El IFE en la encrucijada democrática

Transcripción

El IFE en la encrucijada democrática
El IFE en la
encrucijada democrática
Francisco Bedolla Cancino*
Resumen
Abstract
El Instituto Federal Electoral está
en un estadio de crisis, manifiesto,
sobre todo, por los actuales efectos
de desconfianza social crónica hacia
su trabajo, su vulnerabilidad ante
los poderes fácticos debido a que
el incremento de sus atribuciones
(a partir de la reforma electoral de
2007) lo sitúan en contextos altamente conflictivos y las dificultades
para la integración de su Consejo
General. En este artículo se analiza
esta situación, grosso modo, a partir
del papel del IFE.
The Electoral Federal Institute is in
a stage of crisis; manifesto, mainly,
by the present effects of chronic
social distrust towards its work,
its vulnerability before the factual
powers because the increase of
its attributions (from the electoral
reform of 2007) they highly locate
it in conflicting contexts and the
difficulties for the integration of its
General Advice. In this article this
situation is analyzed, approximately,
from paper of the IFE.
Palabras clave: arbitraje electoral,
sistema electoral, confianza electoral, democratización.
*
Keywords: electoral arbitrage, electoral system, electoral confidence,
democratization.
Doctor en Filosofía Política por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Maestro y Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México y Especialista en temas político-electorales y de política pública.
83
Introducción
A escasos meses de cumplir 21 años
de existencia, el modelo de estructuración del Instituto Federal Electoral
(IFE), que tan buenos dividendos generó en la etapa de democratización
del régimen político (1989-2000),1
atraviesa por un proceso de agotamiento agudo e irreversible que, hasta donde es posible observar e incluso pronosticar, exhibe los síntomas
distintivos de una crisis terminal e
irreversible. Tan radical aseveración,
que en los usos teóricos refinados
aplica en específico a la condición de
individuos-sistemas-agentes históricos cuya reproducción en el espacio
y el tiempo se torna improbable
cuando no imposible en sus claves
habituales de funcionamiento,2 y cuya vitalidad, en consecuencia, exige
variaciones que impactan en su principio de identidad o estructuración.
Dicho en lenguaje llano: el dilema
de la supervivencia de un agentesistema en crisis, en este caso el IFE,
es transformarse o morir.
1
2
En el caso del IFE, sin más, el síntoma principal de su crisis es la incapacidad manifiesta de su arreglo y
operación vigentes para cumplir con
el imperativo que el “nuevo sistema
electoral”, en la feliz expresión de
Arturo Núñez, le confirió desde su
origen: proveer al Estado mexicano de
representación política legítimamente
democrática; esto es, de procesos
comiciales libres (sin coacciones para
los electores) y justos, es decir, sin
ventajas indebidas para los competidores ni trucos que perviertan la
voluntad popular; y, tan importante
como lo anterior o más, comicios
socialmente confiables y generadores
de sus bases de legitimidad y consenso sociopolítico activo.
Tal cuadro crítico reclama comentario especial. El arreglo institucional
del IFE, modificaciones aparte, ha
mostrado desde su origen hasta la
actualidad aptitudes técnicas suficientes para dotarse y perfeccionar
los procedimientos e instrumentos
necesarios para proveer comicios
En diversos ensayos he sostenido, al igual que diversos politólogos, que la clave explicativa del impulso y éxito del proceso de democratización del régimen presidencialista, que encontró sus puntos de inflexión en la reforma constitucional de 1989 y de culminación en la alternancia de las elecciones del año 2000, estriba en la aptitud del diseño legal institucional para encauzar y resolver
por la vía electoral la competencia política y, más aún, en la capacidad de ajuste del régimen en transición para ir compensando con
nuevos ajustes los efectos de la redistribución de los cargos de elección entre las fuerzas políticas.
Esta apreciación es deudora del encuentro entre las propuestas de dos sendos teóricos sociales. Por un lado, Habermas (1975) propone un concepto de crisis que busca sintetizar las nociones de crisis sistémica, que observa el momento objetivo del desapego del
sistema de la sociedad respecto de sus imperativos funcionales (económicos, político-administrativos y socioculturales), y crisis social, que observa el momento subjetivo, el de la percepción de los sujetos que perciben amenazada su identidad. Y por el otro, Luhmann (1998), cuya teoría de sistemas sugiere encuadrar las tendencias a la crisis del sistema de la sociedad o de sus subsistemas
como falencias comunicativas, perversión de los códigos, que impiden la autoproducción de los sistemas y la preservación de sus
diferencias con sus entornos significativos.
84
bien y hasta ejemplarmente organizados. Y otro tanto sucedió con toda
claridad durante la primera década
de existencia del IFE en lo relativo
a las aptitudes políticas del Consejo
General para construir con apertura
e inclusión la agenda electoral y para
desahogarla sobre bases consensuales y merecedoras de la confianza de
los competidores y la sociedad.
La incapacidad funcional del árbitro
electoral, valga la insistencia, no
es de origen. Su génesis, barruntos
aparte acaecidos hacia el final de la
última década del siglo XX, es de
cuño reciente, y se remonta al lapso
de la alternancia democrática abierto por las elecciones presidenciales
de 2000. Un repaso sintético a las
cuatro experiencias de organización
comicial de la etapa de la democratización (1991, 1994, 1997 y 2000)
basta para poner al descubierto los
dos componentes clave de la fórmula
del éxito democratizador promovido
desde y por el IFE:
•
3
Uno, un arreglo institucional dotado de capacidades reglamentarias, técnicas y humanas sorprendentes para superar con creces
los retos críticos de la organización comicial propios de la déca-
da de la transición a la democracia
—la década de los 90—: la construcción y actualización de bases
de registro e identificación ciudadanas con plena validez y confiabilidad —el padrón electoral y la credencial para votar—; la instalación
de las decenas de miles de casillas programadas a lo largo y ancho del territorio nacional; el reclutamiento y selección aleatorios así
como la capacitación de los cientos de miles de ciudadanos integrantes de las Mesas Directivas de
Casilla; y el diseño e implementación de los programas para generar los resultados electorales preliminares con posterioridad al cierre
de la jornada comicial, etcétera.3
•
Dos, una no menos sorprendente
capacidad para hacer valer su eficacia operativa como medio estratégicamente orientado hacia la superación, o al menos la neutralización, del que quizás haya sido
y siga siendo el más complejo de
los desafíos en la construcción de
la democracia: la certeza socialmente construida e históricamente aprendida de que en nuestro
país elecciones y fraude eran realidades sinónimas. Discusión aparte son las vivencias de dicha certe-
Las tasas históricas de cumplimiento logradas por el IFE en estos temas resultan impresionantes. Por ejemplo, si se revisan los datos contenidos en las respectivas Memorias del Proceso Electoral editadas por el IFE, la tasa de instalación de casillas en las siete
elecciones es de 99.9%, aproximadamente.
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za, habida cuenta del déficit histórico y presente de ética cívica; menos lugar hay a la duda de que ella
constituye el referente de lo que
expertos y legos han dado en llamar la desconfianza electoral.4
El primer componente de la fórmula,
si bien se mira, entrañó una batalla,
predominante aunque no exclusivamente, de corte técnico y procedimental. Acotar las prácticas del fraude y a
sus practicantes en la década de los
90 supuso poner en marcha una estrategia integral de reinvención comicial
a prueba de desconfiados: nuevos y
probados instrumentos —padrón a
prueba de rasura y excesos, listas
nominales con fotografía, y credencial para votar con fotografía con
múltiples candados de seguridad—,
documentación electoral a prueba
de tramposos —boletas con talón
foliado e impresas en papel seguridad de alta tecnología— y materiales
electorales inéditos para combatir
las prácticas del voto múltiple por
un solo elector o las prácticas de
coacción —líquido indeleble, urnas
transparentes, marcadoras de credencial, etcétera—. La segunda batalla, por su parte, entrañó un desafío en el plano de la comunicación
4
política: informar a los desconfiados todo lo que el árbitro electoral
estaba haciendo para impedir el
fraude, con el propósito estratégico
de trasmutar la certeza socialmente
compartida de que el fraude era
inevitable en confianza de que habría elecciones democráticamente
válidas, o al menos poner en jaque
la desconfianza.
Ambas batallas, aún interconectadas, discurrieron en la década de los
90 por canales distintos. La virtud
del IFE, valga la insistencia, estribó
en colocar los éxitos en la primera
batalla como condición y medio para
librar exitosamente la segunda. He
aquí las razones por las cuales las
capacidades de arbitraje y el prestigio del árbitro crecieron a la par en
el transcurso de las reformas electorales y las experiencias de organización comicial de la década de los 90.
Prueba fehaciente de lo anterior es
la superación de la durísima prueba
de la elección presidencial de 2000,
causalmente significativa al menos
por tres poderosas razones que amenazaban al límite las posibilidades
del IFE para dar cumplimiento del
imperativo funcional para el cual había sido creado:
Respecto de este mecanismo social, Luhmann (1996) establece un apunte meritorio: desconfianza no describe precisamente una
situación de vacío de confianza; por el contrario, describe relaciones en las que las expectativas de los agentes implicados están
enderezadas hacia estados futuros que no desean, pero que, probablemente por experiencia, “saben” que son inevitables. El desconfiado electoral, por tanto, no se abandona al flujo de las circunstancias del fraude, confía y, por ello, contribuye activamente
en la reproducción de dichas prácticas.
86
•
Una, implicó la ruptura de la regla dorada del presidencialismo
mexicano (Carpizo, 1978 y Cosío,
1981, entre otros) o, mejor dicho, a la mexicana: “el presidente
en turno designa a su sucesor”.
•
Dos, destruyó por la vía pacífica
la columna vertebral del régimen
político más longevo del siglo XX:
un presidente con capacidades
cuasiomnímodas —constitucionales y metaconstitucionales, diría Carpizo (1978)—, con capacidades inigualables de control centralizado de los recursos de autoridad y asignación del régimen; y
un partido político hiperdisciplinado a su voluntad y con capacidades probadas para coadyuvar
con el presidente en las tareas de
asignación de los recursos de autoridad y de construcción de legitimidad y consenso en relación
con el ejercicio de asignación de
los recursos de asignación.
•
Tres, más allá de la nada velada
amenaza atribuida al líder corporativo Fidel Velázquez de que “llegamos por medio de las armas y
sólo mediante ellas nos iremos”,
contó con la aceptación de la derrota por parte del presidente y el
partido oficial.
El feliz desenlace de la primera
derrota del PRI en una elección presidencial —“la revolución pacífica”,
diría en su momento el prestigioso
diario francés Le monde—, teleologismos aparte, no es razón para eludir el análisis crítico y algunas de las
preguntas básicas: ¿habrían podido
realmente las fuerzas del ancién règime intentar sabotear la elección?,
¿qué habría pasado en el momento
postelectoral si en lugar de un árbitro eficaz y con prestigio nacional e
internacionalmente reconocido hubiese existido un organismo electoral
del tipo de la Comisión Federal Electoral existente en 1988?
La respuesta en clave weberiana de
“juicios de posibilidad objetiva” a la
primera pregunta, en mi entender,
es un sí categórico. El mutismo visto
entre el anuncio televisivo emitido
hacia las 20:00 horas de que las
tendencias favorecían a un candidato opositor y el reconocimiento por
parte del presidente y el candidato
del PRI, emitido más de dos horas
después, indican que la posibilidad
existió y de que incluso pudo ser
considerada por los sectores menos
progresistas del partido en el gobierno. En el mismo sentido opera
la presencia récord de observadores
internacionales en dichas elecciones.
87
La respuesta en clave contrafáctica
(Weber, 1973) a la segunda pregunta
es obvia: la presencia de un árbitro
eficaz y reconocido habría elevado
en los cálculos de los agentes del
régimen presidencialista los costos
de una tentativa de sabotaje electoral. Conclusión: ambas rutas de respuesta apuntan en dirección de que
el IFE, con sus logros operativos y
reconocimiento público, constituye
una de las causas eficientes en la
conclusión del proceso de transición
a la democracia y de ingreso a la
etapa de la alternancia.
Precisamente, al trasluz de las épicas batallas en contra del fraude y
la desconfianza electorales se torna
obligado analizar los acontecimientos electorales en el presente siglo,
comenzando por los impactos en el
funcionamiento y la imagen del IFE
provocados por las experiencias de
la organización de los comicios intermedios de 2003, que tuvieron lugar en un contexto signado por dos
circunstancias decisivas, a saber:
•
5
6
El relevo inédito, poco inteligente y hasta desafortunado, podría decirse, por cuanto a la decisión del PAN y el PRI de excluir
a la fracción parlamentaria del
PRD, una de las tres principales
fuerzas políticas nacionales, del
proceso de renovación del equipo de integrantes del Consejo
General5 sobre cuya gestión había descansado la organización
del proceso electoral de 2000.
El problema no se reducía al fin
del ciclo de un equipo espléndido de consejeros electorales
bien presidido por José Woldenberg, con todo lo que ello implica en materia de pérdida de
experiencias, sino al abandono
de uno de los criterios que habían sido pilar en la estructuración del máximo órgano de dirección: el consenso o, cuando
menos, el más amplio respaldo
mayoritario posible.
•
La irrupción de vacíos normativos y regulatorios en áreas inéditamente críticas de la competencia electoral federal, provocados
por la omisión del Poder Legislativo en el impulso a las reformas
electorales,6 tales como la fiscalización de los ingresos y los gastos de los partidos políticos y el
acceso a los medios electrónicos
de comunicación.
Tal decisión, que afectó la legitimidad del Consejo General, se conoció por propios y extraños como “el pecado de origen”.
El comportamiento omiso amerita especial atención porque significó el abandono de una práctica que había mostrado ser virtuosa
en la organización de los comicios de 1991, 1994 y 1997: ajustar la legislación electoral a la luz de las experiencias y los cambios
dejados por la elección anterior. Así, las reformas de 1989-1990 proveyeron el marco para la organización de los comicios de 1991;
las de 1993 y 1994, para los comicios de 1994; y la reforma de 1996 hizo lo propio para los comicios de 1997.
88
La organización de las primeras elecciones de la era de la alternancia
democrática, así, tomó al árbitro
de la competencia en un doble desbalance: un Consejo General con
déficit de consenso y legitimidad; y
un árbitro electoral corto de facultades para preservar los mínimos
de simetría y civilidad entre los
competidores, dado el escenario de
alta incertidumbre que representaba
el régimen político posterior a la
transición. Poco se ha dicho sobre
el tema, aunque es evidente que
la alternancia democrática no sólo
dislocó el principio presidencialista de estructuración del régimen
sino que probó a todos que debían
aprender a soportar la levedad de la
derrota y el triunfo. A esto último se
refiere, con toda corrección, Adam
Przeworsky (1991) con su tesis de la
incertidumbre democrática, referida
a la imposibilidad de cualesquier
agentes para determinar ex ante el
resultado de una elección. El punto,
sin embargo, no se agota allí, pues
junto a esa incertidumbre el escenario electoral de los primeros años
del presente siglo, el naciente entorno democrático incubó también
otro tipo de incertidumbre, ésta de
naturaleza simbólica, referida a la
7
8
carencia de reglas efectivas para
dar certidumbre y orden a la competencia electoral.
El balance público de la organización
comicial de 2003 estuvo distante
de los estándares de aprobación
pública usuales en la década anterior. La ausencia de señalamientos
sobre irregularidades o ineficiencias
graves, sin embargo, es un punto
que amerita la reflexión, ante la
fuerte posibilidad de que ello pudiera deberse mucho más al prestigio históricamente ganado que a
los rendimientos últimos. Vista en
este contexto, la organización de
los comicios de 2006 representa la
continuación del curso de acción
mostrado en 2003:7 un árbitro carente de facultades para regular los
comportamientos de competidores
ansiosos por no perder y conocedores de las oportunidades abiertas
por los vacíos regulatorios; carente
de experiencia y oficio para utilizar
al máximo las facultades de las que
sí disponía;8 y carente de fortaleza
ética para preservar sus facultades autonómicas y no contentarse
con ser un observador de oficio de
los comportamientos dudosamente
democráticos de los competidores.
Por extraño que parezca, las elecciones de 2006 se organizaron a partir de las bases legislativas emanadas de la reforma de 1996.
Nunca en la historia electoral del IFE se había dado el caso de obviar ajustes importantes por tanto tiempo.
La actitud meramente contemplativa del IFE ante el uso insistente de propaganda negativa por parte del PAN en contra del candidato del PRD quedó de manifiesto ante la instrucción emitida, motu propio, del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación
en el sentido de retirar los spots en cuestión.
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Pruebas de la existencia de un entorno político desbordado y de un
árbitro entre impotente e inoperante
para evitar las intrusiones cuasilegales o de plano ilegales en la organización de las elecciones de 2006 son
al menos las siguientes:
•
El activismo propagandístico del
presidente constitucional en turno
a favor del candidato de su partido, a través del uso de los tiempos oficiales del Estado, y de otros
agentes corporativos, a través de
la compra de tiempo mediático y
la emisión masiva de spots.
•
El flujo desbordado e incuantificable de recursos de dudosa procedencia hacia las campañas políticas y los candidatos, que torna ingenua la suposición de que alguna
utilidad práctica tienen los límites
a los gastos de campaña impuestos por la autoridad electoral y,
por el contrario, fortalece la tesis
de que el régimen político acusa
fuertes sesgos plutocráticos.
•
La intensificación, más o menos
generalizada y sin precedentes,
de la propaganda negativa, que
incluso alcanzó el nivel de núcleo
de más de una de las estrategias
9
de campaña de los partidos políticos nacionales.
•
Las decisiones catastróficas del
Consejo General, particularmente de su Consejero Presidente, en
materia de política de información de los resultados el día de la
elección. La negativa de dar a conocer la información de los estudios de tendencias —que no de
resultados electorales— bajo el
argumento de que la diferencia
entre el primero y el segundo lugar era mínima y de que a partir de ella no podía sacarse conclusión alguna acerca del sentido
definitivo de la elección muestra
a un consejero electoral falto de
claridad9 acerca de sus facultades y las del cuerpo que él presidía, además de carente de perspectiva acerca del mejor interés
institucional. Para estos efectos,
el argumento de que la decisión
de no informar sobre las tendencias electorales en caso de empate virtual se había dado en el
marco de un Acuerdo de Consejo
es inútil para hacer pasar un yerro por virtud. Al extremo, un voto, y no necesariamente una diferencia aplastante, ha de ser suficiente para determinar el resulta-
Esta distinción es importante. La información proveniente de estudios de tendencias, así hayan sido encargados por el Consejo General en ejercicio de sus atribuciones y se ajusten a los estándares científico-técnicos de validez y confiabilidad, no constituyen información oficial. Por el contrario, los resultados electorales preliminares sí gozan de ese estatus, toda vez que su fuente son los
cómputos de los votos por parte de la Mesa Directiva de Casilla.
90
do de una elección democrática,
de tal suerte que el mejor interés
de la autoridad electoral, y ya no
se diga su obligación, es la transparencia de la información. Si a
esto se añade el sintomático detalle de la sincronía perfecta entre el fin y el inicio de los mensajes del Presidente de la República y del Consejo General hacia la medianoche del día de la
jornada electoral, la conclusión
es inevitable: el IFE subsumió su
interés como árbitro de la competencia en transparentar y legitimar los resultados electorales,
cualesquiera que éstos fueran, al
interés de la presidencia en cuidar el impacto que los resultados
pudieran tener.
En el contexto descrito, el balance
más o menos compartido, aunque
no necesariamente asumido, apuntó
a remarcar la obsolescencia del sistema electoral federal y, consecuentemente, a la imperiosa necesidad
de un acuerdo para transformarlo.
Sin restarle méritos al diagnóstico
y aún sin hablar del remedio —la
reforma electoral de 2007—, existen
dudas razonables de que se hubiese
alcanzado una comprensión adecuada. Por primera vez en su historia,
el balance social y político sobre el
arbitraje electoral no sólo se había
alejado de los parámetros históricos
de excelsitud sino que, a la luz de
una porción relevante del electorado
nacional, había sido tendencioso. En
el marco de la lucha en contra de la
desconfianza, tal balance resulta crítico y, además, dramático. El hecho
es que el IFE, artífice de la construcción de la confianza electoral, tras el
inopinado desbarre de 2006, había
quedado atrapado en el problema
que había estado empeñado en resolver, con el agravante de que, roto
su halo inmaculado, quedaba en la
orfandad la tarea de construcción de
confianza electoral.
La prueba fehaciente y más sintomática de los cambios en el entorno
postransicional es la información
proveniente de los sondeos de las
empresas especializadas en torno
a la confianza en el Instituto. Según
una encuesta financiada y publicada
por Reforma, entre 2000 y 2001, la
confianza en el IFE alcanzó su techo histórico, al situarse en los 77
puntos porcentuales. No era para
menos. Tras una gestión exitosa en
sus tres primeros retos (1991, 1994
y 1997), la prueba del ácido para el
árbitro consistía en dilucidar si su
prestigio y su labor podrían sostener
un resultado electoral contrario al
partido en el gobierno. Como sabemos, el desenlace afortunado de las
elecciones de 2000 se tradujo en un
reconocimiento creciente en las ca-
91
pacidades del Estado mexicano para
procesar pacíficamente el conflicto.
Las muestras positivas de ello, por
cierto, fueron descritas por especialistas y líderes de opinión como “el
bono democrático”.
Hacia 2003, de acuerdo con encuestas realizadas por diversos medios,
el panorama electoral dio muestras
de estar experimentando transformaciones en sentido contrario. Este
año, para la empresa Parametría
(cfr. Heras, 2011), la confianza en
el IFE se situó en los 59 puntos porcentuales. Ciertamente, la diferencia
de diseños, muestras e instrumentos
empleados por las empresas encuestadoras torna complicada la tarea
de establecer juicios comparativos o
sobre posibles tendencias. No obstante, los 18 puntos porcentuales de
diferencia entre el sondeo del diario
Reforma y el de Parametría constituyen un síntoma inequívoco de los
cambios en la percepción social.
Con posterioridad a las elecciones
presidenciales de 2006, las más
controversiales en la historia del
IFE, de acuerdo con encuestas practicadas por la empresa Mitofsky, el
panorama de la confianza se tornó
menos halagüeño.
Gráfica 1. Confianza en el Instituto Federal Electoral
75
%
60
55
55
52
52
51
45
44
44
41
40
51%
50
46
43
43%
30
Mar 07
Jun
Sep
Mucha/Algo
Fuente: Mitofsky, 2010.
92
Dic
Mar 08
Poca/Nada
Jun
Ago
La gráfica muestra con toda crudeza lo dramático de la situación. La
proporción de personas con mucha
o poca confianza se situaba en su
punto de partida más bajo, que pasó entre marzo de 2007 y agosto de
2008 de 55 a 43%; y, por su parte,
la proporción de los que confiaban
poco o nada pasó de 40 a 51%. He
aquí, hasta donde sabemos, el piso
histórico de la confianza en el árbitro electoral.
Encuestas publicadas en 2009 y
2010, en cambio, hacen notar una
tendencia de recuperación de la
confianza en el IFE. De acuerdo con
el estudio electoral auspiciado por el
Centro de Investigación y Docencia
Económicas (CIDE) y el IFE (CIDE,
2009): “Predomina la confianza en
las instituciones electorales. 7 de
cada 10 entrevistados expresa mucha/regular confianza en el IFE (27%
+ 47% = 74%)”. En los resultados
de la Encuesta Mitofsky (2010),
“Confianza en las instituciones”, se
señala que en agosto la confianza
mucha/regular en el IFE fue de 63%
(20% + 43%).
Tales cifras ameritan análisis. La
diferencia de más de 11 puntos
porcentuales entre el estudio CIDE
(2009) y el de Consulta Mitofsky
(2010) admiten directamente dos
ángulos de interpretación: uno, que,
más allá de la recuperación respecto
de 2007, se ha producido un descenso significativo; y dos, que los
datos de dichos estudios resultan
incomparables y han de ser analizados a la luz del instrumento y la
metodología muestral utilizados. A
reserva de análisis técnico y teóricometodológico, e incluso sociológico,
más detenidos, pero también teniendo en cuenta que las mediciones de
la confianza institucional han dado
lugar en la historia recentísima a
la constitución de una arena de
disputa, en la que el sujeto evaluado
desarrolla estrategias de influencia
para incidir en los diseños y los
resultados de los estudios, existen
buenas razones para suponer que se
hace necesario sofisticar el diseño
de las encuestas de opinión, a fin de
distinguir entre las opiniones sobre
los aspectos técnico-operativos de la
organización comicial y las opiniones
sobre los aspectos directivos, con especial énfasis en las decisiones del
Consejo General en tanto autoridad
única para el manejo de los tiempos
oficiales en medios, el monitoreo y
la propaganda indebida, la fiscalización de los recursos y la imposición
de sanciones.
Dicho sin ambages: la hipótesis de
fondo en la apreciación antes vertida
es que el nivel de confianza arrojado
por los sondeos de opinión varía en
93
relación directa con la orientación
temática del instrumento. Más precisamente, es de suponer que la
confianza tiende a elevarse cuando
las preguntas se refieren a los temas
típicos de la organización de la jornada comicial y que, por el contrario,
tiende a disminuir en la medida en
que las preguntas se refieren al comportamiento del Consejo General respecto de los temas que hoy se han
vuelto críticos, típicamente el ejercicio de las facultades introducidas
por la reforma electoral de 2007.
Dos hechos pueden aducirse a favor
de esta hipótesis de trabajo. El primero se refiere a la aparente paradoja de 2006, que vio crecer hasta
su punto más alto la desconfianza en
el árbitro electoral y, a la vez, vio aumentar los de por sí altos estándares
en las clásicas tareas de la organización comicial —empadronamiento, credencialización, instalación de
casillas, etcétera—. Y el segundo
hecho, por su parte, se refiere a los
datos revelados por la encuesta encargada por el diario Milenio a María
de las Heras en 2009, según la cual
“los consejeros del Instituto Federal
Electoral (IFE), el árbitro en los comicios que se celebran en México,
pierden terreno al pasar de 61% a
49% en el grado de aceptación, un
descenso de 12 puntos porcentuales
[respecto de 2007]” (EFE, 2009,
94
párr. 9); y por la encuesta realizada
por Parametría (2009), que revela
un grado de desacuerdo de 45% en
relación con la negativa del Consejo
General a dar a conocer las tendencias electorales la noche del 2 de
julio de 2006.
La reforma de 2007
o la última llamada
La reforma de 2007 sucede en el
contexto de las repercusiones del
abandono de la virtuosa costumbre
transicionista de acompañar las experiencias de organización comicial
con rediseños ágiles al marco legal,
que aplicó en el lapso de 1988 a
1996. El hecho es que, grosso modo,
las elecciones de 2006 se organizaron a partir del marco legal e institucional provisto por la reforma de
1996, pese a los múltiples indicios
de que el régimen político había mudado y que múltiples prácticas de
competencia acusaban el aprendizaje por parte de los actores políticos
de la existencia de vacíos normativos y, por ende, de oportunidades
no punibles legalmente —aunque sí
éticamente reprochables— de incrementar las probabilidades de ganar
elecciones. Así, poco lugar hay a la
sorpresa de que las últimas elecciones presidenciales significaran el primer y único gran tropiezo del IFE y la
interrupción de una secuencia continuada de experiencias de aprobación
social más o menos generalizada.
En este contexto, fue correcta la
lectura del Legislador en el sentido
de que se requería una autoridad
electoral más fuerte y confiable y,
además, de que ello implicaba dotarle de mayores facultades y recursos
para intervenir en las zonas críticas:
el acceso a los medios, la fiscalización y las conductas ilícitas, particularmente las contrarias al uso de
los medios y el acceso y gasto de los
recursos. La parte que no parece tan
clara es si el Legislador previó que, a
juzgar por la magnitud del cambio y
la “dureza” de las nuevas facultades
otorgadas al IFE, la implementación de la reforma constitucional de
2007 y legal de 2008 significaba el
desafío de mayor complejidad en la
historia electoral reciente. Si a esto
se añade que el implementador clave
—el IFE— se encontraba, medido en
clave de confianza social, en uno de
sus peores momentos, el panorama
queda más o menos cubierto: la reforma más compleja tuvo lugar en el
momento menos oportuno para el IFE,
si bien en el necesario para el futuro
nacional.
Sin menoscabo de las medidas contenidas en materia de certeza y salvaguarda de los datos registrales y de
la credencial para votar así como de
las relativas a la transparencia, entre
otras, puede decirse que la reforma
apunta a la materialización de los
siguientes objetivos estratégicos:
•
Fortalecer al IFE y al Tribunal Electoral, por la vía de la ampliación
de sus facultades y recursos.
•
Proveer condiciones de competencia justa y equitativa a los actores,
mediante mecanismos más efectivos de control de los ingresos y
egresos de los actores políticos.
•
Mejorar la comunicación política
y construir incentivos para mejorar la calidad de las ofertas y del
debate público político, mediante
una estrategia frontal de contención de los sesgos plutocráticos
en el acceso y ocupación de los
espacios mediáticos.
•
Disuadir y sancionar las conductas electorales ilícitas, particularmente las relativas al uso de los
medios y el financiamiento, por
la vía de ampliar y fortalecer las
figuras y mecanismos punitivos.
Para efectos de fortalecer al IFE,
la reforma de 2007-2008 se valió
de dos medidas: una, orientada a
mejorar el uso del capital humano
de su órgano superior de dirección
95
—el Consejo General—, se refiere a
la introducción de la regla de relevo
escalonado; y la otra, la ampliación
de los mecanismos de regulación y
sanción relativos a las áreas críticas de la organización comicial. Por
efecto de esta ampliación, el IFE vio
crecer sus tareas, de tal suerte que
a las figuras de organizador comicial, capacitador cívico, ministrador
de prerrogativas y recursos, administrador de recursos financieros y
humanos, y profesionalizador de su
capital humano, se añadieron las de
administrador único de los tiempos
oficiales, fiscalizador potenciado de
los recursos empleados con fines
político-electorales y administrador
investido con facultades materiales
de juez.
La orientación de la ampliación de
las facultades del IFE, valga la insistencia, es fortalecer su capacidad de
regulación y hacerla simétrica con
la complejidad de la arena electoral
federal en el momento presente. En
tal sentido se entiende el desafío inicial de ajustar o crear los 24 cuerpos
regulatorios y darle instrumentalidad
al ejercicio de las nuevas facultades.
Y otro tanto puede decirse del diseño
y operación de los nuevos órganos
autónomos: la Contraloría Interna y
la Unidad de Fiscalización.
96
Difícil resulta modelar en “paquete”
a los nuevos instrumentos, aunque
tengan en común ser regulaciones,
esto es, recursos de aplicación más
o menos general. Cabe precisar, sin
embargo, que tratándose de las regulaciones aplicables a la fiscalización, la administración de los tiempos oficiales y el monitoreo, se trató
de regulaciones con buenas dosis de
coercitividad, que implicaron cambios intensos y la estructuración de
arenas electorales inéditas y de alta
complejidad. En el agregado, queda
claro que las nuevas facultades colocaron al IFE frente a la disyuntiva
de ejercerlas con efectividad y fortalecerse; o bien, ejercerlas con poca
prestancia y en medio de las críticas
de los afectados y debilitarse. He
aquí el contexto en el que vale la pena revisar la pertinencia del reparto
de facultades sancionatorias entre
el IFE y el Tribunal Electoral, habida
cuenta de la diferencia de criterios
que han exhibido en el tratamiento
de las sanciones críticas. Comentario
especial reclama el tema de la profesionalización de los funcionarios y
el personal del IFE, no sólo porque
ostensiblemente no se ha atendido el
problema de la construcción de las
nuevas capacidades humanas para
sancionar, administrar y fiscalizar,
sino también porque es evidente que
otros participantes en esas arenas
han hecho mejores inversiones en
reclutar y retener a sus profesionales
en esas áreas.
En relación con el propósito de crear
condiciones justas y equitativas de
competencia, el medio invocado por
la reforma puede describirse de
modo simple y contundente: la introducción de un nuevo modelo de
competencia política, soportado en
las facultades otorgadas al IFE para trasponer los secretos bancario,
fiduciario y fiscal, que ampliaron y
fortalecieron significativamente las
capacidades de fiscalización de los
ingresos y gastos de los actores que
inciden en la arena político-electoral. Tales facultades se significaron
en una ampliación y complejización
de la arena. De entrada, esto es así
tanto en lo relativo a las autoridades
de procuración de justicia e instituciones con las que el IFE requiere coordinarse para desahogar sus
tareas de fiscalización y también
en lo relacionado con los actores
a los que les es aplicable la acción
electoral fiscalizadora: todo actor
que financie actividades electorales.
De igual modo, la acción se extiende hacia autoridades y actores de
incidencia local, habida cuenta del
traslape existente entre la demarcación electoral federal y las de-
marcaciones locales, en contexto de
elecciones concurrentes y no.
Para el ejercicio de las nuevas atribuciones, el IFE se dotó del marco
regulatorio apropiado, y ahora está
en condiciones de administrar las
exigencias de informes mensuales y
trimestrales a los sujetos obligados.
Asimismo, se dotó de una infraestructura tecnológica y humana que
le permite hacer frente a sus obligaciones legales y reglamentarias. Sin
menoscabo de que aquí se presentan
cambios importantes, vale precisar
que el IFE cuenta con una trayectoria
más o menos larga de actividad continuada en esta materia. Dicho en otras
palabras, grosso modo, la fiscalización
complejizó la arena electoral, esto es,
añadió nuevos desafíos de consenso,
pero no implicó en lo técnico y lo operativo un giro de 180 grados.
En lo concerniente al propósito de
elevar la calidad de la oferta de representación y un mejor conocimiento
de ésta por parte del público o, dicho
en sentido inverso, impedir que la influencia en el electorado se resolviese
por la capacidad de compra de tiempo mediático, es un objetivo estratégico al que la reforma atendió por la
vía de la introducción de un nuevo
modelo de comunicación política, cuyos rasgos centrales son dos:
97
•
•
Las prohibiciones constitucionales y legales de la compra-venta
de tiempo mediático para efectos de propaganda político-electoral, la promoción de la imagen
de los funcionarios públicos con
recursos oficiales y las prácticas
de propaganda denigratoria.
La conversión del IFE en autoridad única para la administración
de los tiempos oficiales.
Dicho modelo, entre otras cuestiones, implicó la reconfiguración de
la arena electoral mediática, particularmente de la conversión del
principal vendedor —los empresarios de los canales de televisión y
las estaciones de radio— en uno de
los principales sujetos de regulación
y sanción del nuevo marco legal. El
asunto no es menor si se atiende
al hecho de tratarse del principal
damnificado económico del cambio
y de ser minorías con enorme potencial de acción e influencia. Así,
el cumplimiento de los mandatos
legales implicó aprobar reglamentos y acuerdos para aplicar las obligaciones legales de las emisoras de
radio y televisión, en el marco de un
diálogo con las representaciones de
este poderoso agente que conjunta
10
2 mil 77 medios,10 estaciones de radio y canales de televisión, así como
el reglamento correspondiente a la
aplicación de sanciones.
En su dimensión técnica, la implementación del nuevo modelo de comunicación implicó el diseño de una
compleja plataforma tecnológica y
de 150 puntos repartidos en el territorio nacional para administrar las
pautas y entrega de materiales,
y las órdenes de transmisión de
8 millones 578 mil 560 promocionales. Con base en ello, se sabe, el
IFE administró las pautas, entrega
de materiales y las órdenes de transmisión de 8 millones 578 mil 560
promocionales.
Para efectos de dar mayor certeza a
la competencia electoral, la reforma
electoral de 2007-2008 previó la
introducción de un nuevo modelo de
sanción, que invistió al IFE como órgano administrativo con atribuciones
materiales de juez y le facultó para
intervenir con mayor prestancia en
los lapsos de proceso electoral: el
proceso especial sancionador.
En el marco de estos supuestos
de ley y del marco regulatorio que
se creó, los vocales ejecutivos de
Los datos sobre la implementación de la reforma electoral de 2007 se tomaron, salvo indicación en contrario, del “Informe general
sobre la implementación de la reforma electoral, durante el proceso 2008-2009”, documento mejor conocido en el argot institucional como el Libro Blanco (IFE, 2009).
98
las juntas distritales y locales y los
respectivos consejos asumieron facultades de instrucción y resolución,
con lo cual, como seguramente se
esperaba, se amplió la capacidad de
admisión y resolución de conflictos.
entran necesariamente en riesgo,
debido al desgaste provocado por
la acción punitiva, sobre todo en los
casos en que los actores principales
en la arena son los mismos: los partidos políticos y el IFE.
La sobrecarga de trabajo que esto
generó en las juntas locales y distritales se compensó creando un
órgano permanente de asesoría durante el proceso. Interesante sería
averiguar en el detalle si los vocales
ejecutivos y sus equipos de trabajo
cuentan con las competencias para
asumir las nuevas tareas judiciales.
Lo cierto es que, hasta donde se
sabe, las acciones de capacitación
fueron más bien discretas; y más
aún, que el “Catálogo de cargos y
puestos del servicio profesional” no
incorpora cargos o plazas para especialistas jurídicos.
Nada tiene de extraño el hecho de
que, a propósito del primer proceso
electoral en que se aplica el especial
sancionador, se ampliara el universo
de las quejas y denuncias, al alcanzar
mil 26 quejas entre octubre de 2008
y agosto de 2009, que contrastan con
las 277 quejas ordinarias recibidas
entre enero y agosto de 2008. Inopinadamente, menos relevante que la
conflictualidad con los sancionados
ha sido la disparidad de criterios
entre el IFE y el Tribunal Electoral, lo
que apunta en sentido contrario de la
intención original de que el esquema
de sanción tenga efectos ciertos de
disuasión y de justicia.
La naturaleza de los instrumentos
propios de este modelo torna obvia
la descripción del tipo de arenas que
a partir de aquí se estructuran. Más
relevante que ello resulta el probable y casi seguro traslape entre las
tareas de arbitraje organizativo y
de arbitraje judicial del IFE. No se
requiere especial agudeza para percatarse de que las tareas de arbitraje
organizativo, que históricamente han
sido desahogadas con altos estándares de eficacia operativa y técnica,
Responder a la pregunta de qué tanto
se ha avanzado en la implementación
de las facultades introducidas por la
reforma electoral de 2007-2008 admite al menos dos ángulos distintos
y, desde luego, complementarios:
•
El de las actividades realizadas
y los recursos consumidos, que
puede medirse a partir de los denominados indicadores de procesos: reglamentos aprobados,
99
tiempos oficiales administrados,
estaciones y canales monitoreados, recursos fiscalizados, quejas
admitidas, sanciones impuestas.
•
El de la consecución de los objetivos estratégicos: mayor confianza y fortaleza institucional, comunicación política más civilizada y
propositiva, condiciones equitativas de competencia y una justicia
electoral más cierta y legítima.
De lo primero da cuenta sobradamente el llamado Libro Blanco, instrumento en el que, desde su perspectiva y en clave del cumplimiento
de las facultades introducidas por la
reforma electoral de 2007-2008, el
IFE da cuenta de sus realizaciones
en materia de arbitraje político y jurídico con motivo de la organización
de los comicios federales de 2009,
que renovaron la integración de la
Cámara de Diputados. Al respecto,
sin demérito de las actividades realizadas en temas como la actualización de los cuerpos regulatorios o
las mejoras en las tareas de registro y actualización del padrón y la
credencial, los datos ofrecidos en
materia de administración de los
tiempos oficiales y monitoreo, de
11
fiscalización de los ingresos y egresos, y de imposición de sanciones
dan cuenta de un vasto y elocuente
esfuerzo en lo humano, lo técnico y
lo financiero que, en síntesis, permite sostener que el árbitro, a la letra,
hizo valer los mandatos de ley.
Una cuestión distinta, y de mayor
relevancia que la anterior, pasa por
la evaluación crítica de si la actuación del árbitro en su primera
prueba hizo honor al espíritu de la
reforma.11 Visto en clave de fortaleza
y autonomía institucional, si bien
no hay elementos contundentes de
información que permitan sostener
que el árbitro empeoró respecto de
las elecciones de 2006, sí existen
indicios de que las tareas de conducción del IFE (léase: las decisiones del
Consejo General) como las de sus
organismos similares en las entidades federativas, particularmente las
relativas al espíritu de la reforma de
2007-2008, se encuentran atrapadas entre los fuegos de las lógicas
partidarias y los grupos de interés. A
más de dos años de entrada en vigor
de la reforma, el IFE se encuentra lejos del umbral de confianza superior
a los 70 puntos, alcanzado después
de las elecciones del año 2000. Si
En su Libro Blanco —por cierto, escudado en un discurso burocráticamente “chato”— el árbitro eludió pronunciarse críticamente
acerca de su contribución al espíritu de la reforma de 2007-2008. Por desgracia, aunque con un tono más analítico y comparativo,
la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES, por sus siglas en inglés), en su “Aplicación de la Reforma Electoral de
2007/2008 en México desde una perspectiva internacional comparada” elude también dicha cuestión (IFES, 2009).
100
se me apura, incluso podría decirse
que la buena imagen del IFE sigue
anclada en las actividades que históricamente ha hecho bien: padrón,
credencial, instalación de casillas,
jornada electoral, etcétera. Curiosamente, encuestas conocidas de confianza institucional, como la última
del CIDE, cuyos datos colocan al IFE
en una posición cercana a la del año
2000, no incluyen preguntas sobre
la percepción del público sobre la
gestión del IFE en el ejercicio de las
nuevas facultades. Otro tanto puede
decirse del nuevo modelo de comunicación, que sorprendentemente
ha encontrado fuertes resistencias
en los empresarios mediáticos, de
tal suerte que hay buenos indicios
para suponer que el poder del dinero sigue siendo una amenaza a la
fuerza y calidad de la institucionalidad democrática y la calidad del
debate público. Quizás éste sea uno
de los temas que requiere un análisis más detenido y a profundidad.
Es evidente que muchas decisiones
tomadas por el Consejo General durante el proceso electoral de 2009
se explican más por el dilema de
no recrudecer tensiones que afecten
áreas sensibles de la organización
comicial que por ajustarse al espíritu
de la ley. Finalmente, el modelo de
fiscalización demostró ser eficiente.
El problema aquí es de otro tipo: la
intrusión del dinero ilegal, pues no
pasa por los canales que más fiscalización admiten. Finalmente, es
conveniente pensar en el tema de las
atribuciones judiciales, no sólo por el
desgaste que significa al árbitro de
la competencia sino también por las
fricciones que suscita con el Tribunal
Electoral. En conclusión, sin menoscabo de la labor de arbitraje realizada en el proceso electoral de 2009,
el detalle que merece ser puesto de
relieve es que, en lo sustancial y más
allá del ejercicio de sus nuevas facultades o quizás precisamente por
ello, lo cierto es que el IFE no logró
revertir su deterioro.
En el vasto contexto de las modificaciones señaladas, merecen especial
comentario los procedimientos y las
decisiones seguidas por el Poder
Legislativo en los tres episodios de
relevo y designación de los consejeros electorales, habida cuenta del
papel protagónico que está a su
alcance jugar en materia del cuidado de la autonomía funcional y
de la construcción de la confianza
institucional y la autoridad moral del
IFE. Es el caso de que en el primer
relevo, que llevó a la sustitución del
consejero presidente, Luis Carlos
Ugalde, y de los consejeros electorales Rodrigo Morales y Alejandra
Latapí, la Cámara de Diputados optó
por un método formalmente de concurso abierto, pero que en realidad
101
sirvió como filtro para que las élites
de las fracciones parlamentarias de
las tres principales fuerzas políticas,
mediante el método de las propuestas sometidas a veto recíproco,
eligieran dentro de un universo más
pequeño a tres aspirantes. Los relatos sobre el intrincado proceso son
diversos. Menos lugar hay a la duda
sobre la regla básica que permitió la
decisión: cada una de las tres fuerzas políticas de mayor peso colocó
a un candidato propio, con la única
reserva de recibir la aprobación de
los restantes dos. La cuota del PRI
fue Marco Antonio Baños; la del PAN,
Benito Nacif; y la del PRD, Leonardo Valdés.12 Conclusión de ello: un
reparto equitativo por cuotas partidistas, anclado en una percepción
clara de que el modo más racional de
reducir la incertidumbre democrática
sería colocando un consejero electoral cuyos votos en el Consejo General
fuesen leales a los intereses propios.
Tal decisión, que resulta inteligente
desde la perspectiva individual de
las fracciones legislativas, se revela
como antitética respecto de los imperativos introducidos por la reforma
de 2007 de construir un arbitraje política y jurídicamente más complejo,
frente al desafío de revertir las tendencias de pérdida de la confianza y
la autoridad moral.
12
El segundo relevo, llevado a cabo en
un escenario político mucho menos
candente, siguió un curso de acción
similar en cuanto a su lógica y sus
resultados. La sustitución de los
consejeros Andrés Alvo y María de
Lourdes López y Teresa González
tuvo lugar con la designación de
Francisco Guerrero, cuota del pri;
Macarita Elizondo, cuota del pan; y
Alfredo Figueroa, cuota del prd. No
obstante esta situación, igualmente
cierto resulta que en esta ocasión la
agudización de la lógica de las fracciones parlamentarias para seleccionar perfiles de máxima filiación a sus
intereses hizo olvidar totalmente las
formas originarias del perfil imparcial del consejero y, por el contrario,
hizo patente la racionalidad decisoria de las fracciones parlamentarias:
preservar las cuotas de sus votos en
el seno del Consejo General.
El tercer y sintomático episodio, que
vio la salida de los consejeros electorales Marco Gómez, Arturo Sánchez
y Virgilio Andrade, entrañó una tentativa de relevo diferente en cuanto
a sus circunstancias aunque similar
en cuanto a las lógicas de acción de
las fracciones parlamentarias. De
ahí el drama de su imposibilidad
que hasta el momento persiste. Este tercer episodio, por suceder de
Es probable que la presidencia recayera en el PRD, por acuerdo salomónico del PAN y el PRI.
102
cara a la organización de los comicios presidenciales de 2012, resulta
decisivo para dirimir el problema
político-partidario de asegurarse la
cuota mayoritaria de votos y, con
ello, el control del Consejo General.
En tal contexto, el drama hasta hoy
abierto es simple de advertir: la reiteración de la regla de reparto equitativo por cuotas, dado un escenario
probable de alianza estratégica panprd, colocaría al pri en desventaja
dentro del Consejo General. De ahí
que, de no ceder el pan a la pretensión del pri de tomar una cuota
doble de consejeros con cargo a la
cuota que originalmente correspondería al prd, no hay salida probable
para arribar a la integración plena
del Consejo General.13
El acta de defunción
Lo que, en definitiva, se agotó con la
tentativa fallida de la reforma de 2007
de fortalecer al IFE fue el modelo de
estructuración del arbitraje electoral
introducido por la reforma constitucional de 1989 y la legal de 1990,
con particular énfasis eso sucedió con
13
14
el ideal consensual de dotar al IFE
con un cuerpo colegiado de dirección
abierto, deliberativo y con pretensiones marcadas de imparcialidad.
Las causas estructurales del agotamiento del modelo del IFE son múltiples. Si bien cobraron vigor con posterioridad a las elecciones de 2000,
éstas comenzaron a gestarse con
el avance de la década de los 90,
al calor del avance del proceso de
democratización y el crecimiento de
las cuotas de participación de los
partidos políticos de oposición en los
órganos de la representación política.
La euforia de los efectos democratizadores de la gestión arbitral, probablemente, fue una de las causas decisivas en el olvido o menosprecio de una
verdad evidente: que el modelo de
arbitraje electoral emergido a inicios
de la década de los 90 fue ex profeso
e inteligentemente diseñado para democratizar el régimen político, esto
es, para reducir la complejidad de un
entorno presidencialista y no democrático, en el que por siete décadas
una sola fuerza política había entre
hegemonizado y dominado la escena
política nacional.14
Al respecto, el pronunciamiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en el sentido de que, contrario a lo que establece el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, una integración de seis consejeros electorales es legal y, en
consecuencia, también lo son sus acuerdos y resoluciones, anuncia lo que ya es prácticamente un hecho: que por primera vez desde 1996, año en que se aprobó la actual integración del Consejo General, el proceso electoral será conducido por seis consejeros
con derecho de voz y de voto.
La alusión se refiere a la distinción propuesta por Sartori (2005) entre “sistema de partido hegemónico”, caracterizado por la capacidad de un solo partido para gestar la conducción política de un Estado, y “sistema de partido dominante”, caracterizado por la
aptitud de un partido para acceder mayoritariamente a los cargos de representación.
103
Desde tal perspectiva, la lectura es
que el modelo del IFE ha padecido
—y padece— las consecuencias previsibles e imprevistas de los éxitos de
su propia actuación: la sustitución
de un entorno no-democrático, cuya
tarea histórica era removerlo, por uno
democrático, para el cual su diseño
ha demostrado no ser el más afortunado. Con el avance del presente
siglo, la estructuración del entorno
político mexicano y, por lo mismo,
las lógicas de acción de los agentes
político-partidarios han estado moldeadas por el impacto combinado
de la “incertidumbre democrática”
y la “incertidumbre simbólica”. A
este respecto, como la experiencia
posterior a las elecciones de 2000
demuestra claramente, la coexistencia por tiempo prolongado de ambas incertidumbres genera incentivos
perversos tendientes a reducir la
incertidumbre democrática, aprovechando la incertidumbre simbólica
para desarrollar prácticas de dudosa
legalidad y claramente contrarias a
los preceptos éticos de la competencia democrática.
El lapso que media entre los procesos
electorales de 2000 y 2006 rebosa de
ejemplos que encuadran en el marco
de coexistencia de las incertidum-
15
bres: la larguísima campaña de Fox;
la búsqueda de mecanismos ocultables de financiamiento, evidenciada
por los casos del Pemexgate o los
amigos de Fox, el activismo propagandístico de Fox a favor del candidato de
su partido; la campaña denigratoria
de Calderón en contra de López Obrador, etcétera.
Las amenazas a su autonomía funcional, encarnadas principalmente en
los procesos de selección de los integrantes del Consejo General,15 provienen ahora no sólo de los partidos
políticos, sino también de los agentes
sociales que hoy son parte de la arena electoral: empresarios mediáticos
y organizaciones no políticas con pretensiones y recursos para influir en
las preferencias electorales.
Las causas del deceso son motivo de
una reflexión aparte. No obstante,
si existe alguna duda sobre el agotamiento del IFE, asúmase con seriedad la pregunta de si éste podría
llevar a buen puerto la contienda
electoral de 2012, dado un escenario de empate virtual o de cercanía
máxima entre dos o tres fuerzas políticas. Una de las variables clave en
el análisis que es necesario hacer es
la inocultable filiación partidaria de
La dilación en la designación de los tres consejeros electorales que faltan para la integración cabal del Consejo General constituye
prueba palmaria de la politización exacerbada del proceso, que seguramente responde a las lógicas de intentar construir una mayoría o de impedir que el competidor lo haga.
104
los integrantes actuales del máximo
órgano de dirección en su conjunto
—el Consejo General— y la no menos
clara partidización en los acuerdos y
resoluciones clave.
De la misma manera, el IFE resulta
hoy víctima de las buenas intenciones y el mal cálculo del Legislador de
fortalecerle a través de un incremento sustancial en sus facultades para
intervenir en las zonas inéditamente
críticas de la organización comicial.
A juzgar por las lecciones de la
sociología y la politología actuales,
puede asumirse que no existe una
relación directa entre la fortaleza
de una organización y el número de
las facultades que detenta. De Jasay
(1993), valiéndose del modelo del
dilema del prisionero,16 en su conocida tesis del “estado mínimo”, llama
la atención sobre la probabilidad
de que, típicamente, cada facultad
normativa a ejercer supone para la
autoridad una zona de interacción
con agentes diversos que, dadas
las expectativas que dicha norma
desata, les ofrecería incentivos para
no cooperar. En lenguaje llano: a mayor número de facultades a ejercer,
mayores también las probabilidades
de la autoridad de ser traicionada y
16
mayores también los esfuerzos a desarrollar para impedir las traiciones;
y, en sentido contrario, a menores
facultades, menores las posibilidades de sufrir traiciones. De ahí la
consigna implícita en la tesis del “estado mínimo”: salvo circunstancias
excepcionales, las probabilidades de
que una autoridad fracase son directamente proporcionales al número
de facultades que debe ejercer.
A propósito de lo anterior, es claro
que el espíritu que animó la reforma electoral de 2007 apuntó al
incremento de facultades y, por lo
mismo, a la multiplicación de los
sistemas de interacción y de los
agentes e intereses con los cuales la
autoridad electoral ha de lidiar, a fin
de evitar ser traicionada. Si alguna
duda queda sobre este particular,
basta con hacer el ejercicio de construir el mapa de interacciones del
IFE, todas ellas zonas de disputas
y consensos igualmente probables
que improbables: administrador
único de los tiempos oficiales, que
obliga al árbitro a decidir sobre la
distribución de éstos, frente a los
apetitos e intereses naturales de
los partidos políticos, el Tribunal
Electoral, los institutos electorales
El dilema del prisionero (veánse Elster, 2000, y Buchanan, 2009, entre otros) es un modelo de decisión inspirado en la teoría de juegos, describe la situación típica de dos cómplices, cada uno en su respectiva celda e incomunicados, a los que el fiscal les ofrece el
mismo trato: reducirles la pena solicitada al juez, a cambio de que cooperen con él y se declaren culpables, con la advertencia de
que el trato vale con la condición de que el otro cómplice también coopere, pues en caso contrario, la pena completa sería aplicada
a quien se declarase culpable. Dada la estructura del juego, el modelo predice que lo más racional para cualquier actor en lo individual es no cooperar.
105
locales y las propias empresas mediáticas; censor de las prácticas de
propaganda negativa, que pone a la
autoridad de cara a los entendidos
de los agentes político-partidarios
acerca de sus derechos a ejercer
libremente la crítica; vigilante de la
prohibición de uso de los medios
para promoción personal, que coloca
al árbitro de cara a las decisiones
de comunicación de funcionarios y
representantes políticos; fiscalizador
del uso de recursos para incidir en
las preferencias electorales, que coloca al IFE frente a diversos actos de
comunicación de partidos y asociaciones así como a las instituciones
bancarias y públicas relacionadas
con la tutela del secreto bancario;
y juez sancionador, que coloca a todos los actores cuyas conductas son
potencialmente sancionables como
potenciales damnificados de su actuación juzgadora: partidos políticos,
empresas mediáticas, representantes
políticos, funcionarios, ciudadanos,
instituciones públicas, etcétera.
El problema, obviamente, va más
allá del crecimiento aritmético de las
facultades con las que actualmente
está investido el árbitro, pues su
implementación alcanza grados inéditos de complejidad. El enfoque de
política pública echa luz al respecto.
La tipología de las políticas acuñada
por Theodore J. Lowi (1992), que dis-
106
tingue entre políticas distributivas,
regulatorias y redistributivas, resulta
de suma utilidad, porque torna claro
el giro implicado en los instrumentos de la política electoral federal.
El punto es que, a diferencia de los
temas típicos de proveer credenciales, reclutar y capacitar funcionarios
de casilla, ministrar prerrogativas y
financiamiento público, suministrar
materiales y documentación electoral, etcétera, que movilizan recursos
divisibles o implican administrar regulaciones hasta cierto punto simples, las nuevas facultades suponen
la puesta en marcha de instrumentos
de redistribución de derechos y libertades constitucionales básicas, por
ejemplo, la abrogación del derecho
a la compra-venta de tiempo en los
medios para efecto de propaganda
política, la prohibición de la propaganda negativa, la limitación del derecho al secreto bancario, etcétera.
Como tales, siguiendo la teorización
de Lowi, suponen la constitución de
arenas de poder altamente conflictivas, verdaderos juegos de ganadores
y perdedores, en las que la autoridad
electoral queda colocada frente a
élites poderosas, minorías con enormes recursos y gran potencialidad
de acción colectiva, dispuestas a
confrontar los actos de la autoridad.
El ejemplo paradigmático de la complejidad en la implementación de
las facultades arbitrales introducidas
por la reforma electoral de 2007
refiere a las empresas televisivas,
uno de los perdedores natos con la
proscripción del jugoso mercado de
los tiempos para la propaganda política y la constitución del IFE como
administrador único de los tiempos
oficiales. El hecho es que, con motivo de la apertura del proceso electoral de 2009, la primera decisión
relevante de la autoridad tuvo lugar
frente a la rebelión perfectamente
coordinada de Televisa y TV Azteca
en contra de las pautas instruidas,
lo que sentó la pauta dominante: la
claudicación del Consejo General.17
Una útil lección contenida en el
curso de estos acontecimientos es
que la implementación de los instrumentos típicos introducidos por
la reforma electoral de 2007 presupone un Consejo General altamente
cohesionado en torno a los objetivos
a perseguir y los medios con los que
es posible hacerlo. En este contexto,
cobra su justa dimensión la integración por cuotas y filiación partidarias
del Consejo General, que hace de dicho órgano colegiado un espacio de
resonancia de las lógicas partidarias
y le torna vulnerable a las presiones
de los poderes fácticos.
17
Finalmente también el IFE, y particularmente el Consejo General, padece
los efectos de la desconfianza social
crónica y, en sus condiciones actuales, irresoluble. Tal padecimiento es
especialmente peligroso, sobre todo
por lo que la construcción de confianza en las instituciones, los funcionarios, los procesos y los resultados electorales ha significado en la
historia nacional reciente. También
lo es por la ostensible falta de comprensión de los altos mandos del IFE
acerca de los efectos catastróficos
del repunte de la desconfianza. Atrás
quedaron los tiempos en los que recurrir al expediente de los logros en
los temas clásicos de la organización
comicial bastaba para activar los
circuitos de construcción de confianza. Hoy, más que intervenir dudosamente en la guerra de los índices de
confianza, el desafío es asumir los
temas actualmente críticos como
oportunidad para retomar el camino
y los arrestos de la década dorada:
la de la transición a la democracia.
A modo de receta:
¿qué hacer con el IFE?
Implícita en el diagnóstico de la crisis terminal del modelo de arbitraje
En esta ocasión, correspondió al consejero electoral Marco Antonio Baños, a través de una argumentación risible, dar sustento a la
derrota anunciada desde un día antes. Ésa fue la tesis del sobreseimiento, también conocida en el argot institucional como la doctrina Baños.
107
se encuentra la postura de que es necesario impulsar una transformación
radical, asentada en el entendido
de que el nuevo modelo goza de las
condiciones indispensables para funcionar con plena autonomía. A este
respecto, sin lugar a dudas la cuestión clave pasa por la integración
del Consejo General, para lo cual un
primer e inevitable paso consiste en
fijar una regulación que, además de
eliminar la discrecionalidad de las
fracciones parlamentarias y otorgar
transparencia plena a los actos del
proceso de reclutamiento y selección
de los consejeros electorales, neutralice las lógicas de integración facciosa. En ciertos espacios se habla de
introducir métodos como el sorteo
aleatorio, que ofrecen la ventaja de
evitar el sesgo de la responsabilidad
de los consejeros hacia los líderes de
las fracciones parlamentarias, pero
que elevan los riesgos de una selección poco afortunada.
Un modo más equilibrado y políticamente viable de enfrentar el
sesgo partidocrático consiste en
enderezar el proceso hacia criterios
de elegibilidad que combinen criterios bien definidos y susceptibles
de evaluación de aptitud intelectual y profesional, idoneidad ético
18
moral, riqueza espiritual, fortaleza
y madurez emocional y trayectoria
pública. La evaluación de los atributos de los aspirantes en cada
uno de estos criterios supondría
una evaluación por instancias expertas diferentes y mediante el uso
de instrumentos de frontera.18
Adicionalmente, no estaría de más
que, con las posibilidades que brindan las tecnologías de la información
y la comunicación, se constituyeran
de manera aleatoria cuerpos de expertos que evaluaran de manera anónima a los aspirantes. Finalmente,
mediante una fórmula ponderada,
que combinara el voto individual y
secreto de los diputados con las calificaciones de cada aspirante, podría
arribarse a decisiones de selección
con menores probabilidades de incurrir en sesgos de todo tipo.
En otro orden de ideas, y partiendo
del reconocimiento del inconveniente
de sobrecargar de facultades al IFE,
se impone también proceder a una
reingeniería radical, estratégicamente orientada a promover un modelo
de arbitraje mínimo, que ofrezca
mejores condiciones al árbitro para
enfocarse hacia las tareas comiciales fundamentales y evite los riesgos
Echando a volar la imaginación, por ejemplo, para nada resulta descabellado someter a los aspirantes a pruebas de confianza, que
evalúen y detecten mediante las tecnologías hoy disponibles su proclividad pasada, presente y futura a incurrir en actos de dudosa
moralidad pública.
108
innecesarios de politización de múltiples decisiones. Con el respeto que
el Legislador merece, urge evaluar
la conveniencia de investir al árbitro
con facultades materiales de juez
y de propiciar situaciones de desencuentro con el Tribunal Electoral,
máxima autoridad jurisdiccional.
En la lógica de constitución de un
modelo mínimo de arbitraje, valdría
la pena proceder a una evaluación
de los órganos y las responsabilidades que valdría la pena conservar y
las que no. Enfáticamente, hay que
valorar la pertinencia de responsabilizar al IFE de la política estatal en
materia de medios de comunicación
y democracia o si, por el contrario,
ésta se reconduce hacia la Secretaría
de Gobernación, previa reforma a la
ley correspondiente.
El galimatías jurídico que implica
la existencia de órganos autónomos
—la Contraloría y la Unidad de Fiscalización— dentro de un organismo presuntamente también autónomo —el IFE— da para pensar en
la posibilidad de constituirles como
organismos plenamente autónomos
y por fuera del espacio institucional
del árbitro electoral, con lo cual
podrían despolitizarse su funcionamiento y sus decisiones.
En la misma lógica, es tiempo de
despolitizar o al menos de aligerar
una buena parte de las tareas que
son de naturaleza estrictamente
técnica. Al extremo, viene a cuento
la participación indiscriminada de
las representaciones partidarias
en las sesiones de trabajo de las
comisiones del Consejo General,
situación que eleva los costos de
funcionamiento del IFE y duplica
el trabajo que de cualquier modo
realizan las representaciones partidarias en las sesiones del Consejo General.
Cabe insistir en que el peor escenario sería no hacer nada o, gatopardistamente hablando, hacer más de
lo mismo. El objetivo es claro: conformar un modelo de arbitraje que
eleve las probabilidades de construir
confianza y de erigir un organismo
electoral cuya fortaleza se mida por
su autoridad jurídica y moral de tomar decisiones e imponerlas, y no
por el número de facultades de las
que está investido.
109
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