PEDRO DE CAMPROBIN Y PASANO

Transcripción

PEDRO DE CAMPROBIN Y PASANO
 PEDRO DE CAMPROBIN Y PASANO
(Almagro, 1605-Sevilla, 1674)
“Salvilla de peltre con lirios, anémonas y caléndulas”
“Salvilla de peltre con rosas y peonía”
Óleo sobre lienzo
27,8 x 40,5 cm cada uno
Firmado el primero: P de Camprovin Passano f. 163[?]8
Bibliografia:
Alfonso E. Pérez Sánchez, Pintura de bodegones y floreros. De 1600 a Goya, cat. Exp.
Madrid, Museo del Prado, Salas de la Dirección General de Bellas Artes, Ministerio de
Cultura, 1983, pp. 77-78 y 88-90.
Peter Cherry, Arte y naturaleza: el bodegón español en el siglo de oro, Madrid,
Fundación de apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 1999, pp. 262-267 y 551-553.
Pedro de Camprobín representa un caso singular y a la vez prototípico entre los
especialistas de la naturaleza muerta en la España del Barroco. Su singularidad radica en
su personal equilibrio entre lo refinado y lo humilde, creando amables imágenes de
sentido decorativo en las que una apariencia sencilla destila a la vez elegancia.
Describía lo menudo y cotidiano con aire ingenuo y exquisito al tiempo, como bien se
puede comprobar en esta sugestiva pareja de bodegones. En cuanto a su faceta más
canónica o general como pintor, se estableció dentro de las pautas generales de su oficio
y de su especialización en un género tan concreto. Así organizó un repertorio de
motivos florales mezclados con escogidas piezas de menaje que repitió y combinó para
satisfacer los gustos de sus clientes. Tanto es así que su éxito le permitió establecer un
auténtico monopolio en Sevilla. De ello también estos pequeños cuadritos son ejemplo
sobresaliente.
Camprobín fue un artista de cierta longevidad para su época. Nacido en una población
de La Manchego, desde niño hubo de estar acostumbrado a los objetos ricos y al trabajo
en un taller, pues su padre era platero. Su primera educación artística tuvo lugar en
Toledo, uno de los centros pictóricos más importantes en el arranque del siglo XVII,
además en el taller del más relevante pintor tras la desaparición del Greco, Luis Tristán.
En su obrador permaneció entre 1619 y 1624, pero curiosamente abandonó para siempre
el ámbito castellano para viajar a Andalucía, donde desarrollaría su peculiar manera
pictórica, completamente alejada de la de su maestro. Seguramente buscó la prosperidad
del puerto de Indias, a orillas del Guadalquivir, dejando una Toledo que empezaba su
decadencia eclipsada por la corte de Madrid.
Se estableció en Sevilla en torno a 1628, año en el que casa con la hija de un pintor. Allí
también se relacionó con artistas como Alonso Cano y el especialista en bodegones
Francisco López Caro. Todo ello muestra su completo grado de adaptación al medio
artístico de su nueva ciudad, que culminó en 1630 cuando aprobó el examen para
ejercer como pintor de imaginería. Esto le facultaba para la pintura de figuras,
esencialmente imágenes religiosas que eran las más demandadas, de las que dejó
contados ejemplos. No obstante su producción se decantó claramente hacia la naturaleza
muerta en la que alcanzó una fama que sobrepasó su tiempo. Al inicio del siglo XIX el
erudito ilustrado Juan Antonio Ceán Bermúdez seguía ponderando «la ligereza con que
dibuxaba las flores, frutas y confituras Pedro de Camprobin». Esa predilección hacia un
tema considerado menor entre sus contemporáneos no fue impedimento para que sus
colegas de profesión reconocieran su valía, siendo uno de los fundadores de la
Academia de pintura y dibujo de Sevilla; agrupación liderada por Murillo y Herrera el
Mozo con la que los artífices hispalenses buscaron establecer un método de enseñanza
artística de inspiración italiana.
Dentro de la pintura de flores, el motivo principal de sus obras, Camprobín desarrolló
diversas tipologías que iban desde aparatosas organizaciones escenográficas, con
distintos niveles y varios objetos, a piezas de mayor concentración. A estas últimas, de
tamaño menor y pensadas para ser combinadas con otras en las residencias de sus
comitentes sevillanos, pertenecen estos pequeños lienzos con salvillas rebosantes de
flores. Su delicado dibujo, tan adecuado para la representación de la fragilidad de los
pétalos y hojas, así como la cuidadosa aplicación del óleo en toques breves demuestran
inmejorablemente esa «ligereza» de factura tan celebrada por Ceán. Pese a las escuetas
dimensiones de las telas, tan adecuadas para la concentración de los motivos en un
pequeño espacio, Camprobín optó por una visión diáfana, en la que el aire circundante
es surcado por una mariposa. La severa frontalidad de las salvillas, centradas en una
mesa de madera cuyo borde discurre en paralelo al marco del cuadro, es mitigada con la
viveza del color y la variedad de formas de las especies florales. No obstante el eje de
simetría siempre queda patente, pues incluso las ramillas o flores que han caído sobre el
tablero aparecen armónicamente dispuestas a cada lado del improvisado florero. Eso sí,
sobresaliendo del límite de la mesa para retar, siquiera simbólicamente, la perspicacia
del observador. Simbólicamente, porque es evidente el pictoricismo de su concepción,
pues recrea un motivo grato y colorista sin un afán mimético.
Ambos comparten el mismo tono elegante y curioso, pues se sirve de una pieza de
orfebrería destinada a soportar vasos y otros recipientes de menaje, pero aquí usada
como lujosa peana para las flores. Una suerte de guiño sofisticado y ameno, en el que
ensalza en una «peana» la riqueza humilde de los jardines, llevada artificiosamente al
interior de la casa. Las especies representadas son las habituales tanto en sus cestillos
como en sus floreros de mayor empaque, en los que también juega con el contraste entre
el metal de jarrones labrados y la fresca calidad de las plantas. Aquí los sutiles empastes
deshechos imitan igual los reflejos sobre la aleación plateada, con contenido efectismo.
Son obras de absoluta madurez de Camprobín que, de ser correcta la lectura de la fecha
que acompaña la firma, estarían entre las primeras fechadas de su producción.

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