El IFE en la encrucijada democrática
Transcripción
El IFE en la encrucijada democrática
El IFE en la encrucijada democrática Francisco Bedolla Cancino* Resumen Abstract El Instituto Federal Electoral está en un estadio de crisis, manifiesto, sobre todo, por los actuales efectos de desconfianza social crónica hacia su trabajo, su vulnerabilidad ante los poderes fácticos debido a que el incremento de sus atribuciones (a partir de la reforma electoral de 2007) lo sitúan en contextos altamente conflictivos y las dificultades para la integración de su Consejo General. En este artículo se analiza esta situación, grosso modo, a partir del papel del IFE. The Electoral Federal Institute is in a stage of crisis; manifesto, mainly, by the present effects of chronic social distrust towards its work, its vulnerability before the factual powers because the increase of its attributions (from the electoral reform of 2007) they highly locate it in conflicting contexts and the difficulties for the integration of its General Advice. In this article this situation is analyzed, approximately, from paper of the IFE. Palabras clave: arbitraje electoral, sistema electoral, confianza electoral, democratización. * Keywords: electoral arbitrage, electoral system, electoral confidence, democratization. Doctor en Filosofía Política por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Maestro y Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México y Especialista en temas político-electorales y de política pública. 83 Introducción A escasos meses de cumplir 21 años de existencia, el modelo de estructuración del Instituto Federal Electoral (IFE), que tan buenos dividendos generó en la etapa de democratización del régimen político (1989-2000),1 atraviesa por un proceso de agotamiento agudo e irreversible que, hasta donde es posible observar e incluso pronosticar, exhibe los síntomas distintivos de una crisis terminal e irreversible. Tan radical aseveración, que en los usos teóricos refinados aplica en específico a la condición de individuos-sistemas-agentes históricos cuya reproducción en el espacio y el tiempo se torna improbable cuando no imposible en sus claves habituales de funcionamiento,2 y cuya vitalidad, en consecuencia, exige variaciones que impactan en su principio de identidad o estructuración. Dicho en lenguaje llano: el dilema de la supervivencia de un agentesistema en crisis, en este caso el IFE, es transformarse o morir. 1 2 En el caso del IFE, sin más, el síntoma principal de su crisis es la incapacidad manifiesta de su arreglo y operación vigentes para cumplir con el imperativo que el “nuevo sistema electoral”, en la feliz expresión de Arturo Núñez, le confirió desde su origen: proveer al Estado mexicano de representación política legítimamente democrática; esto es, de procesos comiciales libres (sin coacciones para los electores) y justos, es decir, sin ventajas indebidas para los competidores ni trucos que perviertan la voluntad popular; y, tan importante como lo anterior o más, comicios socialmente confiables y generadores de sus bases de legitimidad y consenso sociopolítico activo. Tal cuadro crítico reclama comentario especial. El arreglo institucional del IFE, modificaciones aparte, ha mostrado desde su origen hasta la actualidad aptitudes técnicas suficientes para dotarse y perfeccionar los procedimientos e instrumentos necesarios para proveer comicios En diversos ensayos he sostenido, al igual que diversos politólogos, que la clave explicativa del impulso y éxito del proceso de democratización del régimen presidencialista, que encontró sus puntos de inflexión en la reforma constitucional de 1989 y de culminación en la alternancia de las elecciones del año 2000, estriba en la aptitud del diseño legal institucional para encauzar y resolver por la vía electoral la competencia política y, más aún, en la capacidad de ajuste del régimen en transición para ir compensando con nuevos ajustes los efectos de la redistribución de los cargos de elección entre las fuerzas políticas. Esta apreciación es deudora del encuentro entre las propuestas de dos sendos teóricos sociales. Por un lado, Habermas (1975) propone un concepto de crisis que busca sintetizar las nociones de crisis sistémica, que observa el momento objetivo del desapego del sistema de la sociedad respecto de sus imperativos funcionales (económicos, político-administrativos y socioculturales), y crisis social, que observa el momento subjetivo, el de la percepción de los sujetos que perciben amenazada su identidad. Y por el otro, Luhmann (1998), cuya teoría de sistemas sugiere encuadrar las tendencias a la crisis del sistema de la sociedad o de sus subsistemas como falencias comunicativas, perversión de los códigos, que impiden la autoproducción de los sistemas y la preservación de sus diferencias con sus entornos significativos. 84 bien y hasta ejemplarmente organizados. Y otro tanto sucedió con toda claridad durante la primera década de existencia del IFE en lo relativo a las aptitudes políticas del Consejo General para construir con apertura e inclusión la agenda electoral y para desahogarla sobre bases consensuales y merecedoras de la confianza de los competidores y la sociedad. La incapacidad funcional del árbitro electoral, valga la insistencia, no es de origen. Su génesis, barruntos aparte acaecidos hacia el final de la última década del siglo XX, es de cuño reciente, y se remonta al lapso de la alternancia democrática abierto por las elecciones presidenciales de 2000. Un repaso sintético a las cuatro experiencias de organización comicial de la etapa de la democratización (1991, 1994, 1997 y 2000) basta para poner al descubierto los dos componentes clave de la fórmula del éxito democratizador promovido desde y por el IFE: • 3 Uno, un arreglo institucional dotado de capacidades reglamentarias, técnicas y humanas sorprendentes para superar con creces los retos críticos de la organización comicial propios de la déca- da de la transición a la democracia —la década de los 90—: la construcción y actualización de bases de registro e identificación ciudadanas con plena validez y confiabilidad —el padrón electoral y la credencial para votar—; la instalación de las decenas de miles de casillas programadas a lo largo y ancho del territorio nacional; el reclutamiento y selección aleatorios así como la capacitación de los cientos de miles de ciudadanos integrantes de las Mesas Directivas de Casilla; y el diseño e implementación de los programas para generar los resultados electorales preliminares con posterioridad al cierre de la jornada comicial, etcétera.3 • Dos, una no menos sorprendente capacidad para hacer valer su eficacia operativa como medio estratégicamente orientado hacia la superación, o al menos la neutralización, del que quizás haya sido y siga siendo el más complejo de los desafíos en la construcción de la democracia: la certeza socialmente construida e históricamente aprendida de que en nuestro país elecciones y fraude eran realidades sinónimas. Discusión aparte son las vivencias de dicha certe- Las tasas históricas de cumplimiento logradas por el IFE en estos temas resultan impresionantes. Por ejemplo, si se revisan los datos contenidos en las respectivas Memorias del Proceso Electoral editadas por el IFE, la tasa de instalación de casillas en las siete elecciones es de 99.9%, aproximadamente. 85 za, habida cuenta del déficit histórico y presente de ética cívica; menos lugar hay a la duda de que ella constituye el referente de lo que expertos y legos han dado en llamar la desconfianza electoral.4 El primer componente de la fórmula, si bien se mira, entrañó una batalla, predominante aunque no exclusivamente, de corte técnico y procedimental. Acotar las prácticas del fraude y a sus practicantes en la década de los 90 supuso poner en marcha una estrategia integral de reinvención comicial a prueba de desconfiados: nuevos y probados instrumentos —padrón a prueba de rasura y excesos, listas nominales con fotografía, y credencial para votar con fotografía con múltiples candados de seguridad—, documentación electoral a prueba de tramposos —boletas con talón foliado e impresas en papel seguridad de alta tecnología— y materiales electorales inéditos para combatir las prácticas del voto múltiple por un solo elector o las prácticas de coacción —líquido indeleble, urnas transparentes, marcadoras de credencial, etcétera—. La segunda batalla, por su parte, entrañó un desafío en el plano de la comunicación 4 política: informar a los desconfiados todo lo que el árbitro electoral estaba haciendo para impedir el fraude, con el propósito estratégico de trasmutar la certeza socialmente compartida de que el fraude era inevitable en confianza de que habría elecciones democráticamente válidas, o al menos poner en jaque la desconfianza. Ambas batallas, aún interconectadas, discurrieron en la década de los 90 por canales distintos. La virtud del IFE, valga la insistencia, estribó en colocar los éxitos en la primera batalla como condición y medio para librar exitosamente la segunda. He aquí las razones por las cuales las capacidades de arbitraje y el prestigio del árbitro crecieron a la par en el transcurso de las reformas electorales y las experiencias de organización comicial de la década de los 90. Prueba fehaciente de lo anterior es la superación de la durísima prueba de la elección presidencial de 2000, causalmente significativa al menos por tres poderosas razones que amenazaban al límite las posibilidades del IFE para dar cumplimiento del imperativo funcional para el cual había sido creado: Respecto de este mecanismo social, Luhmann (1996) establece un apunte meritorio: desconfianza no describe precisamente una situación de vacío de confianza; por el contrario, describe relaciones en las que las expectativas de los agentes implicados están enderezadas hacia estados futuros que no desean, pero que, probablemente por experiencia, “saben” que son inevitables. El desconfiado electoral, por tanto, no se abandona al flujo de las circunstancias del fraude, confía y, por ello, contribuye activamente en la reproducción de dichas prácticas. 86 • Una, implicó la ruptura de la regla dorada del presidencialismo mexicano (Carpizo, 1978 y Cosío, 1981, entre otros) o, mejor dicho, a la mexicana: “el presidente en turno designa a su sucesor”. • Dos, destruyó por la vía pacífica la columna vertebral del régimen político más longevo del siglo XX: un presidente con capacidades cuasiomnímodas —constitucionales y metaconstitucionales, diría Carpizo (1978)—, con capacidades inigualables de control centralizado de los recursos de autoridad y asignación del régimen; y un partido político hiperdisciplinado a su voluntad y con capacidades probadas para coadyuvar con el presidente en las tareas de asignación de los recursos de autoridad y de construcción de legitimidad y consenso en relación con el ejercicio de asignación de los recursos de asignación. • Tres, más allá de la nada velada amenaza atribuida al líder corporativo Fidel Velázquez de que “llegamos por medio de las armas y sólo mediante ellas nos iremos”, contó con la aceptación de la derrota por parte del presidente y el partido oficial. El feliz desenlace de la primera derrota del PRI en una elección presidencial —“la revolución pacífica”, diría en su momento el prestigioso diario francés Le monde—, teleologismos aparte, no es razón para eludir el análisis crítico y algunas de las preguntas básicas: ¿habrían podido realmente las fuerzas del ancién règime intentar sabotear la elección?, ¿qué habría pasado en el momento postelectoral si en lugar de un árbitro eficaz y con prestigio nacional e internacionalmente reconocido hubiese existido un organismo electoral del tipo de la Comisión Federal Electoral existente en 1988? La respuesta en clave weberiana de “juicios de posibilidad objetiva” a la primera pregunta, en mi entender, es un sí categórico. El mutismo visto entre el anuncio televisivo emitido hacia las 20:00 horas de que las tendencias favorecían a un candidato opositor y el reconocimiento por parte del presidente y el candidato del PRI, emitido más de dos horas después, indican que la posibilidad existió y de que incluso pudo ser considerada por los sectores menos progresistas del partido en el gobierno. En el mismo sentido opera la presencia récord de observadores internacionales en dichas elecciones. 87 La respuesta en clave contrafáctica (Weber, 1973) a la segunda pregunta es obvia: la presencia de un árbitro eficaz y reconocido habría elevado en los cálculos de los agentes del régimen presidencialista los costos de una tentativa de sabotaje electoral. Conclusión: ambas rutas de respuesta apuntan en dirección de que el IFE, con sus logros operativos y reconocimiento público, constituye una de las causas eficientes en la conclusión del proceso de transición a la democracia y de ingreso a la etapa de la alternancia. Precisamente, al trasluz de las épicas batallas en contra del fraude y la desconfianza electorales se torna obligado analizar los acontecimientos electorales en el presente siglo, comenzando por los impactos en el funcionamiento y la imagen del IFE provocados por las experiencias de la organización de los comicios intermedios de 2003, que tuvieron lugar en un contexto signado por dos circunstancias decisivas, a saber: • 5 6 El relevo inédito, poco inteligente y hasta desafortunado, podría decirse, por cuanto a la decisión del PAN y el PRI de excluir a la fracción parlamentaria del PRD, una de las tres principales fuerzas políticas nacionales, del proceso de renovación del equipo de integrantes del Consejo General5 sobre cuya gestión había descansado la organización del proceso electoral de 2000. El problema no se reducía al fin del ciclo de un equipo espléndido de consejeros electorales bien presidido por José Woldenberg, con todo lo que ello implica en materia de pérdida de experiencias, sino al abandono de uno de los criterios que habían sido pilar en la estructuración del máximo órgano de dirección: el consenso o, cuando menos, el más amplio respaldo mayoritario posible. • La irrupción de vacíos normativos y regulatorios en áreas inéditamente críticas de la competencia electoral federal, provocados por la omisión del Poder Legislativo en el impulso a las reformas electorales,6 tales como la fiscalización de los ingresos y los gastos de los partidos políticos y el acceso a los medios electrónicos de comunicación. Tal decisión, que afectó la legitimidad del Consejo General, se conoció por propios y extraños como “el pecado de origen”. El comportamiento omiso amerita especial atención porque significó el abandono de una práctica que había mostrado ser virtuosa en la organización de los comicios de 1991, 1994 y 1997: ajustar la legislación electoral a la luz de las experiencias y los cambios dejados por la elección anterior. Así, las reformas de 1989-1990 proveyeron el marco para la organización de los comicios de 1991; las de 1993 y 1994, para los comicios de 1994; y la reforma de 1996 hizo lo propio para los comicios de 1997. 88 La organización de las primeras elecciones de la era de la alternancia democrática, así, tomó al árbitro de la competencia en un doble desbalance: un Consejo General con déficit de consenso y legitimidad; y un árbitro electoral corto de facultades para preservar los mínimos de simetría y civilidad entre los competidores, dado el escenario de alta incertidumbre que representaba el régimen político posterior a la transición. Poco se ha dicho sobre el tema, aunque es evidente que la alternancia democrática no sólo dislocó el principio presidencialista de estructuración del régimen sino que probó a todos que debían aprender a soportar la levedad de la derrota y el triunfo. A esto último se refiere, con toda corrección, Adam Przeworsky (1991) con su tesis de la incertidumbre democrática, referida a la imposibilidad de cualesquier agentes para determinar ex ante el resultado de una elección. El punto, sin embargo, no se agota allí, pues junto a esa incertidumbre el escenario electoral de los primeros años del presente siglo, el naciente entorno democrático incubó también otro tipo de incertidumbre, ésta de naturaleza simbólica, referida a la 7 8 carencia de reglas efectivas para dar certidumbre y orden a la competencia electoral. El balance público de la organización comicial de 2003 estuvo distante de los estándares de aprobación pública usuales en la década anterior. La ausencia de señalamientos sobre irregularidades o ineficiencias graves, sin embargo, es un punto que amerita la reflexión, ante la fuerte posibilidad de que ello pudiera deberse mucho más al prestigio históricamente ganado que a los rendimientos últimos. Vista en este contexto, la organización de los comicios de 2006 representa la continuación del curso de acción mostrado en 2003:7 un árbitro carente de facultades para regular los comportamientos de competidores ansiosos por no perder y conocedores de las oportunidades abiertas por los vacíos regulatorios; carente de experiencia y oficio para utilizar al máximo las facultades de las que sí disponía;8 y carente de fortaleza ética para preservar sus facultades autonómicas y no contentarse con ser un observador de oficio de los comportamientos dudosamente democráticos de los competidores. Por extraño que parezca, las elecciones de 2006 se organizaron a partir de las bases legislativas emanadas de la reforma de 1996. Nunca en la historia electoral del IFE se había dado el caso de obviar ajustes importantes por tanto tiempo. La actitud meramente contemplativa del IFE ante el uso insistente de propaganda negativa por parte del PAN en contra del candidato del PRD quedó de manifiesto ante la instrucción emitida, motu propio, del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en el sentido de retirar los spots en cuestión. 89 Pruebas de la existencia de un entorno político desbordado y de un árbitro entre impotente e inoperante para evitar las intrusiones cuasilegales o de plano ilegales en la organización de las elecciones de 2006 son al menos las siguientes: • El activismo propagandístico del presidente constitucional en turno a favor del candidato de su partido, a través del uso de los tiempos oficiales del Estado, y de otros agentes corporativos, a través de la compra de tiempo mediático y la emisión masiva de spots. • El flujo desbordado e incuantificable de recursos de dudosa procedencia hacia las campañas políticas y los candidatos, que torna ingenua la suposición de que alguna utilidad práctica tienen los límites a los gastos de campaña impuestos por la autoridad electoral y, por el contrario, fortalece la tesis de que el régimen político acusa fuertes sesgos plutocráticos. • La intensificación, más o menos generalizada y sin precedentes, de la propaganda negativa, que incluso alcanzó el nivel de núcleo de más de una de las estrategias 9 de campaña de los partidos políticos nacionales. • Las decisiones catastróficas del Consejo General, particularmente de su Consejero Presidente, en materia de política de información de los resultados el día de la elección. La negativa de dar a conocer la información de los estudios de tendencias —que no de resultados electorales— bajo el argumento de que la diferencia entre el primero y el segundo lugar era mínima y de que a partir de ella no podía sacarse conclusión alguna acerca del sentido definitivo de la elección muestra a un consejero electoral falto de claridad9 acerca de sus facultades y las del cuerpo que él presidía, además de carente de perspectiva acerca del mejor interés institucional. Para estos efectos, el argumento de que la decisión de no informar sobre las tendencias electorales en caso de empate virtual se había dado en el marco de un Acuerdo de Consejo es inútil para hacer pasar un yerro por virtud. Al extremo, un voto, y no necesariamente una diferencia aplastante, ha de ser suficiente para determinar el resulta- Esta distinción es importante. La información proveniente de estudios de tendencias, así hayan sido encargados por el Consejo General en ejercicio de sus atribuciones y se ajusten a los estándares científico-técnicos de validez y confiabilidad, no constituyen información oficial. Por el contrario, los resultados electorales preliminares sí gozan de ese estatus, toda vez que su fuente son los cómputos de los votos por parte de la Mesa Directiva de Casilla. 90 do de una elección democrática, de tal suerte que el mejor interés de la autoridad electoral, y ya no se diga su obligación, es la transparencia de la información. Si a esto se añade el sintomático detalle de la sincronía perfecta entre el fin y el inicio de los mensajes del Presidente de la República y del Consejo General hacia la medianoche del día de la jornada electoral, la conclusión es inevitable: el IFE subsumió su interés como árbitro de la competencia en transparentar y legitimar los resultados electorales, cualesquiera que éstos fueran, al interés de la presidencia en cuidar el impacto que los resultados pudieran tener. En el contexto descrito, el balance más o menos compartido, aunque no necesariamente asumido, apuntó a remarcar la obsolescencia del sistema electoral federal y, consecuentemente, a la imperiosa necesidad de un acuerdo para transformarlo. Sin restarle méritos al diagnóstico y aún sin hablar del remedio —la reforma electoral de 2007—, existen dudas razonables de que se hubiese alcanzado una comprensión adecuada. Por primera vez en su historia, el balance social y político sobre el arbitraje electoral no sólo se había alejado de los parámetros históricos de excelsitud sino que, a la luz de una porción relevante del electorado nacional, había sido tendencioso. En el marco de la lucha en contra de la desconfianza, tal balance resulta crítico y, además, dramático. El hecho es que el IFE, artífice de la construcción de la confianza electoral, tras el inopinado desbarre de 2006, había quedado atrapado en el problema que había estado empeñado en resolver, con el agravante de que, roto su halo inmaculado, quedaba en la orfandad la tarea de construcción de confianza electoral. La prueba fehaciente y más sintomática de los cambios en el entorno postransicional es la información proveniente de los sondeos de las empresas especializadas en torno a la confianza en el Instituto. Según una encuesta financiada y publicada por Reforma, entre 2000 y 2001, la confianza en el IFE alcanzó su techo histórico, al situarse en los 77 puntos porcentuales. No era para menos. Tras una gestión exitosa en sus tres primeros retos (1991, 1994 y 1997), la prueba del ácido para el árbitro consistía en dilucidar si su prestigio y su labor podrían sostener un resultado electoral contrario al partido en el gobierno. Como sabemos, el desenlace afortunado de las elecciones de 2000 se tradujo en un reconocimiento creciente en las ca- 91 pacidades del Estado mexicano para procesar pacíficamente el conflicto. Las muestras positivas de ello, por cierto, fueron descritas por especialistas y líderes de opinión como “el bono democrático”. Hacia 2003, de acuerdo con encuestas realizadas por diversos medios, el panorama electoral dio muestras de estar experimentando transformaciones en sentido contrario. Este año, para la empresa Parametría (cfr. Heras, 2011), la confianza en el IFE se situó en los 59 puntos porcentuales. Ciertamente, la diferencia de diseños, muestras e instrumentos empleados por las empresas encuestadoras torna complicada la tarea de establecer juicios comparativos o sobre posibles tendencias. No obstante, los 18 puntos porcentuales de diferencia entre el sondeo del diario Reforma y el de Parametría constituyen un síntoma inequívoco de los cambios en la percepción social. Con posterioridad a las elecciones presidenciales de 2006, las más controversiales en la historia del IFE, de acuerdo con encuestas practicadas por la empresa Mitofsky, el panorama de la confianza se tornó menos halagüeño. Gráfica 1. Confianza en el Instituto Federal Electoral 75 % 60 55 55 52 52 51 45 44 44 41 40 51% 50 46 43 43% 30 Mar 07 Jun Sep Mucha/Algo Fuente: Mitofsky, 2010. 92 Dic Mar 08 Poca/Nada Jun Ago La gráfica muestra con toda crudeza lo dramático de la situación. La proporción de personas con mucha o poca confianza se situaba en su punto de partida más bajo, que pasó entre marzo de 2007 y agosto de 2008 de 55 a 43%; y, por su parte, la proporción de los que confiaban poco o nada pasó de 40 a 51%. He aquí, hasta donde sabemos, el piso histórico de la confianza en el árbitro electoral. Encuestas publicadas en 2009 y 2010, en cambio, hacen notar una tendencia de recuperación de la confianza en el IFE. De acuerdo con el estudio electoral auspiciado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y el IFE (CIDE, 2009): “Predomina la confianza en las instituciones electorales. 7 de cada 10 entrevistados expresa mucha/regular confianza en el IFE (27% + 47% = 74%)”. En los resultados de la Encuesta Mitofsky (2010), “Confianza en las instituciones”, se señala que en agosto la confianza mucha/regular en el IFE fue de 63% (20% + 43%). Tales cifras ameritan análisis. La diferencia de más de 11 puntos porcentuales entre el estudio CIDE (2009) y el de Consulta Mitofsky (2010) admiten directamente dos ángulos de interpretación: uno, que, más allá de la recuperación respecto de 2007, se ha producido un descenso significativo; y dos, que los datos de dichos estudios resultan incomparables y han de ser analizados a la luz del instrumento y la metodología muestral utilizados. A reserva de análisis técnico y teóricometodológico, e incluso sociológico, más detenidos, pero también teniendo en cuenta que las mediciones de la confianza institucional han dado lugar en la historia recentísima a la constitución de una arena de disputa, en la que el sujeto evaluado desarrolla estrategias de influencia para incidir en los diseños y los resultados de los estudios, existen buenas razones para suponer que se hace necesario sofisticar el diseño de las encuestas de opinión, a fin de distinguir entre las opiniones sobre los aspectos técnico-operativos de la organización comicial y las opiniones sobre los aspectos directivos, con especial énfasis en las decisiones del Consejo General en tanto autoridad única para el manejo de los tiempos oficiales en medios, el monitoreo y la propaganda indebida, la fiscalización de los recursos y la imposición de sanciones. Dicho sin ambages: la hipótesis de fondo en la apreciación antes vertida es que el nivel de confianza arrojado por los sondeos de opinión varía en 93 relación directa con la orientación temática del instrumento. Más precisamente, es de suponer que la confianza tiende a elevarse cuando las preguntas se refieren a los temas típicos de la organización de la jornada comicial y que, por el contrario, tiende a disminuir en la medida en que las preguntas se refieren al comportamiento del Consejo General respecto de los temas que hoy se han vuelto críticos, típicamente el ejercicio de las facultades introducidas por la reforma electoral de 2007. Dos hechos pueden aducirse a favor de esta hipótesis de trabajo. El primero se refiere a la aparente paradoja de 2006, que vio crecer hasta su punto más alto la desconfianza en el árbitro electoral y, a la vez, vio aumentar los de por sí altos estándares en las clásicas tareas de la organización comicial —empadronamiento, credencialización, instalación de casillas, etcétera—. Y el segundo hecho, por su parte, se refiere a los datos revelados por la encuesta encargada por el diario Milenio a María de las Heras en 2009, según la cual “los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE), el árbitro en los comicios que se celebran en México, pierden terreno al pasar de 61% a 49% en el grado de aceptación, un descenso de 12 puntos porcentuales [respecto de 2007]” (EFE, 2009, 94 párr. 9); y por la encuesta realizada por Parametría (2009), que revela un grado de desacuerdo de 45% en relación con la negativa del Consejo General a dar a conocer las tendencias electorales la noche del 2 de julio de 2006. La reforma de 2007 o la última llamada La reforma de 2007 sucede en el contexto de las repercusiones del abandono de la virtuosa costumbre transicionista de acompañar las experiencias de organización comicial con rediseños ágiles al marco legal, que aplicó en el lapso de 1988 a 1996. El hecho es que, grosso modo, las elecciones de 2006 se organizaron a partir del marco legal e institucional provisto por la reforma de 1996, pese a los múltiples indicios de que el régimen político había mudado y que múltiples prácticas de competencia acusaban el aprendizaje por parte de los actores políticos de la existencia de vacíos normativos y, por ende, de oportunidades no punibles legalmente —aunque sí éticamente reprochables— de incrementar las probabilidades de ganar elecciones. Así, poco lugar hay a la sorpresa de que las últimas elecciones presidenciales significaran el primer y único gran tropiezo del IFE y la interrupción de una secuencia continuada de experiencias de aprobación social más o menos generalizada. En este contexto, fue correcta la lectura del Legislador en el sentido de que se requería una autoridad electoral más fuerte y confiable y, además, de que ello implicaba dotarle de mayores facultades y recursos para intervenir en las zonas críticas: el acceso a los medios, la fiscalización y las conductas ilícitas, particularmente las contrarias al uso de los medios y el acceso y gasto de los recursos. La parte que no parece tan clara es si el Legislador previó que, a juzgar por la magnitud del cambio y la “dureza” de las nuevas facultades otorgadas al IFE, la implementación de la reforma constitucional de 2007 y legal de 2008 significaba el desafío de mayor complejidad en la historia electoral reciente. Si a esto se añade que el implementador clave —el IFE— se encontraba, medido en clave de confianza social, en uno de sus peores momentos, el panorama queda más o menos cubierto: la reforma más compleja tuvo lugar en el momento menos oportuno para el IFE, si bien en el necesario para el futuro nacional. Sin menoscabo de las medidas contenidas en materia de certeza y salvaguarda de los datos registrales y de la credencial para votar así como de las relativas a la transparencia, entre otras, puede decirse que la reforma apunta a la materialización de los siguientes objetivos estratégicos: • Fortalecer al IFE y al Tribunal Electoral, por la vía de la ampliación de sus facultades y recursos. • Proveer condiciones de competencia justa y equitativa a los actores, mediante mecanismos más efectivos de control de los ingresos y egresos de los actores políticos. • Mejorar la comunicación política y construir incentivos para mejorar la calidad de las ofertas y del debate público político, mediante una estrategia frontal de contención de los sesgos plutocráticos en el acceso y ocupación de los espacios mediáticos. • Disuadir y sancionar las conductas electorales ilícitas, particularmente las relativas al uso de los medios y el financiamiento, por la vía de ampliar y fortalecer las figuras y mecanismos punitivos. Para efectos de fortalecer al IFE, la reforma de 2007-2008 se valió de dos medidas: una, orientada a mejorar el uso del capital humano de su órgano superior de dirección 95 —el Consejo General—, se refiere a la introducción de la regla de relevo escalonado; y la otra, la ampliación de los mecanismos de regulación y sanción relativos a las áreas críticas de la organización comicial. Por efecto de esta ampliación, el IFE vio crecer sus tareas, de tal suerte que a las figuras de organizador comicial, capacitador cívico, ministrador de prerrogativas y recursos, administrador de recursos financieros y humanos, y profesionalizador de su capital humano, se añadieron las de administrador único de los tiempos oficiales, fiscalizador potenciado de los recursos empleados con fines político-electorales y administrador investido con facultades materiales de juez. La orientación de la ampliación de las facultades del IFE, valga la insistencia, es fortalecer su capacidad de regulación y hacerla simétrica con la complejidad de la arena electoral federal en el momento presente. En tal sentido se entiende el desafío inicial de ajustar o crear los 24 cuerpos regulatorios y darle instrumentalidad al ejercicio de las nuevas facultades. Y otro tanto puede decirse del diseño y operación de los nuevos órganos autónomos: la Contraloría Interna y la Unidad de Fiscalización. 96 Difícil resulta modelar en “paquete” a los nuevos instrumentos, aunque tengan en común ser regulaciones, esto es, recursos de aplicación más o menos general. Cabe precisar, sin embargo, que tratándose de las regulaciones aplicables a la fiscalización, la administración de los tiempos oficiales y el monitoreo, se trató de regulaciones con buenas dosis de coercitividad, que implicaron cambios intensos y la estructuración de arenas electorales inéditas y de alta complejidad. En el agregado, queda claro que las nuevas facultades colocaron al IFE frente a la disyuntiva de ejercerlas con efectividad y fortalecerse; o bien, ejercerlas con poca prestancia y en medio de las críticas de los afectados y debilitarse. He aquí el contexto en el que vale la pena revisar la pertinencia del reparto de facultades sancionatorias entre el IFE y el Tribunal Electoral, habida cuenta de la diferencia de criterios que han exhibido en el tratamiento de las sanciones críticas. Comentario especial reclama el tema de la profesionalización de los funcionarios y el personal del IFE, no sólo porque ostensiblemente no se ha atendido el problema de la construcción de las nuevas capacidades humanas para sancionar, administrar y fiscalizar, sino también porque es evidente que otros participantes en esas arenas han hecho mejores inversiones en reclutar y retener a sus profesionales en esas áreas. En relación con el propósito de crear condiciones justas y equitativas de competencia, el medio invocado por la reforma puede describirse de modo simple y contundente: la introducción de un nuevo modelo de competencia política, soportado en las facultades otorgadas al IFE para trasponer los secretos bancario, fiduciario y fiscal, que ampliaron y fortalecieron significativamente las capacidades de fiscalización de los ingresos y gastos de los actores que inciden en la arena político-electoral. Tales facultades se significaron en una ampliación y complejización de la arena. De entrada, esto es así tanto en lo relativo a las autoridades de procuración de justicia e instituciones con las que el IFE requiere coordinarse para desahogar sus tareas de fiscalización y también en lo relacionado con los actores a los que les es aplicable la acción electoral fiscalizadora: todo actor que financie actividades electorales. De igual modo, la acción se extiende hacia autoridades y actores de incidencia local, habida cuenta del traslape existente entre la demarcación electoral federal y las de- marcaciones locales, en contexto de elecciones concurrentes y no. Para el ejercicio de las nuevas atribuciones, el IFE se dotó del marco regulatorio apropiado, y ahora está en condiciones de administrar las exigencias de informes mensuales y trimestrales a los sujetos obligados. Asimismo, se dotó de una infraestructura tecnológica y humana que le permite hacer frente a sus obligaciones legales y reglamentarias. Sin menoscabo de que aquí se presentan cambios importantes, vale precisar que el IFE cuenta con una trayectoria más o menos larga de actividad continuada en esta materia. Dicho en otras palabras, grosso modo, la fiscalización complejizó la arena electoral, esto es, añadió nuevos desafíos de consenso, pero no implicó en lo técnico y lo operativo un giro de 180 grados. En lo concerniente al propósito de elevar la calidad de la oferta de representación y un mejor conocimiento de ésta por parte del público o, dicho en sentido inverso, impedir que la influencia en el electorado se resolviese por la capacidad de compra de tiempo mediático, es un objetivo estratégico al que la reforma atendió por la vía de la introducción de un nuevo modelo de comunicación política, cuyos rasgos centrales son dos: 97 • • Las prohibiciones constitucionales y legales de la compra-venta de tiempo mediático para efectos de propaganda político-electoral, la promoción de la imagen de los funcionarios públicos con recursos oficiales y las prácticas de propaganda denigratoria. La conversión del IFE en autoridad única para la administración de los tiempos oficiales. Dicho modelo, entre otras cuestiones, implicó la reconfiguración de la arena electoral mediática, particularmente de la conversión del principal vendedor —los empresarios de los canales de televisión y las estaciones de radio— en uno de los principales sujetos de regulación y sanción del nuevo marco legal. El asunto no es menor si se atiende al hecho de tratarse del principal damnificado económico del cambio y de ser minorías con enorme potencial de acción e influencia. Así, el cumplimiento de los mandatos legales implicó aprobar reglamentos y acuerdos para aplicar las obligaciones legales de las emisoras de radio y televisión, en el marco de un diálogo con las representaciones de este poderoso agente que conjunta 10 2 mil 77 medios,10 estaciones de radio y canales de televisión, así como el reglamento correspondiente a la aplicación de sanciones. En su dimensión técnica, la implementación del nuevo modelo de comunicación implicó el diseño de una compleja plataforma tecnológica y de 150 puntos repartidos en el territorio nacional para administrar las pautas y entrega de materiales, y las órdenes de transmisión de 8 millones 578 mil 560 promocionales. Con base en ello, se sabe, el IFE administró las pautas, entrega de materiales y las órdenes de transmisión de 8 millones 578 mil 560 promocionales. Para efectos de dar mayor certeza a la competencia electoral, la reforma electoral de 2007-2008 previó la introducción de un nuevo modelo de sanción, que invistió al IFE como órgano administrativo con atribuciones materiales de juez y le facultó para intervenir con mayor prestancia en los lapsos de proceso electoral: el proceso especial sancionador. En el marco de estos supuestos de ley y del marco regulatorio que se creó, los vocales ejecutivos de Los datos sobre la implementación de la reforma electoral de 2007 se tomaron, salvo indicación en contrario, del “Informe general sobre la implementación de la reforma electoral, durante el proceso 2008-2009”, documento mejor conocido en el argot institucional como el Libro Blanco (IFE, 2009). 98 las juntas distritales y locales y los respectivos consejos asumieron facultades de instrucción y resolución, con lo cual, como seguramente se esperaba, se amplió la capacidad de admisión y resolución de conflictos. entran necesariamente en riesgo, debido al desgaste provocado por la acción punitiva, sobre todo en los casos en que los actores principales en la arena son los mismos: los partidos políticos y el IFE. La sobrecarga de trabajo que esto generó en las juntas locales y distritales se compensó creando un órgano permanente de asesoría durante el proceso. Interesante sería averiguar en el detalle si los vocales ejecutivos y sus equipos de trabajo cuentan con las competencias para asumir las nuevas tareas judiciales. Lo cierto es que, hasta donde se sabe, las acciones de capacitación fueron más bien discretas; y más aún, que el “Catálogo de cargos y puestos del servicio profesional” no incorpora cargos o plazas para especialistas jurídicos. Nada tiene de extraño el hecho de que, a propósito del primer proceso electoral en que se aplica el especial sancionador, se ampliara el universo de las quejas y denuncias, al alcanzar mil 26 quejas entre octubre de 2008 y agosto de 2009, que contrastan con las 277 quejas ordinarias recibidas entre enero y agosto de 2008. Inopinadamente, menos relevante que la conflictualidad con los sancionados ha sido la disparidad de criterios entre el IFE y el Tribunal Electoral, lo que apunta en sentido contrario de la intención original de que el esquema de sanción tenga efectos ciertos de disuasión y de justicia. La naturaleza de los instrumentos propios de este modelo torna obvia la descripción del tipo de arenas que a partir de aquí se estructuran. Más relevante que ello resulta el probable y casi seguro traslape entre las tareas de arbitraje organizativo y de arbitraje judicial del IFE. No se requiere especial agudeza para percatarse de que las tareas de arbitraje organizativo, que históricamente han sido desahogadas con altos estándares de eficacia operativa y técnica, Responder a la pregunta de qué tanto se ha avanzado en la implementación de las facultades introducidas por la reforma electoral de 2007-2008 admite al menos dos ángulos distintos y, desde luego, complementarios: • El de las actividades realizadas y los recursos consumidos, que puede medirse a partir de los denominados indicadores de procesos: reglamentos aprobados, 99 tiempos oficiales administrados, estaciones y canales monitoreados, recursos fiscalizados, quejas admitidas, sanciones impuestas. • El de la consecución de los objetivos estratégicos: mayor confianza y fortaleza institucional, comunicación política más civilizada y propositiva, condiciones equitativas de competencia y una justicia electoral más cierta y legítima. De lo primero da cuenta sobradamente el llamado Libro Blanco, instrumento en el que, desde su perspectiva y en clave del cumplimiento de las facultades introducidas por la reforma electoral de 2007-2008, el IFE da cuenta de sus realizaciones en materia de arbitraje político y jurídico con motivo de la organización de los comicios federales de 2009, que renovaron la integración de la Cámara de Diputados. Al respecto, sin demérito de las actividades realizadas en temas como la actualización de los cuerpos regulatorios o las mejoras en las tareas de registro y actualización del padrón y la credencial, los datos ofrecidos en materia de administración de los tiempos oficiales y monitoreo, de 11 fiscalización de los ingresos y egresos, y de imposición de sanciones dan cuenta de un vasto y elocuente esfuerzo en lo humano, lo técnico y lo financiero que, en síntesis, permite sostener que el árbitro, a la letra, hizo valer los mandatos de ley. Una cuestión distinta, y de mayor relevancia que la anterior, pasa por la evaluación crítica de si la actuación del árbitro en su primera prueba hizo honor al espíritu de la reforma.11 Visto en clave de fortaleza y autonomía institucional, si bien no hay elementos contundentes de información que permitan sostener que el árbitro empeoró respecto de las elecciones de 2006, sí existen indicios de que las tareas de conducción del IFE (léase: las decisiones del Consejo General) como las de sus organismos similares en las entidades federativas, particularmente las relativas al espíritu de la reforma de 2007-2008, se encuentran atrapadas entre los fuegos de las lógicas partidarias y los grupos de interés. A más de dos años de entrada en vigor de la reforma, el IFE se encuentra lejos del umbral de confianza superior a los 70 puntos, alcanzado después de las elecciones del año 2000. Si En su Libro Blanco —por cierto, escudado en un discurso burocráticamente “chato”— el árbitro eludió pronunciarse críticamente acerca de su contribución al espíritu de la reforma de 2007-2008. Por desgracia, aunque con un tono más analítico y comparativo, la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES, por sus siglas en inglés), en su “Aplicación de la Reforma Electoral de 2007/2008 en México desde una perspectiva internacional comparada” elude también dicha cuestión (IFES, 2009). 100 se me apura, incluso podría decirse que la buena imagen del IFE sigue anclada en las actividades que históricamente ha hecho bien: padrón, credencial, instalación de casillas, jornada electoral, etcétera. Curiosamente, encuestas conocidas de confianza institucional, como la última del CIDE, cuyos datos colocan al IFE en una posición cercana a la del año 2000, no incluyen preguntas sobre la percepción del público sobre la gestión del IFE en el ejercicio de las nuevas facultades. Otro tanto puede decirse del nuevo modelo de comunicación, que sorprendentemente ha encontrado fuertes resistencias en los empresarios mediáticos, de tal suerte que hay buenos indicios para suponer que el poder del dinero sigue siendo una amenaza a la fuerza y calidad de la institucionalidad democrática y la calidad del debate público. Quizás éste sea uno de los temas que requiere un análisis más detenido y a profundidad. Es evidente que muchas decisiones tomadas por el Consejo General durante el proceso electoral de 2009 se explican más por el dilema de no recrudecer tensiones que afecten áreas sensibles de la organización comicial que por ajustarse al espíritu de la ley. Finalmente, el modelo de fiscalización demostró ser eficiente. El problema aquí es de otro tipo: la intrusión del dinero ilegal, pues no pasa por los canales que más fiscalización admiten. Finalmente, es conveniente pensar en el tema de las atribuciones judiciales, no sólo por el desgaste que significa al árbitro de la competencia sino también por las fricciones que suscita con el Tribunal Electoral. En conclusión, sin menoscabo de la labor de arbitraje realizada en el proceso electoral de 2009, el detalle que merece ser puesto de relieve es que, en lo sustancial y más allá del ejercicio de sus nuevas facultades o quizás precisamente por ello, lo cierto es que el IFE no logró revertir su deterioro. En el vasto contexto de las modificaciones señaladas, merecen especial comentario los procedimientos y las decisiones seguidas por el Poder Legislativo en los tres episodios de relevo y designación de los consejeros electorales, habida cuenta del papel protagónico que está a su alcance jugar en materia del cuidado de la autonomía funcional y de la construcción de la confianza institucional y la autoridad moral del IFE. Es el caso de que en el primer relevo, que llevó a la sustitución del consejero presidente, Luis Carlos Ugalde, y de los consejeros electorales Rodrigo Morales y Alejandra Latapí, la Cámara de Diputados optó por un método formalmente de concurso abierto, pero que en realidad 101 sirvió como filtro para que las élites de las fracciones parlamentarias de las tres principales fuerzas políticas, mediante el método de las propuestas sometidas a veto recíproco, eligieran dentro de un universo más pequeño a tres aspirantes. Los relatos sobre el intrincado proceso son diversos. Menos lugar hay a la duda sobre la regla básica que permitió la decisión: cada una de las tres fuerzas políticas de mayor peso colocó a un candidato propio, con la única reserva de recibir la aprobación de los restantes dos. La cuota del PRI fue Marco Antonio Baños; la del PAN, Benito Nacif; y la del PRD, Leonardo Valdés.12 Conclusión de ello: un reparto equitativo por cuotas partidistas, anclado en una percepción clara de que el modo más racional de reducir la incertidumbre democrática sería colocando un consejero electoral cuyos votos en el Consejo General fuesen leales a los intereses propios. Tal decisión, que resulta inteligente desde la perspectiva individual de las fracciones legislativas, se revela como antitética respecto de los imperativos introducidos por la reforma de 2007 de construir un arbitraje política y jurídicamente más complejo, frente al desafío de revertir las tendencias de pérdida de la confianza y la autoridad moral. 12 El segundo relevo, llevado a cabo en un escenario político mucho menos candente, siguió un curso de acción similar en cuanto a su lógica y sus resultados. La sustitución de los consejeros Andrés Alvo y María de Lourdes López y Teresa González tuvo lugar con la designación de Francisco Guerrero, cuota del pri; Macarita Elizondo, cuota del pan; y Alfredo Figueroa, cuota del prd. No obstante esta situación, igualmente cierto resulta que en esta ocasión la agudización de la lógica de las fracciones parlamentarias para seleccionar perfiles de máxima filiación a sus intereses hizo olvidar totalmente las formas originarias del perfil imparcial del consejero y, por el contrario, hizo patente la racionalidad decisoria de las fracciones parlamentarias: preservar las cuotas de sus votos en el seno del Consejo General. El tercer y sintomático episodio, que vio la salida de los consejeros electorales Marco Gómez, Arturo Sánchez y Virgilio Andrade, entrañó una tentativa de relevo diferente en cuanto a sus circunstancias aunque similar en cuanto a las lógicas de acción de las fracciones parlamentarias. De ahí el drama de su imposibilidad que hasta el momento persiste. Este tercer episodio, por suceder de Es probable que la presidencia recayera en el PRD, por acuerdo salomónico del PAN y el PRI. 102 cara a la organización de los comicios presidenciales de 2012, resulta decisivo para dirimir el problema político-partidario de asegurarse la cuota mayoritaria de votos y, con ello, el control del Consejo General. En tal contexto, el drama hasta hoy abierto es simple de advertir: la reiteración de la regla de reparto equitativo por cuotas, dado un escenario probable de alianza estratégica panprd, colocaría al pri en desventaja dentro del Consejo General. De ahí que, de no ceder el pan a la pretensión del pri de tomar una cuota doble de consejeros con cargo a la cuota que originalmente correspondería al prd, no hay salida probable para arribar a la integración plena del Consejo General.13 El acta de defunción Lo que, en definitiva, se agotó con la tentativa fallida de la reforma de 2007 de fortalecer al IFE fue el modelo de estructuración del arbitraje electoral introducido por la reforma constitucional de 1989 y la legal de 1990, con particular énfasis eso sucedió con 13 14 el ideal consensual de dotar al IFE con un cuerpo colegiado de dirección abierto, deliberativo y con pretensiones marcadas de imparcialidad. Las causas estructurales del agotamiento del modelo del IFE son múltiples. Si bien cobraron vigor con posterioridad a las elecciones de 2000, éstas comenzaron a gestarse con el avance de la década de los 90, al calor del avance del proceso de democratización y el crecimiento de las cuotas de participación de los partidos políticos de oposición en los órganos de la representación política. La euforia de los efectos democratizadores de la gestión arbitral, probablemente, fue una de las causas decisivas en el olvido o menosprecio de una verdad evidente: que el modelo de arbitraje electoral emergido a inicios de la década de los 90 fue ex profeso e inteligentemente diseñado para democratizar el régimen político, esto es, para reducir la complejidad de un entorno presidencialista y no democrático, en el que por siete décadas una sola fuerza política había entre hegemonizado y dominado la escena política nacional.14 Al respecto, el pronunciamiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en el sentido de que, contrario a lo que establece el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, una integración de seis consejeros electorales es legal y, en consecuencia, también lo son sus acuerdos y resoluciones, anuncia lo que ya es prácticamente un hecho: que por primera vez desde 1996, año en que se aprobó la actual integración del Consejo General, el proceso electoral será conducido por seis consejeros con derecho de voz y de voto. La alusión se refiere a la distinción propuesta por Sartori (2005) entre “sistema de partido hegemónico”, caracterizado por la capacidad de un solo partido para gestar la conducción política de un Estado, y “sistema de partido dominante”, caracterizado por la aptitud de un partido para acceder mayoritariamente a los cargos de representación. 103 Desde tal perspectiva, la lectura es que el modelo del IFE ha padecido —y padece— las consecuencias previsibles e imprevistas de los éxitos de su propia actuación: la sustitución de un entorno no-democrático, cuya tarea histórica era removerlo, por uno democrático, para el cual su diseño ha demostrado no ser el más afortunado. Con el avance del presente siglo, la estructuración del entorno político mexicano y, por lo mismo, las lógicas de acción de los agentes político-partidarios han estado moldeadas por el impacto combinado de la “incertidumbre democrática” y la “incertidumbre simbólica”. A este respecto, como la experiencia posterior a las elecciones de 2000 demuestra claramente, la coexistencia por tiempo prolongado de ambas incertidumbres genera incentivos perversos tendientes a reducir la incertidumbre democrática, aprovechando la incertidumbre simbólica para desarrollar prácticas de dudosa legalidad y claramente contrarias a los preceptos éticos de la competencia democrática. El lapso que media entre los procesos electorales de 2000 y 2006 rebosa de ejemplos que encuadran en el marco de coexistencia de las incertidum- 15 bres: la larguísima campaña de Fox; la búsqueda de mecanismos ocultables de financiamiento, evidenciada por los casos del Pemexgate o los amigos de Fox, el activismo propagandístico de Fox a favor del candidato de su partido; la campaña denigratoria de Calderón en contra de López Obrador, etcétera. Las amenazas a su autonomía funcional, encarnadas principalmente en los procesos de selección de los integrantes del Consejo General,15 provienen ahora no sólo de los partidos políticos, sino también de los agentes sociales que hoy son parte de la arena electoral: empresarios mediáticos y organizaciones no políticas con pretensiones y recursos para influir en las preferencias electorales. Las causas del deceso son motivo de una reflexión aparte. No obstante, si existe alguna duda sobre el agotamiento del IFE, asúmase con seriedad la pregunta de si éste podría llevar a buen puerto la contienda electoral de 2012, dado un escenario de empate virtual o de cercanía máxima entre dos o tres fuerzas políticas. Una de las variables clave en el análisis que es necesario hacer es la inocultable filiación partidaria de La dilación en la designación de los tres consejeros electorales que faltan para la integración cabal del Consejo General constituye prueba palmaria de la politización exacerbada del proceso, que seguramente responde a las lógicas de intentar construir una mayoría o de impedir que el competidor lo haga. 104 los integrantes actuales del máximo órgano de dirección en su conjunto —el Consejo General— y la no menos clara partidización en los acuerdos y resoluciones clave. De la misma manera, el IFE resulta hoy víctima de las buenas intenciones y el mal cálculo del Legislador de fortalecerle a través de un incremento sustancial en sus facultades para intervenir en las zonas inéditamente críticas de la organización comicial. A juzgar por las lecciones de la sociología y la politología actuales, puede asumirse que no existe una relación directa entre la fortaleza de una organización y el número de las facultades que detenta. De Jasay (1993), valiéndose del modelo del dilema del prisionero,16 en su conocida tesis del “estado mínimo”, llama la atención sobre la probabilidad de que, típicamente, cada facultad normativa a ejercer supone para la autoridad una zona de interacción con agentes diversos que, dadas las expectativas que dicha norma desata, les ofrecería incentivos para no cooperar. En lenguaje llano: a mayor número de facultades a ejercer, mayores también las probabilidades de la autoridad de ser traicionada y 16 mayores también los esfuerzos a desarrollar para impedir las traiciones; y, en sentido contrario, a menores facultades, menores las posibilidades de sufrir traiciones. De ahí la consigna implícita en la tesis del “estado mínimo”: salvo circunstancias excepcionales, las probabilidades de que una autoridad fracase son directamente proporcionales al número de facultades que debe ejercer. A propósito de lo anterior, es claro que el espíritu que animó la reforma electoral de 2007 apuntó al incremento de facultades y, por lo mismo, a la multiplicación de los sistemas de interacción y de los agentes e intereses con los cuales la autoridad electoral ha de lidiar, a fin de evitar ser traicionada. Si alguna duda queda sobre este particular, basta con hacer el ejercicio de construir el mapa de interacciones del IFE, todas ellas zonas de disputas y consensos igualmente probables que improbables: administrador único de los tiempos oficiales, que obliga al árbitro a decidir sobre la distribución de éstos, frente a los apetitos e intereses naturales de los partidos políticos, el Tribunal Electoral, los institutos electorales El dilema del prisionero (veánse Elster, 2000, y Buchanan, 2009, entre otros) es un modelo de decisión inspirado en la teoría de juegos, describe la situación típica de dos cómplices, cada uno en su respectiva celda e incomunicados, a los que el fiscal les ofrece el mismo trato: reducirles la pena solicitada al juez, a cambio de que cooperen con él y se declaren culpables, con la advertencia de que el trato vale con la condición de que el otro cómplice también coopere, pues en caso contrario, la pena completa sería aplicada a quien se declarase culpable. Dada la estructura del juego, el modelo predice que lo más racional para cualquier actor en lo individual es no cooperar. 105 locales y las propias empresas mediáticas; censor de las prácticas de propaganda negativa, que pone a la autoridad de cara a los entendidos de los agentes político-partidarios acerca de sus derechos a ejercer libremente la crítica; vigilante de la prohibición de uso de los medios para promoción personal, que coloca al árbitro de cara a las decisiones de comunicación de funcionarios y representantes políticos; fiscalizador del uso de recursos para incidir en las preferencias electorales, que coloca al IFE frente a diversos actos de comunicación de partidos y asociaciones así como a las instituciones bancarias y públicas relacionadas con la tutela del secreto bancario; y juez sancionador, que coloca a todos los actores cuyas conductas son potencialmente sancionables como potenciales damnificados de su actuación juzgadora: partidos políticos, empresas mediáticas, representantes políticos, funcionarios, ciudadanos, instituciones públicas, etcétera. El problema, obviamente, va más allá del crecimiento aritmético de las facultades con las que actualmente está investido el árbitro, pues su implementación alcanza grados inéditos de complejidad. El enfoque de política pública echa luz al respecto. La tipología de las políticas acuñada por Theodore J. Lowi (1992), que dis- 106 tingue entre políticas distributivas, regulatorias y redistributivas, resulta de suma utilidad, porque torna claro el giro implicado en los instrumentos de la política electoral federal. El punto es que, a diferencia de los temas típicos de proveer credenciales, reclutar y capacitar funcionarios de casilla, ministrar prerrogativas y financiamiento público, suministrar materiales y documentación electoral, etcétera, que movilizan recursos divisibles o implican administrar regulaciones hasta cierto punto simples, las nuevas facultades suponen la puesta en marcha de instrumentos de redistribución de derechos y libertades constitucionales básicas, por ejemplo, la abrogación del derecho a la compra-venta de tiempo en los medios para efecto de propaganda política, la prohibición de la propaganda negativa, la limitación del derecho al secreto bancario, etcétera. Como tales, siguiendo la teorización de Lowi, suponen la constitución de arenas de poder altamente conflictivas, verdaderos juegos de ganadores y perdedores, en las que la autoridad electoral queda colocada frente a élites poderosas, minorías con enormes recursos y gran potencialidad de acción colectiva, dispuestas a confrontar los actos de la autoridad. El ejemplo paradigmático de la complejidad en la implementación de las facultades arbitrales introducidas por la reforma electoral de 2007 refiere a las empresas televisivas, uno de los perdedores natos con la proscripción del jugoso mercado de los tiempos para la propaganda política y la constitución del IFE como administrador único de los tiempos oficiales. El hecho es que, con motivo de la apertura del proceso electoral de 2009, la primera decisión relevante de la autoridad tuvo lugar frente a la rebelión perfectamente coordinada de Televisa y TV Azteca en contra de las pautas instruidas, lo que sentó la pauta dominante: la claudicación del Consejo General.17 Una útil lección contenida en el curso de estos acontecimientos es que la implementación de los instrumentos típicos introducidos por la reforma electoral de 2007 presupone un Consejo General altamente cohesionado en torno a los objetivos a perseguir y los medios con los que es posible hacerlo. En este contexto, cobra su justa dimensión la integración por cuotas y filiación partidarias del Consejo General, que hace de dicho órgano colegiado un espacio de resonancia de las lógicas partidarias y le torna vulnerable a las presiones de los poderes fácticos. 17 Finalmente también el IFE, y particularmente el Consejo General, padece los efectos de la desconfianza social crónica y, en sus condiciones actuales, irresoluble. Tal padecimiento es especialmente peligroso, sobre todo por lo que la construcción de confianza en las instituciones, los funcionarios, los procesos y los resultados electorales ha significado en la historia nacional reciente. También lo es por la ostensible falta de comprensión de los altos mandos del IFE acerca de los efectos catastróficos del repunte de la desconfianza. Atrás quedaron los tiempos en los que recurrir al expediente de los logros en los temas clásicos de la organización comicial bastaba para activar los circuitos de construcción de confianza. Hoy, más que intervenir dudosamente en la guerra de los índices de confianza, el desafío es asumir los temas actualmente críticos como oportunidad para retomar el camino y los arrestos de la década dorada: la de la transición a la democracia. A modo de receta: ¿qué hacer con el IFE? Implícita en el diagnóstico de la crisis terminal del modelo de arbitraje En esta ocasión, correspondió al consejero electoral Marco Antonio Baños, a través de una argumentación risible, dar sustento a la derrota anunciada desde un día antes. Ésa fue la tesis del sobreseimiento, también conocida en el argot institucional como la doctrina Baños. 107 se encuentra la postura de que es necesario impulsar una transformación radical, asentada en el entendido de que el nuevo modelo goza de las condiciones indispensables para funcionar con plena autonomía. A este respecto, sin lugar a dudas la cuestión clave pasa por la integración del Consejo General, para lo cual un primer e inevitable paso consiste en fijar una regulación que, además de eliminar la discrecionalidad de las fracciones parlamentarias y otorgar transparencia plena a los actos del proceso de reclutamiento y selección de los consejeros electorales, neutralice las lógicas de integración facciosa. En ciertos espacios se habla de introducir métodos como el sorteo aleatorio, que ofrecen la ventaja de evitar el sesgo de la responsabilidad de los consejeros hacia los líderes de las fracciones parlamentarias, pero que elevan los riesgos de una selección poco afortunada. Un modo más equilibrado y políticamente viable de enfrentar el sesgo partidocrático consiste en enderezar el proceso hacia criterios de elegibilidad que combinen criterios bien definidos y susceptibles de evaluación de aptitud intelectual y profesional, idoneidad ético 18 moral, riqueza espiritual, fortaleza y madurez emocional y trayectoria pública. La evaluación de los atributos de los aspirantes en cada uno de estos criterios supondría una evaluación por instancias expertas diferentes y mediante el uso de instrumentos de frontera.18 Adicionalmente, no estaría de más que, con las posibilidades que brindan las tecnologías de la información y la comunicación, se constituyeran de manera aleatoria cuerpos de expertos que evaluaran de manera anónima a los aspirantes. Finalmente, mediante una fórmula ponderada, que combinara el voto individual y secreto de los diputados con las calificaciones de cada aspirante, podría arribarse a decisiones de selección con menores probabilidades de incurrir en sesgos de todo tipo. En otro orden de ideas, y partiendo del reconocimiento del inconveniente de sobrecargar de facultades al IFE, se impone también proceder a una reingeniería radical, estratégicamente orientada a promover un modelo de arbitraje mínimo, que ofrezca mejores condiciones al árbitro para enfocarse hacia las tareas comiciales fundamentales y evite los riesgos Echando a volar la imaginación, por ejemplo, para nada resulta descabellado someter a los aspirantes a pruebas de confianza, que evalúen y detecten mediante las tecnologías hoy disponibles su proclividad pasada, presente y futura a incurrir en actos de dudosa moralidad pública. 108 innecesarios de politización de múltiples decisiones. Con el respeto que el Legislador merece, urge evaluar la conveniencia de investir al árbitro con facultades materiales de juez y de propiciar situaciones de desencuentro con el Tribunal Electoral, máxima autoridad jurisdiccional. En la lógica de constitución de un modelo mínimo de arbitraje, valdría la pena proceder a una evaluación de los órganos y las responsabilidades que valdría la pena conservar y las que no. Enfáticamente, hay que valorar la pertinencia de responsabilizar al IFE de la política estatal en materia de medios de comunicación y democracia o si, por el contrario, ésta se reconduce hacia la Secretaría de Gobernación, previa reforma a la ley correspondiente. El galimatías jurídico que implica la existencia de órganos autónomos —la Contraloría y la Unidad de Fiscalización— dentro de un organismo presuntamente también autónomo —el IFE— da para pensar en la posibilidad de constituirles como organismos plenamente autónomos y por fuera del espacio institucional del árbitro electoral, con lo cual podrían despolitizarse su funcionamiento y sus decisiones. En la misma lógica, es tiempo de despolitizar o al menos de aligerar una buena parte de las tareas que son de naturaleza estrictamente técnica. Al extremo, viene a cuento la participación indiscriminada de las representaciones partidarias en las sesiones de trabajo de las comisiones del Consejo General, situación que eleva los costos de funcionamiento del IFE y duplica el trabajo que de cualquier modo realizan las representaciones partidarias en las sesiones del Consejo General. Cabe insistir en que el peor escenario sería no hacer nada o, gatopardistamente hablando, hacer más de lo mismo. El objetivo es claro: conformar un modelo de arbitraje que eleve las probabilidades de construir confianza y de erigir un organismo electoral cuya fortaleza se mida por su autoridad jurídica y moral de tomar decisiones e imponerlas, y no por el número de facultades de las que está investido. 109 Fuentes consultadas Buchanan, James (2009). Los límites de la libertad. Entre la anarquía y el Leviatán. España: Katz. Carpizo, Jorge (1978). El presidencialismo mexicano. México: Siglo XXI. Centro de Investigación y Docencia Económicas (2009, noviembre). Estudio Nacional Electoral CIDE CSES 2009. Recuperado el 7 de octubre de 2011, de http://www. cide.edu/CIDE-CSES/Reporte_ CIDE-CSES.pdf?e=1778 Consulta Mitofsky (2010, 21 de febrero). “Confianza en las instituciones”. Recuperado el 10 de octubre de 2011, de http://72.52.156.225/Estudio. aspx?Estudio=confianza-instituciones Cosío Villegas, Daniel (1981). El sistema político mexicano. Las posibilidades del cambio. México: Cuadernos de Joaquín Mortiz. De Jasay, Anthony (1993). El Estado. La lógica del poder político. Madrid: Alianza. EFE (2009, 13 de abril). “Disminuye confianza de los mexicanos 110 en el Ejército: encuesta”. Recuperado el 10 de octubre de 2011, de http://sdpnoticias.com/sdp/ contenido/2009/04/13/374274 Elster, Jon (2000). El cambio tecnológico: investigaciones sobre la racionalidad y la transformación social. Madrid: Gedisa. Fundación Internacional para Sistemas Electorales (2009). “Aplicación de la Reforma Electoral de 2007/2008 en México desde una perspectiva internacional comparada”. Recuperado el 29 de mayo de 2009, de http:// www.ife.org.mx/docs/IFE-v2/ CAI/CAI-publicaciones/docs/Informe_IFES_I.pdf Habermas, Jürgen (1975). Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Argentina: Amorrortu. Heras Gómez, Leticia (2011, jan.jun.). “Confianza en las instituciones electorales en México: el IFE bajo la mirada ciudadana”. Debates, 1 (5), 9-23. Recuperado el 7 de octubre de 2011, de http://seer.ufrgs.br/debates/article/download/20374/12131 Instituto Federal Electoral (1991). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (1994). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (1997). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (2000). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (2003). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (2006). Memorias del Proceso Electoral. México: IFE. Instituto Federal Electoral (2009). “Informe general sobre la implementación de la reforma electoral, durante el proceso 20082009”. Recuperado el 11 de octubre de 2011, de http://www. ife.org.mx/docs/IFE-v2/UTSID/ UTSID-Procesos_Electorales/ Proceso-2008-2009/LibroBlanco2008-2009_TomoI.pdf. Lowi, Theodore J. (1992). “Políticas públicas, estudios de caso y teoría política”. En Luis Aguilar Villanueva, La hechura de las políticas. México: Porrúa. Luhmann, Niklas (1996). Confianza. México: UIA/Anthropos. Luhmann, Niklas (1998). Complejidad y modernidad. De la unidad de la diferencia. España: Trotta. Parametría (2009). “Carta paramétrica”. Recuperado el 10 de octubre de 2011, de http://www.opinamexico.org/opinion/Carta_IFE.pdf Przeworski, Adam (1991). Democracy and the market: Political and economic reforms in Eastern Europe and Latin America. New York: Cambridge University Press. Sartori, Giovanni (2005). Partidos y sistemas de partidos. Madrid: Alianza. Weber, Max (1973). Ensayos de metodología sociológica. Argentina: Amorrortu. 111