Reflexiones de Miguel Aranguren después de la

Transcripción

Reflexiones de Miguel Aranguren después de la
Reflexiones de Miguel Aranguren después de la Beatificación de Don Álvaro
www.miguelaranguren.com
Uno quisiera guardarse para sí mismo las experiencias más íntimas, aquellas que se graban en
el alma porque empapan el espíritu con mayor enjundia de lo que los sentidos son capaces de
atrapar.
Uno quisiera guardarse para sí este tipo de experiencias, pero entiende que sería un gesto
egoísta cuando su publicación podría –tal vez- servir a algún lector a la hora de descubrir que
vivimos tiempos cargados de esperanza, a pesar de que el color con el que parece estar
pintado el presente recuerde a esa “panza de burro” con el que nuestros padres y abuelos
describían los preliminares de las tormentas.
Para quien no tenga fe en Dios o se sienta lejos de la Iglesia, no será fácil comprender la
certeza con la que secundo aquella sentencia de San Josemaría Escrivá: <<Estas crisis
mundiales son crisis de santos>>. En los días en los que el santo aragonés escribió esta frase
que ha hecho historia, Europa vivía numerosas fracturas a causa del odio. Y no es que faltaran
santos –el tiempo ha venido a llenar el calendario de fiestas en honor a hombres y mujeres
que se han convertido en intercesores de gente de toda condición- sino que aún no había
llegado la urgencia de estudiar sus vidas para la devoción del pueblo, reconocer sus virtudes,
aguardar su participación principalísima en un milagro (un hecho sobrenatural que actualiza el
paso misericordioso de Jesús por la tierra, cuando a través de su fuerza divina sanaba a los
enfermos) y elevarlos a los altares. Porque eso es lo que viene sucediendo –al menos, según mi
memoria- desde que Pablo VI (y muy especialmente Juan Pablo II, Benedicto XVI y, ahora,
Francisco) decidieron regalar a la Iglesia, renovada por el Concilio II, intercesores que
representan a cristianos de toda condición, actuales y modernos, con los que es fácil que nos
sintamos atraídos e identificados, ante los que aumenta la seguridad de que hay nuevos
caminos –mejor adaptados al común de la humanidad- se han abierto para unir tierra y Cielo.
Hago uso de este largo preámbulo para hablar de Don Alvaro del Portillo, nuevo Beato de la
Iglesia universal (no del Opus Dei, conviene señalarlo), sacerdote y obispo, Prelado de la Obra y
hombre metido hasta la médula en nuestro tiempo (nuestros afanes, preocupaciones, miedos,
alegrías y esperanzas), que acompañó con fidelidad probada el dificilísimo camino fundacional
de San Josemaría; que junto a él dulcificó la incomprensión ante un fenómeno laical
completamente novedoso en la bimilenaria historia de la Iglesia; que unidos sufrieron aquellos
años del final de la República y de la Guerra Civil, cuando en España se desató una furia
demoniaca contra los católicos, su jerarquía y sus instituciones; que como él enseñó a
perdonar sin guardar ningún tipo de rencor, e inmoló sus sueños personales a cambio de la
incarnación del Opus Dei en Roma y su difusión por la Tierra; que atendió todas las peticiones
de ayuda por parte de la Santa Sede, sin mostrar jamás una queja, un rechazo a causa de la
suma de sus exigentes trabajos; que cada día acrecentó su fidelidad y amor al Santo Padre
como respuesta natural a los mandatos del mismo Jesús; que sucedió a San Josemaría sin
modificar una sola coma en la médula que, inspirada por el Espíritu Santo, conforma el Opus
Dei; que nunca aprovechó su mandato en beneficio de la fama o el prestigio y que recorrió –
infatigable y hasta la víspera de su fallecimiento- el mundo de parte a parte para confirmar a
sus hijos espirituales y a otros muchos hombres y mujeres (también no católicos y no
cristianos) en las delicias que Dios les tiene preparadas a aquellos que le aman con sincero
corazón.
Dicho lo dicho o, mejor, escrito lo escrito, vuelvo a mi espíritu empapado por lo que sucedió en
Valdebebas, un descampado cercano a Madrid en el que se celebró la ceremonia de
Beatificación de Don Alvaro (el 27 de septiembre) y la primera Misa en Acción de Gracias (el 28
del mismo mes), oficiada ésta por quien fue su amigo, ayudante, confesor, confidente,
acompañante y ejerció las funciones de custodio desde tiempos de San Josemaría y, muy
especialmente, desde que el Beato Álvaro se convirtió en máxima autoridad de la Obra. Me
refiero a don Javier Echevarría, actual obispo de la Prelatura.
A partir de este momento, debo bajar de las alturas a las que, quizás, iban apuntando estas
líneas. De hecho, sólo soy un pequeño escritor que si vuela lo hace, más bien, a ras de tierra,
como una gallinácea.
El anuncio por parte del Papa Francisco de la Beatificación de Don Alvaro, supuso para mí un
cúmulo de recuerdos personales. Lo había visto en varias ocasiones, la mayoría de ellas entre
la multitud (varias tertulias en las que contestaba a las preguntas de unos y otros acerca de la
vida espiritual. Mejor dicho, de la materialización de la vida espiritual –Dios, familia, trabajo,
amigos…-) y a las ceremonias con motivo de la Beatificación y Canonización de San Josemaría.
Entre mis encuentros personales, he dado cuenta en varias ocasiones del primero de ellos,
cuando a los dieciséis años perdí a mi padre después de un cáncer que actuó mucho más veloz
de lo que hubiésemos deseado. Un adolescente se queda muy confundido después de este
tipo de experiencias desoladoras.
A través de un sacerdote amigo pude llegar hasta Don Alvaro, que me abrazó con ternura y me
besó. Con sus ojos azules y cansados –para él, la jornada que había pasado en Madrid no había
tenido un minuto de reposo- me habló del Cielo, de la certeza de que desde allí mi padre me
acompañaría hasta el mismo día de mi muerte, que debía contar con él a lo largo de mi vida,
pedirle cosas, pues así alimentaría la esperanza del reencuentro, rompiendo la tentación de
convertirle en un mero recuerdo que se evoca de tarde en tarde. Es decir, Don Alvaro me
actualizó aquella esperanza que con tanta serenidad vivieron los primeros cristianos, que con
unción depositaron a sus difuntos en las galerías de las catacumbas romanas, persuadidos de
una pronta resurrección.
Hay también dos encuentros epistolares: el día que le solicité mi ingreso en la Obra, en donde
encontré el camino que me regalaba Dios para ser un buen cristiano; y un viaje a Bombay en el
que, a través de una misionera, conocí a uno de los obispos de la metrópoli, con el que tomé
un té mientras le hablaba de mil y una cosas, entre ellas mi pertenencia al Opus Dei, qué es la
Obra y en qué consiste su actividad. Por entonces, la Prelatura no se había establecido en la
India, por lo que pensé que era un gesto de cortesía ponerle unas líneas a Don Alvaro para
darle a conocer aquel encuentro. Enseguida me llegó una nota desde Roma, en la que me
agradecía personalmente el pequeño detalle de mi narración.
Todo esto me vino a la cabeza en Valdebebas, en donde había numerosísimos peregrinos de
todas las nacionalidades, también indios. Y africanos, muchos africanos, continente en el que
no sólo recibí el fogonazo de la vocación sino conocí a fondo las cualidades del trabajo del
Opus Dei más allá de mi país, tan dado a la murmuración y a la puesta en tela de juicio de todo
aquello que nos empeñamos en no comprender. Fue en Kenia donde puse rostro a la
Prelatura: el de tantos jóvenes entregados a la ilusión de la santidad a través de las actividades
corrientes de la vida, especialmente el trabajo, cimentada en el trato con Dios, la vida
sacramental y el servicio a los demás.
Durante los días de la Beatificación hemos acogido a una familia de Nigeria. Ni mi mujer ni la
esposa del nigeriano forman parte del Opus Dei, lo que da auténtico sentido a la certeza de
que los santos pertenecen a la totalidad de la Iglesia y no a unos pocos, así como a la certeza
doméstica de que ambas son mucho mejores que sus dos maridos, pues nos ayudan a cumplir
y actualizar los compromisos matrimoniales.
Se trataba del matrimonio y sus dos hijos, una niña de dos años y medio (traviesa y movida
como un ratón de campo que irrumpe en un salón) y un bebé. Ambos niños hicieron las
delicias de todos, no sólo por su exotismo sino porque a través de los niños el rostro de Dios se
hace diáfano, y ese rostro tuvo –durante unos días- la piel blanca de nuestros pequeños y la
negra de quienes habían venido a Madrid desde el Continente olvidado.
Pertenecer al Opus Dei no es un rasgo de aristocracia eclesial, a pesar de la persistente leyenda
de que formamos una élite de gente selecta. Ni mucho menos. ¿Élite?... ¿de qué?... ¿Selecto
yo?... Porque en la Obra hay cocineras y abogados, taxistas y empresarios, limpiadoras y
catedráticos de universidad, jardineros y parados -en estos momentos, muchos parados-, así
como algún novelista que se ve en apuros para cobrar sus colaboraciones en prensa. La vida
misma, vamos. Tampoco es el Opus Dei un “invento” para occidentales, ni una cuestión de
tantos por ciento según las razas. La Obra es una familia en la que –como en todas las familiaspoco importan los méritos y deméritos, pues a cada uno se le ama tal y como es.
Pero hablaba de los nigerianos que se acomodaron en nuestro hogar. Venían de un país en el
que la persecución religiosa se ha convertido en el paisaje. De un país que ha sido noticia por
el secuestro de doscientas mujeres –muchas de ellas niñas- por parte del integrismo
musulmán. De un país sacudido por bombas mortíferas en plenas celebraciones eucarísticas.
De un país que sólo parece aportar al mundo sucesos negativos, terribles. Allí se asentó el
Opus Dei hace algunas décadas, y cuenta un clero de sacerdotes blancos (muy pocos) y negros
(la mayoría), con fieles negros que hacen apostolado entre la gente, muchísima gente, del
color propio del África subsahariana.
Emmanuel, el paterfamilias, está empleado en una plataforma petrolífera. Pasa dos semanas
en altamar y otras dos semanas en casa, así sucesivamente a lo largo del año. Cuando se
encuentra en la plataforma, convive con compañeros católicos, cristianos, musulmanes y
animistas. Durante esos quince días no puede recibir ningún sacramento, tampoco atención
espiritual, pero cuando acaba su turno de doce horas se retira a rezar. Sus compañeros lo
saben. Y le respetan. Él también respeta los credos de los demás y sus tiempos de oración. De
hecho, ha fraguado muy buenas amistades con muchos de ellos, sin importar cuál sea su fe ni
la categoría de su empleo. Y una vez a la semana –los domingos-, después del trabajo, se reúne
con un buen grupo para celebrar la liturgia de la Palabra y dirigir una catequesis.
Lucy, su esposa, lleva las riendas de ese hogar en el que hay tantas ausencias. Es también
catequista y mantiene estupendas relaciones con mujeres de todos los credos. En su casa se da
gracias a Dios en cada comida, con el corazón puesto en aquellos compatriotas a los que no les
resulta sencillo llenar el plato todos los días. Lucy acude diariamente a la Iglesia, a una hora –
por cierto- que roza la madrugada. Y busca la protección de María mediante el rezo del
Rosario. Es fácil darse cuenta de que gracias a Lucy se multiplica el amor que de por sí traen los
hijos. Con ellos visita los orfanatos de su ciudad y atiende a sus familiares, con el
convencimiento de que cumplir el cuatro mandamiento de la Ley de Dios (“Honrarás a tu
padre y a tu madre”) es un dulce precepto, más que una obligación.
La Iglesia universal –todos esos países en los que Don Álvaro sembró la presencia de Cristotiene un nuevo intercesor. Así lo sentí al ver cómo, después de la fórmula canónica de su
proclamación, se descorría la primera imagen de quien ahora sabemos que vive junto a Dios
para cuidar de los hombres, para alegría de los ángeles y de todos los santos. Entonces me
asaltaron las lágrimas y las dejé correr, ya que son demasiado excepcionales las veces que
lloramos de alegría.
<<Estas crisis mundiales son crisis de santos>>, decía San Josemaría. Probablemente la crisis
continúa (basta echar un vistazo al periódico, basta encender la televisión a cualquier hora del
día, basta padecer la miseria de tantos políticos corruptos, basta sufrir la rebelión de las masas
en contra de la vida de los más débiles, y las guerras, y las persecuciones, y la pobreza, y la
soledad…), pero aquí y allá se van prendiendo las candelas de aquellos hombres y mujeres que
vivieron con la intensidad que sólo regala el heroísmo, un heroísmo discreto, tan discreto que
muchas veces no tiene otro escenario que las paredes de un hogar, que la sencillez de un aula,
que los vapores de una cocina… Ese heroísmo la Iglesia lo eleva, por voluntad de Dios –que es
quien actúa a través de sus predilectos-, para que su fuego alumbre y dé calor, para que el
bien que sus protagonistas destilaron durante los años de su paso por la tierra, ayude a ahogar
con alegría tanto mal.
<<Estas crisis mundiales son crisis de santos>>, decía San Josemaría. Pienso que ahora son
menos las crisis, porque son más numerosos los santos.

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