uno de ellos, luego el otro. Eugene Gant observa
desde el cálido y seguro interior de su vagón Pullman y
ve a los pasajeros del otro tren, como estos lo ven a él:
«Y se miraron unos a otros durante un momento, pasaron y se desvanecieron y desaparecieron para siempre;
sin embargo, le parecía que había conocido a esas personas, que las conocía mejor que a los pasajeros de su propio tren y que, tras haberlas visto durante un instante
bajo cielos inmensos e intemporales, mientras se precipitaban a través del continente hacia mil destinos distintos, se habían rozado, pasado, desvanecido, pero recordarían esto para siempre. Y pensó que la gente de los
dos trenes también sentía esto: se adelantaban lentamente unos a otros y sus bocas sonreían y sus miradas
se mostraban amistosas, pero le parecía que había
cierta pena y aflicción en lo que sentían. Puesto que,
tras haber vivido juntos como extraños en la inmensa y
hormigueante ciudad, ahora se habían encontrado sobre la tierra eterna, se habían abalanzado para pasarse
mutuamente durante un momento entre dos puntos del
170
tiempo sobre los brillantes rieles, y nunca más volver a
encontrarse, hablarse, conocerse, y la brevedad de sus
días, el destino del hombre, fue en ese instante saludo y
despedida» (Wolfe, 1971, pág. 473).
Wolfe publicó esta novela en 1935. Estaba ambientada
en la década de 1920.
Posiblemente la inició el ferrocarril: una nueva tecnología de comunicación que abría continentes a la gente común y definía el carácter particular de nuestra
modernidad, ese peculiar y paradójico desequilibrio de
movimiento y estasis, de reconocimiento y alienación,
de lugar y falta de lugar, de tiempo e intemporalidad, de
conexión y desconexión, de lo frágil y lo efimero, de ganancia y pérdida.
Transporte y comunicación. Viaje, comercio e imperio. Ferrocarril, telégrafo, teléfono, radio, cine, televisión, Internet, unión de la modernidad y la globalización: desde el vapor hasta las válvulas, los transistores
y los chips. Un proceso continuo de dominación, extensión y abstracción, mientras la tecnología achica progresivamente el planeta. Lo que hoy definimos como
globalización y pregonamos como un gallardo mundo
nuevo liberado por las maravillas de lo electrónico y lo
digital tiene una historia. Una historia de la máquina,
una historia de las instituciones e industrias que se desarrollaron en torno de la máquina y una historia de las
cosas, la gente, las noticias, las imágenes, las ideas, los
valores que fueron transmitidos por la máquina. Y
puesto que la globalización tiene una historia, debemos
tener la cautela de no atribuirla exclusivamente a la
condición posmoderna.
Hasta cierto punto, la globalización es un estado
mental; se extiende tanto como la imaginación. Los mapas del mundo, en sus distintas proyecciones, siempre
propusieron representaciones de lo que se sabe, se cree
y se pretende a nuestro alcance. Todos tenemos nuestros propios mapas del mundo y de nuestro lugar dentro de él.
171
Pero la globalización también es una realidad material. La industria, las finanzas, la economía, la organización política, la cultura, actúan juntas y separadas
sobre el espacio global y el tiempo global y son construidas por ellos: transgrediendo límites, trascendiendo
identidades, fracturando comunidades, universalizando imágenes. Y los medios permiten y simultáneamente representan este proceso. Hasta tal punto que cada
vez lo damos más por sentado. Damos por sentado que
nuestras llamadas telefónicas y correos electrónicos
llegan al otro lado del mundo en segundos, que las
imágenes en vivo de catástrofes y partidos de fútbol y
las telenovelas de las horas muertas del día pueden
verse en las pantallas de todas las ciudades del globo. Y
damos por sentado que, como lo señaló alguna vez
Joshua Meyrowitz, «la televisión acompaña hoy a los
niños a través del planeta aun antes de que tengan permiso para cruzar la calle» (Meyrowitz, 1985, pág. 238).
Sin duda, vivimos en una era global. El mundo es
literalmente nuestra ostra. Es una era en que las
relaciones temporoespaciales van a ser reemplazadas
por las relaciones espaciotemporales, la historia se retira frente a la geografía y esta ya no necesita el espacio
material para justificar su existencia. Harold Innes,
mentor de Marshall McLuhan, veía estos cambios como
un resultado directo de cambios en la naturaleza de la
comunicación. Otro tanto hacía McLuhan, quien acuñó,
con presciencia pero inexactamente, la expresión «aldea global» para describir lo que creía ver. Y tras él, James Carey y Walter Ong proporcionaron juntos un
marco dentro del estudio de los medios, que situaba el
cambio tecnológico en el centro del asunto. Nuestra capacidad de conectar, comunicar, informar y entretener
instantánea, insistente e intensamente dondequiera y
en todas partes, tiene profundas consecuencias para
nuestro lugar en el mundo y nuestra capacidad de entenderlo. Aquí y ahora hay una razón, si ya no teníamos
una, para estudiar los medios, por su papel en todo esto,
en la facilitación y transformación de las relaciones
172
sociales y culturales en la escena mundial y la significación que poseen para nosotros mientras nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos en ese mundo.
La globalización es el producto de un orden económico y político cambiante, en el cual la tecnología y el capital se han combinado en un nuevo imperialismo multifacético. Habría que tener la precaución de no insistir
demasiado en la capacidad de expansión infinita del
capitalismo, y reconocer sin duda su fuerza destructiva
cuando se trata de la comunidad. Pese al visible desmenuzamiento en los bordes, en Malasia, Rusia y América
del Sur a medida que se acerca el milenio, su historia de
posguerra constituye la historia de un extraordinario
éxito. Es imposible ignorar los desequilibrios e inequidades que marcan la economía global, pero es igualmente imposible ignorar su capacidad de reproducción
y expansión continua.
Los últimos cincuenta años fueron testigos de la
transformación de la capacidad productiva del capitalismo global. El paso de una economía nacional fordista
a una economía internacional posfordista puso el proceso de fabricación y distribución más cerca del consumidor: más receptivo, cada vez más motorizado por la
demanda, con actitudes diferentes para con los trabajadores y grandes consecuencias para la industrialización del mundo. Hay quienes describen el cambio como
el paso del capitalismo organizado al capitalismo desorganizado. El capital, sin embargo, opera hoy en un escenario mundial de un modo que era imposible imaginar
hace apenas algunos años: desplazamiento de las mercancías, desplazamiento de la mano de obra, desplazamiento de las plantas de una región a otra con escasa
consideración de las necesidades de las economías locales o los deseos de los gobiernos nacionales. Siempre
justo a tiempo. Hay una conmovedora creencia en la racionalidad de todo esto, pese a lo cual sus consecuencias
más obvias —la incapacidad de las naciones para entender sus economías, por no hablar de controlarlas; los
costos sociales que genera la inseguridad del empleo, y
173
la vulnerabilidad creciente de las interdependencias
financieras y económicas globales— han producido un
mundo cada vez más alterado.
Quienes abogan por el libre comercio, tanto en materia de tuercas y tornillos como de música y películas,
tienden a dominar ese comercio, y en el mundo de la
posguerra el capitalismo y la globalización han ido de la
mano; se necesitan mutuamente. El flujo libre e instantáneo de información los facilita, desde luego; un
flujo que exige una nueva economía política para su
comprensión y control, un flujo que tuvo profundas
consecuencias sobre el modo de funcionamiento de las
organizaciones en el tiempo y el espacio, un flujo que,
según muchos creen, tendrá a su vez profundas consecuencias sobre la identidad de las culturas y las sociedades y su capacidad de sobrevivir.
Las industrias culturales fueron algunas de las
primeras en globalizarse: causa y consecuencia del
encogimiento del planeta. Hollywood aún es el paradigma. De modo que cuando hablamos, como lo hago y seguiré haciéndolo aquí, de los tipos de libertades que las
culturas minoritarias y los intereses locales todavía tienen que conquistar para contribuir a la cultura global o
apropiarse de ella, es preciso que recordemos —en el caso de que no lo hagamos— los términos según los cuales
se maneja el comercio. Aún es preciso que señalemos la
escala y el alcance del control ejercido dentro de las
industrias culturales por las multinacionales, aunque
sus sedes estén en Berlín, Tokio o Londres y no en Atlanta o Seattle. Y aunque señalemos —como, una vez
más, debemos hacerlo— la falta de coincidencia exacta entre la propiedad y el contenido, la ecuación no
siempre resulta favorable a la diversidad y la apertura.
En términos generales, Sony no produce cultura japonesa para el planeta. Produce la cultura de Hollywood y
lo que alguna vez se llamó tin-pan alley.* Queda muy
* Nombre de un lugar de Manhattan donde entre fines del siglo
XIX y principios del siglo XX se concentraron los editores de
174
poco de los terrenos comunes globales. Casi todos fueron cercados.
Lo que me interesa aquí es la globalización como una
fuerza cultural mediatizada y su relación con la experiencia. La percepción que tenemos de nuestro lugar en
el mundo depende, por supuesto, del modo como vivimos en él y de cómo lo vemos. En este aspecto, me aventuro a sugerir que entramos y salimos constantemente
de nuestra cultura global. Pasamos de los marcos locales de referencia, la habitualidad de lo cotidiano, el
barrio, la localidad, a tiempos y espacios que tienen una
referencia y una definición más extensas. Lo hacemos
tanto en nuestro trabajo como en el tiempo libre. Lo
hacemos en el espacio fisico y en el espacio simbólico. Lo
hacemos voluntariamente y bajo amenaza. Y en esos
movimientos, los movimientos de individuos y grupos,
reclamamos constantemente el derecho a ser nosotros
mismos, reclamamos identidad, reclamamos una porción de lo poco que, en efecto, queda de los terrenos comunes globales. Intrusos, cazadores furtivos, terroristas, todos. Y a veces exitosos.
Los autores identificaron esta situación como un
proceso de flujo invertido: de lo local e individual a lo
global y colectivo, y no al revés. Señalan la capacidad de
las culturas locales —las más de las veces y muy en especial las culturas musicales— de extenderse al
espacio global y modificarlo. Señalan el poder simbólico
ejercido por la industria fílmica de Bombay o las
telenovelas brasileñas. Sin embargo, es probable que
«flujo» sea una denominación equivocada. «Goteo» sería
quizá más acertado, y aun así no sin lucha, no sin un
constante cambio de significado. La música de Soweto
según se expresa en el mbube de Ladysmith Black
Mambazo ingresó en el espacio global con la hoy clásica
apropiación que Paul Simon hizo de ella en su álbum
Graceland. Todas las ambigüedades y contradicciones
música popular. Por extensión, el tipo de música allí producida.
(N. del T)
175
de un movimiento semejante son visibles en este caso:
una carga permanente sobre la cultura musical popular global, y un cambio dentro de ella; la visibilidad de
las voces y armonías de las minorías en la misma
cultura, y no obstante una transformación del sentido y
la significación una vez que esas voces abandonan el
municipio. Y también podemos preguntarnos qué
efectos tiene esa visibilidad global sobre la música local
y su capacidad de mantener lo que podríamos llamar, si
fuéramos suficientemente ingenuos, su autenticidad.
En lo que Arjun Appadurai (1996) llama paisaje mediático [mediascape], la globalización es un proceso de
traducción. Creemos que la información financiera
trasmitida al instante entre Londres y Hong Kong o
Singapur es la misma cuando llega y cuando sale. Creemos que Hollywood o Disney son iguales en París o Penang que en Poughkeepsie. Creemos que las noticias
del mundo son las mismas en cualquier lugar en que se
reciban. Pero sabemos que no lo son. Sabemos que los
significados viajan rápido y lejos, pero no viajan ni inocente ni invulnerablemente. Sabemos que las imágenes
satelitales transmitidas en vivo desde el Golfo durante
la guerra cuentan una historia aquí y otra muy distinta
allá, y que con el tiempo la historia cambiará en ambos
lugares. Y como lo he indicado, sabemos que las culturas, las culturas locales, las culturas minoritarias, culturas agresivas cada vez más defensivas, tienen aún la
capacidad de trabajar con los significados que llegan de
otros lugares, y también de contribuir a ellos.
¿Qué significa lo global para los diferentes grupos y
culturas existentes en su interior? Hay aquí una tensión: entre las fuerzas de la homogeneización y la fragmentación; entre la blanda aceptación y la resistencia;
entre el consumo y la expresión; entre el temor y el favor. Las culturas híbridas que se constituyen tanto en
el centro como en la periferia del sistema mundial, culturas aún significativamente modeladas por las políticas culturales nacionales, surgen en todos los niveles.
Y nosotros, porque estas son nuestras culturas, nos ve176
mos enfrentados a una interacción constante de la identidad y la diferencia. En un momento Coca Diet, y un
minuto después hígado en trozos.
La generalización resulta imposible o, si no imposible, no excesivamente interesante. La frágil unidad del
orden económico mundial no se expresa de manera
automática ni en un orden político ni en un orden cultural uniformes. Quienes hablan del distanciamiento
espaciotemporal o la comprensión espaciotemporal
como denominador común de lo global, y encuentran en
uno u otro o en ambos un apuntalamiento, así como un
debilitamiento ontológicos de nuestra capacidad de
vivir en el mundo, proponen una abstracción demasiado grande. La desinserción, «el "levantamiento" de las
relaciones sociales de los contextos locales de interacción a través de trayectos indefinidos de espacio-tiempo» (Giddens, 1990, pág. 27), tiene una larga historia en
la modernidad, por un lado (como lo ilustra el fragmento de Thomas Wolfe), pero ni siquiera hoy es de ninguna
manera una experiencia global uniforme. Considérese
la cantidad de teléfonos, televisores y computadoras
per capita en Soweto, e incluso la capacidad del hombre
y la mujer comunes de ese lugar para participar de manera significativa en la economía global, y reflexiónese
sobre lo que podría significar lo global, en sus variaciones y su diferencia.
No. Estudiamos los medios porque necesitamos reconocer las ambigüedades y contradicciones de la cultura global y las culturas globales. Y también los estudiamos porque necesitamos saber cómo funcionan realmente las culturas globales. Necesitamos saber, asimismo, qué se debe hacer para preservar y fortalecer
los intereses de las minorías. ¿En qué sentido vivimos
realmente en una cultura global, y de qué manera los
medios nos facilitan o nos dificultan hacerlo?
Quiero ocuparme de esta cuestión con referencia al
papel de los medios en los grupos desaventajados o
marginados por la cultura dominante, minorías cuyo
177
lugar en la cultura y la sociedad globales se define, tanto positiva como negativamente, por su dislocación y su
participación en lo que se ha reconocido como una de las
dimensiones decisivas de la vida social a fines del siglo
XX: la diáspora.
Antaño, la diáspora era singular. Describía la dispersión de los judíos después de la caída del segundo
templo de Jerusalén, una dispersión que los llevó a los
rincones remotos de lo que era por entonces el planeta:
el norte de Africa, Iberia, la India y Europa, tanto oriental como occidental. Hoy, la diáspora es plural. Describe
los numerosos movimientos de poblaciones globales a lo
largo y a lo ancho del globo. El final de la Segunda Guerra Mundial encontró a millones de personas desplazadas a través de toda Europa. Desde entonces, ese movimiento se convirtió en continental, dado que las poblaciones y las culturas se han trasladado de un lugar a
otro, atraídas por las oportunidades laborales u otras
ventajas, empujadas por la pobreza, el hambre o la agitación política.
Afirmar que estas poblaciones, en cierto modo, fueron absorbidas, asimiladas por sus anfitriones e incluso
por una cultura global uniforme sería, en su mayor parte, cometer un notorio error. A decir verdad, la política
global contemporánea es en grado significativo una
política en la cual las minorías, desplazadas hace poco o
no tan poco, buscan, y buscan defender, no sólo el derecho de existir materialmente, sino de mantener su propia cultura, su propia identidad. Reiteremos que esto
puede tener y ha tenido consecuencias tanto malas como buenas. Pero lo que une estas distintas actividades
es la idea de que las poblaciones involucradas son al
mismo tiempo locales y globales: locales en cuanto se
trata de culturas minoritarias que viven en determinados lugares, pero globales en su alcance y esfera de acción. No tanto comunidades como redes: redes que enlazan a los miembros en diferentes espacios, diferentes
ciudades, redes que enlazan a los dispersos con quienes, en algún sentido del término, se quedaron en casa.
178
Redes que, en rigor, actúan cada vez más a través de los
medios. Las poblaciones desplazadas, punjabíes en
Southall, judíos marroquíes en Burdeos, turcos en Berlín, albaneses en Milán, mexicanos en Sacramento, chinos en Toronto, griegos en Melbourne, irlandeses en
Boston, cubanos en Miami, pueden mantener lazos con
otros grupos similarmente desplazados alrededor del
mundo y también con sus países de origen.
En un breve pero sugerente artículo, que explora la
mecánica y las implicaciones de este proceso y lo que el
autor llama «medios interdiaspóricos», Daniel Dayan
(1998) enumera los diversos modos tradicionales y
«neotradicionales», según los califica, gracias a los cuales los grupos dispersos pueden mantener y efectivamente mantienen su propia versión de la cultura global. Esos modos se extienden desde la producción y
circulación de boletines, casetes de audio y de video
(producidos tanto comercial como domésticamente),
iconos sagrados y otros pequeños medios, hasta el
intercambio de cartas, llamadas telefónicas, fotografias
y viajeros, y la constitución de redes interdiaspóricas
por parte de organizaciones religiosas o políticas con
programas específicos. Y esto sin mencionar su participación en los grandes medios masivos de comunicación
que facilitan cada vez más, gracias al cable y el satélite,
el acceso global a la programación local en televisión y
radio y, por supuesto, en Internet.
Cada uno de estos aspectos es la manifestación de
un medio específico que permite la formación de redes
globales. ¿El resultado? Cierto grado de conexión. La
imposibilidad del exilio. La capacidad de las minorías,
por doquier, de ser minorías en todas partes. La capacidad de las culturas de sobrevivir, tal vez, cuando en
otras circunstancias no podrían hacerlo, aunque en el
proceso se transformen inevitablemente. Hay aquí
cuestiones relacionadas, desde luego, con el paso del
tiempo y con las diferentes experiencias de la primera,
la segunda y ulteriores generaciones de migrantes; con
el uso de distintos medios y su papel en la formación y
179
re-formación de culturas minoritarias en los espacios
adversos de las sociedades anfitrionas y los marcos globales. Desde este punto de vista, la globalización es un
proceso multifacético y, sobre todo, cuestionado. No se
trata del coto exclusivo de las elites ni de los medios globales, sino de un ir y venir de identidades e intereses,
movilizados y articulados a través de un espacio cada
vez más electrónico pero aún dependiente de los movimientos reales de distintas poblaciones a lo largo del espacio y el tiempo, y vulnerable a ellos.
Las minorías tienen que negociar su diferencia tanto
en los contextos locales como en los globales. Los medios proporcionan recursos para ello: tanto los medios
que ellas generan como los que reciben; los medios de su
propia cultura y los de la cultura anfitriona. Lo que surge es, claro está, algo nuevo: un cosmopolitismo menor,
una nueva hibridez cambiante, reflejada y expresada
en los medios, viejos y nuevos. Esto es lo que dice Marie
Gillespie al concluir su estudio de los medios y la identidad en la diáspora sudasiática en el oeste de Londres:
«a medida que articula nuevos tipos de relaciones temporales y espaciales, la globalización de las comunicaciones y las culturas transforma los modos de identificación disponibles en las sociedades. Consumidores
productivos utilizan los medios para mantener y reforzar los límites, pero también para crear nuevos espacios compartidos en los cuales puedan surgir formas
culturales sincréticas, por ejemplo "nuevas etnicidades". Estos procesos son desparejos y sus consecuencias, imprevisibles, pero probablemente de peso. No es
posible, empero, examinarlos en abstracto o a la distancia» (Gillespie, 1995, págs. 208-9).
En todos estos sentidos, la globalización es un proceso dinámico Las conexiones están allí; sólo falta establecerlas. Las culturas se forman y re-forman en torno
de los estímulos posibilitados por las comunicaciones
globales. El estudio de Gillespie pone de relieve el papel
180
de la televisión y particularmente del video cuando permiten a los inmigrantes parentales de primera generación mantener lazos con sus países y culturas de origen
y conservar así cierto contacto, aunque a mucha distancia, con la tradición; mientras que los mismos medios
permiten a sus hijos resituar, redefinir un espacio cultural en el que coinciden los Mahabharata,EastEnders
y MTV.
Desde luego, la globalización es contradictoria tanto
en sus efectos como en sus significados. Cuando Kenneth Starr puso en Internet su informe al Congreso estadounidense para que el mundo lo viera y fuera luego
reproducido en las primeras planas y las pantallas de
televisión de los medios mundiales, fue instantáneamente global, como si en cierto modo hubiera un jurado
global al cual apelar. Los taxistas de todas las ciudades
del mundo preguntarían a sus pasajeros qué opinaban.
La situación se convertiría en un chisme global. Si esto
es lo que McLuhan quería decir al hablar de aldea global, es posible entonces que tuviera algo de razón. Un
acontecimiento compartido. No obstante, al descender
a las entrañas de las culturas nacionales, locales, regionales, étnicas, religiosas y privadas, sus significados y
su significación se fragmentan. Desde el Talibán hasta
Trinidad, no puede presumirse una coherencia de interpretación. Tampoco puede suponerse que la singularidad del acontecimiento, su presencia global, genere en
cierto modo una respuesta uniforme. El tópico tal vez
sea global, pero se convierte en un recurso para la expresión de intereses e identidades locales y particulares.
De modo que podríamos preguntarnos qué pasa con
este sentido de lo global cuando se enfrenta a nuestra
experiencia cotidiana. ¿Cómo puedo entender, cómo
entiendo mi lugar en este mundo global? ¿Cuánto
puedo tolerarlo? ¿Cuánta responsabilidad puedo asumir? O, más precisamente, ¿cuánta se me pide que asuma? ¿Cuán profunda es esta globalización? ¿Es en sí
181
misma un «como si» de la representación mediática?
¿Depende de la separación crucial e inoportuna de la
cultura y la sociedad?
Hacer estas preguntas es, por supuesto, plantear un
conjunto de cuestiones morales y políticas que no pueden responderse simplemente, aunque volveré a discutirlas en la última sección de este libro. Pero es plantear
la cuestión de la globalización a la inversa de su formulación habitual. Puesto que muchos consideran que la
globalización motorizada por los medios es el fundamento de una política global, de una ciudadanía global
y, en rigor, de una sociedad global. La televisión y, sobre
todo, Internet, proporcionan el espacio global para el
tráfico global de imágenes, ideas y creencias que, manifiestamente, pueden compartirse. Como si ver y oír
fuera entender. Como si la información fuera conocimiento. Como si el acceso fuera participación. Como si
la participación fuera eficacia. Como si las comunidades de interés pudieran reemplazar a las comunidades
interesantes. Como si la charla global, tanto la sincrónica como la asincrónica, fuera comunicación.
Viajamos, como los pasajeros de Wolfe, en una infraestructura global, y nos pasamos unos a otros como
ladrones en la noche. Momentos de reconocimiento,
momentos de identificación. Conexiones efímeras con
acontecimientos y vidas distantes. Algunos los reclamamos. Algunos los movilizamos Algunos los mantenemos a prudente distancia. Acontecimientos que ocurren en todo el planeta se ven y se discuten en nuestras
pantallas. De vez en cuando nos afectan profundamente. Quizás estimemos que exigen una respuesta: un
regalo, una donación a la beneficencia, la compra de
otro diario. Y allí hay cosas que tenemos que aprender,
que tenemos que llevarnos a casa. Sitios de Internet,
páginas de inicio, para el fatigado ciberviajero. Hay votos que tenemos que emitir y opiniones que tenemos
que expresar, y un poder que aún debe ejercerse.
Lo global es frágil. La economía global está atada
con alambres. La organización política global aún está
182
por nacer. La cultura global se ve pero no suele escucharse. Los estados sobreviven. El regionalismo avanza. Los conflictos sociales son endémicos. Pero —siempre hay un pero— nuestra imaginación abarca el planeta de modos novedosos y tangibles. Los medios lo permiten, porque proveen la materia prima de ese trabajo
imaginativo. Lo que sigue en discusión es cómo puede
fijarse lo imaginario en los cañamazos de la vida cotidiana y, una vez más, qué papel podrían tener los medios en la empresa. Ese es el tema de la próxima sección.
183
Comprender
Esta sección se refiere a la comprensión [making
sensel y la fijación de significados. En ella me ocupo del
lugar central de los medios en lo que respecta a nuestra
capacidad de crear y sostener un orden en la vida cotidiana y la de encontrarnos y posicionarnos dentro de él.
Los medios se han convertido en indispensables para
esa empresa. Nuestros conocimientos mediáticos crean
un contexto en el cual la referencia y la reflexión, las
reiteraciones constantes del sentido común y las características definitorias de la modernidad, deben ser aludidas en la presencia y representación ubicuas de los
medios. Una vez que sabemos leer, ¿cómo podemos ignorar el libro?
El orden y el desorden son temporales, espaciales y
sociales. La clasificación implica medir la diferencia y
la similitud, en el tiempo y el espacio, y gradualmente.
Tanto las culturas como los individuos están involucrados. Nuestro sentido común y nuestros tópicos son
nuestras piedras de toque de la realidad: donde hay que
encontrar y justificar nuestro orden. Los medios son, en
una medida significativa, la materia prima, las herramientas, pero también el producto de nuestro trabajo
con ellas: en conjunto, la arena, la pala, el castillo y la
bandera de la vida cotidiana. En ese sentido los medios
son esencialmente
reflexivos.
__
_ Y en ese sentido, targbién, estaríamos perdidos sin ellos !
Pero el proyecto de los medios no carece de ironías y
contradicciones. Profundamente arraigado en el tejido
del orden social, tal como lo está, proporciona a la vez
un camino hacia la realidad y una barrera contra ella.
Nuestra vida en el mundo subjuntivo de los medios ma,
185
sivos exige un reaseguro constante. La textura de la experiencia, la que informa y respalda nuestras acciones,
necesita una atención continua. La verdad y validez de
lo que vemos y oímos, y lo que sentimos, debe someterse
a prueba, constantemente. Siempre hay distorsiones y
conflictos irresolubles. Hay cosas que no vemos con claridad y cosas que confunden. Es preciso que lo entendamos, que entendamos cómo contribuyen los medios a
nuestras certidumbres e incertidumbres habitadas,
como individuos y como miembros del mundo social.
Las dimensiones clave del proceso social, las que nos
sitúan en el espacio, el tiempo y la identidad, las que
nos permiten manejar el riesgo, la historia y la presencia de los otros, ya no están, si alguna vez lo estuvieron, libres de mediatización. Nuestro alcance conceptual e imaginativo es ilimitado y esto se percibe, desde
luego, como una liberación y una restricción. Como lo
sugerí en más de una oportunidad, la expansión hacia
la historia, la expansión a través de los continentes, es
una expansión que transforma a medida que captura.
La tradición entra en conflicto con la traducción. La
identidad, con la comunidad. El sentido, con la sensi• idad.
Lo que sigue es una exploración de tres dimensiones
de la capacidad de los medios de suministrar un marco
para el manejo de la vida social y la búsqueda de seguridad e identidad en lo cotidiano. Confianza, „llenania, otredad:
todas son fundamentalee
z
s para
espróyecto social básico, y todas se definen y modifiaii-d-ec- isivamente en nuestras relaciones con Ios medios, en todos
sus aspectos. Todas implican la creación y el mantenimiento de valores, y lo que planteo es, implícitamente,
la cuestión del valor. Voy, por lo tanto, tras algo quizá
muy intangible pero que, a su manera, es lo más fundamental. Una percepción de los medios como una de las
formaciones raigales de la sociedad moderna, sumergida en las profundidades de nuestra humanidad para
afectarla intensamente.
fbil
186
13. La confianza
Hago clic en Amazon.com , la librería de Internet.
«¡Garantizamos la seguridad y facilidad de sus pedidos!». Una página tranquilizadora. Nunca tendré que
preocuparme por la seguridad de mi tarjeta de crédito,
dado que todas las transacciones están protegidas en
un cien por cien. Estoy a resguardo de cualquier gasto
no autorizado. La combinación de la garantía de Amazon y la ley de facturación justa de créditos de Estados
Unidos limita mi obligación a cincuenta dólares y la librería me cubrirá por cualquier suma que los exceda,
«si el uso no autorizado de (mi) tarjeta de crédito no se
debiera a (mi) responsabilidad» (aunque al parecer sólo
si la transacción se realiza en Estados Unidos). Me aseguran que los números no mienten• más de tres millones de clientes compraron con tranquilidad en Amazon
sin que hubiera fraudes con las tarjetas de crédito. Y
que la tecnología es segura. El Secure Server Software
(SSL), la norma de la industria, codifica toda mi información personal, a fin de que no pueda leerse «mientras viaja por Internet». Si aún estoy preocupado, todo
lo que tengo que hacer es ingresar los cinco últimos números de mi tarjeta de crédito y me darán instrucciones
para hacer el pedido por teléfono. ¿Estoy tranquilo?
¿Qué pasa aquí?
Me piden que confíe en un sistema abstracto. Me dicen que mi dinero estará a salvo, y mi identidad, protegida. Nadie sabrá qué pido. Ni uno de mis dólares irá a
parar a las manos equivocadas. Me piden que tenga fe
en la tecnología. Me dicen que el gobierno federal me
protegerá de lo peor. Y me proponen una metáfora tranquilizadora del proceso: que la información que he pro187
porcionado está realmente viajando con seguridad a
través de una red.
Puedo, porque tengo la edad suficiente, imaginarme
una versión electrónica de aquellos recipientes que se
desplazaban por los tubos de vacío de las grandes tiendas en lo que hoy parece otra era: dinero doblado que
volaba hacia su destino, la contaduría en el sexto piso y
luego el vuelto con un recibo manuscrito. ¡Zuuum! Nada demasiado problemático en todo esto. Ni entonces ni
ahora. Y aun si hay algún problema, aun si en cierto
modo la ausencia de una persona o una voz en la transacción electrónica, la falta de reconocimiento de mi humanidad e identidad, el hecho de no admitir que yo sea
tal vez algo más que una mera abstracción, aun si todo
esto sigue siendo perturbador, entonces puedo telefonear. Puedo volver a una infraestructura tecnológica
con estoy familiarizado (aunqUe.alguna_vez tarn ti
-ei- desconfiado de ella). Puedo transmi- btérpidál
tir mi voz a una grabadora y, de cierto modo, sacarme el
aguijón de la sospecha.
Pero, ¿si todavía desconfío? Si de alguna manera mi
percepción de todo el proceso aún está condicionada, no
por metáforas de seguridad sino de caos, por visiones de
líneas que se cruzan y de paquetes que desaparecen en
el éter, como mi asistente de Microsoft Office '97 cuando
decido desactivarlo con un clic. Si no percibo un destino,
o un norte y un sur. Si no creo en absoluto en la solidez
y seguridad del mundo electrónico. O si imagino, al contrario, que hay un poderoso sistema informático que entrecruza los datos de todas las transacciones electrónicas que hice en mi vida, con el resultado de que empezaré a recibir correos__de propaganda que procuran hacerme comprar más cosas. Si imagino que me reconstruyen como unaTe—s-pecie de versión cibernética de mí mismo: un consumidor digital, compuesto en su totalidad
de bits y bytes y pruebas incriminantes, para ser vendido al próximo proveedor de información comercial o política. Si en el pasado tuve que luchar denodadamente
con facturas telefónicas que siempre parecían duplicar
188
lo que yo creía tener que pagar. Si no logré efectuar la
transición de una tecnología a otra. Si lo nuevo es desconocido y amenazante. Si aún deseo aferrarme a las seguridades del contacto cara a cara y al polvo de mi librería local. Si todavía necesito tocar para negociar. ¿Qué
pasa, entonces?
No puedo obligarme a confiar. La confianza no es un
acto de la voluntad. Al contrario. Es a la vez una precondición y una consecuencia de una transacción como la
que podría hacer con Amazon.com o cualquier otra
transacción continua y habitual con un banco, un supermercado o un agente de viajes. O, en rigor, con cualquier otro actor de mi espacio social. Y la confianza, en
este mundo intensamente mediatizado, es a la vez socavada y restablecida por los propios medios. Aquí, como
en otras partes, los medios son centrales; no sólo en su
capacidad de representar la confiabilidad de acciones e
interacciones y plantear un reaseguro con esas representaciones, sino en su íntima participación en la comunicación, en la interfaz en la que se posibilita, o no,
la confianza. Esta, como lo señala Partha Dasgupta
(1988, pág. 50), es una mercancía frágil.
Sin confianza no podemos sobrevivir. Como seres
sociales, económicos o políticos. La confianza es esencial para el manejo de la vida cotidiana; para nuestra
percepción de la seguridad personal en un mundo complejo; para nuestra capacidad de actuar, llevarnos bien
con nuestros semejantes, compartir, cooperar, pertenecer. ¿Cómo la manejamos? ¿Qué papel juegan los medios en ese manejo? ¿Qué puede decirnos el estudio de
los medios sobre la creación y sostenimiento de la confianza en nuestro mundo global?
¿Y qué es la confianza?
«confiar en una persona significa creer que, cuando tenga la oportunidad, probablemente no se comportará de
una manera perjudicial para nosotros, y la confianza
será típicamente pertinente cuando al menos una parte
tenga la libertad de decepcionar a la otra, suficiente189
mente libre para evitar una relación riesgosa y suficientemente obligada a considerar la relación como una
opción atractiva. En síntesis, la confianza interviene en
la mayoría de las experiencias humanas, aunque, desde luego, en proporciones muy variadas» (Gambetta,
1988, pág. 219).
Así dice el economista Diego Gambetta. La confianza
resulta significativa cuando tengo que emitir un juicio
acerca del comportamiento de otra persona para
conmigo en condiciones en las que no puedo verificar
qué ha hecho esta antes. Para que la confianza sea pertinente, los otros deben tener una posibilidad de traicionarnos. La confianza es un recurso para hacer frente a
la libertad de los otros.
La confianza básica tiene su origen en la experiencia
de la infancia; en rigor, en las primeras experiencias de
la infancia. El psicoanalista británico D. W. Winnicott
desarrolló una teoría del individuo que pone en su centro una explicación de la capacidad de sentir y estar seguro en el mundo. La «seguridad ontológica», una vez
más la precondición y la consecuencia de nuestra aptitud para la confianza, surge como resultado de las consistencias del cuidado que un padre brinda a un hijo en
los primeros meses de vida, y el desarrollo correspondiente del tipo de confianza en uno mismo, así como en
otros, que se desprende de ese cuidado.
La seguridad ontológica es una condición fundada
en nuestro ser en el mundo, y a la vez lo posibilita.
Aprendemos, inconscientemente y si tenemos la suerte
suficiente, a confiar en nuestros primeros entornos y, en
especial, en quienes los pueblan. Aprendemos a distinguirnos de los otros, a poner a prueba el límite entre
realidad y fantasía, a iniciar el largo proceso que nos
permitirá hacer un aporte a la sociedad en que vivimos,
gracias a las consistencias del cuidado y la atención que
recibimos. Esa confianza mantiene a raya la angustia.
Nos permite manejar lo que de lo contrario sería un
mundo complejo eternamente amenazante, en el cual
190
tendríamos que hacer frente a todas las interacciones
como si fueran la primera, donde la experiencia no contaría en absoluto y no seríamos capaces de distinguir la
realidad, la honestidad y las buenas intenciones de sus
opuestos.
En la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, la actitud natural en el mundo que damos por sentado es la que nos permite mantener el juicio mientras
transcurren la vida y los afanes diarios. Las rutinas, los
hábitos, los refuerzos cognitivos y emocionales —constantemente reafirmados—, las seguridades a menudo
sumamente ritualizadas de nuestro paso a través del
tiempo y el espacio, y las consistencias con las cuales
nuestras interacciones recíprocas se adecuan a las expectativas, representan en conjunto la infraestructura
de un universo moral en el que nosotros, sus ciudadanos, podemos ocuparnos de nuestros asuntos cotidianos. Gracias a que aprendemos a confiar en los otros
aprendemos, de una u otra manera, a confiar en las cosas. Y, del mismo modo, gracias a que aprendemos a
confiar en las cosas materiales, aprendemos a confiar
en las cosas abstractas. La confianza, por lo tanto, se alcanza y sostiene a través de la habitualidad de la vida
cotidiana y las consistencias del lenguaje y la experiencia.
Pero hay que trabajar constantemente por esa confianza, así como nuestra participación en la vida cotidiana exige un compromiso permanente. Tenemos que
hacer ambas cosas:
«lo que se aprende en la constitución de la confianza
básica no es sólo la correlación de rutina, integridad y
recompensa. También se domina una metodología
extremadamente sofisticada de conciencia práctica,
que es un recurso protector continuo (aunque cargado
de posibilidades de fractura y separación) contra las
angustias que aun el encuentro más casual con otros
está en condiciones potenciales de provocar» (Giddens,
1990, pág. 99).
191
Aquí, la contradicción entre la actividad exigida de
nosotros como participantes de la sociedad para enfrentar sin cesar los desafíos que plantea la vida, y la aceptación pasiva de las estructuras del mundo autoevidente que, justo porque las consideramos por completo
obvias, sugerirían que no es necesario enfrentarse conscientemente con ellos, es más aparente que real. Se requieren ambas cosas. Juntas, ambas son la precondición de la eficacia y la cordura, de la seguridad y la confianza.
En un estudio anterior (Silverstone, 1994) analicé el
papel de los medios en este proyecto de construcción y
sostén de la confianza. Ahí señalaba el importante papel que tuvo la televisión, y la radio antes que ella, en el
fortalecimiento de nuestra seguridad ontológica y de la
confianza en nuestras instituciones y en las continuidades de nuestra vida cotidiana. Los medios de difusión
surgieron con las grandes expansiones de los suburbios
en el período de entreguerras. Su papel se intensificó
durante la Segunda Guerra Mundial y, en una especie
de repetición, las décadas de 1940 y 1950 contemplaron
cómo la televisión, el medio suburbano por excelencia,
en particular en las sociedades angloparlantes, se
arraigaba profundamente en lo que todos damos por
sentado como un componente esencial de la realidad experimentada.
En lo que se refiere a esa seguridad, hemos llegado a
depender de los medios. Confiamos en que estarán
siempre y entramos en pánico cuando fallan. Dependemos de ellos para obtener información sobre un mundo
al cual no tendríamos acceso si nos faltaran, y nos tranquilizan las familiaridades reiterativas de noticiosos y
telenovelas: personajes que conocemos, locutores cuyas
voces y caras reconocemos, estructuras de programación que entendemos, podemos predecir y, en esencia,
tomamos como un hecho cierto. La televisión siempre
está encendida. Los medios siempre están con nosotros.
Como primer y como segundo plano. Las continuidades, el runrún del canal musical por un lado; el manejo
192
de la crisis por el otro. Pese al creciente cinismo de poblaciones demasiado sofisticadas para aceptar todo lo
que leen y escuchan como un evangelio, en tiempos de
dificultades, dificultades nacionales, dificultades globales, dificultades en la casa del vecino, ponemos la radio,
compramos más diarios, miramos más noticiosos televisivos. Las noticias durante todo el día, aun en el mundo fragmentador del cable y el satélite, pueden verse
como un intento de preservar este papel: televisión
eterna, nunca fuera de alcance, siempre presente.
Las noticias durante las veinticuatro horas nos vacunan contra el espanto y las entorpecedoras angustias
de un mundo de alto riesgo. Desde luego, la capacidad
de los medios de generar confianza es, como tantas
otras cosas, de doble filo. Incitan al rechazo en la misma
medida en que alientan la participación. Podemos
confiar en la distancia que proponen entre nosotros y
los riesgos y desafíos del mundo, así como en su estímulo a la participación. Los medios ocupan el espacio antaño habitado por la superstición y la religión, y nos permiten modelar reflexivamente nuestra autopercepción,
en un cotejo con lo que vemos y escuchamos con referencia al mundo que existe en alguna parte del otro lado de
la pantalla o el altoparlante, en algún punto del ciberespacio: paraíso o infierno.
Los medios son sistemas abstractos en los cuales
confiamos, que refuerzan nuestra disposición a confiar
en otros sistemas abstractos y nos proporcionan una estructura para que confiemos unos en otros. Es discutible que esta confianza sea psicológicamente insatisfactoria, como sostiene Anthony Giddens (1990, pág.
13). Depende de lo que se compare con ella y de qué
otras fuentes de confianza, incluida la personal, puedan estar o haber estado antaño a nuestro alcance. Por
otra parte, es preciso decir que esa abstracción no es
uniforme ni consistente. Vivimos en un raunda,en_el
que las experiencias mediatizadas y no mediatizadas se
entrelazan. En loá «cómo si» de nuestras relaciones con
las figuras públicas en sus representaciones mediáti193
cas, en nuestras capacidades de ocupar los espacios
públicos sucedáneos que de vez en cuando nos ofrecen
los medios, y en lo que tomamos de las enunciaciones
públicas de la moralidad y el mito para llevarlo a nuestra vida privada, los medios no son pura o exclusivamente abstractos. Tampoco funcionan sin nuestra participación activa.
Más problemático es el nivel de abstracción del que
depende este argumento. Puesto que en el mundo en
que vivimos muchos de nosotros, esa confianza no
siempre es fácil de obtener, y la confianza misma depende siempre de las vicisitudes de la historia y las circunstancias. Puede ser perturbada y socavada, así como sostenida. Por lo demás, en su creación y su ausencia, la confianza nunca es inocente. No puede ser prescripta pero sí creada, o por lo menos pueden generarse
las condiciones para su creación. Yen tales actividades,
en las cuales intervienen de manera decisiva tanto las
organizaciones como los individuos, la confianza ha
llegado a ser fundamental para el funcionamiento de
las sociedades complejas, la búsqueda de la cultura, el
ejercicio del poder y la creación del mercado. En las sociedades modernas y posmodernas o tardo modernas,
la confianza se ha convertido en una mercancía.
En un fascinante estudio, Lynne Zucker examinó su
producción en el contexto del surgimiento de un nuevo
orden económico e industrial en Estados Unidos en los
ochenta años transcurridos entre 1840 y 1920. En argumentos que hacen eco a los de E. R Thompson (1971), y
en los que discute el derrumbe de la economía moral del
mundo preindustrial por obra de las fuerzas del
mercado capitalista, Zucker rastrea los factores que
minaron la certidumbre y la confianza en los comienzos
del mercado estadounidense y en las relaciones entre
los empleadores y sus empleados. La autora define_ la
confianza como un conjunto de expe
artir-dasporquientc rambio.Esex:
pectativas, sostiene, se fundan en el hecho de compartir
normas básicas de comportamiento y usanzas sociales.
194
Y como tales sufren una quiebra cuando las normas sociales se debilitan o son imposibles de sostener. A medida que las sociedades en general se complejizan y las
formas tradicionales de producción de confianza
—tales como los procedimientos convenidos de intercambio en las sociedades tradicionales o las definiciones locales o regionales sobre lo que debe considerarse
como un mercado social en las sociedades preindustriales— son objeto de presiones, aumenta la importancia
de la producción institucionalizada de confianza: «Si los
mecanismos de producción de confianza se institucionalizan y, con ello, resultan más formales, la confianza
se convierte en un producto vendible y las dimensiones
del mercado que la comercializa determinan los montos
de su producción» (Zucker, 1986, pág. 54). A raíz, justamente, de la quiebra aludida, la capacidad de reanimamiento del mercado norteamericano e incluso su mera
capacidad de funcionar dependieron de su aptitud para
producir confianza. Zucker describe tanto la lógica
como los procesos institucionales que consolidaron el
mercado para el capital.
En lo que sigue me gustaría reproducir brevemente
su argumento, y lo haré por una serie de razones. La
primera consiste en echar luz sobre las respuestas
institucionales a la crisis decimonónica de la confianza
en las condiciones básicas que apuntalaban un mercado eficaz, condiciones cuya reaparición, aunque quizá
no con tanto dramatismo, puede constatarse en el nuevo mercado global y electrónico del siglo XXI. La segunda consiste en desarrollar el contexto para una discusión sobre el papel de los medios en ese proceso, teniendo en cuenta que estos intervienen en dos aspectos:
como instituciones que transmiten confianza a las sociedades en que son recibidas y, al mismo tiempo, como
procesos en los cuales es preciso confiar. Y la tercera razón, por consiguiente, consiste en sugerir que la producción de confianza, en todos sus aspectos, no puede divorciarse de los medios y, a la inversa, que cualquier es195
tudio de estos debe, en uno u otro momento, abordar su
papel en la creación de esa confianza.
Zucker distingue entre las expectativas contextuales de confianza, que ya analicé en el marco de la seguridad ontológica, y que exigen un universo común que
se dé por sentado y la reciprocidad de perspectivas, y
las expectativas constitutivas de confianza, las reglas
que definen una situación específica en la cual la acción
legítima se define con mayor o menor precisión, pero de
conformidad con conjuntos convenidos de expectativas
a veces muy formalizadas que todos los participantes
supuestamente conocen y entienden.
La autora analiza luego tres modos de producción de
confianza: la confianza basada en los procesos, que depende de las continuidades de la cultura y el entendimiento, como la reputación o el intercambio de regalos;
la confianza basada en las características, que está
atada al carácter y la identidad particular de las personas, como la familia o la etnicidad, y la confianza institucionalmente fundada que, como lo sugiere la expresión, implica instituciones, profesiones o intermediarios generadores de las condiciones para su producción
y garantización. Mientras que los dos primeros modos
de producción, los basados en los procesos y las características, no generan un mercado de la confianza, el tercero sí lo hace. Las instituciones que surgieron dentro
del capitalismo con el objeto de crear y proteger el mercado y establecer las condiciones para su funcionamiento eficaz, también generaron un mercado de la confianza: esta se convirtió entonces en una mercancía, y sigue
siéndolo.
Los profundos cambios sociales que acompañaron la
industrialización de la sociedad estadounidense en el
siglo XIX, y especialmente la escala de la inmigración y
la migración interna, engendraron un conjunto de condiciones dentro de las cuales se desintegraron las formas tradicionales de confianza, tanto las basadas en la
cultura y la memoria compartidas como las fundadas
en la autoridad de la persona o el grupo primario; como
196
consecuencia de ello, la economía vaciló. La fuerza
laboral era heterogénea, y como resultado se debilitó
la confianza entre trabajadores y empleadores. La
confianza basada en los procesos y las características se
limitó exclusivamente a los grupos homogéneos, entre
minorías étnicas o con una base territorial. Esos dos
tipos de confianza no desaparecieron y sus bases, por
supuesto, sobrevivieron tanto en los contextos económicos como, sin duda, en los sociales. Pero fueron incapaces de sostener una economía cada vez más compleja y
diversificada. Esta no podía sobrevivir sin fuentes alternativas de confianza.
El argumento de Zucker es que la confianza sólo
podía ser obra de una serie de nuevas instituciones cuya tarea era crear las condiciones para la realización de
transacciones eficaces a través de los límites grupales y
la distancia geográfica, y facilitar la concreción exitosa
de una cantidad creciente de transacciones interrelacionadas y no susceptibles de separarse. Las instituciones que surgieron, la difusión de las organizaciones burocráticas racionales, el otorgamiento de credenciales
profesionales, la economía de servicios —incluidos los
intermediarios financieros y el gobierno— y la regulación y legislación y sobre todo, tal vez, la expansión de
los seguros, apuntalaron en conjunto el mercado, al generar la confianza que permitía la realización segura y
confiable de las transacciones.
La confianza es como la información. No se agota con
el uso; cuanto más hay, probablemente más haya. En rigor de verdad, se reduce con el desuso (Gambetta, 1988,
pág. 234). En el mundo moderno, los medios transmiten ambas. Pero en tiempos de cambio, su capacidad de
hacerlo eficazmente se debilita. Cuando los medios
cambian, las certezas familiares de nuestra relación
con ellos ya no pueden sostenerse. Y cuando los medios
cambian y reivindican nuevos tipos de interacción y
nuevos tipos de sociabilidad, las formas conocidas de
nuestras relaciones mutuas, y también con otras instituciones, ya no pueden garantizarse.
197
Los nuevos medios nos invitan a confiar en ellos. Nos
invitan a creer en la autenticidad y autoridad de la imagen electrónica y el texto electrónico. Nos invitan a
creer en su veracidad, honestidad y seguridad. Nos
invitan a confiar en ellos con nuestro dinero y nuestras
identidades. Nos invitan a creer en lo que vemos y escuchamos y a aceptar lo que nos dicen, como receptores
más o menos pasivos de su comunicación o como usuarios activos que procuran concretar sus planes.
La expectativa de participar en el comercio electrónico en Internet exige que nos apartemos doblemente:
del contacto cara a cara por un lado, y de las formas conocidas y autoevidentes de mediatización por el otro.
¿Cómo puedo confiar en el otro a través de estas perturbaciones y desplazamientos? ¿Cómo puede sostenerse
mi participación continua y voluntaria en los complejos
asuntos de la sociedad, especialmente en su vida económica y política? Frente a esta incertidumbre, ¿cómo
puedo refrenar mi deseo instintivo de retirarme, privatizar mi conducta, regresar al grupo primario, poner
mi dinero debajo del colchón, mi seguridad en manos de
un vigilador y mi ciudadanía en la alacena?
La mercantilización de la confianza. La constatamos
todo el tiempo. La vemos en el envoltorio con que nos
presentan presidentes y primeros ministros y en el entrelazamiento de redes políticas. Si no confías en el
mensajero y el sistema de entregas, confía al menos en
el símbolo. El clásico estudio de Joe McGinnis sobre la
campaña presidencial de Nixon se tituló The Selling of
a President [La venta de un presidente] (1970), un reconocimiento del necesario y paciente trabajo de construirlo como una figura confiable, pese a la sombra de
barba a las cinco de la tarde. Las apelaciones políticas
dependen hoy de la pretendida confiabilidad de los
principales participantes, una pretensión que desplaza
la confianza institucional en beneficio de la confianza
basada en las características. Lo llamamos «presidencialismo» y a menudo se culpa por ello a los medios y su
doble papel de seductores del sistema político y seduci198
dos dentro de este. Señala, irónicamente, el verdadero
fracaso de la confianza en el sistema político abstracto.
Tal vez señale, por otro lado, una necesidad constante y
persistente de confiar en la persona. Es sorprendente,
sin embargo, que aún parezca funcionar.
En el mercado, la misma señal de regresión podría
parecer una indicación de desastre. No obstante, también esto está sucediendo También aquí la confianza de
fundamentos institucionales es desplazada por la basada en las características, como si viviéramos realmente
en una aldea global, un mercado global. Los elementos
básicos de la confianza en el comercio, si recordamos
que el término «comercio» puede usarse para describir
la interacción tanto social como económica —reciprocidad y consistencia—, se presentan con un nuevo envoltorio. Siga la marca. La confianza se indica y proclama
en el logo y la marca comercial. Eso es lo que se comercializa. Lo hemos servido bien, así que confíe en nosotros, aun en los nuevos marcos transaccionales. En el
paso del comercio tradicional [off-line] al comercio en línea [on-line], la marca es el objeto transicional. El centro de una abundante actividad emocional y cognitiva.
Nos brinda seguridad en un mundo confuso. Nos permite consumir.
Me gustaría terminar este análisis con una serie de
preguntas. Ninguna de ellas es de fácil respuesta, pero
todas son fundamentales para la comprensión de los
medios en la sociedad contemporánea y, en particular,
de su papel cuando se trata de apuntalar e informar la
experiencia, y permitirnos dar sentido y manejar el
mundo que hoy nos confronta. Son preguntas que nos
exigen estudiar los medios.
Es más fácil desconfiar que confiar. Así como nunca
es dificil encontrar pruebas de la falta de confiabilidad,
es virtualmente imposible probar su imagen positiva
en el espejo (Luhmann, 1979, citado en Gambetta,
1988, pág. 233). En esas condiciones, entonces, ¿cómo
confiamos en que los medios, tanto los viejos como los
nuevos, sean veraces, honestos, seguros? ¿Cómo sa199
bemos que ellos confían en nosotros? ¿Hasta qué punto
los necesitamos como una precondición de nuestra capacidad de confianza mutua? ¿Qué nos pasa y qué pasa
con nuestra sociedad cuando se comprueba la quiebra
de estas relaciones de confianza? ¿Podemos confiar,
como parecemos hacerlo cada vez más, en que los
medios compensen la pérdida de confianza institucional generada por y a través de ellos? ¿Qué instituciones
se necesitan hoy para asegurarnos que en nuestro nuevo ambiente electrónico se generen y protejan relaciones sociales, políticas y económicas confiables?
Volveré a estas preguntas en el último capítulo de la
obra.
200
14. La memoria
Al parecer, vivimos cada vez más sin historia. El pasado, como el presente, está fracturado por la división y
la indiferencia. El mundo tardo moderno se reinventa
noche a noche a través del drama histórico y la memoria falsa. Las tradiciones llegan tardía y lánguidamente. La reminiscencia es un callejón sin salida. Hemos
perdido el arte de la memoria. No obstante, somos lo
que recordamos, como naciones y como individuos; y la
memoria es hoy el ámbito de luchas por la identidad y
la posesión de un pasado. Luchas enconadas que se centran en memoriales, monumentos y museos. Luchas
enconadas para que el pasado no se olvide; para que el
presente lo reivindique, y para que el futuro reivindique el presente. Pero, ¿qué pasado, y de quién?
Con la decadencia de la cultura oral, nosotros mismos ya no necesitamos recordar colectivamente. Tenemos para ello registros y textos —aides-mémoire, médias de mémoire— que apartan la memoria de los funcionamientos internos de la mente. La memoria oral
era tanto una técnica como un recurso. Una la fijaba
para la persuasión y el control; el otro le permitía crecer a través de las generaciones, sostenida por rituales
públicos y relatos privados. Historias, no fragmentos. Creencias, no fantasías. Referencias, no representaciones.
Con el ascenso de la escritura y la ciencia, la memoria colectiva y personal se convirtió en un objeto: un objeto que había que fijar e investigar, cuestionar y analizar. Tanto la historia como el psicoanálisis son ciencias
del pasado, aunque a menudo en discrepancia. En ambos, la memoria se convierte en algo así como un jugue201
te. Plástico y arcilla. En rigor, se supone que la historia
borra la memoria, la hace superflua gracias a las certezas de las narraciones establecidas, las fuentes documentales y la tiranía de los hechos. Abstracción más
que recuerdo. Y se supone que el psicoanálisis investiga
la memoria, indaga en su poder y su alteración. La memoria es energía, tanto creativa como destructiva de la
individualidad, del yo.
En consecuencia, para la historia y el psicoanálisis
la memoria es, a lo sumo, un recurso; y ni la historia ni
el psicoanálisis ofrecen certezas. Su autoridad está
sujeta a cuestionamientos. En rigor, la autoridad de cada uno de ellos es cuestionada por la autoridad del otro.
La historia cuestiona al psicoanálisis en el tema del síndrome de la memoria falsa, y el psicoanálisis cuestiona
a la historia como un relato singular y literal. La memoria, por consiguiente, recupera su significación, y su relación con la historia, al igual que, en verdad, su relación con la mente, es inestable y cambiante. Como sostiene Raphael Samuel, la memoria,
«lejos de ser meramente un receptáculo pasivo o un sistema de almacenamiento, un banco de imágenes del
pasado, es antes bien una fuerza modeladora activa;
que es dinámica —lo que procura olvidar sintomáticamente es tan importante como lo que recuerda— y que
está dialécticamente relacionada con el pensamiento
histórico, en vez de ser una especie de otro negativo con
respecto a él. Lo que Aristóteles llamaba anamnesis, el
acto consciente de evocación, era una labor intelectual
muy semejante a la del historiador: una cuestión de cita, imitación, préstamo y asimilación. A su propia manera, era un modo de construir conocimiento» (Samuel,
1994, pág. x).
Para Samuel, la memoria es lo que se hace en la rememoración, con tranquilidad o sin ella, a través del
testimonio oral y el discurso compartible. En ella, los
hilos privados del pasado se tejen para formar una tela
202
pública, que propone una visión alternativa, una realidad alternativa a las versiones oficiales de la academia
y el archivo. Estos recuerdos inauguran otros textos, no
menos históricos que los primeros pero, no obstante,
otros, que surgen de lo popular y lo personal y son el
producto de sus propios días. En la fluidez de esos recuerdos el pasado emerge como una realidad más compleja que singular y, como otros lo señalaron, la pluralidad misma de la memoria es la prueba de la pluralidad de la realidad y no necesariamente, en cierto sentido, un error. Los recuerdos cambian en la evocación y el
relato. Son discutidos y rebatidos, aunque en algún lugar siempre se afirma que al margen de la memoria
hay una realidad que actúa como juez y jurado. Pero sabemos —¿acaso no sabemos?— que los hechos históricos sólo tienen significación en cuanto son de significación, y que esta es una cuestión de valor, no de verdad
(aunque la verdad, claro, es un valor).
No podemos ignorar la memoria, aun cuando no sepamos ya del todo qué hacer con ella. Como muchas cosas, la memoria es hoy un problema y no una solución.
Y en la conjunción de lo privado y lo público, no es sólo
personal. En rigor, es, y sin limitación, política.
Ese es el tema del que me ocupo en este capítulo. Mi
intención aquí es señalar el carácter central de la
memoria para la experiencia, tanto del individuo como
de las culturas. Quiero sugerir que la memoria es aquello con que contamos, en privado y en público, para fijarnos en el espacio y, especialmente, en el tiempo. Y sugerir, también, que nuestros medios, tanto por intención como por defecto, son instrumentos para su articulación. Una memoria que es pública, popular, persuasiva, plausible y, por ende, tanto apremiante como, de vez
en cuando, también compulsiva. ¿Cuáles son las implicaciones del juego con el pasado de los medios contemporáneos? ¿Como narradores, como archivos, como proveedores del recuerdo? ¿Y cómo debemos entender su
poder de definir los términos y el contenido de esa memoria y esos recuerdos?
203
Mi propio pasado, no menos que el de la nación, está
ligado a las imágenes y los sonidos de un pasado mediatizado. Mi nostalgia por otra época, mi propia época, se
construye mediante los recuerdos de programas y
anuncios vistos u oídos en la infancia. Estos son, en parte, la materia prima para compartir ese pasado con
otros. Una reivindicación mutua de identidades de clase y cultura. Y puedo recordar imágenes mediáticas de
grandes acontecimientos, asesinatos, coronaciones, millas corridas en cuatro minutos, así como los mismos
medios tienen hoy un pasado para recordar.
Pero sobre todo, a falta de otras fuentes, los medios
tienen el poder de definir el pasado: presentarlo y representarlo. Pretenden una autoridad histórica en el
drama y el documental: versiones del realismo cuyo
único referente se encuentra en otros relatos y otras
imágenes. La movilización de los testigos; la reconstrucción de situaciones y encuentros; la revelación de
pruebas: la retórica de la verdad. Aquí, como en otros
lugares, esa es la pretensión. Recordar. Definir el pasado. Así fue. Imagínenlo.
La memoria clásica, renacentista y romántica dependía de imágenes. Imágenes para representar su
estructura e imágenes para representar su contenido.
Los primeros retóricos y magos erigieron modelos
mentales de la arquitectura de los espacios públicos, los
teatros y los paraísos como estructuras dentro de las
cuales se construía la memoria y, con ello, se facilitaba
la existencia de rasgos prodigiosos de memoria aplicada. Simónides, Tomás de Aquino y Giordano Bruno
construyeron las elaboradas mnemónicas («mnemotécnicas», según las describe Frances Yates, 1964, 1966)
para fijar el pasado y elementos mentales que, de lo
contrario, eran irrecuperables. En efecto, y como lo
documenta con tanta brillantez Frances Yates, el arte
de la memoria se convirtió en un arte de la magia en
manos de los maestros ocultos del Renacimiento; un
primer ejemplo, acaso, de la poderosa combinación de
la imagen, la tecnología, la metáfora y la creencia que
204
ahora, como entonces, apuntala la capacidad de construir una memoria pública y representarla. Tal era su
poder para imponer la atención; tal era su poder para
definir el pasado y a través del pasado, por lo tanto, reclamar el futuro.
Pero a lo largo del mundo medieval las imágenes del
pasado estaban en todas partes. El mundo debía leerse
en su visibilidad. Los significados inscriptos en los vitrales y en las geografías sagradas de los santuarios se
ofrecían a quien los quisiera. La retórica de esas imágenes evocaba simbolismos conocidos de la cultura y la
creencia y al mismo tiempo estaba suficientemente expuesta para inducir los pensamientos privados del creyente e incitar, quizás, una intersección de los recuerdos públicos y privados. Y así sigue siendo.
La memoria es eficaz. Los textos que nos la afirman
en el espacio público, trátese de imágenes, películas o
memoriales únicos, son significativos porque a través
de ellos se construye una realidad que de lo contrario
sería inaccesible. Y esa realidad es la que impone la
atención, reclama la creencia y pone en marcha la acción. En este sentido, la «vida» y la «vida en la escritura», según las expresiones de James E. Young, están
necesaria y fundamentalmente interrelacionadas.
Cuando escribe sobre el Holocausto, Young rechaza la
separación de historia y narración, así como la inocencia del acontecimiento no mediatizado. «La literatura
recuerda la destrucción pasada al mismo tiempo que
modela nuestras respuestas prácticas a la crisis actual»
(Young, 1990, pág. 4). Y no sólo la literatura, y no sólo
los productos culturales de la elite, por supuesto.
Mis afirmaciones sobre el lugar central de los medios como piedras angulares para la construcción de la
memoria contemporánea surgen de estos debates. No
hay una divisoria inequívoca entre la representación
histórica y la representación popular del pasado. Ambas se fusionan, a la vez que compiten, en el espacio público. Y juntas nos definen textos y contextos: para la
identidad, para la comunidad y, en el aspecto quizá más
205
significativo y subyacente a ambas, para la creencia y
la acción. Estudiar la relación de los medios con la
memoria no es negar la autoridad del acontecimiento
que es el foco de la evocación, sino insistir en la
capacidad de aquellos de construir un pasado público,
así como un pasado para el público. La textura de la
memoria se entrelaza con la textura de la experiencia.
La memoria es trabajo: nunca se modela en un vacío y
sus motivos no siempre son puros (Young, 1993, pág. 2).
La memoria es lucha. Y, por lo tanto, es prudente luchar
por la memoria.
Considérese el Holocausto.
Pero, ¿cómo empezar? Tal vez, con un reconocimiento de que en este momento, este momento de la escritura, el momento en que quienes sobrevivieron ya no sobreviven, en el cual la posibilidad del testimonio se disipa en las arenas del tiempo, esta tragedia humana debe, por fin, fijarse en el tiempo. Que este es el momento
en que resulta posible que una nueva generación, los hijos y las hijas, reclamen la propiedad de lo que hoy sólo
puede ser el dolor aludido de la historia; un momento
en que el mundo occidental está obsesionado con lo que
ya no puede conocer pero, en cierto modo, y justificadamente, no desea olvidar; un momento para el memorial
y el monumento; un momento en que parece haber llegado la hora de moldear los sonidos y las piedras de la
memoria, de fijar el pasado, fijarlo para que todos lo
vean, fijarlo para todos los tiempos.
Pero ¿cómo recordamos esas terribles heridas? Durante años hubo silencio. Todo lo dicho. Bien y propiamente empapeladas las grietas de la historia. No obstante, hoy nos descubrimos recordando: forzando la memoria de los testigos y los documentos. Tanto los historiadores como los medios. Escribiendo, reescribiendo y
volviendo a escribir. Los sobrevivientes y sus hijos, porque sólo los sobrevivientes pueden ver. Recordar, registrar y tratar de entender.
Parece que algo nos impulsa hoy a llenar el vacío reciente con vistas y sitios, sonidos, palabras e imágenes.
206
A ignorar la proscripción de Adorno contra la poesía. A
ignorar el mandamiento que prohíbe la imagen esculpida. A transformar lo negativo en positivo. A creer que el
tiempo no puede erosionar el significado de la memoria.
Los medios, desde luego, no pueden ser silenciosos. Y
nosotros no podemos permitirnos olvidar. Pero, ¿qué
debemos recordar, y quién tiene los derechos de la narración y la inscripción?
En la ciudad de Kassel hay un monumento al Holocausto que ya no puede verse. Está hundido bajo tierra.
Concebido por Horst Hoheisel, se erigió para reemplazar una fuente financiada por un empresario judío y
construida en la ciudad en 1908. Como se trataba de
una «fuente judía», los nazis la destruyeron en 1939,
dos años antes de que el primer transporte de judíos de
la ciudad partiera de la estación de trenes hacia Riga y
luego más allá. Hoheisel diseñó un monumento negativo. Así como antes había una fuente, ahora hay un pozo; y lo que antes era una pirámide que se elevaba doce
metros sobre la superficie, está hoy enterrado bajo la
plaza. «La fuente hundida no es en absoluto el monumento conmemorativo (. . .) Sólo es la historia convertida en un pedestal, una invitación a los transeúntes
que se paran frente a él, a fin de que busquen la conmemoración en su propia mente. Porque lo único que hay
que encontrar es la conmemoración» (Hoheisel, citado
en Young, 1993, pág. 46). Aquellos que visitan el espacio
vacío y se detienen frente a él se convierten, por defecto
e intención, en el monumento y la conmemoración. James E. Young, con quien estoy en deuda por esta descripción, sintetiza lo que ve como la significación de lo
siguiente:
«El contramonumento (. . .) obliga a la conmemoración
a dispersar —no concentrar— la memoria, a la vez que
concentra en un solo lugar los efectos literales del
tiempo. Al disiparse en el tiempo, el contramonumento
remedaría la dispersión misma de este, se convertiría
más en tiempo que en memoria. Nos recordaría que la
207
noción misma de tiempo lineal supone el recuerdo de
un momento pasado: el tiempo como la distancia perpetuamente medida entre este momento y el próximo,
entre este instante y un pasado recordado. En este
sentido, el contramonumento nos pide que reconozcamos que el tiempo y la memoria son interdependientes,
están en un flujo dialéctico» (Young, 1993, págs. 46-7).
En su mayoría, nuestros medios rechazan esta
opción, esta posibilidad, esta reticencia. Y al hacerlo, al
margen de cualquier otra cosa que hagan, funden la
memoria con un tiempo específico. Se dice que, una vez
monumentalmente consagrada en memoriales o museos, la vida de la memoria desaparece; que los monumentos, en la forma que fuere, pueden verse como sustitutos de la memoria, desplazamientos o negaciones. Y
esto también debe ser válido para las representaciones
del pasado planteadas por nuestros medios. O, al menos, es necesario que lo tengamos presente.
Así, cuando indagamos en lo que hoy se produce como un llamado al pasado, a la memoria, y en particular
a la recordación del Holocausto en la cultura popular y
los medios contemporáneos, no deberíamos olvidar que
lo que ahora creamos como memoria también está
histórica y socialmente situado. Nuestras descripciones
surgen de nuestras inquietudes, las preocupaciones del
aquí y el ahora. No pueden divorciarse de las condiciones de su producción: como momentos de mediatización
en los complejos y mercantilizados espacios de la cultura popular y la vida cotidiana.
En consecuencia, el filme de Steven Spielberg,
Schindler's List [La lista de Schindler] (1993), debe verse a través de la serie de velos que lo separan de su objeto. El tiempo, antes que nada. Pero luego, también una
narración primaria en el libro de Thomas Kinneally, un
libro que inicia ya la destilación de un horror inimaginable y en gran escala en la vida de un solo hombre y
unos mil sobrevivientes. El Holocausto implicaba la
destrucción masiva, y no sólo de los judíos. Tanto Kin-
neally como Spielberg relatan una supervivencia particular. Y desde luego a través de lo particular pero, como ahora es una película, también de lo general. La secuencia final del filme, en la cual los sobrevivientes del
acontecimiento, así como los actores que los representaron, surgen de una loma cubierta de hierba como si
para todo el mundo fueran extras de The Sound of Music [La novicia rebelde], arrastra al espectador hacia
una narración de esperanza, sentimiento e inmortalidad. Aparta este relato de los horrores de sus imágenes
de lo desconocido y, en rigor, lo incognoscible, para llevarlo a la comodidad de lo familiar.
Esto es Hollywood en acción. Hollywood que «presta
testimonio». Spielberg que «cuenta la verdad» (ambas
citas en David Ansen, «Spielberg's obsession», Newsweek, 20 de diciembre de 1993, págs. 114, 112, citado en
Zelizer, 1997). Y lo que Hollywood hace con la memoria
es contenerla. Le extrae su aguijón. Mucho se ha dicho,
en relación con esta película y la posterior de Spielberg,
Saving Private Ryan [Rescatando al soldado Ryan]
(1998), sobre la honestidad y veracidad de las imágenes. La destrucción del gueto de Cracovia, la secuencia
en las cámaras de gas, los desembarcos en la costa de
Normandía, reivindican una veracidad que golpea. Esto es lo más cercano, lo más real que se puede lograr.
Los sobrevivientes lo atestiguaron. Y tienen, desde luego, sus propios recuerdos. Lo que recuerda el resto, hipnotizado por las escenas de horror, es la película. Nos
han ofrecido, y bien podemos aceptar, recuerdos de la
pantalla, recuerdos seleccionados:* lo subjuntivo, pero
también lo definitivo. No tenemos otro lugar adonde ir
en el tiempo. El Holocausto se convierte en la película.
La película se convierte en el Holocausto.
Hay aquí muchas cuestiones, claro está. Demasiadas para estas páginas. La estrategia representacional
* En el original, «screen memories, screened memories». En esta
segunda utilización, screen remite a una pluralidad de sentidos:
seleccionar, proyectar, tamizar, proteger. Pero también: screen
memory, freudianamente: recuerdo encubridor. (N. del T)
208
209
de Spielberg reside en el drama, la narrativa y el poder
de la imagen reconstruida. No es para él la polvareda
del testimonio, del testigo que lucha con su propio relato. Hay fuerza en ambas cosas, desde luego. Mientras
que la primera deja poco librado a la imaginación, la segunda exige prestar atención a la palabra. Y la palabra
brinda, no fuerza una imagen. El documental de nueve
horas de Claude Lanzmann, Shoah [Shoah] (1985), es
bien conocido por tomar el segundo camino Para él, la
representación directa es un anatema. El Holocausto
«es sobre todo único en el sentido de que levanta un anillo de fuego a su alrededor (. . .) La ficción es una transgresión. Creo profundamente que hay algunas cosas
que no pueden ni deben representarse» (Lanzmann,
1994, citado en Hartmann, 1997, pág. 63).
Al no representar otra cosa que los recuerdos de la
violencia, Shoah evita los posibles peligros de los efectos desensibilizadores de las imágenes directas de esta.
Lanzmann se internó en el camino sugerido por la
escultura de Hoheisel y su documental; del mismo modo, es un contramonumento al Holocausto. A decir verdad, también Spielberg puso en marcha un gran proyecto de videograbaciones de testimonios privados.
¿Hay más fuerza, más honestidad en el relato del testigo o en el del narrador? ¿En los hechos o en la ficción?
Demasiadas son las paradojas que hay que desentrañar aquí.
Sea como fuere, lo que tenemos que enfrentar es la
mediatización de la memoria: fragmentos del pasado
traducidos a través del tiempo y proyectados, como si
fuera en la pantalla cinematográfica, en el futuro. Los
recuerdos mediáticos son recuerdos mediatizados. La
tecnología ha conectado y terciado. Nos han ofrecido suplementos de la experiencia: vitaminas de tiempo.
En un brillante análisis de algunos de estos temas,
específicamente con referencia a la representación fílmica del Holocausto, Geoffrey Hartmann plantea un
argumento más amplio, que permitirá que yo también
pase de lo específico a lo general y de la textura de la
210
memoria a la textura de la experiencia. Hartmann se
ocupa de la doble vida de la imagen mimética, su comodidad pero también su alteración:
«En una sociedad del espectáculo, las imágenes fuertes
son lo que suele decirse de la propiedad del suelo: una
necesidad del alma. Si la incidencia de la memoria
recuperada parece haber aumentado dramáticamente
en años recientes, puede ser que las imágenes de
violencia transmitidas hora tras hora por los medios,
así como la difundida publicidad del Holocausto que lleva a apropiaciones metafóricas (Sylvia Plath es un caso
famoso), hayan popularizado la idea de un trauma determinante. Es comprensible que muchos sientan la
presión de encontrar dentro de sí mismos, y para mostrarla en público, una experiencia igualmente decisiva
y vinculante, una señal de identidad sublime o terrible»
(Hartmann, 1997, págs. 72-3).
Volvemos a la conjunción de la historia y el psicoanálisis, lo político y lo personal, y el juego de la mediatización. Volvemos, también, al reino de la actuación. Hartmann sugiere que la preocupación de nuestros medios
por el pasado, y por el pasado como trauma, está madura para la cosecha. Las imágenes antaño enterradas y
hoy dramáticamente exhibidas son parte del uso general de la vida cotidiana. Todos hemos necesitado o parecemos necesitar nuestro holocausto privado para reivindicar o justificar el dolor presente. En rigor, estas
imágenes y el proceso de su construcción, en el testimonio, están ahí para que las usemos como modelos y metáforas. Para hacerlas nuestras. Esto es muy inesperado. No obstante, es comprensible. Puesto que el despliegue de la memoria es también una invitación: a comparar, adoptar, apropiarse. Las experiencias de los otros
armonizan recíprocamente y con las nuestras en las
continuidades de su mediatización y reproducción, y como resultado, las líneas entre lo público y lo privado, el
211
yo y el otro, el presente y el pasado, la verdad y la falsedad, no son ni singulares ni claras.
Estos recuerdos mediáticos están ahí para tomarlos
y luchar por ellos. Toda memoria es parcial. Y lo que se
ofrece en la retórica de los medios es una visión particular de un pasado que incluye en la misma medida que
excluye. Por eso las batallas por la memoria se libran
con tanta vehemencia; por eso otros reivindican pasados diferentes y rechazan los límites de una única interpretación de los sucesos. La historia es el yunque en el
cual se forjan las identidades; la memoria es el ámbito
de tantas demandas y contrademandas: a favor de la
nacionalidad, a favor de la persona. Y lo que está cada
vez más en juego es la historia popular, la memoria
popular: el conocimiento extraoficial del cual los medios
son amos y señores.
Los medios nos proponen sus versiones del pasado
que son, desde luego, versiones de nuestros pasados
puestos a la luz. No todas estas imágenes tienen la
fuerza, la resonancia o, incluso, la incomodidad del
Holocausto. Al contrario. Las adaptaciones televisivas
de las novelas de Jane Austen o las representaciones
dramáticas de la vida en las habitaciones de la servidumbre, así como las presentaciones documentales de
la vida secreta de figuras famosas, ofrecen una dieta
continua de los tiempos pasados como pasatiempos.
Facilitan y a la vez estorban la imaginación. Dan dignidad y la quitan. Como sostiene Raphael Samuel (1994,
pág. 235), en una elocuente defensa de la industria de la
herencia, la BBC tuvo que cumplir un papel crucial en
la sensibilización de una nación hacia su pasado, y en
particular al pasado popular, el pasado del pueblo.
Comencé este capítulo refiriéndome a la percepción
común de nuestra era posmoderna: que carece de historia. Tal vez esto no sea del todo acertado. Podría sugerirse que, más que una ausencia de historia, hoy la hay
en exceso. Las grandes narraciones no desaparecieron;
simplemente, se reconstruyeron. Se reconstruyen a
diario en las pantallas de nuestros medios. Todas nues212
tras narraciones son grandes. Todas reclaman atención. Todas están sometidas a un interrogatorio y un
análisis constantes.
Una vez, citando a Leo Lowenthal, Theodor Adorno
(1954) describió la televisión como un psicoanálisis al
revés, con lo que sugería, o al menos así me parece, la
capacidad de los medios de construir más que de deconstruir los estratos del inconsciente, y de reproducir
seductoramente en sus programas el enmascaramiento
y el reflejo de la mente. Mi argumento sugiere que los
medios —sobre todo el cine, la televisión y la radio—
podrían describirse igualmente bien (o mal) como historia al revés. Esos medios producen textos para la imaginación popular, igualmente estratificados e igualmente sugerentes. La memoria es la que une ambas
cosas. La memoria como producto de los medios, y no
sólo su precondición. La memoria como una exigencia
de que nos identifiquemos con un pasado común a la
vez que singular. Lo que yo afirmo es, desde luego, que
no hay separación posible entre memoria mediatizada
y memoria no mediatizada. Y, por consiguiente, si queremos tratar de entender cómo se entrelazan biografla
e historia, tenemos que tomar en cuenta esta interpenetración. Necesariamente, tenemos que estudiar la retórica pública de la memoria de los medios.
213
15. El otro
7-1 «El Otro no es en modo alguno otro yo mismo, que
participe conmigo en una existencia común. La relación
con el Otro no es una relación idílica y armoniosa de
comunión o una simpatía gracias a la cual nos ponemos
en su lugar; reconocemos al Otro como semejante pero
exterior a nosotros; la relación con el Otro es una relación con un Misterio».
Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro
Este capítulo se ocupa de los otros, la otredad, el
Otro. Con O mayúscula. La O significa. Se refiere al reconocimiento de que allí afuera hay algo que no soy yo,
que no es de mi hechura ni está bajo mi control; distinto, diferente, fuera de alcance, pero que ocupa el mismo
espacio, el mismo paisaje social. El Otro incluye a los
otros: personas que conozco o de cuya existencia jamás
me enteré; mis amigos al igual que mis enemigos. Incluye a mis vecinos, así como a aquellos a quienes sólo
vi en fotografías y pantallas. Incluye tanto a quienes
están en el pasado como a quienes están en el futuro.
En mi sociedad y en la tuya. Pero como el Otro y yo compartimos un mundo, como yo seré tu Otro en la misma
medida en que tú eres el mío, aun cuando no te conozca,
tengo una relación contigo. Esa relación es un desafio.
Por ella, estoy obligado a reconocer que no estoy solo y
que, de una u otra manera, tengo que tomar en cuenta
al Otro.
214
Al hacerlo, ¿qué soy y qué hago? Una respuesta concisa consiste en decir que me convierto en un ser moral
y que, al menos en principio, actúo o puedo actuar éticamente. Al tener que tomar en cuenta al Otro, me enfrento, como sugiere Colin Davis, «con verdaderas alternativas entre la responsabilidad y la obligación hacia el Otro, o el odio y el repudio violento. El Otro me inviste con una libertad genuina y será el beneficiario o la
víctima del modo como yo decida ejercerla» (Davis,
1996, págs. 48-9). Sin el Otro, estoy perdido.
La experiencia, por lo tanto, incluye a otras personas
en ella. Y la vida entre ellas es, por definición, una vida
moral, aun en su inmoralidad crónica u ocasional. En
este capítulo quiero considerar esta dimensión fundamental de la experiencia, el fundamento de la vida social, e indagar en la relación de los medios con ella. Esa
indagación no será particularmente fácil, sobre todo
por la incomodidad que se siente en nuestros días al intentar un discurso moral. En estos tiempos relativistas,
la moral misma se percibe como otro, reprensible y peligroso. Los sociólogos, como lo sostuvo Zygmunt Bauman (1989), han huido temerosos de tales debates;
encuentran en lo social los orígenes de la moralidad pero no se precipitan a emitir un juicio, y ni siquiera se
pronuncian. Si las sociedades son la fuente de la vida
moral, cada una de ellas tendrá su propia moralidad;
¿quiénes somos nosotros para juzgar los códigos éticos
de nuestros vecinos? Ese relativismo, aunque lo creamos ineludible, aunque aboguemos por su necesidad
(ya que sabemos que en asuntos morales el absolutismo
conducirá a la tiranía), es perturbador. Hay en la historia y en el presente bastantes momentos en que tanto
los individuos como las sociedades se ven obligados a
enfrentar lo que se juzga como la inmoralidad de los
otros, así como la nuestra: pero ¿cómo hacer esos juicios, y cómo hacerlos coherentemente?
Todo lo que hacemos, todo lo que somos, como sujetos
y actores en el mundo social, depende de nuestras relaciones con otros: cómo los vemos, los conocemos, nos re215
lacionamos con ellos, nos preocupamos por ellos o los
ignoramos. Verlos es crucial. Los antropólogos señalan
desde hace mucho que el estudio de otras sociedades y
culturas echa luz sobre las nuestras, y lidiaron asimismo con los problemas de representar al Otro en textos y
relatos que en cierto modo deben pasar la prueba de la
traducción de una cultura a otra. Por un lado, ¿cómo represento al Otro en lo que escribo o filmo sin exotizarlo?
Por el otro, ¿cómo lo represento en lo que escribo o filmo
sin absorberlo en la percepción que tengo de mí mismo?
El Otro, sin embargo, puede actuar como un espejo,
y en el reconocimiento de la diferencia construimos
nuestra identidad, nuestra autopercepción en el mundo. Si entendemos estas diferencias, e incluso si sólo las
advertimos, tenemos que tomar en cuenta al Otro. No
podemos suponer que el mundo es sencillamente como
lo conocemos, una simple proyección de nuestra experiencia, ni podemos borrarlo, fingir que no existe. Tenemos que admitir, en efecto, que hay cosas que no entendemos ni podemos entender plenamente. Que el mundo
es misterioso, enigmático.
Emmanuel Levinas, uno de los filósofos más dificiles
del siglo XX, a quien ya cité al comienzo de este capítulo, construye un argumento y una visión del mundo
con la moral en su centro. Pero al hacerlo no propone
una versión específica de la vida moral; no propone un
código, un código ético. Su filosofía se extiende en la
moralidad, lo ético, como precondición de la vida social,
y no como su consecuencia. El
insiste en que
el hecho existencial fundamental es mi ser con otros. Y
áráéi- con otros tengo qué responsabilaarme por érls.
Debo asumir esa responsabilidad sin ninguna expectativa de que los otros hagan otro tanto conmigo. Responsabilidad sin reciprocidad. Es un pensamiento pasmoso. Pero Levinas lo propone como la estructura primaria de la subjetividad. La moralidad es asimétrica. En
este aspecto, Levinas concuerda con Dostoievski, quien
en Los hermanos Karamazov escribe lo siguiente: «Todos somos responsables por todo y por todos los hom216
bres antes que nada, y yo más que todos los otros», y con
el Deuteronomio (24: 17-22), en su insistencia en el
cuidado del extraño, el huérfano y la viuda.
A su turno, la responsabilidad exige un deber de cuidado, y sólo puedo cuidar a quienes están cerca de mí.
La responsabilidad requiere proximidad, aunque no
necesariamente proximidad física. De manera correlativa, la distancia significa peligro. Y la moralidad ya
no se ve como la garantía necesaria del orden moral,
sino como un recurso del que la sociedad dispone para
explotarlo o expulsarlo. En palabras de Bauman:
«La moralidad no es un producto de la sociedad. La moralidad es algo que la sociedad manipula: explota, reorienta, interfiere. A la inversa, el comportamiento
inmoral, una conducta que abandona o abdica de la responsabilidad por el otro, no es un efecto del mal funcionamiento social. En consecuencia, lo que exige la investigación de la administración social de la subjetividad
es la incidencia del comportamiento inmoral, y no del
comportamiento moral» (Bauman, 1989, pág. 183).
Decidí iniciar mi análisis de la otredad con Levinas y
con sus intérpretes Colin Davis y Zygmunt Bauman,
porque creo que representa un enfoque elegante, y
convincente en la mayoría de sus elementos, de la moralidad, efectivamente fundado en una indagación en el
status del Otro. En este aspecto, es provocativo. En este
aspecto es, en sí mismo, moral.
Pero la obra de Levinas es pertinente por otra razón,
que Anthony Giddens (1991) da a entender en su consideración de la distintividad de lo que llama modernidad tardía, en comparación con lo premoderno y lo moderno. «Globalmente considerados», escribe (Giddens,
1991, pág. 27), «los muchos y diversos modos de cultura
y conciencia característicos de los "sistemas mundiales"
premodernos constituían un conjunto auténticamente
fragmentado de comunidades sociales humanas. En
contraste, la modernidad tardía genera una situación
217
en la cual la humanidad se convierte en algunos aspectos en un "nosotros", y enfrenta problemas y oportunidades en los que no hay "otros"». La globalización crea
un mundo único; la unificación va de la mano con la
fragmentación. Pero, ¿qué nos pasa cuando «no hay
"otros"»? ¿Qué nos pasa cuando no vemos al otro, ya sea
porque parece asemejársenos ya sea por estar tan alejado que no tiene status ni significado para nosotros?
Aquí hay dos problemas. Ambos involucran, como
demostraré, a los medios Ambos requieren, y desde
luego este es mi argumento, que tomemos en cuenta a
los medios al confrontarlos. El primero tiene que ver
con la distancia. El segundo, con la subjetividad.
Permítanme empezar con la distancia. Bauman es1
inequívoco. Su análisis del Holocausto y la explicación
que da sobre su posibilidad se fundan en su comprensión de la capacidad de la sociedad alemana de expull
sar a lóáliidí.os de suThiagiriaCión antes de expulsarlos
dé la vida :Eh este proyecto tenía un lugar central la '
cireación de procesos institucionales y tecnológicos, el
producto de la mente racional y eficiente, que abordaran a los judíos como un problema, cuya solución era el
exterminio La sociedad reprimía la moralidad mediante la creación de una distancia. Los judíos ya no eran
humanos Eran otro, no el Otro en el sentido de Levinas, sino el otro que está más allá de la preocupación y
la responsabilidad. Había que empujarlos más lta de
la otredad. Así trabajaban la distancia y el distanciamiento.
Se nos alienta a creer que los nuevos medios cambiarán todo esto. Un libro sobre la nueva revolución de
las comunicaciones se llama The Death of Distante [La
muerte de la distancia] (Cairncross, 1997), y ensalza los
beneficios de la nueva escala de la vida humana posibilitada por la digitalización y las redes electrónicas. La
obra enumera treinta ítems que transformarán nuestra vida, sobre todo en los aspectos económicos —con
menos certeza en los políticos—, pero también desde el
punto de vista social. Ve en la creciente intensidad de la
-
218
comunicación global una mayor comprensión y una
mayor tolerancia hacia los seres humanos de otros
lugares del planeta.
Pero la tecnológía no puede_borrár la distancia. Una
llamada telefónica mantendrá separada a la gente
aunque la conecte. El problema no es la conexión. Esta
no garantiza la proximidad. Aún seguimos enfrentados
al problema de la distancia. Las nuevas tecnologías
mediáticas no detienen la guerra o el genocidio. Los
pueden hacer más eficientes (la información al servicio
de la destrucción), así como invisibles (la información al
servicio del encubrimiento). Nos pueden mantener
apartados al suministrarnos imágenes que invalidan el
cuidado y la responsabilidad: imágenes de conflictos sin
derramamientos de sangre, bombardeos sin daños,
batallas sin ejércitos, guerras sin víctimas. Actos sin
consecuencias. En este sentido, Jean Baudrillard
acertaba al decir que la Guerra del Golfo no había tenido lugar. La televisión se interpuso. No conectó. La tecnología puede aislar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro
estamos perdidos.
La tecnología puede aniquilar la distancia del modo
—
contrario. Puede acercar demasiado al Otro, al-al -Punto
que nos impida reconocerla—diferencia y la distintividad Las políticas exteriores se implementan sobre la
base de que el mundo es simplemente una proyección
de nosotros mismos. El entrelazamiento de imágenes
ros
globales; la apropiación de las cultura-St
rilIPTos "Unes (¿con cuánta frecuencia es hoy lo «primitivo» un rasgo de la publicidad global, en la forma de
africanos danzantes o el habitante de los bajos fondos
empobrecidos?); la ex ectativa de ue
mete
• • 7. •
mínima oportunidad • sótrus. os rusos entienden la democracia,
no'
igual a-—
desde luego. Y aunlas imágenes documentales de otros
mundos tienen que ajustarse a nuestros preconceptos.
Los pobres deben parecer pobres; los hambrientos deben tener el vientre hinchado y moscas sobre los ojos.
La familiaridad tecnológicamente inducida tal vez no
219
alimente el desprecio, pero es posible que nutra la indiferencia. Si las cosas están demasiado cerca, no las vemos. En este aspecto, la tecnología también puede aislar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro estamos perdidos.
Las representaciones mediáticas, las comunicaciones que emprendemos y que trascienden los límites del
contacto cara a cara, las que rompen la proximidad, tienen consecuencias sobre nuestra manera de ver y vivir
en el mundo. Modelan y a la vez informan la experiencia. Exigen una respuesta ética pero, a primera vista,
no nos dan mucho en materia de recursos para formularla. Las tecnologías que posibilitan y sostienen las
sociedades tardo mode-mas en toda 1u coinpléjidad, y
ñtre ellas preponderantemente nuestras` tecnologías
mediáticas, parecen haber cambiado el universo ético,
que tradicionalmente, por lo menos, estaba contenido
en el tiempo y el espacio y, al menos tradicionalmente,
nos permitía seguir de manera exhaustiva las consecuencias de las acciones; confrontar el mundo tal como
este nos confronta.
Aunque dificil de articular y admitir, está presente
aquí la idea de que, contrariamente a lo que suele sostenerse —que en el alcance global de los medios modernos enfrentamos el mundo en su Otredad como nunca
antes, y que en esa confrontación podemos mostrar y
demostrar que nos preocupamos (viene al caso mencionar el ascenso del movimiento ambientalista)—, los
medios son amorales en un sentido estructural. Amorales, no inmorales. La distancia que generan y enmasca"rairc-dino cercanía, las conexiones que establecen a la
vez que nos mantienen apartados, su vulnerabilidad a
la desemejanza (desde la falsificación de imágenes documentales hasta el disfraz de la identidad en las comunicaciones por Internet), reducen la visibilidad, la
vivacidad del Otro.
De ello se deduce que también el carácter «como si»
de nuestros medios es, en muchos aspectos, amoral. Y
ello no obstante los muchos y vigorosos programas, sucesos mediáticos e informes noticiosos que atraviesan
220
las sensibilidades protegidas de la vida cotidiana. Esta
es una terrible conclusión, tanto más cuanto que, como
lo sostuve a lo largo de todo este libro, los medios tienen
un papel muy central en la experiencia. Y esta amoralidad se expresa y hasta se refuerza, tal vez, en el carácter esencialmente efímero y sustituible de los medios y
las representaciones mediáticas. Si no nos gusta una
cosa, podemos dedicarnos a otra. Si no nos gusta una
cosa, esta, de todas maneras, pronto desaparecerá. Saldrá de las pantallas y se deslizará por encima del borde
del mundo, como una tortilla fuera de la sartén.
Como resultado, este deslizamiento también es
manifiesto en la devaluación y desintegración del yo
moral. Como lo señala Zygmunt Bauman:
«El yo moral es la más notoria y prominente entre las
víctimas de la tecnología. El yo moral no puede
sobrevivir ni sobrevive a la fragmentación. En el mundo cartografiado por las necesidades y salpicado de
obstáculos a su rápida gratificación, queda mucho
espacio para el horno ludens, el horno oeconomicus y el
horno sentimentalis; para el apostador, el empresario o
el hedonista, pero ninguno para el sujeto moral. En el
universo de la tecnología, el yo moral con su despreocupación por el cálculo racional, su desdén por los usos
prácticos y su indiferencia a los placeres, parece y es un
extranjero inoportuno» (1993, pág. 198).
Esta visión del mundo coincide con muchos análisis
de la condición de la alta modernidad o la posmodernidad, sobre todo en su insistencia en la fragmentación.
Bauman habla de la fragmentación del sujeto. Anthony
Giddens, en su sugerente análisis de lo que llama el «secuestro de la experiencia», también aborda esta percepción y señala que sectores del mundo con los que alguna
vez nos enfrentamos, como dilemas u horrores, pero de
todos modos en cuanto partes integradas de la vida por
vivir, fueron colocados, en una medida significativa, al
margen de la experiencia directa por instituciones
221
concebidas para reducir los desafíos de y a lo cotidiano.
Las instituciones creadas para reducir la incertidumbre y la angustia pusieron fuera de la vista y el contacto
la locura, la criminalidad, la enfermedad y la muerte, la
sexualidad y la naturaleza (Giddens, 1991, págs. 14480). En el argumento de Giddens, la sociedad nos separó de la vida, y una de las consecuencias imprevistas de
esa transformación fue la represión de «un haz de componentes morales y existenciales básicos de la vida humana que, por decirlo así, son comprimidos para empujarlos hacia los márgenes» (1991, pág. 167). Giddens
señala la significación de los medios en este proceso, sin
desarrollar el argumento ni identificar la centralidad
de aquellos tanto para el proceso como para su legitimación.
Puede estimarse, entonces, que la fragmentación
afecta a instituciones e individuos. El sujeto moral ya
no existe. Bueno, tal vez. La crítica fundamental que
hace Levinas a la filosofia occidental, y en particular a
su desarrollo en la fenomenología de Husserl y Heidegger, sobre la cual se basó su propia obra, es que ignoró
de manera decisiva al Otro. Lo que surgió, a su juicio,
fue una filosofia que construyó al sujeto como una mónada, histórica y sociológicamente desconectada y perceptivamente omnipotente en la búsqueda de una
comprensión del mundo sólo basada en la capacidad del
individuo de aprehenderlo o construirlo. Otros plantearon la misma observación desde el punto de vista
sociológico, aludiendo al cariz narcisista que la cultura
occidental, al menos, adoptó desde la Ilustración.
Según parece, la elisión cartesiana del cogito y el ego
fue fatal. Los sujetos dejaron de tener conexión entre sí.
Se fragmentaron tanto el espacio filosófico como el social y nos convertimos en islas.
No obstante, hay otra versión de esta fragmentación
en los análisis del sujeto de la alta modernidad. No la
mónada, sino el nómada. Bauman sugiere otro tanto,
pero otros abordaron el tema con más fiereza. Lejos de
ser singulares, la subjetividad y la identidad se conci222
ben hoy como plurales: objetos de una actuación y un
juego, auténticas, quizá, sólo en su inautenticidad;
estructuradas en su falta de estructura; consistentes en
su inconsistencia. El sujeto diferenciado se rqueve_a_
través del mundo, á la manera de un camaleón, con lisá---s-37 manchas siempre cambiantes. Y este movimiento
eáriibién está mediatizado, reflejado y refractado en los
'tedios, facilitado por estos y definido por nuestra
raa:Cióri con ellos en sus diversas manifestaciones. El
sueño de Marx de que en la nueva era podría «cazar a la
mañana, pescar a la tarde, criar ganado al anochecer,
criticar después de la cena, así como tengo una mente,
sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o
crítico» (Marx y Engels, 1970, pág. 53) ha sido rápidamente alcanzado por el llamado progreso de la modernidad, en el que puedo ser hombre a la mañana, mujer
a la tarde y tal vez algo por completo distinto después
de cenar, y donde mis gustos y estilos y mi persona pueden cambiar con cada momento de consumo.
Si la moralidad radica en la relación entre el yo y el
Otro, se requiere cierto grado de integridad en ambos Y
esa integridad, a su turno, debe buscarse, si no encontrarse, en las consistencias de la experiencia y en lo que
yo llamaría, sin intenciones de ser ominoso, la lucha por
la vida moral.
Quiero situar esta lucha, y el papel central que en
ella tienen los medios, en dos lugares. En privado y en
público. En privado, dentro de las casas del mundo, las
comunicaciones y los valores públicos, sin duda mediatizados por pantallas y altoparlantes, se someten a lo
que en otro contexto llamé la «economía moral» de la
casa (Silverstone, 1994). Confieso que en anteriores
discusiones de la economía moral, me incomodaba la
noción de lo moral. Analizaba la moralidad con una m
muy pequeña y nada crítica. Aquí quiero sugerir algo
más fuerte, pero por cierto más polémico: que el domes, -tico es un lugar significativo donde se sitúa la lucha por
la vida moral en nuestra sociedad, una lucha que implica el deseo y la capacidad de posicionarnos como seres
223
}J,
sensibles y solícitos en relación con el Otro. Es una
lucha porque no siempre tiene éxito, y cuando lo tiene,
este nunca es completo.
Sin embargo, sucede que, una vez que las ideas, las
im-Wgéries, los valores yja—s llam=adas verdadiaáriel- umbral entre las vidas y los espacios públicos y privados, sus significados quedan sujetos a revisión, rechazo,
trascendencia, de acuerdo con un conjunto de valores
que sostienen, singularmente, el grupo social, la familia u otros que ocupan éseespacio privado. En rigor, tenemos que posicionarnos cada vez más como sujetos
morales con referencia a los medios, con la comunicación y la representación mediatizadas, porque el Otro
no suele aparecérsenos con otra apariencia y, cuando es
posible, esas representaciones se cotejan con las
experiencias vividas de la vida cotidiana. De este Mildo, la amoralidad esencial_ de lo.s medios todavía- se
J enfrenta con los sitios de resistencia de las culturas, en
sustancia tanto públicos como privados, que pueden pe1 dir cuentas a esos medios. Así, las penetrantes genera' lizaciones de la teoría de la alta modernidad responden
a su propio desafio: los modos de la vida cotidiana de
quienes están en el mundo.
La segunda dimensión de la lucha por la vida moral
concierne a la apariencia pública de la verdad. La verdad es, en los medios, como la comunidad en la sociedad: sólo se descubre que es de valor y se convierte en el
centro de la preocupación pública cuando está a punto
de desaparecer. En el momento de escribir estas líneas,
dos casos preocupan a los medios británicos. El primero
tiene que ver con una película documental, The Connection, filmada en el Reino Unido por una de las principales emisoras públicas, globalmente transmitida y ganadora de muchos premios, que, según reveló un diario,
falsificó elementos sustanciales en su pretensión de representar la realidad del contrabando de drogas desde
Colombia hacia Gran Bretaña. El segundo, informado
en el mismo diario, se refiere a las aparentes falsedades
en la autobiografía de Rigoberta Menchú, premio Nobel
L
224
de la Paz. En ambos casos, la acusación es que hay una
realidad en comparación con la cual podemos cerciorarnos de la exactitud y veracidad de los hechos narrados.
Parece haber habido una escasa defensa pública del documentalista, quien podría haber aducido que la película representaba lo que él sabía verdadero pero que
en cierta medida había tenido que crear, y que en beneficio de la tensión narrativa en una época hambrienta
de «realidad no mediatizada» afirmaba (falsamente) como sucedido en tiempo real. En el segundo caso se propuso una defensa, que apelaba al derecho de un autor
(por razones políticas o de otro orden) a utilizar la metáfora y la retórica para dramatizar una historia no del
todo cierta, en busca de efecto e impacto. En ambos casos puede considerarse que se reivindicó una verdad general por debajo de una falsedad literal. Como hemos
visto, es lo que suele ser la memoria, ni más ni menos.
Es justo que nos preocupemos, pero con frecuencia
nuestro enfoque parece ingenuo. Es preciso que entendamos mejor las implicaciones de lo que hoy sucede con
la verdad, como consecuencia, en especial y cada vez
más, de la capacidad de la tecnología de distanciarnos
de ella; sin el menor tapujo, por así decirlo. Hoy, los
muertos (aunque los muertos, una vez filmados, nunca
mueren verdaderamente) aparecen en nuevas secuencias en nuestras pantallas, digitalmente remasterizados a partir de las imágenes existentes y formateados
para constituir esas secuencias: en cuerpo y alma; en
sonido e imagen, que nos venden perfumes, refrescos y
automóviles. El mundo digital está condenado a mentir. Lleva a nuevas alturas la amoralidad de los medios.
¿Qué debemos hacer?
Aventuraré algunas sugerencias en el último capítulo. Por el momento, quiero volver al lugar donde empecé. Al fundamento de la ética en el reconocimiento del
Otro. Según mi parecer, el estudio de los medios debe
ser ético en este sentido. A decir verdad, no puede sino
serlo, porque al examinar las raíces de la representación y el acceso que los medios brindan al Otro material
225
y simbólico; al examinar cómo deben manejarse y
juzgarse las relaciones entre nosotros y ellos y entre sí;
y al entender estas relaciones como la fuente de la lucha
por una vida moral, nuestros estudios de los medios
apuntan al corazón de lo que hoy tenemos que considerar la condición humana.
Es apropiado terminar este capítulo con una cita del
filósofo cuya obra inició el primero, Isaiah Berlin. En la
introducción a su ensayo sobre la búsqueda del ideal, en
un libro gráficamente titulado The Crooked Timber of
Humanity [El fuste torcido de la humanidad], esta es
su opinión sobre el tema de la ética:
«El pensamiento ético consiste en el examen sistemático de las relaciones de los seres humanos entre sí, las
concepciones, los intereses y los ideales de los cuales
surgen los modos humanos de tratarse unos a otros, y
los sistemas de valores sobre los que se basan esos fines
de vida. Estas creencias sobre cómo debería vivirse la
vida y qué deberían ser y hacer hombres y mujeres, son
objetos de indagación moral; y cuando se aplican a grupos y naciones y, en rigor, a la humanidad en su conjunto, se denominan filosofia política, que no es sino la ética aplicada a la sociedad» (Berlin, 1990, págs. 1-2).
En cuanto las relaciones entre seres humanos
dependen hoy de su mediatización electrónica, y nuestro tratamiento recíproco y el que damos a las concepciones, intereses e ideales mutuos dependen de su
comunicación a través de los mismos medios, y visto
que se reconoce que estos modificaron tanto la escala
como el alcance de tales relaciones, tenemos que aceptar el desafio. Si pretendemos entender, y vuelvo a citar
las palabras de Berlin, el «mundo a menudo violento en
que vivimos», y el papel de nuestros medios en él, estamos embarcados de facto en una indagación ética.
226
16. Hacia una (nueva) política de los
(nuevos) medios
ibdo es cuestión de poder, desde luego. En definitiva,
el poder que tienen los medios para fijar una agenda.
Su poder para destruirla. Su poder para influir en el
sistema político y cambiarlo. El poder de facilitar, de
informar. El poder de engañar. El poder de modificar
el equilibrio de poder: entre el estado y el ciudadano;
entre país y país; entre productor y consumidor. Y el
poder que les es negado: por el estado, por el mercado,
por la audiencia, el ciudadano, el consumidor resistentes u opuestos. Todo es cuestión de propiedad y control:
el quién, el qué y el cómo de ello. Y cuestión del goteo
constante de la ideología, así como del acontecimiento
luminoso. Se trata del poder de los medios para crear y
sostener significados; persuadir, adherir y reforzar. El
poder de socavar y tranquilizar. Es asunto de alcance. Y
es asunto de representación: la aptitud de presentar,
revelar, explicar; y también la de dar acceso y participación. Es cuestión del poder de escuchar y el poder de
hablar y ser escuchado. El poder de incitar y guiar la reflexión y la reflexividad. El poder de contar cuentos y
articular recuerdos.
Estudiamos los medios porque nos preocupa su poder: lo tememos, lo desaprobamos, lo adoramos. El poder de definición, de estímulo, de ilustración, de seducción, de juicio. Estudiamos los medios porque necesitamos entender cuán poderosos son en nuestra vida cotidiana; en la estructuración de la experiencia; en la superficie y en las profundidades. Y queremos aprovechar
ese poder para bien y no para mal.
El título de este capítulo es deliberadamente ambiguo. Puede leerse de dos maneras. ¿Está en discusión
227
un nuevo tipo de política para los medios o una política para el mundo de los nuevos medios?* La respuesta, desde luego, es: ambas. Las cosas cambian, y los
cambiantes medios son a la vez causa y consecuencia de
esos cambios. Mientras antaño podíamos considerar
que su papel político estaba más o menos exclusivamente dominado por los ideales de una prensa libre y
una radioteledifusión pública, hoy ya no podemos afirmar lo mismo. La fragmentación y fractura del espacio
mediático y la liberalización de los mercados mediáticos, así como la destrucción digital de la política de
escasez del espectro; las oportunidades brindadas por
la caída del costo de ingreso a los medios, por un lado, y
las restricciones impuestas por los costos en alza del
éxito en una cultura mediática global, por el otro, son
indicaciones de un nuevo tipo de espacio mediático que
tendrá profundas implicaciones para el ejercicio del
poder, así como para las oportunidades de participación
pública en la vida política. Cuando los emisores se
convierten en editores; cuando los mercados de bienes
se convierten en mercados de imágenes; cuando el centro político de gravedad sigue trasladándose del palco
ministerial al televisor en el rincón;** y cuando Larry
Flint, supremo pornógrafo, amenaza iniciar la disección de la vida privada de senadores y representantes
en las páginas de The Hustler, como pequeño aporte a la
política y la vida pública de Estados Unidos, estamos
obligados a reconocer que surgen nuevas realidades
políticas con las cuales el sistema y las instituciones políticas existentes se verán en la dura tarea de lidiar.
* En el original el título es «Towards a new media politics», que
permite, efectivamente, ambas lecturas. Para mantener en la medida de lo posible la ambigüedad a la que se refiere el autor, optamos por asignar el adjetivo a ambos sustantivos; los paréntesis
que lo encierran señalarían entonces que esa atribución es fluctuante. (N. del T.)
** En el original: «from the dispatch box to the box in the corner».
El <<dispatch box» es un palco del parlamento británico desde el
cual hablan los ministros; «box» es una denominación familiar del
televisor. (N. del T)
228
Mientras que en otros tiempos podríamos haber
pensado en los medios como una dependencia del sistema político, un asistente de gobiernos y partidos, así
como un irritante y un perro guardián, el Cuarto Estado, hoy tenemos que enfrentarlos como un elemento
fundamentalmente inscripto en ese mismo sistema. La
política, como la experiencia, ya no puede siquiera considerarse fuera del marco mediático. Mientras que antaño podríamos haber pensado en los medios como garantes de la libertad y el proceso democrático, hoy tenemos que explicar cómo puede ser que las mismas libertades demandadas por ellos y a ellos otorgadas, que tan
bien nos sirvieron en el pasado, estén a punto de ser
destruidas por esos mismos medios en su florida madurez. Los medios, no menos tal vez que el capitalismo
global en su conjunto, como lo afirmaría John Gray
(1998) en su sostenida crítica, muerden la mano que les
da de comer: tanto las libertades mediáticas como las
del mercado están al borde de destruirse a sí mismas.
Nos hemos convertido en caníbales culturales. Terrible
paradoja, pero que es preciso entender y enfrentar.
Es extraordinario, sin embargo, advertir con cuánta
frecuencia los medios se distinguen por su marginación, si no por su completa ausencia, en tantas de las
críticas del estado actual de la sociedad global (Beck,
1992; Giddens, 1998; Gray, 1998; Soros, 1998). Me supera el hecho de que sea posible discutir la globalización, la reflexividad y el manejo del riesgo sin asignar a
los medios un lugar central. Las economías y finanzas
globales no pueden funcionar sin una infraestructura
global de información, y sufren la amenaza de las mismas tecnologías mediáticas: la velocidad puede arruinar y matar la razón, así como facilitar las transacciones y especulaciones. La política global depende de la
comunicación rápida entre las partes pertinentes, tanto en tiempos de paz como en la guerra. La cultura global es cultura electrónica: tanto la diáspora como Hollywood. El riesgo se representa y maneja a la vez en el ir
y venir de las declaraciones públicas de políticas y peri229
cías rivales en los medios masivos. Y si uno quiere situar la reflexividad —la capacidad de supervisar, entender pero nunca controlar del todo la dinámica compleja de la vida en la sociedad tardo moderna, una interacción de dos sentidos entre el pensamiento y la
realidad, tal como la describe George Soros (1998)— como un componente central de lo que da su carácter distintivo a esas sociedades, me parecería, una vez más,
que los medios son sus portadores. En rigor, son su precondición. Son simultáneamente los conductos para la
representación del pensamiento y la acción públicos y
privados, y sus estimulantes. Tanto para individuos
como para instituciones.
Dados los argumentos que presenté hasta aquí en
este libro, y planteado el caso —espero que más o
menos convincentemente— favorable a la centralidad
de los medios para la experiencia, me toca considerar
las implicaciones que estos tienen para una comprensión de la política y el ejercicio del poder a lo largo y lo
ancho de la sociedad, cuando entramos en el nuevo milenio. En efecto, si se tiene en cuenta lo que dije hasta
aquí, habría que deducir que quienes estudiamos los
medios tenemos la responsabilidad de comprometernos
con el mundo que ha sido el objeto de nuestra atención.
Por lo menos, en este campo ya no puede defenderse el
límite que separa los ámbitos académicos del mundo de
los negocios.
En este capítulo de conclusión, pero nunca final,
quiero abordar algunas de las cuestiones planteadas en
esta múltiple confrontación: entre los medios y el marco
político en el cual actúan y al que moldean, así como la
que se da entre el pensamiento y la acción. Quiero explorar los medios en la política y la política de los medios. Al hacerlo, no propondré recomendaciones específicas sobre políticas; sería absurdo que lo intentara. Lo
que busco es el fundamento, la precondición de una
(nueva) política de los (nuevos) medios. El desafio es
abordar lo que podría verse razonablemente como una
crisis en los medios globales sin recurrir a una especie
230
de fundamentalismo mediático. De modo que esta va a
ser la base de un proyecto político, no un programa político. En su núcleo está la creencia de que el estudio mismo de los medios debe ser ese proyecto.
Vayámos, así, a las cuestiones que tiene que abordar
ese proyecto, los problemas que debe enfrentar, los
diTe—m-h-s-h-e—defie resolver. Quiero tratarlos a partir de
puestos, que son los siguientes.
una s
1 primero s que las tecnologías mediáticas, como
tol as las demás tecnologías, tienen lo social por detrás,
1-6-§-óciárpor delanle y lo social inmerso en ellas. Podríamos decir que los medios tienen tal y cual efecto, y no
sería un error hacerlo, pero es preciso recordar que las
tecnologías mediáticas surgen como objetos materiales
y simbólicos y como catalizadores de la acción, y sólo
son eficaces en cuanto tales a través de los hechos de individuos e instituciones. De ello se deduce, creo, que
esas acciones son políticas. Por su propia naturaleza,
implican una lucha en torno del significado y el control:
en el diseño, en el desarrollo, en la distribución y en
el
que los medios, como fuerzas culturales, sorra miismo políticos: sujetos a conflictos por el acceso y la participación; sujetos a conflictos por los derechos de propiedad y representación, y vulnerables,
siempre, a las incertidumbres y consecuencias imprevistas de todos y cada uno de los actos de comunicación.
Los medios conectan y separan en un abrir y cerrar de
ojos. Incluyen y simultáneamente excluyen. Otorgan libertades de expresión y pretenden derechos de vigilancia y control. Capacitan e invalidan a la vez. Crean nuevas desigualdades, así como procuran eliminar las
an,tiguas.
El tercero es que los medios siempre fueron una parte decisiva del sistema político, tanto en las democracias como en las tiranías, porque la difusión y el manejo
de la información son, a su vez, una parte crucial de la
gestión de un estado nación; y la creación y el manejo de
la ciudadanía dependen a su turno de la información y
231
la comunicación eficaces dentro de los gobiernos y entre
los : • os, así como entre unos y otros.
es quelnsanedios cambian, constantemente ,ys_us relaciones con las sociedades que los sostienen
cambian-de manera concomitante. El siglo XX se definió posiblemente por el surgimiento de los medios electrónicos: la radio y el teléfono estaban presentes en sus
inicios, Internet lo está en su final. De la válvula al
transistor, del alfabeto Morse a la codificación, de lo
análogo a lo digital. Y de lo local a lo global, ida y vuelta.
Del uno a uno al uno a muchos y —hoy también cabe
imaginarlo—, con la forma de los referendos electrónicos, los correos electrónicos a dirigentes políticos y los
foros en línea para generar políticas, de muchos a uno.
De Marconi a Murdoch y Microsoft. De Bell y Baird a
l3rl.u.sconBertelsmann.
El quint es que vivimos en un mundo plural. Compartirlió-s esé mundo con otros. Esosotros se llaman
Simpson y Ewing, Oprah Winfrey y Dan Leno, Bill
Clinton, Tony Blair y Saddam Hussein. Se llaman
talibanes y tutsis, bosnios y serbios. Son los vecinos de
nuestra calle y los seres anónimos del otro lado del
planeta. Vivimos con ellos en su diferencia, tanto dentro como fuera de los me l os. Ñin guna política mediática que merezca el pan que come puede darse el lujo de
ignorar ese pluralismo. En efecto, este debe ser el cimiento sobre el cual aquella se construye. Y ninguna
política nacional o global puede darse el lujo de ignorar
los medios.
Estas presunciones su 'oren que necesitamos una
reevaluácibnlundamental de la relación de los media'
con el sistemapolítico. Según las palabras de Anthony
Giddens (1998), vivimos en un mundo global de estados
sin enemigos y de gobernancia [governance] más que de
gobierno. Se trata de un mundo, sin embargo, que en su
pluralidad no puede disfrazar la presencia continua de
una diferencia y un conflicto fundamentales, tanto
dentro de los estados como entre ellos. ¿Cómo habrá
que manejarlos? ¿Qué papel pueden cumplir los me-
232
dios? Es un desafio enorme, un desafio que, a lo sumo,
sólo seré capaz de comenzar a esbozar.
Acaso pueda empezar considerando algunas de las
ideas y modelos que se propusieron hasta ahora. La primera y más discutida, al menos por quienes abordaron
directamente la relación entre los medios y el sistema
político, es la de esfera pública.
El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas
(1989) tomó la noción de esfera pública como piedra angular de su análisis del carácter distintivo de la modernidad y su infraestructura democrática, en la cual los
medios cumplían un papel central. Desde su punto de
vista, la esfera pública surgió cuando la propia burguesía apareció como una clase distinta y significativa, con
la industrialización de las sociedades y la formación de
los mercados entre fines del siglo XVIII y principios del
siglo XIX. Lo que estaba en juego era la creación de algo
denominado opinión pública y la posibilidad de que alguien llamado ciudadano tuviera un papel en la política de lo que hasta entonces había sido un estado exclusivo y excluyente.
La esfera pública apareció entre el reino de la autoridad pública, el estado, y el de la sociedad civil, incluidos
los nuevos tipos de relaciones privadas y personales
que se forjaban en el mercado y la esfera doméstica. Los
integrantes de esta nueva clase, cada vez más seguros
en su riqueza y ávidos de reclamar en los asuntos de la
nación la influencia que creían merecida, establecieron
las instituciones que permitirían hacer sentir su presencia en la vida pública. En principio, la esfera pública
estaba abierta a todos, y todos sus participantes estarían en un pie de igualdad. Era el inicio de la democracia liberal: alrededor de las mesas de los cafés, en las
páginas de los diarios, que empezaban a incluir comentarios políticos además de noticias y anuncios, y en los
reverenciados salones de museos, bibliotecas y universidades públicas. Discutir y participar. Dejar que la razón gobernara en los asuntos del mundo. Influir e imponer.
233
Tal como la describió Habermas, la esfera pública
floreció brevemente en Europa del norte, sobre todo en
el Reino Unido. Su vida fue corta, ya que rápidamente
quedó comprometida y confiscada por el estado en
expansión, cada vez más seguro de su aptitud y derechos para intervenir en la vida privada de sus ciudadanos, y por un mercado crecientemente poderoso e insistente. El espacio y el tiempo para el debate libre y racional menguaron. El ciudadano se convirtió en el consumidor, que compraba ideas, valores y creencias, en vez
de forjarlos por medio de la discusión. La prensa perdió
su carácter incisivo a medida que se comercializaba.
Los medios visuales participaron en la creación de lo
que ulteriormente se llamó sociedad del espectáculo,
una especie de refeudalización de la autoridad pública
que reanimó el mundo cortesano del manejo de la
imagen: de las exhibiciones de poder a través de la persona y la personalidad; el poder representado noche
tras noche en la pantalla de televisión global.
Las ideas de Habermas dieron origen a muchos debates. Hay quienes sostienen que la esfera pública fue,
desde el comienzo, una fantasía. Habermas no vio ni su
capacidad de excluir (ni las mujeres ni los miembros de
la clase obrera participaban efectivamente) ni la presencia de ámbitos y culturas alternativas de debate y
acción públicos, especialmente entre los trabajadores.
Al parecer, no conocía su E. P. Thompson (1963). Hay
otros que afirman que, a pesar de sus inexactitudes históricas, muchas de las cuales fueron admitidas a posteriori por el propio Habermas, sus argumentos constituyen un ideal más que una idealización, que puede y debe servir de base a una crítica de los fracasos de los medios contemporáneos.
Un tercer grupo sostiene, al contrario, que estos mismos medios preservaron una parte significativa de lo
que Habermas consideró distintivo en la esfera pública:
nuestros medios, en particular con el atuendo de la radioteledifusión pública, brindaron un acceso sin paralelo a la vida pública y política y lo hicieron de una ma234
1
nera que permite su discusión de un modo receptivo y
responsable. Están también quienes ven en los nuevos
medios, muy especialmente en Internet, la oportunidad
de revivir la esfera pública en toda su gloria imaginada:
puesto que aquí hay por fin, dicen, un espacio global para la discusión y el debate libres e informados, un espacio que —y esto es crucial— está más allá del alcance
del comercio y el estado.
Por último, hay quienes no ven en el nuevo marco
mediático ninguna base real de comparación con lo que
permitía el debate y la crítica a comienzos del siglo XIX.
Los fundamentos de la participación efectiva han desaparecido: ya no vivimos en un mundo de cafés; nuestro
aprendizaje es en línea; el mundo es demasiado complejo para que podamos aprehenderlo; somos vulnerables
a la sobrecarga informativa, y la misma opinión pública
se ha convertido en un artefacto mediático que puede
crearse y manipularse a voluntad, un barómetro sucedáneo del bienestar de gobiernos o presidentes achacosos.
¿Qué quiero sacar de estas discusiones y debates?
En primer lugar, reconocer el poder de la idea e identificar los valores que la informan. El argumento depende
de una creencia en el imperio de la razón y un deseo de
proteger ese imperio y los espacios en los que puede
ejercerse. Está en juego la capacidad de las instituciones mediáticas de crear y sostener un debate público
con significado: de manera comprometida, accesible y
responsable. No podemos pedir ni deberíamos esperar
menos.
Sin embargo, la versión habermasiana de la esfera
pública tiende, podríamos decir, a desviarse en exceso
hacia lo singular; y hay una vena utópica en la discusión que por su misma naturaleza es prescriptiva. Curiosa y paradójicamente, esto hace que la noción de esfera pública sea ahistórica. En su deseo de insistir en
el imperio de la razón, Habermas omite reconocer su
pluralidad y los diferentes modos como las discusiones y
debates públicos pueden tener lugar de una mane235
ra significativa. Desaprueba lo popular, y en su propensión a condenar las nuevas formas de privatización y la
retirada hacia el espacio interno y doméstico, por no decir suburbano, resultante de la aparición de los medios
masivos de comunicación, pierde la oportunidad de
examinar, aunque sea después de condenar, nuevos
modos de ser y actuar en público, así como maneras alternativas de participar en el discurso público.
No obstante, lo que quiero preservar y, ya que estamos, fortalecer, es este sentido de apertura. Puesto que
la segunda idea que me gustaría considerar, más brevemente, es la de la sociedad abierta. La gran polémica de
Karl Popper (1945) estaba informada por la masiva
amenaza a la libertad y la razón que él veía tanto en las
sociedades de su tiempo como en una importante corriente de pensamiento dentro de la filosofía occidental.
La sociedad abierta era una sociedad preparada para
correr riesgos: para estar abierta al debate y la crítica y
no cerrada por las tiranías de las visiones utópicas, las
ideologías únicas y la concentración del poder estatal.
Popper arremetía contra la moralidad y la viabilidad de
la ingeniería social: el tipo de rumbo político que los
estados, informados por una percepción de su propio
destino y su confiada creencia en que se encontraban
del lado correcto de la historia, adoptaban como una
manera de que el mundo volviera a una edad de oro
perdida, o bien para tomar en sus manos el brillante y
resplandeciente nuevo futuro. En nuestros días, el
neoliberalismo y el comunismo son ejemplos obvios. El
problema, para Popper, era el historicismo: una creencia en el destino; y el rechazo de la razón y la diferencia
y falibilidad humanas. Para él, la historia no tiene significado. Ni la historia ni la naturaleza y tampoco, podríamos agregar, la tecnología, pueden decirnos qué deberíamos hacer. Vivimos en un mundo de consecuencias imprevistas en el que no hay una solución final, un
mundo por el cual, en nuestra vulnerabilidad, debemos
hacernos responsables. La historia es plural. Las apelaciones a un objetivo común están, en lo fundamental,
236
erróneamente concebidas e implican, sobre todo, un
llamado a abandonar la razón.
Los blancos de Popper eran evidentes y en muchos
aspectos singulares: la amenaza era, en efecto, la amenaza de lo singular, y la singularidad del poder tenía
que movilizar la política y alimentar el ejercicio del poder. Su teoría dependía, desde luego, de una creencia en
el poder de la razón singular que hoy sería objeto de
cuestionamientos. No obstante, Popper vivía en y a
través de un mundo totalitario. La mayoría de nosotros,
no. Y al pensar exhaustivamente algunas de las implicaciones de su obra para una comprensión del ejercicio
del poder en la sociedad de la alta modernidad y, por supuesto, para el papel de los medios dentro de ella, tenemos que ocuparnos forzosamente de un marco más
complejo. Es posible que los peligros actuales no se refieran sólo a lo singular, sino también a lo plural ilimitado. Todo vale. Tal vez temamos las restricciones a la
acción y la creencia planteadas por la ideología avasallante y dominante, tenga esta su origen en las actividades del estado o en el fundamentalismo de una creencia en el mercado global, pero también nos enfrentamos
a la fragmentación de la vida moral y política, reducida
a las creencias y valores supuestamente inconmensurables de individuos y grupos. Política de la identidad.
La política del individualismo. Que plantean, podría
decirse, una amenaza tan grande a la libertad como
cualquier ideología totalitaria. Una aceptación demasiado apresurada de los derechos de los otros es a menudo una máscara para la irreflexión y la sinrazón. Podemos entender pero no podemos juzgar. Y vale todo.
Los medios masivos crearon una sociedad de masas.
La sociedad de masas era una sociedad vulnerable. Individuos atomizados en riesgo. La propaganda era el
gran temor. La radio, su instrumento. Las sociedades
autoritarias ejercían el poder a través de los medios,
gracias al control directo tanto de instituciones como
de agendas. Hoy, se teme lo contrario. Nuestros medios proporcionan todo y nada. El mercado gobierna,
237
y dentro de él nosotros somos los reyes y las reinas Ambos temores son exagerados, desde luego. Y ambos son
ciertos.
Una política contemporánea de los medios, una política de los nuevos medios, tiene que seguir un camino
entre la Escila de lo totalitario y la Caribdis de lo plural
ilimitado. No se trata necesariamente de la tercera vía.
Debo volver a Isaiah Berlin y Emmanuel Levinas.
Con el riesgo de distorsionar dos contribuciones filosóficas distintas y originales, quiero sugerir que ambos
pensadores proponen una posición similar, fundada,
hay que decirlo, en un humanismo profundo y, en el mejor sentido de la palabra, liberal, basado a su vez en un
respeto fundamental por el Otro. Ambos reconocen la
irreductibilidad de la Otredad. Ambos insisten en un
universo plural Ambos, asimismo, exigen el esfuerzo
de llegar al Otro a través de la aceptación de una humanidad común. Para Berlin, esto es lo que distingue el
pluralismo del relativismo. En su defensa de Herder y
Vico contra esta última acusación, esto es lo que tiene
que decir. Lo cito, por última vez, in extenso:
«Nos invitan a observar sociedades diferentes de la
nuestra, cuyos valores últimos podemos considerar
fines de vida plenamente comprensibles para hombres
que, en efecto, son diferentes de nosotros, pero seres
humanos, semejantes, en cuyas circunstancias podemos, mediante un gran esfuerzo que es nuestra obligación hacer, encontrar un camino, "entrar", para usar el
término de Vico (. . .) Si la búsqueda es exitosa, veremos
que los valores de esos pueblos remotos son tales como
aquellos de los que seres humanos como nosotros
mismos —criaturas capaces de discernimiento intelectual y moral consciente— podrían vivir. Esos valores
pueden atraernos o repelernos: pero entender una cultura pasada es entender de qué manera hombres como
nosotros, en determinado medio ambiente natural o de
factura humana, podían encarnarlos en sus actividades, y por qué; a fuerza de suficiente investigación his238
tórica y simpatía imaginativa, ver cómo podía vivirse
una vida humana (esto es, una vida inteligible) buscando alcanzarlos» (Berlin, 1990, págs. 79, 82-3).
El pluralismo supone la posibilidad de esa comprensión a pesar de la diferencia. No es relativismo, porque
presume una humanidad común gracias a la cual pueden producirse tanto la identificación como los juicios.
Esto no implica la imposición de un código moral único,
sino una aceptación de que los seres humanos se definen por lo que los hace humanos, y pueden ser juzgados
con referencia a ello. Y para Berlin, Levinas y Bauman,
el Otro, sin duda, puede estar equivocado.
La comprensión no puede ser moralmente neutra
porque se basa en la identificación de la humanidad común y los derechos de los otros. No comprenderemos si
ignoramos esas diferencias, ya sea por borrarlas o subsumirlas. El Otro, sostiene Levinas, es como nosotros
pero no como nosotros. Debe ser reconocido, confrontado, apreciado, entendido. Reiterémoslo: nuestra humanidad es la consecuencia de nuestro reconocimiento de
esa responsabilidad primaria, no su causa.
El desconocido, «el vagabundo que llega hoy y se
queda mañana», el que es distante pero cercano, cercano pero distante, según la caracterización de Simmel,
es una figura clave para la sociedad tardo moderna,
aun más de lo que lo fue a comienzos del siglo XX. Ese
desconocido nos parece próximo «en la medida en que
sentimos entre él y nosotros similitudes de nacionalidad o posición social, de ocupación o de naturaleza humana general. Y está lejos en la medida en que estas similitudes se extienden más allá de él y nosotros, y sólo
nos conectan porque conectan a mucha gente» (Simmel,
1971, pág. 147).
Esta dialéctica de la distancia y la proximidad, de la
familiaridad y la ajenidad, es la articulación crucial del
mundo tardo moderno, y es una dialéctica en la cual los
medios intervienen de una manera decisiva. Podría sugerirse, en efecto, si bien de un modo completamente
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abstracto y fácil de trivializar, que ese es el proyecto por
excelencia de los medios. Como lo he afirmado, estos
son fundamentales para nuestra experiencia del mundo, y en su campo de acción, a través del espacio y el
tiempo, esa experiencia se enriquece o empobrece por
obra de imágenes e ideas, palabras y mundos a los cuales, de lo contrario, no tendríamos acceso. Esta percepción es también la que funda el carácter global de los
medios e insiste en su posición central para una comprensión de la cultura, la sociedad y la organización
política globales.
¿Cuáles son las implicaciones de estas observaciones, entonces, para una (nueva) política de los (nuevos)
medios? ¿Sobre qué cuestiones debemos pronunciarnos?
Son una multitud, desde luego. No hay sector de la
vida social contemporánea que no se vea afectado por la
presencia de los medios. Y su ausencia se siente como
una herida. En una llamada sociedad de la informa, ción, la ausencia de información se ve como un despojo
más allá de toda medida. No obstante, aun esta percepción tantas veces enunciada es un error. La información
no tiene valor. Lo que importa es el conocimiento. Es
preciso- ser cautelosos frente afargumentos que ven en
la creciente división entre la riqueza y la pobreza dé
'información un mal social inevitable y necesario. Cuandó-eiriormes cantidades de personas carecendé teléfonos y televisión, es dificil lamentar la falta de Internet.
No obstante, en estos casos las tecnologías no son creativas por sí mismas. Sin duda, el acceso a las redes de
comunicación locales y globales facilita las cosas, pero
debemos tener algo que decir y es preciso que haya alguien que escuche y oiga. ¿No podemos hablar, en cambio, de la riqueza y la pobreza de comunicación, la riqueza y la pobreza de conocimiento? ¿No podemos trascender la idea de lo que consideramos como una mercancía valiosa, si no esencial? La tecnología sólo puede
complementar y mejorar la vida social y cultural cuando ya hay algo de valor para complementar y mejorar.
240
Sabemos, en efecto, cuán alienante se ha vuelto el
mundo. Estamos alienados, cada vez más y acaso sobre
todo, del sistema político, privados de una participación
significativa en él a causa de las mismas tecnologías
que constantemente nos informan de su funcionamiento interno. ¿Cómo podemos, en definitiva, votar por una
imagen? ¿Significará algo en absoluto el nuevo mundo
de agentes y avatares inteligentes? ¿Cómo puedo responder electrónicamente a un pedido de opinión sobre
un asunto político si no entiendo qué me piden que juzgue? Responder esas cuestiones no es hacer luddismo.*
Al contrario. Muchos tratan hoy de idear modos de hacer que las nuevas tecnologías mediáticas intervengan
en el renacimiento de la política nacional y la estimulación de la política global. Están quienes ven en la interactividad de una red global la oportunidad de revivir
las estructuras democráticas existentes y permitir a los
individuos (si bien sólo a aquellos que tienen acceso a
una terminal y saben cómo usarla y por qué) responder
y tal vez incluso iniciar un diálogo con los líderes
políticos y los gobiernos. Otros ven en estas mismas
tecnologías una oportunidad de crear formas completamente nuevas de participación política, nuevas estructuras y nuevos tipos de (auto)gobernancia. Por otro lado, hay quienes ven en el enorme alcance y campo de
acción de los nuevos medios posibilidades significativas
de clausurar las libertades y establecer una vigilancia
económica y política sin paralelo. Estas alternativas,
estas amenazas, estas cuestiones son, desde luego,
demasiado importantes para dejarlas en manos de los
tecnólogos o los políticos.
Otro tanto con la política del riesgo. Yen este caso los
medios también son herramientas y problemas. Mi
sensación es que todas las sociedades y todos los individuos, a lo largo de la historia, tuvieron que enfrentarse
* Alusión al movimiento iniciado por Ned Ludd a fines del siglo
XVIII en Gran Bretaña. Sus miembros propiciaban la destrucción
de las máquinas industriales causantes, según sostenían, de la
desaparición de su anterior modo de vida. (N. del T.)
241
con el riesgo, y que en la experiencia de la vida cotidiana hay pocos elementos para distinguir los supuestos
riesgos generados por los excesos de la ingeniería biomédica o el calentamiento global de los fracasos de las
cosechas y las amenazas del diablo. Así como las sociedades anteriores tenían sus chamanes, nosotros tenemos nuestros lectores de noticias. Ha habido pocos
trabajos concertados con la intención de comprender el
papel de los medios en el manejo del riesgo, pero pese a
ello su centralidad difícilmente pueda negarse. Un estudio que sí lo hizo (Turner et al., 1986) examinó la vida
en la falla de San Andrés y reveló un ciclo delicadamente equilibrado de informe de riesgos y manejo de la angustia en las noticias y los asuntos corrientes. Informes
sobre los últimos descubrimientos y predicciones «científicas» alternaban con desmitificaciones y otras estrategias tranquilizadoras, de tal manera que la cuestión
nunca se perdía de vista pero tampoco se permitía que
se escapara de las manos (es decir, hasta que realmente
lo hizo, en 1988). La (nueva) política de los (nuevos) medios, como la antigua, debe entender su significación
para la gestión y la seguridad de la vida cotidiana. Si
queremos evitar una política de pánico, como la experimentada en el Reino Unido durante el episodio de la
encefalopatía espongiforme bovina, es preciso que
abordemos, de manera directa e insistente, la maquinaria no sólo del gobierno, sino del contexto en el cual
este actúa, y que a su vez lo limita. Es decir que, en
asuntos de política pública y gobernancia eficaz, los medios son texto y contexto: en este punto, por fin, querríamos tal vez tomar a pecho una versión de la sentencia
de Marshall McLuhan de que el medio también es el
mensaje.
Y otro tanto ocurre con las políticas de inclusión.
¿Cómo pueden utilizarse los medios para permitir la
participación sin exclusiones en la vida política? En un
mundo donde se alienta a las minorías, tanto objetiva
como subjetivamente definidas, a apoderarse de su
tiempo y su identidad, y donde se considera a los me242
dios, con igual frecuencia, como instrumentos cruciale
para ambas cosas, ¿cómo evitar una política provinciana y cuasi defensiva de autodefinición y egoísmo? ¿Cómo evitar las que tienen puntos de vista compartidos o
compartibles, o valores sólo referidos a sí mismos, como
una especie de gueto cultural electrónicamente mediatizado, autogenerado y autosostenido? ¿Cómo evitar el
rechazo del Otro y el de la conmoción y la responsabilidad por el Otro en que terminará ineludiblemente esa
guetificación? ¿Cómo tender un puente hacia la sociedad del sector medio excluido, en la cual instituciones
más o menos incluyentes, hasta hace poco coto del estado y entre las cuales se contaba de manera decisiva la
radioteledifusión, desaparecen bajo las amenazas combinadas de los mercados globales, el espacio mediático
fragmentador y los intereses locales y minoritarios?
¿Cómo hacer que el desconocido se sienta en casa?
En las discusiones actuales sobre la (nueva) política
de los (nuevos) medios mucho se habla de la constante
necesidad de regulación: de los mercados, de la competencia, del contenido, especialmente a la luz de la creciente dominación de la industria global por un puñado
de corporaciones multinacionales. El caso es convincente, al menos en lo que se refiere al mercado y la competencia, aunque dificil de implementar, dado que los gobiernos nacionales no pueden controlar su espacio mediático como creían poder hacer en otros tiempos, y no
hay una estructura internacional receptiva dentro de la
cual puedan acordarse políticas orientadas o bien hacia
la regulación o bien hacia los derechos. En rigor, podría
argumentarse que en un mundo de industrias editoriales mediáticas, en contraste con la radioteledifusión,
esa regulación sólo puede ejercerse sobre la base de la
legislación antimonopólica existente, un tipo de legislación aplicable a cualquier intento de monopolización en
cualquier industria.
Pero en la (nueva) política de los (nuevos) medios
hay algo más que debates sobre la regulación. Mi intención es sugerir que la educación es igualmente impor243
tante, y por educación, en este contexto, me refiero a
conocimientos mediáticos. Todos necesitamos saber
cómo funcionan los medios, y cómo leer y entender lo
que vemos y escuchamos. Este es nuestro proyecto, desde luego; puesto que quienes estudiamos los medios
también debemos transmitir lo que aprendemos. Empero, dadas su ubicuidad y centralidad en la vida cotidiana, y su preponderancia para nuestro proyecto cotidiano de comprender el mundo en que vivimos, nada
menos que eso servirá.
La política tiene que ser a la vez pensamiento y práctica. La política mediática no es una excepción. Tanto la
política como los medios dependen de la confianza. Estudiamos los medios porque necesitamos entender
cómo contribuyen al ejercicio del poder en la sociedad
tardo moderna, dentro del sistema político establecido
y fuera de él. Los medios tienen, ni más ni menos, la
responsabilidad de hacer que el mundo sea inteligible.
Puesto que sólo en su inteligibilidad el mundo y los
otros que viven en él se tornan humanos. Y quienes estudiamos los medios debemos hacerlos inteligibles. Se
trata de un proyecto que no es fácil ni cómodo. Pero nos
consagramos a él con la esperanza de que, si ponemos
un grano de arena en una ostra, la irritación causada
por nuestra suposición se convierta, de cuando en cuando, en una perla.
Referencias bibliográficas
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