Gabriela Videla Don Sergio Méndez Arceo – Un Señor Obispo Dos

Transcripción

Gabriela Videla Don Sergio Méndez Arceo – Un Señor Obispo Dos
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Gabriela Videla
Don Sergio Méndez Arceo – Un Señor Obispo
Dos obras luminosas han estado debajo del celemín, del almud, o de la cama, por muchos
años, en lugar de estar en el candelero para que alumbren a los de la casa (Mc 4,21-25). No
alcanzo a determinar el porqué. ¿Secuestro?, ¿autoeliminación?, ¿ambiente generalizado de
censura y de autocensura asumida?, ¿la sociedad del espectáculo, de la que ha hablado el
más reciente Nobel de literatura, no tiene cabida para visiones profundas?, ¿emboletados
más en el hacer que en el cultivo del ser profundo?
Me estoy refiriendo concretamente a dos luminarias. Una: Los Diálogos con Cristo de
Gregorio Lemercier. No sé si en francés existen otras ediciones posteriores a la primera.
Obra mística (hermosísima relación familiar, de discípulo identificado con su Maestro, en
constante búsqueda, dentro de la Nube del no-saber ante el Misterio del alma humana,
habitada); sonda que se abisma en el corazón del monje que, con la meta de ser cristiano
auténtico, trata de configurar su Conciencia con la Presencia e Inocencia de Cristo;
testimonio claro, sin ambages, de la posibilidad graciosa, llena de Gracia, de hacer que el
monasticismo añejo renazca en personas que se atreven a encarar las cenizas que se les
metieron del mundo; ejemplo de oración que toca heridas del mundo actual con el bálsamo
del Oficio de las Horas, colección invaluable de muestras de la herencia de oración de tres
mil años que tiene la iglesia, muchas veces, en el baúl; Palabra Dominical rumiada, grito de
la conciencia que se forja en el silencio; obra importantísima para quien busca que la
palabra no se vacíe de la cosa, como decía el Nobel de Literatura inmediatamente anterior
a éste. Lemercier nos deja, en esta obra sepultada, el camino para recuperar la Palabra con
cimiento y con amplios horizontes de humanización en Cristo. Para ilustrar su valor y la
necesidad de rescatarla, me permito citar a un moderno rescatador del silencio, Ramón
Andrés (No sufrir compañía – Escritos místicos sobre el silencio (Siglos XVI y XVII).
Barcelona, Acantilado, 2010):
La presencia de los “Padres del yermo” fue, pues, decisiva para la espiritualidad de
los místicos de Occidente y para señalar también en qué manera, con qué austeridad
debe engrandecerse el interior humano. Por eso el monasterio, o mejor aún, la celda,
podía representar la traslación del desierto, un espacio privado, el lugar solitario de
la lectura, el remanso que favorece “no sufrir compañía” (…) “Es gran cosa no estar
junto a nadie –dice Teresa de Jesús-, ni hablarse si se desea poner cimiento”. (…)
No es anecdótico que estos pensamientos surjan intensamente durante el siglo XVI,
cuando la existencia se había convertido ya en una brecha, en una realidad fisurada.
El libro podía empezar a entenderse, al igual que ahora, como un desierto, un
monastérion, una clausura, una ventana entre las manos. Porque el libro era y es, a
la vez un receptáculo, una forma de derecho al silencio. En la obra maestra que es
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En el viñedo del texto (Etología de la lectura: un comentario al “Didascalion” de
Hugo de San Víctor, México, D.F., 2002, p.75), Iván Illich cuenta que en aquella
forma de religión, tan relacionada con la lectura, descansa una de las bases
sustanciales del espíritu de Occidente. (…) Desde este “derecho al silencio” es
posible despertar el oído interior, avivarlo. (…) Esta es la razón por la cual el
referido Illich arguye que para el lector moderno la mente es análoga a la pantalla
sobre la que se proyecta la página, cuya imagen, de pronto ante cualquier
eventualidad o distracción, puede esfumarse. No sucedía así al lector monástico:
estar ante un libro no resultaba accesorio, sino que conformaba su existencia misma
y suponía un hecho incluso físico, “carnal”, un pulso, un ritmo, un sonido que ponía
en su boca para bisbisearlo. Es revelador que los monasterios, que precedieron a las
universidades en el cultivo del saber, fueran descritos a menudo como los “hogares
de bisbiseantes y masticadores”. (p.44)
Urge, pues, rescatar del silencio culposo esta joya de la Palabra vertida y encontrada en el
libro del corazón.
La otra perla hasta ahora escondida es, por supuesto, la obra de Gaby Videla que ha sido
fuente de revisión de la conciencia comunitaria durante este largo acallamiento de don
Sergio. Por lo menos para mí que, por eso, le insistí varias veces a Gaby dar atención al
vacío que se vivía sin su libro. Mi copia la usé para varios trabajos; se me hizo referencia
para entender la vivencia ida de d. Sergio.
La palabra de D. Sergio también es fruto de un silencio contemplativo que lo hacía pensarse
como persona que vivió una “conversión insensible, sin brincos, no pegué un brinco de un
momento a otro, entre otras cosas porque soy muy lento para convencerme de algo. Me voy
convenciendo y voy cambiando. Me cuesta mucho trabajo decidirme por algo, soy un poco
lento para decir: ¡este es el camino!, pienso mucho las cosas antes de hacerlas. Ni siquiera
las digo.” Sabemos que no era lento para pensar; era profundo para pensar. De esa
profundidad meditativa su narración se hizo práctica revolucionaria. La meditación y la
revolución no están reñidas. Fray Gustavo Gutiérrez, al coincidir con d. Sergio en
Managua, en octubre de 1980, a un año y medio del fallecimiento, a los 38 años, del
teólogo peruano Hugo Echegaray, le dedicó una copia del libro de éste escribiéndole: “Para
Don Sergio Méndez Arceo que ha sabido señalar nuevos caminos en el seguimiento a la
práctica de Jesús en América Latina”. El título del libro es La práctica de Jesús, copia que
le regaló a Ana Luz Padillarias, el 24 de diciembre de 1987, como uno de los muchos
detalles cariñosos que d. Sergio fue aprendiendo a tener, especialmente con las mujeres. Su
palabra fue rumiada e implementada en prácticas arrojadas y provocadoras, educativas del
pueblo al que siempre consideró altamente educado y educable en la Palabra. Gaby supo,
con mucha agudeza y mucha habilidad, poner a d. Sergio a manifestar su práctica en su
narración. En la entrevista lo puso a hacer su narración vital, pastoral, abierta, sin tapujos,
horizontal y vertical, amplia con todos los horizontes, más allá de lo religioso. Ese es un
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servicio de la entrevistadora: mostrar la narración para que, quien lea, se meta a ese cauce
de la narración con su propia narración. Ante la narración de d. Sergio, quien lee, identifica
su propia narración y recibe la invitación a meterse, de fundirse con esa otra narración. Así
d. Sergio se deja ver como discípulo de la práctica de Jesús y se deja llevar,
contemplativamente, insisto, por la narrativa de este pueblo peculiar zapatista de Morelos
que fundió con d. Sergio su propia narración.
Gabriela se hizo desentrañadora de la parábola que es d. Sergio. D. Sergio expuso su
parábola, como Jesús que no les hablaba a sus discípulos sino en parábolas (Mc 4,33-34),
para, luego, en su libro, Gabriela la expusiera para que nosotros hiciéramos el ejercicio de
escudriñadores de parábolas. Todo en la vida de d. Sergio se le convirtió en parábola a
desentrañar; era un placer doloroso como el que ejercitaba en su mesita del corredor con su
tablero de ajedrez, siempre llamándolo para responder a un acertijo diferente, copiado del
periódico o de los campeones de ajedrez.
No recuerdo cuándo Gaby o si Gaby o alguien me platicó que esa entrevista se hizo
acompañada de empanadas chilenas, de puro y de vino de los Andes chilenos. Como sea,
pero Gabriela gozó, no sólo la auto narración de d. Sergio, sino su mirada inquisidora,
profunda, que contenía abismos y buscaba los abismos de la alteridad, en personas y en
acontecimientos, vehículos de la Palabra. D. Sergio no creía en que los acontecimientos
eran designio de Dios; pero sí que contenían designios de Dios a desentrañar. En sus
palabras se ve ese buceador de misterios incansable para, en medio de ellos, encontrarse
con su Señor Jesús. “El Señor Jesús” era su expresión que manifestaba su mística de
identificación de amistad y compañerismo con Jesús en la construcción del Reino de su
Dios Padre.
Admirable me parece el trabajo de Gaby por que muestra un aspecto de la masculinidad de
d. Sergio que, lejos de misógeno, mal de muchos clérigos, se desarrolló como varón
acompañado de mujeres varias interlocutoras. Cito aquí a la madre María Amada,
fundadora de las hermanas del Juana de Arco con quien, según su otra buena amiga, la
madre Estela Kuri, pasaba bunos tiempos conversando de cabeza a cabeza y de corazón a
corazón. Pienso en su amiga Mónica Errejón; en Licha Guzmán y otra mujeres del especio
amplio de los procesos latinomericanos de la liberación. No exagero en decir que la
experiencia de masculinidad célibe de d. Sergio pasó por un proceso que la suya se
convirtió en una masculinidad ransfigurada por la ternura e intuición de las mujeres; ni más
ni menos como Jesús que se dejó impactar por ellas.
Luis Suárez fue interlocutor privilegiado de d. Sergio para asuntos políticos y coyunturales
de la cultura; Gaby fue examinadora de su ser más profundo. Le he insistido a Lya
Gutiérrez Quintanilla que a mí me hubiera gustado una entrevista de ella con d. Sergio, en
persona, pero, como ni d. Sergio, ni Lya, se manejan por los hubiera, me insiste en
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responder que ella, desde otro punto de vista, de otro modo, por demás intuitivo y
profundo, lo está haciendo.
Este libro me ha servido a mí constantemente como referencia y como nivelador de mi
visión de d. Sergio. Estando uno metido en la misma narrativa, no percibe cosas que ella
apunta como luz para este caminar de oscuridad densa y terriblemente larga.
José Luis Calvillo Esparza
29 de octubre 2010

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