historia contemporánea i

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historia contemporánea i
HISTORIA CONTEMPORÁNEA I
CAPÍTULO II. DESDE 1914 HASTA 1945
a) La I Guerra Mundial
b) La era de las dictaduras
c) Anticolonialismo en Asia y África
d) La crisis del pensamiento
e) Desarrollos iberoamericanos
f) Los felices años 20
g) La II Guerra Mundial
a) LA I GUERRA MUNDIAL
"Recuerdo -le contó el 24 de julio de 1914 Albert Ballin, un influyente hombre de negocios
alemán a Churchill, entonces ministro de Marina británico- que el viejo Bismarck me dijo un
año antes de morir que, un día, la gran guerra europea estallaría a causa de alguna maldita
estupidez en los Balcanes". Cuando la conversación tenía lugar, la "maldita estupidez" ya se
había producido. El 28 de junio de aquel año, un joven estudiante serbio de 19 años, Gavrilo
Princip, vinculado a la organización nacionalista clandestina Mano Negra había asesinado en
Sarajevo (Bosnia-Herzegovina) al heredero del trono austro-húngaro archiduque Francisco
Fernando y a su esposa, la duquesa Sofía. La imprudencia y la casualidad habían sido factores determinantes. Primero, porque la visita de Francisco Fernando a Sarajevo fue una obstinación personal pues le había sido desaconsejada por razones de seguridad. Y porque, ya
en la capital bosnia, el archiduque insistió en continuar con los actos programados para la
jornada incluso después que se produjera un primer atentado, al lanzar los terroristas (eran
cuatro) una bomba contra su automóvil, hiriendo a 20 personas. Segundo, porque un error
del conductor de ese mismo vehículo hizo que, horas después, retornando de uno de aquellos actos desviase su trayectoria y fuera a detenerse prácticamente junto al joven Princip
(que había huido desconcertado y desalentado tras el fracaso del primer atentado). El carácter azaroso del atentado reforzaba -sobre todo vistas las catastróficas consecuencias que
tendría- la tesis de la "estupidez balcánica" del viejo Bismarck. La guerra, además, no estalló
de inmediato. Incluso, en un primer momento el atentado de Sarajevo pareció algo remoto e
irrelevante. Se dijo que el subdirector de la agencia de prensa Reuter de Londres pensó que
el mensaje urgente que le llegó vía París transmitía el resultado de una carrera de caballos:
Sarajevo (1°), Fernando (2°), Asesinado (3°). A Stefan Zweig, el escritor vienés, la noticia le
sorprendió en Baden, cerca de Viena, y pudo comprobar que el asesinato no produjo pesar, que
la gente charlaba y reía en los paseos como de usual, y que a última hora de la tarde la música
había vuelto a sonar en los lugares públicos.
Churchill, Winston Leonard S.
Hijo de lord Randolph Churchill y de la norteamericana Jennie Jerome, nació en el Palacio de
Blenheim en 1874, propiedad de su abuelo, séptimo duque de Marlborough. En su autobiografía describe su infancia como una época de bienestar y felicidad, cuidado con mimo por
su madre, sólo turbada por su ingreso en un internado en Ascot. Posiblemente el alejamiento
de su hogar influyera en sus malas calificaciones y en su conducta rebelde, pues el joven
Churchill era objeto de frecuentes castigos y despreciaba el estudio. Su escaso interés por
los estudios continuó posteriormente, pues al ingresar en la escuela de Harrow fue incluido
en el grupo de alumnos con menor nivel académico. En el mismo sentido, suspendió dos veces su examen de ingreso en la Academia Militar de Sandhurst, si bien en la tercera ocasión
en que lo intentó sí logro aprobarlo. En esta institución, Churchill experimentó una profunda
transformación en su conducta, pues comenzó a manifestarse como un joven disciplinado y
trabajador, que pronto comenzó a descollar entre sus compañeros. Posteriormente ingreso
en el Cuarto de Húsares, uno de los más famosos regimientos del ejército británico, con los
que combatió en Cuba, la India y el Sudán, aprendiendo lecciones prácticas que muy bien
hubieron de servirle más adelante cuando, siendo ya Primer Ministro, hubo de dirigir al país
durante la II Guerra Mundial. Su entrada en política se produce en 1898, tras abandonar el
ejército y solicitar el ingreso en el Partido Conservador. Un año más tarde se presenta sin
éxito a sus primeros comicios, por lo que decide marchar a Sudáfrica como corresponsal del
diario Morning Post en la guerra de los boers. Una peripecia en principio desafortunada le
será favorable: es hecho prisionero y trasladado a Pretoria, pero logra escapar recorriendo
cuatrocientos kilómetros y regresa a Inglaterra como un héroe, siendo su nombre reflejado en
la primera plana de todos los periódicos. Un año más tarde repite su experiencia electoral
anterior, y, esta vez sí, obtiene la tan deseada acta de diputado. Tiene veintiséis años y una
demoledora carrera política por delante. Como Parlamentario, destacó por su oratoria y su
despliegue de buen humor, pero su carácter independiente no tardó en granjearle algunas
enemistades, incluso entre sus compañeros de partido. Con ello, Churchill se aseguraba una
buena dosis de publicidad, pues sus alocuciones eran esperadas a causa de su tono polémico y controvertido. Nombrado subsecretario de Colonias y ministro de Comercio en un gobierno liberal, hizo gala de sus grandes dotes para interpretar la realidad y prevenir acontecimientos posteriores. Así, sus previsiones sobre el desencadenamiento de la I Guerra Mundial y el curso que habría de tomar, despreciadas por los militares, se fueron cumpliendo
paulatinamente y le ganaron fama de dirigente sensato y capaz. Tras ser nombrado lord del
Almirantazgo, dedicó su esfuerzo a modernizar la armada británica, promoviendo la sustitución del carbón por el petróleo como combustible y mandando instalar grandes cañones en
todos los buques. Inició también la puesta en marcha de un grupo de aviación y fomentó la
creación de los primeros tanques ingleses, destinados a combatir el tremendo potencial alemán. Preludio de lo que acontecerá en el futuro, final de la contienda hará que Churchill sea
alejado del primer plano de la vida política. En 1924 regresa a las filas conservadoras y, un
año más tarde, se encarga de la cartera de Hacienda del gobierno de Baldwin, precisamente
en una época en la que la crisis económica se instalará en Inglaterra. Los tumultos se suceden, las huelgas se multiplican y los malos resultados económicos provocan su enfrentamiento con lo miembros de su propio partido, quienes critican su conservadurismo a ultranza.
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Acosado, decide retirarse de la política (1929) y dedicarse a escribir y a la pintura, bajo el
seudónimo de Charles Morin, cosechando algunas críticas como la de Picasso. Aunque alejado de la primera fila política, no abandonó su escaño en el Parlamento, aunque se estrella
y capacidad de influencia parecía haber decaído definitivamente. El ascenso de Hitler al poder en Alemania y el subsiguiente apogeo de los fascismos en Europa fue ocasión para que
Churchill comenzara a recuperar el protagonismo perdido, pues empezó a realizar intervenciones en las que advertía del peligro nazi y de la necesidad de preparar a Inglaterra para la
lucha. Muchas veces sus intervenciones no fueron bien entendidas por la confiada Gran Bretaña, hasta que la firma en 1938 del Acuerdo de Munich, mediante el cual Inglaterra y Francia eran obligadas a ceder ante Alemania, hizo ver a muchos la capacidad de anticipación de
que Churchill había hecho gala. Tras la invasión de Polonia por parte de Alemania el 1 de
septiembre de 1939, Francia e Inglaterra declararon la guerra al Estado nazi y Churchill fue
puesto de nuevo al frente del Almirantazgo británico. Aclamado en su reingreso al Parlamento, las malas perspectivas que el desarrollo de la contienda parecían deparar a Inglaterra,
hicieron que fuera nombrado Primer Ministro el 10 de mayo de 1940. Su discurso, una nueva
premonición acertada, ofrecía "sangre, sudor y lágrimas", al mismo tiempo que exigía el sacrificio del pueblo inglés para vencer la Guerra. Desde su puesto, organizó una eficaz política
de resistencia ante la adversidad, como la carencia de alimentos, los ataques alemanes o las
muertes en combate. Sin duda, fue uno de los elementos que permitieron mantener alta la
moral del pueblo británico en las horas más bajas, como cuando Londres era bombardeado y
amenazado de invasión por las tropas alemanas. En respuesta, Churchill creó un gobierno
de unidad nacional, eliminando las diferencias partidistas, y creó el ministerio de Defensa
para racionalizar el esfuerzo bélico. Acosada Francia, Gran Bretaña quedaba en solitario
frente al poderoso ejército alemán, por lo que los esfuerzos de Churchill se encaminaron a
conseguir la entrada en guerra de la Unión Soviética, que había firmado un pacto de no
agresión con Alemania, y de Estados Unidos, reacios a intervenir en un conflicto lejano y no
bien entendido de principio. Ambos objetivos se cumplieron, manteniendo reuniones con sus
ya aliados Stalin y Roosevelt. Al mismo tiempo, desplegó un vigor y capacidad de trabajo
inagotables, dedicando a la dirección del país hasta dieciséis horas diarias y transmitiendo
coraje y entrega al resto de la nación. Ganada la guerra, el mismo día de la victoria inglesa
fue objeto en el Parlamento de la más grande ovación nunca producida en ese lugar. Sin
embargo, apenas dos meses después fue derrotado en las siguientes elecciones, probablemente porque los votantes valoraron las aptitudes de Churchill para dirigir y gestionar un país
en guerra, eligiendo otro tipo de política para tiempos de paz. Continuó como jefe de la oposición, siendo el primero en acuñar el término "telón de acero" para subrayar la división de
Europa en dos partes -comunista y capitalista- y abogando por la creación de unos Estados
Unidos de Europa. En 1951 regresó al cargo de Primer Ministro tras la victoria conservadora,
siendo dos años más tarde premiado con el Nobel de Literatura por su obra Memorias sobre
la Segunda Guerra Mundial. Dimitió de su cargo en abril de 1955, sintiéndose ya viejo y cansado, tras ser nombrado por Isabel II Caballero de la Jarretera y rechazar su nombramiento
nobiliario a fin de seguir siendo miembro de la Cámara de los Comunes. Reelegido en 1959,
rechazó presentarse a las elecciones de 1964. Falleció el 24 de enero de 1965, siendo re cordado como el gobernante británico más trascendental del siglo XX y uno de los más importantes a nivel mundial.
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Bismarck, Otto von
Estadista alemán hijo de un capitán de caballería retirado que en su periodo universitario
cursó derecho en Berlín y Gottingen. Desempeño diferentes ocupaciones a lo largo de su
vida. Cómo político perteneció al Parlamento de Prusia. Fue su representante en la Dieta de
los países alemanes en Francfort. Como diplomático fue embajador de Prusia y Francia. Y
por supuesto ejerció como militar. A finales de 1862 asumió los cargos de Primer ministro y
ministro de Asuntos Exteriores. En 1864 derrotó a Dinamarca quitándole los ducados de
Schleswig y Holstein y en 1866 se enfrentó a Austria en la victoria de Sadowa, otorgando ese
mismo puesto relevante en las vidas alemanas que los austriacos habían tenido a Prusia.
Entre 1870-71 la Confederación del Norte de Alemania, que el propio Bismarck había creado,
derrotó a Francia en la Guerra Franco-Prusiana. Se configuró entonces el Gran Imperio Alemán del que fue nombrado primer canciller. Intentó aumentar el poder del Imperio por medio
de ataques al partido socialdemócrata con leyes excepcionales, tomando algunas leyes sobre retiro obrero y luchando contra el partido católico (Kulturkampf). Esto ocurrió entorno a
1878. Llevó a cabo la Triple Alianza formada por Italia, Austria y Alemania así como otros
pactos y alianzas. Se hubo de retirar del poder cuando Guillermo II accedió a la corona por
problemas personales entre ambos. Recibió tanto honores militares como nobiliarios.
Habsburgo, Francisco Fernando
Heredero de las propiedades de la casa de los Habsburgo, se convierte en sucesor al imperio
Austrohúngaro. Continuó la política expansionista con la anexión de Bosnia-Herzegovina, lo que
provocó ciertas tensiones dentro del Imperio. En 1914 realiza junto con su esposa una visita a
Bosnia y el 28 de junio de ese mismo año ambos son asesinados en Sarajevo a manos de
Gavrilo Prinzip, un estudiante de Servia. Este sería el detonante de la Primera Guerra Mundial
desde el momento en que Austria tomar cartas en el asunto y anula los contactos con Servia y
luego ocupa este territorio.
Zweig, Stephan
Hijo de un poderoso industrial recibió una esmerada educación. Durante sus años de juventud
recorrió Europa, trabajando como traductor y colaborando en distintas publicaciones. Cuando
estalló la Primera Guerra Mundial manifestó su posición pacifista. Ante la implantación, cada vez
mayor, de las fuerzas nazis en Austria emigró a Londres. En 1942 se suicida junto con su esposa
en Río de Janeiro durante la celebración de los carnavales. De su producción literaria destaca
"Cuerdas de plata", un ejemplar donde reúne su poesía, y novelas como "Jeremías", "Amok", "El
jugador de ajedrez" o "La confusión de los sentimientos". También escribió las biografías de
algunos
de
los
personajes
más
grandes
de
la
literatura
Dickens, Balzac y Dostoievski-.
Causas de la guerra
La guerra, en otras palabras, pudo haber sido evitada. Pero no fue así. El 23 de julio, casi un
mes después del asesinato de Sarajevo, Austria-Hungría presentó un durísimo ultimátum a
Serbia, a la que responsabilizaba del atentado (con alguna razón, pues los servicios de inteligencia serbios, dirigidos por el coronel Dimitrijevic, probablemente estaban detrás de la Mano Negra). Austria-Hungría demandaba a Serbia, entre otras cosas, que en 48 horas hiciese
público el reconocimiento de su participación en el atentado de Sarajevo, pusiese fin a toda
propaganda paneslava y anti-austriaca, permitiese la participación de la policía austriaca en
la investigación del atentado dentro de la propia Serbia y prohibiese organizaciones nacionalistas como la Mano Negra que, legales en Serbia, operaban en la clandestinidad en BosniaHerzegovina. Cumplido el plazo, y al considerar la respuesta serbia como una aceptación
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"parcial e insuficiente" del ultimátum, el día 28 Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia.
Pero el día 30, Rusia, que el 27 había decretado la movilización parcial de sus tropas, ordenó
la movilización general de sus ejércitos, lo que le situaba en virtual pie de guerra con AustriaHungría. Al día siguiente, 31 de julio, Alemania, aliado de Austria-Hungría desde 1879, pidió
a Rusia que detuviese la movilización, y su embajador en París preguntó a Francia -aliado de
Rusia desde 1894- sobre su actitud en caso de conflicto. El 1 de agosto, Alemania, ante la
negativa rusa a su petición, declaró la movilización general y con ello, la guerra a Rusia.
Francia respondió ordenando a su vez horas después la movilización de tropas. El 2, Alemania invadió Luxemburgo y solicitó a Bélgica derecho de paso para sus ejércitos. El 3, declaró
la guerra a Francia y finalmente, el 4 de agosto, después que Alemania iniciase la invasión
de Bélgica, Gran Bretaña, como garante de la neutralidad de esta última acordada en 1839,
declaró la guerra a Alemania. El ciclo se cerró cuando el 6 de agosto Austria-Hungría declaró
formalmente la guerra a Rusia, y cuando el día 12, Gran Bretaña y Francia lo hicieron con
Austria. En octubre de 1914, Turquía entraría en guerra del lado de "los poderes centrales" y
en septiembre de 1915, lo haría Bulgaria. Por el contrario, Japón (23 de agosto de 1914),
Italia (23 de mayo de 1915), Portugal (10 de marzo de 1916), Rumania (27 de agosto de
1916), Estados Unidos (6 de abril de 1917) y Grecia (27 de junio de 1917) se unieron a "los
aliados" que, a cambio, perdieron Rusia tras el triunfo de la revolución bolchevique en octubre de 1917. Sólo España, Suiza, Holanda, los países escandinavos y Albania permanecieron, por lo que se refiere a Europa, neutrales. Los mismos hechos revelaban ya las "causas
inmediatas" de la guerra. El detonante de ésta fue, además del asesinato de Sarajevo, la declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia (28 de julio). Y la razón de la generalización
del conflicto -pues todo pudo haber quedado en una "guerra local", en otra guerra balcánica
como las de 1912 y 1913- estuvo en el "funcionamiento automático de movilizaciones y mecanismos de alianzas" establecidos por las potencias a lo largo de los años. Finalmente, la
puesta en marcha por Alemania (4 de agosto) del "plan Schlieffen" (diseñado en 1892, aprobado en 1905 y modificado por Moltke en 1911) hizo imposible la localización del conflicto.
En buena medida, la guerra se precipitó por gravísimos errores de cálculo cometidos por los
responsables de las tomas de decisiones diplomáticas y militares de los distintos países, esto
es, por los responsables de Exteriores y sus asesores, y por los jefes de los Estados Mayores y sus colaboradores militares. Por lo menos, Austria-Hungría (dirigida por su ministro de
Exteriores Berchtold y el jefe del Ejército, Conrad von Hotzendorf) erró totalmente al creer
que Rusia no apoyaría a Serbia y pensar que el respaldo de Alemania disuadiría a otros países de intervenir. Alemania, donde las decisiones fueron tomadas más por Moltke, jefe de
Estado Mayor, y por los jefes del Ejército que por el propio canciller Bethmann-Hollweg, se
equivocó al apoyar a Austria-Hungría contra Serbia creyendo que ni Francia ni Gran Bretaña
entrarían en guerra por un conflicto en los Balcanes y que Rusia carecía de la preparación
adecuada. Rusia -y sobre todo, su ministro de Exteriores Sazonov- erró al pensar que la movilización rusa en apoyo de Serbia no provocaría respuesta de Alemania. Visto que en agosto
de 1914, Alemania, y en especial su canciller, no querían una "guerra europea" (aunque sus
dirigentes pensaban que era preciso frenar a Serbia en los Balcanes); visto que Francia, a
pesar del nacionalismo de su nuevo Presidente, Raymond Poincaré, seguía favoreciendo
una política internacional basada en el equilibrio de poder entre los dos bloques (la "entente"
Francia-Rusia-Gran Bretaña y la "alianza dual" Alemania-Austria-Hungría), las "mayores responsabilidades inmediatas" recayeron sobre Austria-Hungría -que no quiso atender ninguna
recomendación para negociar con Rusia el problema serbio ni siquiera de los alemanes- y
sobre Rusia que ordenó la movilización general cuando otros países (Gran Bretaña) propiciaban la reunión de una conferencia internacional para tratar la cuestión y cuando la propia
Alemania estaba tratando de detener a Austria (y a pesar de que Francia pidió a su aliado
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que adoptara posiciones conciliadoras). Pero sin duda hubo "causas y fuerzas históricas profundas" que contribuyeron al estallido de la guerra, o que crearon la situación internacional
que hizo que un incidente local -sin duda, grave- derivase en la mayor conflagración bélica
conocida hasta entonces. Resumiendo, las "causas últimas" de la guerra fueron dos: el problema de los nacionalismos balcánicos y la política exterior de Alemania desde la proclamación de la "Weltpolitik" en 1899. El atentado de Sarajevo revelaba casi a la perfección la potencialidad desestabilizadora de los nacionalismos. Tuvo lugar en la capital de una provincia
(Bosnia-Herzegovina) de mayoría serbia anexionada en fecha reciente, 1908, por AustriaHungría en lo que vino a ser una provocación al reino de Serbia, que reivindicaba el territorio
como parte de la Serbia étnica e histórica. La víctima del atentado, el archiduque Francisco
Fernando era, paradójicamente, un hombre muy sensible al problema de las nacionalidades:
se mostró al menos dispuesto a estudiar la reorganización del Imperio sobre bases "trialistas"
(Austria-Hungría y Bohemia) y aún "tetralistas" (incluyendo además Iliria, como reino eslavo
dentro del Imperio). Los autores del asesinato, finalmente, eran, como ya se ha dicho, militantes nacionalistas serbios. Y no sólo eso. Las dos guerras balcánicas de 1912 y 1913 fueron provocadas, como también hubo ocasión de ver, por las contrapuestas aspiraciones de
los países balcánicos sobre los territorios europeos del Imperio otomano. Como se recordará,
las reivindicaciones de Grecia, Serbia (apoyada por Montenegro) y Bulgaria sobre Macedonia
originaron la primera de aquellas guerras. La segunda (junio-julio de 1913) fue más complicada. Bulgaria atacó a Grecia y Serbia en desacuerdo con los planes de éstas para el desmembramiento de Macedonia propuestos en las negociaciones que siguieron a la anterior
contienda. Rumania declaró la guerra a Bulgaria en razón de viejos litigios fronterizos entre
ambas. Turquía, regida desde enero de 1913 por militares ultra nacionalistas, quiso aprovechar la apuradísima situación de Bulgaria para recuperar posiciones perdidas ante ese país
en el primer conflicto. El resultado de todo ello fue el engrandecimiento de Serbia, lanzada
desde 1903 a una política abiertamente nacionalista en defensa de los derechos nacionales
de "los eslavos del sur" enclavados en los imperios austro-húngaro y otomano; y como consecuencia, un creciente temor de Austria-Hungría al papel que Serbia podía jugar en la región y una cada vez mayor desconfianza de Austria-Hungría y Alemania hacia Rusia, como
potencia que avalaba el expansionismo serbio en los Balcanes. Los nacionalismos, por lo
tanto, hicieron de los Balcanes el polvorín de Europa. Eso sólo bastaba para dar la razón a
quienes como Halevy vieron en el nacionalismo una de las fuerzas colectivas que trabajaron
para la guerra que estalló en 1914. Las responsabilidades de Alemania -al fin y al cabo, el
artículo 231 del Tratado de Versalles le declaró "culpable" de la guerra- fueron innegables. Al
menos, fue responsable principal de buena parte de la tensión internacional generada en los
años 1900-1914. Su "Weltpolitik" (1899) respondía a una aspiración indisimulada a la hegemonía mundial. La construcción de la escuadra, idea de Tirpitz en 1898, lanzó la carrera de
armamentos y generó una fuerte rivalidad con Gran Bretaña por la superioridad naval. Los
planes de Schlieffen y Moltke suponían el riesgo calculado de guerra con Francia (y probablemente, con Gran Bretaña), por más que se tratara de planes de naturaleza defensiva y
pensados para una guerra rapidísima contra Francia como medida preventiva que impidiera,
precisamente, conflagraciones de gran alcance. Más todavía, la diplomacia alemana provocó
las graves crisis marroquíes de 1905 -visita del Káiser a Tánger- y 1911 -entrada del "Panther" en Agadir-, que reavivaron la tensión franco-alemana y estimularon el revanchismo francés, siempre latente desde la victoria de Prusia sobre Francia en 1870-71. Finalmente, Alemania alentó en 1908 a Austria-Hungría para que procediese a la anexión de BosniaHerzegovina que tuvo, como se ha visto, numerosísimas y peligrosas derivaciones. Peor aún,
la "Weltpolitik" terminó con el sistema de "equilibrio de poder" entre las grandes potencias
basado en distintos bloques de alianzas ideado por Bismarck, sistema que, a falta de una
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organización internacional de naciones para el arbitraje de los conflictos, había regulado las
relaciones internacionales entre 1871 y 1890. La "política mundial" alemana transformó el
sistema bismarckiano en un sistema bipolar (Alemania y Austria-Hungría de una parte; Gran
Bretaña, Francia y Rusia de otra) y llevó, en un mundo crecientemente inestable al aislamiento de Alemania e incluso a su "cercamiento" por Francia y Rusia. Esa fue la situación que por
encima de todas las cosas quiso evitar Bismarck; y esa fue también la hipótesis que inspiró
en 1892 al entonces jefe del Estado Mayor, Schlieffen, su plan de ataque envolvente contra
Francia por Luxemburgo, Bélgica y Holanda -esta última eliminada por Moltke en 1911- para
evitar una guerra en dos frentes contra Francia y Rusia, esto es, el plan que, con la modificación indicada, Alemania puso en marcha el 4 de agosto de 1914. Alemania, en suma, rompió
el equilibrio internacional y provocó una siempre peligrosa bipolarización entre las potencias.
Pero ello no significaba necesariamente la guerra. Además, en julio de 1914, Alemania, cualesquiera que fuesen los errores cometidos por su diplomacia a raíz del atentado de Sarajevo, sólo quería una "guerra localizada", por la que Austria-Hungría recobrase su prestigio en
los Balcanes y por la que se pusiese coto al nacionalismo de los serbios. El sistema, además, había funcionado hasta 1914. Pese a carreras armamentísticas, rivalidades, nacionalismos, crisis ocasionales, conflictos locales y engranajes de alianzas, la paz se mantuvo durante 30 años. Pero aquel sistema se colapsó en julio de 1914. Los elementos (cancillerías,
diplomacias personales, sistemas de alianzas) que lo habían sostenido y protegido durante
años se vieron sometidos ahora a presiones irresistibles y ellos mismos -por errores de percepción y de cálculo perfectamente explicables- desencadenaron las fuerzas que terminaron
por destruirlo.
El equilibrio de fuerzas: 1914-17
El 2 de agosto de 1914, Alemania puso en marcha el "Plan Schlieffen modificado". Ese día,
sus tropas invadieron Luxemburgo, y el día 4, Bélgica, como parte de una formidable operación -7 ejércitos, 1.500.000 hombres, bajo el mando de prestigiosos generales como Von
Kluck, Von Bülow y otros- cuyo objetivo era converger sobre París desde el nordeste. Francia
puso de inmediato en funcionamiento su plan de campaña elaborado por el general Joffre en
1913: una ofensiva de cinco de sus ejércitos por Alsacia-Lorena para avanzar hacia Metz y
penetrar en territorio alemán. El día 6, los ingleses desembarcaron una Fuerza Expedicionaria de unos 150.000 soldados, mandados por el mariscal sir John French, que se posicionó a
la izquierda de las tropas francesas, a lo largo de la frontera belga, entre la costa y Mons. En
el frente oriental, el Ejército ruso -que en total sumaba 30 cuerpos y 2.700.000 hombres- tomó la iniciativa: el 12 de agosto, dos ejércitos, mandados por los generales Rennenkampf y
Samsonov, invadieron Prusia oriental (por el este y el sudeste, en una operación de tenaza)
para atacar al VIII Ejército alemán -200.000 hombres- colocado en misión de contención entre Koenisberg y el Vístula. Mucho más al Sur, tropas austriacas, mandadas por Conrad von
Hotzendorf, avanzaron (10 de agosto) desde Galitzia hacia el Norte, penetrando en territorio
ruso. Al tiempo, un tercer ejército ruso, mandado por el general Ivanov, trataba de salirles al
encuentro cerca de Lwow (Lemberg). Finalmente, otro ejército austriaco -450.000 hombresinvadió Serbia, el 12 de agosto. A pesar de que encontraron fuerte resistencia en Bélgica -no
tomaron Bruselas hasta el 20 de agosto-, los alemanes estaban antes de un mes a las puertas de París. La contraofensiva francesa por Lorena fue contenida en lo que se llamó "la batalla de las fronteras" (14-25 de agosto), y las tropas francesas, que sufrieron enormes pérdidas, se vieron forzadas a replegarse. La Fuerza Expedicionaria Británica hubo también de
retirarse -aunque tras contener y causar graves bajas a sus enemigos- tras entrar en combate con los alemanes en Mons (23 de agosto). El Estado Mayor alemán (Moltke) llegó a pensar que sus tropas habían logrado ya la ventaja decisiva: incluso decidió sacar de allí algunos
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cuerpos de ejército y enviarlos al frente oriental (lo que resultó un grave error) donde, en
principio, los rusos habían arrollado al VIII Ejército alemán. La ofensiva alemana sobre París,
sin embargo, fue contenida. El ejército francés replegado sobre el río Marne (a unos 20 Km.
de la capital francesa) decidió lanzar un contraataque desesperado a partir del 5 de septiembre tras percibir ciertas debilidades posicionales del flanco derecho alemán, formado por los I
y II ejércitos de Kluck y Bülow. El contraataque -diseñado por los generales Joffre, Gallieni,
Foch y Sarrail- fue un éxito. Las tropas francesas, con el apoyo de la Fuerza Británica, lograron abrir una importante brecha en las filas enemigas. El día 9, los alemanes iniciaron la retirada replegándose (13 de septiembre) al norte del río Aisne, donde, mediante un sistema
intrincado y casi inexpugnable de trincheras, alambradas, artillería y ametralladoras, afianzaron la línea. La "batalla del Marne", primera gran operación de la contienda -57 divisiones
aliadas contra 53 alemanas- había salvado a Francia y para muchos fue el hecho decisivo de
toda la guerra. A lo largo de septiembre y primeros días de octubre, los aliados intentaron, sin
éxito, desalojar a los alemanes de sus nuevas posiciones (mientras éstos completaban la
ocupación de Bélgica -donde Amberes había resistido desde el principio- y contraatacaban,
también sin éxito, sobre Verdún, en Lorena). A partir del 10 de octubre, comenzó la carrera
hacia el mar de los dos ejércitos, un intento por ocupar los principales puertos de la costa
franco-belga. Los alemanes ocuparon Ostende pero no pudieron avanzar hacia Calais y
Dunquerque porque volvieron a encontrar la tenaz resistencia del pequeño ejército belga,
que se hizo fuerte en el río Yser (y que, desbordado, anegó la región abriendo las compuertas de Nieuwport). Los alemanes, entonces, desencadenaron un violentísimo ataque contra
la línea aliada por la zona de Ypres (18 de octubre-22 de noviembre) defendida por los británicos que, pese a la intensidad de la ofensiva, mantuvieron la posición (habría, como se irá
viendo, hasta cuatro batallas de Ypres, la última en marzo-abril de 1918). A finales de diciembre (17 al 29), los franceses intentaron a su vez romper la línea alemana, atacando por
la comarca de Artois (Arras-Aubers-Neuve Chapelle) pero fracasaron. El frente occidental
quedó desde ese momento, últimos días de 1914, estabilizado en una larga y sinuosa línea
de unos 700 Km. que iba desde Ostende y Calais hasta Suiza, por el Artois (con el Somme),
Picardía, Champaña (con Reims, entre los ríos Marne y Aisne), Lorena (con Verdún) y Alsacia. Y así permaneció, con los dos ejércitos apostados a lo largo de ella en trincheras fortificadas, separados a veces por distancias inferiores a 1 Km., hasta la primavera de 1918, pese a las numerosas ofensivas y contraofensivas lanzadas por ambos bandos. Las expectativas alemanas de una guerra rápida y móvil se desvanecieron. La guerra en el frente occidental fue desde entonces una guerra de posiciones, con los ejércitos prácticamente inmóviles, y
los soldados sometidos a la vida tediosa y miserable de trincheras (barro, frío, suciedad) que
recogería toda la literatura de la guerra. La caballería perdió toda su efectividad. Los tanques,
invención del teniente coronel británico Ernest Swinton, sólo empezaron a ser efectivos a
finales de 1917 en la batalla de Cambray (20 de noviembre). La aviación, no obstante el formidable desarrollo que experimentó, siguió teniendo un papel secundario y, a pesar de que
los alemanes usaran dirigibles Zeppelín para bombardear ciudades, su potencia y capacidad
como arma de combate eran, todavía en 1918, muy escasas, lo que no impidió que el código
caballeresco que imperaba en los enfrentamientos aéreos hiciese de los primeros "ases de la
aviación" héroes populares (como el alemán Manfred von Richthofen). La infantería, el número de hombres, fue el elemento decisivo: el número total de movilizados a lo largo de la guerra ascendió a 60 millones. Los bombardeos de la artillería contra las líneas de trincheras y el
fuego de las ametralladoras contra los movimientos de la infantería fueron, así, las armas
principales. La guerra en el frente oriental fue muy distinta. La sorpresa inicial rusa -victoria
en Gumbinnen, el 20 de agosto de 1914, sobre el VIII Ejército alemán- fue una ilusión. Reforzados por los cuerpos de ejército y divisiones sacadas por Moltke del frente occidental y bajo
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nuevos mandos -el mariscal Hindenburg y el teniente general Ludendorff-, los alemanes reaccionaron de inmediato y primero destrozaron literalmente al ejército de Samsonov ("batalla
de Tannenberg", 26-29 agosto) y luego forzaron la retirada desordenada de Rennenkampf
("batalla de los Lagos Masurianos", 9-14 de septiembre). Los rusos habían perdido unos
250.000 hombres; Prusia había quedado liberada. Al sur, en Galitzia, el ejército ruso rompió
las líneas austro-húngaras (que perdieron unos 300.000 hombres), tomó Lemberg y penetró
en profundidad por Silesia. En Serbia, los serbios rechazaron por completo (25 de agosto) la
invasión austro-húngara. Pero de nuevo los poderes centrales reinvirtieron la situación. Hindenburg salvó a los austriacos -en cuyas filas, por cierto, formaban soldados de todas las
nacionalidades del Imperio- avanzando hacia Varsovia (12 de octubre) y obligando a los rusos a concentrar tropas, trayéndolas incluso de Siberia, para salvar la ciudad, que fue en
efecto defendida tras enfrentamientos de particular violencia e intensidad. Los rusos incluso
pasaron a la ofensiva y a mediados de octubre, volvieron a invadir Silesia. Pero un nuevo
contraataque alemán por la región de Lodz-Varsovia (11-25 de noviembre), perfectamente
diseñado por Ludendorff para explotar los numerosos errores de posición y coordinación de
los generales rusos (y en especial de Rennenkampf) provocó -de nuevo tras violentísimos
combates con continuos ataques y contraataques por ambos bandos- la retirada de los rusos
hacia la línea de los ríos Bzura y Rawka. La situación entre austro-húngaros y rusos en Galitzia (con fuertes combates en el sector Cracovia-Limanowa en noviembre-diciembre) quedó
sin decidir. En los Balcanes, los serbios consiguieron repeler (15 de diciembre) nuevas ofensivas del Ejército austriaco a pesar de que éste había conseguido en un momento (2 de diciembre) tomar Belgrado: les infligieron, además, unas 100.000 bajas. La guerra en el frente
oriental era, pues, una guerra de movimiento y brutal, en la que la superioridad en hombres
de los rusos fracasó, con un coste de centenares de miles de bajas, ante la eficacia de la
artillería, la superioridad táctica y la mejor dotación en munición y alimentos de los alemanes.
Para finales de 1914, la guerra se había extendido a otros escenarios. Desde el comienzo, la
marina británica había iniciado el patrullaje de los mares para cortar las líneas alemanas de
suministro. A finales de agosto, atacó la base naval alemana de Heligoland causando 1.200
bajas a la marina alemana. Los alemanes, por su parte, minaron el mar del Norte y el 22 de
septiembre, un submarino hundió tres cruceros británicos en esa misma zona. La guerra naval, aunque todavía reducida a escaramuzas aisladas, iba escalando. En el mayor encuentro
inicial, los barcos ingleses hundieron en las islas Malvinas -8 de diciembre de 1914- la flota
alemana de Asia oriental, mandada por el almirante Von Spee, que regresaba hacia mares
europeos. Poco después, la marina alemana bombardeó Scarborough y Hartlepool, en la
costa noreste de Inglaterra. Antes, en agosto, dos cruceros alemanes, el "Goeben" y el
"Breslau", habían logrado refugiarse en Constantinopla tras eludir una implacable persecución por el Mediterráneo de un escuadrón de la marina británica. Los barcos fueron adquiridos por Turquía, un hecho premonitorio: el 29 de octubre, barcos turcos, incluidos los dos
mencionados, bombardearon puertos rusos en el Mar Negro. De inmediato, Rusia, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Turquía. La entrada de ésta en el conflicto -gran éxito
de la diplomacia alemana- tuvo gran trascendencia estratégica: amenazó las principales posiciones imperiales británicas (Egipto, la India), creó problemas gravísimos a Bulgaria, Rumania y Grecia -que se mantenían neutrales desde el comienzo de las hostilidades- y abrió
un nuevo flanco de guerra al sur de Rusia. Los turcos iniciaron en diciembre de 1914 una
ofensiva por el Cáucaso hacia la Armenia rusa y Georgia. Gran Bretaña declaró de inmediato
el protectorado sobre Egipto y sus estrategas, y en especial Kitchener (ministro de la Guerra
desde el 5 de agosto de 1914) y Churchill (ministro de Marina), empezarían ya a perfilar una
campaña contra Turquía sobre la base de tres supuestos: una operación anfibia en los Dardanelos, un ataque por Mesopotamia con las tropas estacionadas en la India y una revuelta
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de las tribus árabes en Oriente Medio. En 1915, por tanto, la guerra sería ya una verdadera
guerra mundial. Los "aliados" tomaron la iniciativa en el frente occidental. A lo largo de ese
año, franceses y británicos atacaron por dos veces por la Champaña (16 de febrero a 30 de
marzo, y 22 de septiembre a 6 de noviembre) y otras dos por el Artois (9 de mayo a 18 de
junio, 25 de septiembre a 15 de octubre), mientras que los alemanes contraatacaron en
Ypres (22 de abril-25 de mayo), usando por primera vez "gas mostaza" (fue por eso que Sargent pintó su famoso cuadro Gaseados). Fueron batallas de excepcional dureza que siguieron el modelo ya habitual en aquel frente: terribles bombardeos durante horas y a veces días
de la artillería sobre las líneas enemigas y ataques frontales de la infantería, verdaderas avalanchas de hombres, después. A pesar de que en algún punto unos u otros conseguirían
abrir brecha, los resultados fueron siempre insuficientes (ganancia, cuando la hubo, de algunos pocos metros) y las bajas abrumadoras: los franceses perdieron en las ofensivas de primavera unos 230.000 hombres, y otros 190.000 en las de otoño (en las que las bajas inglesas se elevaron a 50.000 hombres y las alemanas a 140.000). En el mar, los alemanes iniciaron el 18 de febrero el "bloqueo submarino" de Gran Bretaña. Los ingleses respondieron decretando a su vez el "bloqueo general" de Alemania, encomendando a su flota el registro de
todos los barcos que se pensara pudieran dirigirse hacia puertos alemanes y el secuestro de
sus productos. El 28 de marzo, un submarino alemán hundió un barco de pasajeros. El caso
se repitió. El 7 de mayo, el U-20 hundió en aguas irlandesas el "Lusitania", que de Nueva
York se dirigía a Liverpool, muriendo 1.198 personas, de ellas 139 norteamericanos. El 19 de
agosto, otro submarino alemán, el U-24, hundió el "Arabic", donde también murieron pasajeros estadounidenses. Los casos horrorizaron a la opinión pública de los países neutrales y en
especial, a la opinión norteamericana. El presidente Woodrow Wilson advirtió a Alemania que
consideraría otro incidente de ese tipo como un acto deliberadamente inamistoso y, ante la
posibilidad de que Estados Unidos entrase en la guerra, Alemania suspendió la actividad
submarina por dos años. El alto mando alemán -a cuyo frente figuraba desde el 14 de septiembre de 1914, tras el cese de Moltke, el general Erich von Falkenhayn- concentró sus esfuerzos en el Este, con la esperanza de lograr una victoria decisiva sobre los rusos. Tras
unos meses de lucha indecisa en Prusia oriental (febrero-marzo de 1915), el 2 de mayo comenzó una gran ofensiva austro-alemana por Galitzia. El éxito fue espectacular y para fines
de junio, las tropas austro-húngaras y alemanas habían avanzado unos 130 Km. y ocupado
toda Galitzia y Bucovina. El 1 de julio, una vez fracasada, como enseguida veremos, la operación de los ingleses en los Dardanelos, los poderes centrales reanudaron su ofensiva, y
con el mismo éxito. Por el norte, en el Báltico, los alemanes tomaron Curlandia y Lituania (y
su capital Vilna), situándose a las puertas de Riga (Estonia); por el centro, entraron en Varsovia (4-7 de agosto) y avanzaron hasta conquistar Brest-Litovsk; en el sur, los austriacos
completaron la conquista de todo el resto de Polonia. Cuando hacia el 20 de septiembre se
detuvo la ofensiva, los rusos habían perdido Polonia y Lituania y más de un millón de hombres y alemanes y austriacos estaban sobre Ucrania. La línea de frente había quedado establecida entre Riga y Rumania, por Pinsk y Czernowitz, en los Cárpatos. Rusia aún no estaba
vencida, pero las carencias de sus ejércitos en municiones, ropas, alimentos, artillería y fusiles la convertían en el eslabón más débil de la cadena militar de los aliados. Éstos, y en especial los ingleses, pusieron gran parte de sus esperanzas -además de en los ataques frontales en el frente occidental- en eliminar a Turquía (porque ello les permitiría, además, restablecer la comunicación con serbios y rusos). Y en efecto, en enero de 1915 se aprobó el
plan. Primero, se intentó una operación naval sobre los numerosos fuertes turcos que controlaban el estrecho de los Dardanelos, con la idea de despejar la ruta por mar hacia Constantinopla: los intentos fueron un fracaso, y tras el hundimiento por minas de varios cruceros (18
de marzo), la operación naval fue abandonada. Se procedió entonces a una gran expedición
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terrestre sobre la península de Gallípoli, pero optándose esta vez por actuar sobre la costa
oeste, en el Egeo, zona comparativamente desguarnecida. El desembarco -cinco divisiones
mandadas por el general Ian Hamilton, con un alto contingente de soldados australianos y
neozelandeses- comenzó el 25 de abril. La idea era probablemente excelente. Pero se escogieron equivocadamente los dos lugares de desembarco: sendas playas estrechas rodeadas
de acantilados. La operación fue un verdadero fracaso. Los turcos, dirigidos por oficiales
alemanes, dominando las posiciones altas, batieron reiteradamente las posiciones aliadas.
Éstas -reforzadas desde agosto por otras cinco divisiones que establecieron una tercera cabeza de puente en la bahía de Suvla- lucharon denodadamente entre mayo y mediados de
octubre atacando en distintas ocasiones desde los enclaves en que se hallaban colocadas,
pero siempre sin éxito. El 16 de octubre, Hamilton fue relevado y su sustituto, el general Monro, aconsejó la evacuación, que efectuó brillantemente entre el 28 de diciembre y el 9 de enero de 1916. Los aliados habían terminado por colocar en Gallípoli 450.000 hombres: los
muertos se elevaron a 145.000 (Churchill dimitió y el poder de Kitchener como ministro de la
Guerra quedó limitado cuando su gobierno nombró al general William Robertson jefe del alto
mando militar imperial). En cambio, más al este, en Oriente Medio, los ingleses tuvieron inicialmente más fortuna. Las tropas del general Townshend tomaron a los turcos las ciudades
de Amara y Nasiriya, en Irak, y ya en septiembre, Kut-el-Hamara, comenzando el avance
hacia Bagdad. Pero allí, Townshend fue detenido por los turcos y optó, ya en diciembre de
1915, por replegarse sobre Kut. Antes de transcurrido un mes del desembarco en Gallípoli y
cuando el resultado de éste era todavía incierto, los aliados habían logrado un gran éxito diplomático: la entrada de Italia en la guerra, oficializada el 23 de mayo de aquel año (1915)
cuando Italia declaró la guerra a Austria-Hungría. El 26 de abril, Gran Bretaña, Francia, Rusia
e Italia habían concluido un "acuerdo secreto de Londres" por el que los aliados prometían a
Italia, a cambio de su entrada en la guerra, el Trentino y el Tirol meridional, Trieste e Istria (es
decir, la "Italia irredenta" todavía, como se recordará, bajo el dominio de Austria-Hungría),
islas en el Adriático y en el Dodecaneso, territorios en Dalmacia y Albania -antiguas posesiones de Venecia- e incluso aumentos en sus colonias en Libia, Somalia y Eritrea. La operación tenía, desde el punto de vista militar, inmensas posibilidades. Se trataba de abrir un
nuevo frente en la retaguardia sur de Austria-Hungría, lo que, con toda lógica, habría de forzar a ésta a detraer fuerzas de Rusia y Serbia. Pero las expectativas no se cumplieron. Las
tropas italianas -nueve ejércitos, casi un millón de hombres, mandados por el general Luigi
Cadorna- abrieron efectivamente el nuevo frente. Detuvieron el intento austriaco de atacar
por los Alpes Dolomitas -entre Cortina d'Ampezzo y el lago de Garda-, y a su vez intentaron
penetrar hacia Gorizia y Trieste por el río Isonzo, al nordesde de Venecia. Pero allí terminó
todo. La guerra alpina resultó, por el terreno y por el clima, difícil y penosa, y pronto se redujo
a pequeñas incursiones y acciones de la artillería de montaña. En el Isonzo, los italianos lanzaron hasta cuatro ofensivas entre junio y diciembre (y un total de doce, hasta octubre de
1917), pero lograron muy poco con un coste humano muy alto. Además, la entrada de Italia
en la guerra fue pronto -octubre de 1915- contrapesada por la de Bulgaria, que lo hizo al lado
de los poderes centrales una vez que éstos le prometieron Macedonia y los territorios que los
búlgaros reclamaban desde antiguo a Rumania y Grecia. Los aliados intentaron implicar a
esta última en la guerra, pero las diferencias entre el primer ministro pro-occidental Venizelos
y el rey Constantino, neutralista, lo impidieron. Con todo, Grecia autorizó el desembarco de
un contingente aliado en Salónica, dos divisiones, apenas unos 13.000 hombres bajo el
mando del general Sarrail (3-5 octubre de 1915). El 6 de octubre, el ejército austro-alemán, al
mando del general Von Mackensen, invadió Serbia; el 14 lo hizo Bulgaria. El éxito de la campaña, una de las mejor planeadas de toda la guerra, fue impresionante. Para principios de
diciembre, los austro-alemanes habían ocupado la totalidad de Serbia, Montenegro y Albania
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(donde, meses antes, los italianos habían desembarcado tropas y proclamado una especie
de protectorado). Los búlgaros ocuparon Macedonia, rechazando el intento de Sarrail de detenerlos en el río Vardar. El ejército serbio quedó destrozado. Pero, tras una retirada angustiosa y heroica hacia Albania, unos 150.000 soldados pudieron salvarse y, mediante una operación de evacuación organizada por barcos franceses e italianos con protección británica
(ya en enero-febrero de 1916), pasar a la isla de Corfú, entre Albania y Grecia. Los fracasos
en los Dardanelos y en los Balcanes y el escaso éxito logrado en el frente italo-austriaco reforzaron la convicción del alto mando aliado -Joffre y el general Douglas Haig, que había sustituido a sir John French al frente de las tropas británicas- de que la victoria decisiva sólo podría lograrse en el frente occidental (donde a principios de 1916, los franceses tenían 95 divisiones, los ingleses 38 -y desde julio 55- y los belgas 6, frente a 117 divisiones alemanas).
Tras numerosas discusiones se acordó que el ataque se realizaría por el río Somme, entre
Arrás y Compiègne, y se preparó la ofensiva, que iba a suponer una impresionante escalada
en el uso de material de guerra, para las primeras fechas del verano de 1916. Los alemanes
se les adelantaron. Falkenhayn, también convencido de que la victoria decisiva se obtendría
en el frente occidental, optó por una "guerra de desgaste" contra el ejército francés y escogió
para ello atacar Verdún, en Lorena, sobre el río Mosa, frente a Las Ardenas y Luxemburgo,
una vieja plaza-fortaleza rodeada de un anillo de fuertes -y por eso aparentemente de fácil
defensa- pero donde los franceses no habían colocado ni siquiera una segunda línea de trincheras. El 31 de febrero de 1916, comenzó el ataque, un bombardeo de la artillería de escala
e intensidad no conocidas previamente. El gobierno francés, presidido desde el 30 de octubre del año anterior por Briand, hizo de la defensa de Verdún -encomendada al comandante
Philippe Pétain- una cuestión patriótica irrenunciable. Y en efecto, Verdún fue defendida a
toda costa y la batalla, que se prolongó hasta el 11 de julio -cuando Falkenhayn ordenó a sus
comandantes que se limitasen a defender sus posiciones que estaban a unos cinco kilómetros de la plaza- se convirtió en uno de los episodios más sangrientos, y también cruciales de
la guerra. Los ataques y bombardeos alemanes fueron constantes a lo largo de aquellos cinco meses. La defensa francesa -bajo el emotivo lema del "¡No pasarán!" acuñado por Pétain, por las condiciones de extrema dureza que soportó, transformó Verdún de inmediato en uno
de los grandes mitos del heroísmo épico de la contienda. Falkenhayn había querido "desangrar" lentamente al ejército francés (que llegó a emplazar en Verdún a 259 de sus 330 regimientos de infantería), y efectivamente, los franceses tuvieron 550.000 bajas. Pero los alemanes perdieron 450.000 hombres, y lo que fue peor para ellos: la "leyenda de Verdún"
constituyó una gran victoria francesa en la guerra psicológica y de propaganda que libraban
ambos bandos. Los británicos no habían tenido tiempo para ultimar sus preparativos para la
ofensiva del Somme, operación que sin duda habría aliviado la presión sobre Verdún. Los
italianos atacaron (febrero-marzo) en el Isonzo pero sin lograr ventajas efectivas. Además,
tuvieron que detener una nueva ofensiva austriaca en el Trentino (15 de mayo-3 de junio),
que les produjo unas 150.000 bajas. Peor aún, en Mesopotamia los ingleses sufrieron un
grave y humillante revés: el 29 de abril, Townshend capituló con sus 10.000 hombres ant e
los turcos en Kut-el-Hamara (capitulación apenas compensada por el inicio de la rebelión
árabe contra Turquía que los ingleses habían estado fomentando desde octubre de 1914, y
que estalló el 5 de junio de 1916 en el Hijaz, acaudillada por el emir de La Meca, Hussein). El
alivio a Verdún vino de donde menos esperaban los alemanes: de Rusia. El 4 de junio, el
general Brusilov, comandante del frente meridional, desencadenó una gran ofensiva lanzando cuatro ejércitos, con 40 divisiones, sobre las posiciones austro-húngaras en un frente de
unos 100 kilómetros, entre las marismas de Pripiat y los Cárpatos. "La ofensiva de Brusilov"
duró hasta el 10 de agosto, única operación de la guerra que llevaría el nombre de un general, fue un gran éxito. Los rusos rompieron la línea austro-húngara, tomaron poblaciones im12
portantes (Lutsk, Chernovtsky), avanzaron entre 25 y 125 Km. según los puntos, e hicieron
unos 500.000 prisioneros. La ofensiva obligó, además, a los austriacos a retirar tropas del
Trentino, y a los alemanes de Verdún (unas 7 divisiones): Brusilov creyó que había salvado a
los aliados. Pero la ofensiva no pudo sostenerse. La reacción alemana, la falta de municiones, las dificultades en las comunicaciones -punto capital de toda la acción militar de los rusos- y por tanto los problemas de suministro y en el traslado de las reservas, dieron al traste
con ella. Los alemanes contraatacaron; los rusos sufrieron un millón de bajas y sus ejércitos,
agotados y desmoralizados, comenzaron a perder el espíritu de lucha y la fe en la victoria. A
corto plazo, la ofensiva tuvo otro resultado que en principio pareció muy favorable a los aliados: Rumania, cuyos derechos sobre la Bucovina, Transilvania y el Banato le fueron reconocidos, entró en la guerra el 27 de agosto, e invadió Transilvania (en Hungría) con vistas a
confluir con las tropas de Brusilov. Pero la decisión acabó siendo contraproducente. Los alemanes, que habían tomado todo el peso de la guerra en los frentes teóricamente austriacos
de los Cárpatos y los Balcanes, contraatacaron también en aquella región a partir de los últimos días de septiembre (cuando Falkenhayn se hizo cargo del frente, tras ser sustituido como jefe supremo militar por Hindenburg), mientras tropas germano-búlgaras mandadas por
Mackensen atacaban a los rumanos en la Dobrudja. Rumania quedó atrapada por la tenaza
alemana: Bucarest cayó el 6 de diciembre. Los aliados, por tanto, volvieron a su tesis inicial,
a la idea de la victoria en el frente occidental. El 1 de julio de 1916 comenzó "la batalla del
Somme" cuando, tras cinco días de feroces bombardeos de la artillería, divisiones de la infantería británica y francesa se lanzaron en oleadas sucesivas sobre las líneas alemanas.
Los objetivos tácticos de la batalla eran determinadas posiciones alemanas entre Arrás y Peronne. Pero el objetivo estratégico de Haig, responsable último de la operación, era "agotar"
las reservas alemanas. Estaba convencido de que la infantería, y no la artillería, decidiría la
guerra y confiaba en que continuos y sucesivos ataques frontales terminarían por provocar la
ruptura, el colapso de las filas enemigas. Sólo el primer día, los ingleses, cuyo IV ejército
mandado por Rawlinson llevó el peso de la batalla, tuvieron 60.000 bajas (de ellos 20.000
muertos). Pero Haig se obstinó en su táctica. Los ataques de la infantería se sucedieron durante seis meses, hasta el 19 de noviembre (hubo también algún ataque de la caballería, y
los ingleses usaron por primera vez tanques, pero sin ningún éxito pues quedaron atrapados
en el barro). Los ingleses tuvieron unas 400.000 bajas, y los franceses 200.000; los alemanes, 450.000. Los aliados habían avanzado unos 2,5 Km. y no habían tomado ni Arrás ni Peronne. Pero el Somme, al menos, distrajo a los alemanes de Verdún (ya quedó dicho que el
ataque contra la fortaleza se detuvo en julio). En el otoño, los franceses, bajo el mando de los
generales Nivelle y Maugin, pasaron al contraataque en ese frente y recuperaron, con nuevas y cuantiosas bajas, algunos de los fuertes que los alemanes habían tomado en primavera. El equilibrio militar parecía, por tanto, insuperable. Lo mismo ocurría en el mar, aunque
sólo fuera porque las dos grandes flotas de la guerra, la inglesa y la alemana, habían procurado eludirse. Pero en 1916, una vez que se vieron forzados a detener la acción submarina,
los alemanes, cuya flota era mandada por el almirante Scheer, decidieron probar las fuerzas.
El 31 de mayo, enviaron hacia el mar del Norte su flota de cruceros -unos 42 barcos al mando del vicealmirante Hipper-, seguida a cierta distancia por el resto de la flota, otras 66 unidades, entre ellas 16 súper acorazados tipo "dreadnought", con la idea de atraer a una trampa a la flota británica de cruceros del vicealmirante Beatty (51 barcos) haciéndole creer que
sólo tenía enfrente a su homóloga alemana. Pero el cálculo alemán falló y el resultado fue el
enfrentamiento frente al banco de Jutlandia, en aguas cercanas a Noruega y Dinamarca, entre las dos grandes flotas (Jellicoe, el almirante británico, movilizó, además de la escuadra de
Beatty, 98 buques de guerra, entre ellos 24 "dreadnoughts"), la mayor batalla naval de la historia. El resultado fue incierto. En los dos días que duró el enfrentamiento, ambas partes per13
dieron parecido número de barcos, unos 25 en total, con unos 10.000 marineros muertos.
Dada la superioridad británica, ello pudo ser interpretado por los alemanes como una victoria
propia, pues además los barcos ingleses hundidos eran de más calidad y tonelaje que los
alemanes. Pero al mismo tiempo, "la batalla de Jutlandia" mostró a los alemanes la imposibilidad
de romper en superficie la hegemonía británica: en 1917, volverían a la lucha submarina (y ello
terminaría por decidir la entrada de Estados Unidos en la guerra).
Entrada de EE.UU. en la I Guerra
Estados Unidos y su presidente, el demócrata Woodrow Wilson, no habían contemplado la
posibilidad de entrar en la guerra. Al contrario, Wilson quiso en principio mantener a toda
costa la neutralidad de su país y luego, a medida que la guerra fue afectando a Estados Unidos, ejercer como mediador de cara a la negociación de la paz. Aunque Wilson entendió
siempre -y así lo hicieron saber sus enviados y representantes- que la paz exigiría cuando
menos el restablecimiento de Bélgica y Serbia, la devolución de Alsacia-Lorena a Francia y
de los territorios irredentos a Italia, y la independencia de Polonia, no descartó la posibilidad
de una "paz sin victoria", según dijera ante el Senado de su país en enero de 1917. Precisamente, para asegurarse la neutralidad norteamericana, el gobierno alemán, visto el equilibrio
en el frente occidental y seguro de su superioridad en los Balcanes y en los frentes orientales, apeló el 12 de diciembre de 1916 al Presidente norteamericano para que mediase ante
los aliados de la Entente y les hiciese saber la disposición de Alemania a negociar la paz.
Los alemanes no mencionaron las condiciones concretas sobre las que negociarían. Como
sólo existía al respecto el plan de objetivos de guerra que el 9 de septiembre de 1914 había
hecho público el canciller Bethmann-Hollweg, que suponía la anexión de Luxemburgo, el protectorado sobre Bélgica, la unión aduanera con Holanda y la creación de una "Mitteleuropa"
económica, los gobiernos aliados (el británico estaba presidido desde el 7 de diciembre por
David Lloyd George) rechazaron la oferta el 30 de diciembre de 1916. Wilson no renunció a
sus esfuerzos, puso en marcha su propia iniciativa y pidió a los beligerantes que expusieran
sus respectivas condiciones de paz. La respuesta de los aliados (10 de enero de 1917) daba
muy escasas opciones pues, en buena lógica con los motivos que les habían llevado a la
guerra, exigían la liberación de Bélgica y Serbia, la retirada de alemanes, austriacos, turcos y
búlgaros de todos los territorios tomados, indemnizaciones de guerra y la reorganización de
Europa según el principio de la autodeterminación nacional. Aunque el Presidente norteamericano siguiese negociando con el embajador alemán en Washington, la paz era, por tanto,
imposible. El alto mando alemán -básicamente, Hindenburg y Ludendorff, intendente general
del ejército y verdadero cerebro gris de éste- y los jefes de la Marina creyeron que podrían
doblegar en seis semanas a Inglaterra, a la que veían como el verdadero pilar militar de los
aliados, si se reanudaba "la guerra submarina ilimitada" con los 120 submarinos de que Alemania disponía. Tomada la decisión y hecha pública el 31 de enero de 1917, los submarinos
alemanes entraron inmediatamente en acción, con una eficacia aterradora: el tonelaje de
barcos hundidos sólo en el mes de abril se elevó a 900.000 toneladas (lo que suponía el
hundimiento de más de un centenar de barcos de todas las banderas, incluidos varios norteamericanos); para octubre, era ya de 8 millones. Pero la decisión fue desastrosa para Alemania. El 2 de febrero, Estados Unidos rompió las relaciones diplomáticas y lo mismo hicieron distintos países latinoamericanos. Luego, tras la interceptación del "telegrama Zimmermann" (1 de marzo de 1917) -enviado por éste, ministro de Asuntos Exteriores alemán, a su
embajador en México exponiéndole ciertos inverosímiles planes germanos contra Estados
Unidos- y ante el hundimiento de nuevos barcos norteamericanos, el presidente Wilson declaró, el 6 de abril de 1917, la guerra a Alemania. La guerra submarina, además, no cumplió
sus objetivos. Los aliados dieron pronto con la forma de combatirla: introducción del sistema
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de "convoyes" para los barcos mercantes con protección de destructores y caza-submarinos,
empleo de la aviación (hidroaviones) para reconocimiento de los mares, y uso de cargas en
profundidad y minas especiales contra los submarinos. Los alemanes perdieron entre mayo y
octubre de 1917 unas 50 unidades. La guerra submarina perdió así toda su eficacia. La
situación volvió a ser la de siempre. Porque la entrada en guerra de Estados Unidos -que tardó
varios meses en ser operativa salvo por lo que hizo a la guerra antisubmarina- fue más que
compensada por otros acontecimientos. De hecho, 1917 fue el peor año para los aliados. Ello se
debió, ante todo, al "colapso de Rusia".
El colapso ruso
Pese a que los ejércitos rusos habían mostrado una notable capacidad militar y a que el esfuerzo de guerra (producción de armas, munición y material de todo tipo) había sido extraordinario, o precisamente por eso, Rusia estaba exhausta. Sus bajas desde agosto de 1914 a
diciembre de 1916 se elevaban a 1.700.000 muertos y a casi 5.000.000 de heridos; un millón
y medio de soldados rusos habían sido hechos prisioneros. Rusia, además, se había visto
forzada a evacuar Galitzia, Polonia y Lituania. Peor aún, la necesidad de abastecer a los
frentes provocó el desabastecimiento de las grandes ciudades. El precio de alimentos y bienes de consumo aumentó entre 1914 y 1916 en un 300-500 por 100. A finales de 1916, la
industria, los transportes, la agricultura estaban al borde del colapso y en el otoño de ese
año, el país se vio afectado por una muy grave crisis de subsistencias que se manifestó en
una dramática escasez de alimentos y combustible. En 1916, se produjeron ya 1.542 huelgas
con cerca de un millón de huelguistas, huelgas en principio espontáneas, pero a las que el
partido bolchevique comenzó a dar orientación política y coordinación desde la clandestinidad. El descontento con el curso de la guerra abrió la crisis política. El 1 de agosto de 1915,
se reunió la Duma: el 22, los partidos moderados (232 diputados), cuyo eje eran, como se
recordará, el partido constitucional-demócrata (o "cadete") de Miliukov y el "octubrista" de
Gouchkov y Rodzjanko, formaron un bloque progresista que pidió la formación de un gobierno que tuviese la confianza de la nación y exigió responsabilidades ministeriales y militares.
Casi al mismo tiempo, el Zar -que poco antes había cesado al ministro de la Guerra, general
Sukhomlinov- asumió personalmente el mando de la guerra. Fueron igualmente cesados
otros ministros. Algunos de ellos, y ciertos periódicos influyentes, recomendaron ya la formación de un gobierno de la Duma. El primer ministro, I. L. Goremykin, un ultra-conservador que
ocupaba el cargo desde 1914, fue cesado en febrero de 1916. Le siguieron el nuevo ministro
de la Guerra, Polivanov, y el de Exteriores, Sazonov. La crisis era ya incontenible: el Zar
cambió hasta tres veces de primer ministro -Stürmer, Trepov, Golitsyn- entre febrero de 1916
y marzo de 1917. A medida que la situación se deterioraba -motines de tropas, deserciones-,
la oposición fue creciendo. El descontento se canalizó hacia la Zarina, por su condición de
alemana, y hacia su asesor Gregory Rasputín, un campesino intuitivo y audaz, perteneciente
a una secta "quiliástica", de conducta escandalosa e insolente, incorporado a la Corte en
1905 por su habilidad para tratar la hemofilia del heredero de la Corona. El rumor popular
comenzó a acusarles de "traición y complicidad" con Alemania: la opinión iba volviéndose
contra la Monarquía. Como dijo Miliukov en la Duma el 1 de noviembre de 1916, el país
había perdido la fe en que el gobierno pudiera llevar a Rusia a la victoria. Entre noviembre de
1916 y marzo de 1917, la crisis se agravó. El asesinato de Rasputín el 16 de diciembre de
1916 por el Príncipe Félix Lusupov -en colaboración con cuatro cómplices, uno de ellos el
Gran Duque Dimitri, sobrino del Zar- para eliminar a quien se pensaba era causa principal del
desprestigio de la Monarquía, no sirvió para nada. Escasez, carestía y crisis política se recrudecieron. Sólo en las seis primeras semanas de 1917 hubo más huelgas que en todo el
año anterior. La oposición parlamentaria, y sobre todo el partido constitucional-demócrata,
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optó por una política de total confrontación con la Monarquía. El 27 de febrero de 1917, la
Duma volvió a exigir la formación de un gobierno nacional, y un programa de reformas estructurales y sociales que compensasen la participación popular en la guerra. El 7 de marzo,
cuando el Zar marchó a su cuartel general en Mogilev (a unos 40 Km. de la capital), San Petersburgo estaba casi paralizado por las huelgas. Al día siguiente, una manifestación de unas
100.000 personas convocada con motivo del Día Internacional de la Mujer recorrió la ciudad.
A partir del día 10, se amotinaron soldados de la guarnición de la capital y menudearon los
incidentes de orden público. El 12, la ciudad vivió una especie de revuelta general: concentraciones en plazas y calles céntricas, choques callejeros, saqueos, linchamiento de algún
policía, ocupación de edificios, asalto a las cárceles. Ese mismo día se creó, por iniciativa de
los mencheviques, el "soviet de Petrogrado" (nombre ruso con el que se rebautizó a la capital
desde el comienzo de la guerra). Se había producido un verdadero colapso de toda autoridad. La crisis del Estado era ya irreversible: tras varios días de incertidumbre e indecisión -en
los que los contactos entre el zar, sus generales, los ministros y los representantes de la
Duma, fueron frenéticos- Nicolás II optó por abdicar el 15 de marzo (2 de marzo, según el
calendario ruso). La caída de la Monarquía rusa fue un formidable revés para los aliados occidentales. No significaba necesariamente el fin de la participación rusa en la guerra, como
Miliukov, el ministro de Exteriores del Gobierno Provisional que se hizo cargo del poder, se
apresuró a hacer público. Pero era más que evidente para todos que el Ejército ruso carecía
ya de disciplina interna y de moral de combate, que Rusia no tenía capacidad económica
para continuar la guerra y que la mayoría de la población estaba claramente contra una guerra que sólo había traído hambre, escasez y la muerte de cientos de miles de soldados. Por
si acaso, los alemanes facilitaron el regreso a Rusia, en un tren blindado que partió de Suiza,
de Lenin, el líder del partido bolchevique y exponente del "derrotismo revolucionario". Sus
previsiones se cumplieron. La continuación de la política de guerra -que se materializó en
una nueva y fracasada ofensiva sobre Galitzia a fines de junio, de nuevo al mando de Brusilov- fue uno de los factores que más contribuyó a erosionar la legitimidad del nuevo poder
ruso y a propiciar, en noviembre de 1917 (octubre según el calendario ruso), la revolución
bolchevique. El triunfo de la revolución bolchevique fue determinante. El 8 de noviembre, el
gobierno revolucionario ofreció a todos los beligerantes "una paz sin anexiones ni indemnizaciones". El hundimiento del Imperio ruso fue, además, total. El 20 de noviembre, los ucranianos proclamaron la República Popular de Ucrania. El 28 de noviembre, el parlamento local
proclamó la independencia de Estonia (los alemanes habían ocupado Riga finalmente el 3 de
septiembre). Finlandia declaró la suya el 6 de diciembre; la república de Moldavia (la Besarabia rusa) lo hizo el día 23, y Letonia, el 12 de enero de 1918. Antes incluso de que terminara
1917, el 17 de diciembre, el gobierno bolchevique ordenó el alto el fuego en todas las líneas;
y el 22, inició ya las negociaciones con Alemania y Austria-Hungría. Éstas distaron mucho de
ser fáciles. El gobierno revolucionario, representado en las negociaciones por Trotsky, su
ministro de Asuntos Exteriores, trató de ganar tiempo, con la esperanza de que estallara la
revolución en Alemania y Austria-Hungría. Los poderes centrales rompieron las conversaciones el 10 de febrero de 1918 y reanudaron inmediatamente las hostilidades ocupando
Dvinsk, Tallin, Pskov y otras ciudades cercanas al Báltico, amenazando Petrogrado. El Gobierno soviético volvió a la mesa de negociaciones y el 3 de marzo se firmó la "paz de BrestLitovsk". Rusia renunciaba a Finlandia, Ucrania, Polonia -ocupada por los alemanes desde
1916-, Moldavia, Letonia, Estonia y Lituania y cedía Kars y otros enclaves en Transcaucasia
a Turquía. Perdía así más de un millón de kilómetros cuadrados, cerca de 46 millones de su
población de antes de la guerra, el 73 por 100 de sus minas de hierro y carbón y el 25 por
100 de sus tierras arables, red ferroviaria e industria. Alemania exigió además reparaciones
por valor de 3.000 millones de rublos en oro. Era el mayor éxito de Alemania y Austria16
Hungría en la guerra: significaba la desaparición del frente del Este. Alemania procedió además
a la creación de una serie de Estados-satélite. En marzo-abril de 1918, tropas alemanas ocuparon
las principales ciudades de Ucrania (Kiev, Odessa) e invadieron Crimea, ocupando Sebastopol.
Entraron igualmente (abril de 1918) en Finlandia e impusieron un gobierno "blanco"
simpatizante (y la Dieta finlandesa eligió rey el 8 de octubre a un príncipe alemán). El 4 de julio, la
asamblea lituana eligió rey al duque Guillermo de Württemberg.
La victoria aliada
El colapso de Rusia significó el fin de la vieja pesadilla de Schlieffen: la guerra en dos frentes. El alto mando alemán podría concentrar desde 1918 todos sus esfuerzos en el frente
occidental. A pesar de que tanto los ejércitos alemanes como sobre todo los austriacos mostraban ya claros síntomas de agotamiento -al extremo que en la primavera de 1917 el nuevo
Emperador austriaco, Carlos, y su ministro de Exteriores, Czermin, contemplaron seriamente
la posibilidad de una paz separada con Gran Bretaña y Francia-, los poderes centrales podían incluso pensar en lograr la victoria decisiva. Tanto más así, a la vista de lo sucedido en
1917 en el frente occidental. El nuevo jefe de los ejércitos aliados, el general Robert Nivelle que sustituyó a Joffre el 3 de diciembre de 1916-preparó una nueva ofensiva, lo que él llamó
"la guerre á outrance", que, esta vez, se desarrollaría al este de la anterior, por Champaña,
en torno a la carretera llamada "Chemin des Dames", junto al río Aisne en las proximidades
de Reims. La ofensiva, precedida como las anteriores por una formidable "cortina de fuego"
de la artillería que se prolongó durante quince días, comenzó el 21 de abril de 1917, cuando
los V y VI ejércitos franceses, y días después el IV, se lanzaron contra las posiciones alemanas (que habían sido ligeramente retrasadas por el mando alemán para formar la llamada
"línea Hindenburg", perfectamente fortificada); ingleses y canadienses atacaron más al oeste,
por Arrás. La ofensiva del "Chemin des Dames" resultó muy parecida a la del Somme:
40.000 soldados franceses murieron el primer día. Los ataques se repitieron inútilmente hasta mediados de mayo. Las ganancias francesas volvieron a ser mínimas. Francia perdió
270.000 hombres. El 29 de abril se produjo además un motín en una unidad situada al sur de
Reims. La desmoralización parecía haberse apoderado del Ejército francés. Hubo amotinamientos en 68 de sus 112 divisiones: 55 soldados fueron fusilados como responsables. Nivelle fue sustituido por Pétain (15 de mayo de 1917). Con todo, la ofensiva aliada no había terminado. El jefe de las fuerzas británicas, el general Haig, estaba convencido de que la única
forma de romper las líneas alemanas era por el que él estimaba, probablemente con razón,
que era su flanco más débil: por Flandes. El 7 de junio, los ingleses lograron un importante
éxito al volar con minas las ventajosas posiciones que los alemanes ocupaban en Messines,
al sur de Ypres. El 16 de julio, comenzó el bombardeo de la artillería británica, y el 31 empezó lo que se llamó la "tercera batalla de Ypres" (o de Passchendaele, localidad muy próxima
a la anterior), esto es, una serie de ataques masivos de la infantería inglesa apoyada por tropas canadienses, australianas y neozelandesas a lo largo de un frente de 24 Km., con el objetivo de llegar a los puertos belgas de Ostende y Zeebruge y, si fuera posible, tomar Brujas;
y también, como en 1916, de someter al ejército alemán a una devastadora guerra de desgaste. Pero al igual que sucediera en 1916 en el Somme, la táctica frontalista de Haig resultó
catastrófica. Las lluvias continuas y los efectos de los bombardeos sobre el terreno convirtieron éste en un dantesco "mar de barro", en el que quedaron retenidos soldados, caballos y
carros, batidos continuamente por los alemanes situados siempre en alturas dominantes.
Pese a que la ofensiva había avanzado sólo unos ocho kilómetros y que para mediados de
agosto había quedado detenida, Haig volvió a ordenar nuevos ataques: por Menin (20-25 de
septiembre), por el bosque de Polygom (26 septiembre-3 de octubre), por Poelcapelle (9 de
octubre) y por Passchendaele (12 de octubre y de nuevo 26 de octubre-10 de noviembre).
17
Las bajas británicas fueron elevadísimas: unos 400.000 hombres entre muertos y heridos (las
bajas alemanas se estimaron en 200.000). Paul Nash, el artista inglés, pintó aquella terrible
devastación en un cuadro, especie de evocación surrealista y fantasmagórica, que tituló sarcásticamente "Estamos creando un mundo nuevo". Passchendaele (que fue tomada por los
canadienses el 10 de noviembre, pero que sería recuperada por los alemanes poco después)
quedó como el símbolo del carácter masivamente destructivo y atroz que había adquirido la
guerra, y como un ejemplo de la inutilidad de una táctica absurda y arcaica, pues los ingleses
no consiguieron ninguno de sus objetivos. La evidencia de que eso era así vendría poco
después: el 20 de noviembre de 1917, los ingleses atacaron por sorpresa con 380 tanques
por Cambray, cerca de Arrás, y en apenas cuatro días, penetraron en profundidad por las
líneas alemanas con un mínimo de bajas. Pétain, aún partidario de la guerra de posiciones,
había tratado de aliviar a los ingleses, y en la segunda mitad del año, atacó primero por Verdún y luego por el "Chemin des Dames", con discretos éxitos sectoriales. Eso, y el nombramiento de Clemenceau, encarnación del patriotismo republicano, como primer ministro (17 de
noviembre de 1917) devolvieron la moral a Francia. Ello acabaría por ser decisivo. Pues en
1917, al colapso de Rusia y Rumania y al fracaso de las ofensivas de Nivelle y Haig, se unió
un último revés. El 24 de octubre, una ofensiva germano-austriaca (15 divisiones) por el valle
del Isonzo -la duodécima confrontación que se producía en la zona- rompió la línea italiana
en la localidad de Caporetto y provocó el colapso y la retirada desordenada de las tropas italianas (marco de "Adiós a las armas", de Hemingway). Italia perdió unos 500.000 hombres
(200.000 en el frente, 300.000 prisioneros) y sólo con ayuda de refuerzos ingleses, franceses
y norteamericanos, sus ejércitos pudieron reagruparse ya a mediados de noviembre sobre el
río Piave, a escasísima distancia de Venecia (y a casi 100 Km. de la línea inicial). Sólo en un
frente prosperaron los aliados, en el más marginal de todos ellos, en Oriente Medio. En Mesopotamia, los ingleses tomaron Kut (23 de febrero de 1917) y Bagdad (11 de marzo). Paralelamente, para apoyar la rebelión árabe liderada por Hussein y sus hijos Feisal, Abdullah y
Alí, iniciaron una ofensiva sobre Palestina desde Egipto, por Gaza, que cobró fuerte impulso
desde que el 28 de junio de 1917 se puso a su frente el general Allenby y desde que el antiguo arqueólogo de Oxford T. E. Lawrence (1888-1935) tomó Akaba (6 de julio) al mando de
una informal guerrilla de jinetes árabes, primera de una serie de operaciones audaces sobre
las posiciones turcas a lo largo del ferrocarril Alepo-Medina. El 31 de octubre, los ingleses
tomaron Beersheba, y sólo dos días después, el ministro de Asuntos Exteriores, Balfour, tras
reconocer las aspiraciones de los árabes, prometía considerar favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para los judíos. Allenby arrolló a los turcos: el 16
de noviembre entró en Jaffa y el 9 de diciembre, en Jerusalén. Pero era evidente que la decisión final no se libraría en ese frente, sino en el frente occidental, como los principales responsables militares de la guerra siempre pensaron. Seguro de su superioridad una vez que
Rusia estaba fuera de la guerra, Ludendorff creyó que podría lograr la victoria total y preparó
una gran ofensiva -que esperaba fuera definitiva- para la primavera de 1918. Dos circunstancias le decidieron. Primero, la necesidad de anticiparse a la llegada de tropas americanas. La
exposición por el presidente Wilson ante el Congreso norteamericano el 8 de enero de 1918
de un programa de paz de 14 puntos era el preludio de lo que ya se perfilaba como una intervención masiva de Estados Unidos en la guerra, pues el programa (que incluía entre otros
extremos la restauración de Bélgica, Serbia y Rumania, la independencia de Polonia y la devolución a Francia de Alsacia y Lorena) requería la victoria militar de los aliados. Segundo, el
temor a que la prolongación de la guerra terminara por generar una crisis social y política de
consecuencias imprevisibles en la propia Alemania y sobre todo, en Austria-Hungría. En
efecto, el desgaste de Austria-Hungría era, a principios de 1918, más que evidente. A pesar
de que en 1914 las distintas nacionalidades se habían sumado al esfuerzo de guerra, el peli18
gro de la reaparición de los conflictos nacionales alentaba en todo momento en el interior del
Ejército austro-húngaro. Lo probaban, por lo menos, incidentes aislados, como deserciones
de soldados checos, croatas y eslovenos y hasta alguna sospechosa rendición de tropas de
esas nacionalidades ante rusos y serbios. Además, en abierta oposición al régimen de Viena,
se había formado en el exilio, en París, un "comité sudeslavo" (mayo de 1915) dirigido por
intelectuales y políticos croatas que retomaron la antigua idea de una "Yugoslavia independiente" por integración de Croacia y Eslovenia en el reino de Serbia. Habían surgido también
núcleos nacionalistas checos partidarios o de una confederación eslava bajo protección rusa
o de un nuevo Estado checo independiente, como el Consejo Nacional Checo creado en París por Tomas Masaryk, antiguo profesor de Filosofía en la Universidad de Praga, y Edward
Benes, profesor de Economía en el mismo centro. Y aunque en principio la Legión Polaca
creada por Jozef Pilsudski había combatido al lado de los austro-húngaros, pronto quedó
claro -sobre todo desde que Polonia quedó en manos de los poderes centrales en 1916- que
los polacos aspiraban también a una Polonia unificada e independiente. Además, el 21 de
octubre de 1916, Friedrich Adler, hijo del líder del partido social-demócrata, había asesinado
al primer ministro del Imperio, Stürgkh, como protesta contra la guerra. Ya quedó dicho que
el nuevo Emperador, Carlos, que subió al trono el 22 de noviembre de 1916 tras la muerte
del anciano Francisco José, y su principal asesor, Ottokar Czernin, iniciaron gestiones que se
prolongaron a lo largo de 1917 para lograr una paz separada: ambos estaban convencidos
de la urgente necesidad de reformar la organización territorial del Imperio y de reconocer de
alguna forma las aspiraciones de las nacionalidades. La caída del zarismo en marzo de 1917
les convenció, además, de la fragilidad de los viejos sistemas imperiales. Cuando el 30 de
mayo se reabrió el Parlamento de Viena, diputados checos y eslavos pidieron ya abiertamente la creación de Estados separados para sus respectivos territorios. Por si fuera poco, la
revolución bolchevique de octubre tuvo repercusiones inmediatas en Austria-Hungría. La imposición del racionamiento de alimentos y combustible, consecuencia de los problemas que
la guerra estaba creando para el abastecimiento de las grandes ciudades, provocó a finales
de 1917 y primeras semanas de 1918 manifestaciones y huelgas en Viena, Budapest y en
los enclaves industriales de Bohemia y Moravia (donde derivaron hacia reivindicaciones nacionalistas). También la situación en Alemania había cambiado. La tregua política que toda la
oposición había garantizado al gobierno al iniciarse la guerra parecía en 1917 haber concluido. Ya en diciembre de 1914, 17 diputados del Partido Social-Demócrata (SPD) votaron contra los créditos de guerra pedidos por el gobierno; en diciembre de 1915, lo hicieron 43. Poco antes, en junio, había circulado un carta abierta firmada por más de mil miembros del partido pidiendo la ruptura de la tregua. Por entonces, un pequeño grupo de la extrema izquierda
dirigido por Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg, Franz Mehring y Clara Zetkin, se constituyó en
corriente revolucionaria y antimilitarista y, a través de folletos y publicaciones clandestinas,
inició una intensa labor de propaganda contra la guerra y en favor de una revolución obrera.
A pesar de la represión policial, el grupo "espartaquista" -como se les llamaría por el título de
una de sus publicaciones- logró incluso organizar una manifestación pacifista el 1 de mayo
de 1916. Cuando el 28 de junio su líder, Liebknecht, fue juzgado y condenado a 5 años de
cárcel, unos 50.000 trabajadores declararon la huelga en Berlín en señal de protesta. Las
reservas respecto a la guerra fueron creciendo dentro del SPD, abriéndose así una verdadera "crisis de la social-democracia" -por usar el título de un folleto escrito por Rosa Luxemburg
en abril de 1915- que culminó cuando en abril de 1917 un grupo de conocidos dirigentes y
diputados del partido (Hugo Haase, Karl Kautsky, Eduard Bernstein, Kurt Eisner, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg) se escindió y creó el Partido Social Democrático Independiente de
Alemania (USPD) que nació con una doble aspiración: la reforma constitucional del país y
una paz sin anexiones. Paralelamente, en ese mismo mes de abril de 1917, tras un invierno
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de especial dureza climatológica, estallaron huelgas espontáneas en Berlín, Leipzig y otras
ciudades para protestar contra la escasez de alimentos. En agosto, se produjeron conatos de
insubordinación en algunos barcos de la flota. La opinión católica, siempre ajena al espíritu
del nacionalismo militarista prusiano, veía también con creciente malestar la prolongación de
la guerra (el mismo Papa, Benedicto XV, había hablado reiteradamente contra ella y urgido a
los combatientes a negociar la paz). El 19 de julio de 1917, el principal líder del catolicismo
político alemán, Matthias Erzberger, del Partido del Centro, presentó ante el Reichstag una
"resolución de paz", que pedía que Alemania renunciase a toda posición anexionista y gestionase una paz de reconciliación con sus enemigos. La resolución fue adoptada por 212 votos contra 126; provocó el cese del canciller Bethmann-Hollweg y su sustitución por Georg
Michaelis, un mero instrumento de los militares que veían, con razón, en Bethmann-Hollweg
un hombre vacilante y débil, incapaz de imponerse al Parlamento: se había opuesto, por
ejemplo, a la guerra submarina y quería llevar a cabo reformas constitucionales en Prusia. La
revolución soviética tuvo también en Alemania impacto considerable. Impulsada por un "movimiento de enlaces sindicales", estalló a fines de enero de 1918, al hilo de lo ocurrido en
Austria-Hungría, una oleada de huelgas que se extendió por todo el país: más de un millón
de trabajadores pararon entre el 28 de enero y el 3 de febrero, en demanda de un pronto
acuerdo de paz y de una plena democratización de Alemania. El movimiento huelguístico
cedió y fue disolviéndose; pero fue una manifestación más -la más grave hasta el momentode que el espíritu de 1914 había desaparecido. Las circunstancias internas de AustriaHungría y Alemania jugaron por tanto un papel considerable en la decisión de Ludendorff de
reactivar la guerra en el frente occidental con vistas a forzar la decisión final. Concentró para
ello una fuerza impresionante -unos tres millones y medio de soldados- y decidió atacar por
un frente de unos 50 kilómetros por la zona central de las posiciones aliadas, en el Somme
(por la localidad de San Quintín), por donde el 21 de marzo de 1918 lanzó sorpresivamente,
tras un bombardeo muy intenso pero breve de la artillería, un total de 47 divisiones (ofensiva
pensada como una finta, pues Ludendorff pensaba reservar el grueso de sus fuerzas para un
posterior ataque por el Norte, por Ypres, en Flandes, contra las posiciones inglesas y belgas). Con una táctica nueva -en realidad, un retorno a la guerra de movimiento-, basada en
penetraciones rápidas con fuerzas ligeras de asalto por los puntos débiles de la línea enemiga evitando así los asaltos frontales y masivos de la infantería sobre trincheras y nidos de
ametralladoras, los alemanes, favorecidos por la sorpresa (y por la niebla, que hizo muy difícil detectar sus movimientos), rompieron las líneas británicas por distintos puntos y avanzaron unos 65 kilómetros en una semana, ocupando localidades importantes como Peronne,
Bapaume, Montdidier- muy cerca de Amiens- otras, y haciendo más de 80.000 prisioneros. El
9 de abril, Ludendorff, confiado por el éxito inicial, redobló la ofensiva, atacando algo más al
norte, entre Bethune y Arrás, por Lille y Armentières (sobre el río Lys), también con éxito, si
bien mucho menor pues, debilitadas sus reservas y ante la tenaz resistencia británica, los
alemanes no pudieron explotar la ventaja adquirida. Visto el excelente comportamiento en la
ofensiva anterior de las reservas francesas, muy bien movidas por el mariscal Ferdinand
Foch (1851-1929), nombrado por ello "generalísimo" de los ejércitos aliados el 14 de abril,
Ludendorff decidió atacar al Ejército francés -para eliminarlo de cara a la ofensiva final sobre
Flandes- y el 27 de mayo, lanzó un ataque en profundidad sobre el "Chemin des Dames",
entre Soissons y Reims, avanzando en un solo día más de 20 kilómetros. Los alemanes tomaron Soissons y llegaron, como en 1914, al Marne amenazando de nuevo París (y el 9 de
junio, volvieron a atacar, esta vez más al este, por Metz). Pero los franceses, con la colaboración de la II División norteamericana, situada sobre Chateau-Thierry, replegándose con
acierto y orden, pudieron contener la ofensiva. El esfuerzo había convertido al ejército alemán en una fuerza agotada. Ludendorff, consciente de que ello le obligaba a abandonar su
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ofensiva por Flandes, quiso explotar la ventaja adquirida por sus tropas e intentar un último
esfuerzo sobre París por el Marne. El 15 de julio volvió a atacar por esa zona e incluso sus
ejércitos -52 divisiones- cruzaron el citado río y abrieron grandes espacios en las líneas francesas. Pero Foch volvió a resistir y el 18 de julio ordenó un contraataque de sus efectivos franceses, marroquíes y norteamericanos (de éstos, nueve divisiones)- que, empleando centenares de tanques, hicieron retroceder a los alemanes hasta el río Aisne. La "segunda batalla del Marne" fue el principio del fin para Alemania. El mando aliado (Foch, Haig, Pétain y el
general norteamericano Pershing) ya no perdió la iniciativa. Foch comprendió muy bien que
el Ejército alemán se había agotado y a partir de aquel momento lo sometió a una presión
incesante en todos los frentes, utilizando para ello las mismas tácticas -ataques rápidos y
penetrantes en diagonal- que los alemanes habían usado en su ofensiva de primavera, y
empleando con gran eficacia y coordinación tanques, artillería ligera, infantería y aviación. El
8 de agosto, ingleses, canadienses y australianos desencadenaron la "batalla de Amiens":
usando preferentemente tanques -unos 450- avanzaron unos 12 kilómetros en un solo día.
Días después (21 agosto-3 septiembre), ingleses y franceses atacaron por el Somme y
Arrás, y en dos semanas recuperaron todas las posiciones que habían perdido en marzo
(Noyon, Peronne, etcétera) obligando a los alemanes a replegarse a sus posiciones del 20
de marzo tras hacerles más de 100.000 prisioneros. El 12 de septiembre, los norteamericanos atacaron por el otro extremo del frente, por Saint-Mihiel, al sudeste de Verdún, casi en la
frontera entre Lorena y la propia Alemania, haciendo unos 15.000 prisioneros en un solo día.
El 26 de septiembre, tras 56 horas de bombardeos de la artillería, comenzó el ataque aliado
hacia la victoria. Los norteamericanos lo hicieron por la región boscosa del Argona, en Las
Ardenas; los ingleses, por Flandes (aunque para girar sobre Lille y Cambray). La idea era,
pues, atrapar a los alemanes en una especie de gran tenaza. Aunque el éxito inicial del
avance aliado fue menor de lo esperado -si bien los ingleses tomaron San Quintín, Lens y
Armentières-, coincidió con victorias espectaculares sobre los aliados de Alemania en otros
frentes y ello quebró la resistencia psicológica del mando alemán: el 29 de septiembre, Ludendorff, convencido de que Alemania no podía ganar la guerra, aconsejó al Káiser la formación de un gobierno de amplia base parlamentaria para iniciar negociaciones para un armisticio y para la paz, antes de que se produjese el colapso final del ejército. En efecto, Bulgaria y
Turquía cayeron en septiembre y Austria-Hungría, en proceso acelerado de desintegración
desde el verano, carecía ya de toda capacidad militar. En el frente búlgaro, desde Tracia y
Macedonia a Albania, los aliados habían logrado reunir un gran ejército bajo el mando del
general Franchet d´Esperé: 29 divisiones, 700.000 hombres (franceses, ingleses, italianos,
serbios traídos desde Corfú, y griegos, pues finalmente Grecia entró en la guerra el 27 de
junio de 1917). La ofensiva aliada comenzó allí el 14 de septiembre de 1918 y se concentró
sobre las tropas búlgaras posicionadas en Macedonia, al norte de Salónica. Serbios y franceses atacaron por Dobropolje, una zona muy montañosa, para por el valle de Vardar avanzar hacia Skopje; griegos e ingleses lo hicieron por las montañas que rodean al lago Doirán
para penetrar hacia los valles de Bulgaria y llegar al río Maritsa. Los búlgaros, sorprendidos,
mal equipados y desbordados numéricamente, se derrumbaron. El 30 de septiembre, firmaron en Salónica el armisticio que sellaba su capitulación: su ejército fue desmovilizado, su
material de guerra incautado y el país fue ocupado por las tropas aliadas. Parte de éstas pasaron a atacar a alemanes y austro-húngaros en Serbia, donde a lo largo de octubre fueron
tomando enclaves y ciudades, al extremo que Franchet acarició la idea de una marcha sobre
Berlín por Belgrado, Budapest y Viena. Otra parte de las fuerzas aliadas, los ingleses, mandados por el general Milne avanzaron por Tracia contra Turquía. En Oriente Medio, Allenby
(y Lawrence al frente de los árabes) coordinó sus operaciones con las de Franchet: el 18 de
septiembre, lanzó una gran ofensiva en Palestina por la costa ("batalla de Megiddo"), cuando
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alemanes y turcos esperaban el ataque por Jordania. El éxito fue espectacular. Ingleses y
árabes tomaron sucesivamente Haifa y Acre (23 de septiembre), Amán (25 de septiembre) y
Damasco (2 de octubre), mientras una escuadra francesa entraba en Beirut (7 de octubre). El
14 de octubre, el Sultán turco, tras cesar a los oficiales nacionalistas (Enver, Talat) que habían llevado a su país a la guerra, pidió un armisticio, que se firmó poco después, el 30 de octubre, en la isla de Maudros, en el Egeo. El mando aliado había querido que los italianos atacasen por el río Piave al mismo tiempo que Franchet y Allenby lo hacían en Macedonia y Palestina, pero el general en jefe italiano, Armando Díaz (que había sustituido a Cadorna tras
Caporetto) prefirió esperar hasta que el debilitamiento de Austria-Hungría fuera irreversible
(pues todavía en junio, del 15 al 23, los austriacos habían lanzado un fuerte ataque por la
zona que los italianos supieron, esta vez, contener con gran eficacia). La crisis de Austria Hungría, en efecto, se agudizó a lo largo de la primavera y verano de 1918. Los aliados trataron de fomentar y explotar el creciente malestar de las nacionalidades. Optaron ya abiertamente por la desmembración del Imperio austro-húngaro. Unas llamadas legiones checa,
polaca y yugoslava, formadas por soldados que desertaban de los ejércitos austro-húngaros
pasaron á combatir con los aliados. El 10 de abril, se celebró en Roma un Congreso de Nacionalidades Oprimidas en el que checos, yugoslavos, polacos y rumanos (de Transilvania)
proclamaron su derecho a la autodeterminación. Unos días después, el gabinete italiano reconoció rango de gobierno al Consejo Nacional Checo. Más todavía, el 30 de junio, Italia y
Francia anunciaron que reconocerían la independencia de Checoslovaquia: poco después lo
hicieron Gran Bretaña y Estados Unidos. Los checos pudieron, así, proclamar formalmente
su independencia el 21 de octubre. Fue entonces, 24 de octubre, cuando se desencadenó la
esperada ofensiva italiana sobre Austria, un violentísimo ataque en el Piave que, si bien costó a los italianos numerosas bajas (25.000 en los primeros tres días), logró pronto sus objetivos: la línea austriaca cedió completamente, las tropas italianas hicieron en 10 días medio
millón de prisioneros, y tomaron Vittorio Veneto, base del cuartel general austriaco, Trieste y
Fiume. Caporetto había quedado vengado e Italia había doblegado a su enemigo histórico.
Incluso antes de que el 3 de noviembre cesara la ofensiva, Austria había pedido una paz separada, y el 29 de octubre declaró su rendición incondicional. El colapso del Imperio era total.
Ese mismo día, el Consejo Nacional Yugoslavo proclamó en Zagreb, la capital de Croacia, la
independencia de todos los territorios eslavos. Pocos días después, se acordó en Ginebra la
unión de Croacia y Eslovenia con Serbia y Montenegro: el 24 de noviembre, se produjo la
proclamación oficial del Reino Unido de serbios, croatas y eslovenos, con el rey Pedro de
Serbia como soberano. De inmediato también, estallaron sucesos revolucionarios en Viena y
Budapest. El 1 de noviembre, se formó un gobierno húngaro independiente presidido por el
conde Károlyi, y en Viena, miembros del Parlamento creaban un Consejo Nacional, lo que
equivalía a la formación de un Estado austriaco separado. La rendición austro-húngara se
hizo efectiva a partir del 3 de noviembre. El día 12, con la abdicación del emperador Carlos,
cayó el Imperio Habsburgo tras casi 700 años de existencia. Los días 13 y 14 se proclamaban sucesivamente las repúblicas de Austria y Hungría. El colapso de los aliados de Alemania precipitó, como ha quedado dicho, el fin de la guerra. El 3 de octubre, en efecto, el Káiser
había nombrado el gobierno que le había aconsejado Ludendorff, un gobierno parlamentario
-lo que para muchos constituyó una "primera revolución alemana"- presidido por un liberal, el
príncipe Max de Baden, y formado por liberales de izquierda, socialistas y católicos. El mismo
4 de octubre, el nuevo gobierno pidió el armisticio (petición apoyada por Austria-Hungría)
sobre la base de los 14 puntos que había anunciado en enero el presidente Wilson, y que
eran relativamente generosos con alemanes y austro-húngaros en la medida que no incluían
disposiciones punitivas para ellos. Las negociaciones comenzaron inmediatamente y se prolongaron a lo largo de octubre, coincidiendo por tanto con las últimas operaciones en Oriente
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Medio y con la ofensiva italiana en el Piave, y mientras los combates continuaban en el frente
occidental, donde los alemanes procedieron a retirarse hacia el interior de Bélgica y a la frontera luxemburguesa, pero siguiendo una política de tierra quemada que provocó nuevas destrucciones en suelo francés y belga. Con todo, no hubo acuerdo. Los aliados, convencidos de
que los alemanes simplemente querían ganar tiempo, endurecieron sus posiciones negociadoras. Ludendorff llegó a pensar en una especie de "levée en masse" de su país y en una
lucha desesperada y heroica hasta el último hombre antes que aceptar una paz deshonrosa
(por lo que fue cesado el 26 de octubre y sustituido por el general Groener). El hundimiento
de Austria-Hungría hizo, sin embargo, ver a todos que la guerra estaba terminada. Cuando el
27 de octubre la flota alemana recibió la orden de hacerse a la mar para una última ofensiva,
los marineros se amotinaron. El 3 de noviembre, unas asambleas de marineros y trabajadores portuarios tomaron el puerto de Kiel. La revuelta, una segunda revolución alemana, se
extendió a otros puertos del Báltico (Bremen, Lübeck). De la flota pasó a las unidades del
Ejército de tierra, y de los puertos del Norte a otras ciudades alemanas. El 7 y 8 de noviembre, los socialistas independientes, dirigidos por Kurt Eisner, proclamaron en Munich la República Socialista de Baviera. El 9, la revolución llegó a Berlín, donde el jefe del Gobierno
cedió el poder al líder del SPD, Friedrich Ebert. La Comisión Alemana para el Armisticio, encabezada por Erzberger, negoció ya con Foch -en Compiègne- la rendición total. El Káiser
Guillermo II abdicó el día 10 y se exiló en Holanda. Ese día, anticipándose a una posible insurrección popular, los socialistas berlineses proclamaron la República e, incorporando a varios socialistas independientes, formaron un nuevo gobierno presidido por el mismo Ebert. A
primera hora de la madrugada del 11 de noviembre, Erzberger firmó el armisticio y a media
mañana cesaron las hostilidades. La guerra había terminado: la paz fue celebrada ruidosa y
festivamente por multitudes entusiasmadas que se echaron a las calles durante varios días
en la casi totalidad de las localidades de los países aliados.
Repercusiones de la guerra
La I Guerra Mundial dejó un balance de 10 millones de muertos y cerca de 30 millones de
heridos. Alemania perdió 1.950.000 hombres; Rusia, 1.700.000; Francia, millón y medio;
Gran Bretaña y su Imperio, un millón; Austria-Hungría, una cifra similar; Italia, 533.000 muertos; Serbia y Turquía, entorno a los 325.000 cada una; Rumania, 158.000; Estados Unidos,
116.000 y cifras ya menores, Bulgaria, Portugal, Grecia y Montenegro. La catástrofe demográfica que ello supuso -agravada por la epidemia de gripe que asoló Europa en 1919- difícilmente podría ser exagerada. Francia, por ejemplo, perdió el 50 por 100 de los varones de
20-23 años. Todas las pirámides demográficas de los países que intervinieron en la contienda registraron acentuados estrangulamientos en la zona de edad de los 20 a los 40 años. El
descenso de la natalidad y el envejecimiento de la población fueron evidentes en toda Europa desde 1920. Viudas, huérfanos y mutilados de guerra se contaron por millones.
Consecuencias sociales y económicas
El coste de la guerra se estimó en torno a los 180.000-230.000 millones de dólares (en valor
de 1914), y el de los daños causados por las destrucciones, en torno a otros 150.000 millones. Las devastaciones -edificios, campos, minas, ganado, puentes, ferrocarriles, fábricas,
maquinaria, carreteras, barcos- fueron incalculables, sobre todo en las zonas más directamente afectadas por los combates, esto es, el norte de Francia, Bélgica, la Europa del este y
la región fronteriza entre Italia y Austria. Sólo en Francia quedaron destruidos unos 5:000
kilómetros de vías férreas y unos 300.000 edificios. Las minas del norte, en la región de Calais, quedaron anegadas. La guerra, además, había trastocado toda la economía mundial. El
comercio internacional y las inversiones en el exterior de los principales países europeos
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quedaron prácticamente interrumpidos entre 1914 y 1918. Estados Unidos y en menor medida Japón se hicieron con buena parte de los mercados antes controlados por Gran Bretaña,
Francia y Alemania. La marina mercante norteamericana creció espectacularmente. Londres
vio su posición como centro financiero amenazada por la huida del dinero a Nueva York y
Suiza. En muchos países neutrales -por ejemplo, los países iberoamericanos, España,
Holanda, los países escandinavos y Suiza-, la substitución de importaciones dio lugar a procesos más o menos consistentes de expansión (o reconversión) industrial. La demanda de
materias primas y alimentos -trigo, azúcar, caucho, madera, café, maíz, aceite- impulsó la
producción agrícola de los países centro y sudamericanos, asiáticos, africanos e incluso de
Estados Unidos. Los países beligerantes habían tenido, además, que hacer frente a un doble
problema: al aumento extraordinario de los gastos militares y a la necesidad de controlar y
regular la propia economía nacional para su transformación para la guerra (fabricación de
armamento y munición, y de todo tipo de material de campaña: alambradas, vehículos, alimentos, combustibles, medicinas, vendajes, uniformes, calzado, prendas de abrigo, herramientas, etcétera). De una parte, las economías europeas habían recurrido a préstamos
cuantiosos y a otras formas de financiación (emisión de deuda, aumentos de la circulación
monetaria, bonos del tesoro...): Estados Unidos pasó a ser el principal acreedor del mundo.
De otra parte, los gobiernos impusieron desde 1914 fuertes controles sobre sus respectivas
economías. En Gran Bretaña, por ejemplo, el gobierno nacionalizó temporalmente ferrocarriles, minas de carbón y marina mercante. El ministro de Armamento, Lloyd George, en 1916
puso en marcha 73 factorías para la producción de munición (que eran 218 en 1918), incorporando a ellas a miles de mujeres. Como jefe del gobierno desde diciembre de 1916, el
mismo Lloyd George creó un gabinete de guerra, los ministerios de Trabajo, Alimentación,
Navegación y Pensiones y un Departamento para la Producción de Alimentos. En 1918, su
gobierno impuso el racionamiento del consumo de carne, azúcar, mantequilla y huevos, nacionalizó las fábricas de harina y se apropió de unos 5 millones de hectáreas de tierras no
cultivadas. El presupuesto británico de gastos pasó de unos 200 millones de libras en 1913 a
2.579 millones en 1918. En Alemania, la evolución hacia una economía de guerra planificada
había sido aún más decidida, y comenzó casi desde el primer momento. Primero, porque los
militares temieron que los recursos propios pudieran no ser suficientes en caso de guerra
prolongada; y luego, porque lo impuso la misma necesidad de resistir ante el bloqueo británico. El modelo fue el Departamento de Materias Primas creado en agosto de 1914 dentro del
Ministerio de la Guerra, bajo la responsabilidad del director de la empresa eléctrica AEG,
Walther Rathenau (1867-1922), miembro además de una prestigiosa familia de industriales
judíos: todas las minas y factorías del país fueron integradas en varias "compañías de industrias de guerra" que, aun dirigidas por los propios industriales, pasaron a trabajar en exclusividad para el Estado mediante contratos especiales y de acuerdo con los objetivos de producción señalados por el gobierno. Éste fijó precios máximos para alimentos y vestidos. En
enero de 1915, decretó el racionamiento del pan (y luego, el de todos los alimentos) y finalmente, integró toda la producción agraria e industrial relacionada con los cereales y la alimentación en una Oficina Imperial que controló y reguló el abastecimiento. El comercio exterior quedó igualmente bajo control del Estado tras la constitución, a finales de 1916, de la
Compañía Central de Compras, la compañía comercial más grande del mundo, que se encargó de las exportaciones e importaciones con los países neutrales. El gobierno construyó,
además, fábricas propias -por ejemplo, de nitratos- y estimuló con notable éxito la investigación para la producción sintética de productos esenciales (aluminio, celulosa, caucho, lubricantes, fertilizantes) previamente elaborados con materias primas de importación. El efecto
que todos aquellos cambios tendrían sobre las economías de posguerra fue enorme. Todas
ellas tuvieron que hacer frente no ya sólo a la reconstrucción, reabsorción de ex comba24
tientes y sostenimiento de viudas, huérfanos y mutilados, sino además a fuertes procesos
inflacionarios y elevadísimos endeudamientos exteriores. El índice de precios de Gran Bretaña pasó de 100 en 1913 a 229 en 1918 y 351 en 1920; en Francia, de 100 en 1913 a 339 en
1918 y 509 en 1920; en Alemania, a 217 y 1.486, respectivamente, en los mismos años. La
inflación fue igualmente alta en Bélgica, Holanda y los países escandinavos, y altísima en
Austria, Hungría y en general, en los nuevos países del este de Europa. En Italia, que durante la guerra hizo también un excepcional esfuerzo en la construcción de armamentos y vehículos -gracias a la labor de coordinación del general Dallolio-, el índice de precios se elevó
de 100 en 1913 a 412,9 en 1918; la deuda nacional se multiplicó en el mismo tiempo por cinco. La inflación y la inestabilidad monetaria tuvieron en todas partes el mismo efecto: pérdida
del valor adquisitivo de los salarios y hundimiento de rentas fijas y del ahorro. Prácticamente,
ningún país pudo recobrar el ritmo de actividad económica anterior a la guerra hasta 1923 (y
Alemania, abrumada por el pago de reparaciones hasta después de ese año), a pesar de que
la normalización del comercio internacional y la devolución al sector privado y al mercado de
industrias y servicios estatalizados durante el conflicto permitieron en algunos países una
apreciable recuperación de la producción y del trabajo ya en los años 1919 y 1920 (pero que
a su vez incidió negativamente en países neutrales como España y como algunos países
iberoamericanos que no supieron capitalizar los enormes beneficios que habían obtenido
durante la guerra). Reconstrucciones, inflación, deuda exterior, inestabilidad monetaria -pues
durante la guerra la mayoría de los países había renunciado al patrón oro-, reajustes económicos, y en los casos alemán, austriaco, húngaro y búlgaro, las "reparaciones" de guerra
configuraron una situación económica internacional excepcionalmente vulnerable. La crisis
comenzó a manifestarse en 1920 en Estados Unidos -aumento de stocks, caídas de precios-,
lo que hizo que sus bancos optaran por políticas monetarias extraordinariamente restrictivas,
deflacionistas (para sostener la moneda), y que el gobierno recurriese con el arancel de 1922
a la protección arancelaria para frenar las importaciones. Las repercusiones se harían notar
en 1921 en todo el mundo. Excepción hecha de los países sometidos a procesos inflacionistas galopantes o con hiperinflación -esto es, la Europa central y oriental-, todas las economías recurrieron a políticas deflacionistas (encarecimiento del dinero, restablecimiento del patrón oro, reducción del gasto público, equilibrios presupuestarios, reducciones salariales) y a
medidas fuertemente proteccionistas para sus respectivas industrias y agriculturas: algunas
lo hicieron incluso antes que Estados Unidos. A medio plazo, ello permitió restablecer la estabilidad económica, sobre todo, desde que en 1924 se solucionó el problema hiper inflacionista alemán, y en definitiva se propició así la relativa prosperidad que la economía mundial
experimentó entre 1924 y 1929. Pero a corto plazo, en 1921-23, deflación y proteccionismo
provocaron una aguda recesión económica y un fuerte aumento del desempleo. En Gran
Bretaña, el paro se elevó del 2,4 por 100 de la población activa en 1920 al 14,8 por 100 en
1921 (unos 2 millones de parados) y prácticamente se mantuvo en porcentajes del 7-10 por
100 a lo largo de toda la década. En Francia, la cifra de parados alcanzaba en abril de 1921
el medio millón de trabajadores; en Italia, subía de 388.000 en julio de 1921 a 606.000 en
enero de 1922. Consecuencia de todo ello sería la intensa agitación laboral que toda Europa
y Estados Unidos conocieron en los años 1919-22, que hizo pensar que el mundo occidental
estaba abocado a una situación revolucionaria (a lo que contribuyeron desde luego el ejemplo de la revolución rusa y la creación en toda Europa de partidos comunistas alineados con
las posiciones del nuevo régimen soviético). En Estados Unidos, por ejemplo, se habló de
"pánico rojo" ante las amplias y muy duras huelgas que sacudieron el sector del acero en los
años 1919 y 1920. En Francia, el número de jornadas perdidas en conflictos laborales pasó
de 980.000 en 1918 a 15.478.000 en 1919 y a 23.112.000 en 1920. En Italia, de 912.000
(1918) a 22.325.000 (1919) y 30.569.000 (1920); en Gran Bretaña, de 5.875.000 (1918) a
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34.969.000 (1919) y 26.568.000(1920). El caso fue similar en Alemania, Suecia, Noruega,
Holanda y España. Del 5 al 11 de enero de 1919, los espartaquistas -que con otros grupos
de extrema izquierda habían formado en diciembre de 1918 el Partido Comunista de Alemania (KPD)- desencadenaron en Berlín una insurrección armada, la llamada semana roja, un
intento de capitalizar el descontento social y desbordar el proceso democrático iniciado el 10
de noviembre del año anterior, para tomar el poder e implantar un régimen revolucionario
basado en los consejos obreros surgidos en las jornadas finales de la guerra. En Munich, el
asesinato el día 21 de febrero de 1919 por grupos de la ultraderecha del dirigente de la autoproclamada República de Baviera Kurt Eisner provocó, ya en abril, un nuevo estallido revolucionario. En Hungría, comunistas y socialdemócratas derribaron en marzo de 1919 al débil
gobierno liberal de Károlyi y, durante cuatro meses y medio, establecieron un Estado comunista, presidido por Bela Kun (1886-1937). En Gran Bretaña, el partido laborista, cuyo programa incluía un amplio abanico de nacionalizaciones (tierra, electricidad, minas, ferrocarriles), emergió en las elecciones de 1918 como el segundo partido del país, con el 22,2 por
100 de los votos. Además, en 1919 y 1920, se registraron graves y violentas huelgas de ferroviarios, mineros, metalúrgicos y estibadores de los puertos (y hasta de la policía). En septiembre de 1919, por ejemplo, se declaró la huelga nacional de ferroviarios contra las medidas de recortes presupuestarios aprobadas por el gobierno; en octubre-noviembre de 1920,
la huelga general minera contra la reprivatización de las minas. En Italia la afiliación a la central sindical socialista (Confederación General del Trabajo, CGL) subió de 250.000 miembros
en 1918 a 2 millones en 1920. Huelgas, ocupaciones de fábricas y de tierras y motines urbanos fueron práctica común en 1919 y 1920, llamado por ello el "biennio rosso". Más de 1 millón de obreros fueron a la huelga en 1919 y una cifra aún superior en 1920. Hubo, por ejemplo, graves conflictos de ferroviarios y trabajadores de correos y telégrafos en enero, abril y
septiembre de 1920 y una huelga de diez días en todo Piamonte en abril. En septiembre de
1920, tras romperse las negociaciones salariales para la industria del metal, los trabajadores
metalúrgicos, unos 400.000, ocuparon durante cuatro semanas las principales factorías y
astilleros del país -en Milán, Turín y Génova principalmente-. En Francia, hubo graves incidentes en París durante la manifestación del 1 de mayo de 1919; y luego, en junio, una violenta huelga de metalúrgicos del cinturón rojo de la capital. En 1920, las huelgas se extendieron a los ferrocarriles, las minas, los puertos y la construcción. La CGT, la gran sindical del
país, lanzó a partir del 8 de mayo una serie de huelgas coordinadas para preparar una huelga general en solidaridad con los ferroviarios. La amenaza revolucionaria fue menor de lo
que se pensó. Francia, por ejemplo, seguía siendo un país agrario y conservador, de pequeños y medianos propietarios de la tierra: en 1939, aunque otra cosa hicieran pensar París y la
Costa Azul, el 55 por 100 de la población seguía viviendo en localidades de menos de 4.000
habitantes. Las elecciones de noviembre de 1919 supusieron un aplastante triunfo (419 escaños de un total de 614) del Bloque nacional republicano, una coalición de la derecha, el
centro y algunos radicales aglutinada en torno a Millerand y Clemenceau. La huelga general
de mayo de 1920 antes mencionada terminó el día 28 con la total derrota de los sindicatos.
La escisión comunista que se consumó en el congreso socialista de Tours de diciembre de
1920 dividió al movimiento obrero y sindical. El nuevo Partido Comunista francés, definido
por un extremado dogmatismo ideológico, fue en los años veinte una fuerza marginal; el partido socialista, la vieja SFIO, transformada por León Blum y Paul Faure en un partido democrático que hacía del socialismo un ideal moral de justicia social, quedó fuera del gobierno
hasta 1936. En Alemania, las insurrecciones revolucionarias de Berlín y Munich de 1919 -que
dejaron un balance de varios miles de muertos, entre ellos Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, asesinados en Berlín por grupos paramilitares- sólo sirvieron para echar al gobierno
de Ebert en brazos del antiguo ejército imperial, lo que iba a condicionar todo el futuro de la
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nueva República alemana. La línea insurreccional fue un grave error. Los espartaquistas sólo
tenían el apoyo de una minoría de trabajadores. La mayoría de los sindicatos apoyó de forma
explícita al gobierno. Las elecciones de 19 de enero de 1919, celebradas días después de la
"semana roja" berlinesa, indicaron claramente que, pese a la crisis social, Alemania era un
país políticamente moderado. Los social-demócratas (SPD) de Ebert, Scheidemann y Noske
-ministro del Interior y responsable del aplastamiento de los conatos insurreccionales- lograron 165 escaños y el 37,9 por 100 de los votos; el partido demócrata de Walther Rathenau,
un partido de centro-izquierda, 75 y 18,6 respectivamente. El partido más cercano a la extrema izquierda, el socialista independiente (USPD), logró sólo 22 diputados y el 7,8 por 100
de los votos, menos incluso que el principal partido de la derecha, el partido nacional-alemán.
La revolución húngara fue abortada en agosto de 1919 por las fuerzas contrarrevolucionarias
del almirante Horthy apoyadas por unidades del Ejército rumano. Pero apenas hubo resistencia: la socialización de la tierra decretada por el gobierno revolucionario de Bela Kun había
provocado una fuerte oposición en las zonas rurales, tradicionalmente conservadoras. En
Italia, las ocupaciones de fábricas del verano de 1920 fueron en realidad, contra lo que pudo
pensarse, una especie de anti-clímax revolucionario. El jefe del Gobierno, una vez más Giolitti, ni siquiera interrumpió sus vacaciones: solucionó el problema ofreciendo a los trabajadores
aumentos salariales y el reconocimiento del poder sindical en las fábricas, medida que, además, ni siquiera llegó a ser aprobada por el Parlamento. Los trabajadores pusieron fin pacíficamente a sus acciones; el movimiento terminó con la decepción de las expectativas revolucionarias y entre agrias recriminaciones entre sus líderes. Como en Francia, el movimiento
obrero y socialista se dividió por la escisión comunista, que se produjo en el congreso de Livorno de enero de 1921 encabezada por un grupo de jóvenes intelectuales de talento, como
Antonio Gramsci (1891-1937), un joven sardo educado en Turín, donde en 1919 había creado el semanario L´Ordine Nuovo desde cuyas páginas defendió la creación de un nuevo movimiento obrero basado en comités y consejos de fábrica bajo la dirección de un partido disciplinado y revolucionario. Pero, además, el Partido Socialista Italiano, primer partido de Italia
tras las elecciones de 1919 (con 156 diputados y el 32,4 por 100 de los votos), estaba mo ralmente roto por las insalvables diferencias entre el "ala reformista", dirigida por Turati, que
controlaba el grupo parlamentario y la CGL, y el "ala maximalista", encabezada por Giacinto
Serrati. Todo ello hizo del PSI, no obstante sus numerosos diputados, una fuerza desorientada e inoperante. El ala maximalista, que era la mayoritaria, que se reafirmó en los viejos postulados marxistas del partido aun rechazando las tesis comunistas, no supo hallar su espacio
político. Además, el sector reformista fue finalmente expulsado del partido en octubre de
1922. De hecho, la gran ofensiva obrera de 1919-20 careció en todo momento de dirección y
coordinación políticas. También en Gran Bretaña -donde en 1920 se creó un minúsculo Partido Comunista que logró un diputado en las elecciones de 1921 y donde en el interior del
laborismo y de los sindicatos habían cristalizado corrientes radicales abiertamente simpatizantes con la revolución soviética- las huelgas de 1919-20 terminaron con la derrota de los
trabajadores. Así, los esfuerzos que los dirigentes mineros hicieron en la primavera de 1921
para arrastrar a los otros grandes sindicatos del país (ferroviarios, metalúrgicos, transporte) a
una prueba de fuerza con el Gobierno y los empresarios contra las reducciones salariales y
los despidos, fracasaron. Cuando el 15 de abril llamaron a la huelga, los mineros se quedaron solos: aquel día fue el "viernes negro" en la historia obrera británica. Además, la crisis de
1921 puso a todas las organizaciones obreras europeas a la defensiva. Para defender el empleo, los sindicatos tuvieron que aceptar fuertes reducciones salariales prácticamente en todas partes (en Italia, del orden del 25 por 100) y seguir políticas de negociación y entendimiento con los empresarios. Las huelgas disminuyeron de forma espectacular. En Gran Bretaña, bajaron de un total de 1.607 en 1920 a 763 en 1921 y 576 en 1922; la afiliación a la
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TUC, la confederación de sindicatos, que había alcanzado los 8.348.000 miembros en 1920,
se redujo a 5.625.000 en 1922. En Italia, sólo en el primer trimestre de 1921 el número de
huelguistas y de jornadas de trabajo perdidas por huelgas disminuyó en casi un 80 por 100
respecto al año anterior. La afiliación a la CGT francesa bajó de 2 millones (1920) a 600.000
(1922). Con todo, las consecuencias económicas de la guerra y la agitación laboral de la
posguerra (cualquiera que fuese su significación revolucionaria) transformaron la política y
aun la naturaleza del Estado. La situación provocó, de una parte, un reforzamiento notabilísimo de la responsabilidad económica de los poderes públicos; de otra, sensibilizó a gobiernos y sociedad en general en torno a los problemas sociales. A partir de la I Guerra Mundial
los gobiernos asumirían la responsabilidad de la prosperidad económica, del empleo y de la
seguridad social. La jornada laboral de 8 horas fue acordada en numerosísimos países en
1919. En la conferencia de París que puso fin a la guerra, se acordó la creación de la Organización Internacional del Trabajo (dentro de la Sociedad de Naciones), como una especie de
asamblea internacional de los sindicatos que fuese elaborando la legislación social que
habrían de aprobar los respectivos gobiernos. En cualquier caso, la doble idea de que la
economía debía ser planificada de alguna forma y de que el libre juego de las fuerzas económicas resultaba inoperante para combatir las desigualdades económicas impregnó profundamente la conciencia pública. En 1928, el nuevo país revolucionario salido de la guerra, la
Unión Soviética, aprobaría el primero de sus planes quinquenales. En 1936, el economista
de Cambridge, Keynes, publicaría la Teoría general del empleo, el interés y el dinero que
precisaba cuáles debían ser los instrumentos de los gobiernos para asegurar la estabilidad
económica y el empleo. Ni la economía, ni la extensión ni los fines del gobierno volvieron a
ser los mismos.
Un nuevo orden mundial
Ninguno de los tres grandes imperios europeos -Rusia, Alemania, Austria-Hungría- sobrevivió a la guerra. La I Guerra Mundial provocó en efecto una de las más profundas transformaciones del orden internacional de toda la historia. Ello fue negociado y acordado por los vencedores en una gran conferencia internacional celebrada en París entre el 18 de enero de
1919 y el 20 de enero de 1920, y quedó plasmado en la serie de relevantes tratados (Versalles, Saint-Germain, Neuilly, Trianón y Sèvres) que de aquella se siguieron. El punto de partida fueron los 14 puntos que el presidente norteamericano Wilson había hecho públicos en
enero de 1918 y que constituían la única exposición sistemática de objetivos de guerra de los
aliados. El punto de llegada -habida cuenta de los conflictos de intereses entre las principales
potencias y de los problemas domésticos de todas y cada una de ellas- fue, sin embargo,
muy otro. El programa de Wilson incluía las siguientes propuestas: acuerdos de paz negociados abiertamente y fin de la diplomacia particular y secreta; libertad absoluta de navegación por los mares; supresión de barreras económicas y establecimiento de condiciones comerciales iguales para todas las naciones que laborasen por la paz; reducciones garantizadas de armamentos; acuerdos sobre los problemas coloniales respetando los derechos de
las poblaciones autóctonas y los intereses de las metrópolis; evacuación de todos los territorios rusos ocupados; evacuación y restablecimiento de Bélgica; devolución a Francia de Alsacia y Lorena; rectificación de las fronteras italianas; garantía inmediata de un desarrollo
autónomo para los pueblos de Austria-Hungría; evacuación de Rumania, Serbia y Montenegro; seguridad absoluta de existencia para las regiones no turcas bajo dominación del Imperio otomano; creación de una Polonia independiente; creación de una asociación general de
naciones para regular el orden internacional. El presidente Wilson, que permaneció en París
hasta julio de 1919 y responsable principal del resultado de la conferencia (junto con los otros
"tres grandes", Lloyd George, Clemenceau y Orlando, jefe del gobierno italiano), tuvo particu28
lar interés en lograr ese último punto: la creación de una Sociedad de Naciones. La delegación francesa estuvo interesada ante todo en su seguridad y en la imposición de sanciones y
reparaciones de guerra a Alemania (no contempladas, como ha podido verse, en el plan norteamericano, y que tampoco apoyaban los ingleses). Italia luchó para que se le concediera lo
que le había sido prometido en 1915 a cambio de su entrada en la guerra -Trento, Trieste,
Istria, etcétera-, a lo que en los puntos de Wilson se aludía sólo de forma muy ambigua. Gran
Bretaña, muy poco interesada en la Sociedad de Naciones, quiso ante todo defender sus
intereses coloniales, mejorar la parte que le correspondiese de las reparaciones alemanas y
asegurarse su antigua supremacía naval. Wilson acabó haciendo numerosas concesiones a
cambio de asegurarse la aceptación de la Sociedad de Naciones. El Tratado de Versalles
pudo así ser presentado a Alemania en mayo de 1919 y fue finalmente aceptado por el gobierno alemán, que lo rechazó en primera instancia, el 28 de junio. El Tratado obligaba a
Alemania a devolver Alsacia y Lorena a Francia, a entregar sus colonias a Gran Bretaña,
Francia y Sudáfrica bajo la fórmula de "mandatos" (y las de Asia, a Japón, Australia y Nueva
Zelanda), a ceder también parte de sus territorios del este a la nueva Polonia y Schleswig a
Dinamarca. La región del Saar quedó bajo administración de la Sociedad de Naciones y ocupación francesa hasta 1935; la del Rin fue desmilitarizada y ocupada por fuerzas aliadas
(Gran Bretaña no evacuó la zona hasta 1926 y Francia, hasta 1930). En el este, se reconstruyó efectivamente Polonia. Danzig, ciudad de mayoría alemana en territorio polaco, fue declarada Ciudad Libre pero se trazó un "pasillo polaco" entre Danzig y la frontera alemana para permitir el acceso de Polonia al mar, cortando así Prusia oriental del resto de Alemania. En
el otro extremo de Prusia oriental, el puerto de Memel fue entregado, bajo control internacional, a Lituania. El ejército alemán quedó reducido a 100.000 hombres. Por la cláusula 231, el
Tratado declaró a Alemania "culpable de la guerra" y le hizo responsable de las pérdidas y
daños causados, si bien se dejó la estimación de la cantidad a pagar por reparaciones a una
comisión (que en abril de 1921 las fijó en 6.500 millones de libras, más los intereses). Mientras, se obligaba a Alemania a entregar a los aliados, como anticipo, su flota mercante y de
guerra (los marineros hundieron esta última antes de hacerlo), ciertas cantidades de carbón y
las propiedades de los ciudadanos alemanes en el extranjero. Finalmente, se prohibía la posible unidad de Alemania con Austria. El Tratado de Versalles dejó sin efecto el de BrestLitovsk. Además de Polonia, también Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia fueron reconocidos como países independientes. Los Tratados de Saint-Germain (con Austria) y Trianón
(con Hungría) dividieron el Imperio austro-húngaro. Austria quedó reducida a un pequeño
país de 6 millones de habitantes. Hungría perdió dos terceras partes de su territorio; el nuevo
Estado tenía una población de 8 millones (frente a los 20 millones de la antigua Hungría).
Transilvania se entregó a Rumania pese a contener un alto porcentaje de población magiar.
Checoslovaquia, representada en París por Benes, y Yugoslavia, formada por la incorporación a Serbia de Croacia, Eslovenia y Bosnia-Herzegovina, fueron reconocidas como países
de pleno derecho. Galitzia quedó incorporada a la nueva Polonia (cuya frontera oriental con
Rusia fue trazada en 1920 por el ministro de Exteriores británico, Lord Curzon: también la
Alta Silesia, antes alemana, se integró tras un plebiscito en Polonia). La Bucovina fue entregada a Rumania. El sur del Tirol (Trento), Trieste y la península de Istria -pero excluyendo el
puerto de Fiume (Rijeka)- pasaron a Italia. Por el tratado de Neuilly, Bulgaria cedió la Dobrudja del sur a Rumania y Tracia occidental a Grecia (y perdió así acceso directo al Mediterráneo). Mayores dificultades surgieron en torno al Imperio otomano, objeto del Tratado de Sévres. El Sultán Mohamed VI (1918-1922) se mostró dispuesto a ceder Tracia oriental a Grecia,
a dejar que la ciudad turca de Esmirna (Izmir) fuese administrada por Grecia durante cinco
años, a desmilitarizar los Estrechos y a que los territorios no turcos del Imperio (Armenia,
Kurdistán, Siria, Líbano, Palestina, Irak y Transjordania) se constituyeran en Estados o inde29
pendientes o autónomos. Pero la dureza de los términos provocó la reacción del nacionalismo turco, liderado por Mustafá Kemal (1881-1938), general-inspector del 9° Ejército, estacionado en Anatolia. Kemal ocupó rápidamente esa Península -la parte sustancial del Imperio-,
organizó elecciones, reunió un Parlamento Nacional en Ankara, que le designó jefe del gobierno en abril de 1920, y declaró la guerra a Grecia. La aceptación por Mohamed VI del Tratado de Sévres en agosto de 1920 volcó la contienda del lado de Kemal. Tras derrotar en
varios combates a los griegos, expulsarles de Esmirna y obligarles a aceptar un armisticio
(octubre de 1921), abolió el sultanato -y en marzo de 1924, el califato, dignidad de sucesión
de Mahoma-, proclamando la República (29 de octubre de 1923). Los aliados, después que
los ingleses, estacionados en Chanak, en los Dardanelos, se vieran al borde de la guerra,
aceptaron revisar el Tratado de Sévres. Y en efecto, por el nuevo Tratado de Lausana (12 de
julio de 1923), reconocieron a Turquía, Anatolia, Armenia, Kurdistán, Tracia oriental y la posesión neutralizada de los Estrechos. Los aliados abandonarían además Constantinopla (Estambul), que había quedado bajo su control desde el 30 de octubre de 1918. Turquía no pagaría indemnizaciones de guerra. A cambio, renunciaba a los territorios no turcos de Oriente
Medio, también ocupados, como se recordará, por ingleses, franceses y árabes desde la
guerra mundial. En esa región, se había logrado ya un acuerdo. Francia y Gran Bretaña proclamaron en 1920, y así les fue reconocido por la Sociedad de Naciones, sus mandatos respectivos sobre Siria y Líbano (Francia) y sobre Irak, Transjordania y Palestina (Gran Bretaña), más o menos según el pacto secreto que en mayo de 1916 habían negociado los diplomáticos sir Mark Sykes y François Georges-Picot. El reparto desdecía las promesas hechas
por los mismos ingleses -el alto comisariado Henry McMahon y Lawrence de Arabia- al emir
Hussein del Hijaz y a sus hijos de crear un reino unitario árabe en la zona. Con todo, Gran
Bretaña reconoció a Hussein como rey del Hijaz, hizo a Abdullah emir de Transjordania y a
su hermano Feisal, expulsado por los franceses de Siria, rey de Irak (agosto de 1921). El
presidente norteamericano Wilson pudo, pese a todo, ver materializada su mayor ambición.
El 16 de enero de 1920 se constituyó en Ginebra la Sociedad de Naciones, el organismo
que, a modo de asamblea democrática de naciones soberanas (inicialmente 42 países), debía garantizar la cooperación entre ellas y la resolución mediante el arbitraje y la diplomacia
abierta de conflictos y disputas internacionales. La Sociedad de Naciones se completó, además, con la Organización Internacional del Trabajo, para extender la legislación laboral, y con
el Tribunal Internacional de justicia, con sede en La Haya.
El espejismo democrático
No faltaron desde luego quienes, desde el primer momento, vieron con enorme preocupación
los acuerdos de París. Keynes, por ejemplo, que formó parte de la delegación británica, se
mostró en desacuerdo con la imposición de reparaciones a Alemania y dimitió por ello, y en
un libro resonante, Las consecuencias económicas de la paz (1919), anticipó su convicción
de que el Tratado de Versalles sólo provocaría la inestabilidad financiera de toda Europa.
Lawrence de Arabia se mostró profundamente decepcionado con los acuerdos sobre Oriente
Medio y expresaría su desencanto en otro libro de gran éxito, Los siete pilares de la sabiduría
(1926), la historia romantizada de la rebelión de los árabes contra Turquía. Pero, por lo general, los acuerdos de París fueron recibidos como un gran triunfo de los valores democráticos
y como el preludio de una nueva era de paz y prosperidad para el mundo. Y en efecto, en
más de un sentido, la I Guerra Mundial significó el triunfo de la democracia. A esa interpretación contribuyeron hechos como los ya señalados: 1) la desaparición de los imperios autocráticos de los Romanov, los Habsburgo y los Hohenzollern, y del Imperio otomano; 2) la proclamación de repúblicas democráticas en Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia, Turquía, Letonia, Estonia, Lituania y Finlandia (en estos dos últimos países, las fórmulas monár30
quicas impuestas por Alemania fueron sustituidas por gobiernos republicanos nacionales tras
la derrota de aquélla); 3) la concesión del sufragio femenino en Gran Bretaña, Holanda, Suecia y Estados Unidos, y la introducción de fórmulas de representación proporcional en países
como Francia e Italia; 4) la constitución de la Sociedad de Naciones sobre el principio una
nación, un voto y sobre la base de deliberaciones parlamentarias de su Asamblea General,
que debía reunirse al menos una vez al año, y voto mayoritario. Y hubo además -no obstante
la grave agitación laboral que, como vimos, vivió casi toda Europa- otros indicios favorables.
En Gran Bretaña, el Partido Laborista vio reforzadas sus posiciones en las elecciones de
1922 (142 diputados, más de 4 millones de votos, 29,5 por 100 del voto) y 1923 (191 diputados, 30,5 por 100 del voto, a sólo 8 puntos de los conservadores y por delante de los liberales). Incluso formó gobierno, si bien minoritario y de breve duración, entre enero y noviembre
de 1924, presidido por su líder, Ramsay MacDonald. En Italia, el Partido Socialista y el nuevo
partido de los católicos, el Partido Popular, creado en 1919 por el sacerdote Luigi Sturzo,
irrumpieron en las elecciones de 1919 y 1921 como las dos primeras fuerzas políticas del
país. En Alemania, el nuevo régimen, la República de Weimar, adoptó el 31 de julio de 1919
una constitución modélicamente democrática que incluía la elección directa del Presidente,
un sistema de representación proporcional que aseguraba la presencia de los partidos minoritarios y el sufragio universal masculino y femenino para mayores de 20 años. Los socialistas fueron el partido más votado en las seis elecciones que se celebraron entre 1919 y 1930.
Pero aquel triunfo de la democracia tuvo mucho de ilusorio. La guerra había destruido el optimismo y la fe en la idea de progreso y en la capacidad de la sociedad occidental para garantizar de forma ordenada la convivencia y la libertad civil. Una parte cada vez más numerosa de la opinión confiaría en adelante en soluciones políticas de naturaleza autoritaria. Así,
por un lado, el nuevo régimen comunista ruso actuó como revulsivo de la conciencia revolucionaria, al tiempo que provocaba la reacción de alarma de las clases conservadoras del
mundo occidental. El comunismo, en todo caso, visto no ya sólo como una forma igualitaria
de organización de la sociedad sino como una nueva moral, ejerció en los años de la posguerra una fascinación innegable. De otra parte, los acuerdos de paz provocaron una reacción ultranacionalista en los países o derrotados (Alemania) o decepcionados por los tratados
(Italia), reacción asociada a los "ex-combatientes", un nuevo tipo social -integrado por decenas de millones de personas- definido, por lo general, por una mentalidad patriótica y militarista identificada con el recuerdo de la guerra, y por una abierta hostilidad a la democracia, a
los partidos políticos y a la vida parlamentaria en tanto que instrumentos de división nacional.
Cuando en Italia se supo en 1919 que el puerto de Fiume (Rijeka), ciudad con un 62,5 por
100 de población italiana, no sería reintegrado sino que quedaría como ciudad libre, un grupo
de ex-combatientes al mando del escritor D'Annunzio ocupó (12 de septiembre) la ciudad.
D'Annunzio administró Fiume durante 16 meses con una constitución altisonante e impracticable de carácter nacional-sindicalista, y creó allí los símbolos y rituales que luego adoptaría
el fascismo (como la camisa negra y el saludo romano). El episodio, como propio de D'Annunzio, fue grotesco y delirante, pero reveló la fuerza colectiva que el nacionalismo exasperado había adquirido. Pero además, el reconocimiento por los aliados del derecho a la autodeterminación de las nacionalidades de los ex-imperios austro-húngaro y otomano reforzó en
todas partes las aspiraciones de los movimientos nacionalistas e independentistas. Ya veremos más adelante cómo, por ejemplo, el orden colonial estalló a partir de 1919. En Gran Bretaña, ello produjo, además, el resurgimiento del nacionalismo irlandés. En las elecciones de
diciembre de 1918, el partido independentista Sinn Fein logró 73 de los 107 escaños de Irlanda (frente a 6 de los nacionalistas moderados y 26 de los unionistas pro-ingleses del Ulster). Poco después, el 21 de enero de 1919, los parlamentarios electos del Sinn Fein se
constituyeron en Dublín en Parlamento irlandés y proclamaron la independencia de Irlanda.
31
Disueltos el parlamento irlandés y el Sinn Fein por las autoridades británicas y detenidos (o
exiliados) sus principales dirigentes, dos de éstos, Michael Collins y Sean Mc Bride, reorganizaron en la clandestinidad el Ejército Republicano Irlandés (IRA). El IRA desencadenó a
partir de principios de 1920 una violentísima campaña de atentados terroristas contra objetivos ingleses, a la que la policía anglo-irlandesa y las fuerzas auxiliares reclutadas (entre excombatientes) para reforzarla -los llamados Blacks and Tans (Negros y marrones), por el color de sus uniformes- respondieron con una durísima política de represalias que incluyó atentados y asesinatos igualmente brutales. Irlanda vivió dos años de virtual guerra abierta. El 21
de noviembre de 1920, el IRA asesinó en Dublín, a sangre fría, en sus casas, a once oficiales
del Ejército inglés. Como venganza, los Blacks and Tans abrieron fuego contra el público que
asistía a un encuentro de fútbol gaélico y mataron a doce personas. Poco después, incendiaron el ayuntamiento de la localidad de Cork, uno de los enclaves sinnfeinieristas. Sólo en
1920, el IRA dio muerte a 176 policías y a 54 militares ingleses y a otros 223 policías y 94
militares en los seis primeros meses de 1921. Entre enero de 1919 y julio de 1921, la organización irlandesa y sus simpatizantes sufrieron 752 bajas mortales. A la vista de la situación y
de la creciente oposición de la opinión inglesa a la guerra y a los métodos de los auxiliares, el
gobierno de Lloyd George aprobó en diciembre de 1920 una Ley del Gobierno de Irlanda que
dividía la isla en dos regiones autónomas, el Ulster o Irlanda del Norte (seis condados) e Irlanda del Sur (26 condados), cada una con su propio Parlamento -el del Sur, copado literalmente por el Sinn Fein en las elecciones regionales que tuvieron lugar en mayo de 1921- y
bajo la autoridad de un Consejo de Irlanda. Luego, el gobierno fue atrayendo a los líderes
irlandeses (De Valera, Griffith, Collins), primero hacia una tregua, que se acordó en julio de
1921, y posteriormente, a la firma de un acuerdo definitivo. La excepcional habilidad nego ciadora de Lloyd George logró el milagro. La delegación irlandesa, encabezada por Michael
Collins, suscribió el 6 de diciembre de 1921 un tratado por el que Irlanda del Sur se convertía
en el Estado Libre de Irlanda, con categoría de dominio, equiparable a Canadá, dentro de la
Comunidad británica de Naciones. Irlanda del Norte, donde en las elecciones de mayo de
1921 se habían impuesto los unionistas bajo el liderazgo de James Craig, quedaba como
región autónoma dentro de Gran Bretaña. El milagro tuvo, sin embargo, contrapartidas. El
parlamento de Dublín aceptó el tratado, pero una parte del Sinn Fein, encabezada por De
Valera, la rechazó. Collins, elegido primer ministro de la nueva Irlanda, fue asesinado en
agosto de 1922. La ruptura fue inevitable: la guerra civil entre las dos facciones del Sinn Fein
se prolongó hasta la primavera de 1923. El nuevo orden internacional creado por la I Guerra
Mundial se cargaba así de inestabilidad y conflictos. Las esperanzas que había suscitado la
creación de la Sociedad de Naciones se desvanecieron, por otra parte, pronto. En efecto, el
nuevo organismo, cuyo secretario general hasta 1933 fue el diplomático británico Eric Drummond (1876-1951), nació con grandes limitaciones. Tuvo desde el principio graves dificultades financieras. Ni la Rusia soviética (hasta 1934) ni la Alemania derrotada (hasta 1926) formaron parte de ella. Y lo que fue más clamoroso, tampoco lo hizo Estados Unidos: los planes
del presidente Wilson fueron derrotados por el Senado norteamericano, dominado por los
partidarios del tradicional "aislacionismo" del país. Pero sobre todo, la Sociedad de Naciones
carecía de autoridad para imponer sus decisiones. Estaba, primero, el hecho insalvable de la
soberanía de los Estados miembros, y el principio de no ingerencia en asuntos internos de
los países soberanos. Pero faltaban, además, los mecanismos legales y de fuerza para intervenir. En caso de agresión, los Estatutos de la Sociedad de Naciones recomendaban sim plemente la ayuda al agredido, y sólo contemplaban frente al agresor unas hipotéticas "sanciones" (que podrían culminar en el "bloqueo"). Con todo, la Sociedad de Naciones intervino
con éxito en ciertos conflictos: en la división de Silesia (1921) entre Polonia y Alemania; en el
incidente de Corfú (1923) entre Grecia e Italia, cuando ésta ocupó la isla tras el asesinato de
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varios oficiales italianos en la ciudad griega de Janina; en la cuestión de Vilna, ciudad de población judío-polaca enclavada en Lituania, que en 1922 quedó incorporada a Polonia; en la
inclusión (1925) de Mosul en Irak y no en Turquía, y en otros. Pero la Sociedad de Naciones
básicamente fue lo que Ortega y Gasset escribió en su epílogo para ingleses de La rebelión
de las masas: "un gigantesco aparato jurídico para un derecho inexistente". Además, las
nuevas democracias del centro y este de Europa nacieron condicionadas por el peso de la
amarguísima herencia de la guerra: gravísimos daños materiales, formidables desajustes
económicos, fuerte endeudamiento exterior, inflación, inestabilidad monetaria, pago de reparaciones (en el caso de los países derrotados), sostenimiento de ex-combatientes, viudas y
huérfanos, desempleo, problemas de tipo étnico, conflictos fronterizos. El legado de la guerra
hipotecó decisivamente el futuro de la democracia en aquella región de Europa. Polonia se
vio de inmediato -de abril a octubre de 1920- implicada en una durísima guerra con la Rusia
soviética y en una agria disputa con Lituania en torno a Vilna. En Hungría ni siquiera hubo
democracia: el almirante Horthy estableció entre 1920 y 1944 una dictadura personal, un régimen autoritario, antisemita y contrarrevolucionario, bajo la fórmula de una regencia de una
monarquía que nunca restauró. En el Reino de los serbios, croatas y eslovenos - el nombre
de Yugoslavia no se adoptó oficialmente hasta octubre de 1929-, los conflictos étniconacionalistas debidos sobre todo a la oposición croata a la Constitución de 1921, estallaron
pronto. En 1928, tras el asesinato en el propio Parlamento del dirigente croata Esteban Radich por un diputado radical serbio, los croatas proclamaron un Parlamento separado en Zagreb y declararon rotas las relaciones con Belgrado: el rey Alejandro I suspendió la Constitución y proclamó la dictadura. En Austria, los años 1919-21 fueron años de crisis y de decadencia, de desmoralización colectiva, de inflación y hambre. El gobierno del canciller cristiano-social Ignaz Seipel hubo de apelar a la Sociedad de Naciones para negociar la concesión
de un crédito internacional que financiase la reconstrucción del país: la economía austriaca
quedó bajo control de un delegado de la SDN desde octubre de 1922 a julio de 1926. La república, pues, quedó marcada por el fracaso económico y, con ello, por la agitación nacionalista pro-alemana, los choques entre nacionalistas y socialistas y las tensiones sociales. El 15
de julio de 1927, Viena, ciudad de predominio socialista, fue escenario de una huelga general
como protesta por la absolución de tres nacionalistas acusados de haber dado muerte a dos
socialistas: el Palacio de justicia fue incendiado por los huelguistas.
La democracia alemana
Fue en Alemania donde la debilidad de la nueva democracia de la posguerra fue más evidente. La República de Weimar padeció de una doble ilegitimidad de origen. Para la extrema
izquierda, representó "la derrota de la revolución", por la represión de los intentos insurreccionales de los meses de diciembre de 1918 a abril de 1919 y por el aplastamiento de los
nuevos intentos revolucionarios de marzo de 1920 ("alzamiento espartaquista" en los distritos
mineros del Ruhr) y de octubre de 1923 (disturbios comunistas en Sajonia). Para la extrema
derecha, el régimen de Weimar significó la traición nacional, los "traidores de noviembre" según la propaganda hitleriana-, la aceptación del humillante tratado de Versalles. La derecha nacionalista alemana no aceptó la República. El 13 de marzo de 1920, hubo ya un conato de golpe monárquico en Berlín, encabezado por Wolfgang Kapp y el general von Lüttwitz,
que fracasó al declarar los sindicatos la huelga general. Erzberger, el líder del partido católico, fue asesinado el 29 de agosto de 1921; Rathenau, el dirigente demócrata y ministro de
Asuntos Exteriores, el 24 de junio de 1922. El voto de la derecha nacional, representada por
el Partido del Pueblo Nacional Alemán (DNVP), heredero de la Liga Pangermánica de la preguerra y dirigido por Alfred Hugenberg, no fue en absoluto desdeñable. En las elecciones de
enero de 1919, el DNVP logró 44 escaños y el 10,3 por 100 de los votos; en las de diciembre
33
de 1924, 103 escaños y el 20,5 por 100 de los votos. La ultraderecha, representada por el
partido nazi, el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), creado
en febrero de 1920 y enseguida dirigido por Adolf Hitler, hizo también pronto su aparición. El
NSDAP pasó de 64 afiliados en el momento de su fundación a 55.787 en 1923. En las elecciones de junio de 1920, logró 4 diputados; en las de 4 de mayo de 1924, 32 y el 6,6 por 100
de los votos. La República de Weimar fue, además, un régimen políticamente débil. El sistema proporcional elegido hizo que ningún partido tuviese nunca la mayoría absoluta. El mejor
resultado de los socialistas, del SDP, el partido más votado entre enero de 1919 y septiembre de 1930, les dio 165 escaños de un total de 421. Todos los gobiernos republicanos fueron gobiernos de coalición. Ello fue una de las causas de la inestabilidad gubernamental: entre 1919 y 1930, hubo un total de 11 gobiernos. Además, por el colapso del Partido Democrático de Rathenau, el partido de las clases medias profesionales (75 escaños en 1919, 39 en
1920, 28 en 1924, 25 en 1928), las coaliciones tuvieron que hacerse entre el SPD, el Zentrum católico -que estuvo en todos los gobiernos desde 1919 a 1932- y el partido liberalconservador o popular (DVP) de Gustav Stresemann. Ello perjudicó sobre todo al SPD, eje
de la República: nunca pudo desarrollar plenamente su propia política y hubo de gobernar
haciendo continuas concesiones al centro-derecha. Ni el ejército ni la justicia, por ejemplo,
pudieron ser reformados. Al contrario, la doble amenaza de la extrema izquierda y de la ultraderecha, hizo que el régimen de Weimar tuviera que apoyarse en un ejército mayoritariamente conservador y ajeno a los valores democráticos del nuevo orden político. La crisis económica de la posguerra erosionó profundamente la legitimidad de la República. La deuda por la
financiación de la guerra se estimó en 150.000 millones de marcos. Por el Tratado de Versalles, Alemania perdió el 14,6 por 100 de su tierra cultivable, el 74,5 por 100 de su producción
de mineral de hierro, el 26 por 100 de la de carbón y porcentajes igualmente elevados de su
producción de zinc y potasio. Vio, además, incautadas gran parte de sus flotas mercante y
pesquera. En esas condiciones, unidas a la inseguridad política creada por el hundimiento de
la monarquía, la proclamación de la República y la amenaza revolucionaria de 1918-19, la
industria alemana quedó paralizada. Las importaciones excedieron con mucho a las importaciones. El déficit de la balanza de pagos se disparó. El marco se devaluó aceleradamente:
100 marcos pasaron de valer 5 libras en 1914, a valer 0,2 libras a principios de 1921. La fijación el 27 de abril de 1921 de la cantidad a pagar por reparaciones de guerra en la cifra de
6.500 millones de libras (132.000 millones de marcos-oro) hundió, como muy bien vio Keynes, las expectativas de recuperación de la economía alemana. Para agravar las cosas, en
enero de 1923 los gobiernos francés y belga, alegando retrasos en el pago de las cantidades
de carbón impuestas y ante el temor de un aplazamiento en la entrega de las reparaciones
en metálico, decidieron la ocupación militar del Ruhr y la confiscación de las minas y ferrocarriles de la región. La población alemana, con el apoyo del gobierno, respondió con una política de resistencia pasiva. La producción cayó espectacularmente; la escasez aumentó y los
precios se desorbitaron, estimulados por el aumento de la circulación de billetes provocado
por el gobierno para de alguna forma sostener la demanda interna. Alemania experimentó el
primer proceso de hiperinflación conocido en la historia. El valor de su divisa bajó a 35.000
marcos por libra en 1922 y a 16 billones de marcos por libra a finales de 1923. El dinero carecía de valor. El índice de precios al por mayor había pasado del valor 1 en 1913 a 1,2 billones en 1923. La gente llevaba los billetes en cestos y hasta en carretillas. La situación, con
todo, tuvo solución rápida y brillante. El gobierno alemán, que nombró a Hjalman Schacht
(1877-1970), un prestigioso banquero y miembro del Partido Democrático delegado de la
moneda y luego presidente del Reichsbank, procedió a crear un nuevo marco, el rentemmark, equivalente a un trillón de marcos viejos, y a tomar drásticas medidas de ahorro y contención del gasto. Al tiempo, solicitó a los aliados una investigación sobre la economía ale34
mana y el estudio de nuevas fórmulas para el pago de las reparaciones. El resultado fue el
Plan Dawes (que tomó el nombre del presidente de la comisión nombrada al respecto, el norteamericano Charles G. Dawes) que en abril de 1923 recomendó fijar los pagos anuales en
dos millones y medio de marcos-oro y la concesión a Alemania de créditos internacionales
por valor de 800 millones de marcos-oro. Hasta Francia se dio por satisfecha y retiró sus soldados del Ruhr en 1925. Pero el daño político y social que la hiperinflación y la ocupación
causaron a la nueva democracia alemana fue irreparable, a pesar de la prosperidad -ala
postre, ficticia- que Alemania tendría de 1925 a 1929. La hiperinflación destrozó las economías de las clases medias (pequeños empresarios, ahorradores, inversores en rentas fijas,
pequeño comercio, etcétera): eso explicaría en parte el retroceso del Partido Democrático y
el auge de la derecha. El líder nazi, Hitler, creyó llegado el momento para promover un golpe
contra la República. El 8 de noviembre de 1923, intentó, con la colaboración de otros grupos
ultra nacionalistas y el concurso personal de Ludendorff, tomar Munich, bastión de la derecha
alemana y del regionalismo bávaro, y forzar así la proclamación de un gobierno nacional. El
"putsch de la cervecería", como se le conoció por el lugar donde empezaron los hechos, fue
un disparate. La policía abrió fuego contra la manifestación nazi y mató a 17 personas. El
Ejército apoyó al gobierno. El mismo gobierno regional bávaro -cuyas tensiones con el gobierno central Hitler quiso capitalizar en favor de la intentona- se volvió contra los golpistas.
Hitler fue detenido y procesado. Pero todo el episodio fue significativo y premonitorio. La estabilidad de la democracia en la Europa de la posguerra -en Alemania y en otros paíseshabría necesitado que los valores y la cultura democráticos estuvieran profundamente enraizados en la conciencia popular. Precisamente, la I Guerra Mundial había provocado una profunda crisis de la conciencia europea. Ya se verá también que, en esa crisis, el nacionalismo,
el "ethos" de la violencia revolucionaria, las tentaciones fascista y comunista, las filosofías
irracionalistas, adquirieron vigencia social extraordinaria. Burckhardt, el gran historiador suizo, había dicho allá hacia 1870, que el siglo XX vería "al poder absoluto levantar otra vez su
horrible cabeza". La I Guerra Mundial creó el clima moral para que aquella sorprendente
premonición fuese cierta.
35
b) LA ERA DE LAS DICTADURAS
Burckhardt, en efecto, acertó en su premonición acerca del surgimiento de una poderosa
fuerza en Europa. "El poder absoluto" levantó su cabeza en buena parte de Europa, y fuera
de Europa, en la primera mitad del siglo XX. La I Guerra Mundial no significó el triunfo de la
democracia. La dictadura triunfó en Rusia (1917), Hungría (1920), Italia (1922), España
(1923, luego en 1939), Portugal (1926), Polonia (1926), Lituania (1926), Yugoslavia (1929),
Alemania (1933), Letonia (1934), Estonia (1934), Bulgaria (1935), Grecia (1936) y Rumania
(1938). Muchas de esas dictaduras -militares o civiles- fueron simplemente regímenes autoritarios más o menos temporales. La dictadura soviética, el fascismo italiano y el régimen nacional-socialista alemán constituyeron, en cambio, un fenómeno histórico enteramente nuevo. Eran dictaduras que aspiraban a la plena centralización del poder y al total control y encuadramiento de la sociedad por el Estado a través del uso sistemático de la represión y de
la propaganda. El hecho de las dictaduras no escapó a los observadores contemporáneos. El
politólogo alemán Carl Schmitt trató de sistematizar su estudio en su libro de 1921 Die Diktatur. Varios escritores describieron con especial acierto el horror de las utopías "totalitarias" en
novelas inquietantes de desalentador pesimismo como Nosotros, de Zamiatin, escrito entre
1919 y 1921; Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley; El cero y el infinito (1940), de Arthur
Koestler; El aeródromo (1941), de Rex Warner; 1984, de George Orwell, publicada en 1949.
En 1936, el historiador francés Élie Halévy escribió que el mundo había entrado irremisiblemente en "la era de las tiranías". Incluso fechó su nacimiento en agosto de 1914. Su tesis era
que la naturaleza ambigua de las ideas socialistas modernas más el avance del poder del
Estado durante la I Guerra Mundial había hecho que individualismo y liberalismo no fuesen
ya, en casi ninguna parte, la base de la legitimidad del poder.
La Revolución Rusa
El triunfo bolchevique en Rusia fue consecuencia de la guerra mundial, nació casi como un
movimiento de revuelta contra la guerra, en palabras del propio Halévy. En efecto, ya vimos
que no obstante sus numerosos problemas económicos, sociales y políticos, Rusia no estaba
en 1914 en una situación revolucionaria. Todo hace pensar que, de no haber mediado un
acontecimiento tan determinante como la I Guerra Mundial, el régimen zarista no habría caído. Al menos, es obvio que cayó porque no pudo sobrevivir a más de dos años de derrotas
militares ininterrumpidas y a sus gravísimas consecuencias: pérdida de Polonia, Lituania y
gran parte de Ucrania, dos millones de soldados muertos, desmoralización de las tropas,
desorganización total de los servicios auxiliares del ejército, desabastecimiento, hambre, inflación. La "revolución de febrero" (2 de marzo de 1917, según el calendario ruso), que culminó con la caída de Nicolás II y la formación de un "gobierno provisional", fue una revolu ción popular, espontánea y prácticamente incruenta, provocada por las huelgas, movilizaciones y amotinamientos civiles y militares que -como quedó indicado- se produjeron a finales
de aquel mes de febrero en la capital, Petrogrado. Fue una revolución con una dirección política plural y heterogénea, a cuyo frente se colocaron hombres (Lvov, Miliukov, Kerensky,
Guchkov, Tereshenko, todos miembros del "gobierno provisional") de significación liberal,
conservadora o socialista moderada, unidos por la idea de establecer en Rusia un régimen
constitucional y democrático. Así, el programa que el "gobierno provisional" hizo público tras
su formación incluía la amnistía para todos los presos políticos, el reconocimiento de los derechos de expresión, reunión y huelga, la disolución de la policía zarista y la abolición de todo
tipo de privilegio o distinción en razón de religión o nacionalidad, y anunciaba la convocatoria
de una asamblea constituyente por sufragio universal y elecciones democráticas para la formación de nuevos consejos municipales. La "revolución de febrero" fue, sin embargo, un fra36
caso. En octubre de 1917, tras varios meses de progresiva radicalización del proceso revolucionario, el partido bolchevique -nacido en 1903 por una escisión del Partido SocialDemócrata Ruso- tomó el poder y "desvió" la revolución hacia la dictadura y el totalitarismo.
La "revolución de febrero" no pudo, pues, estabilizar la política y crear un nuevo orden democrático. El "gobierno provisional" cayó en mayo. El primer "ministerio de coalición" que le reemplazó -presidido por el mismo inútil príncipe Lvov pero con Kerensky como hombre fuerte
y con ministros mencheviques y social-revolucionarios- dimitió en julio. El segundo "gobierno
de coalición", presidido por Kerensky y de mayoría socialista, cayó a fines de agosto; el tercero, también presidido por Kerensky, fue derribado por el golpe de estado bolchevique de
25 de octubre de 1917 (7 de noviembre, según el calendario occidental). Dos circunstancias
contribuyeron decisivamente al rápido agotamiento de las distintas soluciones -gobierno provisional, ministerios de coalición- ensayadas: la continuidad de Rusia en la guerra, y la situación de vacío de poder (mejor, de dualidad de poder gobierno-Soviets) en que el país vivió en
todo aquel tiempo (febrero-octubre de 1917). Sin duda, la decisión del gobierno provisional y
luego de Kerensky de continuar en la guerra decepcionó las expectativas populares, desacreditó al régimen de febrero y contribuyó decisivamente, por tanto, a impedir la estabilización de la revolución democrática. Pero los nuevos dirigentes rusos tuvieron razones de peso
para obrar como lo hicieron. Miliukov, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno provisional y líder del liberalismo ruso, creyó que la continuidad de su país en la guerra era obligada
tras el reconocimiento del nuevo régimen por los principales países aliados, y necesaria para
impedir el triunfo de Alemania y Austria-Hungría. Kerensky (1881-1970), ministro de la Guerra entre mayo y julio y jefe del gobierno entre julio y octubre, estuvo igualmente convencido
de que la supervivencia de la democracia en Rusia dependía del Ejército y de que éste recobrara la moral y la disciplina. Al estilo de los girondinos en 1793, quiso convertir la guerra en
una guerra nacional-democrática. Como ministro de la guerra, nombró comisarios del pueblo,
recorrió los frentes galvanizando a los soldados con sus discursos y diseñó para la segunda
mitad de junio una gran contra-ofensiva en el frente austriaco al mando del general Brusilov,
el héroe de la gran ofensiva rusa de 1916. Todos los hombres de la revolución de febrero
pensaron, además, que los soldados y el pueblo rusos apoyarían una guerra que ya no se
libraba en, nombre de un imperio autocrático y tradicional y de una Corte corrompida y distante, sino bajo la dirección de una democracia popular y revolucionaria. Ninguno estaba dispuesto a pagar el precio que sacar a Rusia de la guerra habría supuesto (y que fue el que
pagaron los bolcheviques en marzo de 1918, tras la firma del durísimo tratado de BrestLitovsk impuesto por Alemania): la renuncia a Polonia, Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania,
Ucrania y otros territorios. Fuese como fuese, continuar la guerra tuvo muy graves consecuencias políticas. Petrogrado y Moscú volvieron a ser escenario de manifestaciones y disturbios protagonizados por trabajadores y soldados tan pronto como el "gobierno provisional"
hizo pública (el 12 de marzo) su decisión de continuar la guerra junto a los aliados y cumplir
así todas las obligaciones internacionales contraídas por el régimen caído: las manifestaciones provocaron la dimisión de Miliukov y de otros ministros (4-5 de mayo) y la caída del gobierno provisional. Luego, como respuesta a la ofensiva de junio -que durante dos semanas
progresó victoriosamente-, los bolcheviques desencadenaron, bajo los lemas "Abajo la guerra" y "Todo el poder para los Soviets", las llamadas "jornadas de julio" (los días 2,3 y 4 de
ese mes), un verdadero ensayo de asalto insurreccional al poder: marineros de la base de
Kronstadt, soldados de algunos regimientos de la capital, trabajadores de las factorías de
ésta y guardias rojos (grupos armados del partido bolchevique), en total unos 30.000 hom bres, protagonizaron manifestaciones, concentraciones y disturbios violentos en el centro de
Petrogrado, de cara a la toma del poder por el Soviet. Aunque Kerensky pudo controlar la
situación con el apoyo de fuerzas leales -los dirigentes bolcheviques fueron detenidos; Lenin
37
huyó a Finlandia-, el deterioro de la situación era evidente. El fracaso de la ofensiva de junio,
además, constituyó un grave revés para el gobierno. Fue sintomático que el gobierno de julio,
encabezado desde el día 11 por Kerensky, no se decidiera a procesar a los bolcheviques. De
hecho, la falta de gobiernos fuertes y decididos, la situación de vacío de poder en que Rusia
quedó desde febrero de 1917 fue, como se apuntó más arriba, tan determinante como la continuidad en la guerra en el proceso que llevó al triunfo de los bolcheviques en octubre. Las
disposiciones del "gobierno provisional" -disolución de la policía y de los gobiernos civiles
regionales- dejaron a la revolución de febrero sin el aparato coercitivo esencial a la gobernación del Estado. El retraso en la convocatoria de elecciones constituyentes y en la elección
de nuevos consejos municipales desmanteló la administración. El vacío de poder propició la
aparición de "soviets", asambleas de obreros y soldados más o menos espontáneos y más o
menos representativos que ejercían de hecho el poder local. El Soviet de Petrogrado, dominado inicialmente por mencheviques y social-revolucionarios, se constituyó casi al mismo
tiempo en que se formó el "gobierno provisional" y ejerció en todo momento como un poder
alternativo a éste. Los bolcheviques, y especialmente Lenin, que había regresado del exilio
en abril de 1917 en el tren blindado que le facilitaron los alemanes, entendieron muy bien la
potencialidad revolucionaria de aquella forma de contrapoder popular. Las tesis de abril en
las que Lenin definió la política del partido y que incluían, entre otras reivindicaciones, la terminación inmediata de la guerra, apostaban precisamente por el reforzamiento del poder de
los "soviets" y de la representación bolchevique dentro de ellos, como alternativa al gobierno
provisional y a la futura representación parlamentaria del país. Los hechos le dieron la razón.
En el I Congreso Pan-ruso de los Soviets, celebrado el 3 de junio, los bolcheviques eran minoría: tuvieron un total de 105 delegados, cifra muy inferior a las de los social-revolucionarios
(285 delegados) y mencheviques (248). En el II Congreso, cuya convocatoria, 25 de octubre,
los bolcheviques hicieron coincidir con el asalto al poder, ya eran mayoría: tenían 390 delegados de un total de 650, por 180 representantes social-revolucionarios y 80 mencheviques.
Desde mediados de septiembre, los bolcheviques dominaban los "soviets" de Moscú y Petrogrado. Trotsky, que también había regresado del exilio tarde, en mayo, y que había sido
encarcelado tras las "jornadas de julio", presidía el Soviet de Petrogrado desde el 25 de septiembre. El ascenso de los bolcheviques se debió sin duda a la energía y determinación de
Lenin y a su sentido para percibir la fragilidad de la situación salida de la revolución de febrero; y a la habilidad del partido y de sus principales dirigentes (Lenin, Trotsky, Stalin, Kamenev, Zinoviev y otros) para canalizar el descontento popular con un programa concretado en
eslóganes simples y de extraordinaria eficacia: paz, tierra, pan y libertad. Pero la victoria de
los bolcheviques distó mucho de ser inevitable. Un éxito, por ejemplo, en la ofensiva militar
de junio -que durante bastantes días pareció posible- pudo haber cambiado el curso de los
acontecimientos. Las mismas "jornadas de julio" fueron un desastre político para los bolcheviques; incluso el prestigio de Lenin, que en aquella ocasión mostró evidente confusionismo y
falta palmaria de resolución, quedó claramente deteriorado. Además, Kerensky, un demócrata sincero, orador formidable aunque algo teatral, ambicioso, enérgico, pero errático y vacilante, pudo haber propiciado a partir de julio el giro termidoriano que la supervivencia del
proceso democrático posiblemente exigía. Pareció, además, que estaba dispuesto a hacerlo
sobre todo con el nombramiento (18 de julio) como comandante en jefe del ejército del general Kornilov (1870-1918), un militar rudo, obstinado, de gran valor y prestigio, que no había
ocultado que deseaba el restablecimiento de la disciplina militar y la militarización de la industria y de la producción de cara al esfuerzo bélico y que creía preciso poner fin a la dualidad de poder gobierno-Soviet. Pero la asociación Kerensky-Kornilov resultó, contra las expectativas iniciales, desastrosa. Más aún, la fulminante ruptura entre los dos hombres abrió
el camino hacia la revolución de octubre. Esa ruptura fue consecuencia de una serie de in38
comprensiones y malentendidos. Kornilov quería, efectivamente, un gobierno fuerte -tal vez,
llegado el caso, presidido por él mismo- y con ello la eliminación de los "soviets" y la represión de los bolcheviques. Pero su principal preocupación en agosto de 1917 no era política
sino militar: evitar a toda costa la derrota total ante Alemania (los alemanes habían roto nuevamente las líneas rusas y amenazaban Riga y la propia Petrogrado). Kerensky, a la vista de
ciertos movimientos de tropas ordenados por Kornilov, de determinados gestos políticos de
éste y de la campaña en su favor de la prensa y los círculos de la derecha, creyó que el general preparaba un golpe de Estado al servicio de una contrarrevolución zarista. Hubiese o
no conspiración, Kornilov fue cesado el 26 de agosto, intentó luego sin éxito alguno sublevar
tropas y marchar sobre Petrogrado -donde el Soviet y los partidos de izquierda movilizaron a
la población y comenzaron la organización de unidades paramilitares de resistencia-, y fue
finalmente arrestado por el gobierno días después. Kerensky había perdido más de un mes,
atenazado entre el temor al supuesto golpe militar y su voluntad de no antagonizar ni al Soviet de Petrogrado -que le había facilitado algunos de sus ministros- ni a socialrevolucionarios y mencheviques, base política de la "democracia revolucionaria" que quería
configurar. El "affaire Kornilov" desacreditó totalmente a Kerensky, probó que el verdadero
poder eran el Soviet y las masas, y provocó el reforzamiento de los bolcheviques. Lejos de
procesarlos por su actuación en las jornadas de julio, el gobierno, presionado por el Soviet,
excarceló a sus principales dirigentes (Kamenev, Trotsky, Kollontai, Antonov-Ovseenko, Lunacharsky y otros). Era lógico: los militantes de base del partido (unos 24.000 en marzo; cerca de 115.000 un año después) habían constituido el núcleo principal de las unidades y comités revolucionarios creados para combatir a Kornilov. Kerensky, que el 9 de agosto había
convocado elecciones a una Asamblea Constituyente para el 12 de noviembre, aún intentó,
pese a todo, relanzar el proceso político. El 1 de septiembre, proclamó la República. El 27,
reunió una Conferencia Democrática de unos 1.200 delegados de "soviets", sindicatos, ayuntamientos y partidos (excluida la derecha) para que debatiese la democracia revolucionaria.
Pero todo era ya en vano. La debilidad del gobierno era evidente. La desintegración de la
autoridad era casi absoluta. Ni en Petrogrado, ni en Moscú, ni en las grandes ciudades, ni en
las capitales de provincias, ni en pueblos ni aldeas parecía existir poder público alguno. El
auge de los nacionalismos era visible no ya sólo en Finlandia y en los países bálticos, sino
también en Ucrania, Georgia e incluso entre los pueblos musulmanes de la Rusia asiática. La
disciplina militar sencillamente no existía. Las deserciones se contaban por centenares de
miles; los soldados ignoraban las órdenes de sus superiores, cuando no los deponían, arrestaban o fusilaban. Los trabajadores habían impuesto en fábricas y talleres una especie de
poder obrero asambleario. Una suerte de anarquía revolucionaria espontánea se había extendido a lo largo del verano de 1917 por el campo ruso: los campesinos se apropiaron, ante
la impotencia de las autoridades, de millones de hectáreas de tierra de propiedad bien comunal, bien privada. En esas circunstancias, agravadas por el avance militar de los alemanes, la
dirección del partido bolchevique optó por la organización de un movimiento insurreccional
para la toma del poder. El 9 de octubre, el Soviet de Petrogrado -que, como se recordará,
presidía Trotsky desde finales de septiembre- había acordado la creación de un Comité Militar-Revolucionario para la defensa de la ciudad frente a un posible ataque alemán: los bolcheviques lo controlaron desde el día 16. El día 10, por diez votos (los de Lenin, que había
regresado clandestinamente de Finlandia, Trotsky, Sverdlov, Stalin, Uritzky, Sokolnikov,
Dzerzhinsky, Kollontai, Lomov, Bubnov) contra dos (Kamenev, Zinoviev), el Comité Central
del partido acordó ir de forma inmediata a la revolución. En días posteriores, se fijó la fecha
(25 de octubre, para hacerla coincidir con el II Congreso de los Soviets de toda Rusia, a fin
de que el Congreso, con mayoría bolchevique, aprobase y legitimase el golpe) y se nombró
el comité encargado de organizar la insurrección. Trotsky, como presidente del Soviet de Pe39
trogrado y de su Comité Militar Revolucionario, fue quien de hecho hizo la revolución: Podvoisky, Antonov-Ovseenko y Chudnovsky tuvieron un papel esencial en algunas de las operaciones. La revolución de octubre no fue ni una revolución de obreros y campesinos, ni una
revolución de masas. Fue la obra de una minoría: la Guardia Roja bolchevique, grupos de
soldados y marineros de regimientos simpatizantes, un total de unos 10.000 hombres. Bajo la
dirección del Comité Militar Revolucionario de la capital, esas unidades fueron ocupando
desde la tarde del día 24 y en la noche del 24 al 25 de octubre, sin apenas encontrar resistencia y sin que casi se alterase la normalidad, los puntos clave de la capital: estaciones, gasómetro, puentes, centrales de teléfonos y telégrafos, depósitos de carbón, bancos, edificios
oficiales. El Palacio de Invierno, sede del gobierno, fue ocupado, no asaltado, el día 25 por la
tarde (7 de noviembre según el calendario occidental); Kerensky había huido por la mañana.
La revolución de octubre fue, pues, un golpe de Estado dado por un partido minoritario en
una situación de vacío de poder y descomposición del Estado. Ni Kerensky ni sus colaboradores pudieron utilizar el Ejército, aunque lo intentaron. Había casi 150.000 soldados de
guarnición en Petrogrado e importantes contingentes en los cercanos frentes del Báltico: pero la disciplina y la moral militares estaban literalmente rotas. En la misma noche del 25 al 26
de octubre, Lenin se presentó ante el II Congreso de los Soviets. Anunció ya la formación de
un nuevo gobierno, el "Consejo de los Comisarios del Pueblo", integrado exclusivamente por
bolcheviques (Trotsky, como encargado de Asuntos Exteriores; Stalin, de Nacionalidades;
Lunacharsky, de Cultura; Antonov-Ovseenko, de Guerra; Rykov, de Interior, etcétera). Lenin
presentó también los dos primeros decretos del nuevo régimen: un "decreto de la paz" que
anunciaba una "paz inmediata sin anexiones ni indemnizaciones, y un decreto de la tierra"
que proclamaba la confiscación de todas las tierras privadas y su transferencia a soviets y
comités agrarios de distrito para su distribución entre los campesinos. Tras la ocupación de
Petrogrado, los bolcheviques procedieron a la toma del poder en toda Rusia, a través de los
soviets locales. Encontraron resistencia en Moscú, donde tropas leales al gobierno combatieron a la revolución durante unos 15 días, con un balance de unos mil muertos; en Georgia y
Ucrania predominaron grupos locales de carácter nacionalista.
La dictadura soviética
Los bolcheviques iban a triunfar en las dos cuestiones ante las que había fracasado la revolución de febrero: la paz y la reconstrucción del Estado. Lo hicieron, además, en una situación verdaderamente calamitosa y adversa, marcada fundamentalmente, como enseguida
habrá ocasión de ver, por la guerra. La concepción leninista del partido; las ideas de los bolcheviques sobre el Estado y el poder político (dictadura del proletariado, control obrero, regulación planificada de la economía); el carácter minoritario del partido bolchevique, puesto de
manifiesto en las elecciones del 12 de noviembre (logró 168 diputados, de 703, y unos 9,8
millones de votos, muy por detrás del partido social-revolucionario: 410 diputados, 20,9 millones de votos), todo ello hacía inevitable que un régimen bolchevique desembocara, de forma
casi inmediata, en un Estado totalitario y represivo. Las circunstancias en que los bolcheviques llegaron al poder y que condicionaron los primeros años del nuevo régimen -guerras,
aislamiento internacional, hundimiento de toda la producción industrial y agraria, inflación,
hambre- dejaron además muy escasas alternativas: la centralización del poder apareció como una necesidad inevitable para la reconstrucción del país. Los bolcheviques, en efecto,
atendieron al sentimiento colectivo y negociaron con Alemania la retirada unilateral rusa de la
guerra, firmando el Tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918), por el que Rusia renunció
a casi la cuarta parte de su territorio, de su población y de su producción industrial y agrícola.
Procedieron igualmente a restablecer los dos instrumentos básicos de coerción y defensa del
Estado: la policía política, la Cheka (o Comisión extraordinaria pan-rusa de lucha contra la
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contra-revolución, la especulación y el sabotaje), creada el 7 de diciembre de 1917 bajo la
dirección de Félix Dzerzhinsky (1877-1926); y el Ejército Rojo, creado a principios de 1918
por Trotsky, comisario de Guerra desde el 13 de marzo. Significativamente, el 16 de junio de
1918 el nuevo gobierno restableció la pena de muerte que la revolución de febrero había
abolido. Los bolcheviques aceleraron la transformación de la revolución en un régimen dictatorial de partido único. Introdujeron, primero, lo que llamaron "comunismo de guerra", un conjunto de medidas económicas para relanzar la economía, asegurar el abastecimiento de la
población y del Ejército y contener la inflación. Algunas de esas medidas eran expresión de
la ideología del partido. Las fábricas quedaron de inmediato (28 de noviembre de 1917) bajo
control de los obreros. Los bancos fueron nacionalizados y las cuentas privadas confiscadas
(14 de diciembre de 1917). Se confiscaron igualmente todas las propiedades de la Iglesia (17
de diciembre de 1917) y se prohibió la instrucción religiosa. El gobierno declaró nula la deuda
nacional (28 de enero de 1918), nacionalizó la tierra (19 de febrero, ya según el calendario
occidental, introducido el 31 de enero), el comercio interior y exterior (21 de junio), las grandes plantas industriales, minas y ferrocarriles (28 de junio de 1918) y luego, las pequeñas
empresas y talleres. Para 1920 se habían nacionalizado ya cerca de 37.000 empresas. Pero
otras medidas fueron o imposición de las circunstancias o rectificaciones de los errores cometidos. Así, el 13 de mayo de 1918, ante las graves carencias en el abastecimiento a las
ciudades, el gobierno ordenó la requisa de la producción de trigo, dentro de lo que denominó
"guerra a la burguesía agraria" -a los kulaks, propietarios de tipo medio-, que dio lugar ya a
detenciones y ejecuciones de quienes incumplieron las órdenes. En enero de 1919, fijó cuotas de producción a todas las unidades rurales y al año siguiente, adoptó la requisa forzosa
de alimentos y de toda la producción agraria. Paralelamente, impuso un Código del Trabajo
(10 de diciembre de 1918) que asignaba trabajos específicos a toda la población industrial y
penalizaba severamente los bajos rendimientos. En mayo de 1919, se establecieron los "sábados comunistas", una forma de destajo por la que se imponía a los obreros un trabajo suplementario y gratuito en ese día de la semana. Y aún hubo que recurrir, en situaciones de
emergencia, a fijar primas a la producción, establecer remuneraciones especiales a técnicos
"burgueses" y a adoptar otras disposiciones similares. Se trató de medidas impopulares, que
exigieron, además, reforzar los mecanismos gubernamentales de control, vigilancia y represión. El proceso político siguió una evolución igualmente rápida hacia la dictadura. El nuevo
gobierno celebró el 12 de noviembre de 1917 las elecciones a la Asamblea Constituyente
convocadas en su momento por Kerensky. Pero la Asamblea no llegó a funcionar: fue fulminantemente disuelta por el gobierno el 18 de enero de 1918, cuando no habían transcurrido
24 horas desde su constitución; el gobierno prohibió al tiempo la actividad de los partidos de
centro y derecha. Tras la disolución de la Asamblea y la firma del tratado de Brest-Litovsk, la
derecha del partido social-revolucionario apeló a la intervención extranjera contra el régimen
soviético y se sumó a la contrarrevolución armada contra los bolcheviques: muchos de sus
dirigentes, detenidos, serían juzgados en 1922 y morirían luego durante las purgas de Stalin.
Mencheviques y la izquierda del partido social-revolucionario fueron tolerados aún por un
tiempo. La tensión entre esta última y el régimen estalló en la primavera-verano de 1918. El 6
de julio, coincidiendo con la reunión en Moscú del V Congreso de Rusia de los Soviets, militantes del partido social-revolucionario asesinaron al embajador alemán, mientras algunos de
sus dirigentes aparecían implicados en un mal preparado intento insurreccional que estalló
en puntos de la región central del país. El gobierno ordenó la detención de los delegados social-revolucionarios al Congreso de los Soviets; unos 350 miembros del partido fueron ejecutados en Yaroslav, centro de la insurrección y centenares de simpatizantes fueron detenidos
en todo el país. La familia real en pleno y varios de sus servidores fueron ejecutados en Ekaterinburg el 16 de julio. Cuando el 30 de agosto se produjeron, por obra también de los so41
cial-revolucionarios, el asesinato del jefe de la Cheka de Petrogrado, Uritzky, y un atentado
en Moscú contra el propio Lenin, el gobierno desencadenó lo que Lenin mismo definió como
"terror rojo". Unas 800 personas fueron ejecutadas sólo en Petrogrado; las detenciones y
ejecuciones en masa se extendieron por todas las provincias. El número de ejecutados entre
septiembre y diciembre de aquel año se estimó en torno a las 6.500 personas. La Cheka creó
los primeros campos de concentración para presos políticos en febrero de 1919. Los mencheviques intentaron desde 1918 una política de mediación cerca de los bolcheviques que
contuviese la evolución del régimen hacia la dictadura. Incluso, durante la guerra civil de
1919-20, apoyaron al gobierno frente a la contrarrevolución "blanca". Fue inútil. En 1921, los
mencheviques fueron ilegalizados y sus dirigentes optaron o por el exilio o por la resistencia
clandestina. Antes, la nueva Constitución de la que hasta 1922 pasó a llamarse República
Soviética Federal Socialista Rusa, Constitución aprobada el 10 de julio de 1918, ya había
puesto fin a las ilusiones que todavía pudieran abrigarse sobre el futuro de la democracia en
Rusia. La Constitución establecía, en teoría, una "democracia soviética o directa", por la que
los soviets locales, elegidos sólo por obreros y campesinos, designaban los representantes
que formaban los soviets provinciales, que nombraban a su vez los delegados que integraban el Congreso de los Soviets de todas las Rusias, que finalmente elegía el "comité ejecutivo" (órgano permanente entre congresos) y el "consejo de los comisarios del pueblo". Pero la
Constitución, que ni garantizaba los derechos constitucionales de los individuos ni reconocía
la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, convertía de hecho a los soviets en simples órganos de administración local dependientes del poder central, y concentraba todo el poder en el Consejo de los Comisarios del Pueblo. El artículo 9° declaraba que
el "principal objetivo" de la Constitución era el "establecimiento de la dictadura del proletariado", en la forma de "un fuerte poder soviético para toda Rusia": la Cheka, el "terror rojo" de
1918, el mismo culto a la personalidad de Lenin que se promovió a raíz del atentado de
agosto de ese año, fueron instrumentos fundamentales en la consolidación de la revolución,
no una desviación o traición de su espíritu. La Constitución soviética era, además, una falacia
política. La verdadera realidad del poder no eran los soviets sino el propio partido bolchevique. Lo característico de la revolución de octubre fue precisamente la creación de un sistema
en que un partido -el único partido legalizado y autorizado, el "partido comunista", nombre
oficialmente adoptado en marzo de 1918- ejercía el monopolio del poder político y controlaba
los órganos del gobierno y del Estado, reducidos de hecho a funciones meramente administrativas. Aunque antes de octubre de 1917 el partido bolchevique había sido un partido plural
y abierto, el congreso del partido de marzo de 1918 asumió el llamado "centralismo democrático" -eufemismo por afirmación de la autoridad del comité central- como principio regulador
de su funcionamiento interno. El congreso de marzo de 1919 creó como órganos rectores del
partido un "Politburó" (comité político), un "Orgburó" (comité de organización) -ambos de dimensiones muy reducidas- y un "secretariado" del comité central. El congreso de 1921 reforzó la disciplina interna y prohibió todo fraccionalismo; el de 1922 -que designó a Stalin como
secretario general- expulsó ya a algunos dirigentes que habían criticado aspectos de la política del gobierno. Con esa estructura interna, en un sistema que desde 1921 no autorizaba
más partido que el Partido Comunista y que incorporaba a la Constitución el principio de la
dictadura del proletariado -que estatutariamente debía ejercer ese mismo partido-, en un sistema que fusionaba en la práctica las funciones del partido y del Estado, era obvio que los
órganos directivos del Partido -el Politburó, la secretaría general- eran los verdaderos órganos dirigentes del país. La revolución se consolidó sobre todo por la victoria del Ejército Rojo
en la guerra (o guerras) que sacudieron al país entre 1917 y 1921. Parte de esa situación de
guerra fue herencia de la guerra mundial. Ya quedó dicho que, aunque el gobierno bolchevique ofreció de inmediato la paz y empezó muy pronto negociaciones con Alemania, los ale42
manes reactivaron los distintos frentes hasta que se firmó la paz de Brest-Litovsk. Aun después, en abril de 1918, completaron la ocupación de Ucrania donde establecieron un gobierno conservador y nacionalista como parte de un plan que aspiraba a hacer de Ucrania, Finlandia, Lituania, Estonia y Letonia un cinturón de Estados satélite del Reich. Tan pronto como
se produjo la derrota de Alemania -noviembre de 1918-, el gobierno ruso denunció el tratado
de Brest-Litovsk y el Ejército Rojo intentó recuperar los territorios bálticos (ocupó Riga el 3 de
enero de 1919) y Ucrania: entró en Kiev el 6 de febrero y en Odessa, el 10 de abril de ese
año. La guerra de Ucrania se solapó a partir de ese momento -como enseguida se verá- con
la guerra civil y con la guerra ruso-polaca. En efecto, aunque un primer intento de Kornilov,
en diciembre de 1917, de sublevar a los cosacos del Don en la región de Rostov y del Kubau
fue contenido, la guerra civil -confusa, dispersa, caótica- se extendió por el país desde la
primavera-verano de 1918, desencadenada por generales contrarrevolucionarios o blancos
(Denikin, Kolchak, Yudenich, Wrangel) con el apoyo, por lo general débil y poco significativo,
de tropas extranjeras (inglesas, francesas, norteamericanas, japonesas y aun checas) estacionadas en Rusia como consecuencia de la I Guerra Mundial. La guerra se concentró en
unos pocos escenarios. En la Rusia oriental y nororiental, en el inmenso territorio desde
Moscú a los Urales y Siberia, la llamada Legión Checa, un contingente de unos 40.000 hombres que los aliados occidentales habían enviado con la esperanza de reforzar a Rusia en la
guerra, negó obediencia al nuevo régimen bolchevique, ocupó importantes enclaves (Samara, Simbirsk) y se apoderó de la línea del ferrocarril Transiberiano. Ello permitió que en el
territorio así liberado se formase, ya en junio de 1918, un gobierno de mayoría de la derecha
social-revolucionaria, que dio paso en agosto a un Directorio de coalición antibolchevique y
finalmente, en noviembre, al gobierno del almirante Kolchak, cuyas tropas (protegidas al norte, en la zona Arkangel-Murmansk, por fuerzas inglesas) ocuparon en la primavera de 1919
una línea extensa en el Alto Volga -Perm, Kazan, Simbirsk- a menos de 400 kilómetros de
Moscú. En el oeste, en Bielorrusia y el Báltico, el general Yudenich logró con un pequeño
ejército y apoyo británico controlar los territorios abandonados tras la retirada alemana y rechazar el despliegue del Ejército soviético sobre aquellos. Incluso pasó a la ofensiva y, en
marzo de 1919, avanzó desde Estonia hacia Petrogrado. En el sur, en Ucrania, el general
Denikin (1872-1947), que había iniciado sus acciones con apenas unos 9.000 hombres,
había logrado liberar en 1918 con apoyo de las tropas francesas algunas zonas, después
que los bolcheviques abandonaran la región tras la firma del tratado de Brest-Litovsk y a pesar de la ocupación alemana y de la formación de un gobierno ucranio nacionalista independiente. Como Yudenich en el Norte, Denikin resistió el avance del Ejército Rojo -que se produjo a renglón seguido de la rendición alemana en noviembre de 1918 y, a partir de la primavera de 1919, avanzó hacia el norte, ocupando Kharkov, Tsaritsyn, Poltava, Kiev -en agostoy Orel (octubre), situando sus tropas a menos de 400 kilómetros de Moscú. Ya ha quedado
dicho que el Ejército Rojo, reorganizado por Trotsky, salvó la situación (que, como se ha visto, en la primavera de 1919 era cuando menos preocupante para el régimen soviético).
Trotsky, en efecto, impuso el servicio militar obligatorio y reunió en pocos meses una fuerza
de medio millón de hombres. Incorporó al Ejército a miles de oficiales -unos 48.000- del antiguo ejército zarista (lo que le supuso un primer enfrentamiento con Stalin), nombró para controlarlo unos 100.000 comisarios del pueblo y, como los jacobinos de 1794, hizo del nuevo
Ejército la encarnación de un nuevo patriotismo. Los acontecimientos le favorecieron. Los
generales "blancos" actuaron de forma descoordinada y posiblemente enfrentados por profundas diferencias políticas. La ejecución de la familia real en julio de 1918 privó a la contrarrevolución de su posible identidad zarista. El 21 de marzo de 1919, los aliados acordaron
retirar sus tropas de Rusia. El Ejército Rojo tomó entonces la iniciativa en todos los frentes.
En el frente central, rechazó a las tropas de Kolchak hacia los Urales. En julio, retomó Ekate43
rinburg y en noviembre, Omsk (a principios de 1920, Kolchak fue entregado por sus propias
tropas a los bolcheviques y ejecutado por éstos). En el Báltico, Yudenich fue derrotado el 14
de noviembre de 1919. En el sur, las tropas soviéticas contuvieron, en el otoño de ese año, el
avance del ejército contrarrevolucionario, retomaron Kiev (16 de diciembre de 1919) e hicieron retroceder a Denikin, sustituido en marzo de 1920 por el también general Wrangel (18781928), a Crimea y al Cáucaso (donde les derrotarían definitivamente en noviembre de 1920).
En esa región, el Ejército Rojo tuvo, sin embargo, que hacer frente a un nuevo y devastador
conflicto. La nueva República de Polonia, que mantenía reclamaciones fronterizas sobre la
zona, invadió Ucrania en abril de 1920 y sus tropas, tras desbordar al ejército ruso, entraron
en Kiev el 6 de mayo de 1920. Un formidable contraataque llevó en agosto al Ejército Rojo a
las puertas de Varsovia, pero una nueva contra-ofensiva polaca, con asesoramiento de militares franceses, hizo retroceder a los rusos cerca de 500 kilómetros. A finales de septiembre,
comenzaron las negociaciones. El 12 de octubre Rusia y Polonia firmaron un armisticio provisional: el tratado de Riga de 18 de marzo de 1921 fijó definitivamente la frontera entre los
dos países. Sólo a partir de octubre-noviembre de 1920, el nuevo régimen soviético pudo
verse libre de la amenaza de la guerra. La guerra civil había costado entre 400.000 y 800.000
muertos. La Rusia soviética retuvo Ucrania, que se convirtió en República Soviética, y recuperó igualmente los Estados del Cáucaso (Armenia, Georgia, Azerbaiján), donde también se
establecieron ya en 1921 gobiernos soviéticos. Pero tuvo que renunciar a Estonia, Letonia,
Lituania y Finlandia, cuyas independencias respectivas fue reconociendo a lo largo de 1920.
La situación económica y social del país era, además, catastrófica, entre otras razones porque los bolcheviques no pudieron disponer hasta 1920 ni del carbón de la cuenca del Donetz,
ni del hierro de los Urales y Ucrania, ni del petróleo de Bakú. El índice de la producción in dustrial bajó del nivel 100 en 1913 al nivel 18 en 1920. La producción de carbón disminuyó
en un 75 por 100; la de cereal, en más de 30 millones de toneladas. El rublo se hundió. Un
rublo oro pasó de valer 21 rublos papel en 1918 a valer 80.700 rublos papel en julio de 1921.
Desde el otoño de 1920, una durísima sequía se extendió por las regiones del Volga. En la
primavera de 1921 el gobierno tuvo que reconocer que el hambre, la desnutrición y enfermedades derivadas habían creado una situación de emergencia, la peor conocida en la historia
reciente de Rusia, que podía afectar a unos 25 millones de personas. En agosto, firmó
acuerdos de ayuda con Estados Unidos y la Cruz Roja internacional. La población dejaba las
ciudades: Petrogrado perdió el 57, 5 por 100 de su población entre 1917 y 1920; Moscú, el
44,5. La revolución, la guerra civil y el "comunismo de guerra" de los bolcheviques habían
literalmente devastado el país. El descontento popular era manifiesto. A lo largo de 1920,
estallaron disturbios y protestas en zonas rurales y en enclaves industriales de las grandes
ciudades. Entre el 23 de febrero y el 17 de marzo de 1921, se produjo el más grave de todos
ellos, verdadero punto de inflexión, además, en la historia del régimen comunista: la sublevación de los marineros de Kronstadt, la unidad emblemática de la revolución de octubre, que
fue aplastada por el Ejército Rojo tras violentísimos combates -en que murieron unos 10.000
combatientes- y una posterior y durísima represión: unos 800 marineros fueron ejecutados de
inmediato, más de 2.000 procesados y otros 9.000 huyeron a Finlandia. El Ejército Rojo
había añadido así a su papel militar, una función claramente represiva. Como consecuencia
de todo ello -fracaso económico, crisis moral por la represión de Kronstadt, victoria en la guerra civil, evacuación de tropas extranjeras-, el régimen, a instancias de Lenin, procedió a una
rectificación radical de su política económica. El 10° Congreso del partido, celebrado a partir
del 18 de marzo de 1921, aprobó casi sin disidencias la "Nueva Política Económica". La NEP
representó, como dijo Bujarin, otro de los dirigentes bolcheviques, el "colapso de nuestras
ilusiones"; esto es, supuso básicamente la reintroducción de mecanismos de mercado en la
economía y la eliminación parcial del control del Estado sobre la producción y la distribución
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de mercancías. En concreto, se permitió el funcionamiento del sector privado en la agricultura, en el comercio y en la industria. Las requisas de alimentos fueron abolidas. Se autorizó la
libertad de comercio dentro del país. Volvieron a autorizarse los establecimientos comerciales privados. Muchas pequeñas industrias fueron devueltas a los empresarios. Se estimuló la
inversión extranjera y el sistema bancario y financiero fue reformado. Paralelamente, se produjo una apertura diplomática. Rusia acudió a la conferencia internacional de Génova (10 de
abril-19 de mayo de 1922) sobre cuestiones económicas europeas. El 16 de abril, firmó el
tratado de Rapallo con Alemania, por el que ambos países renunciaban a plantearse reclamaciones económicas y financieras derivadas de la guerra mundial. Los resultados fueron
rápidos y notables. En 1926, la producción industrial alcanzó ya los niveles que había tenido
en 1913 (si bien la recuperación de la agricultura fue más lenta). En el frente diplomático, los
frutos fueron también positivos. El 1 de febrero de 1924, Gran Bretaña reconoció al régimen
soviético; luego lo hicieron los principales países europeos. El régimen revolucionario parecía, por tanto, claramente consolidado. El 30 de diciembre de 1922, la República Soviética
Federal Rusa se transformó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas al unirse en
una federación Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia (Armenia, Georgia, Azerbaiján).
La Constitución de 1918 fue adaptada a la nueva estructura federal, basada en el reconocimiento del derecho a la autonomía (e incluso a la secesión) de las nacionalidades y grupos
nacionales. El problema de los nacionalismos quedó de esa forma encauzado: la autoridad
del Partido Comunista -único poder en todas las repúblicas y nacionalidades- se convertía en
fundamento y garantía de la unidad del país. Por lo demás, la Constitución de 1918 se mantuvo en toda su integridad. La liberalización que supuso la Nueva Política Económica conllevó una relativa liberalización social y hasta una cierta relajación de la represión policial. Pero
la naturaleza totalitaria del régimen soviético no se modificó. Bertrand Russell, el filósofo inglés, había visitado la Rusia soviética en mayo de 1920, esperando encontrar, como dijo, "la
tierra prometida". Conoció a Trotsky y a Kamenev. Se entrevistó con Lenin, que le pareció un
hombre sin vanidad y cordial, honesto, valeroso, muy abierto y lleno de fe y pasión revolucionaria. Incluso escribió que el gobierno bolchevique le parecía el mejor gobierno para Rusia.
El bolchevismo le pareció, sin embargo, una "burocracia cerrada, tiránica", con un sistema
policial más elaborado y terrible que el del Zar y donde no existía vestigio alguno de libertad.
El fascismo italiano
Las utopías negativas noveladas, como las Orwell o Huxley, hicieron de la Rusia soviética el
arquetipo de Estado totalitario del futuro. Ninguna, desde luego, tomó como modelo al régimen fascista italiano. Ni siquiera lo hizo la propia literatura italiana. En Los indiferentes
(1929), Moravia retrataba el hastío existencial y la vaciedad moral de la burguesía de su país,
pero también su total indiferencia política. En Fontamara (1933), Conversaciones en Sicilia
(1941), Cristo se detuvo en Eboli (1945) y Crónicas de pobres amantes (1947), sus autores
(Silone, Vittorini, Carlo Levi y Pratolini, respectivamente) narraban la injusticia social, la miseria, el drama épico y sentimental de la existencia de las clases humildes y marginadas, no el
horror totalitario. Ello era significativo y paradójico. Significativo, porque revelaba que el fascismo italiano era menos totalitario que el régimen soviético; paradójico, porque el régimen
italiano fue precisamente el primero en autodefinirse como totalitario. El fascismo italiano fue,
como el comunismo ruso, resultado a la vez de la I Guerra Mundial y del propio contexto histórico nacional. Este último había visto, de una parte, la cristalización desde la década de
1910 de un nuevo nacionalismo italiano -D'Annunzio, Corradini, los futuristas-, un nacionalismo autoritario y antiliberal que aspiraba a la creación de un nuevo orden político basado en
un Estado fuerte y en la afirmación de la idea de nación; y de otra parte, el descrédito político
del régimen liberal. O como dijo Croce, el liberalismo había terminado por convertirse en Ita45
lia en un sistema, en un régimen -además, oligárquico y sin autoridad- y había dejado de ser
un ideal, una emoción. Las consecuencias de la I Guerra Mundial fueron igualmente decisivas. Primero, la guerra creó un clima de intensa exaltación nacionalista, reforzado en la posguerra por la decepción que en Italia produjo el tratado de Versalles -una mutilación inaceptable de las reivindicaciones irredentistas-, clima que culminó en el abandono por los líderes
italianos (Orlando, Sonnino) de la conferencia de paz de París y en la ocupación de Fiume
por D'Annunzio y sus ex-combatientes en septiembre de 1919. La guerra provocó, en segundo lugar, una grave crisis económica -gigantesco endeudamiento del Estado, inflación, desempleo, inestabilidad monetaria- y una amplia agitación laboral que culminó, como vimos, en
el llamado "bienio rosso" (1919-1920) y en las ocupaciones de fábricas por los trabajadores
en septiembre de 1920. En tercer lugar, la guerra rompió el viejo equilibrio político de la Italia
liberal. Tras la aprobación en 1919 de un sistema electoral de representación proporcional,
Italia entró en un período de gran turbulencia política, definido por el avance electoral de los
partidos de masas -el Partido Socialista Italiano y el Partido Popular Italiano creado en 1919
por el sacerdote Luigi Sturzo-, por la formación de gobiernos de coalición y por una extremada inestabilidad gubernamental. El fascismo, como veremos a continuación, capitalizó la crisis económica, social, política y moral de la Italia de la posguerra. Nació oficialmente el 23 de
marzo de 1919, en el mitin que, convocado por Benito Mussolini (1883-1945), se celebró en
un local de la plaza San Sepolcro de Milán (con muy poca asistencia: 119 personas). Se
crearon allí los "Fascios italianos de combate" ("fasci italiani di combattimento"), un heterogéneo movimiento en el que confluían hombres vinculados a asociaciones de ex-combatientes
("arditi"), al sindicalismo revolucionario y al futurismo, con la idea de formar una organización
nacional que, al margen del ámbito constitucional, defendiese los valores e ideales nacionalistas de los combatientes. El primer manifiesto-programa, aprobado en la reunión del 23 de
marzo, reivindicaba el espíritu "revolucionario" del movimiento e incluía medidas políticas radicales (proclamación de la República, abolición del Senado, derecho de voto para las mujeres), propuestas sociales y económicas avanzadas (abolición de las distinciones sociales,
mejoras de todas las formas de asistencia social, supresión de bancos y bolsas, confiscación
de bienes eclesiásticos y de los beneficios de guerra, impuesto extraordinario sobre el capital) y afirmaciones de exaltación de Italia en el mundo. Era, ciertamente, un programa incoherente, vago y demagógico. En buena medida, coincidía con las características de la personalidad del principal dirigente del movimiento, Benito Mussolini. Hombre de origen modesto,
nacido en 1883 en la aldea de Predappio, cerca de Forli (Romagna), hijo de un herrero/tabernero y de una maestra, Mussolini fue desde su juventud hombre de temperamento
turbulento y agresivo. Ateo, anticlerical, estudiante mediocre -obtuvo el título de maestro pero
apenas si ejerció-, de vida desordenada y anárquica, tuvo desde que entró en política (y lo
hizo pronto y en el Partido Socialista en el que militaba su padre) fama de violento y revolucionario. Desde 1908-10 apareció ya en la extrema izquierda del PSI, en posiciones más cercanas al sindicalismo revolucionario que a las de la dirección moderada de su propio partido:
al imponerse la izquierda en el congreso del partido de julio de 1912, Mussolini fue nombrado
director de Avanti, el principal periódico del PSI. Fue precisamente su temperamento individualista, desordenado y agresivo lo que explicaría la reacción de Mussolini ante la I Guerra
Mundial y que, tras unos meses alineado con las tesis no intervencionistas de su partido, pasara, tras ser expulsado, a abogar enérgicamente por la entrada de Italia en la conflagración.
Como otros intervencionistas de izquierda, Mussolini veía la guerra como una forma de acción extrema y revolucionaria en la que estaba en juego el destino del mundo (y de Italia) y
en la que por ello la Italia democrática no podía permanecer neutral. La guerra, en la que
Mussolini sirvió como "bersagliero", esto es, en las tropas de elite del ejército italiano, completó así su bagaje ideológico y añadió a su mentalidad combativa y aventurera un ardiente
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sentimiento patriótico: acción violenta y exaltación nacionalista constituirían dos de los elementos esenciales del fascismo. El mismo Mussolini escribió en 1932 que su doctrina había
sido "la doctrina de la acción": "el fascismo -dijo- nació de una necesidad de acción y fue acción". Falto, pues, de un verdadero cuerpo doctrinal, el fascismo se definió, en principio, por
su negatividad y, ante todo, por el recurso sistemático a la agitación y a la violencia callejera,
y a un estilo para-militar de actuación -marchas, banderas, uso de uniformes y camisas negras, exaltación del líder, adopción del saludo romano, eslóganes y gritos rituales-, como
forma de acción política y de movilización de efectivos y masas. Fue, así, un movimiento antiliberal, anti-democrático y anti-parlamentario, autoritario, ultranacionalista y violento, que usó
una retórica confusa y oportunistamente revolucionaria, que combinó hábilmente la exacerbación patriótica, el anticomunismo y el populismo sindicalista y anti-capitalista. El fascismo
italiano fue el resultado de una situación excepcional y única: nació como respuesta a los
problemas que la I Guerra Mundial y la posguerra crearon en Italia. Su elite dirigente Mussolini, Bianchi, Grandi, Ferruccio Vecchi, Farinacci, Balbo, Bottai, Malaparte, Gentile, De
Vecchi, De Bono, Carli y otros- la formaron ex-combatientes, antiguos sindicalistas revolucionarios y medianías intelectuales, esto es, pequeño burgueses, pero sobre todo inadaptados y
desarraigados. Su base social la integraban elementos de todas las clases sociales, pero
preferentemente de la pequeña burguesía urbana y rural y con un alto componente de jóvenes (como los Grupos Universitarios Fascistas creados en 1920). En julio de 1920, había ya
108 fascios locales con un total de 30.000 afiliados; a fines de 1921, las cifras eran, respectivamente, 830 y 250.000 (en 1927 se llegaría a los 938.000 afiliados; en 1939, a 2.633.000).
La verdadera naturaleza del fascismo quedó en evidencia desde el primer momento. El 15 de
abril de 1919, grupos fascistas agredieron en Milán a los participantes en una manifestación
de trabajadores convocada con motivo de la huelga general que paralizó la ciudad; luego,
asaltaron y destruyeron los locales de Avanti, el diario socialista. Fascistas y nacionalistas
figuraron a la cabeza de las grandes manifestaciones patrióticas que durante varios días tuvieron lugar en las principales ciudades italianas tras la retirada de la delegación italiana de
la conferencia de paz de París, el 24 de abril de 1919. El fascismo se benefició igualmente
del clima de emoción nacional que provocó la aventura de D'Annunzio en Fiume (septiembre
de 1919-diciembre de 1920), un episodio que fue mucho más que una nueva y aparatosa
manifestación de la capacidad histriónica y teatral del conocido escritor. La ocupación de
Fiume durante quince meses por D'Annunzio y sus 2.000 legionarios (arditi, ex-combatientes,
pero también soldados del Ejército regular italiano que ocupaba la ciudad desde el armisticio)
fue en primer lugar un golpe de fuerza que creó un peligrosísimo precedente. Fue, además,
un abierto desafío al acuerdo de paz de Versalles, que dejó al gobierno italiano, presidido por
Francesco Saverio Nitti desde el 18 de junio de 1919, en una incomodísima situación internacional y nacional. El gobierno no se decidió a usar la fuerza; las continuas y públicas ridiculizaciones por fascistas y nacionalistas del débil e impotente Nitti -un competente profesor
de economía con ideas claras para hacer frente a la crisis del país- contribuyeron a desprestigiar aún más al sistema liberal italiano. En Fiume, además, D'Annunzio inventó buena parte
de la coreografía que luego haría suya el fascismo (saludo romano, uniformes, gritos ritua les). El triunfo fascista de 1922 no fue, pese a ello, inevitable. Como en el caso de la revolución bolchevique, todo pudo haber sido de otra forma. No obstante su activa presencia callejera, en las elecciones de noviembre de 1919, los fascistas, que sólo concurrieron en Milán,
tuvieron un fracaso estrepitoso: ningún diputado, apenas 4.000 votos de un electorado de
200.000. Pero incluso en las de mayo de 1921, en las que lograron lo que se consideró un
buen resultado, obtuvieron sólo 35 diputados en una cámara de 535, y lo hicieron además
dentro de un Bloque Nacional con liberales y nacionalistas. El ascenso del fascismo a partir
de 1920 se debió a su capacidad para postularse como única solución nueva y fuerte ante la
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crisis política y social que Italia vivía desde el final de la guerra y para afirmarse como alternativa de orden a un régimen liberal y parlamentario desacreditado y en decadencia, ante la
amenaza de revolución social que pareció cernirse sobre el país. Esencial en todo ello fue la
violencia desencadenada por las propias escuadras fascistas, grupos de choque del movimiento dirigidos por los líderes locales: Dino Grandi en Bolonia, Roberto Farinacci en Cremona, Italo Balbo en Ferrara, Giuseppe Bottai en Roma, Piero Marsich en Venecia, Perrone
Compagni en Toscana. En concreto, fue el fascismo agrario, el movimiento escuadrista que
desde 1920 se extendió en especial por el valle del Po bajo forma de expediciones punitivas
de gran violencia contra dirigentes campesinos socialistas, comunistas y católicos y contra
huelguistas y simpatizantes, lo que hizo del fascismo un verdadero movimiento de masas. El
episodio decisivo tuvo lugar en Bolonia el 21 de noviembre de 1920: como represalia por la
muerte de un concejal nacionalista en los incidentes que se produjeron en el acto de toma de
posesión del nuevo ayuntamiento -de mayoría socialista-, los fascistas sembraron el terror,
primero en la ciudad, luego en la provincia (Emilia, de fuerte tradición socialista), finalmente
en todo el valle del Po. Sólo en 1921 murieron víctimas de la violencia fascista cerca de 500
personas. Desde luego, la crisis política italiana favoreció la estrategia del fascismo. Los resultados de las elecciones de 1919 y 1921 obligaron a gobernar en coalición; ningún partido
logró en ellos la mayoría absoluta. En las de 1919, ganaron los socialistas (165 escaños,
1.834.792 votos, 32,3 por 100 de los votos emitidos) por delante de los populares (100 escaños, 1.167.354 votos, 20,5 por 100 de los votos) y de los liberales de Giolitti (96 escaños,
904.195 votos, 15,9 por 100 de los votos). En las elecciones de mayo de 1921, el orden fue
socialistas (123 escaños, 1.631.435 votos, 24,7 por 100 de los votos), populares (108;
1.377.008; 20,4 por 100) y Bloque Nacional de giolittianos, fascistas y nacionalistas (105;
1.260.007; 19,1 por 100). La oposición al régimen, PSI y PPI, contaba, pues, con el apoyo
mayoritario del electorado. La Monarquía, sostenida históricamente por la oligarquía liberal
dinástica, carecía de partidos de masas sobre los que apoyarse. Las divisiones internas y los
antagonismos personales entre los dirigentes de los partidos históricos -Giolitti, Salandra,
Sonnino, Orlando, Nitti y otros- dificultaban además el entendimiento y en algún caso, como
el enfrentamiento Giolitti-Nitti, hicieron imposible su colaboración en el gobierno. El PPI, verdadero árbitro de la situación, no se negó a gobernar y de hecho participó en varios gobiernos de la posguerra. Pero por el tradicional distanciamiento de los católicos respecto del sistema liberal italiano, el PPI fue un socio de gobierno incómodo y poco entusiasta. En febrero
de 1922, por ejemplo, vetó la formación de un gobierno Giolitti, tal vez una de las pocas bazas que aún le quedaban al régimen liberal. Peor todavía, el PSI se autoexcluyó de cualquier
combinación gubernamental. Sus éxitos electorales eran en parte engañosos. El partidoestaba moralmente roto entre una minoría reformista (Turati, Treves, Modigliani) educada en una
concepción democrática y gradual del socialismo, y una mayoría maximalista, liderada por
Giacinto Menotti Serrati, que influenciada por la revolución rusa volvió al lenguaje más radical
de la tradición socialista (revolución obrera, expropiación de la burguesía, dictadura del proletariado) y llevó al partido a una política de abierta confrontación con la Monarquía y los partidos "burgueses". Al constituirse el Parlamento tras las elecciones de 16 de noviembre de
1919, los diputados socialistas se negaron a comparecer ante el Rey y tras vitorear a la "república socialista" abandonaron la Cámara. Como consecuencia de la tensión generada, en
los primeros días de diciembre hubo huelgas generales en numerosas ciudades del país,
acompañadas de graves incidentes de orden público. La dirección maximalista, ratificada en
los congresos socialistas de 1918, 19,19 y 1921, hizo por tanto del PSI un partido de oposición cuya ideología y programas parecían dar cobertura y legitimidad a la agitación social
que sacudía Italia. Pero como también se indicó, Serrati y sus colaboradores, que no querían
ser reformistas, no supieron ser revolucionarios. La ofensiva obrera de 1919-20 careció de
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dirección y coordinación políticas y el PSI, no obstante su verbalismo revolucionario, naufragó entre la desorientación y la inoperancia (como se demostró sobre todo en las ocupaciones
de las fábricas metalúrgicas en el verano de 1920). De ahí precisamente la escisión de la
extrema izquierda liderada por Gramsci en Turín y Bordiga en Nápoles que formó el Partido
Comunista Italiano en enero de 1921 (16 diputados en las elecciones de mayo de ese año).
Así, todas las combinaciones gubernamentales que se ensayaron entre 1919 y 1922 fueron
por definición frágiles. Hubo cinco gobiernos -Nitti, Giolitti, Bonomi y Facta, éste dos veces- y
un número mayor de crisis ministeriales. Nitti gobernó entre junio de 1919 y junio de 1920
apoyándose en una precaria coalición de centro izquierda: su gobierno no pudo resistir la
doble impopularidad del episodio de Fiume y de las duras medidas que hubo de tomar para
hacer frente a la situación económica. Giolitti lo hizo entre junio de 1920 y julio de 1921, apoyado por un heterogéneo bloque de centro. Salvó bien, dejando que el conflicto se consumiera, las ocupaciones de fábricas del verano de 1920 y forzó a D'Annunzio a evacuar Fiume (27
de diciembre de 1920) usando para ello al Ejército. Pero terminó por dimitir, también a la vista del rechazo que suscitaron sus disposiciones -aumento de determinados impuestos- para
enjugar el déficit. Los gobiernos Bonomi (julio de 1921 a febrero de 1922) y Facta (febrerojulio y octubre de 1922) fueron aún más débiles y fugaces. No le faltaba, por tanto, razón a
Giolitti cuando dijo que la introducción en 1919 del sistema de representación proporcional
había sido una de las causas indirectas del triunfo del fascismo. Pero el caso fue que el propio Giolitti contribuyó a ello. Convencido de que la nueva ley electoral exigía la formación de
grandes bloques nacionales, y confiado en que una política de atracción acabaría por domesticar al fascismo, Giolitti fue a las elecciones de mayo de 1921 en coalición con nacionalistas
y fascistas. Eso les dio a éstos 35 diputados (entre ellos, Mussolini) y algo más valioso: la
respetabilidad política de que hasta entonces carecían. El oportunismo ideológico de Mussolini hizo el resto. No abdicó de su radicalismo verbal. Incluso expresó su simpatía para con
las ocupaciones de fábricas y desde 1920, el fascismo inició la creación de corporaciones
sindicales propias que captaron miles de afiliados entre los desempleados. Pero aun así,
Mussolini giró decididamente a la derecha. Explotando el temor al peligro rojo suscitado por
la agitación obrera y campesina de 1919-20, buscó el apoyo de las organizaciones patronales y agrarias (Confindustria, Confagricultura, constituidas por entonces). Su primer discurso
en el Parlamento (21 de junio de 1921) sorprendió por su moderación. Incluso rechazó el anticlericalismo y manifestó su respeto por la tradición católica y por el Vaticano. Fue matizando
al tiempo sus ideas sobre la Monarquía: apareció, por ejemplo, una tendencia monárquica
dentro del fascismo, encabezada por el líder del fascio de Turín, Cesare De Vecchio. En julio
de 1921, tras la muerte de 18 fascistas en un choque con los carabineros en la localidad de
Sarzana, Mussolini ofreció un pacto de pacificación a los socialistas (aunque, al tiempo, las
escuadras fascistas continuaron sembrando el terror en el norte de Italia: el 12 de septiembre, Rávena fue escenario de una de las más violentas expediciones punitivas conocidas;
días después, fue asesinado cerca de Bari el diputado socialista De Vagno). Seguro del creciente apoyo popular al fascismo -se habló de riada de adhesiones a lo largo de 1921-, Mussolini procedió a transformar lo que hasta entonces había sido un movimiento indisciplinado y
heterogéneo en un partido político. Lo que hizo fue integrar a los jefes locales del escuadrismo (Grandi, Farinacci, Balbo) en una estructura nacional vertebrada y dar así al fascismo una
organización estable y un liderazgo indiscutible. El resultado fue el Partido Nacional Fascista
creado en el congreso celebrado en Roma del 7 al 9 de noviembre de 1921, que vino a ser
una síntesis de lo que el fascismo había sido hasta entonces. La presencia del escuadrismo
en el partido ratificaba la naturaleza violenta y totalitaria de la organización: Grandi habló en
el congreso de socialismo nacional y de Estado nacional-sindicalista. La adopción de un programa claramente moderado en todas sus líneas, que no rechazaba la Monarquía y recono49
cía la función social de la propiedad privada, revelaba la voluntad del fascismo de gobernar a
corto plazo. El PNF, cuyo primer secretario fue Michele Bianchi, tenía en el momento de su
constitución 320.000 afiliados. Cuando poco después, en febrero de 1922, cayó el gobierno
Bonomi y se procedió a la formación de un nuevo ministerio, Mussolini pudo advertir a la clase política que en Italia ya no se podía ir contra el fascismo, que ya no era posible aplastarlo.
De hecho, era al contrario. Los fascistas estaban seguros de que el régimen agonizaba y
prepararon abiertamente el asalto al poder. A lo largo de 1922 multiplicaron las movilizaciones de masas en abierto desafío a las autoridades. Lo característico fue la organización de
"marchas" sobre las ciudades, esto es, concentraciones disciplinadas y marciales de miles de
fascistas uniformados y armados que, desfilando tras sus banderas, ocupaban durante unas
horas calles, plazas y edificios de la localidad elegida y procedían a "disolver" los ayuntamientos y a expulsar a las autoridades locales. El gobierno Facta no se atrevió a usar la fuerza. Cremona, Rímini, Andria, Viterbo, Milán, Ferrara, Ancona, Brescia, Novara, Bolonia- ocupada en mayo durante veinte días por unos 20.000 fascistas que forzaron la dimisión del gobernador de la provincia-, Rovigo, Rávena y muchas otras localidades sufrieron las consecuencias. Los socialistas y la Confederación Italiana del Trabajo convocaron para el 31 de
julio de 1922 una huelga general en defensa de la libertad. Fue un desastre. El contraataque
fascista fue fulminante: movilizando todos sus efectivos y extremando la violencia, los fascistas, y no las autoridades del Estado o la policía, rompieron en apenas 24 horas la huelga y
restablecieron el orden (en Parma, tras sufrir 39 muertos). La conquista del poder estaba claramente a su alcance. Mussolini lo dijo explícitamente en Udine el 20 de septiembre: "nuestro
programa es simple, queremos gobernar Italia". En efecto, desde mediados de octubre, los
fascistas prepararon la "marcha sobre Roma", una movilización militarizada de todos sus
efectivos para converger desde distintas localidades sobre la capital y exigir el poder. Como
prueba de su fuerza, unos 40.000 "camisas negras" se reunieron en Nápoles el día 24 en un
espectacular acto público presidido por Mussolini. Se fijó el comienzo de la acción sobre Roma para el día 27; el asalto a la capital, para el día 28. La fuerza del fascismo era, sin embargo, probablemente menor de lo que sugerían aquellas formidables exhibiciones. Al me nos, la "marcha sobre Roma", organizada por los "quadrumviros" del partido -De Bono, Balbo, Bianchi y De Vecchio- fue un fracaso. Sólo lograron concentrar unos 26.000 camisas negras, mal equipados y sin víveres: la lluvia que cayó torrencialmente durante todo el día 27
impidió además que avanzaran. Roma estaba defendida por un contingente de unos 28.000
soldados. Pese a ello, el fascismo fue llamado a gobernar el día 30. Llegó, pues, al poder,
pero no mediante la conquista revolucionaria del mismo sino como resultado de oscuras
combinaciones políticas, de intrigas palaciegas. Salandra, el líder conservador, que a lo largo
de octubre había mantenido contactos con Mussolini -como también lo habían hecho indirectamente Nitti y Giolitti, entre otros- provocó la caída del gobierno Facta. Él y otros notables
del régimen, como los generales Díaz y Cittadini, convencieron al rey Víctor Manuel III para
que no declarara el estado de guerra. El día 29, tras fracasar en su intento de formar gobierno propio con participación fascista, Salandra aconsejó al Rey que llamara al poder a Mussolini. En efecto, al día siguiente, 30 de octubre de 1922, Mussolini aceptaba el encargo que
formalmente le hacía el jefe del Estado y asumía la gobernación del país al frente de un gobierno de coalición en el que, junto a cuatro ministros fascistas, estaban cuatro liberales, dos
populares, un nacionalista y algún independiente. Ese mismo día, miles de "camisas negras"
desfilaban por Roma proclamando el triunfo del fascismo.
El régimen fascista
Benito Mussolini, cuyo gobierno fue ratificado por el Parlamento, tardó aún en crear un régimen verdaderamente fascista. Ello se debió, primero, a que el fascismo carecía de ideas y
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programas claros, coherentes y bien estructurados; y segundo, a que su llegada al poder
había exigido evidentes compromisos políticos. La "primera etapa" de gobierno fascista, de
octubre de 1922 a enero de 1925, fue así una "etapa de transición", en la que la vida pública
(Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió funcionando bajo una cierta apariencia de
normalidad constitucional. Mussolini siguió en ese tiempo una política económica liberal o por
lo menos, no intervencionista y definida por la voluntad de favorecer el libre juego de la iniciativa privada, lo que en la práctica significó privatizaciones (teléfonos, seguros), incentivos
fiscales a la inversión (los impuestos sobre los beneficios de guerra fueron reducidos), drásticas reducciones de los gastos del Estado (por ejemplo, los militares) y estímulos a las exportaciones. Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda
interna, la economía italiana creció notablemente entre 1922 y 1925, sobre todo, el sector
industrial cuyo crecimiento medio anual fue del 11,1 por 100 -frente al 3,5 por 100 de la agricultura-, si bien al precio de una inflación anual del 7,4 por 100 y de una pérdida del valor de
la lira en las cotizaciones internacionales. En cuestiones internacionales, Mussolini se mostró
igualmente ambiguo y contradictorio. Desde luego, no ahorró gestos que indicaban su oposición al tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones, expresión de que la Italia fascista
aspiraba a la revisión del orden internacional de 1919. Así, en septiembre de 1923, Italia
bombardeó y ocupó militarmente la isla griega de Corfú, tras el asesinato poco antes de varios militares italianos que formaban parte de la delegación internacional que debía fijar la
frontera greco-albanesa. En enero de 1924, firmó con la nueva Yugoslavia, al margen de la
Sociedad de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a
cambio de concesiones importantes sobre los territorios del entorno de la ciudad. Igualmente,
Mussolini firmó acuerdos comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció enseguida- que contravenían cláusulas de la paz de Versalles. Pero hubo también manifestaciones
tranquilizadoras que parecían indicar que esa misma Italia fascista, pese a la retórica imperial
y expansionista de sus dirigentes, podría jugar un papel internacional estabilizador. En diciembre de 1925, por ejemplo, firmó el tratado de Locarno, que garantizaba la inviolabilidad
de las fronteras de Alemania, Francia y Bélgica, de acuerdo precisamente con el texto de
Versalles. En 1928 se adhirió al pacto Kellog-Briand, suscrito por 62 naciones, en virtud del
cual se declaraba ilegal la guerra y en 1929, como veremos, Mussolini firmaba con el Vaticano los acuerdos de Letrán. Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas. En diciembre de 1922, creó el Gran Consejo Fascista, de 22 miembros, como órgano consultivo paralelo al Parlamento. En enero de 1923, procedió a legalizar la Milicia fascista -creada en el congreso del partido de 1921-, verdadero ejército del partido (uniformado y
jerarquizado), colocándola bajo el control del citado Gran Consejo y encargándole la defensa
del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército paralelo (y en efecto, unidades de la
Milicia, que tendría oficiales propios y que llegaría a los 800.000 hombres en 1939 combatirían en Etiopía, en España y en la II Guerra Mundial). En febrero de 1923, procedió a la fusión
del partido fascista con los nacionalistas de Corradini y sus sucesores Rocco y Federzoni.
Más aún, en abril de 1923, Mussolini hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en
virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 por 100 de los votos recibiría el 66 por 100
de los diputados. Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones,
el control del Parlamento y el partido único. En las elecciones de abril de 1924, en las que los
fascistas recurrieron de nuevo a formas extremas de violencia intimidatoria, Mussolini y sus
aliados (nacionalistas, liberales de la derecha y otros) lograron 374 escaños (de ellos, 275
fascistas) de una cámara de 535 diputados. La oposición, integrada por liberales independientes (Giolitti, Amendola), populares, socialistas-reformistas (expulsados del PSI en 1922 y
liderados por Giacomo Matteotti), socialistas y comunistas, obtuvo 160 escaños. En términos
de votos, la victoria fascista no había sido tan amplia: algo más de cuatro millones de votos
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frente a los tres millones de la oposición. Pero la nueva ley electoral había dado al fascismo
el control del Parlamento. El giro definitivo hacia la dictadura y la creación de un sistema totalitario vino inmediatamente después. La ocasión fue propiciada por la gravísima crisis política
que siguió al secuestro el 30 de mayo de 1924 y posterior asesinato por una banda fascista con conocimiento previo de la secretaría del partido- del líder de la oposición, Matteotti. El
"delito Matteotti" pudo haber servido para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa, fueron extraordinarios. El crédito internacional
del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La oposición se retiró del Parlamento, como
forma de presionar al Rey. Destacados miembros del propio partido fascista creyeron que se
había ido demasiado lejos. Altos jefes del ejército, dirigentes de la banca y la industria -que
seguían viendo a Mussolini como un aventurero peligroso-, políticos de la vieja oligarquía
dinástica que hasta entonces habían visto con complacencia al fascismo, pensaron, y algunos así lo hicieron saber, que Mussolini no debía seguir. Se habló hasta de un posible golpe
de Estado contra él. El gobierno quedó paralizado y sin iniciativa durante algunos meses.
Hubo algunas dimisiones y ceses resonantes. El secretario del PNF, Martinelli, fue detenido.
Pero nada se hizo. La oposición, dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El Rey
sostuvo en todo momento a Mussolini (que, además, no tuvo problemas para que las nuevas
cámaras, elegidas a su medida, le reiteraran la confianza). Los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa. En agosto, las marchas fascistas volvieron a las calles. Cuando el
12 de septiembre fue asesinado un diputado del partido, las escuadras sembraron de nuevo
el terror. Mussolini reaccionó: el 3 de enero de 1925, se presentó ante el Parlamento y en un
desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militantes del fascismo, asumió toda la responsabilidad "moral e histórica" de lo acaecido. El fascismo había
recobrado el pulso. Desde 1925, Mussolini y sus colaboradores procedieron a la creación de
un régimen verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. Las tesis sobre el "Estado ético", encarnación ideal y jurídica de la nación, del filósofo Giovanni
Gentile (1875-1944), ministro de Educación en el primer gobierno Mussolini y uno de los
hombres más influyentes en la formulación de toda la cultura fascista, proporcionaron las bases ideológicas para la legitimación del ensayo totalitario. "Todo en el Estado, nada fuera del
Estado, nada contra el Estado": el mismo Mussolini resumiría así la significación de la nueva
y definitiva etapa de su régimen. El Estado encarnaba la colectividad nacional. Su soberanía
y su unidad frente a partidos, Parlamento, sindicatos e instituciones privadas resultaban imprescriptibles. El régimen fascista italiano se concretó, como ha quedado dicho, primero, en
una dictadura fundada en la concentración del poder en el líder máximo del partido y de la
Nación, en la eliminación violenta y represiva de la oposición y en la supresión de todas las
libertades políticas fundamentales; segundo, en una amplia obra de encuadramiento e indoctrinación de la sociedad a través de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la integración de ésta en organismos estatales creados
a aquel efecto; tercero, en una política económica y social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política social protectora y asistencial y
en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios (corporaciones) controlados por el Estado; cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva, encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el Mediterráneo y África. En efecto, Mussolini había anunciado la dictadura en su discurso de 3 de
enero de 1925 y de forma inmediata, además, había procedido a la retirada de periódicos, a
la suspensión de los partidos políticos y al arresto de numerosos miembros de la oposición.
Luego, el 24 de diciembre de ese año -días después de que un ex-diputado socialista intentara atentar contra su vida-, asumió poderes dictatoriales en virtud de una ley especial: partidos
y sindicatos quedaron legalmente prohibidos; la prensa, incluidos los grandes periódicos co52
mo La Stampa e Il Corriere della Sera, quedó bajo control directo del Estado. Mussolini gobernó en adelante por decreto ley. El 25 de noviembre de 1926 se aprobaron la Ley de Defensa del Estado y las llamadas "leyes fascistísimas", obra todo ello del ministro de justicia
Alfredo Rocco (1875-1935), un destacado jurista procedente del partido nacionalista que fue,
de hecho, el creador del entramado jurídico del Estado totalitario. Aquel amplio paquete legislativo incluyó, entre otras medidas, la creación de un Tribunal de Delitos Políticos y de una
policía política, la Obra Voluntaria de Represión Anti-fascista (la OVRA, organizada por Arturo Bocchini), el restablecimiento de la pena de muerte, la disolución definitiva de los partidos
y el cierre de numerosos periódicos. Unos 300.000 italianos se exiliarían (entre ellos Nitti,
Sturzo, Salvemini, Turati); otros 10.000 fueron confinados en islas apartadas (Lípari, Ustica,
etcétera) o en pueblos remotos e insalubres. El dirigente comunista Gramsci, detenido en
1926, murió sin recobrar la libertad en 1937. 26 personas -cifra insignificante comparada con
las atrocidades represivas de otras dictaduras- fueron ejecutadas (pero dirigentes de la oposición en el exilio, como los hermanos Carlo y Nello Roselli fueron asesinados; y otros, como
Piero Gobetti y Giovanni Amendola murieron como resultado de palizas y agresiones infligidas impunemente por escuadristas fascistas). En 1926, el régimen suspendió todos los
Ayuntamientos electos y los sustituyó por otros designados desde arriba, a cuyo frente se
nombró, con las funciones de los antiguos alcaldes, a una "podestà". Prefectos (gobernadores civiles) y sobre todo jefes locales del Partido Nacional Fascista integraron así la administración local y provincial. En 1928, una ley transformó de raíz el sistema electoral. Las elecciones consistirían en adelante en un plebiscito sobre una lista única elaborada por el Gran
Consejo Fascista, convertido así en órgano supremo del Estado. En las elecciones de 1929,
los votos sí fueron 8.506.576 frente a 136.198 votos negativos; en las de 1934, los primeros
alcanzaron la cifra de 10.045.477 y los segundos, 15.201. Las elecciones eran, pues, una
farsa. El Parlamento era simplemente una cámara oficialista sin más funciones que la aclamación de las disposiciones legales del gobierno. En buena lógica, en 1939 fue sustituido por
una Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. El culto al "Duce" (del latín dux: guía),
título oficial adoptado por Mussolini al llegar al poder --primer ministro de Italia y Duce del
fascismo- fue parte esencial del Estado fascista. Saludarle y vitorearle era obligado siempre
que aparecía en público. Los baños de multitud, que Mussolini cultivó con asiduidad desde el
balcón del Palacio Venecia, su residencia en el centro de Roma, eran continuamente inte rrumpidos por gritos de "Du-ce", "Du-ce". Una propaganda desaforada, a la que se prestaba
bien el histrionismo y la teatralidad del personaje, lo presentaba como un superhombre de
excepcional virilidad -se diría que recibía una mujer cada día- e incomparable capacidad de
trabajo: una luz del Palacio permanecía encendida por la noche para indicar que el Duce no
dormía, cuando lo hacía bien y largamente. Las fotografías oficiales lo presentaban como
jinete, tenista, violinista, piloto de avión o campeón de esgrima consumado, como un atleta
musculoso y fuerte capaz de pasar revista a sus tropas a la carrera. Se decía que conocía la
obra de Dante de memoria, que lo leía y lo sabía todo: "el Duce tiene siempre razón" sería
uno de los más repetidos eslóganes del régimen. Se tejió, en suma, una leyenda grotescamente adulatoria que poco tenía que ver con la mediocridad real de Mussolini, pero que resultó operativa y eficaz y que contribuyó a reforzar aquella especie de mística heroica y nacionalista que el fascismo había elaborado. El culto al Duce tuvo una proyección social extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de indoctrinación y encuadramiento sociales emprendida por el fascismo. Para la integración de los jóvenes, atención prioritaria del
régimen, se creó el 3 de abril de 1926 dependiendo del Ministerio de Educación y del Partido
la Opera Nazionale Balilla (ONB), en la que en 1937 estaban integrados unos 5 millones de
niños y adolescentes de ambos sexos (de los 4 a los 18 años), divididos según edades en
Hijos de la Loba, Balillas, Vanguardistas, Pequeñas Italianas y Jóvenes Italianas, cada una
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de ellas a su vez estructurada en unidades de tipo pseudo-militar (escuadras, centurias, cohortes, legiones) y todas vinculadas mediante juramento de lealtad personal al Duce. Todas
las demás organizaciones juveniles -como los "boy-scouts", por ejemplo- fueron prohibidas,
si bien las católicas acabaron por ser toleradas. Aunque la ONB, reorganizada en 1937 en la
juventud Italiana del Lictorio, tenía por objeto la educación física y moral de la juventud y centró sus actividades en el deporte, las excursiones, los campamentos de verano y la cultura, la
intencionalidad política era evidente. Su lema era "crecer, obedecer y combatir": la juventud
encarnaba las nuevas "levas fascistas" y la ambición de la ONB era perpetuar la continuidad
de la revolución de 1922. A través de la Subsecretaría de Prensa y Propaganda (convertida
en Ministerio de Cultura Popular en 1937), el fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de indoctrinación ideológica. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. En línea con la incorporación
de toda clase de símbolos y referentes del Imperio romano a los rituales y nombres oficiales
(Duce, Fascios, Líctores, la Loba, Legiones, etcétera), la Roma imperial fue objeto de atención preferente: la Roma medieval fue, así, destruida a fin de abrir la Vía de los Foros Imperiales entre el Coliseo y el Foro de Trajano. El arte oficial volvió hacia los modelos renacentistas y romanos. Mario Sironi (1885-1961) creó una pintura fascista desde una visión estética a
la vez ascética, viril, vigorosa y heroica, que aplicó sobre todo a la pintura mural a la que, por
su carácter social, creía particularmente idónea para los objetivos del régimen. La escultura,
ejemplificada por las 60 estatuas de mármol de atletas desnudos hechas por distintos artistas
para el Estadio de los Mármoles (1927-1932) del arquitecto Enrico Del Debbio en el Foro
Mussolini (Itálico) de Roma, por encargo de la ONB, retornó sin disimulo a la estatuaria clásica. La arquitectura se debatió entre el clasicismo y el modernismo y por ello pudo, en los mejores casos, incorporar elementos de las vanguardias racionalistas (como en la estación de
Florencia, obra de Pier Luigi Nervi, y en el Palacio del Trabajo, de Guerrini, La Padula y Romano en el recinto de la EUR- Exposición Universal de Roma- diseñado entre 1937 y 1942
por el arquitecto Marcello Piacentini). Desde 1934 se organizaron los Lictoriales de la cultura
y el arte, especie de congresos sobre cuestiones políticas, literarias y artísticas que pretendían actualizar el espíritu de los juegos greco-romanos y que eran meros fastos propagandísticos (aunque eso no excluyese la participación de escritores y artistas, sobre todo jóvenes, de
indudable valía y calidad). La italianización se reveló, por ejemplo, en la imposición en el deporte de términos italianos como "calcio", "rigore", "volata" y muchísimos otros acuñados expresamente para evitar anglicismos como fútbol, penalti o sprint, y afectó sobre todo a la política educativa en las regiones con minorías étnicas significativas (228.000 alemanes en Bolzano, casi medio millón de eslovenos y croatas en Venezia Julia). En 1927, el régimen que
ya controlaba la prensa, nacionalizó la radio e hizo de ella un formidable vehículo de propaganda oficial. En 1925, se había creado por iniciativa de Gentile un Instituto de Cultura Fascista- para llevar, como dijo el filósofo, el fascismo a la cultura- y un año después, una Real
Academia Italiana, con la misión de promover los estudios de la cultura nacional y de velar
por la pureza de la lengua y se impulsó con el mismo objeto la labor del Instituto Dante Alighieri. El deporte, que era ya espectáculo inmensamente popular, sobre todo el fútbol y el ciclismo, sirvió igualmente como catalizador del nacionalismo italiano y como factor propagandístico de las concepciones raciales y viriles que alentaban en el fascismo. El culto al deporte
se convirtió en política oficial: la Educación Física quedó bajo control directo de la secretaría
del Partido. El régimen cuidó sobremanera su participación en los Juegos Olímpicos. Italia,
hasta entonces país marginal en esas competiciones, quedó en séptimo lugar en las Olimpiadas de 1924, en segundo lugar en las de 1932 y logró más de veinte medallas en las de
1936. "Sus héroes del aire", los aviadores -y entre ellos, el "cuadrumviro Balbo"- lograron por
entonces un total de 33 records mundiales. Un boxeador, Primo Carnera, logró en 1933 el
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campeonato mundial de la máxima categoría. La selección nacional de fútbol ganó el campeonato mundial en 1934 y 1938 y el olímpico en 1936. Todos esos éxitos tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran la
demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven, fuerte- estaba naciendo bajo el
liderazgo del Partido y su Duce. Por si fuera poco, el régimen fascista resolvió en 1929 el
más delicado y difícil de los pleitos diplomáticos y políticos de la reciente historia italiana, el
problema del Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Los "pactos de Letrán", firmados el 11 de febrero de ese año por Mussolini y el cardenal Gasparri, supusieron
la reconciliación formal entre el Reino de Italia y la Santa Sede, simbolizada en la construcción de la vía de la Conciliación entre el Castillo Sant'Angelo y la Plaza de San Pedro. Italia
reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del Vaticano,
diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo); la Santa Sede, a su vez,
reconocía al Reino de Italia y renunciaba a Roma. Se firmó, además, un Concordato: el gobierno italiano reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa (750 millones deliras en efectivo, más otros 1.000 millones en
títulos del Estado) por las posesiones confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia educativa. Los "pactos de Letrán" no significaron ni la catolización del fascismo -que continuó apelando a la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica- ni la fascistización de la Iglesia. En 1931, el Papa
Pío XI criticó el totalitarismo, aunque sin aludir al fascismo, en su encíclica Non abbiamo bisogno. La existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas (Acción
Católica, Federación Universitaria de Católicos Italianos y otros) produjeron algún roce ocasional entre ambos poderes. Pero los pactos fueron un gran golpe de efecto que Mussolini -el
ateo, que ni se casó por la Iglesia ni bautizó a sus hijos hasta 1923, ahora "el hombre de la
Providencia"- capitalizó con innegable habilidad. La opinión católica italiana y las mismas órdenes religiosas, incluso jerarquías prestigiosas, dieron al fascismo el apoyo que jamás dieron a la Italia liberal. El fascismo pudo celebrar en 1932 sus primeros diez años en el poder,
los "decenales", con un fasto estrepitoso. Churchill diría poco después que Mussolini era el
"más grande legislador vivo". Personalidades de gran relieve -Freud, Bernard Shaw, Ezra
Pound- expresaron igualmente su admiración por el Duce. El régimen fascista estaba plenamente consolidado. La llegada de Hitler al poder en 1933 reforzó además su papel internacional. Temerosa del revanchismo alemán, Francia buscó rápidamente una aproximación a
Italia y, junto con Gran Bretaña, intentó al menos impedir que se produjese -como en buena
lógica se temió- un estrechamiento de relaciones entre la Alemania nazi y la Italia fascista.
Mussolini, que recelaba de las ambiciones de Alemania sobre Austria y que no se entendió
con Hitler cuando se reunieron por primera vez, en Venecia, en junio de 1934, se pensó a sí
mismo como el gran árbitro de la política europea, como el "fundador" de una nueva Europa,
como declaró en 1932 a su biógrafo Emil Ludwig. Posiblemente, su gran idea era el Pacto de
los Cuatro (Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania) que propuso en julio de 1933, como garantía de la solidaridad y de la paz internacionales. Pero la actitud alemana lo hizo imposible.
Italia concentró un gran ejército en la frontera de Austria cuando en julio de 1934 tuvo lugar
en aquel país el intento de golpe de Estado pro-nazi que terminó con la vida del canciller
Dollfuss. En cualquier caso, Italia quiso asegurarse la amistad francesa con los acuerdos bilaterales de 7 de enero de 1935 -por los que Francia venía a dejar vía libre a Italia en Etiopíay aún, la de Gran Bretaña, en la reunión celebrada en Stresa, en el Lago Mayor, en abril de
1935, entre representantes de Italia (Mussolini), Francia (Flandin, Laval) y Gran Bretaña
(MacDonald, Simon), donde pareció perfilarse un frente común entre los tres países contra la
actuación exterior alemana. Laval, ministro de Exteriores francés, dijo que en Stresa Mussolini había aportado "un concurso indispensable al mantenimiento de la paz". Pocos meses
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después, con la invasión de Abisinia, ese mismo Mussolini iba a asestar el mayor golpe que
en la Europa de la posguerra se había dado a la paz. A la vista de ese hecho, pudo sospecharse que, al firmar los acuerdos con Francia y al adherirse al "frente de Stresa", Mussolini
sólo había pretendido ganar tiempo y asegurarse la neutralidad de Francia y Gran Bretaña de
cara a la que era su gran ambición: la creación de un nuevo Imperio romano que incluiría
Libia, Somalia, Eritrea y Albania -donde Italia ejercía el protectorado desde 1927-, algunas
islas del Dodecaneso, tal vez una Croacia y una Eslovenia independientes, Abisinia, donde
Italia ejercía considerable influencia y donde Mussolini aspiraba a vengar la derrota de Adua
de 1896, y, si posible, algún territorio en Oriente Medio (preferentemente Siria), sin descartar
una posible conquista de Egipto y Sudán. Sin duda había mucho de verdad en aquellas sospechas. Mussolini contempló la ocupación de Abisinia (Etiopía) desde 1932. Un choque entre
tropas etíopes e italianas en el oasis de Walwal, ocurrido el 5 de diciembre de 1934, le dio el
pretexto. Un formidable ejército italiano de unos 300.000 hombres, con aviones, carros de
combate y gas letal, invadió Abisinia, sin declarar la guerra, el 3 de octubre de 1935. A corto
plazo, la guerra fue un extraordinario éxito para Mussolini y suscitó además una genuina explosión de patriotismo en el pueblo italiano. A medio y largo plazo, fue un error gravísimo
(además de resultar, como otras aventuras imperialistas, antieconómica. Resultó costosísima
y las colonias no ofrecían nada a la economía italiana: en 1939 las posesiones africanas,
Etiopía incluida, no representaban ni el 2 por 100 del comercio exterior del país). Abisinia
supuso el aislamiento internacional de Italia, decretado por la Sociedad de Naciones, y eso, a
su vez, tendría otras dos consecuencias decisivas: la intervención en la guerra civil española
-para integrar a la España de Franco en la esfera de influencia italiana- y la aproximación de
Italia al único valedor que tuvo en aquellos momentos, a la Alemania de Hitler. El 25 de octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron la creación del "Eje Berlín-Roma". Italia quedó
desde ese momento dentro de la órbita de Alemania. Pronto se vería, además, que la suya
era una posición de subordinación y dependencia. El resultado último de todo ello fue la entrada de Italia en la II Guerra Mundial. Esa decisión fue la tumba del fascismo. Tras tres años
de derrotas ininterrumpidas, Mussolini fue cesado por el Gran Consejo Fascista en julio de
1943 y arrestado. Liberado por un comando alemán y puesto por los alemanes al frente de
una República fascista del norte de Italia, Mussolini, que en 1932 había dicho a Ludwig que
terminaría por ser el hombre más grande del siglo, acabó sus días a finales de abril de 1945,
tras ser ejecutado por partisanos italianos, colgado por los pies, junto a su última amante y a
otros quince jerarcas fascistas, del techo de un garaje en una plaza de Milán.
Sociedad y economía fascistas
El fascismo suprimió las libertades sindicales y prohibió las huelgas y los sindicatos de clase
como contrarios a la unidad y a los intereses nacionales. A raíz de la aprobación de la Ley de
Relaciones Laborales de 3 de abril de 1926, obra de Rocco, de la creación del Ministerio de
las Corporaciones (2 de julio de 1926) a cuyo frente estuvo Giovanni Bottai, el ideólogo del
corporativismo, y de la publicación de la Carta del Trabajo, debida también a Bottai y Rocco,
el fascismo fue configurándose como un "Estado corporativo" en virtud del cual los intereses
privados, organizados en confederaciones patronales y obreras, quedaban integrados unitariamente bajo la dirección del Estado al servicio de los intereses de la colectividad. Corporativismo y acción social del Estado eran, así, las alternativas del fascismo al capitalismo liberal
y al socialismo obrero. En la práctica, ello supuso, en primer lugar, un alto grado de dirigismo
estatal en materia laboral. El Consejo Nacional de las Corporaciones, organismo consultivo
creado también en 1926 bajo control del ministro del ramo, coordinaba las actividades de los
distintos sectores económicos y regulaba las relaciones laborales, elaborando directamente
los convenios colectivos o arbitrando, mediante decretos obligatorios, los conflictos. La ac56
ción social del Estado se concretó ante todo en la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso), creada el 1 de mayo de 1925 bajo la tutela del Ministerio de Economía y
luego (1927), de la secretaría del Partido Nacional Fascista. El Dopolavoro consistió básicamente en la organización de actividades recreativas para los trabajadores: casas de recreo,
viajes, vacaciones, piscinas, instalaciones deportivas, centros de cultura, salas de cine. Fue
un éxito innegable. Ofreció a millones de obreros, campesinos y empleados modestos -en
torno a los 4,600.000 inscritos en 1940- una amplia variedad de posibilidades de recreo y
esparcimiento, tal vez sin equivalente en la Europa de su tiempo. Con razón pudo decir Achille Starace (1889-1945), el secretario del Partido de 1931 a 1939 y principal artífice del culto
al Duce, de la ritualización totalitaria del fascismo, del desarrollo del deporte, de la organización Balilla y del propio Dopolavoro, que éste explicaba la adhesión pasiva al régimen de una
parte considerable de la población italiana. Con todo, fue en el ámbito económico donde el
dirigismo estatal fascista se hizo más evidente. Desde 1925-26, se dio por finalizada la etapa
liberal y la economía italiana quedó sujeta a un creciente control del Estado en razón de las
concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. En 1925, el régimen lanzó, con el
respaldo de toda su formidable maquinaria propagandística, su primera batalla, "la batalla del
trigo", con el doble objetivo en palabras oficiales de "liberalizar a Italia de la esclavitud del
pan extranjero" (las importaciones de trigo en 1924 se habían elevado a 2,3 millones de toneladas) y de aumentar para ello sensiblemente la producción nacional mediante la extensión
de la superficie cultivada y la modernización de las técnicas de cultivo (fertilizantes, tractores,
simientes, silos, etcétera). El gobierno impuso, así, una fortísima elevación arancelaria para
los trigos extranjeros y favoreció por distintos métodos el cultivo nacional, por ejemplo, subsidiando los precios de la nueva tecnología agraria. El resultado fue notable. Las importaciones
cayeron drásticamente y la producción de trigo italiano aumentó de la media de 5,39 millones
de toneladas anuales de los años 1921-25 a una media de 7,27 millones de toneladas anuales para los años 1931-35. El éxito tuvo graves contrapartidas, pues se hizo a costa del
abandono de pastos -que arrastró a la ganadería vacuna y a la industria láctea- y de cultivos
de exportación esenciales a la economía italiana como el viñedo, los cítricos y el olivo. Pero
ello quedó oculto por la propaganda oficial. En 1927, vino la "batalla de la lira" y en 1928, "la
batalla de la bonificación". Por la primera, Italia, en parte por razones de prestigio ante la caída de su moneda, en parte por combatir la inflación, revaluó la lira hasta la llamada "cuota
noventa" (paridad 1 libra: 90 liras, frente al valor anterior de 1 libra: 150 liras) y procedió paralelamente a elevar los tipos de interés, a reducir la circulación monetaria y los costes salariales (los salarios fueron reducidos en un 20 por 100 en 1927), medida ésta compensada por la
reducción de la jornada laboral y por la concesión de distintas formas de beneficios sociales
para las clases modestas como subsidios a familias numerosas, vacaciones pagadas, paga
extraordinaria de Navidad y mejoras en los seguros de enfermedad y accidentes (además del
Dopolavoro). La "batalla de la lira" produjo una gran estabilidad de precios y hasta una disminución del coste de la vida, estimada en un 16 por 100 entre 1927 y 1932. Lógicamente, perjudicó al comercio exterior, pero con todo, el Producto Interior Bruto creció notablemente, y
determinados sectores -construcción, electricidad, química, metalurgia- registraron altas tasas de crecimiento. La Italia fascista tuvo, además, suerte. Las medidas de 1927 harían que
el país aguantara bien la gran crisis internacional de 1929 o que, al menos, le afectara de
forma menos dramática que a otros países. Sufrieron ciertamente algunos sectores, como el
agrícola y el manufacturero. El empleo industrial, por ejemplo, disminuyó en un 7,8 por 100
anual entre 1929 y 1932 (si bien se recuperó notablemente desde ese año). Pero otros sectores, como la construcción, la industria eléctrica, los transportes y el comercio, continuaron
prosperando. La balanza de pagos italiana se cerró con superávit en 1931 y 1932. La "batalla
de la bonificación", o desecación de grandes zonas pantanosas de la Toscana y de la región
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del Pontino, cercana a Roma, para su conversión en tierra arable y su colonización -mediante
la creación de poblados, construcción de carreteras y pantanos, y repoblación forestal-, fue
en cambio un fracaso pese a lo que dijera la propaganda oficial y aunque tuviera beneficiosas consecuencias sanitarias. Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos oficiales: no se alcanzó ni siquiera el 10 por 100 de lo previsto. Se desecaron sólo unas
250.000 hectáreas (y no las casi 5 millones planeadas) y apenas si se asentaron unos
10.000 campesinos. El diseño económico fascista se completó con grandes inversiones públicas en obras de infraestructura y con la creación de un gran sector público tras la constitución en 1933 del IRI (Instituto para la Reconstrucción Italiana), que hizo del Estado en muy
pocos años el principal inversor industrial. Las inversiones se concentraron en la construcción de pantanos -elemento sustancial para la electrificación del país y para la renovación de
la agricultura- y en el trazado de autovías. Milán y Turín, Florencia y el mar, Roma y la costa,
quedaron unidos por grandes autopistas, únicas en Europa. El fascismo electrificó la red ferroviaria prácticamente en su totalidad. La producción italiana de energía eléctrica, dominada
por la empresa Edison, pasó de 4,54 millones de kilovatios-hora en 1924 a 15,5 millones en
1939 (cinco veces más, por ejemplo, que la de España). La producción de acero, a favor de
las grandes obras del Estado y del proteccionismo arancelario, subió de 1 millón de toneladas en 1923 a 2,2 millones en 1939. El régimen fascista hizo del IRI la pieza fundamental del
Estado corporativo y lo presentó como uno de los grandes logros de la dictadura. Lo que el
IRI hizo fue nacionalizar, mediante la compra de acciones, muchas de las grandes empresas
industriales y proceder luego, merced a la intervención del Estado, a modernizarlas y hacerlas eficaces y competitivas. En 1939, el IRI controlaba tres de las grandes siderurgias del
país -entre ellas, los altos hornos de Terni-, algunos de los mejores astilleros (como los Arnaldo), la telefónica, la distribución de la gasolina -para lo que se creó la AGIP, Agencia Italiana de Petróleos, con grandes refinerías en Bari y Livorno-, las principales empresas de
electricidad, las más importantes líneas marítimas -cuya flota se renovó con barcos de gran
lujo como el Rex- y las incipientes líneas aéreas. El Estado controlaba así los centros neurálgicos de la economía nacional. Italia parecía a punto de conseguir un altísimo grado de independencia económica, uno de los viejos sueños del nacionalismo italiano que el fascismo
veía, además, como condición esencial para la realización de la política internacional imperial
y de prestigio que ambicionaba para su país (y a lo que se encaminaba la política de construcción de armamentos y material de guerra impulsada por el gobierno). Cuando en 1935 la
Sociedad de Naciones ordenó el "bloqueo internacional" contra Italia como castigo por la invasión de Abisinia (2 de octubre), el país parecía disponer de los recursos económicos para
resistir. Es más, Italia respondió elevando las cuotas a la importación, impulsó una política de
substitución de importaciones -que favoreció sobre todo a las grandes empresas tanto privadas como del IRI- y reforzó los controles estatales sobre la economía nacional (precios, salarios, circulación monetaria): la autarquía, hasta entonces aspiración ideológica del fascismo,
pasó a ser una realidad. Las realizaciones económicas y sociales del fascismo no fueron, por
tanto, en absoluto desdeñables. Ciertamente, ello se hizo a costa de un gigantesco gasto
público y de enormes déficits. El proteccionismo favoreció los monopolios de las grandes
empresas tradicionales (Fiat, Pirelli, etcétera) y la supervivencia de empresas pequeñas, poco competitivas y de producción de ínfima calidad: la II Guerra Mundial pondría de relieve la
impreparación, pese a todo, de la industria italiana. El fascismo poco o nada hizo respecto al
gran problema económico italiano, el problema del Mezzogiorno, el atraso secular del Sur. La
política del trigo benefició principalmente a los grandes latifundistas; las desecaciones y nuevas colonizaciones, como se ha indicado, fracasaron. La "ruralización de Italia" que el fascismo prometió en 1925 fue otro eslogan vacío más. La población rural siguió sin otra alternativa a la pobreza que la emigración: unas 500.000 personas emigraron durante los años
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1922-1940 hacia Milán, Turín, Génova y Roma (que dobló su población entre 1921 y 1941); otras
650.000 lo hicieron a Francia, y millón y medio a Estados Unidos, Argentina, Brasil, África, Australia y otros países. Pero así y todo, se habían hecho grandes obras de infraestructura.
La Italia urbana se había electrificado. El país tenía a su disposición un gran sector público, por
lo general eficiente. El PIB registró un crecimiento sostenido anual de un 1,2 por 100 entre 1922
y 1939 -crecimiento muy superior al de la población- y la producción industrial había crecido en el
mismo tiempo al 3,9 por 100 anual. Todo ello, más la política asistencial del fascismo, la
estabilidad de los precios, la seguridad pública impuesta por la policía- que incluso logró
grandes éxitos contra la Mafia siciliana-, explicaría el alto grado de consenso nacional que la
dictadura y Mussolini habían conseguido.
Expansión de los fascismos
Mucho antes de su abrupto final en 1945, el fascismo italiano suscitó considerable interés en
toda Europa. Tanto el golpe de Estado de septiembre de 1923 del general español Primo de
Rivera, que no era fascista, como la intentona de Hitler en Munich en noviembre de 1923,
tuvieron como referente último el caso italiano de 1922. El fascismo adquirió pronto un auge
desigual pero evidente. El partido nazi alemán, el NSDAP, se creó en 1920 a partir de un
grupúsculo anterior, el Partido Alemán de los Trabajadores de Anton Drexler, y que en no viembre de 1923 tenía ya 55.287 afiliados. Para entonces disponía de diario propio, el
Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), fuerzas paramilitares uniformadas, las SA
(Sturm Abteilung, Secciones de choque), dirigidas por Ernst Röhm, un emblema espectacular
-la bandera roja con un círculo blanco en su centro y sobre éste, una "svástica" negra-, y un
programa de 25 puntos elaborado por su líder Adolf Hitler (1889-1945). En 1932, con 230
diputados, 13.745.781 votos (cerca del 40 por 100) y un millón de afiliados, el NSDAP era ya
el primer partido de Alemania. Los ejemplos italiano y alemán repercutirían decisiva pero
contradictoriamente en Austria. Un primer fascismo, inspirado y financiado por el italiano,
surgió, bajo la dirección del príncipe Ernst Starhemberg, de las "guardias nacionales", la
Heimwehr o Defensa del país, las milicias nacionales creadas en 1919-20 como cuerpos
fronterizos tras la disolución del Ejército (movimiento que en 1930 contaba con unos 200.000
afiliados). Pero, en 1926, nazis austriacos crearon el Partido Nacional-Socialista, dirigido por
Walter Riehl, un partido pro alemán y partidario del Anschluss, la unión de Alemania y Austria, claramente adverso, por tanto, a las tesis del nacionalismo austriaco de la Heimwehr y
Starhemberg. En Hungría habían surgido también desde 1919-20 numerosos grupos, ligas y
movimientos de naturaleza y significación fascista o filo fascista, ultraderechistas y nacionalistas. Pero la dictadura de Horthy (1920-1944) o impidió su desarrollo o terminó por absorberlos: Gyula Gömbos, un oficial del Ejército vinculado a uno de los grupos fascistas creados
en 1919, sería nombrado primer ministro en 1932. Hubo una excepción: el Partido de la voluntad Nacional (o Movimiento Hungarista o La Cruz y la Flecha dado que el emblema del
partido era una cruz flechada), creado en 1935 por fusión de varios de aquellos grupúsculos
y dirigido por otro oficial, Ferenc Szalasi, cristalizaría en un verdadero movimiento de masas,
con amplio apoyo campesino y obrero. En las elecciones de 1939, por ejemplo, La Cruz y la
Flecha obtuvo cerca de 750.000 votos -de un electorado de dos millones y medio- y 31 escaños (en una cámara de 259 diputados). Sólo otro movimiento fascista adquirió fuerza comparable en la Europa central y del este: la Guardia de Hierro rumana (o Legión del Arcángel
San Miguel, según su nombre original), creada en 1927 por Corneliu Z. Codreanu (1899 1938), un estudiante nacionalista, visionario y fanático -al estilo de Hitler-, movido, además,
por una especie de misión de salvación cristiana de Rumania. Movimiento violento que a partir de 1932 recurrió a la acción terrorista, la Guardia de Hierro obtuvo, en las elecciones de
1937, 66 de los 390 escaños del Parlamento, lo que hizo de ella la tercera fuerza del país. La
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instauración en 1938 de la dictadura del rey Carol detuvo, sin embargo, su ascensión: catorce dirigentes del partido, entre ellos Codreanu, fueron violentamente eliminados. En los demás países de esa región europea, los movimientos fascistas no tuvieron tanta importancia.
En Checoslovaquia hubo dos minúsculos partidos seudo fascistas cuya fuerza electoral fue
prácticamente nula. Incluso, el régimen que Hitler impuso en la Eslovaquia independiente
que creó tras invadir y dividir el país en marzo de 1939 fue un régimen -dirigido por el Partido
Popular Eslovaco de Andrej Hlinka y Monseñor Tiso- de significación cristiana y tradicionalista más que fascista o nazi (aunque fuera fanáticamente antisemita). En Yugoslavia, en 1929
se creó, con financiación italiana, la Ustacha ("Insurgencia") croata, que fue más una organización terrorista clandestina que un movimiento de masas, y que sólo llegó al poder impuesta
por el Ejército alemán, que, tras invadir Yugoslavia, creó en 1941 una Croacia independiente.
En Bulgaria y Grecia, en Polonia y en los nuevos Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) los movimientos declaradamente fascistas fueron aún menos significativos. La evolución
del fascismo en las democracias de la Europa occidental y del Norte fue igualmente contradictoria y ambigua. En Francia, donde Acción Francesa había creado desde 1899 el núcleo
principal de las ideas del nacionalismo reaccionario del siglo XX, proliferaron desde los años
20 las ligas, movimientos y grupos fascistizantes, pero casi ninguno adquirió fuerza política
de relieve, entre otras razones porque la mística antifascista creada a partir de 1933 por la
izquierda y sobre todo por escritores e intelectuales ganó en Francia la batalla de las ideas.
La misma Acción Francesa derivó con el tiempo hacia el tradicionalismo monárquico, y en los
años treinta, era una asociación abiertamente elitista, prestigiosa en medios intelectuales y
universitarios católicos y aristocráticos, y hostil a la idea misma de la movilización de masas.
En 1925, Georges Valois, que procedía de Acción Francesa, creó el primer movimiento francés de inspiración fascista, Faisceau, una traducción literal de la palabra italiana fascio, un
fascismo sindicalista y de izquierda que llegó a disponer de unos 150 grupos locales pero
que, falto de apoyos, se disolvió en 1928. En 1927, se creó, bajo la presidencia del teniente
coronel De La Rocque, la asociación de ex-combatientes Croix de feu (Cruz de fuego), liga
de carácter ultranacionalista, con secciones femeninas y juveniles, que, fusionada con otros
movimientos similares, llegó a tener unos 100.000 afiliados en 1934. Se dotó de un ritual fascistizante (grandes mítines de masas, desfiles, maniobras motorizadas) y pudo haber constituido el fundamento de un fascismo francés: pero la ideología cristiana y tradicionalista familia, patria, trabajo- de La Rocque y de muchos de sus seguidores, sus contactos con la
derecha liberal republicana (y no, con los enemigos de la República francesa) y la moderación política en momentos cruciales de La Rocque, hicieron de las Croix-de-feu un movimiento más próximo a la derecha católica conservadora que al fascismo (al extremo que, en un
gesto de pacificación ante la creciente polarización de la vida francesa, el movimiento se autodisolvió en junio de 1936. La Rocque creó de inmediato el Partido Social Francés, que
aceptó las instituciones republicanas y que, hasta su desaparición en 1940, se alineó con la
derecha conservadora francesa). Un antiguo colaborador de Valois, Marcel Bucard, quiso
revivir el fascismo puro y en 1933 creó, con dinero italiano y al estilo italiano -uniforme de
camisas azules y boinas vascas-, el francismo: tampoco jugó papel significativo alguno. Sólo
lo jugó el Partido Popular Francés, creado en julio de 1936 por Jacques Doriot (1898-1945),
un obrero metalúrgico, militante socialista primero y luego, desde 1920, destacadísimo dirigente comunista -en 1931 sería elegido alcalde de Saint-Denis, el distrito rojo por excelencia
de la región parisina-, expulsado en 1934 del Partido Comunista por su apoyo a la idea de un
frente común de la izquierda (entonces todavía idea execrable para la dirección del PC). Pero
incluso el éxito del PPF -300.000 afiliados en 1938, de ellos un 55-65 por 100 obreros- fue
efímero: su actitud abiertamente pro alemana le desacreditó en un país donde el sentimiento
anti alemán tras la guerra franco-prusiana y la I Guerra Mundial era casi consustancial con la
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identidad nacional (de ahí, la paradójica contradicción en que incurrieron el nacionalismo
francés del siglo XX y muchos de los grupos y organismos citados: terminar integrados en el
régimen formado en Bici en 1940 por el mariscal Pétain tras la invasión alemana, como colaboracionistas de las fuerzas de ocupación y de los gobiernos títere impuestos por Hitler). El
caso de Bélgica fue parecido: proliferación en los años veinte de ligas y movimientos de excombatientes de carácter ultranacionalista, aparición relativamente tardía (diciembre de
1935) del único movimiento fascista políticamente relevante, el movimiento Christus Rex o
rexista, de León Degrelle -11 por 100 de los votos y 21 escaños en 1936-, un fascismo monárquico de inspiración católica y populista, colaboracionismo posterior con la ocupación
alemana. En Gran Bretaña, la Unión Británica de Fascistas creada en 1932 por el carismático
e inteligente Oswald Mosley, un aristócrata militante durante años del partido laborista y ministro con este partido en 1929, no logró romper la estabilidad tradicional del sistema de partidos ni hacer del nacionalismo un factor de movilización política porque, como quedó dicho,
parlamentarismo y liberalismo constituían desde el siglo XIX parte esencial e irrenunciable de
la cultura política inglesa, y porque el tipo de ritual e ideas que Mosley quiso introducir uniformes, marchas militares, antisemitismo- eran ajenos a los hábitos de comportamiento y
a la sensibilidad del pueblo británico. En Holanda, parte de la gran comunidad germánica en
los esquemas nazis, y en los países escandinavos, la influencia alemana, notable en muchos
aspectos de la vida social y cultural, no fue suficiente para que los partidos de ideología nazi
que se crearon -y se crearon varios- lograran apoyos significativos. Las excepciones fueron
el Movimiento Nacional-Socialista holandés, creado en diciembre de 1931 por Anton Mussert
-copia exacta del partido nazi alemán, con tropas de asalto, camisas negras, organización
sindical y juvenil-, que llegó a tener unos 52.000 afiliados (en 1935) y a alcanzar el 8 por 100
de los votos -unos 300.000- en las elecciones provinciales de 1935; y el movimiento finlandés
Lapua (luego, Movimiento Patriótico Popular) que en 1936 obtuvo el 8,3 por 100 del voto popular. No fueron, por tanto, excepciones formidables. En Suecia y Dinamarca, los partidos
fascistas o nazis no llegaron siquiera a alcanzar la barrera del 2 por 100 de los votos. Tampoco en Noruega, contra lo que pudiera creerse visto el apoyo que los pro-nazis noruegos de
Vidkun Quisling dieron a la invasión alemana de 1940 (Quisling, además, presidió entre 1942
y 1945 el gobierno impuesto por los alemanes): el partido de Quisling, la Unión Nacional Noruega, obtuvo en 1936 26.576 votos, menos también del 2 por 100 y a gran distancia de laboristas (618.616 votos), conservadores (310.324), liberales (232.784) y agrarios (168.038).
Además, el rexismo belga, el nacional-socialismo holandés y el Movimiento Patriótico finlandés perdieron votos en las elecciones que con posterioridad a las citadas en el texto se celebraron en sus respectivos países antes de la II Guerra Mundial. El fascismo no prosperó en
los países, como los mencionados, donde los valores democráticos, parlamentarios y constitucionales impregnaban ya profundamente la vida política. El fascismo distaba, pues, de ser
un fenómeno genérico y homogéneo. Las diferencias, por ejemplo, entre el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano eran, como se verá más adelante, considerables. En Austria, pro fascistas y pro-nazis estaban profunda y violentamente enfrentados: la Heimwehr
aplastaría en julio de 1934 el intento insurreccional de los nazis austriacos. El rexismo belga
era exaltadamente católico y la Guardia de Hierro rumana era de inspiración cristiana: la mayoría de los fascismos eran, sin embargo, aconfesionales, ateos o anticlericales. La Ustacha
croata y la Guardia rumana recurrieron al terrorismo. Fascistas italianos y nazis alemanes
hicieron de la violencia callejera una forma de acción política y de intimidación de la pobla ción: La Cruz y la Flecha húngara renunció explícitamente al uso de la violencia. La mayoría
de los fascismos fueron movimientos interclasistas, con apoyo preferente en las pequeñas
burguesías urbanas y rurales, y militancia mayoritariamente joven. Pero el PPF francés fue
un partido obrero, la Guardia de Hierro rumana la integraron sobre todo, estudiantes y cam61
pesinos, el rexismo belga sólo estudiantes, y La Cruz y la Flecha húngara fue un movimiento
de desempleados, estudiantes y campesinos sin tierras. Mussolini y Hitler eran de origen
modesto y oscuro. La elite nazi la integraban, como la del fascismo italiano, seudointelectuales, tipos desclasados e inadaptados. Starhemberg y Mosley, por el contrario, eran
aristócratas; Doriot, obrero de fábrica; Szalasi, militar; Codreanu, estudiante; Mussert, ingeniero; Ante Pavelic, el líder de la Ustacha croata, abogado; Degrelle, periodista; Quisling, exoficial de artillería. En suma, los distintos fascismos europeos fueron fenómenos singulares y
particulares definidos por su propia especificidad. Pero tenían estilos, ideas, programas y
hasta mentalidades comunes, si bien combinados en grados muy distintos: ultranacionalismo, elementos militaristas e imperialistas, antiliberalismo, anti-comunismo, sindicalismo nacional, agrarismo, populismo, culto al líder y a la fuerza, autoritarismo, mística del
heroísmo, de la acción y de la violencia y un estilo militar y disciplinadamente ritualizado.
Las dictaduras europeas
El fascismo combinó elementos revolucionarios y reaccionarios. La mayoría de las dictaduras
que se implantaron en Europa entre 1920 y 1940 no fueron formas de fascismo -algunas de
ellas reprimieron a los movimientos fascistas-, sino dictaduras de inspiración por lo general
conservadora y a veces nacionalista, que ante el aparente fracaso de los sistemas de partidos y parlamentarios, quisieron establecer un nuevo tipo de orden político autoritario y estable como base del desarrollo económico y social de sus respectivos países. Los Estados del
este y centro de Europa, en concreto, eran países de muy débil tradición democrática, con la
excepción de Austria y de la nueva Checoslovaquia. Eran además países económicamente
atrasados, si bien con ciudades como Viena, Praga y Budapest de excepcional modernidad,
y predominantemente rurales, aunque con estructuras de propiedad de la tierra muy distintos,
y con importantes enclaves industriales y mineros en varios de ellos. Por lo general, hubieron
de hacer frente en los años de la inmediata posguerra, como ya quedó dicho, a gravísimos
problemas económicos y políticos: problemas de vertebración nacional (Polonia, Hungría),
pleitos fronterizos y reivindicaciones irredentistas (Hungría, Bulgaria), tensiones interétnicas
(conflicto serbio-croata, cuestión macedónica), inestabilidad financiera, formidables devastaciones territoriales (Polonia, Hungría, Bulgaria), reorganización y reconstrucción económica,
y problemas, finalmente, de régimen político (Hungría, Grecia). Ya se mencionó que en Hungría, el almirante Horthy, como reacción al desastroso episodio bolchevique de 1919, estableció en 1920 una dictadura contrarrevolucionaria y antisemita que duró 24 años, y que en
Yugoslavia las violencias entre serbios y croatas hicieron que en 1928 el rey Alejandro I proclamara la dictadura. En Polonia, el mariscal Pilsudski (1867-1935), el héroe de la independencia y de la guerra contra la Rusia soviética, el creador de la nueva nación polaca, puso fin
en mayo de 1926 a la joven República, que en sus pocos años de existencia, plagados de
problemas, había vivido permanentemente al borde de la guerra civil en un clima de fragmentación e inestabilidad políticas extremas (más de 30 partidos en el Parlamento, 14 gobiernos
en cinco años). La República austriaca no recuperó su legitimidad política tras los violentos
sucesos del 15 de julio de 1927 (también ya mencionados en un capítulo anterior). La depresión económica de 1929-33 -crisis internacional pero que comenzó con la quiebra del banco
austriaco Kredit Anstalt y que fue particularmente grave en el país- puso fin además a la gradual recuperación económica que había ido produciéndose a lo largo de los años veinte. La
llegada de Hitler al poder en 1933 supuso una amenaza directa para la seguridad del país:
los nazis austriacos, además, desencadenaron de inmediato una intensa y violenta oleada de
agitación pro-alemana. En esas circunstancias, el canciller Engelbert Dollfuss (1892-1934),
que había sustituido a Seipel al frente del derechista Partido Social Cristiano, optó por una
política de colaboración con la Heimwehr del príncipe Starhemberg y de amistad con la Italia
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de Mussolini. En 1934, tras suspender previamente el Parlamento, limitar las libertades democráticas y prohibir el partido nazi, deshizo a la oposición socialista tras una breve guerra
civil de cinco días (12 al 16 de febrero), en la que las fuerzas del gobierno bombardearon el
principal barrio obrero y socialista de Viena, e impuso (30 de abril) una nueva Constitución
que convertía Austria en una dictadura católica y corporativa. En Bulgaria, el zar Boris III, que
reinó entre 1918 y 1943, impuso en enero de 1935 una dictadura real, tras una larga etapa
de disturbios y tensiones políticas, agravadas por el irredentismo búlgaro sobre los numerosos territorios perdidos en la I Guerra Mundial y por las derivaciones del problema macedonio. En efecto, desde 1919 el país había conocido sucesivamente: la llamada "dictadura verde" (1919-1923) del partido agrario dirigido por Alejandro Stambolijski; un golpe militar nacionalista contra éste (junio de 1923); varios y muy violentos conatos de insurrección comunista,
durísimamente reprimidos; la violencia terrorista de la Organización Revolucionaria Interna
de Macedonia, terrorismo que aunque dirigido principalmente contra Yugoslavia y Grecia,
también se volvió contra políticos búlgaros acusados de no apoyar suficientemente los derechos de los macedonios, o de buscar la amistad con los dos países citados; y un nuevo golpe
de Estado militar y nacionalista en mayo de 1934. En Grecia, el 4 de agosto de 1936, el general Metaxas (1871-1941), con el apoyo del rey Jorge III, disolvió el Parlamento y los partidos políticos, con el pretexto de prevenir una supuesta revolución comunista, y estableció
una dictadura militar después también de una larga etapa en la que el país había vivido dividido y polarizado por la cuestión monárquica. Constantino I había sido obligado a abdicar en
septiembre de 1922 como consecuencia de su actitud pro-alemana en la guerra y a causa de
la derrota griega ante Turquía en 1922. Su sucesor, Jorge II, abandonó Grecia en diciembre
de 1923 tras la gran victoria de los republicanos de Eleuterio Venizelos (1864-1936) en las
elecciones de ese mes y la posterior proclamación de la república (1924-1935). La Monarquía fue restaurada en 1935, primero por el Parlamento -presionado por el general Kondylis,
que se había hecho con el poder por la fuerza en octubre- y luego por el país en un irregular
plebiscito: la experiencia republicana liderada por Venizelos, que pareció estabilizarse entre
1928 y 1932, había entrado en un período de enfrentamientos y tensiones graves como consecuencia del impacto que sobre el país tuvo la crisis económica mundial de 1929. Finalmente, en Rumania, el 18 de febrero de 1938, el rey Carol II (que reinó de 1930 a 1940), ante el
crecimiento del fascismo de la Guardia de Codreanu y la creciente polarización del país, reflejada en las elecciones de 1937, suspendió la Constitución de 1923 -que había introducido
un sistema democrático y parlamentario viciado en la práctica por la corrupción electoral y el
intervencionismo político de la Corona-, suprimió los partidos políticos, formó un gobierno de
concentración nacional presidido por el Patriarca de la Iglesia ortodoxa, y tras un plebiscito
popular fraudulento impuso una nueva Constitución claramente autoritaria y antidemocrática,
con un parlamento corporativo y un electorado restringido. La eficacia, naturaleza y duración
de estas dictaduras fueron tan dispares como sus orígenes. El régimen de Horthy, que en los
años veinte supuso sencillamente el retorno de la antigua oligarquía imperial húngara, logró
entre 1922 y 1932 estabilizar la economía del país e impulsar un notable desarrollo industrial.
El conde Bethlen, que gobernó en todos esos años, mantuvo además un cierto pluralismo
parlamentario, llevó a cabo una modesta reforma agraria, liberalizó los sindicatos e incluso
toleró el retorno gradual de los socialistas a la vida pública. Pero no sobrevivió a los graves
problemas financieros provocados por la crisis de 1929, que hundió las exportaciones de trigo, clave de la economía húngara. Horthy jugó entonces la carta del nacionalismo y del antisemitismo, encargando el gobierno en octubre de 1932 al filo fascista y populista Gömbos,
partidario del alineamiento húngaro con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini (aunque ello
no fue suficiente para frenar el crecimiento de la ultra-derecha húngara: el partido de La Cruz
y la Flecha se creó precisamente en 1935). En Yugoslavia, la dictadura de Alejandro I, que
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concluyó en 1931 con la aprobación de una nueva Constitución menos democrática que la de
1920 -pues reforzaba el poder de las instituciones yugoslavas e ilegalizaba los partidos étnicos y particularistas-, no pudo poner fin a las tensiones entre las minorías nacionales. El propio rey fue asesinado en octubre de 1934, en Marsella, por un macedonio al servicio del terrorismo croata. Su sucesor, el príncipe regente Pablo -que ejerció la regencia en nombre del
joven rey Pedro II- siguió en principio una política centralista y proserbia encarnada por Milan
Stojadinovich, jefe del gobierno de 1935 a 1939, pero que al tiempo -y pese al estilo fascistizante del primer ministro- supuso una relativa apertura democrática y buscó, además, la
atracción del nacionalismo croata moderado. Así, en 1935 Yugoslavia firmó un concordato
con la Santa Sede que reconocía los mismos derechos a los católicos -esto es, a los croatasque a los ortodoxos. Pero no bastó. Al contrario, la apertura fortaleció al nacionalismo croata
y ello, más la fuerte oposición que suscitaron el estilo de gobierno de Stojadinovich y su política exterior (Concordato, amistad con Bulgaria, acuerdo de no agresión con Italia, dos de los
enemigos históricos del país), forzaron su dimisión. En agosto de 1939, el regente restableció
el sistema federal mediante un "acuerdo" (Sporazum) que reconocía una amplia autonomía a
Croacia. Pero el problema era ya casi insoluble: el "acuerdo" de 1939 irritó al nacionalismo
radical serbio, radicalizó al independentismo croata del Ustacha y despertó las aspiraciones
autonomistas de las restantes minorías. En Polonia, la dictadura de Pilsudski, que inicialmente contó hasta con el apoyo de los comunistas, fue en sus primeros años una dictadura benigna: se limitó a enmendar la Constitución reforzando los poderes de la Presidencia del gobierno -poderes que Pilsudski, hombre desdeñoso de la práctica cotidiana de la política, no
ejerció personalmente salvo en algún momento excepcional- y permitió un considerable grado de libertad. Pero la prolongación de la situación y las actuaciones irregulares de la dictadura provocaron hacia 1929-30 el fin del consenso. Pilsudski respondió endureciendo la represión y apoyándose exclusivamente en los militares y en los círculos de sus colaboradores
más próximos. Frente a la crisis de 1929, siguió una política deflacionista, que golpeó particularmente a las clases populares, y, tras la llegada de Hitler al poder, intentó una política de
acomodación con la Alemania nazi que pudiese garantizar la independencia de Polonia. En
abril de 1935, impuso una nueva Constitución, que pretendía perpetuar la dictadura que, en
efecto, a su muerte (mayo de 1935), se prolongó en el llamado régimen de los coroneles, un
régimen nacionalista y antisemita, bajo la presidencia de Ignacy Moscicki, con el jefe del
Ejército Rydz-Smigli como hombre fuerte y el partido Campo de la Unidad Nacional, creado
por el coronel Koc, como base política. Las dictaduras del centro y este de Europa, nacidas
todas ellas como regímenes fuertes y de autoridad, garantía de la regeneración, independencia y engrandecimiento nacionales, sucumbieron ante Hitler. El caso austriaco fue paradigmático y premonitorio. La dictadura de Dollfuss sirvió para muy poco. El gobierno pudo controlar el intento de golpe nazi de 25 de julio de 1934 -en el que Dollfuss fue asesinado-, pero
la política de su sucesor, Schuschnigg, de salvaguardar la independencia de Austria mediante la amistad con la Alemania hitleriana fue un completo fracaso: el Ejército alemán ocupó el
país el 12 de marzo de 1938 y los nazis austriacos proclamaron la unión con Alemania. En
Hungría, Horthy, tras la muerte de Gömbos en marzo de 1936, propició el retorno a políticas
más moderadas y tradicionales, reprimió al movimiento nazi-fascista de Szálasi e impulsó
una política exterior que, aun reforzando la amistad con Alemania, tendiese puentes con Austria y con otros países balcánicos y con Occidente. La colaboración con el Eje permitió a
Hungría recuperar entre 1938 y 1940 parte de Eslovaquia, Rutenia y Transilvania, la gran
aspiración del irredentismo húngaro desde 1919. Como aliada de Alemania, en junio de 1941
Hungría declaró la guerra a Rusia; pero cuando Horthy -que personalmente detestaba a
Hitler y los nazis- quiso negociar una paz separada con los aliados occidentales, Alemania,
cuyo ejército ocupaba importantes posiciones en el interior del país, y que en 1943 ya había
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impuesto un gobierno afín, encarceló a Horthy (octubre de 1944) e impuso un gobierno nazi
presidido por Szálasi. Los "coroneles" polacos intentaron seguir una política de equilibrio entre Alemania y la Unión Soviética. Fue inútil. A principios de 1939, Hitler anuló el pacto de noagresión que había firmado en 1934 con Pilsudski. Más aún, las cláusulas secretas del pacto
nazi-soviético de 25 de agosto de 1939 suponían la quinta partición de Polonia. El 1 de septiembre, tropas alemanas invadieron el país y se anexionaron Danzig: antes de un mes habían entrado en Varsovia (al tiempo que el Ejército soviético ocupaba importantes territorios en
la Polonia oriental). En Yugoslavia, un golpe de Estado de militares pro-occidentales acabó el
27 de marzo de 1941 con la regencia del príncipe Pablo, que desde 1938-39 había basculado, como los demás países de la región, hacia Alemania e Italia. Diez días después, los alemanes desencadenaron un violentísimo ataque por aire y tierra y en pocos días ocuparon
toda Yugoslavia. Ésta fue dividida. Eslovenia quedó incorporada a Alemania, Dalmacia a Italia, la Vojvodina a Hungría y Kosovo a Albania. Serbia fue colocada bajo administración alemana; Croacia fue declarada Reino independiente y a su frente alemanes e italianos pusieron a Ante Pavelic, el líder del Ustacha, que desencadenó una represión verdaderamente
atroz contra las minorías serbia y judía. Metaxas creó un régimen que él mismo llamó "totalitario". La dictadura militar impulsó un vasto programa de obras públicas e introdujo una amplia legislación social paternalista y protectora para las clases trabajadoras. Como los coroneles polacos, el régimen griego trató de mantener una política de equilibrio entre el Eje de
un lado y Gran Bretaña y Francia (que en abril de 1939 garantizaron la integridad e independencia de Grecia) de otro. Pero la Italia fascista, al atacar Grecia en octubre de 1940, rompió
el equilibrio. Ello provocó la unidad de Grecia en torno al régimen militar: los griegos derrotaron a los italianos, pero no pudieron resistir la posterior invasión alemana (abril de 1941).
Bulgaria y Rumania también se convirtieron, incluso antes, en meros satélites de la Alemania
nazi. A Bulgaria, la cooperación le valió la recuperación de las Macedonias griega y serbia.
Pero el zar Boris se abstuvo de declarar la guerra a Rusia y desde 1942-43 trató de negociar
con los aliados. En Rumania, los alemanes tuvieron su hombre en el general Antonescu
(1882-1946), militar prestigioso y de claras simpatías fascistas que encabezaba el gobierno
desde 1940 y que, tras exiliar al rey Carol en septiembre de ese año -a la vista de la campaña ultranacionalista y antimonárquica desencadenada por los sucesores guardistas de Codreanu- asumió plenos poderes dictatoriales (con el título de Conducator, equivalente rumano de Duce y Führer). Antonescu, que a veces gobernó con la Guardia de Hierro pero que la
reprimió con dureza cuando le fue preciso -con el asentimiento y la ayuda alemanes, además- llevó a Rumania a la guerra como aliado de Alemania. Alemania e Italia no condicionaron de la misma forma -aunque sólo fuese por razones geográficas- la dictadura portuguesa.
Ésta fue otro ejemplo significativo de la crisis que la democracia sufrió en la Europa del período de entreguerras. Cronológicamente, fue una de las primeras. La dictadura portuguesa
fue instaurada por el pronunciamiento militar de 28 de mayo de 1926 encabezado por el general Gomes de Costa (muy pronto sustituido por el también general Carmona) y fue desde
luego una de las más largas y exitosas: duró hasta 1974. La dictadura llegó por agotamiento
de la experiencia democrática que se inició en 1910 con la proclamación de la República.
Falta de autoridad y de instituciones moderadoras, amenazada por la contrarrevolución monárquica, el faccionalismo republicano y el intervencionismo militar, sometida a una creciente
polarización por cuestiones religiosas y sociales y marcada por un estrepitoso fracaso económico y financiero -el escudo se depreció en un 2.800 por 100 entre 1911 y 1924-, la República portuguesa naufragó: nueve presidentes, 45 gobiernos (uno cada cuatro meses), 25
revoluciones y golpes de Estado, tres dictaduras contrarrevolucionarias, un Presidente, Sidonio Pais, y un jefe de gobierno, Antonio Granjo, asesinados, todo en dieciséis años. La dictadura portuguesa, como otras dictaduras europeas, se inspiró en el ejemplo italiano de 1922
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(y en el español de 1923). Pero no fue, como no lo fueron aquéllas según se ha visto, un régimen fascista. Inicialmente, el régimen portugués fue una dictadura militar, preocupada ante
todo por el mantenimiento del orden público y la suspensión de toda actividad política. Incapaces de resolver los problemas económicos de Portugal, los militares llamaron al ministerio
de Hacienda a un catedrático de Economía de la Universidad de Coimbra, ya conocido y respetado en los medios católicos y reaccionarios, Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970), un
hombre de origen campesino y humilde, antiguo seminarista, muy religioso, soltero, ascético,
de vida privada reservada, anodina y austera, que en muy poco tiempo logró, mediante una
política muy conservadora de economías y ahorro, estabilizar la moneda, reducir el déficit y
restaurar la confianza internacional en la economía portuguesa. Salazar -que ejerció como
primer ministro de 1932 a 1969- institucionalizó la dictadura y le dio una significación política
clara y precisa (y distinta, sin duda, de los vagos y contradictorios proyectos iniciales de los
militares). Creó un régimen, el llamado Estado Novo, anti-liberal, antidemocrático, contrarrevolucionario, católico y corporativo, inspirado en las directrices sociales del catolicismo conservador portugués. La Constitución de 1933, en efecto, además de establecer una especie
de "diarquía" entre la jefatura del Estado -ejercida por Carmona hasta 9.951- y la del gobierno, detentada por Salazar hasta su muerte, creaba un Estado fuerte, en el que el gobierno
era responsable no ante las cámaras sino ante el Presidente (elegido cada siete años) e introducía un sistema de representación corporativa, en el que grupos y corporaciones (gremios, casas de pescadores, universidades y similares) y no los individuos, constituían la base
de la representación, y en el que las cámaras (Asamblea Nacional y Cámara Corporativa)
tenían muy escasas competencias. Los partidos políticos fueron prohibidos, salvo el partido
gubernamental, la Unión Nacional, que Salazar creó desde arriba -diferencia esencial con los
movimientos fascistas- y que perfiló como una entidad de integración nacional que trascendía
los partidos políticos. El salazarismo fue, por tanto, una especie de corporativismo católico y
autoritario. Más que a la ideologización de las masas, el salazarismo aspiró a su desmovilización. Salazar no creó un estilo fascista. El movimiento fascista portugués, el Movimiento
Nacional-Sindicalista de Rolao Preto, fue liquidado en 1934. La dictadura portuguesa no fue
por ello menos represiva. Salazar hubo de hacer frente a intentos de restauración democrática (1927) y a insurrecciones de carácter obrerista (1934) y desde 1945, a una creciente oposición. El régimen portugués se apoyó en todo momento en el Ejército y dispuso desde 1933
de una policía política, siniestro instrumento de una represión eficaz, amplia y continuada.
Pero la represión, la censura y el control no explicarían su duración. El catolicismo y el pragmatismo de Salazar sin duda apelaron a los valores y preocupaciones de una buena parte de
la sociedad portuguesa. La dictadura creó una administración eficiente, reforzó la integración
entre Portugal y sus colonias, desarrolló un vasto programa de obras públicas -ferrocarriles,
carreteras, presas hidráulicas- que cambió la infraestructura del país (y que permitiría su progresiva industrialización, que se inició a partir de 1950-60) y saneó la economía, aunque Portugal siguiese siendo durante muchos años un país rural y pobre, y cerca de un millón de
portugueses optaran por la emigración entre 1921 y 1940. El pragmatismo de Salazar, finalmente, mantuvo a Portugal fuera de la II Guerra Mundial. Había apoyado a Franco en la guerra civil española (1936-39). Pero la neutralidad que observó durante la contienda mundial y
su especial relación amistosa con Gran Bretaña, y a través de ella con los aliados, hicieron
que, paradójicamente, la dictadura portuguesa se encontrara en 1945 al lado de los países
democráticos.
La dictadura alemana
Sólo la dictadura alemana establecida a raíz de la llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933 fue una dictadura radicalmente totalitaria. Algunas de las dictaduras europeas
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(Hungría, Rumania, Bulgaria) -y el régimen fascista italiano- se integraron en el nuevo orden
que Hitler intentó crear a partir de 1939. Otras (Austria, Grecia, Polonia) sucumbieron ante él;
una, Portugal, quedó al margen. Con todo, las diferencias entre el nacional-socialismo alemán y el mismo fascismo italiano -arquetipo, como es lógico, del fascismo- eran considerables. Hitler tenía algún punto en común con Mussolini al que, al menos hasta los años de la II
Guerra Mundial, admiró sinceramente. Ambos eran de origen modesto y oscuro. De Mussolini ya se dijo algo anteriormente. Hitler, austriaco de nacimiento, hijo de un funcionario de
aduanas y de una criada, mal estudiante (quiso, sin éxito, estudiar Bellas Artes), vivió hasta
1914, en Viena y Munich, una vida anodina y mediocre, con graves dificultades. Mussolini y
Hitler lucharon como voluntarios en la I Guerra Mundial. Hitler se incorporó al ejército bávaro
(no al austriaco) y ganó dos Cruces de Hierro al valor. Pero sus personalidades no eran idénticas. Hitler era ante todo un desequilibrado, un iluminado de psicología seudo delirante y
oratoria ciertamente electrizante, y también hombre de aguda inteligencia política y gran capacidad para la maniobra y la intriga. Sobre todo, la mezcla atropellada de nacionalismo fanático, fantasías racistas pan germánicas, antisemitismo patológico, voluntad de dominio
mundial y simplificaciones geopolíticas que definían al nacional-socialismo y que Hitler resumió en su libro Mein Kampf (Mi lucha), que escribió en la cárcel y publicó con gran éxito en
1925, era por completo ajena al mundo intelectual en que se movía el fascismo italiano. Mussolini sólo aprobó leyes antisemitas en 1938, cuando Italia era un Estado satélite de Alemania. Hasta esa fecha, la comunidad judía italiana convivió cómodamente bajo el fascismo.
Una intelectual veneciana de esa ascendencia, biógrafa y amante del Duce, Margherita Sarfatti, fue una de las inspiradoras del movimiento artístico y cultural Novecento, que, basado
en la idea de un retorno al espíritu y estética del Renacimiento, llegó a hacer en algún momento -en la década de 1920- las veces de cultura oficial del fascismo. Y a la inversa, el corporativismo, casi definidor del proyecto italiano, no existió en el nacional-socialismo. La importancia del Partido fue mucho mayor en la Alemania nazi que en la Italia fascista. Ésta fue
desde luego menos totalitaria y violenta que la dictadura alemana. Mussolini interfirió poco en
la burocracia, la justicia y el Ejército. La represión italiana fue comparativamente menor. Pese
a su encuadramiento en la organización Balilla, las juventudes italianas siguieron siendo
educadas más en la pedagogía tradicional católica que en el fascismo. La sociedad italiana
veía incluso con distanciada ironía los rituales y fastos del fascismo: la figura de Starace, el
servil y vanidoso secretario del Partido, fue literalmente destruida por los numerosos, divertidos y crueles chistes que a su costa circularon. Todo ello fue imposible (e impensable) en la
Alemania nazi. El tipo especial de liderazgo de Hitler, el carácter paramilitar del Partido, el
antisemitismo, el uso formidable de la propaganda -que hizo del principio político del Führer
la clave del Estado-, la violencia represiva, los componentes míticos y raciales que impregnaban su nacionalismo, hicieron de la dictadura alemana y del nacional-socialismo algo distinto de otros fascismos europeos. Su base social era, sin embargo, parecida a la del fascismo italiano: elementos de todas las clases sociales, pero con presencia mayoritaria de sectores de las pequeñas burguesías urbanas y rurales y muy fuerte representación de jóvenes. El
nacional-socialismo surgió en un país con una fuerte tradición nacionalista y en un país derrotado, lo que hizo que los nazis pudieran exacerbar los sentimientos nacionalistas de la
población. La democracia alemana, la República de Weimar, fue una democracia débil, condicionada, como quedó dicho, por su origen -aceptación del humillante tratado de Versallesy por una gran inestabilidad gubernamental. Que en 1925, Hindenburg, el "héroe de la guerra", resultara elegido presidente de la República con fuerte apoyo popular (14,6 millones de
votos, un millón más que el candidato socialista, Wilhelm Marx) fue ya bien significativo. La
prosperidad económica de los años 1924-28 hizo creer que, pese a todo, la República podría
estabilizarse. Precisamente esos fueron los años en los que el partido nazi, el NSDAP, aun
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sobreviviendo al fracaso del "putsch de la cervecería" de 1923 y al encarcelamiento de Hitler,
vio que su influencia y actividad disminuían considerablemente. Pero cuando la crisis de
1929 rompió el equilibrio económico y político del país, el ascenso de los nazis fue imparable.
En efecto, las consecuencias inmediatas de aquella crisis -que en Alemania se notaron ya en
el último trimestre de 1929- fueron la ruptura de la coalición gubernamental entre socialistas y
populares que había sido el principal soporte de la República, la formación de una liga patriótica entre la derecha nacionalista de Alfred Hugenberg y los nazis contra el Plan Young (el
nuevo esquema para pagar la deuda alemana trazado por el financiero norteamericano
Owen D. Young) y una polarización acusada. Los resultados de las elecciones de 1930 vieron ya un espectacular aumento del voto de nazis y comunistas. Los nazis ganaron unos 6
millones de votos respecto a las elecciones anteriores (1928) y pasaron de 13 a 107 diputados, y de un 2,6 por 100 a un 18,3 por 100 del voto; los comunistas, el KPD, pasaron de 54 a
77 escaños. El trasvase de votos de los partidos de centro y de la derecha moderada a los
nazis fue evidente. Desde 1929-30 se agudizaron todas las tensiones de la sociedad alemana. El desempleo aumentó hasta llegar a la cifra de 6 millones en 1932. Reapareció la inseguridad económica: por temor a quiebras en cadena, los bancos estuvieron cerrados entre el
13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La radicalización de las actitudes políticas se acentuó.
La política del gobierno del canciller Brüning -un gobierno de coalición de centro-derecha, sin
mayoría en el Reichstag, formado a fines de marzo de 1930- fue una política deflacionista
correcta (recortes del gasto público, mayores impuestos, aplazamiento del pago de la deuda,
control de precios y salarios), pero resultó muy impopular. Los nazis capitalizaron en su favor
el clima de incertidumbre y malestar social creado por la crisis. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, en las que Hindenburg fue reelegido, Hitler obtuvo 13 millones
de votos (Hindenburg, 19 millones; Ernst Thaelmann, candidato comunista, algo más de 3
millones). En las elecciones generales de 31 de julio de 1932, los nazis, con 230 diputados y
13.745.781 votos, el 37,3 por 100 del voto popular, fueron ya el primer partido del país; lo
siguieron siendo tras las nuevas elecciones del 6 de noviembre de ese año pese al retroceso
de un 4 por 100 de votos que sufrieron. Hitler representaba, evidentemente, un hecho nuevo,
y a su manera revolucionario, en la política alemana. Llegó al poder ante todo por el apoyo
popular que él y su partido supieron conquistar. Pero lo hizo también con ayuda de la derecha tradicional. La alianza con Hugenberg de 1929 le dio la respetabilidad política de que
hasta entonces carecía. Las intrigas y maniobras del viejo Presidente Hindenburg (85 años
en 1932) y de su camarilla jugaron a su favor. Hindenburg cesó a Brüning en mayo de 1932 y
encargó el gobierno a Franz von Papen (1879-1969), un diplomático vinculado a altos círculos de la aristocracia, con fuertes apoyos en los medios financieros y militares, que se propuso controlar a los nazis y devolver así la confianza a los grandes grupos económicos e inversores. Hindenburg, luego, en diciembre de 1932, no apoyó en cambio suficientemente a Kurt
von Schleicher, otro aristócrata y militar distinguido, que formó gobierno (tras cesar Von Papen, derrotado en el Parlamento) con la idea de lograr una nueva alianza con los católicos y
los socialistas para detener el avance de nazis y comunistas. Finalmente, Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933 a instancias de von Papen -vicecanciller en ese
gobierno-, creyendo que no sería difícil controlar y manejar al líder nazi. Hitler, además, recibió apoyos financieros de algunos industriales como Fritz Thyssen, magnate siderúrgico,
Emil Kirchdorf y Friedrich Flick, grandes propietarios de minas de carbón, de los banqueros
Von Stauss y Von Schröder y de algún otro (si bien el número de grandes capitalistas nazis
fue escasísimo, las grandes entidades e instituciones patronales y financieras no apoyaron a
Hitler, e industriales, financieros y hombres de negocios influyeron poco o nada en las decisiones que tomó una vez en el gobierno). Pero otras circunstancias favorecieron igualmente
el ascenso de Hitler al poder. La salida de los socialistas del gobierno en 1930 fue un error:
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no volvió a haber gobiernos parlamentarios. Socialistas y sindicatos hicieron fracasar la oportunidad que pudo haber sido el gobierno Schleicher. El radicalismo ideológico de los comunistas fue aún más grave. El KPD consideraba a los socialistas, denunciados obsesivamente
como "social fascistas", como su principal adversario, no a los nazis. Entendían que la llegada de éstos al poder supondría la última carta del capitalismo, un "fenómeno pasajero", preludio evidente de la revolución obrera. En las elecciones de noviembre de 1932, las últimas
antes de la llegada de Hitler al poder, los socialistas lograron 7.248.000 votos y los comunistas, 5.980.200: juntos sumaban más votos que los nazis. Los comunistas hicieron imposible
la unión de la izquierda. Quienes creyeron que podían manejar a Hitler se equivocaron. Aunque el gobierno que formó el 30 de enero de 1933 sólo incluía otros dos nazis (Goering y
Frick), Hitler procedió con extraordinarias determinación y celeridad a la conquista del poder
y a la destrucción fulminante de toda oposición (en contraste con Mussolini que, como se
recordará, tardó tres años en instalar un régimen verdaderamente fascista). Hitler forzó a
Hindenburg a autorizarle la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, que se celebraron (5 de marzo de 1933) en un clima de intimidación y violencia extre madas, desencadenadas por las fuerzas paramilitares nazis, las SA, y con las garantías suspendidas como consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (27 de febrero), que
Hitler denunció como una conspiración comunista (el KPD fue, por ello, ilegalizado). Tras ganar las elecciones con el 44 por 100 de los votos, Hitler logró que las cámaras aprobaran con
la sola oposición de los socialistas una Ley de Plenos Poderes que le convertía virtualmente
en dictador de Alemania. El 7 de abril, nombró delegados del gobierno (Statthalter) en los
distintos estados y a principios de 1934, disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la
segunda cámara, cámara de representación regional. El 10 de mayo de 1933, prohibió el partido socialista, el SPD; centenares de dirigentes socialistas y comunistas fueron enviados a
campos de concentración. La noche del 29 al 30 de junio, Hitler, usando las SS de Himmler,
procedió a la ejecución sumaria de los dirigentes del ala radical del partido (Ernst Roehm,
Gregor Strasser) y de personalidades independientes, como el exjefe del gobierno Schleicher
(y su esposa) y el líder católico Klausener, por supuesto complot contra el Estado: 77 personas fueron asesinadas en aquella noche de los cuchillos largos, como se la llamó, y varios
centenares más en los días siguientes. El 14 de julio, tras obligar a los restantes partidos a
disolverse, Hitler declaró al partido nazi, al NSDAP, partido único del Estado. El 19 de agosto
de 1934, asumió la Presidencia-(aunque usó siempre el título de Führer), tras la muerte de
Hindenburg y luego de un plebiscito clamoroso en que logró un 88 por 100 de votos afirmativos. La dictadura alemana había quedado en menos de un año firmemente establecida. Una
vez en el poder, los nazis hicieron un uso excepcionalmente intensivo de los mecanismos
totalitarios de control social (policía, propaganda, educación, producción cultural). Más que
formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un verdadero régimen de terror
policial. El primer campo de concentración para prisioneros políticos se abrió el 20 de marzo
de 1933, antes de transcurridos dos meses de la llegada de Hitler al poder. En 1929, Hitler
había nombrado a Heinrich Himmler (1900-1945), un hombre minucioso y ordenado, jefe de
su guardia personal, de las SS (Schutzstaffel o escalón protector) que hacían, además, las
veces de servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (Geheime Staatspolizei), la policía secreta, que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, Policía de Seguridad,
Policía Criminal, Policía Política) bajo el mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policiaco. El poder de las SS y de la Gestapo -unos 238.000 hombres en
1938-, que controlaban también los campos de concentración y los servicios de espionaje,
fue inmenso, un Estado dentro del Estado. El número de presos políticos era en 1939 de
37.000. Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de
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manipulación de las masas, de movilización social y de indoctrinación colectiva. Antes incluso de llegar al poder, Hitler y Goebbels (1897-1945), un intelectual mediocre y novelista fracasado, militante primero de la izquierda nazi pero unido a Hitler desde 1926, habían usado
con extraordinario éxito los mítines de masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosalistas. Una vez en el poder, Goebbels, nombrado ministro de Ilustración y Propaganda en
marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de manifestación cultural, hizo de
la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación del poder absoluto
de Hitler y su régimen. Las bibliotecas fueron depuradas de libros "subversivos". El arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un "arte degenerado"; en su lugar, el arte
nacional-socialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el
heroísmo y el trabajo. Conocidos escritores y artistas no nazis (Thomas y Heinrich Mann,
Lang, Gropius, Brecht, Dix, Grosz, Beckmann y muchos otros) y centenares de intelectuales,
científicos, profesores, artistas y músicos judíos tuvieron que exiliarse. Goebbels cuidó especialmente la radio, el cine y los grandes espectáculos. La producción de documentales y de
films de ficción que por lo general glorificaban el pasado alemán y el régimen hitleriano (explícitamente antisemitas y xenofóbicos) aumentó considerablemente y su proyección se hizo
obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios, en explanadas al aire libre, con
uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos luminosos), alcanzaron
una perfección efectista sin precedentes. En concreto, la fiesta anual del Partido, organizada
en el Luitpoldhain de Nurenberg, preparado debidamente por el arquitecto Albert Speer, era
un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante Hitler, con disciplina y marcialidad extremas, miles de hombres de las SA y de las
SS entre mares de svásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional
que sancionaba la arrebatada vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En
el mismo espíritu, Goebbels hizo de los juegos Olímpicos de 1936, celebrados en Berlín, una
verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler. Los cuerpos de profesores de
los distintos niveles de enseñanza fueron inmediatamente depurados. La educación quedó
en manos de profesorado nazi. En 1936, se hizo obligatoria la afiliación de los jóvenes a las
Juventudes Hitlerianas. El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al poder
arbitrario de la policía. Mussolini, en Italia, respetó a la Iglesia católica y firmó con ella los
pactos de Letrán. Los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las Iglesias
protestantes al control del Estado y del Partido. Quienes se negaron, como los pastores y
teólogos de la Iglesia Confesional -como Dietrich Bonhoeffer o Martin Niemóller- fueron duramente represaliados. El Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede el 20 de
julio de 1933 les hizo ser más tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis
al catolicismo -una religión no nacional- era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacional-socialismo como doctrina fundamentalmente
anticristiana en su encíclica Mit brennender Sorge (Con pena ardiente) de 1937. Hitler controló igualmente el Ejército. Tras su elección como Presidente (19 de agosto de 1934), exigió a
los militares un juramento de lealtad a su persona. El 4 de febrero de 1938 destituyó al ministro de la Guerra, mariscal Von Blomberg, y al jefe del Ejército, general Beck, y asumió el
mando de las fuerzas armadas. Desde 1933, el 1 de mayo quedó proclamado como fiesta del
"trabajo nacional". Los sindicatos de clase fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el Frente de los Trabajadores Alemanes: las huelgas y la negociación colectiva
fueron prohibidos. El 1 de abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de
1935, el Partido proclamó las leyes de Nurenberg, leyes racistas que privaban a los judíos de
la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aun las relaciones sexuales con los
alemanes: 600.000 personas quedaron de inmediato privadas de la nacionalidad. En la no70
che del 7 al 8 de noviembre de 1938, "la noche del cristal", sinagogas, comercios y propiedades
judías fueron asaltadas e incendiadas en toda Alemania: 91 personas fueron, además,
asesinadas. De momento se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos. Luego, en
1941, comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos
seis millones de judíos, en el Holocausto, como "solución final" al problema.
El estalinismo
Lo que era común a regímenes tan distintos -nacional-socialismo alemán, fascismo italiano,
régimen soviético, Estado Novo portugués, dictaduras centroeuropeas y balcánicas- era el
hecho mismo de la dictadura. Muchas de esas dictaduras tuvieron amplio apoyo popular. La
adhesión, por ejemplo, del pueblo alemán al régimen de Hitler fue general y entusiasta. Mussolini gozó -ya se ha dicho- de prestigio internacional por lo menos hasta que atacó a Abisinia en 1935, y de un innegable consenso dentro de Italia. Lenin fue casi reverenciado en su
país. Dirigidas por hombres enérgicos y a menudo carismáticos -si bien, no todos-, las dictaduras respondieron a la necesidad de gobiernos fuertes y de afirmación nacional que las masas parecieron requerir en épocas de crisis -morales, políticas, económicas, nacionales- tan
intensas y generalizadas como fueron los años de la inmediata posguerra y, tras la depresión
de 1929, la década de los treinta. Las dictaduras tuvieron una evidente vocación populista.
Casi todas ellas apelaron al nacionalismo de las masas, hicieron del plebiscito popular, y no
de las elecciones, forma habitual de consulta y buscaron su legitimidad en retóricas de salvación nacional y en políticas de protección y asistencia social. Los dictadores se vieron a sí
mismos como la verdadera encarnación de la voluntad popular. Fascismo y dictaduras autoritarias de la derecha no sobrevivieron -salvo las excepciones del Portugal de Salazar y la España de Franco- a la derrota del Eje en la II Guerra Mundial. El régimen soviético, en cambio,
perduró hasta 1989. Ello, sin embargo, fue menos resultado de la revolución de octubre de
1917 que de la gigantesca transformación -una segunda revolución, y una revolución, además, desde arriba- que la URSS experimentó en los años treinta bajo el liderazgo de Stalin,
una vez que en 1928 se impusiera su política de "socialismo en un solo país". Además, las
purgas y juicios de los años 1935-38, en que conocidos líderes de la Revolución de 1917 y
destacados jefes del Ejército, y millones de personas, fueron condenados y ejecutados, consolidaron el poder de Stalin sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y sobre
el Estado soviético, un poder que Stalin retuvo hasta su muerte en 1953. La Unión Soviética
devino así el prototipo del régimen totalitario. Más aún, desde 1945, Stalin extendió el poder
soviético a toda la Europa del Este: él presidió la transformación de la URSS en una de las
grandes superpotencias del orden internacional de la segunda mitad del siglo XX. La ascensión de Stalin al poder a la muerte de Lenin (24 de enero de 1924) fue, pues, un hecho de
importancia histórica decisiva. Tuvo, sin embargo, poco de sorprendente y fue en gran medida lógica. Fue la misma naturaleza de la estructura soviética del poder, aquella dualidad Partido-Gobierno que, como vimos, la caracterizaba, lo que hizo de Stalin el hombre fuerte de
Rusia. Como secretario general del Partido desde el Congreso de 1922 y como único dirigente que pertenecía a la secretaría, al Politburó y al Orgburó -esto es, a las instituciones rectoras del país-, en un sistema en el que verdadero centro del poder era el Partido y no el gobierno, Stalin controlaba ya las claves de ese poder, el aparato central del PCUS, antes incluso de la enfermedad final de Lenin, que se declaró en mayo de 1922, y mucho antes, por
tanto, de que se abriese la pugna por su sucesión. Que Lenin advirtiese en su testamento
contra el excesivo poder que Stalin había acumulado, resultaba incongruente: los hombres
de 1917 habían creado la estructura de poder que hizo posible el estalinismo. Con todo, la
elevación de Stalin al poder no fue ni inmediata ni inevitable. En ello fue determinante, como
se acaba de señalar, el control que ejercía sobre la secretaría del Partido desde 1922 y la red
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de alianzas con líderes locales y elementos de la burocracia que gracias a ello pudo construir. Pero igualmente decisivos fueron su gran habilidad táctica, los errores de sus rivales -y
en especial, de Trotsky-, la capacidad de Stalin para monopolizar la herencia de Lenin y sobre todo, la coherencia de la que iba a ser su gran tesis, "el socialismo en un solo país", con
las necesidades de la URSS. Porque, a la postre, el conflicto por el poder que estallaría a la
muerte de Lenin fue mucho más que un choque de personalidades, por más que los estilos y
talantes de Trotsky -judío, cosmopolita, culto, lúcido, apasionado por la literatura y el arte,
escritor e intelectual brillante y mordaz- y Stalin, georgiano de origen modestísimo, que apenas había salido de Rusia, que no conocía más idioma que el ruso, taciturno, rudo, astuto,
tenaz, desconfiado, sobrio y poco comunicativo, resultaran incompatibles. La lucha por el
poder expresó hondas diferencias ideológicas sobre la concepción de la revolución y del partido, y paralelamente, profundas diferencias sobre las prioridades de la política económica y
las necesidades en la construcción de la URSS. Aunque las divergencias existieran desde
antes, fue la aparición a fines de 1922 de la "troika" integrada por Zinoviev, Kamenev y Stalin
como posible bloque dirigente del Partido, lo que desató el debate. En octubre de 1923, casi
al mismo tiempo que 46 conocidos dirigentes -Preobrazenski, Rakovsky, Smirnov y otrosreclamaban la reconducción del proceso económico, Trotsky denunció "el régimen de partido" que se estaba creando y la progresiva "burocratización de su aparato". En artículos y folletos posteriores, como El nuevo curso y Lecciones de Octubre, a la vez que acentuaba sus
críticas al partido, perfiló lo esencial de su pensamiento: recuperación del espíritu y de los
ideales de octubre de 1917, reafirmación de los principios bolcheviques en el PCUS, revolución permanente, y una nueva y más enérgica política económica que impulsase la industrialización y el socialismo. Tal vez, Trotsky se postulase así para asumir la sucesión de Lenin.
Pero en cualquier caso, lo hizo muy mal. Sus críticas se alternaron con largos silencios; enfermo, ni siquiera asistió a los funerales de Lenin; desinteresado en la gestión diaria del Partido, no acudía a las reuniones de los órganos de dirección del mismo. El caso Trotsky revelaba que, bajo la apariencia de unidad que le había dado Lenin, el PCUS estaba profunda mente dividido. Tres grandes cuestiones fueron las razones de la ruptura: el ritmo de la industrialización, el papel del sector privado en la economía soviética y el dilema revolución
internacional/revolución rusa. Esto último, en concreto, adquirió nuevo y particular relieve
cuando, frente a las tesis de Trotsky -que todavía en 1923 creía posible la revolución en
Alemania, Bulgaria y China, como la creería posible en Gran Bretaña, en 1926, a la vista de
la huelga general que allí tuvo lugar dicho año-, Stalin propuso (1924) la idea del "socialismo
en un solo país", esto es, la tesis de que la revolución mundial exigía previamente la consolidación y defensa de la revolución soviética y, por tanto, la subordinación de la política comunista internacional a los intereses de la Unión Soviética. La contraofensiva de Kamenev, Zinoviev y Stalin hizo que, en enero de 1925, Trotsky dimitiera como comisario de la Guerra.
Vino, luego, la ruptura entre Kamenev-Zinoviev, que integraron lo que se llamó Nueva Oposición, y Stalin, por la oposición de aquéllos a la tesis nacional del Secretario General y a la
política de contemporización con el sector privado agrario. En diciembre, el XIV Congreso del
PCUS aprobó la tesis del "socialismo en un solo país" y desautorizó a la Nueva Oposición.
En julio de 1926, el comité central del Partido (donde Stalin contaba ahora con el apoyo de
Bujarin, Rykov, Tomsky y otros dirigentes) condenó los métodos "escisionistas" de Trotsky,
Zinoviev y Kamenev -que habían aproximado posiciones y formado una poco convincente
Oposición unificada- y poco después, los excluyó del Politburó. La evolución de la situación
internacional agudizó el enfrentamiento. Los fracasos en 1926-27 de la huelga general británica y del comunismo chino (que se verá en el capítulo siguiente) parecieron dar definitivamente la razón a las tesis nacionales de Stalin. En noviembre de 1927, días después de que
la Oposición intentara la celebración de una manifestación en Moscú, el XV Congreso del
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PCUS acordó la expulsión de Trotsky, Kamenev y Zinoviev. La relación de fuerzas que reveló
el Congreso dejaba pocas dudas. Stalin contó con el apoyo de los representantes de 854.000
miembros del partido; Trotsky, con el de unos 4.000. En enero de 1928, Trotsky fue, además,
exiliado a Alma-Ata, en Siberia; fue expulsado de la URSS un año después. El XV Congreso
del PCUS significó, por tanto, el triunfo de la concepción nacional-comunista de la revolución
que Stalin había ido perfilando en artículos, folletos y discursos, concepción que suponía, de
una parte, una reafirmación del poder y de la unidad del Partido (como vanguardia de la clase obrera e instrumento de la dictadura del proletariado), y de otra, el fortalecimiento económico y militar de la URSS. Eso es lo que haría Stalin a partir de 1927-28. Sus objetivos serían la rápida industrialización del país, la colectivización forzosa de la agricultura y la planificación estatal de toda la actividad económica; sus medios, la coerción y la represión, ejercidos a una escala jamás conocida en país alguno, y el encuadramiento de la sociedad a través de una formidable presión propagandística; los resultados: la transformación de la URSS
en un gigante industrial y militar y una completa revolución social que cambió definitivamente
la sociedad rusa (aunque con un coste humano y económico que literalmente arruinaría a la
larga al país). El cambio se inició con la aprobación en abril de 1929 del I Plan Quinquenal
(1928-32), cuyo comienzo se fijó retroactivamente a partir del 1 de octubre de 1928. El Plan
aspiraba básicamente al desarrollo de la industria pesada y a la colectivización del 20 por
100 de la agricultura -límite suprimido en 1930- y para ello, fijaba índices de producción, la
distribución del PIB, precios y salarios, productividad, plazos fijos para entrega de producción, y muchos otros indicadores económicos. Lo verdaderamente revolucionario eran los
cambios que introducía en el mundo agrario. El Plan creaba granjas colectivas, o "koljozes",
de 400 hectáreas de extensión, de propiedad cooperativa, en las que se integrarían las explotaciones individuales y minifundios y a las que el Estado asignaría maquinaria y otros recursos; y granjas estatales, o "sovjozes", de propiedad estatal y explotación directa por el
Estado, con sus propios funcionarios y trabajadores. La capacidad del Estado soviético para
movilizar recursos e impulsar el esfuerzo humano que la realización de aquellos objetivos
requería fue extraordinaria. El éxito de la industrialización fue completo. Sólo bajo el I Plan
(que fue completado por otros dos, aprobados en 1933 y 1938), se construyeron unas 1.500
factorías. Entre 1928 y 1938, se quintuplicó la producción de carbón y acero. La de carbón
pasó de 35 a 127 millones de toneladas anuales; la de acero, de 3 a 18 millones de toneladas. La producción de electricidad se elevó de 18 a 80 millones de kilovatios-hora; la de petróleo, de 12 a 26 millones de toneladas. En 1939, la URSS era ya el tercer país industrial del
mundo, y el primero en la fabricación de tractores y locomotoras, maquinaria que sólo diez
años antes tenía que importar. Las grandes cuencas carboníferas del Kuznetsk habían quedado unidas por ferrocarril con las minas de hierro de los Urales. Grandes zonas industriales
surgieron en Tula -cerca de Moscú-, en Kharkov, Rostov, Stalingrado y, al otro lado de los
Urales, en Magnitogorsk, una ciudad de 250.000 habitantes enteramente nueva, Zaporozhe,
Novosíbirsk (en el Kuzbass), Irkutsk y otros puntos. El ritmo de la colectivización fue también
impresionante. En 1930 se había ya colectivizado el 32,6 por 100 de la tierra; en 1932, el
61,5 por 100; en 1935, el 83,2 por 100: en 1941, la agricultura estaba prácticamente colectivizada. Los resultados, en cambio, fueron catastróficos. Millones de campesinos se opusieron a la colectivización. El régimen decretó la liquidación de los "kulaks" o campesinosmedios. Miles y miles de familias fueron expropiadas por la fuerza y sus responsables o deportados o encarcelados o ejecutados. El mismo Stalin estimó que la colectivización había
supuesto la liquidación o deportación de unos 10 millones de personas: los ejecutados sumaron posiblemente unos 4 millones. Los resultados económicos fueron igualmente negativos.
Casi un 60 por 100 de la ganadería del país quedó destruido entre 1928 y 1932. El consumo
per cápita de pan, patatas, carne y mantequilla disminuyó en esos años en la misma propor73
ción. Las catastróficas cosechas de 1932 y 1933 provocaron una situación de hambre sólo
comparable a la de 1921: probablemente, otros siete millones de personas perecerían por
esa causa entre 1927 y 1937. Los alimentos estuvieron racionados en toda Rusia hasta
1935. Regiones como Ucrania y Kazajstán quedaron devastadas. El hambre fue desapareciendo hacia 1938-39 y la producción de cereales y sobre todo de trigo -para cuya explotación, pronto mecanizada, se abrieron grandes áreas en Siberia y otras regiones- mejoró. Así,
la producción de trigo que era de 22 millones de hectolitros en 1928, tras bajar a 20,3 millones en 1932, alcanzó los 30,7 millones en 1936 (y parecidas oscilaciones registraron las producciones de centeno, maíz, avena, salvado, patatas y remolacha). Pero la producción de
alimentos, y la misma productividad agraria, nunca se recuperaron. Lo mismo bajo Stalin que
bajo sus sucesores, la URSS sufrió de una escasez crónica de alimentos básicos. La oferta
de bienes de consumo fue en todo momento paupérrima. El objetivo de la industrialización y
de la colectivización no era el bienestar individual, sino el desarrollo colectivo y el reforzamiento de la URSS. Significativamente, los gastos de defensa subieron del 4 por 100 del presupuesto en 1933, al 17 por 100 en 1937 y al 33 por 100 en 1940. Pero los cambios eran
formidables. El número de trabajadores industriales pasó de 11 millones en 1928 a 38 millones en 1933: la revolución había hecho la clase obrera, y no al revés. Unos 20 millones de
personas emigraron del campo a la ciudad en la década de 1930. La población urbana se
elevó del 17 por 100 de la población total en 1926 al 33 por 100 en 1939. La escasez de viviendas en las grandes ciudades generó un gravísimo problema de hacinamiento. De hecho,
el nivel de vida en 1953 no era superior al de 1928. La industrialización se hizo sobre salarios
industriales bajísimos; la jornada laboral fue incluso ampliada en 1940. El coste humano y
social de la transformación de la URSS, por tanto, fue también formidable. Que el país no
conociera en la década de 1930 ciclos depresivos resultaba por ello irrelevante. El gobierno
hizo un excepcional esfuerzo propagandístico para estimular la moral colectiva de la población y generar un clima de entusiasmo popular en torno a los gigantescos planes emprendidos. Los "héroes del trabajo", los "stajanovistas" -nombre derivado del ejemplo del minero
Aleksei Stajanov, que el último día de agosto de 1935 extrajo una cantidad de carbón catorce
veces superior a la asignada-, se convirtieron en el estereotipo del revolucionario y patriota.
Lógicamente, una legislación laboral verdaderamente tiránica definió huelgas, accidentes de
trabajo y absentismo como formas de "traición" contra el Estado y la revolución, y los castigó
incluso con la pena de muerte: centenares de técnicos e ingenieros de áreas industriales y
de encargados de granjas del Estado fueron procesados y ejemplarmente castigados (y un
número altísimo, fusilados) por supuestos sabotajes de trabajo. El régimen impuso un nuevo
rigorismo moral como expresión de la ética proletaria del trabajo. La homosexualidad y el
aborto fueron prohibidos. La familia, el matrimonio, la procreación y la maternidad, estimulados y exaltados. La simbología y los mitos del nacionalismo ruso fueron actualizados y puestos al servicio de la política oficial, como elemento para enaltecer el colosal esfuerzo colectivo. Industrialización y colectivización aparecieron así como la continuidad de la obra histórica
de los constructores de la gran patria rusa, de Pedro el Grande e Iván el Terrible. En esa visión, Stalin, cuyo culto comenzó desde 1930, era "el gran arquitecto del socialismo, el más
grande líder de todos los tiempos y de todos los pueblos" -como le llamó la propaganda oficial (y muchos intelectuales de la izquierda europea fascinados por el comunismo)-, el nuevo
héroe nacional que, como los del pasado, venía a salvar a Rusia, tal como, a través de un
paralelismo obvio, quiso decir el film de Eisenstein, Alexander Nevski, un extraordinario ejemplo de cine épico de belleza visual excepcional, apoyada en una majestuosa e impresionante
música compuesta por Prokofiev. Cine, arte y literatura fueron forzados a reflejar los valores
y estética de la nueva moral proletaria. El arte de vanguardia (el futurismo ruso, el constructivismo, Malevich, Kandinsky, Zamiatin, Esenin, Isaak Babel, Bulgakov y un largo etcétera),
74
que la revolución había hecho suyo en los primeros años, fue eliminado y reemplazado por el
"realismo socialista" como doctrina oficial, proclamada así en el Congreso de Escritores Soviéticos de 1934, un retorno a las técnicas del realismo decimonónico al servicio ahora de un
retórico obrerismo ejemplarizante y heroico. Chagall, Kandinsky, el escultor Naum Gabo,
Stravinsky, abandonaron Rusia para siempre. Los poetas Esenin, Mayakovsky y Marina
Tsvietáieva se suicidaron. Isaak Babel, Ossip Mandelshtam y Boris Pilniak desaparecieron en
las cárceles de Stalin; Bulgakov, Pasternak, Akhmatova, sobrevivieron condenados al exilio
interior, perseguidos, criticados y silenciados por la cultura oficial. El régimen estalinista hizo,
con todo, un colosal esfuerzo educativo, que tuvo además enorme trascendencia social. El
número de estudiantes en enseñanza secundaria pasó de 1.834.260 en 1926-27 a
12.088.772 en 1938-39; el número de universitarios, de 159.800 en 1927-28 a 469.800 en
1932-33. De éstos, casi el 50 por 100 era de clase obrera. Los cuadros de la nueva clase
dirigente que Stalin crearía procedían en proporciones elevadísimas de medios obreros y
campesinos (lo que no fue el caso de los líderes de 1917, en su mayoría de las clases medias, con la excepción tal vez del propio Stalin, hijo de un zapatero rural y de una lavandera).
La gigantesca revolución desde arriba emprendida en 1927-29 conllevó finalmente -además
de la exaltación de valores y mitos obreros y patrióticos y del culto a Stalin, esto es, además
de la creación de una cultura e ideología nacional y comunista- la implantación sistemática y
planificada del terror. Fue llevada a cabo por la policía secreta, el NVKD o Comisariado de
Asuntos Internos, la antigua Cheka, dirigida en los años 30 por Yezhov, Yakoda y Beria, sucesivamente, y tuvo un doble objetivo: la depuración del PCUS y el reforzamiento continuado
del poder de Stalin, y la formación de una sociedad neutralizada y subordinada a los proyectos de engrandecimiento nacional y socialista trazados por el Partido y sus líderes. Hubo ya
juicios públicos espectaculares antes de 1934. Además de los juicios contra "saboteadores"
industriales, ya mencionados, en 1932 fueron procesados los ryutinistas, un grupo de militantes del PCUS identificados con M. N. Ryutin, que había criticado con dureza la personalidad
de Stalin. Bujarin había sido apartado del Politburó (aunque todavía no "purgado") en noviembre de 1929 por criticar los excesos que se estaban cometiendo en la colectivización.
Pero fue a raíz del oscuro asesinato en diciembre de 1934 de Sergey Kirov, miembro del Politburó y líder del PCUS en Leningrado -que poco antes, en enero, en el XVII Congreso del
Partido, había criticado el excesivo poder personal de Stalin- cuando se desencadenó el terror a gran escala. Las purgas de los años 1934-41 tuvieron tres objetivos: el Partido, el Ejército y la población. Su alcance fue escalofriante. En total, una cifra cercana a los 10 millones
de personas fueron arrestadas y represaliadas de alguna forma; de ellas, unos 3 millones
fueron ejecutadas y otras tantas murieron en campos de concentración. En el "juicio de los
16" de agosto de 1936, varios antiguos dirigentes del PCUS, y entre ellos Kamenev y Zinoviev, fueron acusados del asesinato de Kirov y ejecutados por ello, después que los acusados -moralmente destruidos por la policía estalinista- se autoinculparan: 1.108 de los 1.996
delegados que habían asistido al Congreso del PCUS de enero de 1934, y unos 100 miembros del Comité Central elegido en el mismo, fueron igualmente ejecutados. El "juicio de los
17", de enero de 1937, y el "juicio de los 21", de marzo de 1938, supusieron nuevas penas de
muerte para más ex-dirigentes del Partido, entre otros Bujarin, acusado de mantener vínculos
con Trotsky. En junio de 1937, fueron ejecutados el general Tujachevsky, jefe del Estado
Mayor, y otros 78 altos oficiales del Ejército, acusados de conspirar a favor de Alemania y
Japón (represión seguida además por la depuración de la mitad de los 35.000 oficiales que
mandaban el Ejército soviético). El clima de delaciones, sospechas y miedo así creado cumplió su objetivo: toda posible alternativa de gobierno, todo potencial centro de oposición, toda
hipotética reacción de descontento popular, quedaron destruidos para siempre. La política de
Stalin -que tras la llegada de Hitler al poder en marzo de 1933 conllevaría la apertura a Occi75
dente y la estrategia de frente popular de los partidos comunistas occidentales (pero también,
el Pacto de No Agresión con la Alemania de Hitler, en agosto de 1939, cuando la apertura
pareció poco satisfactoria)- quedó sólidamente apuntalada. Stalin pudo incluso aprobar en
1936 una nueva Constitución, en apariencia más liberal que la de 1924. El control que ejercía
sobre la URSS era excepcional, absoluto. La revolución de octubre de 1917 había desembocado en el horror totalitario que habían anticipado Zamiatin y Huxley en sus libros, y que luego retratarían, aún más magistralmente, Koestler y Orwell en los suyos. Lo grave era que la
dictadura soviética no se apoyaba como la de Hitler en una megalomanía racial y ultranacionalista, sino que se legitimaba en la doble ética de la revolución y del proletariado.
76
c) ANTICOLONIALISMO EN ASIA Y ÁFRICA
El auge de las dictaduras y del totalitarismo probaba que la esencia misma de la civilización
europea -la idea de libertad- estaba en crisis. Además, por primera vez en siglos, el orden
mundial había sido trazado en gran medida por un dirigente no europeo, por el presidente
norteamericano Wilson, principal artífice, como vimos, de la paz de París, de los tratados de
Versalles. Pero había más. En 1898, un país europeo, España, había sido derrotado en una
guerra por un país americano, Estados Unidos. Poco después, el imponente Imperio británico
era mantenido en jaque durante casi tres años (1892-1902) en África del Sur por una informal
guerrilla de granjeros de origen holandés pero africanos desde varias generaciones. Y en
1905, otro imperio europeo, Rusia, había sido vencido en otra guerra -ésta, de grandes proporciones- por un país asiático, Japón, lo que, además, electrizó a numerosos países no occidentales y pareció desencadenar una amplia rebelión anti occidental en toda Asia. Lo que
sucedía era evidente. Europa, que había logrado el pleno dominio mundial en los últimos
treinta años del siglo XIX; que, por ejemplo, en 1885, en la Conferencia de Berlín, se había
repartido África, empezaba de hecho a dejar de mandar en el mundo. Significativamente, la
guerra de los boers -que desprestigió seriamente al Imperio británico- produjo también la
aparición del libro, Imperialismo (1902) de J. A. Hobson, que sobre una tesis errónea (que el
imperialismo respondía a los intereses de los grandes grupos financieros europeos) más iba
a contribuir a restar legitimidad política y moral al expansionismo colonial. De hecho, aquel
"nuevo imperialismo" que había comenzado con la ocupación de Túnez por Francia en 1881
y de Egipto por Gran Bretaña en 1882, y que hizo que en apenas treinta años Europa am pliase sus imperios coloniales en casi 17 millones de kilómetros cuadrados y en unos 150
millones de habitantes, desencadenó una muy intensa reacción anti-colonial. Esta fue mucho
más honda de lo que quiso admitir la autosatisfecha conciencia colonialista europea, que tuvo precisamente ahora sus manifestaciones más explícitas: fastos formidables (la coronación
de la Reina Victoria como Emperatriz de la India en 1876), mitos y leyendas memorables (Livingstone, Gordon, la Legión Extranjera), literatura exótica y de aventuras (Kipling, Conrad,
Las minas del Rey Salomón de Rider Haggard, Las 4 Plumas de Mason) y representaciones
neorrománticas (el orientalismo, la fascinación de algunos escritores franceses con el Sahara
y el norte de África). Sin duda, en ciertos casos, como los de Lord Cromer en Egipto, Lugard
en Nigeria, Milner en Sudáfrica, Paul Doumer en Indochina, Lyautey en Marruecos y Curzon
en la India, la administración imperial fue por lo general positiva, y esencial para la modernización de los países citados. Pero la expansión colonial tropezó en general con fuertes resistencias (al margen de las tensiones que generó entre las propias potencias coloniales, como
Fashoda o la crisis de Marruecos. El Imperio británico estuvo en guerra permanente. En
Egipto, los ingleses, para imponer su dominio, tuvieron que aplastar (junio-septiembre de
1882) la revuelta nacionalista del coronel Arabi contra el jedive Tawfik y contra la penetración
extranjera. En Sudán, sufrieron varios reveses ante las fuerzas del Mahdi, entre ellos la aniquilación de la guarnición de Jartum y de su jefe el general Gordon (26 de enero de 1885);
reconquistarlo les llevó casi dos años de duras luchas (1896-98). En África del Sur, antes de
la guerra de 1898-1902, Gran Bretaña ya había tenido que hacer frente a un primer levantamiento de los boers en 1880-81 y que contener revueltas tribales de los zulúes en 1878-79 (y
luego en 1906); en Rhodesia, de los matabele (1896) y en Costa de Oro (la futura Ghana), de
los ashanti en 1873-74, 1896 y 1900. Italia había sido derrotada en Adua (Etiopía) y en Libia
(1911-12) encontró fuertes resistencias. Los alemanes se vieron también sorprendidos por
grandes insurrecciones tribales en Tanganika (1905-07) y en el África Sudoccidental (rebelión de las tribus herero y hotentote en 1904-06). La penetración francesa en Túnez provocó
la rebelión de las tribus del sur, en las regiones de Kairuán y Sfax, que hubo de ser aplastada
77
por fuerzas navales y de tierra (julio-noviembre de 1881). El control del alto y medio Níger y
el avance desde la costa atlántica hacia el Sáhara tropezarían con numerosas dificultades:
por ejemplo, la misión del oficial Paul Flatters para trazar un posible ferrocarril transahariano
fue masacrada por los tuareg (febrero de 1881) quienes, pese a reconocer hacia 1905 la presencia francesa en sus regiones (extendidas por el sur del Sáhara, Mali, Alto Volta, Níger y
Chad), no fueron del todo pacificados. En Indochina, la extensión del protectorado francés al
reino de Annam (1883) provocó fuertes resistencias en las zonas montañosas del norte, graves tensiones con China, y choques con bandas armadas y guerrillas diversas, como "Bandera Negra", que crearon una situación de violencia que se prolongó hasta 1913-14. Buena
parte de estas primeras rebeliones anti occidentales -y hubo bastantes más de las mencionadas- no fueron sino explosiones de xenofobia y resistencia de inspiración las más de las
veces tradicionalista y a menudo tribal y religiosa. En algún caso, como en el Sahara o en
Indochina, fueron incluso puro bandidismo. En otros, se trató de sublevaciones no sólo anti
occidentales: la rebelión del Mahdi en Sudán fue un movimiento religioso islámico a la vez
anti británico y anti egipcio. Aquellas rebeliones carecieron por lo general de contenido nacionalista (o, en todo caso, fueron sólo protonacionalistas). Pronto, sin embargo, el nacionalismo vendría a dar sentido y legitimidad a la reacción anti occidental de muchos pueblos
asiáticos y africanos. Lo hizo desde perspectivas y significados diversos y a veces contradictorios. En Japón, Turquía y en parte también en China, el nacionalismo fue, como enseguida
veremos, un movimiento modernizador, reformista y a veces democrático, pero sirvió también
de fundamento a políticas y reacciones de carácter militarista y autoritario. En la India, Egipto, Túnez, Marruecos, Indochina y en el África Negra, fue además el motor de los procesos
de descolonización y cristalizó muchas veces en movimientos reformistas y hasta revolucionarios, en la medida en que la lucha anticolonial aspiraba paralelamente a liquidar las instituciones, oligarquías y costumbres semi feudales y tradicionalistas que habían imperado en
aquellos territorios antes de y bajo el dominio colonial. Pero, a menudo, el nacionalismo anticolonial llevaba también en su interior elementos negativos y antidemocráticos -como ambiciones territoriales, concepciones etnicistas, religiosas y exclusivistas de la nacionalidad, liderazgos fuertes, culto a la violencia, irracionalismos populistas y milenaristas- que lo condicionarían decisivamente. Es más, las contradicciones de los nacionalismos anticoloniales determinarían la historia de aquellos países antes y después de su independencia; determinaron, también en gran medida, el destino de los imperios europeos.
Modernización del Japón
La reacción que el encuentro con el mundo occidental provocó en China y Japón -dos civilizaciones feudales y estáticas- fue radicalmente distinto. En China, la incapacidad de adaptación del Imperio y de la sociedad tradicional desembocaría en la revolución (1911), la guerra
civil (1927-37, 1945-49) y en la instauración finalmente (1949) de un régimen comunista. En
Japón, la revolución de 1867 inició un rápido proceso de occidentalización y modernización
que, en el curso de treinta años, hizo del país una potencia militar de primer orden evidenciada ya por su victoria sobre Rusia en la guerra de 1904-05- y un importante poder
industrial y comercial. Las razones de esa diferencia tuvieron que ver, claro está, con las
mismas diferencias geográficas entre ambos países. La pequeña extensión de Japón sin duda facilitó el control que el poder central, pieza clave de la reforma, ejerció a todo lo largo del
proceso. En todo caso, hizo las cosas (construcción de ferrocarriles y carreteras, electrificación, educación nacional, formación de un ejército moderno...) mucho más simples que en un
país de las gigantescas dimensiones y población de China. Pero las razones de aquella diferencia fueron ante todo culturales. La arrogancia de la elite china, educada a lo largo de siglos en la idea de la perfección y superioridad de su cultura y de sus tradiciones, le hizo muy
78
poco receptiva, si no abiertamente cerrada, a toda posible apertura exterior y a toda innovación foránea (tenidas por bárbaras e inferiores). Por el contrario, las tradiciones guerrera y
comercial de Japón -aquélla, reflejada en la privilegiada posición social y jurídica que en el
orden social tuvieron los samurai desde los siglos IX y X- y el fuerte sentimiento de orgullo e
identidad nacional de sus dirigentes (la casa imperial, el shogun o jefe del gobierno, los daimios o clanes imperiales) se combinaron para que las elites japonesas vieran en la evidente
superioridad del mundo occidental un desafío al que debía responderse mediante una reforma que hiciese de Japón un gran poder nacional, militar y comercial. Los rígidos códigos morales que, a distintos niveles, regulaban la conducta de las diferentes clases y jerarquías de
la sociedad japonesa dieron al país un alto grado de cohesión y hasta una fuerte ética colectiva (basada en el honor y la lealtad, en el paternalismo y la obediencia) y reforzaron a su
modo la unidad nacional, el sentimiento nacionalista y la vertebración social, factores determinantes del proceso de cambio. La modernización de Japón fue "una revolución desde arriba" propiciada por la propia nobleza japonesa, cuyas claves fueron la restauración del poder
imperial y la desaparición del shogunado ejercido por la familia Tokugawa desde 1603. La
revolución se consumó en 1866-68. Pero estuvo precedida por los cambios menores pero
significativos que se habían producido en la primera mitad del siglo XIX (como la tímida diversificación de la agricultura resultado del contacto con la actividad comercial europea en el
Pacífico); y sobre todo, por la grave crisis abierta en la clase dirigente japonesa, en torno a la
apertura o aislamiento del país, por la firma en 1858 de una serie de "tratados desiguales"
con Estados Unidos, Holanda, Rusia, Gran Bretaña y Francia, países a los que se concedieron amplísimos privilegios (luego que en 1853, Estados Unidos exigiera la apertura de los
puertos japoneses al comercio internacional). Algunos hechos especialmente significativos como el bombardeo de Kagoshima por barcos ingleses (agosto de 1863) para obligar al gobierno japonés a pagar indemnizaciones por el asesinato de un súbdito británico en Namamugi o como el bombardeo y ocupación de Shimonoseki (septiembre de 1864) por tropas de
varios países europeos como represalia por las agresiones sufridas por algunos de sus barcos- pusieron de relieve la debilidad del shogunado para la gobernación y defensa del país.
Eso fue lo decisivo. Los clanes de Choshu y Satsuma entraron en rebelión abierta contra el
shogun en 1866. El nuevo Emperador, Mutsu-Hito, que subió al trono en enero de 1867 y
que adoptó el nombre de "Meiji Tenno" (o "emperador del gobierno ilustrado"), pareció apoyarles. En noviembre, aceptó la transformación del shogunado en una especie de presidencia del consejo imperial. Luego, el 3 de enero de 1868, después de que tropas mandadas por
Saigo Takamori, del clan Satsuma, amenazaran el Palacio Imperial, abolió el shogunado y
aceptó la plena responsabilidad administrativa. La revolución del 68 fue una "revolución de la
aristocracia" llevada a cabo en nombre del Emperador por jóvenes samuráis de los clanes
Choshu, Tosa y Satsuma, contra el atraso y la debilidad del régimen feudal de los Tokugawa,
y su incapacidad para hacer frente a la amenaza occidental. La idea capital de la revolución
fue la centralización y reforzamiento del poder imperial, como vía para el desarrollo de la riqueza y del Ejército nacionales y para la reafirmación de la independencia y prestigio internacionales de Japón. La revolución, llevada a cabo y controlada durante sus primeros veinte
o treinta años por un grupo reducido de personalidades notables (Iwakura Tomomi, Okubo
Toshimichi -el hombre fuerte del país entre 1873 y 1878-, Goto Sojiro, Kido Koin, Inouye Kaoru, Ito Hirobumi, Yamagata Aritomo, Itagaki Taisuke y otros), cambió Japón e introdujo profundas reformas militares, navales, industriales, económicas y educativas. Se cambió de inmediato el aparato del Estado. En junio de 1868, un decreto imperial proclamó la separación
de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, estableció un conjunto de ministerios, una
Asamblea bicameral consultiva y un Consejo de Estado (Dajokan), integrado por samuráis,
en el que confluía toda la labor del gobierno. En agosto de 1871, los dominios feudales fue79
ron abolidos y se creó en su lugar un sistema de prefecturas territoriales (a cuyo frente, sin
embargo, se nombró a los propios daimios), dependientes del poder central. Se crearon
cuerpos de funcionarios al estilo occidental y una policía moderna. En 1873, se reformó la
estructura del Ejército, mediante la abolición de los privilegios que los samuráis tenían en el
antiguo ejército imperial, y se procedió a la creación de un Ejército nacional según el modelo
prusiano, con servicio militar obligatorio, ejército que demostró ya su capacidad al aplastar en
1877 la rebelión de algunos samuráis del clan Satsuma liderados por Saigo, descontentos
con la evolución de las reformas. Se inició también la construcción de una Marina moderna,
inspirada en la británica y con barcos adquiridos en Inglaterra, bajo la dirección de Yamagata. En 1871, se estableció la igualdad jurídica de los japoneses ante la ley. En los años siguientes, se introdujo un conjunto de códigos legales que transformaron toda la armazón del
Derecho del país. En 1872, se creó un sistema de educación primaria obligatoria y se inició
un gran plan de construcción de liceos y escuelas. En 1877, se abrió la Universidad de Tokio
(la antigua Edo, que había sido declarada nueva capital imperial), donde buena parte de la
enseñanza se impartía en inglés e incluso (medicina) en alemán, a cargo de profesores extranjeros. En 1872 apareció el primer periódico y se construyó la primera línea de ferrocarril:
en 1892 había ya 600 periódicos y para 1914 Japón tenía una red ferroviaria de unos 10.000
kilómetros. Se occidentalizaron el vestido y el peinado, la alimentación y la bebida, el calendario (en 1873) y la arquitectura. Algunas grandes ciudades instalaron tranvías modernos e
iluminación callejera. Se creó un sistema moderno de correos (1871) y para 1880 había telégrafo en casi todas las localidades. La acción del gobierno fue igualmente decisiva en la modernización del sistema y las estructuras económicas. Creó el marco legal que hizo posible el
desarrollo de una economía de mercado, usó los instrumentos a su disposición (política presupuestaria, fiscal y arancelaria) para favorecer el despegue de la producción nacional y tomó la iniciativa en áreas esenciales, como el transporte, las comunicaciones y la industria del
acero. En 1871 se creó un sistema financiero tipo occidental, con la creación del yen (equivalente a un dólar norteamericano) y se autorizó el establecimiento de bancos nacionales. En
1876, se fundó el primer banco privado; dos años después se creó la Bolsa de Tokio (que
inicialmente operó con bonos del Estado pero que enseguida negoció toda clase de bonos
industriales). En 1882, se estableció el Banco de Japón como banco central. Inicialmente, los
bancos fueron preferentemente bancos comerciales y de depósito; desde la década de 1890,
se autorizó la creación de bancos especiales -garantizados por el gobierno- para la inversión
en la industria, la agricultura, la electricidad y los transportes. Japón importó capital extranjero: la inversión exterior optó principalmente por bonos del Estado y acciones ferroviarias. La
extraordinaria eficiencia del sistema bancario contribuyó decisivamente al desarrollo económico del Japón. La iniciativa gubernamental fue, como ya ha quedado dicho más arriba,
igualmente determinante. Además de retener el monopolio de correos y telégrafos, el Estado
estableció directamente las primeras factorías textiles (1870), de cemento (1875), de vidrio
(1876) y de hierro y acero (las Acerías Yawata, construidas en 1896). A partir de 1896, el
Estado nacionalizó la red ferroviaria, y en todo momento favoreció la industria nacional a través de subsidios y créditos, protección arancelaria, estímulos a la exportación y contratos
sustanciosos. Pero fue sobre todo el sector privado y en concreto, el sector textil (seda, algodón) y el comercio exterior los que hicieron de Japón en apenas veinte años una potencia
económica. Japón, en efecto, se convirtió en un gran exportador de seda natural y de tejidos
de seda y algodón. El valor de sus exportaciones se multiplicó por treinta entre 1878/82 y
1913/17. La exportación de seda en bruto pasó de 1.347 toneladas en 1883 a 9.462 toneladas para el período 1909-13. Los japoneses penetraron con inusitada fuerza en los mercados
norteamericano (seda) y chino y coreano (algodón). En 1877 sólo existían tres fábricas de
tejidos; en 1889 eran ya 83. El impulso industrializador se extendió además a otros sectores:
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destilerías, plantas químicas, papeleras, fábricas de suministros eléctricos, cristalerías, productos recauchutados, centrales lácteas. En 1893, se construyó la primera locomotora nacional. En 1896, comenzó la fabricación nacional de hierro y acero y en 1899, la de bicicletas
(que durante la I Guerra Mundial se exportarían a casi toda Asia). La producción de minerales Japón disponía de carbón y cobre- se multiplicó por diez entre 1885 y 1905. En 1870,
apenas si producía 250.000 toneladas de carbón; en 1914, llegaba a los 20 millones de toneladas. Cuatro grandes conglomerados industrial-financieros de base familiar o zaibatsu (Mitsui, Mitsubishi, Sumitomo y Yasuda) dominaron la economía japonesa, con fuertes lazos
además con la política: ello le dio un grado de concentración y cohesión extraordinarios. En
suma, la economía japonesa creció a un 4,4 por 100 anual entre 1880 y 1913. La población
creció de 35 millones de habitantes en 1873 a 55 millones en 1918. En 1873, el 70 por 100
de la población trabajaba en la agricultura; en 1918, sólo lo hacía el 50 por 100. Para ese
año, el 30 por 100 de la población vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes, localizadas en su mayoría en las áreas industriales y en la costa. El rapidísimo y formidable despegue industrial de Japón reforzó los sentimientos de identidad nacional y orgullo y conciencia
raciales del país. La idea básica de la revolución de 1868, hacer un país rico y un ejército
fuerte, parecía en la práctica conseguida. Japón, sus elites y su población, estaban imbuidos
de un fuerte sentido sobre su propia misión como nación y como pueblo. Significativamente,
la educación fue reformada en 1886 -por el ministro Mori Arinori-, de forma que se indoctrinase a los jóvenes en un sentimiento nacionalista de servicio al Estado, al Ejército y a la nación.
Más aún, el sintoísmo, la mitología tradicional japonesa convertida en religión oficial en 1868
(aunque budismo y confucianismo seguían constituyendo la base de las creencias religiosas
y éticas de los japoneses), pasó a formar parte central desde 1890 del sistema educativo,
como forma de reforzar el culto al Emperador y a los antepasados. El nacionalismo, un nacionalismo no articulado en teorías o textos ideológicos, era de hecho la fuerza colectiva que
sostenía e inspiraba la formación de Japón en un Estado moderno. El liberalismo no era una
tradición japonesa. Así, el movimiento hacia el gobierno parlamentario, que fue impulsado
primero por Itagaki Taisuke y Goto Shojiro -que en 1881 crearon el partido liberal o Jiyuto- y
luego por Okuma Shigenobu -fundador poco después del Kaishinto o partido progresista-, no
fue en realidad sino una escisión en el seno de la misma oligarquía gobernante, aunque tuviera un cierto apoyo popular. La misma Constitución, promulgada el 11 de febrero de 1889
(en vigor hasta 1947), elaborada principalmente por Ito Hirobumi y revisada por el Consejo
Privado del Emperador, se inspiró en la Constitución prusiana. Introducía el gobierno ministerial -que se implantó incluso antes de su promulgación, en 1885- y un sistema bicameral. Pero se trataba de una Constitución autoritaria y centralista, en la que el poder ejecutivo no era
responsable ante el Parlamento (o Dieta) sino ante el Emperador -que conservaba además el
poder legislativo supremo- y en el que el Ejército y la Marina quedaban al margen del propio
poder civil. La Cámara Alta era designada. La Cámara de Representantes era elegida, pero
originalmente el electorado supuso solamente el 1,24 por 100 de la población (lo que no impidió que las elecciones fuesen a menudo muy disputadas y violentas debido al fraccionalismo extremado de la propia oligarquía, y que las Dietas fueran muchas veces, y pese a la corrupción electoral, hostiles a los gobiernos designados por el Emperador). Se crearon nuevos
partidos políticos. En 1900, Ito y Saionji Kimmochi crearon el Seiyukai, o Sociedad de los
Amigos Políticos; en 1898, Itagaki y Okuma habían creado el Kenseito, o Partido de la Política Constitucional, del que, con posterioridad, nacerían el Kokuminto, o partido popular constitucional, y el Doshikai, o Alianza Constitucional, liderado por Katsura Taro. Pero los partidos
no eran sino entramados de clanes familiares y clientelas. Hasta 1900-1905, el verdadero
poder no lo formaban ni el gobierno ni los partidos ni las cámaras, sino los genró (o mayo res), el grupo no oficial de altos consejeros del Emperador (al que pertenecían muchos de los
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políticos citados como Ito, Matsukata, Yamagata, Saionji, Katsura, que se alternaron en la
jefatura del gobierno entre 1885 y 1913). Más aún: el "establishment" militar, controlado por
los clanes Choshu (ejército) y Satsuma (marina), formaba un grupo de poder separado e intocable, obediente únicamente al Emperador (que designaba a los ministros militares) e inspirado por una subcultura propia, impregnada de nacionalismo exaltado, antiparlamentarismo
y belicismo expansionista. El expansionismo militar del Japón fue, pues, la consecuencia casi
natural del engrandecimiento nacional que el país había experimentado desde 1868. El nuevo Japón dio pruebas de sus ambiciones tempranamente. En 1872, reclamó a China las islas
Riu-Kiu y en 1879 hizo de ellas una prefectura japonesa. En 1873, adquirió las islas Borin y
en 1875 se anexionó las Kuriles -previamente divididas entre Rusia y Japón-, a cambio de
renunciar a la mitad sur de la isla Sajalin en beneficio de Rusia. Las tensiones con China en
torno a Corea -protectorado chino, pero donde la influencia económica y política japonesa
había crecido considerablemente desde 1870 derivaron en una guerra abierta entre ambos
países, que estalló en el verano de 1894 cuando tropas de uno y otro país intervinieron en
Corea en apoyo de facciones políticas rivales. La transformación que Japón había experimentado quedó ahora de manifiesto. Desplegó un ejército de 420.000 hombres y una pequeña pero muy moderna y eficaz marina formada por unos 20 barcos de guerra de reciente
construcción. Japón obtuvo una serie de espectaculares victorias e impuso a China el tratado
de Shimonoseki (17 de abril de 1895), por el que se anexionó Formosa y la península de
Liaotung -ala que sin embargo renunció por presión de Rusia-, obligó a China a reconocer la
independencia de Corea y le exigió y obtuvo una fuerte indemnización de guerra. El milita rismo japonés recibió así un considerable impulso. Japón impuso ahora a las potencias occidentales la revisión de los "tratados desiguales" de 1858. Apoyó la insurrección nacionalista
anti norteamericana de Aguinaldo en Filipinas (1899-1902). Colaboró con las potencias occidentales en el aplastamiento de la rebelión xenofóbica de los boxers en China (1900). Y en
1902, firmó con Gran Bretaña una alianza defensiva -primer tratado en términos de igualdad
entre una potencia europea y una asiática-, inspirada en el interés mutuo de contener el expansionismo ruso en Asia. Precisamente, la rivalidad ruso-japonesa en torno al sur de Manchuria y Corea -áreas de influencia de ambos países- sería una de las principales consecuencias de la contienda de 1894 y la causa de la guerra que entre Rusia y Japón estallaría
en febrero de 1904 (y cuyos efectos sobre Rusia ya hubo ocasión de ver en el capítulo IV).
Como ya se indicó entonces, la guerra comenzó por un ataque por sorpresa lanzado por la
marina japonesa -muy reforzada desde 1895- contra la escuadra rusa estacionada en el
puerto chino de Port-Arthur, en la península de Liaotung. Los japoneses lograron, luego,
grandes victorias en las batallas del río Yakú y Mukden, en Manchuria, y finalmente, el 28 de
mayo de 1905, la escuadra del almirante Togo destruyó en su totalidad la flota rusa del Báltico en la batalla de Tsushima. Por el Tratado de Potsmouth (Estados Unidos), debido a la
mediación del Presidente norteamericano Roosevelt, Rusia cedió a Japón parte de la isla de
Sajalin, numerosas instalaciones portuarias y ferroviarias en la península china de Liaotung y
hubo de pagarle una fuerte indemnización de guerra. Japón, además, controló Corea, donde
impuso como Residente General a Ito Hirobumi, y, tras el asesinato de éste por nacionalistas
coreanos, se anexionó el país (22 de agosto de 1910). Cuando en 1912 murió el Emperador
Mutsu-Hito, Japón era un país rico. Producía hierro, acero, cemento, gas, electricidad, maquinaria, fertilizantes, barcos. La renta nacional creció entre 1890 y 1914 -verdadera época
de oro para la economía japonesa- en un 80 por 100. Disponía igualmente de un ejército
fuerte. Poco tenía que ver con el estereotipo almibarado -país exótico de costumbres y rituales armoniosos y delicados y sensibilidad y refinamiento exquisitos- creado por la moda japonesista occidental, cuya expresión pudieron ser los libros de Lafcadio Hearn y la ópera Madame Butterfly de Puccini (1904). A la muerte del Emperador, el general Nogi, uno de los
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héroes de la guerra contra Rusia, se suicidó a la manera tradicional de los samuráis como
manifestación de lealtad a su señor. Los grupos ultra nacionalistas violentos como el
Genyosha, o Sociedad del Océano Oscuro, y como el Kokuryukai, o Sociedad del Dragón Negro,
tenían desde principios de siglo una ascendencia social cada vez más acusada. El primer
gobierno formado bajo el nuevo Emperador, Yoshi-Hito, hubo de dimitir casi de inmediato por un
grave conflicto con los militares en torno a los presupuestos. El Ejército intervenía casi de forma
habitual para restablecer el orden público en las ocasiones en que, por distintos motivos
-sociales, políticos-, estallaban conflictos callejeros. Militares y ultra nacionalistas (como Toyama
Mitsuru, el inspirador del Kokuryukai) creían en la tesis del renacimiento de Asia bajo el liderazgo
militar e ideológico del Japón.
Militarismo nacionalista en Japón
No fue la revolución china, sino el militarismo japonés el elemento determinante de la revuelta de Asia. La razón de las agresiones japonesas contra China de 1932 y 1937 no fue sólo la
ambición territorial. Muchos de los oficiales del Ejército japonés estacionado en Kuantung que fueron quienes, a espaldas de Tokio, provocaron los incidentes que llevaron a la ocupación de Manchuria y a la guerra- pertenecían a los sectores más ultra nacionalistas del Ejército: creían fanáticamente en el destino de Japón como líder militar e ideológico de la rebelión
anti occidental de Asia. El mismo gobierno títere que Japón impuso en Nankín en 1940 bajo
la presidencia de Wang Jingwei- respondió en parte a esa visión. Wan Jingwei (1883-1944)
fue uno de los héroes de la revolución de 1911, amigo y colaborador próximo de Sun Yat-sen
y líder de la izquierda del Guomindang, y había ocupado altos cargos en el régimen de
Chiang Kai-shek. Su régimen tuvo el apoyo de muchos chinos de ideología pan asiática y
anti occidental. El militarismo ultranacionalista japonés era ya una realidad, como vimos, antes incluso de la I Guerra Mundial. Esta reforzó sensiblemente las posiciones internacionales
de Japón. Como resultado, Japón aumentó sus derechos en Manchuria del sur, se hizo con
algunas de las concesiones alemanas en China y en 1920, se adueñó, como mandatos de la
Sociedad de Naciones, de las islas Carolinas, Marshall y Marianas, antes alemanas. La industrialización japonesa recibió, además, un nuevo y considerable impulso. La sustitución de
importaciones, impulsada por el colapso del tráfico mundial, favoreció la producción nacional.
La disminución de la actividad comercial europea le permitió capturar gran parte de los mercados asiáticos. La expansión comercial japonesa fue espectacular; su marina mercante, por
ejemplo, duplicó su tonelaje. Pero la guerra mundial alteró también de forma notable la estructura de la sociedad japonesa. Por lo menos, generó un nivel de diversificación de la misma muy superior a la hasta entonces conocida. Provocó un aumento notable de la población
-estimado en un 6 por 100- y un gran crecimiento de la población industrial y urbana. Cuando
al normalizarse la situación económica en 1919 terminó la prosperidad de los años de guerra- que había ido acompañada de un fuerte proceso inflacionista-, el malestar social, las
huelgas industriales, la agitación rural (todo ello canalizado por el Partido Socialista, creado
en 1901, pero también por organizaciones anarcosindicalistas y comunistas creadas en la
posguerra), adquirieron considerable amplitud y dieron lugar en los años 1919-1923 a graves
y violentos disturbios. El terrible terremoto que Tokio sufrió el 1 de septiembre de 1923, que
produjo unos 200.000 muertos, vino a polarizar de forma dramática la situación social. La
tensión y el horror se canalizaron en actitudes xenofóbicas brutales contra inmigrantes coreanos y chinos; el gobierno desencadenó una dura represión contra todas las organizaciones
de izquierda ante la situación de subversión que, en su opinión, se había creado. La estructura de la política pareció también modificarse radicalmente. Los años de la posguerra vieron la
irrupción de las masas en la vida política. Significativamente, en septiembre de 1918 llegó al
poder Hara Takashi, un hombre de negocios, líder desde 1914 del Seiyukai, el partido liberal,
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primer plebeyo en llegar a la jefatura del gobierno en toda la historia del Japón. La política
japonesa de los años veinte y principios de los treinta giró en torno a los partidos Seiyukai y
Kenseikai (el partido conservador dirigido hasta 1926 por Kato Takaaki), que luego se reorganizó como el Minseito, y se asimiló razonablemente a los sistemas parlamentarios de los
países occidentales. Hara, por ejemplo, amplió considerablemente el electorado. El gobierno
que Kato presidió entre 1924 y 1926 introdujo el sufragio universal masculino (marzo de
1925), intentó reducir la influencia del Ejército, impulsó una política de conciliación hacia China y disminuyó el poder de la Cámara Alta: fue en buena medida un gobierno democrático. El
gobierno de Hamaguchi Yuko de 1929 a 1930 logró superar la grave crisis provocada por el
asesinato por militares japoneses del gobernador de la Manchuria china, Chang Tsolin, introdujo importantes recortes en los gastos militares y firmó el Tratado de Londres (22 de abril de
1930) que limitaba la fuerza naval de Japón. Liberalismo, civilismo y parlamentarismo, que
tuvieron su teorizador en el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Tokio, Minobe Tatsukichi, habían hecho, por tanto, progresos notables en Japón. El último gran
representante de los genró, el príncipe Saionji, que vivió hasta 1940 y murió con 91 años,
asesoró siempre al Emperador (desde 1926, Hiro-Hito) a favor de soluciones liberales y parlamentarias. Pero otras fuerzas colectivas habían tomado parecida o superior vigencia social.
Los partidos políticos habían ganado poder, pero sus conexiones con los intereses de las
grandes corporaciones o zaibatsu (del Seiyukai con Mitsui, y del Kensekai y del Minseito con
Mitsubishi) desprestigió la política a los ojos de muchos sectores de la opinión. La Ley de
Preservación de la Paz, aprobada en 1925, dirigida claramente contra la izquierda socialista
y comunista, limitó el alcance democrático que tuvo la extensión del sufragio. Hara fue asesinado en 1921 por un fanático ultraderechista; Hamaguchi sufrió un gravísimo atentado en
noviembre de 1930 del que murió un año después. Los mismos éxitos militares que Japón
había logrado durante la guerra mundial reforzaron el espíritu nacionalista de los militares. El
Ejército, seducido por la idea de la misión asiática de Japón, aparecía radicalmente divorciado del poder civil y veía con creciente hostilidad la política internacional de distensión seguida por los distintos gobiernos de los años veinte (que culminó en la etapa 1924-27 en la que
el barón Shidehara ocupó la cartera de Exteriores). Muchos oficiales jóvenes se dejaron ganar por las ideas del agitador y fanático ultranacionalista Kita Ikki (1883-1937), expuestas en
su libro La reconstrucción de Japón, en el que abogaba por la construcción de un imperio
japonés revolucionario, militar y nacionalsocialista mediante la fuerza, en el que el poder de
los partidos políticos y de los grandes consorcios financieros e industriales sería "restaurado"
al Emperador, como encarnación sagrada del Japón. Ya en 1927 se supo que unos doscientos oficiales ultra nacionalistas habían formado una sociedad secreta y que planeaban un
golpe militar. El "incidente de Mukden" - la explosión en septiembre de 1931, en aquella localidad, de un ferrocarril con tropas japonesas, que desencadenó la ocupación de Manchuriareveló la profunda extensión que la reacción militarista e imperialista había alcanzado en el
Ejército. La ocupación de Manchuria fue una decisión unilateral del Ejército de Kuantung. Las
órdenes del gobierno, presidido por Wakatsuki Reijiro, del Kenseikai, que supo tarde y mal lo
que se tramaba y que quiso detener la intervención militar, fueron ignoradas. Su sucesor,
Inukai Tsuyoshi, que, no obstante aceptar el "fait accompli" militar, aspiraba a controlar al
Ejército e incluso a detener las operaciones de guerra, fue asesinado por jóvenes ultra na cionalistas el 15 de mayo de 1932. Su muerte marcó el fin del gobierno de partidos. En adelante, el Emperador nombró gobiernos presididos por personas de su confianza, hombres
como el conde Saito, el almirante Okada, el diplomático Hirota, el general Hayashi, el príncipe Konoye, que no procedían de los partidos políticos, y que parecían tener suficientes autoridad y prestigio ante el Ejército y la Marina como para canalizar desde arriba las ambiciones
del militarismo. De esa forma, Japón se vio arrastrado hacia una política exterior cada vez
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más condicionada por las exigencias de la guerra y de la expansión territorial en el continente, lo que además favoreció positivamente la rápida y notable recuperación económica que el
país experimentó desde 1932, tras tres años de profunda recesión, consecuencia de la crisis
mundial de 1929. Al tiempo, el país quedó gobernado por gobiernos débiles y no parlamentarios, en una situación pública progresivamente deteriorada por la violencia militar y por las
luchas faccionales por el poder que surgieron en el interior del propio Ejército. El episodio
más grave tuvo lugar el 20 de febrero de 1936. Al día siguiente de las elecciones generales
en las que el partido constitucional Minseito resultó ganador, unos 1.500 jóvenes oficiales de
la guarnición de Tokio, identificados con el Kodo-ha (o Escuela de la Vía Imperial), una de las
facciones ultra nacionalistas del Ejército liderada por los generales Haraki y Mazaki, intentaron un golpe de Estado, asesinando a los ex-jefes del gobierno Sato y Takahashi y a otras
conocidas figuras de la vida pública. El "putsch" no prosperó por la firme actitud del Emperador: diecisiete rebeldes -y con ellos Kita Ikki, implicado en la trama- fueron ejecutados. Pero
significativamente, el fracaso del "putsch" no sirvió sino para el reforzamiento del propio Ejército como institución y de la facción Tosei-ha (o Escuela del Control), integrada por militares
igualmente nacionalistas y decididamente favorables a la guerra con China, como los generales Nagata, Hayasi, Terauchi y Tojo. Aunque en las elecciones de abril de 1937 se produjo
una nueva afirmación de los partidos Minseito y Seiyukai, el Emperador encargó el 3 de junio
la formación de gobierno al príncipe Konoye, un hombre joven y respetado, de educación
liberal y no militarista. Era inútil: el gobierno Konoye se vio arrastrado en tan sólo un mes a la
guerra con China por los incidentes que el 7 de julio se produjeron en las afueras de Pekín
entre tropas chinas y tropas japonesas del Ejército de Kuantung que merodeaban contra todo
derecho por la zona. La guerra chino-japonesa, que se diluyó y prolongó en la II Guerra
Mundial, fue una catástrofe en términos humanos y materiales para ambos países. Políticamente, para China el resultado último fue el triunfo comunista de 1949. Para Japón, supuso
el principio de su locura imperialista en pos de la creación de un Nuevo Orden en Asia. En
1940 invadió Indochina. Luego, tras destruir en diciembre de 1941 la flota norteamericana del
Pacífico, en 1942 ocupó Birmania, Malasia, Singapur, Filipinas, Indonesia y otras islas del
Pacífico, "liberando" del poder occidental a unos 450 millones de asiáticos. China perdió entre 3 y 13 millones de personas entre 1937 y 1949; Japón, millón y medio. En su obra maestra, la novela corta El corazón de las tinieblas (1902), el escritor Joseph Conrad había escrito
una historia que, cualquiera que fuese su intención, parecía una metáfora de la expansión
colonial europea: como descubre Marlow, el protagonista de la narración, al penetrar en África los europeos descubren el horror de su propia ambición, encarnado en la locura de Kurtz,
el capitán de navío perdido en el interior del Congo. La reacción anticolonial y anti occidental
de los pueblos africanos y asiáticos produjo a su vez sus propios horrores. El Shah Reza
Pahlevi y el mufti, y líder, palestino al-Husseini favorecieron a, o colaboraron con, la Alemania de Hitler. China quedó asolada por el nacionalismo, la revolución, la guerra civil y las
agresiones japonesas. Japón, el país que encabezó la revuelta de Asia, derivó hacia una
forma de fascismo militar desde arriba: en diciembre de 1936, se adhirió al Eje Berlín-Roma.
El sueño de Gandhi, una India libre y armónica guiada por el principio de la no violencia e
inspirada en las virtudes sencillas de la vida de aldea y en la verdad profunda de su espiritualidad, terminó en la violentísima partición del subcontinente en dos Estados divididos por criterios religiosos y étnicos (India y Pakistán), proceso en el que pudieron perder la vida, por
unas razones u otras, unas 200.000 personas. Gandhi mismo fue asesinado por un extremista hindú, Nathuram Godse, en Delhi, el 30 de enero de 1948.
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El fracaso de China
La reacción china al desafío occidental -que había comenzado antes, hacia 1830-40, y por
los mismos motivos, apertura de puertos al comercio internacional- fue muy distinta a la japonesa. Fue una reacción vacilante, contradictoria, débil e insuficiente, marcada por la aparición de sentimientos xenofóbicos de rechazo del mundo occidental y afirmaciones del tradicionalismo chino. Ello, por distintas razones. La modernización de China habría sido en cualquier caso muy difícil. Las mismas dimensiones del país la convertían en empresa casi inabordable. El Imperio, pese a la extrema centralización del poder en el Emperador y a la
complejidad de su burocracia (del mandarinato), no disponía de los instrumentos esenciales
del Estado moderno: gobierno ministerial, presupuestos, cuerpos de seguridad eficaces, sistema nacional de educación, administración local y provincial, academias militares, organización judicial. En claro declive desde finales del siglo XVIII, su fragilidad quedó de manifiesto
sobre todo en la rebelión Taiping, una violenta y amplia sublevación campesina, a la vez teocrática, anti-dinástica, milenarista e igualitaria que sumió al país en la guerra civil entre 1850
y 1864. El mismo burocratismo tradicional de la administración imperial, pilar fundamental del
Estado y de la sociedad, operaba contra el desarrollo de toda iniciativa social autónoma y
privada. Conceptos como individuo, empresa y mercado carecían de sentido en una sociedad patriarcal y jerarquizada, basada en la familia campesina y en la ética confuciana que
enfatizaba las virtudes de la cortesía y la etiqueta, de la obediencia y la aceptación pasiva del
destino. La elite china, incluidos muchos de sus miembros más reformistas y occidentalizantes como Tsen Kuo-fan y Li Hung-chang, comulgaba en un chino centrismo que concebía
China como un imperio universal, distinto y autosuficiente, estructurado sobre unos sistemas
educativos, unas tradiciones, una administración estatal y una cultura que se estimaban decididamente superiores, que en todo caso únicamente podía requerir su "auto reforzamiento"
mediante la incorporación de tecnología y armamento occidentales. Dadas las características
del Imperio y de la sociedad, la modernización de China sólo podía ser resultado, como la de
Japón, de una "revolución desde arriba". Pues bien, en China, a diferencia del caso japonés,
el mismo carácter extranjero (manchú) de la dinastía reinante limitaba su autoridad moral
para movilizar el cuerpo social del país en el gran empeño nacional que su transformación
exigía. Más aún, la personalidad más influyente en el Estado, la emperatriz viuda Cixi (Ts'enhi), regente desde 1861 a 1908 de los emperadores T'ung Chich y Guang-Xü, libró apoyada
por los sectores más reaccionarios de la Corte una permanente pugna contra todo intento de
occidentalización, reforma y apertura. China, con todo, pudo convivir con las numerosas concesiones que se vio forzada a hacer a las potencias occidentales tras su derrota en las lla madas "guerras del opio" de 1840-42 y 1856-58. En 1842, cedió Hong Kong a Inglaterra y
abrió cinco de sus puertos al tráfico comercial y al establecimiento de agentes europeos,
concesiones que en 1858 amplió a otras once localidades. Tuvo que aceptar que se creara
un Servicio de Aduanas Marítimas bajo control británico. Rusia se anexionó un territorio al
norte de China, al este del río Amur, donde creó Vladivostok en 1860. Francia asumió en
1883 el protectorado del reino de Annam, reino vasallático de China, que enseguida extendió
a toda Indochina, región tradicionalmente sometida a la influencia china. Inglaterra, a su vez,
se anexionó Birmania en 1885-86. La humillación que ello supuso -por más que las concesiones se legitimaran como una forma de "usar a los bárbaros para contener a los bárbaros"precipitó una primera y cautelosa política de reformas, asociada a las iniciativas que, entre
1863 y 1893, impulsó Li Hung-chang (1823-1901), un miembro de la alta burocracia imperial,
enérgico, realista e inteligente, "el Bismarck del Este", a quien el Emperador encargó la dirección de las relaciones exteriores y la adquisición de tecnología extranjera. En efecto, a lo
largo de esos treinta años, se establecieron escuelas de lenguas extranjeras, fábricas de ar86
mas, algún astillero, se empezó la explotación de minas de carbón y hierro (1876), se enviaron estudiantes a Estados Unidos, se crearon academias militares, se introdujo el telégrafo
(1879), se inició la construcción del ferrocarril (1881), se reorganizaron el Ejército y la marina,
y se construyeron algunas fábricas de tejidos y de papel. Pero todo ello era muy poco y llegaba demasiado tarde. El Imperio chino perdía además su hipotética hegemonía entre los
propios pueblos asiáticos. La derrota en la guerra de 1894-95 ante Japón, país que debía a
China su escritura, muchas de sus costumbres, la religión budista y sus técnicas y formas
artísticas, abrió una gravísima crisis nacional que conllevaría, entre otras cosas, la caída del
propio Imperio en 1911. La derrota del 95 supuso, en efecto, una humillación nacional probablemente menos admisible para la conciencia china que las sufridas ante los occidentales.
Japón se apoderó de Formosa y desplazó a China de Corea. Pero, además, las presiones
occidentales se redoblaron. En 1898, China hubo de ceder Dairen-Port Arthur a Rusia, que
logró además que se le reconociera el derecho a construir ferrocarriles en Manchuria, para
terminar el Transiberiano; y ceder Qingdao a Alemania, Weihaiwai a Inglaterra y Guangzhouwan a Francia. Políticamente, el resultado fue un grave descrédito para la dinastía, por lo
que pareció como una evidente incapacidad para defender la integridad territorial del Imperio.
Entre 1895 y 1911, se registraron hasta diez intentos revolucionarios, protagonizados por
sociedades secretas y nacionalistas como el Guomindang, creado en 1891, o la Liga para
Salvar China, organizada en 1894 por el doctor Sun Yat-sen (1866-1925), un intelectual cantonés occidentalizado y cristiano, educado en escuelas anglosajonas de Hanoi y Hong-Kong,
de ideas republicanas y nacionalistas (en su exilio en Japón en 1895, por ejemplo, había frecuentado a Toyama Mitsuru). Pero, además, la crisis del 95 provocó una ruptura insalvable
en el seno del poder imperial entre dos concepciones distintas sobre la modernización y el
destino de China: entre una concepción tradicionalista que veía en el repliegue hacia las
ideas confucianas y hacia los valores de la tradición china la vía hacia la salvación del país; y
una concepción reformista y progresiva, que enfatizaba el ejemplo japonés como el camino a
seguir para impulsar la regeneración nacional. A corto plazo, pareció que la vía hacia las reformas podría imponerse. El Emperador Guang-Xü, asesorado por un grupo de intelectuales
reformistas (Kang You-wei, Liang Quichao, Tan Ssu-Tung), promulgó entre el 11 de junio y
21 de septiembre de 1898 ("los Cien Días") un total de cuarenta decretos que, de haberse
llevado a la práctica, habrían cambiado China, pues incluían la abolición del sistema tradicional de exámenes para funcionarios imperiales, la adopción de instituciones y métodos occidentales de educación, la creación de una Hacienda moderna, la autorización para la fundación de periódicos y asociaciones culturales y políticas, la formación de un ejército nacional e
incluso la concesión al pueblo del derecho de petición ante el gobierno (que algunos de los
reformistas esperaban transformar en un gobierno constitucional). Pero el plan reformista fue
abortado por un golpe de Estado palaciego de los elementos conservadores de la Corte liderados por la Emperatriz viuda (que confinó al Emperador hasta su muerte en el interior del
recinto imperial). La reacción conservadora estimuló la xenofobia popular, como forma de
canalizar la crisis interna del Imperio contra las potencias extranjeras, so pretexto de las nuevas concesiones arrancadas en 1898. La reacción popular estalló en junio de 1900, luego
que la Corte rechazara una nueva petición occidental, esta vez italiana. Tomó la forma de un
levantamiento de masas -en parte espontáneo, en parte inducido por elementos de la Corte-,
coordinado por sociedades secretas de inspiración religiosa, como la Sociedad de los puños
de la justicia y la concordia o boxers (boxeadores), que se extendió por las provincias de
Shandong, Shaanxi, el sur de Manchuria y Jilin. Varios centenares de misioneros, símbolo de
la influencia occidental, y de chinos cristianos fueron asesinados, numerosas iglesias quemadas, y líneas de ferrocarril y teléfono destruidos. Cuando el 20 de junio la Corte declaró la
guerra a las potencias extranjeras -que habían exigido protección para sus súbditos, la diso87
lución de los boxers y castigos ejemplares para los rebeldes, y que habían amenazado con
intervenir militarmente-, los boxers pusieron sitio a las legaciones extranjeras (un total de
458: el embajador alemán fue asesinado) y a la catedral católica de Pekín, cortaron las comunicaciones entre esta ciudad y Tianjin (Tientsin, puerto clave para un posible ataque extranjero)e hicieron retroceder a la pequeña columna naval de unos 2.000 hombres que Inglaterra había desembarcado. Una fuerza militar internacional con tropas de varios países (Alemania, Rusia, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Japón, Italia), mandada por el mariscal alemán Waldersee, puso fin al conflicto. El 14 de agosto fueron liberadas las embajadas y
Pekín fue ocupada militarmente y saqueada por las tropas expedicionarias: alemanes y rusos
desencadenaron una durísima represión. El 7 de diciembre de 1901, China tuvo que aceptar
el Protocolo de Pekín, por el que debía pagar indemnizaciones por valor de unos 800 millones de dólares y aceptar revisiones arancelarias y distintas exigencias de carácter militar,
como el establecimiento de tropas extranjeras en su territorio. La "rebelión de los boxers",
que venía a ser la culminación de la paulatina desintegración del Imperio y de la penetración
occidental, fue ya el acto final de la gran crisis china. Reafirmó los sentimientos anti occidentales de la población y desacreditó definitivamente a la dinastía Qing. Ello supuso un considerable reforzamiento del movimiento nacional y republicano de Sun Yat-sen (que encontró a
partir de entonces considerables apoyos y simpatías entre estudiantes y militares jóvenes),
que pronto además iba a recibir dos nuevos impulsos: la victoria japonesa sobre Rusia en
1905 galvanizó al nacionalismo revolucionario chino; la muerte del Emperador y de la Emperatriz viuda en 1908 -y el nombramiento como Emperador de un niño de 2 años, Pu-Yi- crearon un verdadero vacío de poder en la cúpula imperial. Todavía entre 1901 y 1910, los elementos moderados de la Corte, que pudieron desplazar a los consejeros más reaccionarios
tras el desastroso episodio de los boxers, intentaron una tercera vía hacia la reforma, una
reforma controlada y conservadora que incluyó un programa de industrialización con créditos
y capitales extranjeros, la construcción de unos 9.000 kilómetros de ferrocarril, la creación de
ministerios modernos, la abolición del sistema tradicional de exámenes, la aprobación de códigos legales occidentales, la reforma del Ejército (emprendida por Yuan Shikai), el desarrollo
de minas, bancos y distintas industrias que se establecieron en Shanghai y en los grandes
puertos, importantes reformas educativas e incluso el estudio de un posible sistema constitucional. Pero todo resultaría ya inútil: el fracaso secular de la modernización desembocó en la
revolución. Al hilo de la gran victoria japonesa de 1905, Sun Yat-sen creó en 1905 la liga
Unida (Tangmeng Hui), basada en los principios del nacionalismo, la democracia y el socialismo. El programa de la Liga de 1905 apelaba a la expulsión de los manchúes, a la restauración de China a los chinos, al establecimiento de la república y al reparto igualitario de la tierra. Sun Yat-sen preveía una revolución tutelada desde arriba y estructurada en tres etapas
de forma que, tras un período de gobierno militar, se instauraría un segundo período de gobierno provisional constitucional para desembocar, tras algunos años, en un gobierno del
pueblo bajo una Constitución democrática. La Liga Unida se infiltró con notable éxito en medios militares, intelectuales, universitarios y aun en la propia administración. La reforma conservadora, por otra parte, tropezó con numerosas dificultades y abrió un proceso de agitación
política, social y cultural que el poder no pudo ya controlar. Las Asambleas provinciales y una
Asamblea nacional que se reunieron en 1910 para preparar la reforma constitucional del país
se convirtieron en plataformas de acusación contra el régimen. La revolución fue un hecho
poco espectacular y escasamente dramático. Cuando la policía quiso arrestar a un grupo de
oficiales de Wuchang (en la provincia de Hubei), supuesto núcleo central de la conspiración,
los oficiales se sublevaron (10 de octubre de 1911): en menos de dos meses, casi todos los
regimientos de las provincias del centro y sur del país se pronunciaron contra el gobierno sin
apenas lucha. El 8 de noviembre, la Asamblea Nacional designó primer ministro al general
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Yuan Shikai que inició negociaciones con los sublevados que controlaban la mitad sur del
país, donde el 30 de diciembre, en Nankín, una asamblea revolucionaria proclamó a Sun Yatsen, recién llegado del exilio, presidente de las Provincias Unidas de China. El 12 de febrero
de 1912, abdicó el jovencísimo Emperador. Tres días después, tras la renuncia de Sun Yatsen, que quiso facilitar la unificación del país, Yuan Shikai fue elegido presidente provisional
de la República de China. En marzo de 1912, se aprobó una Constitución Provisional, que
preveía la convocatoria de una asamblea democrática constituyente. Pero tras sofocar una
segunda revolución protagonizada por el Guomindang, el partido nacionalista reorganizado
en 1912 por Sun Yat-sen, Yuan Shikai fue elegido Presidente efectivo de la República; detuvo, luego, el proceso constitucional y finalmente, ya en mayo de 1914, se auto concedió un
mandato presidencial de diez años, con plenos poderes. Era de hecho una dictadura militar y
contrarrevolucionaria. Pero la nueva República china era cuando menos el embrión de un
régimen verdaderamente nacional.
Revolución nacionalista en China
El mismo Malraux, en su ensayo La Tentación de Occidente que publicó en 1926, veía a Europa como "un enorme cementerio donde no duermen sino conquistadores muertos", como
un conjunto de "sombras ilustres", como una "raza desesperada". Malraux creía, pues, que
Europa estaba agotada. Como revelarían sus novelas Los conquistadores (1928) y La condición humana (1933), la revolución que él quería tendría por escenario Asia. Y en efecto, la
revuelta de Asia se completó en la década de 1920. En Turquía, tras abolir el sultanato y el
califato y proclamar la República, Kemal introdujo, bajo un sistema presidencialista que él
mismo presidió hasta 1938, el sufragio universal (para varones mayores de 18 años), el sistema parlamentario, aunque con elecciones indirectas y en un régimen que era en la práctica
de partido único, del Partido del Pueblo. Kemal, además, secularizó el Estado y occidentalizó
la sociedad, imponiendo la emancipación de las mujeres, el vestido occidental -el sombrero
pasó a ser símbolo del progreso-, el alfabeto latino, el sistema patronímico occidental y el
sistema métrico decimal: en 1933, inició un ambicioso programa dé industrialización bajo
control del Estado. En Persia, Reza Khan (1877-1944), un militar nacionalista, cumplió un
papel análogo. Dueño del poder por un golpe de fuerza desde 1921, depuso al Shah (1925)
y, ante la oposición a la república del clero Shiita, entronizó su propia dinastía, a la que denominó Pahlévi. Reza hizo de Persia, a la que en 1935 redenominó Irán, un país moderno.
Reorganizó el Ejército, la educación y la administración del Estado, introdujo el sistema judicial francés (1927), inició la industrialización y la construcción de infraestructuras modernas
(ferrocarriles, carreteras), limitó el poder del clero y renegoció con Gran Bretaña en términos
favorables para su país los acuerdos de explotación del petróleo firmados a principios de siglo. Pero la revolución que la fantasía aventurera de Malraux soñaba, iba a ser muy diferente. Se localizó en China, fue resultado de una historia compleja e imprevisible y tuvo ciertamente el destino a la vez heroico y trágico que Malraux creía consustancial a las revoluciones. Ante todo, la dictadura de Yuan Shikai había hecho imposible que la revolución de 1911
desembocase en un régimen constitucional y liberal. Luego, durante la guerra mundial, Japón
había impuesto con las llamadas 21 condiciones ante las que China tuvo que capitular, una
especie de protectorado económico -ampliando sus derechos sobre Manchuria, Shandong y
Fujian- lo que había generado una intensa reacción nacionalista particularmente notable en
las provincias del Sur. En esas circunstancias, que desacreditaron profundamente a la dictadura, la muerte de Yuan Shikai en junio de 1916 abrió una gravísima crisis de Estado que se
prolongó durante 12 años, al hilo de la cual se hizo posible primero y se decidió después el
destino de la revolución malrauxiana. La muerte de Yuan provocó la desintegración del poder
central y la afirmación de la autoridad territorial autónoma de los jefes militares de las regio89
nes, de los señores de la guerra como se les denominó, a veces simples bandidos, hombres
como Yen Hsi-shan, que retuvo su autoridad sobre la provincia de Shanxi hasta 1949, o como Chang Tsung-ch'ang, el gobernador militar de Shandong, o Ma Hung-kuei, señor del noroeste de China, Chang Tsolin, de Manchuria, o Feng Yü-hsiang, el general cristiano que
mandaba en otra región del Norte. Un poder nominal chino continuó existiendo en Pekín,
donde se sucedieron gobierno tras gobierno (hubo incluso un intento frustrado de restaurar al
Emperador Pu-Yi), que en la práctica no ejercían autoridad ni siquiera sobre su entorno territorial. En el Sur, en Wandong (en Cantón), se produjo una secesión de hecho al restablecer
Sun Yat-sen, exiliado durante la guerra, con apoyo de los jefes militares de la región, un gobierno republicano que rechazó la autoridad de Pekín y se autoproclamó como el único gobierno legítimo de China. El país estaba literalmente arruinado: guerras interprovinciales,
bandidismo, hundimiento del comercio interior, destrucción de las vías de comunicación,
hambre, miseria rural, colapso total de las grandes ciudades y puertos destruyeron la economía y todo el orden social y político. Shanghai, carente de todo control, se transformó en el
centro mundial del tráfico de opio y de toda clase de drogas bajo el dominio del hampa local.
La reconstrucción de China, al hilo de la cual surgiría la posibilidad de la revolución comunista, fue el resultado de la doble revolución cultural y política que se gestó en los mismos años
de caos y confusión que siguieron a la dictadura de Yuan Shikai, como reacción precisamente al proceso de degeneración política y social y a la situación de vacío de poder que se
habían creado. La revolución cultural, el renacimiento chino como lo llamó uno de sus inspiradores, el filósofo y ensayista Hu Shih (1891-1962), fue básicamente una revolución de intelectuales y estudiantes, muchos de ellos, como el propio Hu Shih, educados o en Estados
Unidos o en los colegios de las misiones religiosas extranjeras. En términos filosóficos, supuso una reacción contra la influencia del pensamiento y la filosofía confucianos, como responsables de la decadencia nacional y fundamento del orden tradicional chino. En términos lingüísticos y literarios, fue una ruptura con los escritores clásicos y con la lengua clásica, e impulsó la creación de una nueva literatura y el uso literario de la lengua vernácula y cotidiana,
con el fin de abordar la verdadera realidad de la sociedad china contemporánea, tal como
hizo, por ejemplo, Lu Hsun (1881-1936), el autor de Diario de un loco, el gran escritor chino
de su generación. La revolución cultural tuvo su centro en la Universidad de Pekín, que subsistió precariamente gracias al esfuerzo de su rector, Tsai Yuan-pei, un antiguo ministro de
educación que aglutinó a un núcleo de profesores notables, como Hu Shih y Chen Duxin
(1879-1942), el decano de la Facultad de Letras, director de La Nueva juventud, revista crítica de toda la cultura tradicional, e impulsor de una Sociedad para el Estudio del Marxismo.
Pero se extendió a partir de 1920 a otras universidades y centros del país (en Nankín, Tientsin, Shanghai y otras localidades), muchos de ellos privados y los más, financiados por capital norteamericano. Por debajo de la descomposición política y social, la China de los años
1919-1928 fue un hervidero de incitaciones intelectuales. A modo de ejemplo, en 1919 la
Universidad de Pekín invitó al filósofo norteamericano John Dewey, principal exponente del
pragmatismo filosófico y de las ideas liberales y democráticas de su país, a pronunciar algunas lecciones: permaneció dos años en China y dio unas 150 conferencias por todo el país.
El renacimiento cultural chino adquirió dimensión política cuando el 4 de mayo de 1919, como protesta por la adjudicación a Japón en el Tratado de Versalles de las antiguas concesiones alemanas en China, profesores y estudiantes de la Universidad de Pekín organizaron
grandes manifestaciones de protesta, prolongadas con huelgas y nuevas manifestaciones en
Shanghai, Cantón y otras ciudades importantes. El Movimiento del 4 de mayo reveló la profunda conciencia a la vez nacionalista y reformista de la elite intelectual y universitaria. Un
hecho, pues, resultaría evidente desde ese momento, como ya observara Dewey: la China
caótica y desvertebrada de los señores de la guerra era incompatible con la China del rena90
cimiento intelectual y nacionalista. La revolución política nacional tuvo su centro en el Sur, en
el régimen que Sun Yat-sen había logrado estabilizar en Cantón. Depuesto en 1922 por uno
de sus jefes militares, Ch'en Chiu'ng-ming, Sun Yat-sen reorganizó el Guomindang -unos
150.000 afiliados-, buscó por razones tácticas la cooperación con la Internacional Comunista,
que desde el congreso de Bakú del verano de 1920 había incluido a China como uno de los
objetivos del movimiento de liberación de los pueblos oprimidos, y tras recuperar el poder en
Cantón en 1923, fusionó el Guomindang con el minúsculo Partido Comunista Chino, que se
había creado en Shanghai en julio de 1921 por iniciativa de intelectuales y jóvenes vinculados al movimiento del 4 de mayo (Chen Duxin, Li Dazhao, el bibliotecario de la Universidad
de Pekín, Mao Zedong, su ayudante, Peng Pai u otros). El objetivo era lograr la unidad nacional, como quedó explicitado en el acuerdo que en enero de 1923 firmaron Sun Yat-sen y
el representante de la Internacional Adolf Joffe. Como aspiraciones ideales, se adoptaron
aquellos mismos "tres principios del pueblo" -nacionalismo, democracia, bienestar popularque Sun Yat-sen había desarrollado mucho antes, a principios de siglo. El programa del nuevo Guomindang, redactado por el agente soviético Mijail Borodin, garantizaba las libertades
constitucionales esenciales, planteaba una redistribución igualitaria de la tierra y la nacionalización de empresas privadas nacionales y extranjeras de carácter monopolista (bancos, ferrocarriles, marina mercante); prometía también la anulación de todas las concesiones comerciales y portuarias hechas a los países extranjeros. Los asesores soviéticos hicieron del
nuevo Guomindang un partido centralizado y disciplinado al estilo del Partido Comunista de
la URSS. En mayo de 1924, fundaron la Academia Militar de Whampoa para reorganizar al
ejército chino, bajo la dirección de Chiang Kai-shek (o Jiang Jiehi, 1887-1975), un militar nacionalista, ascético y enérgico, con un joven comunista de origen acomodado, Zhou En-lai
(1898-1976) como director político del nuevo centro. La URSS envió instructores militares,
agentes políticos, armas en abundancia y fondos cuantiosos. Los comunistas implantaron
sus organizaciones políticas y sindicales en las principales ciudades y en algunas zonas rurales. El Ejército del Guomindang, bajo el mando de Chiang Kai-shek, líder del partido a la
muerte de Sun en 1925, inició así, en 1926, la reconquista del país, la "campaña del Norte",
precedida en muchos puntos por huelgas y manifestaciones desencadenadas por el Partido
Comunista. Las columnas del propio Chiang avanzaron por el interior, tomando la provincia
de Hunán, y luego, Hankón y Wuchang (octubre de 1926). Las columnas comunistas, dirigidas por Borodin, penetraron por la costa hasta Shanghai y Nankín, que tomaron en marzo de
1927: el posterior avance sobre Pekín fue detenido por las tropas japonesas estacionadas en
puertos cercanos. Inesperadamente, el 12 de abril de 1927, Chiang dio un golpe de Estado
contra la izquierda del Guomindang y contra los comunistas, arrestando y ejecutando a varios miles de ellos (a veces, como en Shanghai, con apoyo del hampa). Los consejeros rusos
fueron expulsados. La insurrección que los comunistas intentaron organizar en Cantón y
otros puntos fue aplastada. La revolución china, la revolución de Malraux, había fracasado.
Sólo algunos dirigentes comunistas (Mao Zedong, Zhu De, Zhou En-lai) lograron sobrevivir;
se refugiaron en las montañas del interior de la provincia de Hunán y desde allí, organizaron
un llamado "ejército rojo" e iniciaron, sobre la base del apoyo campesino, la resistencia guerrillera contra el régimen de Chiang. Este relanzó su ofensiva sobre el Norte, en colaboración
incluso con algunos de los antiguos "señores de la guerra". Tras nuevos choques con tropas
japonesas, Pekín fue ocupado el 8 de junio de 1928 (aunque Chiang estableció la capital en
Nankín). Parte de Manchuria continuaba bajo ocupación japonesa. Seguía habiendo fuerzas
extranjeras en los puertos y localidades que les habían sido concedidos en el pasado. Ni todos los "señores de la guerra" ni el puro bandidismo habían sido o sometidos o exterminado.
Pero en apenas tres años, Chiang Kai-shek había conseguido la reunificación de gran parte
de China. Militante del Guomindang desde antiguo, Chiang creyó siempre que sólo la fuerza
91
militar podría garantizar la unidad china y la independencia nacional. Dueño de la situación,
estableció un régimen presidencialista y militar, que, a veces, en los años treinta, adquirió
connotaciones fascistizantes, como cuando creó la organización de Camisas Azules, al estilo
de los partidos fascistas europeos, o luego en 1934, cuando se organizó el Movimiento de
Nueva Vida para educar a la sociedad en las viejas virtudes -sentido moral, cortesía, austeridad- de la tradición china. Aunque en 1931 se aprobó una Constitución que establecía la división de poderes -los tres clásicos: ejecutivo, legislativo y judicial, más dos inspirados en
ideas de Sun Yat-sen: el de control y el de exámenes- fue de hecho Chiang quien, con el
apoyo del Ejército, ejerció realmente el poder, asumiendo la jefatura del gobierno y la del
Guomindang, único partido autorizado. Chiang Kai-shek modernizó el aparato administrativo
del Estado: los ministerios, los presupuestos, las academias militares, los códigos civiles y
comerciales, etcétera. Se introdujo un moderno sistema bancario y financiero: se creó un tipo
de papel moneda uniforme para todo el país. Se iniciaron grandes obras públicas: obras
hidráulicas, construcción de miles de kilómetros de ferrocarriles y carreteras, teléfonos, telégrafos, líneas aéreas, repoblación forestal. La reforma agraria del programa del Guomindang
no fue, por el contrario, ni siquiera abordada. Pero la producción industrial y minera (carbón,
hierro, estaño), buena parte de ella de capital extranjero, creció notablemente: el índice de la
producción pasó de 100 en 1933 a 110,4 en 1937. El gobierno, no obstante el control que
ejerció sobre la vida intelectual en grave detrimento de la cultura, hizo también un ingente
esfuerzo educativo lo mismo en enseñanza primaria y secundaria que en el ámbito universitario. China tenía en 1933 cuarenta universidades y veintinueve escuelas técnicas; la biblioteca nacional de Pekín, construida merced a donaciones norteamericanas, era una de las
mejores de Asia. El régimen de Chiang fue obsesivamente anticomunista, reprimió con dureza extrema a las células clandestinas del Partido y a sus hipotéticos colaboradores y simpatizantes, y lanzó varias ofensivas militares para acabar con la guerrilla comunista. Era dudoso,
sin embargo, que los comunistas constituyeran una verdadera amenaza. La represión de
1927 había reducido sus efectivos de unos 60.000 a unos 30.000. En diciembre de 1931,
Mao Zedong había fundado una república soviética en la provincia de Jiangxi, en el sur, pero
cercados por las tropas gubernamentales, los comunistas debieron emprender (octubre de
1934 a octubre de 1935) una "larga marcha" de unos 10.000 kilómetros, primero hacia el
oeste y luego hacia el norte, en la que perdieron unos 100.000 hombres (aunque con lo que
restó del "ejército rojo", Mao pudo estabilizarse y reorganizar la resistencia en la provincia de
Shaanxi). Menos aún eran un problema para la nueva China las potencias occidentales. Ya
en la Conferencia de Washington de 1922, se había firmado a iniciativa de Estados Unidos país que de antiguo venía manteniendo una especial actitud hacia China para contener el
expansionismo japonés y europeo- un tratado (suscrito por Gran Bretaña, Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Portugal, China, Japón y Estados Unidos) por el que se garantizaba la soberanía e integridad territorial de China. En 1924, la Unión Soviética renunció a sus derechos
de extraterritorialidad y a las concesiones portuarias que la Rusia zarista había arrancado a
China. Estados Unidos entregó ese mismo año al gobierno chino 6 millones de dólares como
indemnización por la guerra de los boxers. Inglaterra entregó en 1927 las concesiones en
Hanken y Kinkiang (después de que el año anterior hubiera huelgas y manifestaciones de
inspiración comunista contra la presencia de barcos ingleses en Shanghai y Cantón); en
1930, devolvió Weihaiwai. Entre 1928 y 1930, China pudo renegociar todos los tratados comerciales y recobrar su plena autonomía aduanera. El gran problema para China seguía
siendo Japón. Chiang, convencido de la superioridad militar japonesa y de que la prioridad
militar de su régimen era acabar con la guerrilla comunista, quiso eludir tensiones y prefirió
ignorar las presiones irredentistas del nacionalismo chino sobre Manchuria y sobre los restantes enclaves ocupados por los japoneses, si bien en 1928 se decretó un boicot a los pro92
ductos japoneses para protestar por las intrusiones de Japón durante el avance hacia el Norte de los años 1926-27 (que ya quedaron mencionados). La realidad de la amenaza japonesa
se precisó en 1931. Tres años antes, oficiales del Ejército japonés estacionado en Kuantung
(sur de Manchuria) habían ya provocado un gravísimo incidente al asesinar el 4 de junio de
1928 al gobernador de la Manchuria china, Chang Tsolin. Ahora, el 18 de septiembre de
1931, con el pretexto de la explosión que se había producido en una línea de ferrocarril en
Mukden al paso de tropas japonesas que realizaban ejercicios de maniobras, el mismo Ejército de Kuantung atacó y ocupó varias localidades chinas y poco después, febrero de 1932,
completó la ocupación de toda Manchuria. Además, Japón desembarcó en Shanghai un
cuerpo expedicionario de 70.000 hombres (28 de enero-4 de marzo de 1932) y obligó a China a establecer un área desmilitarizada en torno a la zona internacional del puerto y a poner
fin al boicot iniciado en 1928. Pese a las condenas internacionales -primero de Estados Unidos, luego de la Sociedad de Naciones-, Japón creó en Manchuria el Estado títere de Manchukuo y colocó a su frente al ex-Emperador chino Pu -Yi, con consejeros y ministros japoneses. Lejos de oír las recomendaciones de la asamblea general de la Sociedad de Naciones (24 de febrero de 1933), que negó el reconocimiento al nuevo Estado y exigió el cese de
las acciones militares, Japón ocupó otra provincia, la de Rehe, amenazando Pekín, y trató de
forzar a China, tras firmarse un armisticio en mayo de 1933, a transformar las provincias del
norte en regiones autónomas desmilitarizadas, o sea, en una suerte de protectorado japonés.
La agresión japonesa provocó una fuerte reacción nacionalista en toda China, que iba a condicionar el futuro del régimen de Chiang y, lo que sería más importante, toda la historia posterior del país y aun de Asia. Los comunistas ofrecieron en agosto de 1935 el cese de la acción guerrillera y la formación de un frente nacional anti japonés, propuesta que por su sentido nacional, encontró favorable acogida en sectores del Ejército, aunque no en Chiang. La
presión de la opinión a favor de una nueva guerra contra Japón, expresada a veces ruidosamente, fue haciéndose cada vez mayor. En octubre de 1936, Japón presentó nuevas demandas: incorporación de asesores japoneses al gobierno chino, formación de brigadas militares mixtas, reducción de aranceles, autonomía para cinco provincias del norte y otras. El 12
de diciembre, durante una visita a Xian, Chiang fue secuestrado durante unos días por el general que mandaba la guarnición, el general Chang Siue-Liang, para forzarle a declarar la
guerra a Japón, pero fue liberado tras las manifestaciones de lealtad a su persona que se
produjeron en toda China, en parte alentadas por los comunistas decididamente volcados a
la tesis del Frente Unido nacional. Y en efecto, como consecuencia, Chiang detuvo la acción
anticomunista y comenzaron las negociaciones que, poco después, restablecieron el pacto
Goumindang-Partido Comunista de los años 1923-24. En julio de 1937, tras producirse un
choque entre tropas japonesas y chinas en los alrededores de Pekín, Japón invadió China,
sus tropas ocuparon rápidamente Pekín y Tientsin y, tras operaciones a gran escala, una
gran parte de China septentrional. En agosto, nuevos contingentes de tropas japonesas desembarcaron en Shanghai, que tomaron tras dos meses de violentísimos combates: la aviación japonesa bombardeó implacablemente numerosas ciudades chinas. En noviembre,
Chiang tuvo que trasladar la capital al interior del país, a Chungkin. Nankín cayó el 13 de diciembre y los japoneses, tras masacrar a unas 200.000 personas, establecieron allí un "Gobierno Reformado de la República China", otro gobierno títere, presidido por Wang Jingwei.
Pese a que las tropas chinas que desde 1940 recibirían ayuda británica y norteamericana
desde Birmania obtuvieron algunos éxitos parciales; pese a que la guerrilla comunista al
mando de Zhu De mantuvo una acción constante contra los ejércitos japoneses en las zonas
ocupadas, Japón acabó por conquistar para 1942 una parte considerable del territorio chino
incluido el valioso enclave cantonés, en total, un área de casi 2 millones de kilómetros cua93
drados con una población de 170 millones de habitantes. No pudo, en cambio, lograr una
decisión militar final y definitiva y la guerra terminó por absorberse en la II Guerra Mundial.
Nacionalismos en la I Guerra Mundial
Antes ya de la I Guerra Mundial, Japón y China, parecían liberadas definitivamente de las
ambiciones hegemónicas del colonialismo europeo. Eran sin duda la excepción en Asia y
África. Pero su ejemplo iba a ser paradigmático. En concreto aquella victoria de Japón sobre
Rusia en 1905 -primera victoria militar de un país asiático sobre un país europeo en la época
moderna- sacudió la conciencia nacional de los pueblos o colonizados o mediatizados por
Europa, particularmente en Asia. Propició, de una parte, la aparición de movimientos nacionalistas (o los reforzó si ya existían) en la India, Indochina, Birmania e Indonesia, donde en
1908, por ejemplo, nació la asociación nacionalista Budi Utomo y en 1921, el partido Sarekat
Islam, asociación musulmana y nacionalista que pronto tuvo miles de afiliados. De otra parte,
el ejemplo japonés fue decisivo para las revoluciones nacionalistas que estallaron en Persia
en 1906 -que obligó al Shah a promulgar una Constitución y reunir el primer Parlamento persa en la historia-, en Turquía en 1908 y finalmente, como acabamos de ver, la misma revolución china de 1911. Además, habían surgido ya otras manifestaciones político-intelectuales
que revelaban que la conciencia de nacionalidad estaba arraigando decisivamente en los
pueblos colonizados. En Egipto, el nacionalismo político comenzó a renacer a finales del siglo XIX: en 1907, Mustafá Kamil creó el Partido del Pueblo, primer núcleo del nacionalismo
moderno que pronto encontraría su gran líder en Saad Zaghul (1860-1927). Un intelectual
iraní allí establecido, Jamal al-Dih al-Afghani (1839-97), llamó a la purificación del Islam, a un
retorno a su carácter original como fundamento del panislamismo unitario de todos los musulmanes, concepto que empezó a usarse en la década de 1880. Al tiempo, el mufti (especie
de juez y autoridad religiosa islámica) Mohammed Abdou (1849-1905) fue exponiendo en sus
enseñanzas en la universidad musulmana de El-Azhar, en El Cairo, sus tesis sobre la actualización del Islam a través de su integración con la ciencia occidental, también desde la perspectiva de lo que tenía que ser una respuesta nacional árabe tanto a la dominación europea
como a los viejos absolutismos islámicos, ideas que tendrían gran influencia en todo Oriente
Medio. Un sirio exiliado en Egipto, Abdul Rahman al-Kawakibi, publicó en 1901 un libro, Las
excelencias de los árabes, en el que argumentaba que el resurgimiento del Islam habría de
ser obra de los árabes, y no de los turcos, factor principal de su declive. Iban, pues, tomando
cuerpo dos ideas esenciales: la idea de que "el despertar de la nación árabe" (por usar el
significativo título del libro que en 1905 escribió Neguib Azoury, un escritor cristiano-árabe)
exigiría la liberación del yugo otomano, una convicción que iría extendiéndose a medida que
la revolución turca de 1908 derivase hacia una dictadura militar y ultra otomana; y la idea de
que el retorno al carácter prístino del Islam -debidamente actualizado- posibilitaría la reafirmación de los árabes en la historia. En 1910, se fundó en Túnez Tunis al-Fatat, partido de la
joven Túnez, precedente de posteriores movimientos nacionalistas. En 1911, nacionalistas
árabe-sirios crearon en París el Jami'at al -Arabiya al-Fatat, Sociedad joven Árabe, que iba a
tener influencia duradera. En la India, donde desde principios del siglo XIX existían excelentes instituciones de educación superior de tipo occidental, bien creadas por Inglaterra, bien
por hindúes y musulmanes, y donde el Imperio había generado una amplia clase media culta
y relativamente acomodada, políticos, intelectuales, funcionarios y profesionales liberales
crearon en 1885 el Congreso Nacional de la India, un partido político que aspiraba a la im plantación gradual de formas de auto-gobierno que condujesen, tras la independencia, a una
India constitucional, parlamentaria y democrática. La decisión en 1905 del virrey Curzon de
dividir Bengala, uno de los centros del nacionalismo indio, en dos provincias, una mayoritariamente musulmana (en su día Bangla Desh) y otra hindú, provocó grandes protestas de
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masas y la aparición en el Partido del Congreso de un ala radical liderada por Bal Gangadhar
Tilak (1856-1920), erudito, periodista y político de prestigio, que recurrió a formas extremistas
de oposición incluido el terrorismo. La mayoría del Congreso, no obstante, se mantuvo en
sus concepciones gradualistas y moderadas y ello favoreció que Gran Bretaña -que reprimió
con extremada dureza la agitación extremista- buscase formas políticas de atracción y conciliación. En 1909, aceptó la formación de parlamentos electivos regionales, primer paso efectivo hacia el autogobierno y un reconocimiento, por tanto, de la realidad "nacional" de la India. La política en la India se hacía cada vez más compleja. En 1906, dirigentes musulmanes
del país -a cuya cultura propia habían dado voz y nuevo sentido líderes religiosos, escritores
y poetas como Muhammad Iqbal- crearon la Liga Musulmana. El movimiento se limitaba inicialmente a la defensa de los intereses de los musulmanes (unos 70 millones por entonces)
en una futura India autónoma o independiente, e Inglaterra pudo incluso usarlo como contrapeso al nacionalismo hindú. Con el tiempo, sin embargo, la Liga iría deslizándose hacia la
definición de un nacionalismo musulmán separado que cristalizaría en torno al concepto de
"Pakistán, país de los puros", acuñado ya en la década de 1930. Pero fue la I Guerra Mundial
el acontecimiento que, subvirtiendo el orden colonial, iba a constituir el catalizador del despertar nacionalista de los pueblos de Asia y África. Todavía en aquella contienda los grandes
imperios -Gran Bretaña, Francia- pudieron usar numerosos contingentes de tropas coloniales: australianos, neozelandeses, árabes, canadienses, indios, nepalíes (los gurkhas), sudafricanos, senegaleses, argelinos, combatieron con lealtad junto a sus respectivas metrópolis.
La batalla de Gallípoli, la guerrilla árabe de Lawrence y la figura del general sudafricano
Smuts -miembro del gabinete de guerra de Londres y uno de los fundadores de la fuerza aérea británica- fueron los símbolos de aquella cooperación (si bien, Francia tuvo que hacer
frente a sublevaciones en el sur de Túnez, hubo también insurrecciones anti británicas en
Egipto, en 1915 estalló en Nyasalandia una rebelión dirigida por el ministro cristiano africano
John Chilenhwe y en Libia continuó la resistencia a la ocupación italiana). Fueron varias las
razones que explicarían el cambio que se produjo desde 1919: primero, la afirmación de los
principios de autodeterminación y nacionalidad como fundamento del nuevo orden internacional representado por la Sociedad de Naciones; segundo, la decepción que en el mundo
colonial produjo la ampliación de los dominios coloniales de Gran Bretaña y Francia a Oriente
Medio bajo la forma de los "mandatos", reemplazando al antiguo poder otomano; tercero, la
aparición de una nueva generación -culta y bien educada- en el mundo colonial, resultado
precisamente de la propia obra colonial (que en general, potenció la educación superior de
las elites de los pueblos colonizados); cuarto, el impacto de la revolución soviética de 1917 y
la labor de la Internacional Comunista en apoyo de la lucha anticolonial, explicitada en el llamado "congreso de los pueblos oprimidos" celebrado en Bakú en septiembre de 1920; quinto, la necesidad de las propias potencias coloniales de establecer nuevas formas de organización de sus dominios, como consecuencia de los crecientes costes de las administraciones
imperiales y de las grandes dificultades militares que conllevaba la propia defensa del Imperio (lo que fue particularmente evidente en el caso de Gran Bretaña, donde la idea dominante
vino a ser la transformación del Imperio en una "confederación de Dominios autónomos", oficialmente proclamada en el Estatuto de Westminster de 1931). Como quiera que fuese, los
poderes coloniales se encontraron a partir de 1919 con una creciente oposición. En la India,
el gobierno inglés había prometido en 1917 "la implantación progresiva de un gobierno responsable". En 1919, aprobó la Ley del Gobierno de la India que, de acuerdo con el informe
preparado el año anterior por Montagu, el ministro para la India, y lord Chelmsford, gobernador general de ésta entre 1916 y 1921, remodelaba la administración del territorio sobre la
base de la diarquía: se concedía autonomía política y administrativa a las provincias y estados, y se creaba un sistema bicameral nacional (en parte elegido, en parte designado), pero
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el Virrey y la administración británicos continuaban reteniendo el poder ejecutivo e importantes funciones (policía, justicia, finanzas). Era, evidentemente, un nuevo paso hacia el autogobierno de la India. Pero, como indicación del cambio que. se estaba operando, el Partido
del Congreso, dirigido desde 1915 por Gandhi (1869-1948), un antiguo abogado que durante
su estancia en Sudáfrica entre 1893 y 1914 se había distinguido por su lucha en favor de los
inmigrantes indios, consideró la nueva ley como muy insuficiente y escaló la política de confrontación en favor de la independencia. La terrible masacre de Amritsar, la capital del Punjab, donde el 13 de abril de 1919 un total de 379 personas resultaron muertas y más de
1.000 heridas cuando tropas gurkhas mandadas por el oficial británico R. H. Dyer abrieron
fuego contra una multitud congregada pacíficamente en una plaza, había marcado el final de
todo posible entendimiento. Como respuesta, Gandhi promovió su primera gran campaña de
"desobediencia civil y resistencia pasiva", que mantuvo hasta 1922. La agitación, no siempre
pacífica (en Bengala hubo una intermitente actividad terrorista entre 1923 y 1932), se extendió por gran parte de la India. El problema indio, personificado en las distintas huelgas de
hambre que Gandhi mantuvo como desafío al gobierno (en 1922, 1930, 1933 y 1942) y en
sus nuevas campañas de desobediencia civil, reemplazó al problema irlandés como primera
preocupación británica, sin que los distintos gobiernos ingleses encontraran solución. Significativamente, en la novela Pasaje a la India que E. M. Forster publicó en 1924, no había ya
aquella visión romantizada de la India abigarrada, caótica y fascinante que a principios de
siglo había inspirado la magnífica prosa de Kipling (su gran novela, Kim, apareció en 1901).
Forster denunciaba los prejuicios raciales y la vulgaridad de la colonia británica, la contrastaba con la espiritualidad y el refinamiento de la India y ponía de relieve las dificultades que
hacían casi imposible el entendimiento entre los dos pueblos. En 1927, el gobierno Baldwin
creó una Comisión especial, presidida por el político liberal sir John Simon y por el dirigente
laborista Clement Attlee, para que informase sobre el estado político de la India. El Informe
Simon, boicoteado en la India porque en la Comisión no había representación hindú, propuso
la concesión de autonomía para las provincias, aunque rechazó la idea de un gobierno parlamentario para todo el país. En 1930, Gandhi lanzaba su segunda gran campaña de desobediencia civil, "la marcha de la sal", una marcha en la que Gandhi dirigió a sus cientos de
miles de seguidores hacia el mar a lo largo de 320 kilómetros para protestar contra los im puestos británicos sobre la sal. Como consecuencia, el gobierno reunió en Londres (1930-32)
las Conferencias de la Mesa Redonda, un total de tres, a la segunda de las cuales, en septiembre de 1931, asistió el propio Gandhi -y también el líder de la Liga Musulmana, M. A. Jinnah (1876-1948)-: en 1935, se aprobó la nueva Ley del Gobierno de la India, que entró en
vigor en 1937 y creó asambleas legislativas de elección plenamente democrática en los 14
estados que integraban la India británica (los preveía también para los casi 700 principados y
reinos autónomos que completaban la estructura política del continente, pero esto no se llevó
a la práctica). La Ley llegaba tarde. El Partido del Congreso, cuya ala izquierda encabezada
por Jawaharlal Nehru y Subas Bose reclamaba desde los años veinte la plena independencia, ganó las elecciones en siete de los catorce estados. El lema con que Gandhi definió su
última campaña de desobediencia, promovida después de que Gran Bretaña decidiera unilateralmente la entrada de la India en la II Guerra Mundial, no podía ser más contundente: "dejad la India". En Oriente Medio, el nacionalismo árabe -que como vimos había recibido fuerte
apoyo de los propios ingleses durante la guerra mundial, hasta provocar la rebelión de Hussein, el emir de La Meca y del Hijaz contra Turquía- rechazó la fórmula de "mandatos" de
Francia (sobre Siria y Líbano) y Gran Bretaña (Transjordania, Irak y Palestina) y consideró
como una traición la declaración que en su carta privada a lord Rothschild de 2 de noviembre
de 1917 había hecho el ministro de Asuntos Exteriores británico, Balfour, asegurando el
compromiso británico para establecer un "hogar nacional judío" en Palestina. Hussein, que
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había utilizado el título de "rey de los países árabes", se negó a ratificar el tratado de Versalles. Graves disturbios -huelgas urbanas, guerrilla y terrorismo rural y urbano-, complicados
por conflictos étnicos y religiosos entre las distintas comunidades de la zona, estallaron en
Irak (1920), Siria (1925-27) y Palestina (1929, 1936-39). En Irak, Gran Bretaña optó por establecer un Estado independiente (1921) bajo el rey Feisal, después de que éste fuera expulsado por los franceses de Siria. Tras firmar una alianza militar por 25 años, ingleses e iraquíes negociaron la plena independencia en 1930. Francia, enfrentada a una rebelión de sirios
drusos, tuvo que evacuar Damasco en 1925, pero al año siguiente retomó el control de la
región, concedió una Constitución (1930) y ante la amplitud del movimiento nacionalista,
prometió en 1936 la independencia (que, sin embargo, no llegó hasta 1944). En Palestina, la
inmigración judía, todavía demográficamente poco importante -en 1936 la población judía era
de 385.000 personas, el 28 por 100 de la población del territorio-, en la medida que parecía
reforzar la promesa implícita en la declaración Balfour, provocó enfrentamientos crecientes y
graves, sobre todo en 1929, entre las comunidades judía y árabe, liderada por el Gran Mufti
de Jerusalén Haj-Amin al-Husseini (1897-1974), y una primera rebelión árabe en 1935. La
idea británica, implícita en la propia declaración Balfour y expuesta por primera vez en el informe que una comisión presidida por Lord Peel preparó en julio de 1937 a instancias del
gobierno de Londres, de "partir" Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío reservándose Gran Bretaña el control de los Santos Lugares, fracasó por el rechazo de la comunidad
árabe y de los sectores extremistas judíos, a pesar de contar con el apoyo de la principal organización sionista, la Agencia judía dirigida por Chaim Weizmann. El mundo árabe conoció
otra complicación adicional. Las ambiciones de Hussein, que en 1924 al producirse la abolición del califato en Turquía se había proclamado Califa, provocaron gran malestar entre los
mismos árabes. Las tropas de Abd al-Haziz ibn Saud (1880-1953), el líder de Arabia, invadieron el Hijaz y en poco tiempo tomaron las ciudades de Jedda, Medina y La Meca (enero de
1926), provocando la abdicación y el exilio subsiguiente de Hussein; Ibn Saud constituyó en
1932 oficialmente el Reino de Arabia Saudita. En Marruecos, la rebelión anticolonial contra
España fue acaudillada por algunos líderes locales tradicionales. Abd-el Krim (1881-1963),
jefe de las cabilas de las montañas del Rif, desencadenó a partir de 1921 una eficaz acción
guerrillera contra España y contra Francia, que sólo pudo ser dominada en 1925-27 tras una
acción militar sobre Alhucemas a gran escala de los ejércitos de ambos países, coordinada
por el mariscal Pétain. Incluso así, el Alto Atlas no sería conquistado hasta 1934. En Libia,
los italianos no consiguieron terminar con la resistencia de senusis y beduinos hasta 1932.
En otros puntos, la oposición colonial estuvo dirigida, como en la India, por partidos de masas inspirados por planteamientos ideológicos modernos, y se materializó a través de la acción política y de movilizaciones de la opinión, y no en acciones armadas y violentas. Precisamente, la gran inteligencia de Gandhi estuvo en que acertó a unir las ideas nacionalistas
con los valores tradicionales del pueblo hindú (por eso que recurriera a símbolos tan característicos como el vestido hindú y la rueca) y con la espiritualidad del hinduismo, por lo que hizo
del Partido del Congreso, hasta entonces el partido de las elites occidentalizadas de la India,
un partido de masas. En Egipto, la agitación anti británica, que dio lugar a amplios disturbios
callejeros a partir de 1919, fue encabezada por el partido nacionalista Wafd (Delegación),
nombre que hacía referencia a la delegación egipcia que, encabezada por Saad Zaghul, pidió
a Gran Bretaña en 1918 el fin del protectorado. Gran Bretaña, como había hecho en Irak y
haría en Afganistán, optó por establecer (1923) una monarquía constitucional, bajo el rey
Fuad, el antiguo sultán, pero reteniendo el control de Suez y del Sudán: el Wafd ganó las
elecciones de 1924 y dominó la política del país hasta la II Guerra Mundial (aunque las relaciones egipcio-británicas siguieron siendo problemáticas hasta que Gran Bretaña renunció al
control militar y a Suez). También en Túnez, la oposición anticolonial se extendió después de
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la I Guerra Mundial. El Partido Destour, principal exponente del nacionalismo tunecino, integrado por jóvenes tunecinos educados en Francia, se creó en 1920. Francia se limitó a crear
(1922) un Gran Consejo puramente consultivo. En 1934, una escisión radical del Destour
creó el Neo-Destour, dirigido por Habib Burgiba: los "neo-destourianos" organizaron una amplia oleada de huelgas y movilizaciones en 1937-38, muy duramente reprimidas por las autoridades francesas. En Argelia, donde la aparición del nacionalismo fue más lenta por la importancia numérica de la colonia francesa -unas 833.000 personas en 1926- y por la no existencia de una clase media ilustrada musulmana, Messali Hadj fundó en 1927, pero entre los
trabajadores emigrantes en Francia, la primera organización anticolonialista, la Estrella Norteafricana, precedente del Partido Popular Argelino, de ideología nacionalista y comunista,
que Messali Hadj creó ya en los años treinta. Los Ulemas tradicionalistas fueron promoviendo la idea de una patria musulmana basada en el Islam y la lengua árabe; otro sector de la
población indígena, liderado por el diputado Ferhat Abbás, parecía inclinarse todavía por la
asimilación a Francia. En Marruecos, finalmente, el "dari" beréber del gobierno francés de 16
de mayo de 1930 que sustraía las tribus beréberes a la jurisdicción musulmana, provocó la
primera agitación de importancia de las juventudes urbanas nacionalistas, que vieron en la
disposición un intento de dividir Marruecos: la agitación rebrotó después de 1934, bajo la dirección de un Bloque de Acción Nacional inspirado por el erudito islámico Allal al Fassi (pero
fue también duramente reprimido). Con la excepción del África negra -y excepción relativa
pues desde los años veinte aparecieron en Ghana, Nigeria, Kenya y otros puntos organizaciones y personalidades que reclamaban de Inglaterra, por lo general por vías amistosas y
pacíficas, cambios constitucionales hacia el autogobierno-, el nacionalismo hizo del antiguo
orden colonial un escenario de inestabilidad, insurrecciones, protestas y conflictos. En los
años treinta, la crisis económica agudizó la rebelión anticolonial. A las ya mencionadas, se
unieron ahora revueltas en Birmania, Ceilán, Indonesia -que ya había conocido una sublevación comunista en 1926- e Indochina, donde también comunistas y nacionalistas habían iniciado la oposición al dominio francés años antes: el joven Malraux había colaborado en
1925-26 con intelectuales de Saigón en la creación de distintos periódicos anticolonialistas.
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d) LA CRISIS DEL PENSAMIENTO
Tras la I Guerra Mundial, en las décadas de 1920 y 1930, ni Europa mandaba en el mundo ni
podía decirse ya que éste debía a Europa -como había escrito Bertrand Russell en 1915 "los ideales de gobierno, las esperanza del futuro". El mismo Russell había comprendido muy
bien lo que pasaba (o parte de lo que pasaba): "existe un peligro muy real -decía en la carta
abierta que envió al presidente Wilson en noviembre de 1915- de que, si nada se hace para
poner fin a la furia de la pasión nacional, la civilización europea tal como la hemos conocido
perecerá completamente como Roma cayó ante los bárbaros". Cuando Russell escribió esas
palabras, sólo unos pocos intelectuales -como Henri Barbusse, Stefan Zweig, Romain Rolland, Hermann Hesse o el propio Russell, encarcelado por objetor de conciencia- no habían
cedido al sentimiento de exaltación nacional que el estallido de la I Guerra Mundial había
provocado en todos los países europeos. En Inglaterra, no fue Russell sino el joven poeta
Rupert Brooke (1887-1915) quien mejor supo interpretar los sentimientos e ideales de la mayoría del país. Sus sonetos de 1914, una glorificación del heroísmo militar y del patriotismo,
conmovieron a miles de jóvenes británicos. Cuando murió en la isla de Skyros, Inglaterra entera le reconoció, a la manera de un nuevo Byron, como el héroe nacional que, en palabras
de Churchill, el país necesitaba en tiempo de crisis. En Alemania, Thomas Mann, en Re flexiones de un hombre apolítico (1918), defendió el militarismo de su país como la afirma ción y defensa de los valores de una cultura, la alemana, que Mann veía amenazada por una
realidad histórica, la cultura occidental, que él consideraba de rango inferior. La guerra modificó, sin embargo, la conciencia moral de Europa. Paul Valéry escribiría en 1919, en La crise
de l'esprit, que la guerra había lanzado a Europa hacia el abismo de la historia y añadiría
que, de esa forma, no se había hecho sino "acusar y precipitar el movimiento de decadencia
de Europa". En contraste con el vitalismo de la sociedad, el clima intelectual y cultural de la
posguerra cristalizaría en una verdadera cultura del pesimismo, en una visión desesperanzada de la civilización occidental, de los valores que la inspiraban y del tipo de sociedad que
esa civilización había generado. La Gran Guerra destruyó la confianza que los europeos
habían tenido hasta entonces en su propia civilización. El geógrafo Demangeon publicó en
1920 un libro significativamente titulado El declinar de Europa y el historiador Toynbee hablaría poco después, en 1926, del "eclipse de Europa".
El malestar de la cultura
El libro que mejor expresó la idea de crisis fue La decadencia de Occidente de Oswald
Spengler (1880-1936) cuyo primer volumen apareció antes incluso de que terminase la guerra, en el verano de 1918. Spengler proponía en su obra una morfología cíclica y biológica
sobre la historia de las civilizaciones, de acuerdo con la cual toda civilización, como todo organismo, tendría su ciclo vital determinado que le llevaría desde su nacimiento hasta su decadencia y extinción. El libro, por tanto, venía a mostrar el agotamiento vital de la civilización
occidental, que habría culminado en la guerra del 14. Su éxito fue excepcional. Se vendieron
de inmediato miles de ejemplares. Se tradujo también enseguida y con igual éxito a varios
idiomas. No exageraba Ortega y Gasset cuando, al aparecer la versión española en 1923, lo
definió como "la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años". El pesimismo y
la incertidumbre impregnaron muchas otras manifestaciones literarias. En Demian (1919),
Hermann Hesse (1877-1962), bajo la forma de la historia de la relación entre los personajes
Demian y Sinclair, del relato de la pérdida de la infancia de este último y de la búsqueda de
su destino, rechazaba los valores (religión, Estado nacional, técnica, ciencia, gregarismo,
viejos códigos de moral) de la civilización occidental, y proclamaba frente a ellos el derecho a
la afirmación -casi mística- de la propia individualidad y de la propia conciencia, filosofía que
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reafirmará en Siddharta (1922) y en El lobo estepario (1927). La gran obra de Marcel Proust,
En busca del tiempo perdido, publicada entre 1919 y 1927, tenía mucho de evocación de un
mundo elegante y aristocrático irremediablemente perdido. El teatro de Pirandello, cuyas
principales obras (Seis personajes en busca de un autor, Así es si así os parece, Enrique IV)
se estrenaron entre 1921 y 1924, también con gran éxito internacional, giraba en torno a los
enigmas de la vida y de la personalidad, a los conflictos entre apariencia, ilusión y realidad.
La tierra baldía (1922), el espléndido poema de T. S. Eliot, era una reflexión desesperanzada
sobre la esterilidad de la vida contemporánea. Ulises, de Joyce, también de 1922, era igualmente una visión metafórica de la sordidez de la existencia. El tema esencial de las novelas
de Kafka -de las que El proceso y El castillo se publicaron en 1925 y 1926, respectivamenteera la impotencia y el desamparo del individuo ante el mal. La montaña mágica, de Thomas
Mann, también de aquellos mismos años, de 1924, quería ser la novela por excelencia de
una Europa enferma y en decadencia. Desilusionados con la civilización occidental, artistas e
intelectuales descubrieron con fascinación civilizaciones y culturas no europeas (Hesse, la
India; D. H. Lawrence, los aztecas; Malraux, Indochina; T. E. Lawrence, el mundo árabe) o
regiones supuestamente "singulares" de Europa (Norman Douglas, Capri; Brenan y Hemingway, España). La desaparición de los imperios multinacionales de la Europa central y la
irrupción en esa región de violentos nacionalismos antisemitas, destruyeron el mundo en el
que había germinado la formidable intelectualidad judía de la preguerra. Algunos de esos
intelectuales (Buber, Scholem) optaron por el sionismo; otros (Ernst Bloch, Walter Benjamin,
Gyorgy Lukacs) por el marxismo; Freud, por citar un caso señero, se exiló, y Stefan Zweig y
el mismo Benjamin terminaron suicidándose. La generación europea de 1914 fue una generación marcada por el desencanto y la decepción. Significativamente, su equivalente norteamericana -Dos Passos, Gertrude Stein, Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Henry Miller- se
percibió a sí misma como la "generación perdida". El sentimiento de desencanto y desorientación fue igualmente perceptible en el arte. Ya en 1916 -poco después, por tanto, de que
estallara la guerra- había surgido en Zurich el movimiento dadaísta (Tzara, Duchamp, Man
Ray, Picabia, Max Ernst...) que hizo de la provocación artística una forma extrema de rechazo de los valores -para los dadaístas, delirantes y absurdos- en que se fundamentaba la sociedad moderna. La misma palabra que dio nombre al movimiento, Dada, era significativa: un
término sin sentido, para un mundo igualmente carente de sentido. Mondrian llevó los procesos de simplificación geométrica y abstracción del cubismo y de otras experiencias artísticas
anteriores hasta sus últimas consecuencias y, a partir de 1916-17, produjo una pintura de
pureza casi ascética y máxima simplicidad, hecha de rectángulos y cuadrados de color separados por líneas horizontales y verticales, que parecía configurarse como un refugio de espiritualidad -Mondrian fue un hombre inspirado por un intenso misticismo- en una sociedad que
carecía de ella. A principios de los años veinte, músicos (Stravinsky, Prokofiev, Hindemith),
pintores y escultores (Picasso, Brancusi, Carrá, Sironi, Maillol y antes, De Chirico) y junto a
ellos escritores como Valery y Gide y algo después Giraudoux volvieron hacia el mundo clásico, desde la perspectiva de la vanguardia, para recobrar así la quietud y el orden, la objetividad y la serenidad que parecía requerir un mundo sumido en la contradicción y el desorden. En Alemania, el país más traumatizado por la guerra mundial y la crisis de la posguerra,
el pesimismo de intelectuales y artistas adquirió una evidente intencionalidad política y social:
así por ejemplo, las obras de Bertold Brecht, el teatro de Piscator, películas como El Ángel
Azul (1930), de Sternberg, o Hampa (1931) de Jutzi, los cuadros crueles y esperpénticos de
Otto Dix y Georg Grosz, la pintura alegórica pero igualmente torturada de Max Beckmann y
novelas como Sin novedad en el frente (1928) de Remarque y Berlín Alexanderplatz (1929),
de Döblin. Los arquitectos, artistas y diseñadores asociados a la Bauhaus, escuela de diseño, artes y oficios creada en 1919, esto es, Walter Gropius, Mies van der Rohe, Kandinsky,
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Paul Klee, Moholy-Nagy y otros, querían aplicar los principios del arte de vanguardia a la vida
cotidiana de las clases trabajadoras (fábricas, viviendas obreras, etcétera) para crear así entornos revolucionarios de gran simplicidad y belleza. Otros escritores intentaron definir un
nuevo código de conducta moral. Pocos tuvieron una influencia tan fuerte y liberadora como
D. H. Lawrence (1885-1930), en particular a través de libros como Mujeres enamoradas
(1920) y El amante de Lady Chatterley (1928). La obra de D. H. Lawrence fue una exaltación
del instinto frente a la razón, de la pasión vital frente al intelectualismo, de la espontaneidad
frente al convencionalismo y la sumisión. Como ya ha quedado dicho, D. H. Lawrence sería
también un expatriado y de forma explícita, responsabilizaría de la infelicidad del hombre
moderno a la hipocresía y falsedad de la civilización europea. Su desafiante vitalismo, no
exento de resonancias criptofascistas -puesto que D. H. Lawrence veía en la democracia la
forma política natural del gregarismo de los europeos- le llevaría a abogar por una liberación
de los instintos primarios del hombre, y en concreto, del sexo, como vía hacia su plena realización y hacia su verdadera libertad. Por su sensibilidad estética y pulcritud moral, André
Gide (18691951) no fue nunca tan lejos. Pero en sus obras de los años veinte, afloraron
igualmente, aunque de forma siempre cuidada y exquisita, la casi totalidad de los problemas
y preocupaciones -sexuales, morales, políticos- de su tiempo. Su autobiografía, Si la semilla
no muere (1926), revelaría la tensión moral a que se vio sometida una sensibilidad artística y
moral delicada en un tiempo de crisis o, si se quiere, revelaría la crisis de la burguesía intelectual europea ante la descomposición del orden moral de la propia Europa. Con Los conquistadores (1928) y La condición humana (1932), Malraux creó la novela de la revolución.
Aldous Huxley alertó en Un mundo feliz (1932) contra los peligros del totalitarismo. Evelyn
Waugh, escritor de ideas conservadoras y católicas y simpatizante de Mussolini y Franco,
satirizó a la alta sociedad británica en una serie de farsas brillantes y divertidísimas (Declive
y caída, Cuerpos viles, Un puñado de polvo), en las que sutilmente alentaba, sin embargo, un
sentimiento de amargura y desesperación. En Viaje al fin de la noche (1932), la mejor novela
de la década -pesimista, cruel, audaz, sarcástica-, Céline, hombre próximo a la ultraderecha
francesa, escribió la metáfora de la vida como destrucción y muerte. Saint-Exupéry (19001944) vio en los valores de fraternidad, servicio, camaradería y solidaridad de los protagonistas de sus novelas (Correo del Sur, Vuelo de noche, Tierra de hombres), la alternativa a una
época en la que el hombre moría de sed, en la que toda promesa de vida -como una rosa
nueva o un "principito"- parecía, según el escritor, condenada a morir irremediable y prontamente. Que la década se cerrase con una novela titulada La náusea (1938) -primera y mejor
novela de Sartre, explícitamente deudora de la obra de Céline- resultaba de suyo significativo.
Teorías de la crisis
En 1932, Jaspers escribió, con razón, que algo enorme le había ocurrido al hombre contemporáneo: la destrucción del principio de autoridad, una radical desconfianza en la razón, una
total disolución de vínculos, que hacían que todo pareciese posible. El resultado era, así, que
la incertidumbre y la ansiedad parecían haberse instalado como elementos definidores y
principales de la conciencia filosófica europea. En ¿Qué es metafísica? (1929); Heidegger
había formulado la pregunta que mejor expresaba la angustia existencial del hombre contemporáneo: ¿por qué existe el ente y no más bien la nada? Su pensamiento, sobre todo en
El Ser y el Tiempo (1927), hacía del tiempo, la esencia del existir, de la vida; la nada formaba
parte de la existencia; el hombre se definía como un ser temporal sólo seguro de su propia
muerte. Aun hostiles por definición a ese tipo de especulación metafísica, la filosofía analítica
anglosajona (Russell, Wittgenstein) y el positivismo lógico del círculo de Viena (Schlick, Carnap), corrientes filosóficas cristalizadas en los años veinte y treinta, no ofrecían respuestas
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más tranquilizadoras. Al contrario, al fundamentarse en la idea de que las únicas proposiciones significativas eran las verificables empíricamente -como resumió Ayer en Lenguaje, verdad y lógica (1936)-, negaban que fuera posible hablar significativamente de cuestiones religiosas y éticas, probablemente las que más podían interesar a la sociedad en una época de
evidente crisis moral y política y de ruptura de la convivencia civil. En los años treinta, finalmente, Picasso había incorporado a su obra, sobre todo a su obra gráfica, una serie de figuras simbólicas (minotauros, caballos heridos, toros) de expresión distorsionada y violenta que
parecerían reflejar la propia violencia contemporánea, un tipo de análisis que Picasso culminaría en el Guernica (1937). En sus cuadros de calles, lugares y habitaciones vacías, de
hombres y mujeres ensimismados y solitarios, el norteamericano Edward Hopper pintó, por
su parte, el sentimiento de soledad y melancolía que definían la existencia del hombre moderno. No puede sorprender, por tanto, que muchas gentes tuvieran la impresión, como dijo
Ortega en 1923, de que sus vidas se veían invadidas por el caos. Para algunos intelectuales
-T. S. Eliot, Valéry, Spengler, el propio Ortega-, la crisis era consecuencia del declinar de la
cultura, provocada por la irrupción de las masas en la historia, un hecho originado a lo largo
del siglo XIX pero precipitado en los años de la posguerra. En La traición de los intelectuales
(1927), Julien Benda argumentó que la responsabilidad de la crisis correspondía en primer
lugar a los intelectuales, que habrían renunciado a su papel secular -labor científica y teórica
puramente desinteresada- por el juego de las pasiones políticas. Para Ortega, que dedicó a
la cuestión su libro internacionalmente más difundido, La rebelión de las masas (1930), no se
trataba de que los intelectuales hubiesen renunciado a su misión de liderazgo moral, sino
que los cambios sociales ocurridos a lo largo del siglo XIX y principios del XX habían provocado, junto con una espectacular mejora del nivel de vida de las masas, la aparición de un
tipo social nuevo, el hombre masa, que dominaba desde entonces la vida política y la vida
social. La vulgaridad intelectual -era su conclusión- imperaba sobre la vida pública. Europa,
para Ortega, se había quedado sin moral, sin proyecto ni programa de vida. La interpretación
de Freud, que no escapó a esa preocupación por la crisis de la sociedad occidental, era muy
distinta. En El futuro de una ilusión (1927) y El malestar de la cultura (1930), libros rigurosamente contemporáneos de los de Benda y Ortega, apuntaba la posibilidad de que la cultura
occidental, y la humanidad en general, padeciesen de una especie de neurosis colectiva como consecuencia de las mismas restricciones a la felicidad que toda la civilización se impone
en beneficio de su propia seguridad. En el primero de los libros citados, Freud se preguntaba
si el abandono de las creencias religiosas no sería, pese a su carácter liberador, más perturbador que lo que había sido su imposición; y en el segundo, si los instintos de agresión y autodestrucción de la humanidad no acabarían imponiéndose a los instintos afectivos y sexuales. Freud creía -y sin duda la experiencia de la guerra del 14 debió tener mucho que ver en
ello- que la civilización occidental poseía ya los medios suficientes para exterminar hasta el
último hombre; y veía en ello una buena parte de la agitación, infelicidad y angustia de los
hombres de su tiempo. Algunos historiadores, finalmente, expusieron también su visión de la
crisis. Entre 1934 y 1939, aparecieron los primeros seis volúmenes del gigantesco Estudio de
la historia del historiador inglés Arnold J. Toynbee (1889-1975). Estaban igualmente impregnados de un profundo pesimismo. Su idea, que en parte recordaba a Spengler, era que las
civilizaciones seguían inevitablemente un proceso deformación, crecimiento y decadencia,
que se producía cuando -como ocurría en Europa- desaparecían el poder creador de las minorías y la sumisión de las mayorías, y se quebraba la unidad básica de la sociedad. El historiador francés Élie Halévy, a cuyas ideas ya se ha hecho referencia en más de una ocasión
en capítulos anteriores, partía de una visión menos metafísica de la historia. Pero su pesimismo no era menor. Así, en las conferencias que pronunció en Oxford en 1926, y que se
publicaron como libro en 1938, argumentó que como consecuencia del aumento del poder
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del Estado y de la extensión de las ideas socialistas y nacionalistas provocada por la guerra, el
mundo había entrado definitivamente en "la era de las tiranías".
La tentación comunista
La conciencia de crisis generada por la guerra mundial cristalizó en los mejores casos, como
hemos visto, en una metafísica de la existencia y de la crisis del hombre contemporáneo
(Heidegger, Jaspers, Ortega) y en una literatura sobre el sentido, absurdo o no, de la vida
misma y del destino del hombre (Malraux, Saint-Exupéry, Céline, Sartre). La crisis económica
y social de los años treinta, provocada por el crash de 1929, planteó nuevos desafíos a la
cultura occidental. Las consecuencias fueron considerables: los años treinta -escribiría el
poeta británico Stephen Spender- fueron la década en que los jóvenes escritores se politizaron. Y añadía: la política de esta generación fue casi exclusivamente de izquierdas. Spender
pensaba sobre todo en Inglaterra y, en concreto, en el grupo de escritores que integraron la
llamada generación de Auden, esto es, en los poetas W. H. Auden, Day Lewis, Mac Neice, el
propio Spender y el novelista Isherwood. Todos ellos se aproximaron a la izquierda, simpatizaron con el partido comunista, trataron de escribir literatura de alguna forma comprometida,
fueron abierta y apasionadamente antifascistas y apoyaron a la República en la guerra civil
española. Y no fueron los únicos. Por primera vez pudo apreciarse en los medios intelectuales británicos, incluidas las universidades de Oxford y Cambridge, un cierto interés por el
marxismo. Uno de los mayores éxitos editoriales de toda la década fue The Coming Struggle
for Power (La inminente lucha por el poder), el libro del aristócrata pro comunista John Strachey publicado en 1932. Intelectuales fabianos ya cargados de años como Sidney y Beatrice
Webb escribían en 1935 la apología de la URSS como una nueva civilización. Hasta un intelectual laborista moderado como G. D. H. Cole se interesaría por los planes quinquenales
soviéticos y abogaría para que su partido incorporara a sus programas los principios de la
planificación económica. La izquierda marxistizante -en la que militaban hombres como Frank
Wise, Stafford Cripps, Bevan, H. N. Brailsford y un académico como Harold Laski- había
creado en 1932 la Liga Socialista como punta de lanza para la radicalización efectiva del partido. El giro intelectual a la izquierda era claro: prueba de ello fue el éxito del Club del Libro
de Izquierda, creado en 1936 por Víctor Gollancz, John Strachey y Harold Laski, que en poco
tiempo llegó a los 60.000 miembros y algunos de cuyos folletos llegaron a vender hasta
750.000 ejemplares. Dos jóvenes escritores, John Cornford y Julian Bell, los dos militantes
comunistas, educados en Cambridge y miembros de familias de la alta burguesía intelectual,
morirían en la guerra de España combatiendo por los republicanos; otro, George Orwell, resultaría gravemente herido en ella. Lo ocurrido en Inglaterra no fue excepcional. La izquierdización de los intelectuales fue general. En Alemania -ya quedó dicho- ocurrió en los años
veinte. En Francia, la conversión política de los surrealistas se produjo a partir de 1925, a
raíz de la intervención del Ejército francés en la guerra de Marruecos. En enero de 1927, Breton, Aragon, Eluard, Pérec y Pierre Unik se afiliaron al Partido Comunista; hasta 1933 en que
los surrealistas serían expulsados del PCF, el surrealismo estuvo "al servicio de la revolu ción", de acuerdo con el título de una de sus revistas. Muchos otros escritores franceses Malraux, Gide, Rolland, Barbusse, Benda, Tzara, Alain, Guéhenno, Nizan, Cassou y un larguísimo etcétera- se adhirieron a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios,
creada en 1932, y participaron en iniciativas como el movimiento Ámsterdam-Pleyel (193233), la Liga de los Derechos del Hombre, el Comité de Vigilancia de Intelectuales Antifascistas (1934) y en los Congresos internacionales de Escritores para la Defensa de la Cultura (el
primero, en París en 1935; el segundo, en España en 1937), iniciativas todas ellas impulsadas por hombres vinculados al partido comunista, como Barbusse y Vaillant-Couturier, e instrumentalizados por los comunistas merced al genio para la gestión publicística de Willi Mün103
zemberg (1889-1940). Incluso en Estados Unidos, país sin gran tradición política socialista o
izquierdista, una mayoría de intelectuales se identificó con la izquierda e intentó dar a su obra
un explícito contenido social. Revistas como Partisan Review y New Masses, los clubes John
Reed, creados en varias ciudades a partir de octubre de 1929 y que tomaron su nombre del
periodista radical norteamericano fundador del Partido Comunista y muerto en Rusia en
1920, realizaron una amplia labor de difusión de ideas revolucionarias. No faltaron intelectuales de derecha. Lo fueron algunos tan notables como Spengler y Heidegger, Ezra Pound, T.
S. Eliot, Evelyn Waugh, Ernst Jünger -el autor de Tempestades de acero (1920), uno de los
libros más vendidos de la postguerra, una exaltación de los ideales caballerescos de honor,
riesgo y valor-, Céline, Drieu La Rochelle -cuya gran novela, Gilles (1939), contraponía la
virilidad y autenticidad de la guerra a la mediocridad e hipocresía de la vida de la Francia
burguesa-, y como los italianos Gentile, Malaparte y Mario Sironi. Pero la tentación comunista
fue, como hemos visto, la gran tentación de los intelectuales de los años treinta. Ello hizo que
legitimaran con su apoyo causas populares y progresivas, como la causa republicana en la
guerra civil española de 1936-39 (tal como ejemplificaban las grandes novelas de Malraux,
La esperanza, de 1936, y Hemingway, Por quién doblan las campanas, de 1939). Pero la
politización comprometió también su independencia y aún acalló en ocasiones su conciencia
crítica. El silencio de la izquierda ante el estalinismo -o su complicidad con él-, las críticas
agresivas contra los pocos que se atrevieron a denunciar el régimen soviético y la política
comunista -como les ocurrió a Gide al publicar en 1936 su Retorno de la URSS y a Orwell, en
1938 por su Homenaje a Cataluña fueron los ejemplos más clamorosos.
La cultura de la Depresión
En Estados Unidos y en Inglaterra, la crisis de los años treinta generó, además, la aparición
de una verdadera "cultura de la Depresión". Ello tuvo que ver con la mayor gravedad de la
crisis en aquellos países. Pero tuvo también que ver, y mucho, con algunos rasgos diferenciales fundamentales de la tradición cultural anglosajona. Porque fue el empirismo desideologizado y pragmático, aunque profundamente ético, de dicha tradición lo que hizo que apareciera una literatura realista, descriptiva, muy próxima al documental, y como tal, carente de
explicaciones y reflexiones trascendentes y metafísicas. Esa misma tradición empírica explicaría -además- que fuera precisamente en Inglaterra donde el debate se planteara en términos prácticos de teorías y políticas económicas y donde se formulara, como veremos, la respuesta más sólida y eficaz a la crisis. La literatura de la Depresión fue copiosísima. Erskine
Caldwell (Tobacco Road, 1932), James T. Farrell, autor de la trilogía Studs Lonigan (193235), cuyo último volumen describía la destrucción del protagonista en el Chicago de los años
30, James Agee, Henry Roth, Mike Gold, Richard Wright, en Estados Unidos; y George Blake
-autor de varias novelas sobre la crisis en los astilleros del Clyde, en Glasgow-, Phyllis Bentley, H.V. Hodson y Richard Llewellyn (Qué verde era mi valle, 1939), en Inglaterra, escribieron novelas relacionadas con aquélla. El mismo realismo social de obras como la trilogía
U.S.A. (1930-36), de John Dos Passos, o como las novelas "negras" de Dashiell Hammett,
publicadas entre 1929 y 1934, respondía al clima ideológico y social generado por la crisis
(que afloraba, de alguna manera, incluso en novelas como Suave es la noche, de 1934, y El
último magnate, de 1940, de Scott Fitzgerald, el novelista tenido tópicamente por el mejor
representante de la frivolidad de los años 20). Pero tres obras sacudieron la conciencia del
público lector inglés y norteamericano. En Love on the Dole (Amor en el paro, 1933), Walter
Greenwood, un escritor de Manchester con experiencia personal de la vida obrera, contaba
con verismo y crudeza insuperables la historia de la destrucción de las ilusiones y esperanzas vitales y de la progresiva degradación moral de los jóvenes de una localidad obrera cercana a Manchester, golpeada por la crisis y condenada al paro, la miseria, los subsidios de
104
subsistencia, los prestamistas, la protesta estéril y la corrupción. George Orwell (1903-1950)
hacía referencia a él en su obra El camino de Wigan Pier, la segunda de las tres obras aludidas. Orwell, además, fue un caso aparte en los círculos intelectuales británicos. Radical y
socialista como tantos otros intelectuales de su generación -lucharía, como ya se ha dicho,
en la guerra de España y resultaría gravemente herido en ella-, su concepción moral de las
cosas, su manera de entender la independencia intelectual, le llevarían a asumir sus com promisos con una autenticidad insobornable y a convertirle en un hombre incómodo hasta
para la propia izquierda. El camino de Wigan Pier sería su primer aldabonazo. Luego seguirían la denuncia de la política de los comunistas en la guerra de España (Homenaje a Cataluña), la sátira de la revolución rusa (Rebelión en la granja) y la advertencia contra la amenaza
del totalitarismo (1984). La primera parte de El camino de Wigan Pier era un reportaje directo, de primera mano, de la vida de los trabajadores de la localidad minera de Wigan, de las
viviendas miserables carentes de todo servicio higiénico, de los salarios de hambre, de la
dureza del trabajo en las minas (Orwell convivió durante días con familias de mineros), de los
accidentes, de las enfermedades pulmonares, de la infra alimentación, de una mentalidad
endurecida y primaria y del efecto devastador que la crisis económica estaba teniendo sobre
los mineros de la zona. El libro -escrito en una prosa directa, escueta, precisa- parecía exponer, por su misma crudeza, lo que de artificiosidad y superficialidad podía haber en el radicalismo verbal de los poetas de clase media alta, de los jóvenes aristócratas marxistas de Oxford y Cambridge y de los intelectuales izquierdistas de la burguesía acomodada británica.
Eso fue lo que el autor hizo en la segunda parte del libro. En ella, Orwell explicaba su propia
evolución hacia el socialismo (y reconocía con su sinceridad característica sus muchos prejuicios de clase y educación respecto a los trabajadores), daba la voz de alarma ante el creciente divorcio que se estaba produciendo entre el socialismo y los trabajadores, y responsabilizaba de ello principalmente al verbalismo inocuo y abstracto de unos intelectuales de izquierda -a los que Orwell satirizaba con mordacidad implacable educados en las aulas universitarias, cómodamente instalados en la prosperidad de las clases medias y ayunos de todo conocimiento directo de la vida de los obreros de las fábricas y las minas. La tercera de
aquellas tres obras, la novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira (1939), no tenía esa doble dimensión del libro de Orwell. Era una novela en la línea del testimonialismo directo de
Greenwood si bien, lógicamente, en un medio muy distinto y con unas características literarias e ideológicas también muy diferentes. Narraba la historia de la emigración de una familia
de colonos pobres de Oklahoma -los Joad, a los que la depresión había hecho perder sus
tierras- desde su región de origen a California. Era la historia de un viaje épico, heroico -tres
generaciones hacinadas en una vieja camioneta sin apenas víveres ni dinero- a través de las
montañas y del desierto en busca de trabajo, fortuna y de la propia rehabilitación familiar y
que llevaría, sin embargo, a la explotación, a la marginación social y legal, a la represión, la
miseria, el hambre y la muerte. De todo ello, Las uvas de la ira -la ira que germinaba en el
corazón de los explotados- suponía un testimonio sobrecogedor. Pero Steinbeck no cerraba
la puerta a toda esperanza. Su idealismo agrarista haría que la solidez de los valores campesinos permitiese a la familia Joad salvar, frente a tanta adversidad, la integridad y la dignidad
del núcleo familiar y aun ofrecer a otros más necesitados la generosidad de su ayuda. Otras
formas artísticas se ocuparon igualmente de la crisis. En 1931, se fundó en Estados Unidos
el Group Theatre para producir obras de significación social. Uno de sus miembros Clifford
Odets (1906-1963) escribió en 1935 los dos mejores textos de aquel teatro de protesta social, Waiting for Lefty (Esperando a Lefty) y Awake and Sing (¡Despertad y cantad!), en los
que abordaba temas directamente relacionados con las secuelas de la crisis económica (como la huelga de taxistas de Nueva York, asunto de la primera de aquellas obras), labor sin
paralelo en el teatro europeo (Giraudoux, Salacrou, Noel Coward...) que, con independencia
105
de su indudable calidad literaria, siguió rumbos, muy distintos: ni siquiera Brecht, cuyo gran
teatro épico sería algo posterior, ni el autor irlandés Sean O'Casey, ambos militantes comunistas, llegarían a un realismo social tan directo. Odets y otros colaboradores suyos -como él,
filocomunistas- se incorporaron a Hollywood en 1935, colaborando en el guión de la película
El general murió al amanecer (1936), de Lewis Milestone, uno de los directores más próximos a la izquierda en el cine norteamericano de los años treinta, como demostraría en sus
films Sin novedad en el frente (1930), Primera plana (1931) y Halle luja I'am a Bum (1933),
un musical de la Depresión. El cine de Hollywood, y el cine en general, sufrió ciertamente los
efectos de la crisis, aunque sólo fuese porque ésta afectó profundamente a su misma estructura económica: en 1931, por ejemplo, la asistencia a salas comerciales en Estados Unidos
había disminuido en un 40 por 100 y en Francia la industria cinematográfica estaba, en 1935,
al borde del colapso. La reacción del cine ante la Depresión económica fue ambigua y contradictoria. De una parte, la propia necesidad de supervivencia de la industria -en Hollywood
trabajaban en los años treinta unas 10.000 personas, llevó a los productores a promover un
cine estrictamente comercial orientado a conquistar con fórmulas poco exigentes intelectualmente aunque cinematográficamente óptimas, el gran mercado del entretenimiento de masas. Los años treinta conocieron el gran auge del musical (Busby Berkeley, Fred AstaireGinger Rogers), del cine cómico (Chaplin, hermanos Marx), del cine, policiaco, de la comedia
ligera (los films de Capra, principalmente), del cine fantástico (como King Kong, 1933), del
cine de aventuras y sobre todo "westerns", y del melodrama amoroso, a veces combinado
con novela histórica romántica, como en Lo que el viento se llevó, de 1939, sin duda el éxito
de masas de toda la década. Fuera de Hollywood, los treinta fueron los años del poético encanto del cine de René Clair en Francia, y de la divertida ironía de los primeros films de suspense de Hitchcock en Inglaterra. Pero al tiempo, el cine no pudo permanecer ajeno al clima
de preocupación e incertidumbre creado por la crisis y el desempleo. El cine de "gángsteres"
-con films clásicos, como El enemigo público, de William Wellman, Hampa dorada, de Mervin
Le Roy, y Scarface, de Howard Hawks- expresaba de alguna forma la crisis moral de un país,
Estados Unidos, que vivía dramáticamente el fin de la prosperidad de los felices años veinte.
Los tipos femeninos creados por Jean Harlow y Mae West, siempre rozando la prostitución y
el crimen, o los creados por Joan Crawford -mujeres decididas y ambiciosas- reflejaban a su
modo las presiones que la situación histórica creaba a la mujer en el momento que comenzaba su incorporación a la vida social y al trabajo. Directa o indirectamente, la Depresión se
asomó a las pantallas: en escenas de barrios miserables, como en Ángeles de cara sucia, de
Michael Curtiz, en sátiras de la vida industrial (Tiempos modernos, de Chaplin, de 1936), en
adaptaciones de novelas como Las uvas de la ira (realizada por John Ford en 1940) y hasta
en comedias y musicales como, por ejemplo, Hard to Handle y Gold Diggers of 1933, ambas
de Mervin Le Roy. En Francia, no todo fue la poesía amable de René Clair. El naturalismo de
los films de Jean Renoir y de los ensayos de cine negro de Carné, Prévert y Duvivier era una
forma de abordar la crisis que afectaba a todo el orden social y moral. Como testigo de la
Depresión, la fotografía fue ciertamente más explícita. James Agee utilizó fotografías de Walker Evans en su libro Alabemos ahora a los hombres célebres (1941), un documental sobre
la vida de tres familias de campesinos pobres del sur de Estados Unidos (como los Joad, de
Steinbeck). Las 270.000 fotografías realizadas por Walker Evans, Ben Shahn, Dorothea Lange, Russell Lee y demás fotógrafos del Farm Security Administration norteamericano entre
1935 y 1942 supusieron una verdadera encuesta fotográfica de la recesión, del paro, del
hambre, de la miseria, de los años negros norteamericanos, con una calidad, además, tanto
estética como documental excepcionales.
106
La revolución keynesiana
Literatura, fotografía, teatro y cine acertaron, pues, a plasmar con verismo y eficacia la gravedad de la situación creada por la crisis económica. Esa fue, además, la principal contribución de la izquierda intelectual a su solución. Pues, salvo por lo ocurrido en Suecia donde un
gobierno socialdemócrata aplicó con gran éxito a partir de 1932 las ideas económicas heterodoxas de Ernst Wigforss -aumentar el gasto público como forma de reducir el desempleo-,
por lo demás la copiosísima literatura económica o pseudo económica que a raíz de la crisis
de 1929 producirían los intelectuales de la izquierda -socialistas, comunistas, trotskistas- fue
completamente inútil. Los numerosos folletos, por ejemplo, que Trotsky escribió a propósito
de aquélla -centrados sobre todo en los casos de Alemania y España- eran panfletos brillantes, interesantes para construir una teoría del fascismo, o para definir una estrategia revolucionaria frente a él, pero que respecto a la crisis económica no pasaban de ser tópi cas y
apocalípticas advertencias sobre el inevitable colapso del capitalismo. No mucho más fueron,
en Inglaterra, los muy abundantes escritos de John Strachey y Harold Laski, "maitres à penser" del laborismo de la década. En Francia, Problemas de la paz (1931), el principal libro del
líder del partido socialista, León Blum (1872-1950), un intelectual culto y brillante que concebía el socialismo ante todo como una moral, era un alegato pacifista en favor del desarme
colectivo, pero nada tenía que decir sobre la crisis económica. Las propuestas económicas
más originales dentro del socialismo europeo no nacieron de la izquierda, sino de la derecha
socialista. En 1933, el socialista belga Henri De Man (1871-1947) presentó su Plan du Travail, una de las ideas más influyentes en la evolución del socialismo europeo de los años 30
y tal vez el intento más coherente de formular una respuesta socialista no catastrofista y viable a la crisis económica. El Plan era desde luego una obra revisionista, en línea con las tesis
que De Man había expuesto ya en 1927, en Más allá del marxismo. En éste, De Man había
negado la lucha de clases y defendido la planificación económica como medio para evitar el
hundimiento del sistema económico y mejorar la condición de los trabajadores. En el Plan,
ampliamente discutido en Bélgica, Holanda, Inglaterra, Suiza y Francia, iba más lejos: De
Man negaba que la Depresión significara el colapso del capitalismo y creía en la posibilidad
de superar la crisis a través de un sistema de economía mixta, que respetase la empresa
privada -aunque dentro de planes económicos trazados por el Estado- pero que nacionalizase el crédito, a fin de que el Estado impulsase la recuperación de la economía mediante medidas de apoyo a la inversión privada y una política de expansión del sector público. Las
ideas de De Man tuvieron amplio eco en Francia. Primero, en 1930 Marcel Dèat había expuesto ya, en Perspectivas socialistas, ideas muy parecidas, al defender la coexistencia en
una economía socialista de un sector socializado y un sector privado. Luego, tras la aparición
del Plan, diversos grupúsculos socialistas como los llamados neosocialistas, un grupo formado en torno a Dèat, Marquet y Renaudel, defensores de un reforzamiento del poder del Estado al servicio de una vigorosa política de orden y autoridad, o como Revolución constructiva
de André Philip, asumirían abiertamente la idea de planificación. Las tesis neosocialistas fueron rechazadas oficialmente por la SFIO, el partido socialista, en 1933; los neosocialistas
abandonaron el partido (algunos, para terminar de colaboradores del régimen cripto fascista
de Vichy). Pero sus tesis contenían indudablemente ideas interesantes para fundamentar
una respuesta socialista a la crisis. La dirección socialista no supo verlo. Optó por el estéril
fatalismo de esperar al hundimiento del capitalismo, como reprochó Dèat a Blum. Así, el
Frente Popular, cuando llegó al poder en 1936 bajo el liderazgo de Blum, careció de una verdadera alternativa económica: las medidas que tomó -todas bien intencionadas- llevaron la
economía francesa al fracaso. Tampoco el laborismo británico fue receptivo a nuevas ideas
económicas. El gobierno laborista de 1929-31 no tuvo más respuesta a la Depresión que la
107
ortodoxia deflacionista de reducciones salariales y limitación del gasto público. Como el socialismo europeo, el laborismo británico, educado en clichés y fórmulas utópicas, no tenía un
programa económico relevante; es más, carecía incluso de las bases intelectuales para elaborarlo. En la década de 1920, sólo G. D. H. Cole (1889-1959) había estudiado con algún
rigor la cuestión del desempleo en la economía capitalista, con la idea de proporcionar al partido laborista los elementos teóricos para trazar sus respuestas políticas al paro. Desde un
análisis protokeynesiano, inspirado en las ideas de J. A. Hobson, Cole había defendido la
necesidad de una activa intervención del Estado -reorganización industrial, reforma fiscal,
seguridad social- como medio de provocar la drástica redistribución de la renta y consiguientes aumentos del consumo y demanda que creía necesarios para lograr la estabilización de
la economía y con ello, la creación de empleo, que es lo que sostuvo en su obra de 1929 Los
próximos diez años en la política social y económica británica. La depresión de los años 30
ratificó a Cole en su tesis de que la labor del Estado debía aspirar a estimular la demanda.
Sólo añadiría ahora, bajo la influencia de Keynes, la conveniencia para lograrlo de adoptar
políticas de déficit presupuestario. Aunque Cole dudase de las posibilidades de supervivencia
del capitalismo y abogase por su superación a largo plazo, sus ideas, expuestas en libros,
folletos e innumerables artículos, constituían de hecho un programa para la reconstrucción
económica, una política expansionista basada en el aumento de la demanda. De ahí las críticas que recibió tanto desde la izquierda -de Strachey, por ejemplo- como de los economistas
ortodoxos. Cole no era keynesiano. A diferencia de Keynes, Cole creía en el socialismo y en
la planificación económica, que entendía como control por el Estado de la producción, de las
decisiones de inversión y consumo, del crédito y de las dimensiones y orientación del gasto
financiero. Pero Cole fue probablemente el único laborista británico que percibió de inmediato
la importancia de las teorías de Keynes. El Partido Laborista, destrozado por la experiencia
en el poder de 1929-31 y por la defección de su líder MacDonald, no se percató de ello. Absorbido por preocupaciones pacifistas y por la propaganda contra el fascismo, en cuestiones
económicas cayó en una especie de fatalismo próximo al de Blum en Francia, salvo por alguna concesión a la idea de planificación introducida en la retórica oficial por elementos de la
izquierda laborista seducidos por los planes quinquenales soviéticos (con un sentido distinto,
por tanto, a como lo entendía un socialista democrático como Cole). La respuesta teórica a la
crisis de las economías occidentales no vino, pues, de la izquierda sino que la elaboró un
economista, John Maynard Keynes (1883-1946), que militó siempre en el liberalismo, un
hombre educado en Cambridge, culto, rico, unido por lazos de íntima amistad con la elite intelectual británica del grupo de Bloomsbury (Virginia Wolf, Lytton Strachey, Duncan Grant,
Clive Bell, Roger Fry...), un hombre, pues, que parecía la antítesis del radicalismo. Pero Keynes era radical, no en política, sino en el pensamiento. Sus tesis básicas, resumidas en su
Teoría general del empleo, interés y dinero (1936), rompían con los principios de la economía
clásica. Así, mientras los economistas ortodoxos pensaban que el libre juego de las fuerzas
del mercado aseguraría el reajuste de la economía y el retorno del empleo, Keynes creía que
sólo la intervención del gobierno estimulando la inversión y la demanda pondría fin a la situación de recesión y desempleo. Para los economistas ortodoxos, las depresiones eran provocadas por desajustes creados en los períodos de expansión, y la única solución era que la
economía procediera a corregir "naturalmente" aquellos desajustes. Puesto que en toda depresión, los salarios y las tasas de interés caían hasta alcanzar un punto tan bajo que la inversión volvía a ser rentable, la economía clásica -un A. C. Pigou en Teoría del desempleo
(1933) o un Lionel Robbins en La gran Depresión (1935)- recomendaba que se aceptasen
reducciones salariales en la confianza de que ello provocaría el aumento inmediato de las
inversiones privadas. Keynes entendía que esa política reduciría el consumo, la renta y la
demanda agregada y que, por tanto, generaría más desempleo. Entendía, en cambio, que se
108
necesitaba una acción directa del gobierno encaminada a favorecer las inversiones mediante
una regulación adecuada de la demanda agregada a través del triple mecanismo de la política presupuestaria, de la política monetaria y de la política fiscal, estimulando directamente la
inversión y el empleo y aumentando para ello el gasto público. Esas fueron las ideas que
permitirían la reconstrucción de todas las economías europeas occidentales después de
1945 y que propiciarían sus espectaculares niveles de crecimiento. La izquierda y los partidos obreros de los años treinta -no obstante su obsesión por la naturaleza y funcionamiento
del capitalismo- las ignoraron, salvo por la ya mencionada excepción sueca que tuvo mucho
que ver con la influencia que allí tuvieron las ideas de otro economista, Knut Wicksell (18511926), que anticipó algunas de las tesis de la "teoría general" keynesiana. Keynes mismo
estaba convencido de que el simplismo dogmático de los líderes laboristas de su país les
impedía ver el potencial reformista de una política económica basada en sus ideas. Llevaba
razón. Por lo menos, aquella politización hacia la izquierda de que hablara el poeta Stephen
Spender había llevado a muchos intelectuales de esa significación al dogmatismo. Para muchos -para John Strachey, por ejemplo- el pacto nazi-soviético de 1939 fue el revulsivo que
les hizo recuperar su conciencia democrática (y en el caso de Strachey, también la lectura de
Keynes). Otros tuvieron que esperar más tiempo. La I Guerra Mundial había hecho, como
hemos visto, de una mayoría de intelectuales europeos (y de bastantes norteamericanos)
unos verdaderos profesionales del desastre y del pesimismo. Sin embargo, esa extraordinaria capacidad crítica de sus intelectuales era precisamente la mejor prueba de la vitalidad de
la cultura occidental. Esa sería una de las causas de que no se cumpliera aquel apocalíptico
augurio que Bertrand Russell formulara en la navidad de 1915 y que, por tanto, la civilización
europea no pereciese como Roma ante los bárbaros. El empirismo de Keynes, hombre al
que sólo preocupaban las soluciones a corto plazo porque, decía, "a largo plazo, todos muertos", había logrado algo más: elaborar una "esperanza de futuro" (por seguir parafraseando a
Russell) para el mundo.
La ilusión europea
La I Guerra Mundial había suscitado paralelamente a todo lo visto un amplio debate sobre el
concepto mismo de Europa, en el que alentaba la idea de la necesidad de proceder a una
transformación radical del viejo Continente. En concreto, la conciencia del empequeñecimiento del papel de Europa dio paso a la idea de una posible unidad europea. "Uno anticipa el
comienzo de una nueva era -escribió André Gide en su diario el 6 de agosto de 1914, a los
días de estallar la I Guerra Mundial-: los Estados Unidos de Europa, unidos por un tratado
limitando su armamento..." La idea tomaría fuerza a lo largo de los años veinte. En 1923, el
conde y diplomático austriaco Coudenhove-Kalergi (1894-1972) fundó en Viena el Movimiento Paneuropeo, que reunió su primer Congreso en 1926 (y otro, en Berlín, en 1930). En los
años siguientes se publicaron varios libros de títulos inequívocamente europeístas. Con el de
los Estados Unidos de Europa aparecieron al menos los de Edo Fimmen y Hermann Kranold
en 1924; el de Vladimir Woytinsky en 1927 y el de Edouard Herriot, el político francés, en
1929. Gaston Riou había publicado su Europe, une patrie un año antes; Europa. Análisis espectral de un continente del conde Keyserling apareció en 1929. El 8 de septiembre de 1929
tuvo lugar el resonante discurso en favor de la unidad europea del ministro de Exteriores
francés Aristide Briand ante la Sociedad de Naciones. Ortega dedicó la segunda parte de La
rebelión de las masas (1930) a la cuestión; dos años después, en 1932, Julien Benda escribió su conocido Discurso a la nación europea. Coudenhove-Kalergi partía de la convicción de
que la división de Europa impediría que el viejo continente siguiese desempeñando un papel
central en el escenario internacional. Estaba convencido de que la rebelión de Asia y África
pondría fin a la larga era de los imperios europeos y que, como consecuencia, la hegemonía
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mundial se desplazaría a potencias no europeas y en concreto, a Estados Unidos y a la naciente Unión Soviética. Coudenhove-Kalergi creía -y el tiempo le dio la razón- que la Sociedad de Naciones no podría garantizar la paz en Europa, y que sólo la unión europea, construida sobre la reconciliación de Francia y Alemania -propuesta entonces muy audaz- impediría que el viejo continente fuese de nuevo escenario de posteriores conflagraciones. La proposición de Briand insistía igualmente en la reconciliación entre Francia y Alemania, idea que
también encontró decidido apoyo en el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Gustav Stresemann. Precisamente, fue el clima de acercamiento entre ambos países existente desde
1925 lo que decidió a Briand a proponer en la fecha indicada (8 de septiembre de 1929) una
unión federal entre los distintos pueblos de Europa, que les permitiese abordar de común
acuerdo la resolución de problemas que les eran comunes. Consecuentemente, Briand preparó un Memorandum, presentado el 17 de mayo de 1930, que fue sometido a la delibera ción de las cancillerías de los veintisiete países europeos que formaban parte de la Sociedad
de Naciones. La acogida dispensada al Memorandum fue en general fría o poco entusiasta.
Pero se consiguió una declaración, con fecha de 8 de septiembre de 1930, por la que los representantes de los países en cuestión reconocían la importancia de la idea de una unión
europea y se comprometían a colaborar estrechamente entre ellos. Las tesis de Ortega y
Gasset, expuestas en la segunda parte de La rebelión de las masas (1930), enlazaban ciertamente con esos planteamientos, aunque desde perspectivas menos políticas y más culturalistas. La idea de la construcción de Europa como Estado nacional que planteaba Ortega estaba íntimamente relacionada con su teoría de la rebelión de las masas y la consiguiente decadencia de la civilización europea. Se recordará que Ortega había llegado a la conclusión
de que el imperio de las masas había dejado a Europa sin moral y carente de un proyecto de
vida. Pues bien, Ortega creía que lo que estaba en crisis no era Europa en tanto que unidad
histórica -unidad real por debajo de la pluralidad de pueblos y culturas europeas- ni tampoco
la civilización europea: lo que para Ortega había hecho crisis eran las naciones europeas en
tanto que entidades separadas. Es más, Ortega entendía que esta decadencia de las naciones europeas era necesaria para la afirmación de una Europa nueva y unitaria. Y concluía,
consecuentemente, que la construcción de esa Europa unida daría al viejo continente aquel
programa de vida que resultaba ineludible para revigorizar su moral y permitirle seguir mandando de alguna forma en el mundo, algo que Ortega consideraba necesario habida cuenta
de que América era aún joven y que el bolchevismo no era asimilable para los europeos. En
suma, desde diferentes perspectivas, se proponía la idea de unos Estados Unidos de Europa
como salida a la propia crisis europea. Las propuestas adolecían en general de un evidente
"diletantismo". Ni Coudenhove-Kalergi, ni Briand, ni Ortega, decían bajo qué fórmula se integrarían los Estados Unidos de Europa, ni qué países se incorporarían al proyecto, ni qué instituciones los regirían, ni cómo se solucionarían los incontables problemas económicos, políticos, militares y coloniales que la unión europea plantearía. Sus planteamientos no pasaron
de constituir un rosario de buenos deseos y de incluir un puñado de agudas intuiciones (lo
que no era poco). Además, las ideas europeístas no calaron en las masas. Instaladas en sus
respectivas tradiciones y culturas nacionales, no sentían la emoción de una nacionalidad
"supranacional", la europea, realmente inexistente. Significativamente, la proposición de
Briand se debilitó con la muerte de Stresemann en octubre de 1929 y se olvidó prácticamente
una vez apartado Briand del ministerio de Exteriores francés en enero de 1932. El europeísmo de los años veinte fue barrido literalmente por el irracionalismo nacionalista de la década
de 1930. Pero aquel primer despertar europeísta no fue inútil. Era evidente que la civilización
europea había perdido su antigua vitalidad, y que ello obligaría antes o después a transformar en profundidad las estructuras territoriales y nacionales del continente. Pero había quien
110
veía ya que Europa aún podría recobrar, a través de la unidad, buena parte de su fuerza moral, de
su dinamismo económico y político y de su ascendencia internacional.
111
e) DESARROLLOS IBEROAMERICANOS
En las primeras décadas del siglo XX los países iberoamericanos no están exentos de los
procesos que experimentan el resto de países. Así, la Gran Depresión de 1929, el auge de
los fascismos y la Primera y Segunda Guerras Mundiales tendrán amplia repercusión en cada uno de estos países. Por otro lado, en general se dan procesos internos de reestructuración del poder político, principalmente impulsados por el auge de las ideas de izquierda y
reformistas. Así, se produce una contestación general del poder de las oligarquías, cuya
máxima expresión se dará en México durante la Revolución que tiene lugar en aquél país.
Declive del dominio oligárquico
En 1910, mientras algunas repúblicas latinoamericanas celebraban, o se aprestaban a celebrar, el primer centenario de la emancipación, en México ocurría el mayor estallido social de
toda la historia de la región. En torno a esas fechas los nuevos grupos sociales emergentes,
consecuencia directa del proceso de crecimiento económico impulsado por la expansión de
las exportaciones y de la distribución del ingreso provocada, comenzaron a cuestionar el poder monolítico de las oligarquías y de las burocracias estatales asociadas a las mismas. El
mismo acto del cuestionamiento implicaba el comienzo de la incorporación de esos grupos
emergentes a la realidad política y social de sus respectivos países. Pero la lucha de los sectores medios tenía por principal objetivo la conquista de su derecho a participar plenamente
en la vida política, y no el de constituirse en alternativa de poder al modelo oligárquico, ya
que lo que se cuestionaba era su funcionamiento pero no sus axiomas. En algunos casos,
estos procesos se desarrollaron de un modo más o menos violento, como el de la Revolución
Mexicana, y en otros, aunque no estuvieron exentos de algunas manifestaciones de fuerza,
los objetivos se cumplieron de forma más pacífica, como ocurrió con Hipólito Yrigoyen, el
candidato de la argentina Unión Cívica Radical, que ocupó la presidencia de la república
después de que se modificaran las leyes electorales de su país. En efecto, para que el proceso de incorporación de los sectores medios fuera posible, fue necesario modificar las reglas del juego político y crear los mecanismos adecuados que permitieran la participación de
los recién llegados. La ampliación de la base social de numerosos países no supuso el reemplazo automático de las oligarquías nacionales de su lugar de predominio político y económico. Durante muchas décadas siguieron ocupando un lugar destacado, gracias a su
enorme capacidad para diversificar sus actividades económicas y subirse de un modo más o
menos exitoso al tren de la industrialización y del proteccionismo y también por los numerosos mecanismos de control social que seguían reteniendo en su poder. Esa misma capacidad fue la que le permitió a los partidos que representaban sus intereses seguir dominando
el proceso político en buena parte de los países del continente.
La reforma universitaria
Una de las manifestaciones más patentes de la creciente urbanización latinoamericana y del
ascenso social que la acompañaba, se podía observar en las universidades, que veían como
el número de las matrículas se incrementaba de año en año. Muy pronto comenzaron a plantearse entre los estudiantes reivindicaciones de tipo gremial y político. La Revolución Mexicana y la Revolución Rusa se convirtieron en los dos referentes políticos e ideológicos más
importantes de los movimientos estudiantiles que comenzaban a despuntar. Quizá sea el
movimiento de Reforma Universitaria, iniciado en 1918 en la Universidad de Córdoba, en Argentina, una de sus manifestaciones más concretas. El movimiento se extendió muy rápidamente a otras ciudades argentinas y fue seguido posteriormente en numerosas universidades de los más diversos países latinoamericanos. Las protestas estudiantiles comenzaron
tras la clausura del internado de estudiantes del Hospital de Clínicas de Córdoba y se carac112
terizarían por las huelgas y los encierros en las facultades. En numerosas oportunidades las
manifestaciones estudiantiles no eran bien recibidas por las autoridades, que más de una vez
decidieron reprimirlas duramente. En algunos países los presos, los heridos y hasta los
muertos se convirtieron en los mártires del movimiento estudiantil y de cierta oposición a los
gobiernos establecidos. En seguida se redactó el Manifiesto a la Juventud Argentina del Comité Pro-Reforma Universitaria en Córdoba y poco después se constituyó en Buenos Aires la
Federación Universitaria Argentina. En los años siguientes se celebrarían Congresos de Estudiantes en todo el continente americano. En 1919 los estudiantes de la Universidad de San
Marcos de Lima se solidarizaron con sus colegas argentinos y el movimiento reformista rápidamente se expandió por Perú. En 1920 encontramos distintas manifestaciones de descontento estudiantil en Chile, Uruguay y Colombia y posteriormente en Bolivia, Panamá y Cuba.
La dictadura de Juan Vicente Gómez en Venezuela reprimió duramente los intentos de organización de los estudiantes universitarios. Uno de los principales objetivos del movimiento
reformista era acabar con el elitismo y la excesiva jerarquización de las universidades latinoamericanas, comenzando por el enorme poder corporativo de los catedráticos y continuando con las trabas que se ponían a los estudiantes que debían trabajar o contaban con
escasos recursos para costear sus carreras. Entre las soluciones propuestas por el movimiento reformista a lo largo de los años encontramos la autonomía universitaria, la libertad
de cátedra, la gratuidad de la enseñanza, el ingreso irrestricto y el cogobierno de estudiantes
y egresados junto con el estamento docente. La reforma que buscaba la democratización de
la vida universitaria, abrió las puertas de las casas de estudio a la política y los estudiantes
se convirtieron en los portavoces de ciertos grupos sociales que hasta ese momento no se
podían expresar públicamente. Buena parte de los principales líderes políticos e intelectuales
que actuaron entre 1930 y 1960 hicieron sus primeras armas en el movimiento reformista.
Este fue el caso de Gabriel del Mazo, Germán Arciniegas, Haya de la Torre, Carlos Quijano,
Rómulo Betancourt o Juan Antonio Mella entre una larga lista.
La izquierda
Si hasta la Primera Guerra Mundial el liberalismo y el conservadurismo fueron las principales
formas de expresión política de las sociedades latinoamericanas (el socialismo y el anarquismo tenían un respaldo social francamente minoritario), en los años veinte el comunismo
y el fascismo se convirtieron en alternativas atractivas para ciertos grupos. El liberalismo en
retirada, no sólo en América sino también en Europa, había dejado de tener todas las respuestas para explicar los cambios profundos que estaban afectando al mundo. Para poder
responder a estos interrogantes surgieron nuevas ofertas ideológicas y nuevas interpretaciones de la realidad y otras fueron reformuladas o adaptadas al contexto latinoamericano. Esto
pasó con el nacionalismo y el antiimperialismo o con la incorporación de la lucha de clases
propia del análisis marxista al discurso político de estos países. Después del triunfo de la Revolución Rusa y como consecuencia de las escisiones producidas en algunos partidos socialistas, se crearon partidos comunistas en varios países del continente. Esto ocurrió en Argentina, Brasil y Bolivia en 1921 y en Chile y México al año siguiente. En muchos lugares, la ausencia de un proletariado industrial dificultó la difusión del proceso, otorgándoles a algunos
partidos comunistas un perfil netamente intelectual. En Cuba el partido se creó en 1925 y en
Ecuador y Perú en 1928. En este último caso, la influencia de José Carlos Mariátegui fue notable. Pese a ello, los avances del comunismo en América Latina durante la década de 1920
fueron bastante tímidos. Sólo en Chile, y gracias a la influencia de José Emilio Recabarren, el
Partido Comunista Chileno se convirtió en el más exitoso y el de mayor influencia de la época, pese a la represión a que lo sometió el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. Sus programas planteaban la necesidad de impulsar la reforma agraria y de nacionalizar buena parte
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del aparato productivo y financiero. Por lo general estas reivindicaciones se acompañaban de
un fuerte antiimperialismo y seguían a pies juntillas las consignas elaboradas por el Komintern (Internacional Comunista o Tercera Internacional). En los años treinta, y debido a la prédica de la Tercera Internacional, el movimiento comunista intentó consolidarse en toda América Latina, pero sin demasiado éxito. Los partidos más fuertes fueron los de Brasil, Chile y
Cuba, aunque la influencia de los de Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela no fue nada
desdeñable. Sin embargo, la influencia real de estos partidos, tanto en la vida política y sindical como en la sociedad latinoamericana, fue bastante marginal. En ningún caso se constituyeron en alternativas serias de poder, por más que en algunos sitios hayan tenido una capacidad de movilización relativamente amplia. Este fue el caso de El Salvador, donde los líderes comunistas se pusieron al frente de la revuelta campesina de 1932 que fue duramente
reprimida y que acabó con los intentos organizativos de consolidar el comunismo en ese país. Coincidiendo con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas latinoamericanos decidieron impulsar Frentes Populares. Esta propuesta obtuvo éxito en Chile,
y gracias a ella Pedro Aguirre Cerdá pudo ganar las elecciones de 1938. Por lo general, los
partidos de izquierda se interesaban básicamente en el proletariado industrial y otros sectores urbanos, permaneciendo fuera del campo de sus intereses los campesinos, los indígenas
y otros grupos marginales. Este vacío fue pronto cubierto por algunos grupos de corte nacionalista que reivindicaban la realización de profundas transformaciones en la estructura agraria y la integración de las masas campesinas a las estructuras políticas. En esta labor, algunos de estos partidos se ganaron la enemistad tanto de los partidos oligárquicos que veían
con preocupación el ascenso de grupos marginales, como de los partidos de izquierda, que
planteaban que de ese modo se perdía de vista quien era el verdadero objeto histórico del
cambio social. Uno de estos grupos era el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre. Su teoría, que intentaba rescatar del olvido a
los indígenas andinos, se presentaba como una combinación del marxismo con las ideas de
Einstein y con un fuerte influjo de Sun Yat-Sen y de los revolucionarios mexicanos. El APRA
había logrado aglutinar a buena parte de la juventud anti civilista que participaba en las movilizaciones estudiantiles a favor de la reforma universitaria. Desde su fundación en 1924, el
APRA se había opuesto a la dictadura de Augusto Leguía. De acuerdo con las pautas establecidas por su fundador, el APRA era un partido de inspiración marxista, que por discrepancias con los planteamientos de la Komintern para América Latina rompió con el comunismo.
Las líneas principales sobre las que se basaba la ideología del partido era la peruanidad de
sus planteamientos y su consecuente denuncia del imperialismo norteamericano. Si bien sus
principales centros de actuación estaban ubicados en la costa (por entonces de claro predominio blanco y mestizo), se proclamaba portavoz de los intereses indígenas. Como su nombre indica, la vocación de Haya de la Torre era convertir al APRA en un partido supranacional, que defendiera los intereses populares en toda "Indo América". En su obra El antiimperialismo y el APRA, de 1936, Haya de la Torre desarrolló los cinco puntos más importantes
de su programa político: lucha antiimperialista, nacionalización de la tierra, solidaridad entre
las clases oprimidas, unidad continental e internacionalización del canal de Panamá.
Nacionalismos y fascismos
El gran potencial del nacionalismo latinoamericano se debió a su capacidad para permear la
totalidad de las ideologías desde la extrema derecha a la extrema izquierda y a la simbiosis
que crearía con el antiimperialismo. En este sentido es curioso observar una cierta nacionalización del liberalismo, lo que tendría serias consecuencias para la política latinoamericana.
Las ideas nacionalistas se habían ido consolidando desde el mismo momento de la emancipación, pero sólo a fines del siglo XIX y principios del XX comenzaron a tener una estructura
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más orgánica y formal. La llegada masiva de inmigrantes, y el rechazo que los mismos provocaban en ciertos sectores de la población, especialmente los de menores recursos, fue
uno de los principales elementos que permitió la difusión de ideas de corte nacionalista y
xenófobo. En un principio, el nacionalismo solía estar vinculado a ciertas formas de pensamiento antiliberal, y entre los valores que reivindicaba estaban los de la hispanidad y el catolicismo, de forma que fue posible hablar de un nacionalismo oligárquico. Este fue el caso de
la Liga Patriótica Argentina, que unía a su antiliberalismo un profundo sentimiento antisemita.
La lucha contra los movimientos de izquierda, intensificada después del estallido de la Revolución Rusa de 1917, fue otro de los elementos aglutinadores de los nacionalistas de derecha, que en ciertas oportunidades iban acompañadas de manifestaciones de violencia. En lo
que al fascismo se refiere, su incidencia, aunque innegable, fue menor y menos estructurada
que la del comunismo y se hizo más visible a partir de la década de 1930. Por un lado encontramos el interés de Alemania e Italia en determinadas materias primas americanas, que se
tradujo en una intensa actividad de las legaciones militares y culturales. La propaganda alemana en prensa, cine y radio y la publicación de libros fue muy importante en esta época.
Numerosas asociaciones de inmigrantes italianos y alemanes funcionaron como divulgadoras
de los postulados fascistas y en varios países se crearon filiales del Partido Nacional Socialista Alemán. También hay que tener en cuenta la labor propagandística de ciertos grupos de
extracción nacionalista de derecha o provenientes del integrismo católico, que intentaron
crear un "fascismo criollo", profundamente anticomunista, anticapitalista y anti norteamericano. La difusión del falangismo en América Latina favoreció estas tendencias, cargadas de
una importante dosis de hispanismo. Los movimientos o partidos fascistas más importantes,
la mayoría surgidos en los años 30, fueron: Açao Integralista Brasileira; Unión Nacionalista
Sinarquista, de México; Partido Nazi Chileno; Falange Socialista Boliviana y la Unión Revolucionaria del Perú.
La Revolución mexicana
Los planteamientos de Francisco Madero, recogidos en su Plan de San Luis Potosí, que señalaba el inicio de la insurrección general para el 20 de noviembre de 1910, dieron comienzo
a la Revolución Mexicana, un poderoso y violento estallido social que no sólo acabaría con el
porfiriato sino también propiciaría la integración a la vida política nacional de vastos grupos
sociales, hasta entonces marginados por el implacable proceso de centralización impulsado
por Porfirio Díaz. Desde una perspectiva histórica se podría señalar que el triunfo revolucionario no fue total, lo que llevó a que la revolución no pudiera recoger las aspiraciones de todos los grupos que la apoyaron, como los campesinos sin tierras. Las explicaciones que se
han dado sobre las causas de la revolución son muy variadas, y así se la presenta como un
movimiento político que intentó romper la situación de bloqueo a la que había conducido el
porfiriato; o como un movimiento social, que intentó dar respuesta a las reclamaciones de los
campesinos sin tierras; o como un movimiento regional, que intentó equilibrar el papel de las
nuevas zonas en ascenso beneficiadas por la expansión económica, como la frontera norte,
en detrimento de la Ciudad de México. De todas formas, buena parte de estas explicaciones
se mueven en el plano de la especulación, dada la falta de trabajos cuantitativos sobre la
economía del porfiriato y, especialmente, sobre los diversos comportamientos regionales. En
los inicios de la revolución, el principal foco insurgente se encontraba en el norte del país, la
región mexicana que había conocido el mayor crecimiento de toda la nación y que en su
momento se había opuesto a las maniobras reeleccionistas del porfiriato, que cerraban el
camino al poder a las élites norteñas. Eran numerosos los agravios comparativos que tenían
en su haber, dado el maltrato del gobierno central, lo que terminó impulsándolos a la insurrección. Para impulsar el movimiento, Madero y sus seguidores no se limitaron a enumerar
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las reivindicaciones de mayor participación política propias de la élite norteña, sino que supieron incorporar ciertas reclamaciones del campesinado. Por ello fue que Pascual Orozco y
Pancho Villa, convertidos en importantes caudillos de las masas campesinas del norte del
país, muy pronto se sumaron a las fuerzas maderistas. Al levantar las banderas campesinas,
los alzados del Norte convergieron con el potente movimiento agrarista del Sur, especialmente con los rebeldes del estado de Morelos, liderados por Emiliano Zapata. En esa región, de
ricas explotaciones azucareras, la ofensiva de los hacendados sobre las tierras de las comunidades indígenas había sido contundente. El crecimiento demográfico que había conocido el
país, notable en las regiones del centro y del sur, habían aumentado la presión de los campesinos sobre la tierra, que el proceso de formación de grandes latifundios tendía a neutralizar y sólo servía para aumentar el malestar entre las masas rurales. La victoria de los maderistas fue rápida. En poco tiempo conquistaron Chihuahua, Baja California y Veracruz y en
marzo de 1911 tomaron Ciudad Juárez. El 21 de mayo los maderistas llegaron a un acuerdo
con los representantes de Díaz para acabar con el conflicto. A los pocos días renunció el dictador, que partió hacia Francia, y el gobierno provisional convocó elecciones generales. La
descomposición del régimen porfirista fue fulminante, lo que permitió el acceso de Madero a
la presidencia. Sin embargo, el rápido derrumbe del régimen y la salida negociada permitieron dejar intactas algunas de las bases de poder del porfirismo, como la administración o el
ejército federal. La constitución del primer gobierno revolucionario supuso la posibilidad para
todos los grupos postergados de presentar su particular lista de agravios. La imposibilidad de
atender satisfactoriamente tantas, y tan contradictorias, demandas condujo al inicio de las
disensiones entre los distintos grupos revolucionarios. Los enfrentamientos entre las distintas
fracciones serían constantes a lo largo de todo el proceso y se mantendrían hasta la primera
institucionalización de la revolución bajo el "maximato", aportando una gran dosis de inestabilidad y de ingobernabilidad a México. Uno de los máximos conflictos se produjo con Zapata,
que se negó a desarmar a los campesinos alistados en sus filas. Madero, con su vocación
constitucionalista, era contrario a la violencia y a la profundización de la revolución a través
de medidas expropiatorias. Las contradicciones aumentaron en el plano político cuando el
presidente, falto de cuadros con los que hacer funcionar la Administración incorporó a porfiristas y liberales a su gabinete, en el que había sólo dos revolucionarios. Para colmo, tras
disolver el Partido Antirreeleccionista que le permitió acabar con el porfiriato, creó el Partido
Constitucional Progresista, de planteamientos más moderados. La revolución comenzó a
verse de muy diversas maneras según cual fuera el punto de referencia regional desde donde se interpretaba la marcha de la misma. Junto con aquellos que nos hablan de una revolución agraria o de una revolución social, están los que prefieren presentar los sucesos revolucionarios como una revolución indígena, una revolución obrera o incluso una revolución burguesa. Las cosas no quedan demasiado claras cuando se habla de revolución agraria, ya
que las reivindicaciones de los trabajadores de las grandes haciendas norteñas no eran similares a las de los campesinos del centro y del sur del país, caracterizados por una mayor
densidad de población y una mayor presión sobre las tierras cultivables. Las diferencias regionales que han permitido hablar de muchos "Méxicos" son las que también permiten hablar
de varias revoluciones a la vez. Y quien habla de varias revoluciones habla de distintos proyectos revolucionarios, cuya sola existencia explica la virulencia y la larga duración de los
enfrentamientos armados que siguieron al triunfo de la revolución, así como de las grandes
contradicciones que opusieron entre sí a los principales líderes y caudillos revolucionarios y
sus seguidores. Madero tuvo que hacer frente a una creciente conflictividad. Ante la timidez
de las medidas adoptadas por el gobierno en materia agraria, Zapata se enfrentó al presidente y posteriormente la situación se agravó con el alzamiento de Orozco en Chihuahua. Se
llegaba así al conflicto armado. El 28 de noviembre de 1911 Zapata lanzó el Plan de Ayala,
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que reconocía las reivindicaciones de los campesinos y preveía la expropiación, previa indemnización, de la tercera parte de los grandes latifundios. Simultáneamente Zapata reconoció a Orozco como jefe de la revolución, ante lo cual Madero decidió reprimir a los rebeldes,
destacando para tal fin a un ejército al mando del general Victoriano Huerta, un militar proveniente del ejército porfirista. Cumplido su cometido, Huerta fue enviado a la Ciudad de México a someter un alzamiento de Félix Díaz, un sobrino del ex dictador. Tras un enfrentamiento
algo teatral en el centro de México, Huerta y Díaz, con la bendición del representante norteamericano, se pusieron de acuerdo para derrocar a Madero. El presidente fue "hecho prisionero" y luego fue rápidamente asesinado. El atentado contra Madero mostró de una manera descarnada las ambiciones presidencialistas de un Huerta caracterizado como traidor o
usurpador y conocido por el ejercicio tiránico del gobierno. El terrible magnicidio abrió las
puertas para la profundización de la revolución, aunque antes sería necesario remover algunos obstáculos considerables que se interponían en el camino. El nuevo presidente tuvo que
hacer frente a importantes disensiones, como la oposición de Pancho Villa, que tenía su base
de actuación en el estado de Chihuahua y la de Venustiano Carranza, un rico hacendado que
había sido senador porfirista y gobernador maderista del estado de Coahuila. Este último
lanzó el plan de Guadalupe, donde planteaba la Revolución Constitucionalista contra el usurpador Huerta, al que terminaría desplazando de la dirección del movimiento revolucionario. El
presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, no reconoció al gobierno de Huerta, pese a que el apoyo del representante diplomático norteamericano, Henry Lane Wilson, fue lo
que le permitió llegar a la presidencia. El presidente Wilson intentó infructuosamente apoyar
a los constitucionalistas, y con el pretexto de un incidente armado entre fuerzas huertistas y
otras norteamericanas que vigilaban la zona petrolera de Tampico, ordenó la ocupación norteamericana del puerto de Veracruz, consumada el 21 de abril de 1914, privando a Huerta de
las vitales rentas aduaneras. Pese a las numerosas interpretaciones que insisten en la importancia del petróleo y de las presiones de los Estados Unidos sobre la marcha de los sucesos
revolucionarios, la principal explicación de las caídas de Huerta y de Madero debe buscarse
en la evolución de los sucesos internos y en la correlación de fuerzas entre los grupos participantes en el conflicto. Mientras Pancho Villa y su División del Norte incrementaban sus acciones armadas, el agrarismo de Zapata seguía vivo en Morelos, al no haber sido doblegado
por la represión organizada por el poder central. La acción convergente de ambas fuerzas
arrinconó al gobierno de Huerta, quien terminó huyendo el 14 de julio de 1914. El 20 de
agosto los constitucionalistas ocupaban la Ciudad de México y abrían una nueva etapa en el
proceso revolucionario. La derrota de Huerta y la disolución del gobierno central supusieron
un duro golpe a la gobernabilidad del estado revolucionario mexicano. La fragmentación
amenazó al país y los principales caudillos rurales (que carecían de experiencia política) y
sus bandas armadas se hicieron con el poder en las regiones y comenzaron a tomar decisiones políticas de cierta relevancia. Con el objetivo de acabar con la anarquía, ampliar el consenso social y facilitar la gobernabilidad del país los principales líderes constitucionalistas
comenzaron a esgrimir con mayor determinación las promesas de reforma agraria. Se trataba de pacificar a los campesinos y de ganarse su favor. Dadas las enormes contradicciones
existentes entre los distintos grupos y el personalismo y las ambiciones personales de los
líderes más destacados, las alianzas que se pactaban eran sumamente débiles. Esto fue lo
que también ocurrió con la unión forjada en la oposición a Huerta, que tras la ocupación de la
capital, tuvo serios problemas para mantenerse. Carranza intentó hacerse con la Jefatura
Suprema, pero tanto Villa como Zapata se opusieron a sus propósitos y en noviembre lo expulsaron de la capital, recomenzando con los enfrentamientos armados. Carranza se refugió
en Veracruz, desde donde controlaba la principal fuente de recursos fiscales del país: las
rentas aduaneras. Con el apoyo de Álvaro Obregón, líder de los revolucionarios de Sonora, y
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de los Estados Unidos, Carranza reconquistó el poder, tras acabar con los agraristas, cada
vez más divididos. Obregón se mostró como el verdadero hombre fuerte del régimen y aumentó su influencia en el entorno de Carranza, cuyo gobierno fue reconocido por los Estados
Unidos en octubre de 1916. Uno de sus principales objetivos era la progresiva institucionalización y consolidación de la revolución. Estando en Veracruz incluyó entre los objetivos
constitucionalistas la reforma agraria, la sindicalización de los obreros y el derecho de huelga. Su actuación posterior sobre varios flancos sería decisiva en la pacificación del país. Si
por un lado derrotó en 1915 a Pancho Villa, en Celaya, lo que permitió que la conflictividad
impulsada por Villa y Zapata comenzara a remitir, por el otro disolvió al ejército federal y eliminó una de las escasas bases de poder que le quedaban a la oligarquía porfirista.
La Revolución se institucionaliza
En 1917 se proclamó una nueva Constitución, con la intención de dar a la revolución el marco legal e institucional que hiciera posible un posterior desarrollo pacífico y con reglas de
juego claras. La nueva Constitución era claramente intervencionista, tenía planteamientos
nacionalistas y recogía algunas reivindicaciones de los obreros y campesinos. También se
incluyeron ciertas propuestas agraristas, a pesar de que los partidarios de Villa y Zapata no
participaron en el Congreso Constituyente. La Constitución asumía el anticlericalismo heredado de 1857 y recogía otras reivindicaciones sociales, como la protección a los trabajadores
o el reconocimiento de los sindicatos y la nacionalización de las riquezas del subsuelo. El
último punto era fundamental para el sector petrolífero y minero, aunque la Constitución se
limitaba a recoger la tradición hispana en lo referente a que la Corona era la legítima propietaria del subsuelo. Sin embargo, un fallo de la Corte Suprema mexicana, de 1927, negaría
carácter retroactivo al artículo de la Constitución correspondiente a la propiedad del subsuelo, tranquilizando a los inversores extranjeros con propiedades en la minería y en los campos
petroleros. De este modo se facilitaba la normalización de las relaciones comerciales con los
Estados Unidos, que muy pronto se convertiría en el principal mercado para las exportaciones mexicanas. Las posturas favorables a la normalización mostraban la creciente influencia
política de Obregón, a quien Carranza intentó cortar su carrera presidencial. Para ello fue
necesario dar un golpe militar, en cuyo desarrollo Carranza resultó muerto (el 15 de mayo de
1920), al intentar huir de la capital. El asesinato del presidente y la eliminación de Zapata, en
1919, y de Villa, en 1923, dejaban expedito el camino a la definitiva institucionalización de la
revolución. Tras de un breve interinato ocupado por Adolfo Huerta, Obregón ganó las elecciones que le permitieron finalmente instalarse en el gobierno. Durante su mandato contó con
el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista; de los agraristas de Gildardo Magaña, de la
Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), de signo anarquista; de importantes sectores del ejército y de las clases medias urbanas y de algunos intelectuales, como José de
Vasconcelos. Estos apoyos le permitieron gobernar sin grandes alteraciones del orden público ni complicaciones de tipo político. El petróleo, básicamente en manos de compañías norteamericanas y británicas, se convirtió en uno de los principales rubros de las exportaciones
mexicanas, a tal punto que la producción nacional pasó a representar más del 20 por ciento
del total mundial. La industria petrolera logró superar sin complicaciones los avatares revolucionarios, ya que a nadie le interesaba arrasar con una fuente de recursos tan importante
para el fisco y porque su destrucción hubiera supuesto un enfrentamiento con los Estados
Unidos, que tampoco convenía a ninguna de las partes. Prueba de ello fue el incremento
constante de la producción petrolera en estos años. De los casi 4 millones de barriles extraídos en 1910 se pasó a casi 33 millones en 1915 y a más de 157 millones en 1920, cuando
Obregón ascendió a la presidencia. Tanto Obregón como Plutarco Elías Calles, su sucesor a
partir de 1924, intentaron limitar al máximo la restauración de las tierras a las comunidades
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indígenas, a través de los ejidos, y prefirieron repartir individualmente parte de las haciendas
confiscadas. Otras fueron devueltas a sus propietarios prerrevolucionarios o se repartieron
entre los líderes de la revolución y sus allegados. En este sentido, las variantes regionales
fueron considerables, y fue muy distinto lo ocurrido en el norte del país, donde la mayor parte
de los hacendados apoyó a la revolución y mantuvo sus propiedades, de lo sucedido en el
centro y el Sur, donde la fuerza del movimiento campesino fue mucho mayor, y por lo tanto la
presión por la reforma agraria más intensa. Así se pasó a repartir más de 1.500.000 hectáreas frente a las 173.000 de la época de Carranza. El intento de Calles de profundizar en las
reformas anticlericales encontró una fuerte oposición en ciertos grupos sociales, especialmente en el arco noroccidental del Anáhuac, desde el Bajío hasta Michoacán, donde en 1926
estalló el movimiento cristero. La dureza de la respuesta se explica, en parte, en la poca prudencia del gobierno federal para aplicar las leyes. El grito de los cristeros, ¡Viva Cristo Rey y
la Virgen de Guadalupe!, fue el detonante que puso en graves aprietos al ejército mexicano
hasta 1929. Las primeras víctimas se contaron entre los agraristas (los beneficiarios de la
reforma agraria) y los maestros, encargados de difundir en las escuelas los postulados de la
revolución. La represión posterior se cebaría en los rancheros y los campesinos. La mediación de los Estados Unidos permitió el acuerdo entre México y el Vaticano. Calles se com prometió a no barrer con el catolicismo ni con la Iglesia en México, pese a que siguió aplicando las leyes secularizadoras. La sucesión de Calles planteó nuevos problemas. En 1928
se derogó el principio de la no reelección, a fin de permitir el regreso de Obregón a la primera
magistratura, pero su asesinato fue causa de nuevas inestabilidades. Para poner fin a una
situación poco favorable a la tranquilidad pública, Calles creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que enucleaba a los jefes militares y a los caudillos regionales partidarios del
régimen. Calles se convirtió en el jefe máximo del nuevo partido (comenzaba el "maximato")
y el puesto de presidente sería ocupado por figuras más irrelevantes, como Pascual Ortiz
Rubio, que derrotó en las elecciones a Vasconcelos. El PNR fue capaz de unir bajo sus siglas a distintas organizaciones y grupos sociales de activa participación en el proceso revolucionario.
El Cono Sur y Brasil
Después de que el presidente Roque Sáenz Peña en Argentina impulsara la modificación del
sistema electoral, que introdujo el voto masculino universal, secreto y obligatorio, la Unión
Cívica Radical decidió participar en las elecciones. En realidad, las reformas de Sáenz Peña
no sólo pretendían introducir el sufragio obligatorio, sino también crear un amplio partido nacional de derechas que fuera una alternativa seria al radicalismo, que ya se planteaba como
un partido con un gran respaldo popular. En 1916 el candidato radical Hipólito Yrigoyen ganó
las elecciones presidenciales e inició un período de casi quince años de predominio radical,
marcadas por tres presidencias: la primera (1916-1922), el mandato de Marcelo T. de Alvear
(1922-1928) y el segundo gobierno de Yrigoyen (1928-1930). El contrincante de Yrigoyen en
las elecciones de 1916 fue Lisandro de la Torre, un antiguo militante radical que se había
convertido en el representante de la derecha más lúcida, que estaba haciendo un serio, pero
fracasado, esfuerzo por constituir una organización de influencia nacional en torno al Partido
Demócrata Progresista. La fragmentación provincial de los partidos conservadores era un
hecho y el peso decisivo de los conservadores de la Provincia de Buenos Aires impidió la
unidad de toda la derecha argentina. El triunfo electoral le permitió al radicalismo conquistar
la presidencia y también el control de la Cámara de Diputados, aunque los conservadores
mantuvieron la mayoría del Senado durante los tres gobiernos radicales, impidiendo la sanción legislativa de numerosas iniciativas presidenciales. La ascensión de nuevos grupos sociales y su incorporación a la vida política no significaba dejar de lado las viejas formas de
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hacer política. En los partidos que representaban a estos sectores, como el radicalismo o el
Partido Colorado uruguayo de José Batlle y Ordóñez, el peso del caudillismo y del liderazgo
individual era un componente decisivo, mucho mayor que las cuestiones doctrinarias. En el
radicalismo, el peso del caudillo llegó a tal extremo que los detractores de Yrigoyen recibieron el nombre de anti personalistas. El apoyo popular que tenía Yrigoyen era enorme, pese a
que se prodigaba muy poco a hablar en público y no era un gran orador. El misterio que envolvía sus apariciones y lo austero de su figura explican sólo en parte el gran influjo que el
caudillo radical tenía sobre las masas argentinas, un influjo que apareció claramente reflejado con la muerte de Yrigoyen, y especialmente en su entierro, convertido en una gran manifestación de dolor popular. Los apoyos políticos del radicalismo eran variados. Junto con los
sectores medios del Litoral y otros grupos urbanos en ascenso hay que consignar la presencia de hacendados, tanto pequeños como grandes, no sólo del interior del país, sino también
de la Provincia de Buenos Aires. Estos apoyos explican que la capacidad innovadora del radicalismo fuera limitada, especialmente en lo referente a cuestiones económicas o sociales.
El cuidado por el mantenimiento del orden social fue extremo y de ahí el temor a verse superado por determinados movimientos sociales y también, aunque sólo en parte, las brutales
represiones con que solventó la oleada de huelgas anarquistas en la Semana Trágica (Buenos Aires, 1919) y la huelga de peones rurales en la Patagonia en 1921. Estas consideraciones nos llevan a rechazar aquellos análisis que señalan que el triunfo radical supuso el comienzo de un choque frontal entre las capas medias reformistas y la oligarquía, o que la
Unión Cívica Radical se configurara como un elemento fundamental para una alianza de las
capas medias con el proletariado. Uno de los máximos objetivos radicales fue la consolidación de su maquinaria electoral. Para ello recurrió con bastante frecuencia a la intervención
de los gobiernos provinciales. La intervención permitía remover a los gobernadores electos y
las medidas adoptadas por Yrigoyen permitían poner al frente de las gobernaciones a claros
partidarios de la causa radical, que debían apoyar al partido (a la causa) en las elecciones
siguientes. También intentó favorecer y movilizar a determinados grupos y sectores que podrían suponerle algunos votos en circunscripciones claves, alentando a los sectores más
moderados del sindicalismo no vinculados al Partido Socialista, a los estudiantes de la Reforma Universitaria, pese a lo extremo de algunas de sus posiciones, o a la Federación Agraria Argentina, compuesta fundamentalmente por agricultores, arrendatarios de tierras de cereal. La Constitución argentina de 1853, todavía vigente, prohíbe la reelección presidencial
en dos períodos consecutivos, de modo que Yrigoyen eligió a Alvear para sucederle. Yrigoyen juzgaba a Alvear como a un frívolo aristócrata y con escaso control del aparato del partido como para que peligrara su propia hegemonía. Muy pronto Alvear impuso su propio estilo
de gobierno, que se distinguió claramente del de su antecesor. Por lo general se suele diferenciar a Alvear de Yrigoyen aludiendo al mayor conservadurismo del primero frente al populismo "yrigoyenista”, pero más allá de eso, lo cierto es que durante su gobierno, el respeto de
las libertades constitucionales e individuales fue un hecho destacable. Las tensiones entre
los dos líderes y sus seguidores terminaron en la ruptura del partido, que se dividió entre
personalistas y anti personalistas. La fractura del partido no le impidió a Yrigoyen ganar las
elecciones de 1928, en las cuales se impuso prácticamente en todo el país. Si bien 1928 fue
un año excepcional para las exportaciones argentinas (200 millones de libras esterlinas, el
doble que lo exportado en 1913), el final del gobierno de Yrigoyen transcurrió bajo los primeros signos de la crisis internacional, que obviamente no podía pasar de largo frente a una
economía como la argentina de las primeras décadas del siglo XX. Las elecciones para la
renovación parcial del Congreso de principios de 1930 señalaron una importante pérdida de
popularidad de Yrigoyen. La impresión de parálisis en la acción de gobierno se extendía por
doquier y el golpe militar que en septiembre de 1930 acabó con el gobierno de Yrigoyen y
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también con cincuenta años de normalidad política en Argentina fue, sin embargo, recibido
con gran regocijo por importantes sectores populares agobiados por el estilo "yrigoyenista".
Poco tiempo después moriría Yrigoyen y su entierro se convirtió en una gran manifestación
popular contra el gobierno militar del general José Félix Uriburu. En Uruguay, por otra parte,
el sistema político estaba basado en un esquema bipartidista, blancos (o nacionales) y colorados, que cortaba de forma transversal a la sociedad nacional. Los dos partidos eran básicamente maquinarias electorales controladas por los doctores, generalmente abogados, lo
que marcaba el importante influjo de los grupos urbanos, especialmente los de Montevideo.
La lucha entre ciudad y campo era permanente y si bien los partidos estaban controlados por
los aparatos urbanos, el peso de los terratenientes era considerable. El gran modernizador
del sistema político uruguayo y de los mecanismos de control partidario fue Batlle y Ordóñez,
elegido presidente por primera vez en 1903 y un decidido partidario de ampliar la participación electoral a colectivos más numerosos, propuesta que no era del agrado de los terratenientes. El autoritarismo y el radicalismo anticlerical de Batlle condujeron a que sus propuestas innovadoras debieran enfrentar una fuerte oposición en las filas de su propio partido, el
Colorado. La modernización del país suponía niveles de intervención crecientes del Estado
en la vida política, social y económica uruguaya no vistos en el pasado y requería de importantes cantidades de dinero para financiar los proyectos elaborados, como la nacionalización
del Banco de la República. Entre las medidas de contenido social aprobado figuraba el reconocimiento del derecho de agremiación y de huelga, en 1903, y en su segunda presidencia
(1911-1915) se aprobaría la jornada laboral de ocho horas. Solo el mantenimiento de la expansión de las exportaciones podía garantizar esta situación. Para terminar con la inestabilidad que planeaba sobre la vida política nacional Batlle intentó corresponsabilizar a los blancos en las tareas de gobierno. Para ello diseñó un Poder Ejecutivo colegiado, en el cual los
blancos compartieran el poder con los colorados, aunque desde una posición de subordinación. Pese a sus esfuerzos, su proyecto sólo fue recogido a medias por la Asamblea Constituyente de 1916, que marcó la ruptura del Partido Colorado en colegialistas (dirigidos por
Batlle) y riveristas (encabezados por Feliciano Viera). Mientras al Consejo de Gobierno se le
asignaron funciones representativas, las verdaderamente políticas y militares se reservaron
para el presidente. Su muerte en 1929 abriría el problema sucesorio, agravado por el hecho
de su fuerte liderazgo sobre el partido Colorado, que terminaría dividiéndose en tres corrientes. En Chile, el panorama político a partir de la Primera Guerra Mundial estaba dominado
por dos coaliciones, no demasiado estables: la Unión Liberal, integrada por el Partido Demócrata, y las alas progresistas del Partido Radical y del Liberal y la Alianza LiberalConservadora, compuesta por el Partido Conservador y las fracciones derechistas de los partidos Radical y Liberal. Las elecciones de 1920, que elegirían el sucesor de Luis Sanfuentes,
marcaron un punto álgido en este enfrentamiento y en dicha oportunidad el liberal Arturo
Alessandri se opuso al candidato conservador Luis Ramos Borgoño. Alessandri, que había
defendido a dirigentes sindicales del salitre, se presentó como el candidato de la renovación
y de los sectores populares, especialmente de una parte importante del proletariado. Su ajustada victoria, que así y todo tuvo consecuencias importantes, no le permitió sin embargo el
control del Parlamento. Este hecho le llevó a presentar las elecciones de 1924, para la renovación parcial del Congreso, como un plebiscito sobre su gestión, que ganó claramente. Pese a contar con el apoyo parlamentario fue imposible disciplinar a sus diputados y, en medio
de una situación bastante caótica, renunció el 8 de septiembre. Antes de partir al extranjero
dejó en el poder a una junta militar, encabezada por el general Luis Altamirano. Ante el giro
conservador de los nuevos gobernantes, una fracción del ejército devolvió el poder a Alessandri. A partir de entonces los militares se constituyeron en árbitros de la situación política y
en los garantes de la legalidad constitucional. En 1925 se promulgó una nueva Constitución
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que establecía de forma clara el presidencialismo, separaba la Iglesia del Estado y reconocía
algunas cuestiones sociales, consideradas por algunos demasiado avanzadas, como la función social de la propiedad, la protección a los trabajadores o la salud pública. La parte del
ejército que estuvo a favor de Alessandri estaba liderada por el coronel Ibáñez el ministro de
Guerra de Alessandri, que también era el candidato a la sucesión. Tras tener que esperar la
presidencia provisional de Emiliano Figueroa Larraín, Ibáñez fue elegido presidente en las
elecciones de 1927, en las que era único candidato. Las obras de gobierno se aceleraron
durante su mandato: obras públicas (carreteras, puertos, escuelas), reforma escolar y de sanidad. Las tendencias presidencialistas se acentuaron en su gobierno, convertido en una especie de dictadura progresista que implicaba la marginación de los partidos políticos y la persecución de algunas personalidades relevantes. En una especie de anticipación populista, se
mostró bastante favorable a determinadas reivindicaciones populares, que se apoyaban en la
bonanza del período 1925-29. Sus programas se financiaron en base al endeudamiento externo, especialmente norteamericano. La crisis internacional, que tuvo en Chile efectos más
dramáticos que en otros países de la región por la caída en el precio de las exportaciones,
endureció su gobierno. Finalmente, a mediados de 1931 Ibáñez renunció a la presidencia y
marchó hacia el destierro. En Brasil, en 1910, el mariscal Hermes Rodrigues da Fonseca,
apoyado por los grandes propietarios de Rio Grande do Sul, fue elegido presidente, lo que
supuso el retorno de los militares al primer plano de la vida política. Ruy Barbosa y sus seguidores habían decidido apoyar en las elecciones brasileñas de 1914 a un candidato que
pusiera fin a los enfrentamientos que vivía la república. Se trataba de Wenceslao Brás Pereira Gomes, un civil procedente de Minas Gerais, y su elección confirmó la alternancia entre
los paulistas y los mineiros. La postura adoptada por el Brasil durante la Primera Guerra
Mundial, tratando de sacar el mayor partido de los conflictos entre los países centrales, refleja su modo particular de entender las relaciones internacionales. Al comenzar la contienda el
Brasil se distinguía por su neutralidad, pero su actitud cambió tras el hundimiento por submarinos alemanes de numerosos mercantes de bandera brasileña y de la entrada de los Estados Unidos en la guerra. El Brasil rompió relaciones diplomáticas con Alemania en abril de
1917 y el 26 de octubre declaró la guerra a los germanos. Esta vez no se enviaron tropas a
Europa, lo que sí ocurrió en la Segunda Guerra, pero la armada intervino en algunas operaciones conjuntas con los aliados. La declaración de guerra supuso el cierre de los bancos y
compañías de seguros alemanes y la persecución de las empresas relacionadas con Alemania. En 1918 se eligió para un segundo mandato a Francisco de Paula Rodrigues Alves, que
ya había gobernado entre 1902 y 1906. Su muerte le impidió asumir el cargo y fue reemplazado por el vicepresidente Delfim Moreira. Ruy Barbosa intentó, nuevamente sin éxito, constituirse en presidente, pero el aparato del partido pudo otra vez con él y se nominó a Epitácio
da Silva Pessoa, el representante brasileño en la Conferencia de Versalles, donde había
cumplido un destacado papel. En 1922 se eligió presidente a Artur da Silva Bernardes, de
Minas Geraes, que impulsó el abandono de la Sociedad de las Naciones. En la década de
1920 se produjo en Brasil una explosión militarista, muy influida por los sucesos que ocurrían
en Europa y que provocó manifestaciones de distinto signo, que fueron severamente reprimidas. En 1924, se produjo la rebelión de los "tenentes", uno de cuyos principales dirigentes
era Luis Carlos Prestes, posteriormente un líder mítico del Partido Comunista Brasileño. Los
"tenentes" eran un grupo de oficiales jóvenes que intentaban superar el componente oligárquico del sistema político brasileño, democratizándolo. Estos militares buscaban la modificación del marco institucional de la república y entre sus reivindicaciones estaban la lucha contra el fraude, las desigualdades regionales, la inflación y el déficit fiscal. Prestes fue capaz
de unir a los rebeldes de Rio Grande do Sul y de Sáo Paulo, que ocuparon durante casi un
mes la capital paulista. La represión gubernamental los hizo huir hacia el Oeste, lo que dio
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lugar a la formación de la Columna Prestes, que realizó una larguísima marcha atravesando
el "sertao" desde abril de 1925 a febrero de 1927, y terminó con los sobrevivientes exiliados
en Bolivia. Bernardes fue sucedido por el paulista Washington Luis Pereira de Sousa, que
intentó cumplir un programa de estabilización económica y de disciplina fiscal, para lo cual
puso al frente del Tesoro Público a Getúlio Vargas, un político "gaúcho" de creciente influencia entre la oligarquía de su estado. Pereira desarrollaría su mandato con formas personalistas y dictatoriales, lo que acrecentó el clima de malestar y depresión económica que se vivía
en 1929 y 1930. Al concluir su mandato, Pereira quiso imponer la candidatura del también
paulista julio Prestes, lo que provocó el descontento de algunos estados del Norte y del Sur,
junto con los de Minas Geraes, frente a la consolidación del poder paulista. La Alianza Liberal
presentó como candidato a un ex gobernador del estado de Rio Grande do Sul, Getúlio Vargas. Pese a la victoria de Prestes, una sublevación militar terminó llevando a Vargas a la
presidencia, con lo que se pondría fin a todo un ciclo en la política brasileña.
Los países andinos
En Perú, los gobiernos civilistas, que habían controlado el país desde finales del siglo XIX,
llegaron a su fin con la conclusión de la Primera Guerra Mundial, en medio de una creciente
agitación estudiantil. Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui tuvieron un lugar
destacado en la liquidación del régimen civilista. Ambos fueron producto de los cambios producidos con la llegada del nuevo siglo, ambos fueron exiliados por Leguía y ambos trastocaron el panorama político e ideológico peruano. Sus planteamientos, de inspiración marxista,
insistían en el carácter semifeudal y semicolonial del país y en el lugar que el indigenismo
debía jugar en la solución de los problemas. Pero mientras Haya de la Torre eligió el reformismo y en 1924, durante su exilio mexicano, creó el APRA, Mariátegui volcaría su militancia
en el Partido Comunista del Perú, fundado en 1928. Leguía, antiguo ministro de Hacienda y
presidente constitucional, tras romper con los civilistas se constituyó en el hombre que podía
resolver los problemas del país y fue reelecto presidente. Durante el oncenio, de 1919 a
1930, gobernó de una manera dictatorial, en su empeño de construir la Patria Nueva. Su pretensión era impulsar una política modernizadora, una política que podría catalogarse como
progresista, aunque para cumplir con sus fines tuvo que recurrir a la violencia represiva con
cierta frecuencia. La oligarquía limeña, apartada de los círculos políticos dominantes, opuso
una seria resistencia a sus pretensiones. Su política en los tres primeros años de gobierno
buscaba ampliar sus bases de apoyo y podría definirse como de reformismo democrático.
Modificó la legislación laboral y realizó inversiones en obras públicas, que redujeron el desempleo. La llegada masiva de capitales norteamericanos (la famosa "danza de los millones"),
abrió un período especulativo, que convivió con un cierto relanzamiento económico y un incremento de la actividad constructiva en las obras públicas, que se centraron en la construcción de caminos, llevando la presencia del Estado allí donde nunca antes había llegado. La
ampliación de la red viaria permitió comunicar la sierra con la costa, para lo cual desarrolló la
leva forzosa de indígenas, la conscripción vial, a fin de que los indígenas aportaran la mano
de obra necesaria para su construcción. El mismo Leguía que había adoptado el título de
Viracocha, con la intención de ganarse el apoyo de las comunidades indígenas para su causa, consagraría posteriormente el país al Sagrado Corazón de Jesús. La Administración conoció una expansión sin precedentes, y entre 1920 y 1931 multiplicó casi por cinco el número
de empleados, aumentando el peso del clientelismo político. El perfeccionamiento del aparato represivo a través de la Guardia Civil amplió el control del Estado en las remotas zonas
rurales, en un duro golpe para una cierta y arcaica forma de caudillismo. En 1922 abandonó
las formas democráticas y el tono populista que lo caracterizaban y, con el apoyo de la oligarquía, adoptó un carácter más represivo a partir de 1923. Fue entonces cuando los obreros
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y los estudiantes se sumaron a la oposición, destacando entre estos últimos aquellos que
desde 1919 sostenían posturas reformistas. La crisis mundial de 1929 y el deterioro de la
situación económica y social condujeron al golpe militar encabezado por el coronel Luis Miguel Sánchez Cerro que acabó con el régimen de Leguía. En Bolivia, el crecimiento de los
sectores medios urbanos consolidó el dominio del Partido Liberal y permitió la elección de
Ismael Montes por segunda vez en 1913. Su mandato, extendido hasta 1917, se vería favorecido por la expansión de las exportaciones de estaño como consecuencia del estallido de
la Primera Guerra Mundial. Las reacciones que generaba el liderazgo de Montes en el seno
de su partido, sumadas al intento de crear un banco nacional, la crisis agraria y el malestar
causado por el descenso de las exportaciones de estaño, motivaron la ruptura del Partido
Liberal a fraccionarse en dos, dando lugar en 1915 al nacimiento del Partido Unión Republicana, liderado por Daniel Salamanca. En 1920 terminó el período liberal y comenzó el republicano, que se extendió hasta 1934, gracias a la elección de Juan Bautista Saavedra. Tanto
los programas como los apoyos del partido republicano eran similares a los liberales y fueron
los que le permitieron el acceso a la presidencia. En esos años se consolidó un sistema multipartidista en reemplazo del bipartidismo existente. En 1920 se creó el Partido Obrero Socialista en La Paz, seguido de formaciones similares en Oruro y Uyuni, que al año siguiente dieron lugar al Partido Socialista, una organización de alcance nacional, de ideología populista
no marxista. En estos años se comenzó a modificar la estructura política tradicional, basada
en el dominio de la oligarquía y la marginalización de las masas indígenas, en un período
que no estuvo exento de graves tensiones políticas, al contrario de lo ocurrido en los años de
dominio liberal. En la década de 1920, coincidiendo con la reactivación de las exportaciones
de estaño, comenzaron a plantearse serios problemas sociales, que acabaron en estallidos
violentos, que serían duramente reprimidos por el poder ejecutivo. Las respuestas de los indígenas ante los avances de los hacendados sobre las tierras comunitarias fueron conflictivas y los trabajadores comenzaron a formar sindicatos y otras formas de asociación y lucha,
que en el caso de los mineros fueron especialmente combativos. La huelga minera de 1923
terminó con la intervención del ejército. Otro problema se planteó con las concesiones petroleras en las selvas del Este, que beneficiaron a la Standard Oil Company de Nueva Jersey.
El ataque a las concesiones dio lugar al nacionalismo económico, una de las nuevas formas
de expresión política, convertido en patrimonio tanto de la izquierda como de la derecha tradicional. A fines de 1928 hubo serios problemas en la frontera paraguaya, debido a la importancia de las explotaciones petrolíferas. El presidente Hernando Siles Reyes, que no deseaba el estallido de la guerra, negoció en 1929 un principio de acuerdo, aunque aprovechó la
conflictividad para decretar el estado de sitio y limitar los derechos políticos. A principios de la
década de los 30 el nuevo presidente, Daniel Salamanca utilizó la disputa para desviar la
atención de los conflictos económicos y sociales. Para ello se planteó el rearme del ejército y
la ocupación militar del Chaco. El 1 de julio de 1931 utilizó un incidente fronterizo bastante
trivial para romper relaciones con el Paraguay y un año después estallaba la guerra, cuyo
desenlace sería fatal para Bolivia. Es un tópico considerar que la guerra fue impulsada por la
compañía petrolera Standard Oil, de Nueva Jersey, y la anglo-holandesa Royal Dutch Shell,
enfrentadas por el control de unos terrenos potencialmente ricos en yacimientos. Sin embargo, son numerosos los historiadores, como Herbert Klein, que señalan, sin desconocer la
importancia del componente petrolero, que la principal causa del conflicto debe buscarse en
la situación interna de Bolivia y en el impacto de la crisis mundial sobre dos países de frágil
estructura. La crisis del 30 y el resultado de la Guerra del Chaco destrozaron totalmente el
sistema político existente desde 1880 y acabaron con los partidos políticos tradicionales. Algunos partidos de izquierda reclamaban la reforma agraria y el fin del feudalismo, en un claro
avance de lo que serian los conflictivos años de final de la década de 1930 y también la de
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1940 y que desembocarían en la revolución nacionalista de 1952. En 1912 un golpe de Estado acabó con el régimen de Eloy Alfaro en Ecuador, reservando para él y sus principales seguidores un sangriento final. Tras su muerte, el liberalismo liderado por el general Leónidas
Plaza, más negociador que en el pasado, se convirtió en la expresión de la oligarquía costeña y de los bancos de Guayaquil. El moderado liberalismo gobernante tuvo que enfrentar a
una guerrilla liberal, pero más radical, encabezada por el coronel Carlos Concha, seguidor de
Alfaro, suprimida en 1916, y posteriormente a la huelga de Guayaquil de 1922, duramente
reprimida. Si bien en los años 20 continuó el predominio del cacao, no se asistió a una co yuntura expansiva, como la vivida en Perú o Colombia. El prolongado período de control político liberal se quebró en 1925, cuando un golpe militar, la Revolución Juliana de la Liga de
los Militares jóvenes, derrocó al presidente Gonzalo Córdoba y al año siguiente instaló en el
poder a un civil, Eusebio Ayora. La revolución levantó las banderas de las clases medias, de
las reivindicaciones obreras y de los trabajadores indígenas. Su dictadura adquirió un limitado tono renovador y modernizador, que sin embargo se indispuso con la oligarquía costeña y
que posteriormente abriría las puertas de la política ecuatoriana a José María Velasco Ibarra.
En 1929 se proclamó una nueva Constitución, que recogía la mayor parte de las reformas
impulsadas por los militares. La república conservadora siguió marcando su impronta en la
Colombia de esta época, aunque en 1910 la Asamblea Nacional había modificado la Constitución de 1886 y redujo el mandato presidencial a cuatro años. José Vicente Concha (19141918), que firmó un acuerdo de límites con el Ecuador, debió hacer frente a serias dificultades económicas durante la Primera Guerra Mundial. Durante el gobierno de su sucesor, Marco Fidel Suárez (1918-1921), la economía comenzó a acelerar su crecimiento económico.
Los exportadores colombianos de café supieron aprovecharon la política de protección de
precios desarrollada por Brasil. Las exportaciones de oro y petróleo también jugaron un papel
destacado. La situación se consolidó en 1921, con la firma de un tratado con Washington que
acabó con el contencioso abierto por la crisis del canal de Panamá y facilitó las relaciones
financieras entre ambos países. En Colombia, al igual que en Perú y otros países de la región, la "danza de los millones" tuvo sus fatídicos efectos. En 1921, el general Jorge Holguín
se hizo cargo del gobierno, aunque al año siguiente sería reemplazado por el también general Pedro Nel Ospina. Bajo la presidencia de Miguel Abadía Méndez (1926-1930), y con recursos provenientes de los préstamos norteamericanos, se aceleraron las obras públicas,
especialmente en lo que se refiere a la construcción de infraestructuras. En 1930, la división
del Partido Conservador, permitió el acceso de los liberales al poder. La política venezolana
de estos años se caracterizó por la dictadura de Gómez. Una enfermedad había alejado al
presidente Cipriano Castro del poder (partió a Alemania en busca de cura en 1909) y en su
lugar quedó el vicepresidente, el general Juan Vicente Gómez. Este era un militar ambicioso
que, llegada su oportunidad, supo mantenerse en el poder hasta su muerte, ocurrida en
1935. Sus principales apoyos los encontró en el Ejército, al que supo profesionalizar y modernizar, y también en un eficaz sistema de espionaje interior. En 1910 el Congreso legalizó
el pronunciamiento de Gómez y lo nombró presidente hasta 1914 y comandante en jefe del
Ejército. La larga dictadura de Gómez, el "benemérito", fue arquetípica, al punto que su gobierno sobrevivió a la crisis del 30. Durante sus mandatos se respetaron las formas legales y
periódicamente se celebraron elecciones que ponían la presidencia en manos de terceros,
como ocurrió entre 1915 y 1922 y entre 1929 y 1931, aunque él siguió controlando férrea mente el sistema. También se cayó en el servilismo con los inversores extranjeros, se difundió la corrupción, se reprimió a los opositores (cárcel, torturas, ejecuciones) y con el mismo
rigor se mantuvieron el orden interno y la disciplina laboral. Al mismo tiempo se mejoraron los
transportes y la sanidad pública, como símbolos del indudable progreso petrolero que beneficiaba al país y lo que permitía la estabilidad de su gobierno. La época de Gómez, desde
125
1917, fue la época del petróleo, convertido en el principal producto de exportación. De un
millón de barriles anuales extraídos en 1920, se pasó a más de 150 en 1935. Venezuela se había
convertido en el segundo productor mundial (con el 8 por ciento del total), por detrás de Estados
Unidos, y el principal exportador. El petróleo cambió enormemente al país, especialmente a la
capital, Caracas.
La Gran Depresión en Ibero América
La década de 1930, claramente situada bajo el signo de la autarquía, suele considerarse como un punto de inflexión para el desarrollo latinoamericano. Una afirmación de este tipo resulta desproporcionada y exagera el contraste entre el antes y el después de la crisis, aunque hay algunos aspectos rescatables, como son la aceleración en la industrialización por
sustitución de importaciones y el comienzo de la formulación de políticas públicas claramente
comprometidas con el crecimiento económico. La explicación convencional deriva de la CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina), que interpretó el
período de la Gran Depresión como el tránsito de un modelo de crecimiento basado en las
exportaciones de productos primarios a otro orientado hacia el mercado interior a través de la
industrialización por sustitución de importaciones. Las tendencias al cambio de modelo pueden haberse intensificado por la caída de los precios internacionales de las materias primas y
por el enorme deterioro de los términos de intercambio, de modo que se suele señalar erróneamente que la crisis de 1930 marcó el inicio de la industrialización en el continente. Después de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos aumentaron el peso que tenían en el
comercio y en las finanzas internacionales, aunque de momento, y en consonancia con su
postura aislacionista, no quisieron asumir un claro liderazgo en el concierto de las naciones,
lo que sólo harían después de la conferencia de Breton Woods y de la creación del Fondo
Monetario Internacional en 1944. La falta de liderazgo en el plano internacional se expresó
en el hecho de que ningún gobierno, en ningún momento, estuvo en condiciones de poner en
práctica un plan coordinado para limitar los efectos de la crisis, lo que llevó a que cada país
arbitrara sus propias políticas con independencia de los demás. Dicho aumento se refleja en
la cuota estadounidense en el comercio internacional, que pasó del 22,4 por ciento en 1913
al 32,1 en 1920, mientras que la participación europea descendió del 58,4 al 49,2 por ciento
en las mismas fechas. Las deudas de guerra y el pago de las reparaciones bélicas, discutidas en la Conferencia de Versalles, cambiaron la condición acreedora de Europa, que se
convirtió en deudora de los Estados Unidos, y modificaron la posición financiera entre los
países. En la década de 1920, los Estados Unidos aumentaron sus inversiones en el extranjero y sólo en inversiones a largo plazo colocaron. 9.000 millones de dólares, casi el 75 por
ciento del total internacional. Entre 1924 y 1929, mientras los Estados Unidos prestaron
1.597 millones de dólares a América Latina, Gran Bretaña sólo colocó 528 millones. El lugar
ocupado por los Estados Unidos en la economía mundial hizo que los efectos de la crisis
bursátil de Wall Street, la Bolsa de Nueva York, de octubre de 1929, se transmitieran rápidamente por los cinco continentes. Algunos de sus efectos depresivos se habían comenzado a
sentir desde 1928, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos (el Banco Central) subió los tipos de interés con el principal objetivo de desacelerar la demanda interna y enfriar la
actividad económica. La política monetaria de los Estados Unidos, calificada por algunos observadores como irresponsable, terminó por desequilibrar el sistema económico internacional
al interrumpir los préstamos internacionales. Muchos países que dependían del capital extranjero no pudieron seguir sosteniendo las reglas de la ortodoxia monetaria, como la libre
convertibilidad del dinero, y al poco tiempo tuvieron que abandonar el patrón oro. Uruguay
fue el primer país en tomar esta decisión, en abril de 1929, y en el mismo año fue seguido
por Argentina y Brasil. En 1930 se descolgó Venezuela; en 1931 lo hicieron México, Bolivia y
126
El Salvador y en 1932 Colombia, Nicaragua, Costa Rica, Chile, Perú y Ecuador. Honduras
fue el país que más resistió y sólo renunció a la convertibilidad de su moneda en abril de
1933. Entre 1928 y 1929, las nuevas emisiones de bonos de la deuda externa de los seis
países más endeudados (Alemania, Japón, Australia, Argentina, Brasil y Colombia) pasaron
de 570 a 52 millones de dólares, lo que da una clara idea de la magnitud de la caída. Para
los países exportadores de productos primarios, el final de la década de 1920 fue una época
difícil, aunque primó un razonable equilibrio en la balanza de pagos de la mayoría de los países latinoamericanos. Como ya se ha visto, algunos de ellos comenzaron a atravesar por
situaciones críticas entre 1928 y 1929. Algunos ejemplos son el derrumbe del control brasileño sobre el mercado del café, los grandes apuros pasados por el azúcar cubano y el sufrimiento por parte de los nitratos chilenos ante la competencia creciente de los abonos sintéticos. Los choques externos ocurridos entre 1929 y 1933 perturbaron el equilibrio anteriormente existente y puede entenderse la historia económica de la década de 1930 como un esfuerzo permanente en la búsqueda del ajuste de la balanza de pagos. Tras su brusco estallido, la
crisis repercutió directamente sobre la economía latinoamericana, que se caracterizaba por
su especialización exportadora. La inestabilidad de los mercados de esos productos sólo podía compensarse con una adecuada financiación exterior, pero la interrupción en el flujo de
capitales norteamericanos a la región y la caída en las importaciones de algunos productos
de América Latina acentuaron todavía más las consecuencias de la crisis. Europa también se
vio muy afectada por la coyuntura, dada la compleja interacción internacional en el terreno
comercial y financiero, lo que supuso involucrar a importantes mercados estrechamente vinculados a las economías latinoamericanas. Para las economías abiertas de América Latina,
que dependían de su capacidad exportadora para importar los productos necesarios para su
crecimiento, las consecuencias no pudieron ser más desastrosas, aunque la intensidad del
impacto varió de país a país. Una de las consecuencias de la crisis con alcances más duraderos fue el desplazamiento de Gran Bretaña como primera potencia económica mundial y el
ascenso de los Estados Unidos en su lugar. Este hecho se sintió especialmente en América
del Sur, tradicionalmente un área bajo la dominación de la libra esterlina, mucho más que en
América Central, México y el Caribe, donde la influencia norteamericana ya era mayor. En
muchos países habría que esperar al fin de la Segunda Guerra Mundial para que este proceso se consolidara de una forma irreversible. En la década de 1920, los Estados Unidos habían invertido 5.000 millones de dólares en América Latina (la tercera parte del total de sus
inversiones en el mundo), recibiendo cinco países más de las tres cuartas partes del total. Se
trataba de Cuba (1.066 millones), Argentina (808 millones), Chile (701 millones), México (694
millones) y Brasil (557 millones). Para América Latina, la crisis fue un producto importado de
fuera. Si bien existen distintas teorías sobre los orígenes de la Gran Depresión, está suficientemente demostrado que ésta se inició en los países centrales y desde allí se transmitió a la
periferia, a los países exportadores de alimentos y materias primas. Los mecanismos de
transmisión de la crisis fueron básicamente cuatro: la contracción del comercio internacional;
el deterioro de los términos de intercambio, ya que los precios de las manufacturas cayeron
menos que los de los productos primarios (en cuatro años bajaron entre un 2,1 y un 45 por
ciento en algunos países latinoamericanos); el reflujo de capital hacia los países acreedores
y la caída de los precios operada en los mercados internacionales (deflación). La contracción
del comercio internacional afectó directamente a la región. En 192-9, el 48 por ciento del total
de las exportaciones latinoamericanas se dirigían a los Estados Unidos, y en 1932 se habían
contraído al 41,5 por ciento. Pero no todos los países exportaban en proporciones similares a
sus distintos clientes, por lo que las repercusiones de la crisis también fueron distintas. México, por ejemplo, colocó en los mercados estadounidenses el 75 por ciento de sus exportaciones y sólo el 22 por ciento en Europa; Brasil exportó a Estados Unidos y a Europa cantidades
127
similares: el 45 por ciento; mientras que Argentina vendió a Estados Unidos sólo un 9 por
ciento, un 29 por ciento a Gran Bretaña y un 35 por ciento a las restantes naciones europeas.
Las economías más poderosas de la tierra, como las de los Estados Unidos y Gran Bretaña,
los mayores socios comerciales latinoamericanos, adoptaron estrategias defensivas y proteccionistas para salvaguardarse de la crisis, o al menos para poder atravesarla con el menor
coste posible, aplicando medidas como el aumento de los aranceles, los pactos bilaterales de
comercio o la defensa de los mercados coloniales y la contingentación en el intercambio de
divisas. Todas estas disposiciones dificultaban aún más la normalidad en los flujos comerciales internacionales y afectaron directamente las balanzas comerciales de todos los países
latinoamericanos. En junio de 1930 los Estados Unidos aprobaron el arancel Hawley-Smoot,
que fue considerado por los restantes países como una verdadera declaración de guerra comercial. Al año siguiente los británicos implantaron la Ley de Importaciones Anormales y en
1932 se firmó el Acuerdo de Ottawa, que protegía el comercio en el interior de la Commonwealth, la Comunidad Británica. Francia, Alemania y Japón también reforzaron sus políticas
discriminatorias en beneficio de las áreas que se encontraban bajo su influencia política. Sin
embargo, América Latina sufría las mismas desventajas que el resto de la periferia, pero no
estaba integrada en ningún Imperio que la protegiera. Las excepciones fueron Jamaica y
Puerto Rico que sí se beneficiaron del proteccionismo metropolitano, de modo que aumentaron las importaciones norteamericanas de azúcar de Puerto Rico, a expensas de Cuba y las
de plátanos de Jamaica al Reino Unido, en detrimento de América Central. Y si bien el proteccionismo perjudicó a la mayor parte de los países latinoamericanos, su filosofía fue posteriormente adaptada por esos mismos países según sus propias realidades, y arraigó con mayor fuerza que en los mismos lugares donde se había iniciado. En América Latina asistimos
también al aumento en la intervención del Estado en la actividad económica, en una especie
de keynesianismo (aunque inconsciente) antes de Keynes. Entre las medidas adoptadas se
puede consignar el abandono de la convertibilidad del dinero; la depreciación de las tasas de
cambio, especialmente las aplicadas a las importaciones; los incrementos en los aranceles;
los controles de importación y de cambios; los acuerdos bilaterales de compensación; la
creación de nuevos impuestos y el aumento en la recaudación de impuestos no aduaneros.
De ese modo, muchos gobiernos que en el pasado habían hecho del liberalismo económico
su principal divisa, comenzaron a dejar de lado estos postulados y de una forma más o menos gradual recorrieron el camino de la intervención estatal, un camino eficazmente sembrado por las piedras del populismo. Como consecuencia de la aplicación de estas políticas intervencionistas se observa una participación creciente del gasto público en el Producto Interior Bruto (PIB) y una expansión de las funciones reguladoras del gobierno sobre la actividad
económica. Los gobiernos se comprometieron a promover el crecimiento económico y la
transformación estructural. Lázaro Cárdenas aceleró el programa de reforma agraria en
México y en 1938 nacionalizó la industria petrolera. En la década de 1930 se observó por
doquier el fortalecimiento y la creación de instituciones públicas que concedían créditos a
mediano y largo plazo, tratando de reactivar la actividad económica. Sin embargo, la participación gubernamental a gran escala en el crédito público es un fenómeno de la década siguiente. Los efectos de la intervención y del proteccionismo se pueden observar con mayor
intensidad a partir de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, el momento que señaló el
progresivo cierre de las economías latinoamericanas, gracias a la continua difusión de la industrialización vía sustitución de importaciones. Esas economías permanecerían cerradas
hasta bien entrada la década de los 80, cuando una nueva crisis, también de alcance continental, derrumbó las tupidas barreras de protección y autarquía que hasta entonces se habían construido. Los años que nos ocupan fueron aquellos en los que se gestaron las políticas
proteccionistas y autárquicas y los años en los que esas políticas y las sociedades latinoame128
ricanas se adaptaron a los cambios que marcarían su camino durante las largas décadas de
aislamiento. Las consecuencias de la crisis sobre las economías latinoamericanas variaron
de país a país y dependían básicamente del comportamiento de los precios de los productos
exportables en los mercados internacionales, a tal punto que Carlos Díaz-Alejandro habla de
la "lotería de mercancías". Ni a todos los países les fue igual durante la crisis ni todos los
productos tuvieron el mismo comportamiento. Hubo a quienes les fue peor, es el caso de
Chile, cuyos precios del salitre cayeron estrepitosamente, y otros a quienes no les fue tan
mal, como a la Argentina, que supo mantener buena parte del mercado de carne inglés, vital
para sus exportaciones, gracias a la firma del Tratado de Londres (el Tratado RocaRunciman) con Gran Bretaña, que permitió reducir los efectos negativos del Tratado de Ottawa, que reservaba los mercados británicos a los países y territorios de la Commonwealth.
En el caso de Argentina, como en el de otros países exportadores de productos ganaderos y
de agricultura templada, una buena parte de las exportaciones pudo trasladarse al mercado
interno, cuyo consumo se constituyó en una eficaz alternativa a la contracción del comercio
internacional. Este no fue el caso de quiénes exportaban minerales o productos tropicales.
Entre 1928/29 y 1932/33, Chile fue el país que más vio reducir el valor de sus exportaciones,
algo más del 80 por ciento. Con un menor impacto, y separados en varios grupos, encontramos a los países siguientes: Bolivia, Cuba, Perú y El Salvador entre el 70 y el 75 por ciento;
Argentina, Guatemala y México, entre el 65 y el 70; Brasil, la República Dominicana, Haití y
Nicaragua entre el 60 y el 65, Ecuador y Honduras entre el 55 y el 60 y Colombia, Costa Rica, Panamá y Paraguay entre el 50 y el 55. El país menos perjudicado fue Venezuela, con
una cifra que oscilaba entre el 30 y el 45 por ciento. México fue uno de los países grandes
que más notó la crisis. La caída de la renta mexicana había comenzado en 1929, y no en
1930 y el punto mínimo lo alcanzó en 1932. En ese año el valor de su PIB era un 19 por ciento menor que el de 1930. Sin embargo, en 1933 la recuperación mexicana ya había comenzado, y esa temprana recuperación es más notable si se considera la proximidad geográfica
con los Estados Unidos, que todavía estaban sumidos en la depresión. La Argentina siguió
una tendencia similar a la mexicana, aunque tanto la caída como la recuperación fueron menos pronunciadas. El punto de inflexión también se sitúa en 1932, cuando su PIB había caído
un 13,8 por ciento en relación al de 1929. En 1935, la Argentina ya había recuperado el nivel
de renta que tenía en 1929. Brasil, por su parte, tuvo una evolución distinta y en este caso es
más correcto hablar de estancamiento o recesión, ya que la caída fue muy leve. El punto mínimo se alcanzó en 1931 y en 1933 el país había superado el PIB de 1929. Se podría concluir diciendo que la recesión en los países latinoamericanos fue menos profunda de lo que
se suele afirmar y que tanto sus efectos sobre sus economías, como sus repercusiones sociales, fueron poco duraderos. En términos de empleo los efectos de la crisis tampoco fueron
demasiado serios. En numerosos países, la mayor parte de la población activa se dedicaba a
la agricultura (en México y Brasil era cerca del 70 por ciento del total) y tuvo posibilidades de
dedicarse a la producción para el autoconsumo, de modo que el sector agrícola se convirtió
en un amortiguador frente a la contracción de la actividad económica o a la inestabilidad de
otros sectores. En casi todos los casos podríamos señalar que hacia mediados de la década
de 1930 ya había comenzado la recuperación.
Efectos de la crisis
En la perspectiva de la Historia Económica latinoamericana más tradicional, 1930 fue una
especie de hito fundacional para la industrialización del continente. A tal punto que se habla
del antes y el después de la crisis. Mientras el antes estaba marcado por el predominio de las
economías exportadoras, el después se colocaría bajo el signo de la industrialización y de la
expansión del mercado interno, gracias a la implantación de políticas claramente autárquicas.
129
También se ha dicho que los países latinoamericanos pudieron actuar razonablemente bien
durante la depresión; aunque una parte de estas interpretaciones data de finales de los años
50 y principios de los 60, cuando todavía no se había materializado el fracaso de la industrialización por sustitución de importaciones. La visión más audaz es la de Gunder Frank, quien
sostuvo, en contra de los postulados neoclásicos, que la periferia se industrializa y crece
cuando el centro es débil e incapaz de mantener su dominación colonial. Esta opinión debe,
sin embargo, ser bastante matizada. Si se observa el panorama de una forma más detallada
se ve que los países que más rápidamente comenzaron a transitar por el camino de la industrialización sustitutiva fueron aquellos que más habían crecido en los años anteriores a la
crisis y que ya habían comenzado a diversificar sus economías desde principios de siglo o
desde la Primera Guerra Mundial. Aquellos que ya tenían un mercado interno, que ya tenían
industrias y que ya tenían empresarios, técnicos y trabajadores entrenados fueron los primeros en industrializarse después de los años 30. La contracción en las importaciones, especialmente en lo referente a artículos de consumo, obligó a desempolvar una receta utilizada
en numerosos países durante la Primera Guerra Mundial, de modo que las industrias y los
talleres locales comenzaron a producir aquellos productos manufacturados que hasta entonces se importaban. Gracias al impulso recibido en las décadas de 1930 y de 1940, la industrialización avanzó sensiblemente en la producción de bienes de consumo final: alimentos y
bebidas, textiles, calzado, electrodomésticos, bicicletas y motocicletas, armado de automóviles, algunos productos químicos y farmacéuticos, etc. Sin embargo, en la medida en que se
fue profundizando en la industrialización sustitutiva la dependencia de las importaciones extranjeras no cesó sino que se modificó. Si antes se importaban los artículos listos para consumir, con la industrialización hubo que importar materias primas, insumos y maquinaria con
los que poder fabricar lo que antes se compraba fuera. Esta situación, sumada a la disminución casi generalizada en las exportaciones tradicionales, fue la causa de constantes crisis
en la balanza de pagos. Pese a las enormes expectativas depositadas al respecto, la industrialización no terminó ni con las desigualdades ni con los desequilibrios existentes en América Latina. Muy por el contrario, tendió a profundizar muchos de los problemas vigentes. Por
un lado, todo crecimiento es causa de nuevos desequilibrios. Por el otro, y en contra de lo
que se argumentaba, en la medida en que la industrialización iba a descansar sobre la autarquía y el proteccionismo, el exceso de subsidios al sector terciario iba a dificultar cualquier
posibilidad de lograr un crecimiento armónico. La popularidad de la industria se debió al gran
empuje que tuvo en la recuperación de la crisis. En muchos países latinoamericanos, como
Argentina, Brasil o México, el sector industrial fue el que más creció y aportó al PIB durante
la década de 1930. Mientras en los países más desarrollados de Europa y en los Estados
Unidos la crisis fue un fenómeno que afectó básicamente al sector industrial, esto no ocurrió
en América Latina, donde en algunos de ellos el sector industrial estaba en mejor situación
que la economía global para ponerse a la cabeza de la recuperación. A las políticas autárquicas se llegaría como consecuencia de la contracción pavorosa ocurrida en el comercio y en
los flujos financieros internacionales. La caída de la demanda derrumbó los precios de los
productos de exportación y la interrupción en la llegada de dinero fresco provocó la suspensión de muchos proyectos en marcha, especialmente la construcción de obras públicas, ante
la falta de financiación externa. La mayor parte de los países declaró la interrupción en el
pago del servicio de sus deudas externas, ya que las finanzas estatales se vieron perjudicadas por la caída en la recaudación fiscal, ante la disminución de las exportaciones, y como
consecuencia de ello de las importaciones. La única excepción fue la Argentina, que decidió
seguir pagando a fin de mantener el crédito internacional. Todo lo dicho redundó en una menor recaudación de impuestos aduaneros, que hasta entonces eran la principal fuente de ingresos públicos en la mayoría de los países latinoamericanos. Esta tendencia se aceleró du130
rante la Primera Guerra Mundial y especialmente a partir de la década de 1930. Fenómenos
similares han ocurrido en los restantes países latinoamericanos. La caída del sistema financiero internacional también supuso la interrupción en la llegada de una de las principales
fuentes de capital, tanto público como privado, que financiaban actividades productivas en
América Latina. Es obvio, por un lado, que había una parte de esos capitales que se destinaba a la especulación, y también que junto a los flujos externos el capital interno jugó un papel
importante, mucho más del que tradicionalmente se le ha otorgado. En este sentido suele ser
frecuente oír hablar del papel de la deuda externa en las distintas economías latinoamericanas, pero se dice muy poco del endeudamiento interno y del papel clave que éste tenía para
las finanzas estatales, en algunas oportunidades mucho más que el internacional. Hay que
tener en cuenta que el último era mucho más sensible a las oscilaciones en la coyuntura internacional y que los gobiernos tenían múltiples recursos para financiarse con los capitales
internos, entre otros la inflación. La caída en las exportaciones tuvo consecuencias funestas
para todas las economías. Ya se mencionó la menor recaudación en los impuestos aduaneros y la menor capacidad de importar, pero junto a ellas había otras, como el establecer prioridades sobre los productos importados que se convirtió en una actividad importante del Estado. Para ello se establecieron cuotas de importación y aranceles selectivos para grupos
determinados de productos que tenían por objeto facilitar la importación de determinados
artículos y disuadir la adquisición de otros ante el aumento desmesurado de su precio en el
mercado interno. También se fijaron precios máximos para muchos productos y se establecieron cupos máximos de producción, con el fin de evitar que los precios de las exportaciones siguieran cayendo como consecuencia de la sobreproducción. De este modo surgieron
Juntas Reguladoras en numerosos países, dedicadas a vigilar la producción, y en su caso la
exportación, de los más diversos productos. En muchos casos los sobrantes producidos eran
simplemente destruidos en vez de almacenados como en el pasado, tal como había ocurrido
con el café brasileño que se utilizó como combustible para impulsar locomotoras después de
la crisis del 30. También surgieron entidades del tipo de la Corporación Chilena de Fomento
(CORFO), que trataba de canalizar el crédito público hacia actividades productivas, especialmente vinculadas a la actividad industrial. Otro campo de actuación fue el de las políticas
monetarias, antaño más o menos vinculadas a la ortodoxia del patrón oro. En los frecuentes
períodos de desenganche y de inconvertibilidad de la moneda que habían caracterizado a la
historia monetaria latinoamericana, lo frecuente era el aumento de la emisión y la financia ción mediante inflación de las actividades del Estado. A partir de este momento las medidas
monetarias en materia de política económica serían mucho más amplias y diversas: fijación
de distintos tipos de cambios, necesidad de contar con autorización para la adquisición y
venta de divisas, etc. Por este camino la política monetaria se convertiría en un eficaz método de asignación de recursos. Para mejorar la gestión en lo referente a las políticas monetarias y al control de la emisión de dinero se crearon Bancos Centrales en numerosos países.
En buena parte de las repúblicas andinas los bancos que se crearon siguieron el modelo de
la Reserva Federal estadounidense, bajo el influjo de las Misiones Kemmerer, que habían
recorrido las principales capitales de la región, con sus paquetes de medidas y consejos. En
otros, como Argentina, el modelo británico seguía pesando, y el Banco Central resultante se
creó de acuerdo con esas pautas. Si bien, como ya se ha señalado, la crisis afectó a todos
los países latinoamericanos, su actuación ante la crisis fue dispar. En principio, y siguiendo
con la clasificación de Díaz-Alejandro, se puede distinguir entre países grandes y activos y
países pequeños y pasivos. El tamaño de su economía y la capacidad de los gobiernos para
imponer políticas económicas autónomas que permitieran salir de la crisis lo más rápidamente posible fueron decisivos, junto con el mantenimiento de la estructura exportadora de cada
país. La fecha del comienzo de la recuperación dependió también de esta situación. Países
131
como Argentina o Brasil se pueden encuadrar claramente dentro de los países grandes y
activos, ya que sus gobiernos disponían de la autonomía necesaria como para imponer las
políticas económicas que estimaran más convenientes a sus propios intereses. En el extremo
contrario encontramos a los países centroamericanos y a Cuba. Este último país estaba
totalmente vinculado a la evolución del dólar, moneda de curso legal en la isla, lo que limitaba
totalmente la posibilidad de su gobierno de arbitrar políticas monetarias anti cíclicas que
permitieran combatir mejor los efectos de la depresión.
Sustitución de importaciones
Las manufacturas latinoamericanas antes de 1929 ocupaban un lugar secundario en la economía, orientada básicamente a la exportación. Fuera de un cierto proteccionismo moderado,
las políticas gubernamentales solían permanecer neutrales ante la industria, centradas, como
estaban, en el sector primario. Por esto, los aranceles tenían básicamente una función aduanera y no de protección de las manufacturas locales. Algunas manufacturas dependían directamente de una ligera transformación a la que eran sometidos ciertos productos primarios
exportados. Es el caso de los frigoríficos argentinos o de los ingenios azucareros. La industrialización por sustitución de importaciones comenzó produciendo bienes de consumo final,
que era la vía más fácil de iniciar el proceso. Ello se debía a que la tecnología requerida era
menos compleja y necesitaba menores inversiones de capital, pero especialmente a que ya
existía un mercado para dichos bienes. El proceso de industrialización presionó a la capacidad instalada. Había fábricas textiles que a principios de la década de 1930 llegaban a trabajar en dos o tres turnos. Por lo general se aprovechó la capacidad instalada con posterioridad
a la Primera Guerra Mundial, tal como ocurrió en Perú y Brasil. La industria cementera brasileña atravesó por esta situación. En la medida que el proceso se fue consolidando, aumentó
el coeficiente de industrialización, o, lo que es lo mismo, la participación del sector industrial
en el PIB. Si en la década de 1930 existió en América Latina un motor del crecimiento, éste
fue sin duda alguna la industrialización por sustitución de importaciones. Si bien se redujo la
actividad de algunos sectores vinculados a la exportación, hubo otros que lograron incrementos realmente importantes, tal como ocurrió con los textiles, los materiales de construcción
(especialmente cemento), la refinación de petróleo, las ruedas para automóviles, los productos farmacéuticos, los sanitarios y alimentos procesados, como conservas y pastas, dirigidos
al mercado interno. Los textiles destacaban, sin ninguna duda, entre todas estas actividades,
ya que sus tasas de crecimiento fueron superiores al 10 por ciento anual durante los años 30.
La principal excepción fue Brasil, que ya había conocido una industrialización temprana en
los sectores de textiles, calzado, ropa y alimentos, lo que posibilitó que las industrias que
más rápido crecieron fueran las de producción de bienes intermedios y las de bienes de capital. Aparentemente la industrialización fue muy intensiva en la utilización de mano de obra y
se centró en la pequeña y la mediana empresa, especialmente en aquellas de nueva creación. También fue importante el papel jugado por algunos nuevos empresarios, en buena
parte provenientes de la Europa en crisis, como impulsores del proceso. Hubo inversión extranjera dirigida directamente a la sustitución de importaciones, aunque menor que en años
anteriores. En el caso de Sáo Paulo se estima que el empleo creció a una tasa anual de 10,9
por ciento en 1930-37. Los salarios reales parece que no tuvieron variaciones, entre otras
cosas porque el estancamiento del sector primario suponía una importante reserva de mano
de obra y una oferta elástica de alimentos. Si en muchos países a partir de mediados de la
década del 30 se comenzó a recuperar la coyuntura económica, la Segunda Guerra Mundial
fue fuente de nuevos conflictos y en algunos casos volvieron a manifestarse con fuerza creciente las tendencias aislacionistas surgidas en lo más virulento de la crisis. Pese a ello, fue
en estos momentos cuando la industrialización sustitutiva conoció un nuevo empujón, favore132
cida por el éxito de la experiencia anterior. El aparato industrial avanzó en su conquista del
mercado interno y en algún caso, como el del Brasil, se lanzó en busca de mercados exteriores. Estos se encontraban en otros países latinoamericanos y en algunas colonias africanas,
que estaban aisladas de sus metrópolis en guerra. Dadas las implicancias del conflicto bélico, la única posibilidad de mantener un cierto nivel en las exportaciones era contando con
una flota mercante propia, por lo que esto se convirtió en un objetivo prioritario para muchos
gobiernos. En los casos que tuvieron éxito este fue otro de los motivos de orgullo de muchas
políticas oficiales, a la vez que una fuente de gastos importantes para los estados que pretendían desarrollarlas. La industria latinoamericana surgió con la bendición del proteccionismo oficial y éste se mantendría aun después de desaparecidas las condiciones que hicieron
necesaria la aparición misma de la protección. La teoría de proteger únicamente a las industrias en crecimiento (o "infantes") era totalmente dejada de lado. De este modo, los industriales, sabedores del control que tenían sobre un mercado cautivo importante, el mercado interno, dejaron de reinvertir en sus respectivas empresas, que con el correr de los años se fueron tornando cada vez más obsoletas y menos competitivas. A la larga se puede afirmar que
la protección indiscriminada sólo sirvió para financiar a costa del déficit público empresas
cada vez menos competitivas y más incompetentes. En numerosos casos, y pese al nacionalismo declarativo que acompañaba las políticas autárquicas, las empresas a proteger eran
claramente propiedad de firmas transnacionales. Esto fue particularmente visible en lo referente a la fabricación de automotores y en el sector químico y electrónico. Si bien en estos
sectores inicialmente hubo algunas grandes fábricas de capital nacional, como en Argentina,
posteriormente la mayor parte de ellas sería propiedad de empresas norteamericanas o europeas, pero que igualmente se beneficiaban de las ventajas del proteccionismo. De este
modo, la principal característica de muchas de estas fábricas llegó a ser la obsolescencia de
sus equipos y la producción durante años de modelos que en otras partes del mundo habían
dejado de fabricarse. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, y pese a las fuertes
expectativas existentes sobre la rápida recuperación de la economía mundial, en los países
latinoamericanos se acentuaron las tendencias autárquicas, favorables a la industrialización y
al desarrollo del mercado interior. Esta situación supondría una importante transferencia de
recursos del sector primario-exportador al sector industrial, al que en última instancia terminaría subsidiando. Durante la Segunda Guerra Mundial, la industrialización sustitutiva se especializó en la producción de bienes de consumo, especialmente concentrados en las industrias alimenticia, textil, química y farmacéutica, para lo cual se aprovechó eficazmente la maquinaria adquirida durante la fase expansiva de los años 30. La profundización de la industrialización suponía un importante esfuerzo en la innovación del parque tecnológico, si se
quería continuar con el proceso de crecimiento económico. Ello significaba mayor inversión,
pero el exceso de protección tendía a primar la ineficiencia y no rentabilizaba las inversiones
que se hicieran en mejorar la tecnología de las fábricas y en mantener la competitividad de
las empresas. La profundización en la industrialización sustitutiva requería de mayores im portaciones de insumos y bienes de capital, lo cual tendió a incrementar la dependencia de
las importaciones, en vez de resolver los problemas de la balanza comercial, tal como se pretendía. La industrialización requería de importantes inversiones en infraestructura, desde
caminos y comunicaciones hasta la producción de energía eléctrica, vital para la marcha de
las fábricas. Dada la gran magnitud de esas inversiones, el argumento más generalizado era
que el Estado debía suplir a los inversionistas privados, que carecían de semejante cantidad
de capital. Este argumento reforzaba, obviamente, las tendencias más favorables a extender
la participación del Estado en la actividad económica. Durante el período comprendido entre
el fin de la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Cubana se produjeron algunos cambios
profundos en la estructura económica latinoamericana, los cuales estaban profundamente
133
condicionados por la consolidación de las tendencias aparecidas en el período anterior y se
vinculaban directamente con las propuestas más favorables a la autarquía y a la industrialización. La afirmación de las políticas económicas industrialistas, con el aval de la por entonces muy influyente CEPAL y de su principal impulsor, el economista argentino Raúl Prebisch,
supusieron el encumbramiento de aquellos grupos que apostaron claramente por la industrialización, en detrimento de algunos sectores de la oligarquía tradicional exportadora. La planificación se convirtió en una importante arma de las políticas económicas y con ella el avance
del intervencionismo estatal fue imparable y esto ocurrió en la mayor parte de los gobiernos
de la región, con total independencia de su filiación política. Todo indicaba que en América
Latina no existía una política económica alternativa a la industrialización. La apuesta por la
industrialización y el énfasis en el mercado interno llevaron a descuidar las exportaciones y
como consecuencia de ello disminuyeron las divisas generadas por las ventas al exterior y
los ingresos del Estado provenientes de la recaudación aduanera. No sólo eso, ya que en
ciertas oportunidades fue el sector exportador el que tuvo que subsidiar la aventura industrialista, con la consiguiente pérdida de competitividad para su propio desarrollo. Ante la falta de
recursos, la reinversión en el sector exportador también comenzó a desaparecer. Sin embargo, en ciertos casos, se pudo observar una cierta e importante integración de ambos grupos,
no planteándose en la realidad la aguda división señalada por cierta literatura entre la llamada burguesía nacional y la oligarquía terrateniente y exportadora. Otro grupo, de un peso cada vez mayor, que iba a apostar por la industrialización y por una creciente participación del
Estado en la economía era el de la burocracia. Los militares destacaron ampliamente dentro
de este grupo. Aludiendo razones de seguridad nacional, cayeron bajo su control fábricas de
explosivos y armamentos, pero también de productos químicos, electrónicos y de todo tipo.
Burócratas, militares y tecnócratas a partir del aprovechamiento de los presupuestos nacionales supieron sacar buen partido de todos estos cambios, en tanto fueron los encargados
de gestionar y administrar la marcha hacia la industrialización. El intento de industrialización
sólo pudo tener éxito en la medida en que caló muy hondo en la sociedad y en que fue capaz
de aglutinar a vastos y diferentes grupos sociales en un equilibrio precario y bastante inestable. En primer lugar, se necesitaban acuerdos con los obreros industriales que disminuyeran
el nivel de conflictividad laboral, lo que de alguna manera suponía introducir criterios de moderación en la explotación de la fuerza de trabajo por parte de los patronos, extremo éste con
el que no siempre concordaban. Este acuerdo no era fácil de concretar, de ahí la importancia
creciente de los populismos en el continente, reforzados eficazmente por políticas asistenciales y de previsión social. El Brasil de Vargas y la Argentina de Perón son ejemplos claros,
pero no los únicos, de estas situaciones. Por otra parte, los sectores populares urbanos, en
tanto consumidores, se encontraban en una postura de fuerza nada desdeñable para participar en el reparto. Lo esencial era garantizar su nivel de ingresos, su capacidad de consumo y
la defensa de sus puestos de trabajo. En el caso de las dos primeras situaciones, el excesivo
proteccionismo supondría un encarecimiento de los artículos de consumo, ante la subida artificial de precios favorecida por los subsidios y los aranceles. De ahí que resultara muy importante recubrir el discurso industrializador con un barniz nacionalista que planteara claramente
que sólo un país con industria propia podía desarrollarse. Una vez instalados como trabajadores fabriles, la defensa de su puesto de trabajo era también la defensa del propio sector
industrial, lo que explica claramente por qué ante la quiebra de numerosas empresas, de todo tipo, el Estado tuviera que aparecer como el padre salvador. Las necesidades industriales
de importar insumos y tecnología extranjeros llevaron a la mayor parte de los gobiernos a
tener monedas sobrevaluadas frente a las principales divisas extranjeras (dólar o libra esterlina, fundamentalmente), lo que tendía a recortar las ganancias de los exportadores.
134
Industrialización y sus dificultades
En aquellos países que más habían avanzado en el camino de la industrialización sustitutiva,
como México, Brasil o Argentina, ya a mediados de la década de 1950 comenzaron a observarse los primeros signos de agotamiento de las políticas realizadas. Al limitar la industrialización al mercado interno, la producción alcanzaba rápidamente a un techo, a la vez que la
escala de producción resultaba limitada. Todo esto aumentaba los costes de producción y
reducía los rendimientos empresariales y la única posibilidad de superar esta situación era
mediante la ampliación de los mercados potenciando las exportaciones. Sólo México y Brasil
se plantearon en esta época una política de ampliación de exportaciones, pero bastante tímida como para dar los resultados esperados. Los dos síntomas más importantes del deterioro
observado fueron la inflación y el creciente signo negativo de las balanzas comerciales. El
aumento de la inflación resultó difícil de contener en la medida en que la emisión monetaria
se empleaba eficazmente como el principal instrumento de financiación del déficit fiscal y los
economistas comenzaron a hablar de la "inflación estructural". Los déficit solían ser cuantiosos como consecuencia de la política de gastos desarrollada y de los escasos ingresos, como consecuencia de la frágil estructura tributaria existente, apoyada básicamente en la recaudación de impuestos indirectos que gravaban el consumo. El desequilibrio de la balanza
comercial respondía a un notable aumento de las importaciones, lógica consecuencia del
crecimiento industrial, pero también de la reducción de las exportaciones. Por un lado, la
transferencia de recursos del sector exportador a la industria convertía a las exportaciones
latinoamericanas en menos competitivas frente a las de otros rivales asiáticos o africanos.
Por el otro, el creciente proteccionismo europeo y norteamericano, afectaba considerablemente a determinados productos, siendo uno de los casos más notable el de la ganadería y
agricultura cerealera de clima templado. Pero también la ineficiencia industrial convirtió en
una asignatura pendiente la posibilidad de profundizar en la industrialización gracias a la ampliación de los mercados y a la exportación de manufacturas. Es en este contexto donde la
prédica de la CEPAL tuvo un éxito rotundo. Prebisch señalaba la imposibilidad de aplicar políticas keynesianas en economías dependientes como las latinoamericanas, con graves y
serios problemas estructurales. El control que el centro industrializado ejercía sobre las finanzas internacionales y los medios de transporte no hacía sino aumentar la debilidad de la
periferia subdesarrollada. La posición latinoamericana se hacía más vulnerable por el deterioro creciente de los términos de intercambio, que hacía que los precios que se debían pagar
por las importaciones (manufacturas) fueran en aumento mientras que los precios de las exportaciones de materias primas se redujeran, lo cual significaba necesariamente que si se
quería mantener el nivel de importaciones había que exportar más. Según esta interpretación, la única solución para salir del subdesarrollo, sin caer en una revolución social, era la
acentuación de ese proceso de industrialización por vía sustitutiva, que como vimos en algunos países ya había comenzado en la Primera Guerra Mundial. El desarrollismo rescató algunos de los planteamientos industrialistas de la CEPAL y en ciertos países como México,
Brasil y Argentina se aceleró la producción de bienes de consumo durables (como automóviles o maquinaria agrícola), fundamentalmente gracias a la instalación de filiales de compañías estadounidenses o europeas. Ahora bien, dada la falta de capitales en las economías latinoamericanas, el desarrollismo proclamaba la necesidad de abrirse a las inversiones extranjeras, para lo cual era necesario garantizar la repatriación de los beneficios a los inversores
no nacionales, lo cual entraba en contradicción con el discurso autarquista y nacionalista que
estaba plenamente vigente. Estas inversiones habían sido relativamente pequeñas en los
años que siguieron a la Gran Depresión, aunque se observa una presencia cada vez más
importante de capitales de origen estadounidense en actividades productivas vinculadas a la
135
fabricación de bienes de consumo. Se trataba así de sacar beneficio de mercados todavía no
demasiado explotados, a la vez que saltar y aprovechar en beneficio propio las barreras proteccionistas levantadas por los distintos gobiernos. Dadas las características particulares de
la industrialización sustitutiva, la capacidad de la misma para crear empleo demostró ser muy
limitada. Las fábricas instaladas por las compañías extranjeras solían utilizar, con bastante
frecuencia, una maquinaria obsoleta ya amortizada en sus países de origen, que no solían
ser demasiado intensivas en sus necesidades de mano de obra Por otra parte, la mayor parte de estas fábricas no solía trabajar a pleno rendimiento, lo que condicionaba todavía más
su capacidad de absorber mano de obra. De ahí, la limitada capacidad de absorción de las
industrias latinoamericanas frente a los nutridos contingentes de inmigrantes que por esta
época abandonan el campo para instalarse en las ciudades en busca de mejores condiciones
de vida y mayores expectativas de trabajo. Sólo el sector de los obreros más cualificados
pudo beneficiarse de esta situación, al contar con una demanda asegurada en fábricas y talleres. Pese a las enormes dificultades existentes en el mercado urbano de trabajo, la situación en el mundo rural era más catastrófica, razón por la cual la urbanización y las migraciones internas se convirtieron en uno de los fenómenos más importantes de esta época. Los
campesinos comenzaron a agolparse en sus chabolas en torno a las mayores ciudades,
construyendo favelas, villas miserias o pueblos jóvenes. De este modo, el problema del asentamiento de estos grupos, y la construcción de infraestructuras urbanas para los mismos, se
convirtió en un problema de primera magnitud. Junto con las migraciones internas observamos el desarrollo de movimientos migratorios de unos países a otros, tal como ocurría con
los colombianos que pasaban a Venezuela o los paraguayos o bolivianos que lo hacían a
Argentina, donde las expectativas laborales eran mayores que en sus países de origen. La
agricultura se convirtió en un problema crucial en América Latina, fundamentalmente por su
baja productividad. Por un lado, esto llevaba a limitar el número de potenciales consumidores, reduciendo el tamaño de un mercado importante que podría haber sido vital para la industria. Por el otro, importante la baja productividad agrícola suponía materias primas e insumos más caros para una industria poco competitiva, a la vez que alimentos a mayor precio
para los consumidores urbanos, con la correspondiente pérdida en el poder de compra de los
salarios de los obreros industriales. De este modo, la reforma agraria fue incorporada como
un tema crucial de discusión y sus principales reivindicaciones fueron asumidas a principios
de la década de 1950 por las revoluciones guatemalteca y boliviana. La profundización en la
industrialización se convirtió en un estrecho cuello de botella por el que sólo pasaron Brasil y
México. Si bien esos países, muy tímidamente, apostaron por la diversificación de sus exportaciones, los restantes siguieron dependiendo de sus estrechos mercados internos. De este
modo Argentina, pese a sus esfuerzos, quedó rezagada y Chile y Perú perdieron definitivamente el tren. La tecnología industrial por entonces desarrollada en los países centrales requería de vastos mercados, ya que la escala de producción era muy grande y el exiguo tamaño de los distintos mercados nacionales del continente comprometía el futuro de la industrialización. Producir por debajo de un determinado nivel, manteniendo una importante capacidad ociosa en las fábricas, se convertía en un negocio demasiado ruinoso para las empresas, salvo que recibieran cuantiosos subsidios por parte del Estado. La debilidad creciente de
las economías latinoamericanas las tornó todavía más dependientes de las inversiones extranjeras y los préstamos contratados en el exterior. Precisamente, fue en este período
cuando los Estados Unidos, que ya asomaban como la potencia de mayor predominio en el
continente americano, decidieron asumir su liderazgo internacional, no sólo en el plano económico, sino también en el político y en el ideológico. Esto se produciría en el contexto de la
guerra fría y de los enfrentamientos Este-Oeste. Esta situación iba a influir de forma decisiva
en las particulares relaciones entre los Estados Unidos y sus vecinos del Sur, ya que Améri136
ca Latina estaba dentro de lo que los Estados Unidos consideraba su zona de influencia. El
triunfo de la revolución maoísta en China y el surgimiento de la República Popular, junto con los
avances soviéticos en materia de armamento atómico, agudizaron la naturaleza del
enfrentamiento entre los Estados Unidos y el mundo comunista, haciendo que cualquiera que se
apartara mínimamente de la norma fuera incluido dentro del mismo y excluido de cualquier
tipo de ayuda norteamericana, lo que también influiría sobre las relaciones económicas y el
discurso antiimperialista.
137
f) LOS FELICES AÑOS 20
Los años 20 fueron años de resaca y recapitulación. Tras haber experimentado el mayor conflicto nunca antes visto, la Gran Guerra, que había desmantelado no sólo buena parte de las
economías europeas sino diezmado sus poblaciones, la recuperación económica de la segunda década del siglo XX permitía augurar la llegada de "días de vibo y rosas". A ello contribuía la conciencia, o mejor, la ilusión, de que un conflicto tan devastador no podría volver a
repetirse, y que la propia racionalidad occidental, plasmada en los acuerdos del final de la I
Guerra Mundial, sería capaz de establecer los mecanismos necesarios para ello. La sociedad, al menos parte de ella, comenzó a buscar fórmulas de escape y evasión, en la conciencia de que el hedonismo y la diversión podrían acompañar permanentemente sus vidas. Los
progresos técnicos permitían vislumbrar un mundo dominado por el ocio y la carencia de
problemas, al mismo tiempo que se era consciente de estar viviendo tiempos de apertura en
muchos terrenos, sobre todo con respecto a una sociedad de finales del siglo XIX que se
percibía como menos permisiva. Cine y deportes se convierten en espectáculos de masas,
llenando los tiempos de las conversaciones y los intereses populares. Al mismo tiempo, parece llegada una época en la que poco a poco irán, si no desapareciendo, si al menos las
distancias sociales, políticas y económicas se irán aminorando. El sufragio universal, la participación de las masas en la política, el acceso más o menos generalizado a un empleo, etc.
permiten alcanzar un estado de confianza y relativo bienestar. No caminaban por el mismo
sendero buena parte de los intelectuales, quienes pensaban que el recientemente terminado
conflicto no era sino la muestra de la crisis de toda una civilización basada en los valores y la
cultura occidental. El malestar por un mundo en crisis y cuya dirección se desconoce se apodera de la intelectualidad, en un proceso reforzado e incrementado cuando, en 1929, el crash
económico desvele la realidad de un mundo donde la miseria nunca dejó de estar presente.
La sombra de la guerra, además, permanece acechante.
La normalización democrática
Además, pese al auge ya señalado de las dictaduras y aunque las esperanzas democráticas
suscitadas por la guerra mundial fueran un espejismo, los años veinte distaron de ser un desierto democrático. Hasta una de aquellas dictaduras, la dictadura del general español Primo
de Rivera, caería (en 1930) y dejaría paso a una situación democrática, la II República. En
Estados Unidos, las presidencias de los republicanos Warren G. Harding (1920-23) y Calvin
Coolidge (1923-29) representaron el retorno de la "normalidad" tras la etapa de intenso intervencionismo internacional y presidencialismo fuerte de la presidencia de Woodrow Wilson.
En política exterior, la normalidad significó no un decidido repliegue aislacionista sino, en todo caso, una menor presencia internacional. En política interna, normalidad significó menos
gobierno (y por ello, menos reformas), presidencias desideologizadas y discretas, mayor dinamismo de la sociedad. Harding desarrolló una política arancelaria claramente proteccionista. Adoptó medidas restrictivas en materia de inmigración y, para satisfacer a la opinión conservadora del Sur y del Oeste, impulsó la entrada en vigor de la enmienda constitucional que
prohibía la fabricación y venta de licores (por más que sólo sirviera para favorecer el crecimiento del crimen organizado, con epicentro en Chicago y con el gángster Al Capone como
encarnación más siniestra). Coolidge, un tipo taciturno y honrado, de ideas simples y vida
frugal y sencilla, que fue vicepresidente con Harding, presidente interino a la muerte de éste
en 1923 y presidente electo tras su victoria en las elecciones de 1924, acabó con la corrupción y los escándalos que habían salpicado la presidencia de Harding, pero su política no se
diferenció de la de éste. Si cabe, redujo aún más el papel del gobierno central en cuestiones
económicas y sociales. Introdujo importantes economías en el gasto público, disminuyó los
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impuestos y favoreció decididamente el libre juego de la economía de mercado, como clave
para la prosperidad del país. La normalidad había sido, pues, una operación conservadora.
Pero los resultados fueron muy brillantes: la presidencia Coolidge coincidió con los mejores
años del boom de la posguerra. En Gran Bretaña, los años veinte fueron en gran medida
esenciales para la democracia. Fue en esa década cuando el laborismo emergió definitivamente como fuerza de gobierno, y cuando el partido conservador dejó de ser el partido de las
clases dirigentes para ser un partido de sectores de todas las clases sociales británicas.
Lloyd George, que gobernaba al frente de una coalición de liberales y conservadores desde
1916, cayó en octubre de 1922. Los conservadores, que ya habían aceptado con disgusto la
solución dada al problema irlandés en 1921, le retiraron su apoyo por la actitud pro griega
que adoptó en la crisis greco-turca de 1922; los liberales, por oposición al aumento arancelario que Lloyd George acordó también en ese año, 1922. El hecho más significativo de las
elecciones de 1922 y 1923 -convocadas por los conservadores, que gobernaron tras la caída
de Lloyd George- fue el espectacular aumento de los laboristas. En las de diciembre de
1923, lograron 4.438.508 votos, esto es, el 30,5 por 100 del voto (un aumento de 8 puntos
sobre 1918) y 191 escaños (63 en 1918), desplazando a los liberales como segundo partido
del país (4.311.147 votos, 159 escaños). Como los conservadores no obstante haber ganado
las elecciones (5.538.824 votos, 258 escaños) carecían de mayoría absoluta, el Rey encargó
al líder laborista Ramsay MacDonald la formación del gobierno (22 de enero de 1924). Los
laboristas, por tanto, llegaban al poder en el que todavía era el mayor imperio del mundo y la
primera potencia mundial. Que aquel primer gobierno laborista durase apenas diez meses;
que fuese un gobierno minoritario dependiente del apoyo parlamentario de los liberales; y
que por ello no pudiera hacer política socialista (aunque aprobó una ley de viviendas populares, reconoció a la URSS y, distanciándose de la tradicional política imperial británica, participó activamente en la Sociedad de Naciones), todo ello importaba tal vez menos que el
hecho mismo de la llegada del laborismo al gobierno. Había cristalizado un nuevo sistema
político en el que el partido de los sindicatos aparecía como la principal alternativa al gobierno de las elites tradicionales del país. Tan significativo, además, fue el cambio que se operó
en el conservadurismo británico cuando en mayo de 1923, al morir Bonar Law (1858-1923),
líder del partido y primer ministro en ejercicio desde la caída de Lloyd George, el rey Jorge V
decidió encargar la formación del gobierno -lo que conllevaba la jefatura del partido- a Stanley Baldwin (1867-1947), a quien prefirió sobre lord Curzon. La elección era significativa.
Baldwin pertenecía a los círculos industriales y su experiencia gubernamental, que había
comenzado en 1916, había estado siempre vinculada a los ministerios económicos; Curzon
era un aristócrata de impecable origen, educado en Eton y Oxford y que había sido virrey de
la India entre 1899 y 1905 y ministro de Asuntos Exteriores entre 1919 y 1923. El nombramiento de Baldwin fue una sorpresa. Churchill escribió que la decisión del Rey había "desviado el curso de la historia". La Corona y sus asesores habían entendido que la sociedad
industrial británica necesitaba un nuevo tipo de liderazgo político, que la situación exigía partidos y líderes con sensibilidad y capacidad para dar respuesta a las demandas y aspiraciones de las masas. Baldwin cumplió a la perfección el papel que se esperaba de él. Tras gobernar brevemente en 1923, formó nuevo gobierno tras la gran victoria de su partido en las
elecciones de 1924 (48,3 por 100 de los votos y 419 escaños; laboristas: 33 por 100 y 151
escaños; liberales, 17,6 por 100 y 40 escaños) y gobernó hasta junio de 1929. Baldwin trajo
un nuevo estilo de gobierno. Proyectó la imagen del hombre tranquilo y apacible, de costumbres tradicionales y sencillas (la casa en el campo, la pipa, las veladas en torno a la chimenea, la pesca en el río), la imagen de un político de la conciliación y del consenso que cifraba
las aspiraciones del gobierno en el trabajo honrado y en el mantenimiento de la tranquilidad
social. Su política exterior, que dirigió Austen Chamberlain, buscó la colaboración con Fran139
cia y Alemania, favoreció el clima internacional de distensión que inspiraron los pactos de
Locarno (1925) y Kellogg-Briand (1929), e impulsó la transformación del Imperio en una confederación de Dominios autónomos. El gobierno Baldwin rebajó la edad de jubilación (de los
70 a los 65 años). Extendió la cobertura del seguro de desempleo. Concedió el voto a todas
las mujeres mayores de 21 años. Nacionalizó la electricidad y la radio. Trató, además, de
estabilizar los precios y de devolver la confianza a los círculos financieros a través del retorno
de la libra al patrón-oro de 1914 (medida tomada por el ministro de Hacienda, Churchill, en
abril de 1925). La era Baldwin coincidió -como la presidencia Coolidge en Estados Unidoscon la recuperación de la economía británica. Eso no significó ausencia de conflictos. Al contrario, Baldwin tuvo que hacer frente a la única huelga general de toda la historia de Gran
Bretaña, que tuvo lugar del 4 al 12 de mayo de 1926, declarada por los sindicatos en solidaridad con los mineros que, a su vez, habían ido a la huelga en abril contra las rebajas salariales impuestas por las empresas a la vista de las enormes dificultades que atravesaban. Lo
significativo, con todo, fue que la huelga general, secundada por unos 10 millones de trabajadores, fue en todo momento una huelga pacífica. La radio mantuvo al país distraído e informado. Baldwin, que veía en el movimiento sindical, en el Trade Union Congress, un elemento de estabilidad, no quiso adoptar medidas enérgicas. Pensó que la huelga se agotaría,
y acertó: el TUC aceptó las bases para la negociación propuestas por sir Herbert Samuel,
presidente de la Comisión Real nombrada para estudiar la crisis de la industria del carbón.
Los mineros, dirigidos por su obstinado líder A. J. Cook, continuaron en huelga hasta noviembre, pero tuvieron finalmente que aceptar su derrota. El clima de distensión no se alteró
en ningún momento; la sociedad británica había convivido con una huelga general sin que en
modo alguno se deteriorara la convivencia ciudadana. La democracia se estabilizó igualmente en los años veinte en otros países europeos. En Suecia, Noruega y Dinamarca, países
regidos por monarquías constitucionales sólidamente institucionalizadas, que habían mantenido su neutralidad durante la I Guerra Mundial y en las que para 1918 se había introducido
ya el sufragio universal masculino y femenino, el hecho esencial radicó en la fuerte presencia
electoral de la socialdemocracia. En efecto, los partidos socialdemócratas escandinavos fueron por lo general partidos reformistas y gradualistas, aunque en los tres países existieran
importantes sectores radicales y se registraran fuertes movimientos huelguísticos. Esos partidos propiciaron la evolución escandinava hacia el modelo de moderado pluralismo que caracterizaría a la región a todo lo largo del siglo XX. En Suecia, los socialdemócratas formaron
su primer gobierno homogéneo en 1920, año en que se convirtieron en el primer partido del
país; luego, gobernaron desde 1932 por espacio de cuarenta años. En Dinamarca, lo hicieron, también ininterrumpidamente, entre 1924 y 1942, y en Noruega desde 1935 (tras una
primera y efímera experiencia gubernamental en 1928). La excepción fue la nueva Finlandia.
La independencia desembocó en 1918 en la guerra civil entre el ejército blanco del mariscal
Mannerheim y los bolcheviques finlandeses. Luego, el legado de la independencia, los problemas del mundo rural y conflictos fronterizos con Suecia y Rusia, polarizaron la política.
Entre 1920 y 1940, Finlandia, gobernada por gobiernos minoritarios, conoció una gran inestabilidad ministerial, una no desdeñable agitación comunista y la aparición de un relativamente importante movimiento fascista (Lapua) que en 1930 y 1932 protagonizó sendos intentos
de golpe de Estado. También Bélgica y Holanda, países que prosperaron notablemente durante los años veinte y que introdujeron en esa década importantes leyes sociales (jornada
de 8 horas, pensiones de jubilación obligatorias, amplios sistemas de seguridad social), evolucionaron hacia sistemas políticos pluralistas y democráticos. La adopción de leyes electorales con representación proporcional favoreció el multipartidismo (tres grandes partidos en
Bélgica; cinco en Holanda). Ello obligó a que en ambos países se gobernara en coalición.
Entre 1919 y 1940, hubo un total de 18 gobiernos en Bélgica y 12 en Holanda. Pero la estabi140
lidad y espíritu cívico de los electorados de ambos países, el pragmatismo y hasta falta de
ideas y la voluntad conciliadora de sus dirigentes, favorecieron el equilibrio y la moderación
política. En Bélgica, gobernaron en los años citados o gobiernos de coalición católicoliberales o ministerios católico-socialistas; en Holanda, gobiernos formados en torno a los
partidos de denominación religiosa (calvinistas, cristianos históricos, católicos) y a los liberales. En Bélgica, sólo hubo un sobresalto. En las elecciones de 1936, los "rexistas", el movimiento fascista, lograron 21 escaños y el 11,49 por 100 de los votos; pero sufrieron un fuerte
retroceso en las elecciones de 1939. En Holanda, el Partido nacionalsocialista de Anton
Mussert sólo obtuvo, en mayo de 1937, cuatro escaños (y el partido comunista, tres). Hasta
en Alemania y en Francia, los años veinte fueron años de aparente normalización democrática. En Alemania, la "prösperitat" del periodo 1925-29 permitió hasta creer que la República
de Weimar pudiera estabilizarse. Ya quedó dicho que esos fueron los años en que el partido
nazi, aún sobreviviendo al fracaso del "putsch" de 1923, vivió su travesía del desierto (14 diputados en 1924, 13 en 1928). Los socialistas, el SPD, ganaron las elecciones de 1924 y
1928. Pese a que la derecha nacional, el DNVP, obtuvo buenos resultados (103 y 79 escaños, respectivamente), los partidos de centro -el "Zentrum" católico, el partido popular de
Gustav Stresemann y el partido demócrata- aún retenían suficientes escaños y votos como
para equilibrar el juego político. Ciertamente, que un hombre del pasado asociado al prusianismo y al militarismo como Hindenburg fuera elegido Presidente (abril de 1925) era un mal
presagio. Pero Hindenburg pareció en principio dispuesto a convivir con la República. Incluso
dijo del socialista Hermann Müller, jefe del gobierno entre 1928 y 1930, que era su ideal de
canciller. Más aún, con Stresemann en Exteriores (1923-29), Alemania, como enseguida veremos, hizo sustanciales contribuciones a la paz internacional y fue por ello admitida en la
Sociedad de Naciones en 1926. En Francia, los viejos demonios de la III República inestabilidad ministerial, influencia de los notables locales, indisciplina de los grupos parla mentarios, inexistencia de grandes partidos nacionales- reaparecieron tan pronto como se
recobró la normalidad política tras la guerra mundial. Las dos grandes experiencias de gobierno de los años veinte -el Bloque Nacional de 1920 a 1924 y el Cartel de izquierdas, de
1924 a 1926- fueron así experiencias en buena medida decepcionantes. El Bloque Nacional,
la gran coalición de la derecha republicana, ganó, como se recordará, las elecciones de noviembre de 1919, favorecida por el clima de exaltación patriótica generada por la victoria en
la guerra y por el giro a la derecha de una parte del electorado francés ante la oleada de
huelgas de 1919 y la radicalización del movimiento obrero (en parte, influencia de la revolución soviética: el Partido Comunista francés se creó en diciembre de 1920). Los gobiernos
del Bloque -que presidieron Millerand, su hombre fuerte, Leygues, Briand y el ex-presidente
Poincaré, ya en 1922-24- fueron gobiernos nacionalistas y conservadores que vincularon la
solución de los grandes problemas del país (reconstrucción, compensaciones a viudas y
huérfanos de guerra, endeudamiento exterior, inflación, déficit presupuestario, escasez de
viviendas, dificultades financieras) al mantenimiento de una política exterior de prestigio y
autoridad que impusiese la estricta aplicación del tratado de Versalles, garantizase la seguridad colectiva europea y obligase a Alemania a cumplir con los pagos de las reparaciones de
guerra (pieza esencial para financiar los gastos de la reconstrucción de Francia). Así, para
garantizar la supervivencia de Polonia y asegurar la frontera oriental de Alemania, Francia
envió tropas a Varsovia durante la guerra ruso polaca de 1920; inició una política de alianzas
en Europa central -con la propia Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania- para garantizar el nuevo status quo; y en enero de 1923, para asegurarse el pago de las reparaciones alemanas, el gobierno Poincaré decidió la ocupación militar del Ruhr, conjuntamente con
Bélgica. Pero los resultados fueron contraproducentes. La actitud francesa provocó su aislamiento internacional y un evidente deterioro en las relaciones con Gran Bretaña y Estados
141
Unidos. La ocupación del Ruhr no logró sus objetivos. Estados Unidos y Gran Bretaña, convencidos de que la seguridad europea requería la recuperación de Alemania, impusieron en
abril de 1924 el Plan Dawes que contemplaba modificaciones en los plazos de pago de las
reparaciones, un plan que Francia, agobiada por sus propias dificultades financieras, tuvo
que aceptar. Más aún, para combatir la inflación, el gobierno Poincaré acordó drásticos recortes presupuestarios y una fuerte subida de impuestos. Esas circunstancias determinaron
el resultado de las elecciones de mayo de 1924: el Cartel de izquierdas, que agrupaba al partido radical y a los socialistas (SFIO), logró 286 escaños (radicales, 139; SFIO, 105; republicanos socialistas, 42); el Bloque, 233; el nuevo Partido Comunista Francés, 28. Pero las
grandes expectativas suscitadas por la victoria de la izquierda -que procedió a sustituir a Millerand por Gaston Doumergue en la Presidencia de la República y a la formación de un gobierno presidido por el líder radical y alcalde de Lyon, Edouard Herriot (1872-1957)- quedaron pronto defraudadas. El Cartel (gobiernos Herriot, junio 1924 a abril 1925; Painlevé, mayonoviembre 1925; Briand, noviembre 1925 a julio 1926) puso en marcha el cambio en la política exterior francesa que, asociado a la personalidad de Aristide Briand (1862-1932), ministro
de Exteriores casi sin interrupción entre abril de 1925 y enero de 1932, crearía la ilusión de
que la paz internacional era posible. El Cartel puso fin a la ocupación del Ruhr (julio de
1925), aceptó el Plan Dawes, estableció relaciones diplomáticas con la URSS y aprobó la ya
mencionada admisión de Alemania en la Sociedad de Naciones. Pero el Cartel no pudo sobrevivir a las diferencias políticas que separaban a los dos socios principales (partido radical,
SFIO) ni resolver el que aparecía como principal obstáculo a la reconstrucción de Francia, la
crisis monetaria. Primero, el partido radical vivió en una permanente ambigüedad política oscilando entre el entendimiento con la SFIO y el apoyo a fórmulas de centro-derecha. Segundo, los radicales, expresión del "francés medio", de una idea republicana, laica y tranquila de
Francia, eran contrarios a la política de intervencionismo estatal en cuestiones económicas y
sociales que defendían los socialistas y seguían viendo en el laicismo y la educación los
grandes problemas de la República. Tercero, la SFIO, una gran federación de grupos socialistas locales más que un partido moderno, tampoco quiso llevar su colaboración con los radicales hasta sus últimas consecuencias (limitándose a apoyarles en el Parlamento) por temor a verse desbordada a su izquierda por el PCF. El gobierno Herriot no pudo contener la
devaluación del franco, que entre mayo de 1924 y julio de 1926 perdió un 30 por 100 de su
valor (que la izquierda atribuyó no sin fundamento a maniobras especulativas de los círculos
bancarios y financieros, al "muro del dinero", como lo llamó Herriot). El Cartel se vio, además,
sorprendido por el estallido del problema colonial, primero en Marruecos -donde desde abril
de 1925 a mayo de 1926, el ejército francés colaboró a gran escala con el español para acabar con la guerrilla de Abd-el-Krim- y luego en Siria, donde se produjeron insurrecciones y
violencias de distinto tipo a partir de julio de 1925. Como consecuencia, los radicales decidieron liquidar la experiencia del Cartel -julio de 1926- y propiciar, mediante combinaciones parlamentarias, sin necesidad de convocar nuevas elecciones, la formación de un gobierno de
centro-derecha, un gobierno de Unión Nacional (presidido por Poincaré, que retuvo a Briand
en Exteriores). El nuevo gobierno procedió de forma expeditiva -y de acuerdo con las exigencias de los grandes círculos económicos- a sanear la moneda y estabilizar la situación financiera (reevaluación del franco, reducción de tipos de interés, drástica reducción del déficit
presupuestario), lo que consiguió en muy poco tiempo y con gran éxito. Pero la dimisión de
Poincaré en julio de 1929 por problemas de salud hizo que retornasen las prácticas habituales en la política francesa: entre 1929 y 1932, se sucedieron un total de 10 gobiernos (de
centro-derecha, de acuerdo con los resultados de las elecciones de 1928). Inestabilidad gubernamental, falta de partidos modernos e incoherencia de los grupos parlamentarios hacían
de la III República francesa una democracia débil. Pero al menos, antes de 1932-35, la de142
mocracia francesa no estuvo amenazada por la polarización y la tensión civil. Al contrario,
Francia en 1930 parecía disfrutar de una espléndida salud. El crecimiento de su economía, y
desde 1928 la solidez de su moneda, eran evidentes. Los automóviles Citroën y Renault, por
ejemplo, competían muy favorablemente en los mercados internacionales. Los tenistas franceses ganaban la Copa Davis (1927) y otros grandes torneos. París era, en expresión de
Hemingway, "una fiesta", el centro de la vida cultural e intelectual de Europa, como evidenciaban el dinamismo de sus vanguardias (el surrealismo, Picasso, por ejemplo) y la difusión y
calidad de la literatura francesa. Unos 16 millones de personas visitaron la Exposición de Artes Decorativas que se celebró en 1925. La Costa Azul era el centro mundial del turismo elegante y elitista. Si André Gide encarnaba ante la "intelligentsia" europea la imagen del intelectual libre e independiente, otro escritor francés, Paul Morand, el autor de Lewis e Irene,
Magia Negra, París-Tombouctou, Nueva York y otros libros, viajero, diplomático, rico, encarnaba el cosmopolitismo y la mundanidad que parecían corresponderse con una situación que
invitaba a la confianza y al optimismo. Con Briand en Exteriores (1925-1932), la proyección
internacional de Francia se reforzó extraordinariamente. Briand trabajó tenazmente por reforzar el papel de la Sociedad de Naciones, planteó en ésta la entonces audacísima tesis de la
unión europea y, con el apoyo de su colega alemán Stresemann, hizo de la reconciliación
franco-alemana el principio fundamental para lograr una paz duradera en Europa y en el
mundo.
La ilusión de la paz
El acercamiento entre Francia y Alemania -que tendría además el pleno respaldo británicofue la indicación más clara de que, superados los problemas derivados de la aplicación de
los tratados de París de 1919, estaba germinando un nuevo clima internacional favorable a la
cooperación multilateral y a la solución pacífica de conflictos y tensiones, a pesar de la escasa operatividad de la Sociedad de Naciones. Las pruebas eran evidentes. Estados Unidos
había adoptado desde 1919 una política aislacionista respecto a Europa; ahora facilitarían su
recuperación económica e insistirían (planes Dawes y Young) en posibilitar a Alemania el
pago de las reparaciones. Gran Bretaña, absorbida por las cuestiones de su Imperio colonial
y por la administración de los "mandatos" recibidos en 1919 en Oriente Medio, se había inhibido también de las cuestiones europeas; desde 1924 (gobierno laborista), Europa y la Sociedad de Naciones volverían al centro de la diplomacia británica. MacDonald, el primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores laborista, reunió en Londres (16 de julio de 1924) la
conferencia que aprobó el Plan Dawes, a la que asistieron Herriot y Stresemann, y fue el
promotor del llamado "protocolo de Ginebra" (2 de octubre) en virtud del cual, de haber sido
aprobado, los países miembros de la Sociedad de Naciones se habrían comprometido al
arreglo mediante arbitraje de las disputas internacionales. Aunque el gobierno conservador
de Baldwin, con Austen Chamberlain en Exteriores, volvió a distanciarse expresamente de la
Sociedad de Naciones, insistió reiteradamente pese a ello en la necesidad de llegar a acuerdos especiales y limitados -en concreto, en torno a la seguridad de las fronteras entre Francia y Alemania- como garantía para la paz. Como enseguida veremos, el gobierno Baldwin
suscribió todos los grandes acuerdos internacionales de la década. Por lo que hacía a Francia, el cambio era aún más perceptible y radical. Si hasta 1924 su política exterior se había
limitado a lograr que se impusiera a Alemania el cumplimiento estricto del tratado de Versalles, desde la llegada al poder de la izquierda y sobre todo en la "era Briand" (1925-32),
Francia aparecería como el campeón de la distensión con Alemania, de la seguridad internacional, de la unión europea y de la Sociedad de Naciones. Hasta la Italia de Mussolini firmaría los Tratados de Locarno y el pacto Kellogg-Briand, los dos acuerdos internacionales que
más expresivamente vinieron a simbolizar el nuevo clima de cooperación y pacificación inter143
nacionales que, como se ha dicho, cristalizó en la segunda mitad de la década de 1920. En
efecto, el Plan Dawes (abril de 1924) sentó las bases para la solución de la cuestión alemana. Solicitada por el gobierno alemán a la Comisión Aliada para las Reparaciones de Guerra
una investigación sobre la economía de su país, la comisión de expertos nombrada al efecto,
presidida por el banquero norteamericano Charles G. Dawes, recomendó que la cantidad
anual que Alemania debía pagar se fijase en dos millones y medio de marcos-oro y que se
concediese a Alemania una cuantiosa cantidad (800 millones de marcos-oro) en créditos.
Patrocinado por Estados Unidos y Gran Bretaña, aceptado tras alguna reticencia por Francia,
el Plan logró sus objetivos: la economía alemana inició su recuperación, Alemania pudo empezar a pagar las anualidades acordadas y Francia se sintió satisfecha y retiró sus tropas del
Ruhr a partir de 1925. El 1 de diciembre de 1925 se firmaron los llamados Tratados de Locarno, auspiciados por Gran Bretaña (Austen Chamberlain), Francia (Briand) y Alemania
(Stresemann). El principal de ellos, suscrito por Francia, Bélgica y Alemania y garantizado
por Gran Bretaña e Italia, confirmó la inviolabilidad de las fronteras alemanas con Bélgica y
Francia y la desmilitarización del Rin. El 8 de septiembre de 1926, Alemania era admitida en
la Sociedad de Naciones. El 27 de agosto de 1928, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos,
Alemania, Italia y Japón firmaron en París el llamado Pacto Briand-Kellogg, esto es, la propuesta del ministro francés de Exteriores, Briand, de quien partió la iniciativa, y del Secretario
de Estado norteamericano Frank B. Kellogg, por la que los países firmantes renunciaban a la
guerra como medio de resolver los conflictos. En ese clima, el Plan Dawes fue revisado y
sustituido por otro mejor, el Plan Young (febrero de 1929), que tomó su nombre del financiero
norteamericano Owen D. Young, presidente de la comisión encargada de la revisión: la deuda de guerra alemana fue reducida en un 75 por 100 y fijada en 121 billones de marcos, y se
amplió hasta 59 el número de plazos para su pago. Lo que se dio en llamar espíritu de Locarno, el deseo de paz y cooperación, parecía, pues, triunfante. El 8 de septiembre de 1929,
Briand proponía ante la Sociedad de Naciones la unión federal de los pueblos europeos y
preparó, ya en mayo de 1930, un Memorandum en esa dirección que entregó para su estudio
en las distintas cancillerías europeas. Incluso cuando ya empezaba a manifestarse la crisis
de la economía mundial, hubo indicaciones de la voluntad conciliadora de los gobiernos occidentales. Vueltos los laboristas al poder en Gran Bretaña en junio de 1929 tras su victoria en
las elecciones de mayo, el ministro de Exteriores, Arthur Henderson, logró que su país, Francia, Estados Unidos, Japón e Italia firmasen el "acuerdo sobre desarme naval de Londres"
(22 de abril de 1930) que, ampliando los acuerdos de una conferencia anterior celebrada en
Washington a fines de 1921, limitaba la carrera de armamentos al decidir la suspensión por
seis años de las grandes construcciones navales y la reducción de los efectivos existentes.
La Sociedad de Naciones mantuvo una Conferencia sobre Desarme a lo largo de los años
1932-34.
La crisis de 1929
La "gran depresión" económica que se generalizaría a partir de 1929 destruiría "el espíritu de
Locarno" y propiciaría que la inseguridad, la violencia y la tensión volvieran a caracterizar las
relaciones internacionales. Lo que en 1928 era impensable, la posibilidad de una nueva guerra mundial -como mostraba que un total de 62 Estados ratificasen el pacto Briand-Kellogg-,
resultaría casi inevitable en unos pocos años. La crisis económica mundial fue precipitada
por la crisis de la economía norteamericana, que comenzó en 1928 con la caída de los precios agrícolas y estalló cuando el 29 de octubre de 1929 se hundió la Bolsa de Nueva York.
Ese día bajaron rápidamente los índices de cotización de numerosos valores -al derrumbarse
las esperanzas de los inversores, después que la producción y los precios de numerosos
productos cayeran por espacio de tres meses consecutivos- y se vendieron precipitadamente
144
unos 16 millones de acciones. Las causas últimas de la crisis norteamericana fueron, de una
parte, la contracción de la demanda y del consumo personal, los excesos de producción y
pérdidas consiguientes (por ejemplo, en el sector automovilístico y en la construcción) y la
caída de inversiones, propiciada por la caída de precios; y de otra, la reducción en la oferta
monetaria y la política de altos tipos de interés llevadas a cabo por el Banco de la Reserva
Federal desde 1928 para combatir la especulación bursátil. En cualquier caso, el producto
interior bruto norteamericano cayó en un 30 por 100 entre 1929 y 1933; la inversión privada,
en un 90 por 100; la producción industrial, en un 50 por 100; los precios agrarios, en un 60
por 100, y la renta media en un 36 por 100. Unos 9.000 bancos -con reservas estimadas en
más de 7.000 millones de dólares- cerraron en esos mismos años. El paro, que en 1929
afectaba sólo al 3,2 por 100 de la población activa, se elevó hasta alcanzar en 1933 al 25 por
100 de la masa de trabajadores, esto es, a unos 14 millones de personas. Como consecuencia, Estados Unidos redujo drásticamente las importaciones de productos primarios (sobre
todo, de productos agrarios y minerales procedentes de Chile, Bolivia, Cuba, Canadá, Brasil,
Argentina y la India), procedió a repatriar los préstamos de capital a corto plazo hechos a
países europeos y sobre todo a Alemania, y recortó sensiblemente el nivel de nuevas inversiones y créditos. La dependencia de la economía mundial respecto de la norteamericana era
ya tan sustancial (sólo en Europa los préstamos norteamericanos entre 1924 y 1929 se elevaron a 2.957 millones de dólares); y las debilidades del sistema internacional eran tan graves (países excesivamente endeudados y con fuertes déficits comerciales, grandes presiones sobre las distintas monedas muchas de ellas sobre valoradas tras el retorno al patrónoro, numerosas economías dependientes de la exportación de sólo uno o dos productos) que
el resultado de la reacción norteamericana fue catastrófico: provocó la mayor crisis de la
economía mundial hasta entonces conocida. El valor total del comercio mundial disminuyó en
un solo año, 1930, en un 19 por 100. El índice de la producción industrial mundial bajó de
100 en 1929 a 69 en 1932. Aunque con las excepciones de Japón y de la URSS la crisis golpeó en mayor o menor medida a la totalidad de las economías, fue en Alemania donde sus
efectos fueron particularmente negativos. La economía alemana no pudo resistir la retirada
de los capitales norteamericanos y la falta de créditos internacionales. El comercio exterior se
contrajo bruscamente. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una media
anual del 9,7 por 100. Los precios agrarios cayeron espectacularmente. La producción de
carbón descendió de 163 millones de toneladas en 1929 a 104 millones en 1932; la de acero,
de unos 16 a unos 5, 5 millones de toneladas. El desempleo que en 1928 afectaba a unas
900.000 personas, se duplicó en un año y en 1930 se elevaba ya a 3 millones de trabajadores. Las medidas tomadas por el gobierno del canciller Brüning, formado el 30 de marzo de
1930, tales como elevación de impuestos, reducción del gasto público y de las importaciones,
recortes salariales y mantenimiento del marco -medidas pensadas para impedir una reedición
de la crisis de 1919-23 y para que Alemania pudiese hacer frente al plan Young-, resultaron a
corto plazo muy negativas. La contracción de la demanda que provocaron hizo que el desempleo se elevara a la cifra de 4,5 millones en julio de 1931 y a 6 millones al año siguiente
(aunque es posible que, con más tiempo, pudieran haber dado resultados positivos: a principios de 1933, se apreciaban ya signos de reactivación). El pánico financiero y bancario norteamericano se contagió a Europa. Los banqueros franceses -los Rothchilds, principalmenteretiraron los créditos concedidos al banco austriaco Kredit Anstalt, que quebró y arrastró a la
quiebra a numerosos bancos de Austria, Hungría y Polonia. Como también se señaló al
hablar de la dictadura nazi, los bancos alemanes, por temor a quiebras en cadena ante la
huída masiva de capitales, cerraron entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La libra fue
sometida a fortísimas presiones de los especuladores internacionales: Gran Bretaña decidió
en septiembre de 1931 abandonar el patrón-oro y devaluar la libra en un 30 por 100, decisión
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que obligó a su vez a otros países a reforzar las políticas deflacionistas ya adoptadas por sus
gobiernos respectivos. Estos -Hoover en Estados Unidos; MacDonald en Gran Bretaña; Brüning en Alemania; Herriot en Francia- hicieron lo que la ortodoxia económica prescribía para
hacer frente a situaciones de crisis: reducciones del gasto público, políticas de equilibrio presupuestario, aumentos de impuestos, reducción de costes salariales, limitación de importaciones vía elevación de aranceles y rígidos controles de los cambios. Como Keynes demostraría poco después en su Teoría general (1936) ya citada, la ortodoxia estaba equivocada, y
probablemente sólo la intervención de los gobiernos estimulando la inversión y la demanda tesis keynesiana- pudo haber generado crecimiento económico y empleo. Fue cierto, con
todo, que el resultado de la aplicación de las recetas clásicas no fue totalmente negativo.
Hacia 1933, algunas economías parecían ya camino de su recuperación, y para entonces lo
peor de la depresión había pasado. Pero los efectos a corto plazo fueron devastadores. Primero, el desempleo alcanzó cifras jamás conocidas: 14 millones en Estados Unidos, 6 millones en Alemania, 3 millones en Gran Bretaña y cifras comparativamente parecidas en numerosísimos países. Segundo, la crisis social favoreció el extremismo político. El temor real o
ficticio al avance del comunismo y de la agitación revolucionaria provocó en muchos países
el auge de movimientos de la extrema derecha y en algunos, como en los Balcanes y en los
Estados bálticos, la implantación de dictaduras fascistizantes. Peor aún, la crisis contribuyó
decisivamente al colapso de la República de Weimar y a la llegada de Hitler al poder. Tercero, la crisis económica provocó fuertes tensiones en las relaciones comerciales internacionales al recurrir los gobiernos a medidas proteccionistas para defender las economías nacionales. Estados Unidos impuso el 17 de junio de 1930 el arancel (Hawley-Smoot) más alto de su
historia. En mayo de 1931, Francia introdujo el sistema de "restricciones cuantitativas" a las
importaciones, un sistema de cuotas sobre unos 3.000 productos de importación. Gran Bretaña impuso en 1932 un impuesto del 10 por 100 sobre todas las importaciones; en la conferencia de Ottawa (21 de julio a 20 de agosto de 1932), los países de la Commonwealth aprobaron el principio de "preferencia imperial", por el que determinados productos coloniales
entrarían en Gran Bretaña sujetos a cuotas pero sin recargos arancelarios, y los productos
industriales británicos gozarían de beneficios para su exportación a las colonias.
La sombra de la guerra
A lo largo de los años treinta, la situación internacional empeoró de forma sustancial, sobre
todo tras el triunfo de Hitler en Alemania. La guerra, o la amenaza de guerra, reapareció como factor principal en las relaciones internacionales. Significativamente, la Conferencia de
Desarme de la Sociedad de Naciones antes mencionada, se disolvió en 1934 sin que se
hubiese logrado acuerdo alguno. Cronológicamente, la primera crisis alarmante fue la llamada "crisis de Manchuria" de 1931, cuando las tropas japonesas allí estacionadas extendieron
su control sobre la región como castigo por la explosión que se había producido el día 18 de
septiembre al paso de un tren militar japonés. La crisis demostró la incapacidad de la Sociedad de Naciones -cuya intervención solicitó China- para hacer efectivo el principio de la seguridad colectiva. La Sociedad nombró una Comisión, presidida por lord Lytton, y logró que Japón se retirase de Shanghai (atacado a principios de 1932). Pero no impuso sanción alguna
a Japón ni entonces, ni cuando en febrero de 1933 hizo de Manchuria el Estado satélite de
Manchukuo, ni más tarde cuando en 1937 estalló la guerra abierta entre Japón y China. La
crisis de Manchuria sancionó, por tanto, el derecho de la fuerza y creó un gravísimo precedente. La llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933 desestabilizó el equilibrio euro peo. Hitler significaba -y nadie podía ignorarlo- la denuncia del Tratado de Versalles, el rearme alemán, la idea del Anschluss (unión) con Austria, una amenaza cierta sobre los Sudetes,
el enclave alemán en Checoslovaquia, y sobre Danzig, puerto también alemán enclavado
146
desde 1919 como "ciudad libre" dentro de territorio polaco, y aún la posibilidad de que Alemania buscase para sí un "espacio vital" (Lebensraum) en las regiones eslavas del este de
Europa. Hitler no perdió el tiempo. El 14 de octubre de 1933, Alemania abandonó la Conferencia de Desarme y la Sociedad de Naciones. En enero de 1935, recuperó el Saar tras un
plebiscito. El 15 de marzo de ese año, Hitler repudió de forma expresa el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar, anunció la formación de un Ejército de medio millón de
hombres y reveló la existencia de la Luftwaffe y planes para la construcción de una nueva
marina de guerra (que, tras el acuerdo naval con Gran Bretaña de 18 de junio de 1935, aceptó en principio reducir a una tercera parte de la flota británica). La comunidad internacional no
supo reaccionar con firmeza. El problema estuvo en la distinta percepción que de la significación de Hitler hubo entre las principales potencias, y en las diferencias que entre ellas existieron a la hora de articular respuestas consistentes y coordinadas. Francia, una Francia dividida y debilitada por sus propios problemas internos, volvió a su tesis tradicional de aislar a
Alemania y de cercarla a través de la colaboración con Gran Bretaña, la aproximación a Italia
y activando una política de alianzas con países del Este europeo. Louis Barthou, el inteligente diplomático que estuvo al frente de Exteriores en 1934, estrechó lazos con los países de la
Pequeña Entente (Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia) y con Polonia, y preparó un pacto
con la Unión Soviética que firmaría, en mayo de 1935, su sucesor Pierre Laval. Los líderes
británicos (MacDonald, Baldwin, Simon, Neville Chamberlain, Hoare, Halifax) tuvieron que
contar con una opinión pública mayoritariamente pacifista y con la existencia de círculos influyentes proclives al entendimiento con Alemania; en todo caso, se vieron absorbidos nuevamente por los problemas coloniales (India, Palestina). Gran Bretaña trató de eludir la confrontación directa con Hitler, aunque inició pronto un prudente rearme. Algunos de los hombres que en la década estuvieron al frente del Foreign Office (como John Simon, Samuel
Hoare, Lord Halifax y con ellos, Neville Chamberlain, primer ministro entre 1937 y 1940) creyeron que una política de concesiones podría satisfacer las aspiraciones alemanas y que
incluso acabaría por hacer que Alemania volviera a la Sociedad de Naciones y a las negociaciones de desarme. En todo caso, Gran Bretaña se mostró dispuesta a apoyar a Francia en
caso de agresión directa por parte de Alemania, pero no a acompañarle en su política en el
Este de Europa, y descartó la idea de ir a una nueva guerra europea por problemas que se
derivaran de los conflictos en esa región (como quedaría de relieve en la crisis de Checoslovaquia de 1938). Italia, temerosa de que Hitler procediera a la unión austro-alemana, quiso
hacer de la colaboración entre los cuatro (Italia, Gran Bretaña, Francia y Alemania) el fundamento de un nuevo equilibrio europeo. Pero la idea, que pareció posible tras la firma del llamado Pacto de Roma de 15 de julio de 1933, fracasó por la propia actitud alemana: quedó
descartada tras el intento de golpe de Estado de los nazis austriacos de julio de 1934, tras de
lo cual se vio la mano de Alemania. Italia buscó entonces, primero, el entendimiento con
Francia, para lo que encontró un buen interlocutor en Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores de noviembre de 1934 a enero de 1936 (y jefe del gobierno francés desde junio de
1935 a enero de 1936), política que se materializó en los acuerdos bilaterales entre ambos
países de enero de 1935. Luego, favoreció la formación de un frente entre Gran Bretaña,
Francia y la propia Italia, el llamado "frente de Stresa", por el lugar donde, en abril de 1935,
tuvo lugar la conferencia correspondiente para hacer frente a una futura agresión alemana.
Pero el "frente" se desintegró rápidamente. En junio de 1935, Gran Bretaña negoció unilateralmente -y sorprendentemente, pues se trataba de una violación del Tratado de Versalles- el
"acuerdo naval" con Alemania más arriba mencionado. Peor aún, en octubre de ese año,
Mussolini, tomando como pretexto ciertos incidentes fronterizos entre tropas etíopes e italianas, invadía Abisinia (Etiopía). La invasión, a la que ya hubo ocasión de referirse al estudiar
el fascismo italiano, fue mucho más que una violación flagrante del derecho internacional y
147
que un acto gratuito de agresión y violencia (perpetrado, además, con el más moderno material destructivo ideado hasta la fecha: tanques, aviación, lanzallamas, gas). Fue un desafío
abierto -y un golpe definitivo- a lo que pudiera aún quedar de autoridad de la Sociedad de
Naciones: puesto que los dos países implicados eran miembros de ésta, la invasión de Abisinia puso en evidencia la total incapacidad del organismo para prevenir y castigar la guerra.
En efecto, la Sociedad de Naciones, reunida en asamblea el 7 de octubre de 1935, acordó,
tras un emotivo discurso del Emperador etíope Haile Selassie, declarar a Italia "agresor" y
aprobó la imposición de "sanciones económicas" contra ella. Pero, primero, la Sociedad de
Naciones tardó más de un mes en hacer efectivo el embargo; segundo, éste fue desobedecido por Alemania y Austria; tercero, se excluyeron de las sanciones productos tan esenciales
como el petróleo, el acero y el carbón; cuarto, Italia siguió abasteciendo a sus tropas en Abisinia desde sus colonias en Eritrea y Somalia; y quinto, Gran Bretaña no cerró el canal de
Suez al tráfico italiano. Más aún, en diciembre de 1935, la prensa internacional filtró los detalles de un posible pacto sobre Abisinia diseñado por los ministros de Exteriores británico y
francés (Hoare y Laval) que preveía entregar a Italia las dos terceras partes de Abisinia a
cambio de facilitar a este país una salida al mar. El proyectado "pacto Hoare-Laval" -que indignó a la opinión internacional y forzó la dimisión de los dos ministros responsables- pretendía mantener a la Italia fascista dentro de la órbita occidental. Pero en la práctica, vino a condonar un brutal acto de fuerza. Además, el pacto, aunque frustrado, era premonitorio. Revelaba que Gran Bretaña y Francia podrían optar por una política de apaciguamiento hacia los
dictadores, una expresión que empezó a utilizarse ya por entonces, aunque luego se asociaría a la política y personalidad de Neville Chamberlain. De momento, la crisis de Abisinia tuvo
una primera y catastrófica derivación. Mussolini, insatisfecho con la conducta de Gran Bretaña y Francia, que acabaron sumándose a las sanciones, basculó definitivamente hacia su
único valedor internacional en aquel conflicto, la Alemania de Hitler. Italia y Alemania colaboraron ya decididamente en la guerra civil española (1936-39), apoyando abiertamente el levantamiento del general Franco. En octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron el "Eje
Berlín-Roma" e Italia abandonó la Sociedad de Naciones a fines de 1937. Japón se aproximó
al Eje tras firmar con Alemania (25 de noviembre de 1936) el "Pacto Anti-Comintern". Italia y
Alemania suscribieron una alianza formal -"el Pacto de Acero"- en marzo de 1939; Japón se
incorporó a ella al año siguiente. Por un lado, por tanto, la debilidad de la Sociedad de Naciones y las evidentes contradicciones en que se movían Gran Bretaña y Francia -mientras
Estados Unidos permanecía al margen de la política europea y la Unión Soviética sólo empezaba a salir de su aislamiento- reforzaron los planes de la política exterior de Hitler. Luego,
enseguida lo veremos, la "política de apaciguamiento" hizo el resto. La escalada de la ten sión resultó incontenible. En marzo de 1936, tomando como pretexto el acuerdo francosoviético de 1935 -que según Alemania violaba los acuerdos de Locarno-, tropas alemanas
ocuparon, entre el entusiasmo de la población, la zona desmilitarizada del Rin. El acto destruía literalmente el sistema de Versalles. Gran Bretaña no hizo nada (y probablemente, una
buena parte de la opinión no condenó el acto, que hasta fue visto como un derecho de Alemania). Francia se limitó a reforzar su estrategia defensiva en la región, esto es, a ampliar la
serie de fortificaciones que había empezado a construir en 1929 el entonces ministro de la
Guerra, André Maginot. Italia estaba implicada en Abisinia. Durante la guerra civil española,
Gran Bretaña y Francia trataron de localizar el conflicto e, impulsando una política de neutralidad y no intervención, impedir que la guerra española pudiera desembocar en una conflagración europea. Por su iniciativa, la Sociedad de Naciones creó (septiembre de 1936) un
Comité de No-Intervención, con sede en Londres. La iniciativa fue poco menos que una burla. Alemania e Italia, que en teoría aceptaron la resolución, violaron cínicamente el acuerdo
enviando armas, soldados y asesores a Franco (unos 70.000 soldados italianos; unos 10.000
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técnicos y aviadores alemanes); la República española sólo recibió la ayuda de la Unión Soviética. El uso de la fuerza determinaba la política internacional; la seguridad colectiva era ya
un concepto inoperante. El peligro de una nueva guerra mundial era evidente. El deseo de
evitarla fue precisamente lo que decidió al nuevo primer ministro británico, Neville Chamberlain (1869-1940), que llegó al poder el 25 de mayo de 1937, a adoptar una política de conciliación hacia los dictadores, una "política de apaciguamiento", que era, al tiempo, una política
exterior más activa que la de su predecesor Baldwin, y que iba acompañada de un nuevo
impulso al reforzamiento militar británico. La "política de apaciguamiento", sin embargo, no
pudo evitar la guerra. Hasta cierto punto la hizo inevitable, dando la razón a quienes como
Winston Churchill -el dirigente conservador británico apartado del gobierno de su país desde
1929- habían reclamado políticas de firmeza contra las agresiones de Hitler y Mussolini. Así,
Hitler volvió en 1938 su estrategia hacia el centro y este de Europa, dos áreas que de siempre habían sido objeto de las ambiciones hegemónicas alemanas. En Austria -donde los nazis ambicionaban imponer precisamente aquella unión entre los dos países ("Anschluss")
prohibida en los tratados de 1919- Hitler contaba ahora con una baza adicional: la neutralidad
de Italia (con la que no había podido contar en julio de 1934; entonces, Italia estuvo incluso
dispuesta a intervenir militarmente para impedir el triunfo del intento de golpe pro-nazi que se
produjo en la república austriaca en aquella fecha). En febrero de 1938, Hitler impuso al canciller austriaco Schuschnigg la legalización del partido nazi, prohibido desde 1934, y su participación en el poder mediante la incorporación de su líder, Arthur Seyss-Inquart, al gobierno
como ministro del Interior. Schuschnigg trató de resistir y de organizar un plebiscito sobre la
independencia austriaca. Pero ante la amenaza de intervención militar alemana dimitió. Su
sucesor, Seyss-Inquart, pretextando que la seguridad de su país estaba amenazada por la
agitación interna, solicitó ayuda a Hitler: el 12 de marzo de 1938, tropas alemanas entraron
en Austria, aclamadas por la mayoría de la población, y Seyss-Inquart proclamó, el día 13, el
"Anschluss". El gobierno británico, presidido ya por Chamberlain -con Halifax en Exterioresprotestó. Francia, que carecía prácticamente de gobierno en aquel momento, aún hizo menos. Hubo, pues, una aceptación "de ipso", del hecho consumado. En Checoslovaquia, nuevo objetivo de la estrategia alemana, el pretexto de intervención lo proporcionó la agitación
que en demanda, primero, de la autonomía, y luego de la independencia de los Sudetes (región donde vivían unos 3 millones de alemanes), realizó desde 1934, con apoyo alemán, el
Partido Alemán-Sudete. La agitación provocó graves y frecuentes disturbios y culminó cuando en septiembre de 1938 el gobierno checo declaró el estado de guerra en la provincia. La
posibilidad de que, en caso de intervención militar alemana -que Hitler anunció reiteradamente- el conflicto derivara en una guerra europea era, si cabe, mayor que en la crisis austriaca:
las fronteras checas estaban garantizadas por los tratados de Locarno; Checoslovaquia
había firmado acuerdos defensivos con Francia y con la URSS. Fue eso precisamente lo que
llevó a Chamberlain a mediar en el conflicto. En agosto de 1938, envió una misión, presidida
por lord Runciman, que pareció inclinarse por las tesis independentistas de los nazis sudetes.
En septiembre, Chamberlain asumió personalmente la responsabilidad, poniendo en marcha,
primero, una diplomacia de relación directa entre él y el propio Hitler (con el que se entrevistó
sin éxito los días 15 y 22 de aquel mes); promoviendo luego, con la colaboración de Mussolini (con quien Chamberlain, deseoso de romper el eje Berlín-Roma, había establecido una
aceptable comunicación personal), una reunión entre los cuatro grandes de la política europea (Chamberlain, Hitler, Mussolini y Daladier, el primer ministro francés) que se celebró el
29 de septiembre en Munich. En Munich se acordó transferir los Sudetes a Alemania, parte
de Rutenia a Hungría y Teschen a Polonia, a cambio de la garantía de los cuatro a la independencia de Checoslovaquia. La reunión se cerró con la declaración que Hitler y Chamberlain firmaron el día 30 expresando su voluntad de no ir jamás a la guerra. De la solución
149
acordada en Munich, Chamberlain dijo que creía que era la paz para nuestro tiempo. Churchill y
ocupó Danzig. El día 3, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania. La II Guerra
Mundial había comenzado.
Declinar de Francia
La guerra fue provocada por la política que la Alemania nazi siguió desde 1933: retirada de la
Sociedad de Naciones, denuncia del Tratado de Versalles, rearme, ocupación del Rin, eje
Berlín-Roma, Anschluss, ocupación de Checoslovaquia, Danzig. Pero otros factores contribuyeron igualmente a la destrucción del sistema de relaciones internacionales creado en
1919. Estados Unidos carecía desde 1920 de política europea. La URSS permaneció hasta
1934 al margen de la política internacional. Luego, Gran Bretaña rechazó sus aperturas diplomáticas y rehuyó llegar a algún tipo de alianza con ella. La Conferencia de Desarme de
1932-34 fue un fracaso. La Sociedad de Naciones no tuvo respuesta efectiva a la agresión
de Mussolini contra Abisinia. La "política de apaciguamiento" hacia los dictadores fue un gravísimo error que sirvió principalmente para estimular las ambiciones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista. En 1939, la URSS, además, dio luz verde a Alemania en Polonia. De cara a la guerra mundial, que Gran Bretaña y Estados Unidos continuasen regidos
por sistemas democráticos y estables a lo largo de los años treinta, resultó ser un hecho histórico determinante. Que por el contrario, Francia estuviese gobernada por una democracia
en crisis y declinante fue una catástrofe. En junio de 1940, Hitler invadió Francia, arrolló a los
ejércitos franceses y entró en París. El día 17, el gobierno francés, presidido por el mariscal
Pétain, solicitó el armisticio. Media Francia quedó bajo la ocupación de los alemanes; Pétain
hizo de la otra media, con capital en Vichy, una nueva Francia, autoritaria, antisemita, corporativista y colaboracionista. La crisis francesa fue ante todo una crisis política y social, y si se
quiere, moral. La debilidad inherente a su sistema constitucional y electoral, la inestabilidad
gubernamental (15 gobiernos entre 1933 y 1940), la ineficacia parlamentaria y la corrupción revelada por el "escándalo Stavisky"- hicieron de la III República un régimen desacreditado
ante la opinión pública, divorciado de ella, sin autoridad moral ni prestigio político, que no
pudo resistir por ello el proceso de polarización ideológica y social que en Francia produjeron
desde 1933 la tensión internacional, el crecimiento de los extremismos políticos y la crisis
económica y laboral. La crisis económica de 1929 -que en Francia, por la solidez del franco,
no empezó anotarse hasta 1932 pero que en cambio se prolongó hasta 1939- tuvo un primer
y muy negativo efecto sobre la vida política: hizo fracasar una posible salida de izquierda
moderada a los problemas del país. Esa posibilidad había sido abierta por el triunfo del Nuevo Cartel de radicales y socialistas en las elecciones de 1 de mayo de 1932, pero se frustró
por las profundas diferencias surgidas en la coalición en torno a la política económica. La
negativa socialista a votar las medidas propuestas por el gobierno Herriot formado tras aquellas elecciones, medidas claramente deflacionistas (recortes del gasto público, aumento de
los impuestos, reducciones salariales para funcionarios y pensionistas), derribó al gobierno.
Herriot había gobernado ocho meses, de mayo a diciembre de 1932; sus sucesores -los
también radicales Paul-Boncour, Daladier y Chautemps-, que se sucedieron en el gobierno
hasta febrero de 1934, aún menos. El gobierno Chautemps cayó además (27 de enero de
1934) derribado por la campaña de agitación contra la República que la extrema derecha
antiparlamentaria desencadenó desde el otoño de 1933. El detonante fue el escándalo que
estalló cuando se supo que los bonos de la Caja municipal de Bayona emitidos en Bolsa por
el financiero Serge Stavisky, un judío francés de origen ruso que en sus negocios había gozado de evidentes apoyos políticos, habían resultado ser falsos. El descubrimiento de la estafa, la ruina de los miles de compradores de bonos, la evidencia de que el financiero había
sido apoyado por conocidos políticos, la huída y desaparición de Stavisky, su suicidio (3 de
150
enero de 1934), el asesinato de un funcionario de la oficina del Fiscal que investigaba el caso
-muertes en las que se vio la mano de los interesados en que no se conociese la verdad sobre el asunto-, conmocionaron e indignaron a la opinión pública. El malestar fue capitalizado
por las organizaciones de ex-combatientes y las ligas de extrema derecha (Acción Francesa,
la organización Croix-de-feu, grupúsculos fascistas y monárquicos), instrumentalizadas por
los escritos de conocidos intelectuales de la derecha como Maurras, León Daudet y Pierre
Gaxotte, y por la muy activa prensa ultra (parte de ella financiada por el conocido industrial
del perfume, René Coty). El malestar se tradujo en multitudinarias manifestaciones de protesta contra el gobierno y contra los políticos del régimen. Culminó, tras la dimisión del gobierno
Chautemps, en los graves incidentes (choques entre manifestantes y policías) que se produjeron en París el 6 de febrero de 1934 en los que murieron 14 manifestantes y un policía, y
unas 700 personas resultaron heridas. Días después, el 12 de febrero, socialistas, comunistas y sindicatos declararon la huelga general en toda Francia en defensa de la democracia y
de la República. Muchos creyeron que el 6 de febrero la derecha había intentado asaltar el
poder. Francia parecía, en cualquier caso, al borde de la guerra civil. La situación fue temporalmente salvada por la formación el 22 de febrero de 1934 de un gobierno de Unión nacional
presidido por el ex-presidente Gaston Doumergue, apoyado por todos los partidos republicanos. Pero el "escándalo Stavisky" y la crisis de febrero de 1934 hirieron de muerte a la República francesa. Fue de hecho una verdadera crisis de régimen que puso en cuestión la legitimidad misma del sistema parlamentario: la Francia de Vichy justificaría la disolución de la III
República alegando precisamente que el caso Stavisky había puesto de relieve la corrupción
de la democracia francesa. La solución Doumergue fue además muy breve. El gobierno cayó
en noviembre de 1934 por la oposición del Parlamento a los proyectos de reforma constitucional que Doumergue quiso aprobar para reforzar el poder del ejecutivo. Los gobiernos que
le sucedieron, gobiernos de centro-derecha presididos por Flandin, Bouisson, Laval y Sarrault, carecieron de autoridad y prestigio. La agitación pudo cesar a corto plazo (aunque rebrotó en 1935) pero la polarización de la sociedad francesa se fue haciendo cada vez más
patente. A pesar de que algunos de los principales grupos de la derecha, como Acción Francesa y la organización Croix-de-feu, no eran fascistas, la izquierda hizo del antifascismo una
nueva mística, un formidable instrumento de movilización de masas, y el fundamento para su
unidad política. El resultado fue, de una parte, la radicalización de la vida intelectual y del
debate ideológico; de otra, la división política de Francia en dos bloques políticos antagónicos. En julio de 1934, comunistas y socialistas firmaron un pacto de unidad de acción. Luego,
con ocasión de las celebraciones del 14 de julio de 1935, comunistas, socialistas y radicales
crearon el Frente Popular, cuyo programa incluía, bajo el eslogan "pan, paz y libertad", el
retorno a la idea de seguridad colectiva, la disolución de las ligas fascistas y un ambicioso
conjunto de reformas sociales. El Frente Popular ganó las elecciones de abril-mayo de 1936.
En la primera vuelta, obtuvo 5.421.000 votos contra 4.233.000 para la derecha; en el cómputo final, logró un total de 376 diputados contra 222. El verdadero vencedor había sido el Partido Comunista (1.500.000 votos y 72 diputados, frente a 700.000 votos y 12 diputados en
1932); la derecha y la extrema derecha habían aumentado su representación y todos los partidos de centro habían retrocedido sensiblemente. El gobierno del Frente Popular, que presidió el líder socialista León Blum -un hombre de la burguesía judía parisina, culto y buen escritor, que entendía el socialismo como una ética-, acometió la reforma democrática y social
más audaz y progresiva jamás intentada en Francia. Quiso, primero, lograr la pacificación del
país, donde las expectativas suscitadas por el triunfo del Frente Popular habían dado lugar,
en los meses de mayo a junio de 1936, a una oleada de ocupaciones de fábricas y de huelgas de todo tipo. Impulsó para ello un gran pacto social entre empresarios, sindicatos (la
CGT) y gobierno, que se firmó en el Palacio de Matignon, residencia del jefe del gobierno, el
151
7-8 de junio, y que significó fuertes aumentos salariales (del 7 al 15 por 100), el reconocimiento del derecho a la elección de delegados sindicales en las empresas de más de 10 empleados y la aprobación del principio de negociación colectiva en todos los sectores laborales. Un decreto de 11 de junio de 1936 fijó la jornada laboral en 40 horas semanales y estableció la obligatoriedad de vacaciones pagadas de 15 días anuales para todos los trabajadores. El gobierno, además, nacionalizó los ferrocarriles y las industrias de armamento. Democratizó la estructura del Banco de Francia, dando mayor representación al Estado. Creó una
Oficina Nacional del Trigo, que logró estabilizar los precios del sector. Trazó un ambicioso
plan de obras públicas, elevó hasta los 14 años la edad de obligatoriedad de la enseñanza, y
dio un gran impulso a la investigación científica y a las actividades culturales. Pero el Frente
Popular aumentó aún más las tensiones y divisiones del país. Generó una revolución de expectativas que no pudo satisfacer. La agitación huelguística siguió siendo muy alta. En 1937,
se registraron un total de 2.616 huelgas (lejos de las 16.907 del año anterior) con más de un
millón de jornadas perdidas. Los acuerdos de Matignon no produjeron la reactivación de la
economía. Al contrario, la nueva jornada de trabajo y las vacaciones pagadas redujeron la
productividad y aumentaron los costes del trabajo. El desempleo se redujo en 1937 pero volvió a crecer en 1938 y 1939. El gobierno hubo de recurrir a una fuerte expansión del gasto
público para financiar su política social. Mantuvo al tiempo la paridad oro del franco por temor
a que una devaluación provocara un rebrote de la inflación. La fuga de capitales y de oro alcanzó proporciones colosales. El gobierno tuvo que devaluar precipitadamente en octubre de
1936 para frenar la venta masiva de francos en los mercados internacionales. En suma, el
Frente Popular había puesto al país al borde de un verdadero descalabro financiero. Ello
produjo la alarma de los radicales que, en marzo de 1937, impusieron a Blum una pausa en
su política económica, que permitiese restaurar la confianza de los círculos financieros y empresariales. La situación internacional, por otra parte, abrió otra profunda grieta en el Frente
Popular. La política de no-intervención en la guerra civil española defendida por el gobierno
Blum -que era un hombre profundamente pacifista y que temía que ayudar a la República
española pudiese crear una situación de guerra civil en la propia Francia- le enfrentó con los
comunistas y con la propia izquierda socialista, que desencadenaron una nueva etapa de
movilizaciones y protestas en demanda de medidas económicas y sociales más radicales y
en apoyo a la República española. Aislado y dividido, en buena medida fracasado, el gobierno Blum dimitió cuando, el 21 de junio de 1937, el grupo radical del Senado le negó los plenos poderes financieros que había solicitado. El Frente Popular había durado menos de un
año (pues los dos gobiernos siguientes, presididos por Chautemps y el propio Blum entre
junio de 1937 y abril de 1938, sólo sirvieron para prolongar la agonía de la coalición y agravar
sus divisiones). El 10 de abril de 1938, el dirigente radical Edouard Daladier (1884-1970), un
hombre de la Provenza, de origen muy modesto, maestro y enseñante de historia, formó gobierno: socialistas y comunistas volvieron a la oposición. El gobierno Daladier rectificó radicalmente la política económica del Frente Popular. El ministro de Hacienda, Paul Reynaud,
disminuyó el gasto público, aumentó los impuestos y anuló la jornada de 40 horas (a pesar
de la huelga general que, como protesta, promovió la CGT el 30 de noviembre de 1938, sin
demasiado éxito). Francia, por tanto, estaba, en vísperas de la II Guerra Mundial, en una
grave situación de crisis económica y de profunda división interna. Fue eso lo que hizo que
careciese de una política exterior coherente y vigorosa. El Estado Mayor militar, además,
dominado por hombres como los generales Pétain, Weigand, Gamelin o Maurin, era un organismo derechista, inclinado a una estrategia de guerra estrictamente defensiva y que pensaba que la debilidad económica del país (y la reducción de gastos militares) habían reducido
considerablemente su capacidad ante una eventual guerra en Europa. El débil gobierno Daladier optó así por seguir la "política de apaciguamiento" de Chamberlain. Daladier, lo hemos
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visto, participó en la reunión de Munich que acordó la partición de Checoslovaquia, acto que
fue apoyado desde la oposición por Blum. Luego, en 1939, el gobierno francés volvió a alinearse con Gran Bretaña: ofreció garantías primero a Polonia y después a Rumania, Grecia
y Turquía, y el 3 de septiembre - cuando Hitler atacó a Polonia- declaró la guerra a Alemania.
Decadencia del Imperio Británico
No les faltaba razón a los responsables de la política exterior británica cuando pensaban que
su aliado Francia era, desde 1934-35, un aliado débil. Ello contó, y mucho, en la decisión de
los gobiernos británicos -y sobre todo, del gobierno Chamberlain- de responder al desafío de
las dictaduras nazi y fascista mediante una política de concesiones oportunas. La Gran Bretaña de los años treinta era también un país, un Imperio, en declive. Pero la solidez y prestigio social de sus instituciones (Corona, Parlamento), el empirismo desideologizado y pragmático que impregnaba su tradición política, la ausencia de doctrinarismos ideológicos, y el
carácter reformista y moderado del laborismo y de los sindicatos, impidieron que el extremismo político pudiera polarizar la vida política y social y deteriorar la convivencia civil. En los
años treinta, muchos jóvenes escritores se politizaron y militaron en la izquierda. Evelyn
Waugh y P. G. Woodehouse escribieron, cada uno a su manera, sátiras feroces de la sociedad británica. Orwell hizo en toda su primera obra una implacable crítica social del país y de
su clase dirigente. Pero, en el fondo, escritores e intelectuales asumían los valores últimos de
su realidad nacional, las tradiciones y la historia británicas y la herencia de su cultura, como
Orwell puso de relieve al escribir, ya en 1941, su precioso ensayo titulado El león y el unicornio. El consenso nacional no se rompió. Las instituciones y valores democráticos no hicieron
crisis. Esa estabilidad debió también mucho, como enseguida veremos, a la solución -original
y controvertida- que se dio a la crisis de gobierno de agosto de 1931, a su vez provocada por
la crisis económica. Esta tuvo en Gran Bretaña una gravedad manifiesta. El crash de la bolsa
de Nueva York de 1929 repercutió de inmediato en la banca de Londres. La retirada de capitales y el cese de préstamos causaron una grave crisis financiera. La depresión del comercio
mundial golpeó muy duramente al comercio y a la producción británicos. Las exportaciones
disminuyeron entre 1930 y 1932 en un 70 por 100. El Producto Nacional Bruto bajó de 4.910
millones de libras en 1929 a 4.639 millones (a precios constantes) en 1932. La producción de
carbón descendió de 243,9 millones de toneladas en 1930 a 222,3 millones en 1935; la de
acero, de 9,7 millones de toneladas en 1929 a 5,3 millones en 1932; el tonelaje de los barcos
construidos, de 950.000 toneladas en 1930 a 680.000 en 1935. El desempleo, que en 1929
se estimaba en torno a 1.200.000 parados, alcanzó la cifra de 2.500.000 para diciembre de
1930 y superó los 3.000.000 en 1932. En una localidad como Jarrow, centro de los astilleros
Palmers, el paro alcanzó al 70 por 100 de los trabajadores: la marcha que muchos de ellos
realizaron desde allí hasta Londres en octubre de 1936 conmocionó a la opinión pública. Las
repercusiones políticas fueron también notables. El gobierno laborista que, presidido por
Ramsay MacDonald, dirigía el país desde las elecciones de mayo de 1929, preparó un presupuesto rígidamente equilibrado que le obligó a aumentar los impuestos sobre la renta y a
renunciar a los planes de inversiones públicas -clave para el empleo- que había prometido.
Mosley, canciller del ducado de Lancaster, dejó el gobierno en mayo de 1930 en desacuerdo
con las medidas. Cuando al año siguiente, los responsables económicos del gabinete decidieron proceder a la reducción del subsidio de desempleo para controlar el déficit y cumplir
las exigencias impuestas por los bancos de Nueva York (que habían concedido un préstamo
de 80 millones de libras para mantener la libra), el gobierno se dividió y finalmente dimitió el
23 de agosto de 1931. La solución a la crisis fue la formación de un "Gobierno nacional" presidido por el propio MacDonald e integrado por otros tres ministros laboristas, cuatro conservadores y dos liberales. Fue una solución en extremo polémica. Desde luego, abrió una muy
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grave crisis en el partido laborista, que provocó la expulsión de MacDonald y que causó un
irreparable daño político al partido. En las elecciones de octubre de ese año, los laboristas
perdieron un total de 241 escaños (obtuvieron sólo 52); los laboristas-nacionales de MacDonald lograron 13 escaños. Dirigido desde 1932 por George Lansbury (1859-1940), un pacifista radical, un idealista candoroso de honestidad intachable, el partido laborista dejó de ser
una alternativa de gobierno. MacDonald, un hombre de aspecto y gustos aristocráticos, espléndida figura, orador formidable, de ideas moderadas, carácter reservado e hipersensible a
la crítica, obsesionado por hacer del partido laborista un partido "respetable", había sacrificado el socialismo (que él identificaba vagamente con una acción gradual contra la injusticia y
el privilegio) al consenso nacional. Pudo haber actuado, como se dijo, "seducido por el éxito
social"; pero no careció de visión de Estado. En cualquier caso, la fórmula del "gobierno nacional", que se prolongó hasta 1937 con dos gobiernos presididos respectivamente por MacDonald y Baldwin, dio el poder de hecho a los conservadores. En las elecciones de octubre
de 1931, lograron 473 escaños (11.978.745 votos o 55,2 por 100 del total de votos emitidos)
y en las de 1935, 432 escaños (11.810.158 votos; 53,7 por 100). Eso les permitió dominar la
coalición nacional que habían formado con liberales y laboristas-nacionales. La hegemonía
conservadora dio una gran coherencia y continuidad a toda la acción del gobierno entre 1931
y 1940, evidenciada por la presencia de Neville Chamberlain al frente de Hacienda de noviembre de 1931 a mayo de 1937, y al frente del gobierno, desde esa fecha hasta mayo de
1940. El resultado no pudo ser más positivo, porque la política conservadora contra la crisis,
aun con altos costes sociales, fue eficaz. Esa política, diseñada precisamente por Chamberlain, que en algún momento conllevó la reducción del subsidio de paro y de otras prestaciones sociales, consistió de una parte en una rígida política presupuestaria -que recortó drásticamente los gastos del Estado- y de otra, en una política de estímulos a la inversión mediante la baja de los tipos de interés y el abaratamiento de los créditos y del dinero. Además, si
en 1931 el primer gobierno nacional -con el laborista Snowden en Hacienda- abandonó el
patrón-oro y devaluó la libra (medidas que reactivaron las exportaciones), en 1932 el gobierno procedió a aprobar un arancel del 10 por 100 para todas las importaciones, excepto las
procedentes del Imperio; y tras la conferencia imperial de Ottawa (julio-agosto de 1932), a
establecer un sistema de preferencia imperial. O lo que era lo mismo: a hacer del Imperio
británico un área de libre comercio bajo fuerte protección arancelaria. Los gobiernos nacionales de MacDonald y Baldwin, y el gobierno conservador que Chamberlain formó en mayo de
1937, procedieron además a subvencionar algunos precios agrarios, a racionalizar los sectores del carbón y del acero, a estimular la construcción naval con contratos del Estado e, incluso a nacionalizar el transporte de Londres (1931) y las compañías aéreas (1939). La reactivación económica fue evidente desde 1932-33. Industrias como la construcción, el automóvil, la electricidad y los transportes experimentaron sensibles mejorías. El desempleo siguió
siendo alto, pero disminuyó. Pasó de 2.036.000 parados en 1935 a 1.514.000 en 1939. La
renta nacional, que había caído desde 1929 a 1932, se recuperó y en 1936 era ya un 7 por
100 superior a su valor de 1929. De hecho, puesto que los precios bajaron hasta 1932 y luego subieron muy ligeramente, el salario real per cápita mejoró (para la población con empleo). Pese al desempleo y a la existencia de importantes bolsas de pobreza y marginalidad,
el consumo de masas (ropa, muebles, bicicletas, aparatos de radio, bebidas, tabaco, cine...)
aumentó considerablemente. Debilitados por el paro y la pérdida de afiliados -el número de
afiliados al TUC bajó de 3.719.401 en 1929 a 3.294.581 en 1933-, los sindicatos estuvieron a
la defensiva. El número de jornadas perdidas por huelgas descendió de 8.290.000 en 1929 a
1.830.000 en 1936. El gobierno Chamberlain, además, introdujo una gran conquista social:
en 1938 autorizó que empresarios y sindicatos negociaran vacaciones pagadas de una semana para todos los trabajadores, unos once millones, de los cuales pudieron disfrutar ya en
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1939. Gobiernos nacionales y políticas conservadoras habían, pues, sacado a Gran Bretaña
de la crisis. El fracaso del extremismo político fue patente. El Partido Comunista de Gran Bretaña sólo obtuvo un diputado en todas las elecciones celebradas en los años treinta, Willie
Gallagher, elegido en 1935 por el distrito de West Fife. El fascismo británico fue un fracaso. A
Oswald Mosley, su inspirador y líder, sólo le siguieron media docena de diputados cuando en
1931-después de salir del gobierno y dejar el partido laborista- creó el Nuevo Partido, que al
año siguiente rebautizó como Unión Británica de Fascistas. Todos los candidatos del Nuevo
Partido salvo Mosley fueron derrotados en las elecciones de octubre de 1931; la UBF optó
por no concurrir a las de 1935. La estabilidad política del país hizo que la Crisis de la Abdicación -planteada cuando el 16 de noviembre de 1936, el rey, Eduardo VIII, anunció su deseo
de casarse con una divorciada, la norteamericana Wallis Simpson, lo que era incompatible
con su condición de cabeza de la Iglesia de Inglaterra- pudiese superarse sin que se dañaran
ni el prestigio de la Corona ni el orden constitucional. Hábilmente manejada por Baldwin entonces primer ministro-, la crisis se resolvió con la abdicación voluntaria del Rey y su sustitución, previa recomendación a la nación del propio Eduardo, por su hermano, el duque de
York, que le sucedió como Jorge V. A la Gran Bretaña de los años treinta, todavía el mayor
Imperio del mundo y la primera potencia de Europa, le faltó en cambio liderazgo. MacDonald
y Baldwin eran hombres acabados. Chamberlain, que como ministro de Hacienda había mostrado autoridad y competencia, no supo ser, una vez que llegó a la jefatura del gobierno en
mayo de 1937, el líder nacional y aun europeo que las circunstancias internacionales requerían. Ciertamente, acertó a resolver con tacto el problema que se planteó en mayo de 1937
cuando Irlanda, hasta entonces un Dominio, declaró formalmente la independencia. El go bierno británico aceptó la situación de hecho y logró en cambio que Irlanda admitiera la partición del Ulster. En Palestina, donde también hubo de hacer frente a una grave situación, no
llegó a tener éxito, pero las propuestas del gobierno Chamberlain - creación de un Estado
árabe y de un Estado judío e internacionalización de Jerusalén- parecían las únicas que tenían en cuenta los derechos y aspiraciones de las distintas minorías implicadas. Pero Chamberlain fue la encarnación de la "política de apaciguamiento" hacia los dictadores que dominó
la vida internacional de los años 1937-39 (por más que ni fuera el único responsable de ella y
por más que se tratara de una política altamente popular en su país). Chamberlain cometió el
error de creer que Hitler y Mussolini aspiraban únicamente a lograr la revisión del Tratado de
Versalles. Convencido de que Gran Bretaña no podía luchar al mismo tiempo contra Alemania, Italia y Japón, creyó que una política que satisficiera las reclamaciones de los dictadores
garantizaría la paz. Churchill, el principal crítico de esa política en el Parlamento británico,
era quien tenía razón: la paz exigía firmeza y rearme.
Auge de los Estados Unidos
Como Churchill -que encabezaría el gobierno británico desde mayo de 1940- siempre pensó,
Estados Unidos sería el factor determinante en la guerra que inevitablemente, contra los que
habían dicho que Munich sellaba la paz, estallaría a partir de septiembre de 1939. Era una
expectativa hasta cierto punto lógica. Estados Unidos era una de las pocas democracias que
sobrevivía en una era marcada por el triunfo del totalitarismo y de las dictaduras. Ello fue así
porque Estados Unidos había hecho frente a la crisis de los años treinta -la más grave que se
había conocido desde la guerra civil de 1861-64- mediante la reafirmación de los valores democráticos. Se hizo no a la europea (o a la inglesa), sino de acuerdo con la tradición política
norteamericana: la clave de la recuperación norteamericana radicó en el liderazgo de la Presidencia de la nación, encarnada desde 1933 por Franklin D. Roosevelt (1882-1945). La crisis del 29 fue una crisis desde luego económica y social, pero fue una crisis que cuestionó
además la credibilidad misma del sistema norteamericano. La crisis deshizo, en efecto, el
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mandato del republicano Herbert Hoover, que había llegado a la presidencia (1928) con la
promesa de impulsar una etapa de prosperidad y que, sorprendido por la depresión, creyó
que el mercado mismo terminaría por reajustar la economía. En tres años, cerraron unos
5.000 bancos. Millones de inversores se arruinaron. Se paralizaron la construcción y la industria, el sector agrícola se hundió y el desempleo alcanzó la cifra de 12-15 millones de parados. Las ciudades se llenaron de desempleados, de gente sin hogar, de largas y patéticas
colas ante las instituciones de caridad, de barriadas de chabolas hechas de cartonajes y
hojalata (las llamadas sarcásticamente Hoovervilles). La violencia social (huelgas, cortes de
carreteras y vías férreas, piquetes, pillaje, delincuencia, manifestaciones, asaltos a cárceles y
edificios oficiales, etcétera) se extendió por el país. En esas circunstancias, al candidato demócrata a la presidencia en las elecciones de 1932 -Roosevelt- le bastó dar con una frase
afortunada, la promesa de un "new deal" (literalmente, "nuevo trato"), ofertar un nuevo contrato social para el país, para ganar. Roosevelt obtuvo unos 23 millones de votos, frente a los
16 millones de su oponente, Hoover. Significativamente, Roosevelt había ganado en todos
los Estados menos en seis. Cuando tomó posesión de la Presidencia, el 4 de marzo de 1933,
los bancos estaban cerrados en 47 de los 50 estados del país. Su primer gran mérito como
presidente fue convertir una frase, New Deal, en un programa articulado, casi una revolución
institucional que, preservando los valores de la sociedad democrática, devolvió al país la confianza en su capacidad para recobrar la prosperidad económica. En efecto, el New Deal diseñado en gran medida por tres asesores del Presidente, Raymond Moley, Rexford G.
Tugwell y Adolph A. Berle que integraron el llamado "trust de los cerebros"- se materializó en
un amplio conjunto de reformas económicas y sociales. El primer New Deal (1933-35) se
propuso restablecer la confianza del país y combatir el desempleo. En los "primeros 100 días", en los que el gobierno empleó una energía colosal, Roosevelt, tras cerrar todos los bancos y reabrir sólo los bancos federales de reserva, aprobó una Ley de Emergencia Bancaria
y una Ley económica -ambas en marzo de 1933-, por las cuales creó un sistema de garantía
estatal de depósitos que permitió sanear muchos bancos y restablecer el mecanismo de los
créditos. En el mismo mes de marzo, estableció la Dirección Federal de Ayudas Urgentes,
dirigida por Harry Hopkins -tal vez el principal hombre del Presidente- para conceder préstamos en efectivo a los estados más afectados por la crisis y el paro. En mayo, se creó la Dirección de Regulación Agrícola que proporcionó subsidios y créditos a los agricultores; para
limitar la producción de ciertas cosechas (algodón, tabaco, frutas) y estabilizar así los precios. Paralelamente, se implantó el Servicio de Crédito a los Agricultores para refinanciar las
hipotecas sobre las granjas a que se habían visto forzados a recurrir miles de modestos propietarios agrícolas. En junio de 1933, se estableció la Dirección para la Recuperación Nacional, a cargo del ex-general Hugh Johnson, encargada de regular el trabajo infantil, la negociación colectiva, las jornadas laborales y los salarios, y que creó unos "códigos" para la justa
regulación de la competencia empresarial y del trabajo. Una Ley de Valores, de 27 de mayo
de 1933, reguló el funcionamiento de la bolsa y estableció normas para impedir las especulaciones y el fraude bursátil. Todo ello se completó con muchas otras medidas -abandono del
patrón oro, legalización de la venta de vino y cerveza, devaluación del dólar (enero de 1934)que buscaban provocar estímulos coyunturales a la economía. Tres programas de obras y
trabajos públicos abordaron directamente el problema del empleo. La Dirección de Obras
Sociales, creada en febrero de 1934, emprendió numerosas obras públicas (juzgados, escuelas, hospitales, carreteras) que dieron trabajo -por lo general, temporal- a unos 2 millones de
personas. La Dirección del Valle Tennessee, corporación autónoma con fondos del Estado
constituida en mayo de 1933 según una antigua idea del senador por Nebraska George W.
Norris, fue un gran proyecto regional que abarcó siete estados, y que se propuso, mediante
la construcción de pantanos (un total de 25) y el encauzamiento del río, transformar de raíz la
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cuenca del Tennessee mediante su industrialización (con plantas para la fabricación de nitratos y grandes centrales eléctricas), la potenciación del regadío (millones de hectáreas fueron
irrigadas) y el fomento del turismo (navegabilidad del río y creación de lagos artificiales). El
Cuerpo Civil de Conservación, finalmente, creado en noviembre de 1933, dio trabajo (entre
ese año y 1941) a unos 2 millones de personas, en su mayoría jóvenes, a las que empleó en
trabajos de reforestación de bosques, vigilancia y conservación de espacios naturales, campañas de vacunación de animales y lucha contra epidemias y plagas. El "segundo New Deal"
(1935-38), elaborado por hombres nuevos como Thomas Corcoran y Benjamin Cohen, dos
protegidos del juez de la Corte Suprema Félix Frankfurter, considerado por muchos como el
cerebro en la sombra de las reformas, se inició una vez que las primeras medidas habían
devuelto la confianza al país, y después de que Roosevelt fuera reelegido para un nuevo
mandato en 1936. Sus objetivos fueron consolidar la obra iniciada, frenar la contraofensiva
conservadora (que había logrado paralizar por anticonstitucionales distintas iniciativas de las
direcciones de Regulación Agrícola y Ayudas Urgentes) y ampliar la cobertura social para la
masa de la población. Una nueva Ley Bancaria amplió en 1935 los poderes del Banco de la
Reserva Federal sobre el sistema bancario del país. La Ley de Conservación del Suelo de
1936 autorizó la concesión de subsidios estatales a los agricultores que cultivasen productos
que no erosionasen el suelo. En 1935, se creó una Dirección para la Recolonización, que
dirigió Rexford Tugwell, para combatir la pobreza rural, que en sólo dos años dio ayudas a
unas 635.000 familias campesinas de cara a la creación de cooperativas y a su asentamiento
en tierras nuevas. También en 1935 se estableció -fusionando varias instituciones de la primera etapa- la Dirección de Obras Públicas, dirigida por Harry Hopkins y Harold Ickes, para
luchar contra el desempleo, y que en los ocho años en los que funcionó invirtió cerca de 5
billones de dólares, dio empleo a unos 8 millones de personas, construyó casi un millón de
kilómetros de autopistas, puentes (como el Triborough de Nueva York), puertos, unas 850
terminales de aeropuertos, parques y cerca de 125.000 edificios públicos. Además, financió
el Plan Federal de las Artes, que dio trabajo a escritores y artistas, y la Dirección Nacional de
la Juventud, orientada a buscar empleos temporales para los estudiantes. La llamada Ley
Wagner, Ley Nacional de Relaciones Laborales aprobada el 5 de julio de 1935 por iniciativa
del senador Robert Wagner, concedió a los trabajadores el derecho a la negociación colectiva y a la representación sindical en el interior de factorías y plantas. Ello permitió la sindicación masiva de los trabajadores industriales, capitalizada sobre todo por el Comité de Organizaciones Industriales (el CIO), una escisión de la Federación Americana del Trabajo encabezada por John L. Lewis, que desde 1933 había lanzado una gran ofensiva huelguística
(muchas veces mediante "sit downs", ocupación de las fábricas) para lograr el reconocimiento sindical. La Secretaria de Trabajo, Frances Perkins, logró ver aprobada en agosto de 1935
la Ley de Seguridad Social, que estableció pensiones de vejez y viudedad, subsidios de desempleo y seguros por incapacidad, y en 1938 la Ley de Prácticas Laborales, que instituyó el
salario mínimo y limitó la jornada laboral a 40 horas semanales. El New Deal, tomado en su
conjunto, no consiguió todos sus objetivos. La economía había recuperado hacia 1936-37 los
niveles de actividad de 1929, pero a partir de agosto de 1937 sufrió una nueva y grave recesión, la llamada "recesión Roosevelt", que puso en peligro todo lo hecho en los años anteriores y que además podía atribuirse a la política ortodoxa de equilibrio presupuestario y altos
tipos de interés que el gobierno había mantenido. En todo caso, y a pesar de las medidas
que Roosevelt tomó en 1938 a instancias de los elementos más "progresivos" de su equipo aumentos del gasto público y reducción del valor del dinero-, en 1939 el paro afectaba todavía a unos 10 millones de personas (que disfrutaban, sin embargo, de mucha mayor cobertura social que en 1929-33). Las huelgas de los años 1936-37 y la larguísima batalla política
que el Presidente libró a partir de enero de 1937 para nombrar jueces liberales y afines a su
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política en el Tribunal Supremo erosionaron sensiblemente su popularidad. Los republicanos
lograron un gran éxito en las elecciones al Congreso y Senado del otoño de 1938. Desde la
derecha, el New Deal fue visto como una traición a la tradición liberal norteamericana y como
un obstáculo a la recuperación económica; para la izquierda, fue una oportunidad perdida, un
conjunto de iniciativas confusas, asistemáticas e incoherentes. Pero el New Deal había supuesto una labor legislativa que, por su volumen y capacidad de innovación, superó a todo lo
hecho anteriormente por cualquier administración norteamericana. La creación de nuevos
organismos federales había propiciado lo que era en realidad una auténtica revolución institucional. El New Deal palió la miseria rural: la renta agraria subió de 5.562 millones de dólares en 1932 a 8.688 millones en 1935. Proporcionó trabajo temporal a millones de personas,
electrificó la Norteamérica rural, sentó las bases del Estado del bienestar, desplazó el poder
social en favor de los sindicatos y trajo considerables beneficios sociales a las minorías étnicas marginadas de las zonas deprimidas de las grandes ciudades y en especial, a la minoría
negra. El New Deal fue ante todo la obra de un grupo de liberales y demócratas verdaderamente progresistas (y de algunos tecnócratas) que creían, como el propio Roosevelt, en la
economía de mercado, pero que creían igualmente que una catástrofe como la que se había
abatido sobre Estados Unidos a partir de 1929 requería una respuesta decidida y a gran escala de la institución que encarnaba el país, esto es, de la Presidencia de la República. Ese
fue el gran acierto de Roosevelt: hacer de la Presidencia la encarnación de las aspiraciones
sociales de la nación. Con todo, que la democracia norteamericana volcase a partir de 1941
su poder en apoyo de la liberación de Europa no fue decisión ni inmediata, ni sencilla. Incluso, en 1937 Congreso y Senado aprobaron una Ley de Neutralidad -iniciativa del senador
republicano Garald P. Nye- que el Presidente, aun contrario a la ley, no quiso vetar a la vista
de que la opinión mayoritaria del país, y muchos de sus colaboradores más liberales y progresistas, eran contrarios a la participación de Estados Unidos en una nueva guerra o europea o mundial. Roosevelt, que detestaba el nazismo y que creía que Estados Unidos no podía permanecer ajeno a la ruptura del equilibrio del orden internacional provocado por Alemania, Italia y Japón, tuvo, pues, que seguir una línea cautelosa que fuese alineando a Estados Unidos con Gran Bretaña pero que aplazase cualquier decisión definitiva hasta que fuera
posible contar con el asentimiento de la mayoría del país. Así, en el discurso que pronunció
en Chicago el 5 de octubre de 1937, lanzó la idea de que las naciones amantes de la paz
debían poner "en cuarentena" a los agresores. A principios de 1939, Roosevelt anunció la
decisión norteamericana de hacer frente a la amenaza de las potencias fascistas con medidas que fueran "algo más que palabras". Tras la ocupación de Checoslovaquia por Alemania,
envió un mensaje a Hitler y Mussolini exigiéndoles el compromiso de respetar a un total de
treinta y un países. Pidió luego al Congreso la revocación de la Ley de Neutralidad y, aunque
no lo logró, pudo por lo menos ver aprobada, una vez que estalló la guerra una ley (4 de noviembre de 1939) que autorizaba a Gran Bretaña y Francia a comprar armas y munición en
Estados Unidos. La indignación y alarma que produjo la caída de Francia reforzó su estrategia. Roosevelt pudo preparar, cauta pero decididamente, la posible intervención de su país
en la guerra. En mayo de 1940, logró del Congreso y Senado la aprobación de fuertes sumas
de dinero para ampliar el Ejército y la Marina y aumentar la producción de aviones y buques
de guerra. En junio, nombró a dos intervencionistas republicanos, Henry L. Stimson y Frank
Knox, para las Secretarías de Guerra y Marina. El 2 de septiembre, Estados Unidos obtuvo
de Gran Bretaña el arriendo de numerosas instalaciones militares en el Caribe, a cambio de
la venta de medio centenar de destructores usados; días después, el Congreso aprobó una
ley que ordenaba el registro en el servicio activo de todos los jóvenes de 21 a 36 años. Reelegido para un tercer mandato en noviembre de 1940, Roosevelt siguió ampliando los preparativos militares. Las ventas de armamento a Gran Bretaña se incrementaron. El 11 de
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marzo de 1941, el Presidente logró que se aprobara la Ley de Préstamos y Arriendos que
permitía la venta de armas y material de guerra a cualquier país cuya defensa se considerara
vital para la seguridad de Estados Unidos, ley que se aplicó de inmediato a Gran Bretaña y
pronto a China y a la Unión Soviética. Estados Unidos amplió igualmente su zona de neutralidad. En 1941, hubo ya varios incidentes entre barcos de guerra norteamericanos y submarinos alemanes que pusieron a ambos países al borde de la guerra. Tropas norteamericanas
se establecieron en Islandia y Groenlandia, en virtud de acuerdos con Islandia y Dinamarca.
El 11 de agosto, finalmente, Churchill y Roosevelt firmaron en Terranova la Carta del Atlántico, una declaración de principios que proclamaba la voluntad de los firmantes de hacer de
los ideales democráticos el fundamento del orden internacional, y que mostraba la determinación de Estados Unidos y de Gran Bretaña de colaborar para ese fin. Stefan Zweig había
escrito en 1941 que en 1933, con la llegada de Hitler al poder, se había perdido la "última
oportunidad" para el mundo. El se suicidó en 1942, suicidio que -como el del escritor también
judío, aunque alemán, Walter Benjamin (en 1939, junto a la frontera franco-española) adquiría un valor metafórico: la muerte de la espléndida cultura centroeuropea ante el avance de la
barbarie nazi. Benjamin y Zweig no pudieron ver que esa aproximación entre Estados Unidos
y Gran Bretaña que culminó en la Carta del Atlántico de 1941-y a la que siguió la entrada de
Estados Unidos en la guerra tras el ataque japonés a Pearl Harbour, en diciembre de ese
año- daría al mundo una nueva oportunidad.
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g) LA II GUERRA MUNDIAL
En 1939, con la invasión de Polonia, dio comienzo uno de los episodios más estremecedores
de la Historia de la Humanidad. El ascenso de los fascismos y su política expansiva, especialmente el alemán, produjo hondas convulsiones que llevaron a repetir, de forma aun más
devastadora, la experiencia de la I Guerra Mundial, a pesar de los mecanismos preventivos
que las naciones habían arbitrado a raíz de la finalización de ésta. La tibieza e indefinición
del resto de naciones fue también determinante en el proceso de expansión de los fascismos. Nuevamente la guerra tiene un alcance mundial, pues la entrada de Japón, deseosa de
expandirse en el Pacífico, empuja a su vez a Estados Unidos a intervenir para frenar el imperialismo nipón, que amenaza directamente a una de sus áreas de influencia. El totalitarismo y
el racismo nazi producirán uno de los fenómenos más execrables de la Historia, el Holocausto judío, en el que millones de personas son desplazadas, confinadas en campos de concentración, obligadas a realizar trabajos forzados y finalmente exterminadas, en aras de la superioridad de la raza aria. Igualmente, la persecución alcanzará a todos aquellos que Hitler y
sus partidarios consideren inferiores o potenciales enemigos. El episodio, junto con la guerra
más devastadora nunca conocida, se instalará en la memoria colectiva de la práctica totalidad de la población mundial durante generaciones enteras.
La guerra en Europa: 1939-40
Así como la Primera Guerra Mundial ha dado lugar a un amplio debate historiográfico acerca
de sus causas, sobre la Segunda, éste ha sido mínimo. En los años sesenta, el historiador
británico A. J. P. Taylor, tratando de reaccionar contra la autocomplacencia de los años de la
posguerra, intentó proponer la tesis de que ninguno de los beligerantes habría sido por completo inocente del estallido de la guerra y llevó su afán provocador hasta no distinguir, en lo
esencial, a Hitler del resto de los políticos alemanes de su época. Quizá la afirmación más
extraordinaria que el lector se encuentra en su libro -Orígenes de la Segunda Guerra Mundial- es la de que Hitler atacó a franceses e ingleses en 1940 porque temía que los aliados
llegaran al Rin. Pero hoy, incluso los libros dedicados a conmemorar la aparición del de Taylor, concluyen descartando sus opiniones y la interpretación de las monografías centradas en
la cuestión (Weinberg, Watt) está ya muy distante de la suya. Resulta curioso, sin embargo,
que en los momentos inmediatamente anteriores al estallido de la guerra se considerara el
aparente motivo concreto para que se produjera como una razón poco menos que banal.
Chamberlain juzgó que Dantzig -donde sólo 17.000 de sus 400.000 habitantes eran polacosno merecía la vida de un granadero británico y la frase "¿Morir por Dantzig?" se convirtió para los pacifistas y los seudo fascistas franceses en el principal argumento ridiculizador de sus
adversarios. Pero, de hecho, la guerra no fue, como en el caso de 1914, un accidente por un
motivo nimio. En 1939, la guerra fue deseada y no involuntaria. Hitler la buscó e incluso lo
hizo con cierta urgencia, como si de su estallido llegara incluso a depender el cumplimiento
de su misión en la vida. Fue esto lo que tuvo como consecuencia que el tipo de guerra que
se produjo y el momento en que tuvo lugar no fueran exactamente tal como había planeado.
En definitiva, la guerra de 1939 fue la guerra de Hitler, que consiguió con su actitud superar
todos los deseos de sus adversarios por evitarla. El Führer no fue, en absoluto, un político
alemán más, poco dispuesto a aceptar el sistema delineado en Versalles y favorable a la expansión de su país. Frente a lo que fue habitual afirmar en la Alemania de los años treinta, el
resultado de la Gran Guerra tampoco fue tan catastrófico: permaneció unida y siguió siendo
el país más poblado en Europa, con la excepción de Rusia, y el nivel de destrucción bélica
tampoco resultó tan grave. Aunque en Alemania hubiera una protesta generalizada contra el
sistema de Versalles, Hitler no tuvo nunca como propósito hacerlo desaparecer, sino llevar a
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cabo una política de relaciones con las restantes potencias en la que la guerra no era un
riesgo sino un objetivo final. A pesar de que Hitler tuviera como propósito la expansión alemana hacia el Este -más que hacia el Sureste, como había sido tradicional hasta entoncesen realidad su ambición era mundial. Muchos de sus contemporáneos no llegaron a creerle,
pero en Mein Kampf había dejado bien claros sus propósitos y más lo hubieran estado si
hubiera publicado un segundo libro, que llegó a escribir, en que reclamaba nada menos que
medio millón de kilómetros cuadrados más. También dejó claro que no tenía el menor escrúpulo en la prosecución de su objetivo. La manera de tratar a los individuos como "material
humano", como si fueran insectos o plantas, demostraba un universo mental privado de cualquier escrúpulo y que, por ello, hacía imaginables las mayores aberraciones. De entrada, los
tratados internacionales eran papeles que contenían normas a las que sujetarse únicamente
mientras conviniera y solamente hasta entonces. Así se explica que los violara de forma sistemática: los británicos sólo descubrieron que lo había hecho en lo que respecta al rearme
naval cuando hundieron el Bismarck, ya en plena guerra. Se conoce incluso el momento en
que Hitler -uno de los dirigentes más previsibles de la Historia humana, pues en nada ocultó
sus objetivos finales- explicó a sus generales que sólo concebía el cumplimiento de sus propósitos mediante una conflagración universal. Fue en noviembre de 1937, fecha en que
anunció que la guerra se produciría en 1943. Sin embargo su estilo de dirigente que unía, en
una extraña mezcla, la intuición con la indolencia y los periódicos arrebatos frenéticos, le llevó a embarcar a su país en una guerra temprana, considerando sus propósitos originales. Lo
hizo, además, de un modo que contradecía frontalmente lo que había sido hasta el momento
la estrategia de sus generales: evitar un conflicto en dos frentes, como en 1914. A medio plazo, más grave aún fue que su peculiar ideario le impusiera una visión tan peyorativa de sus
adversarios anglosajones que le hacía inimaginable su peligrosidad. Al margen de que era
falsa la tópica visión de dos países dominados por los intereses capitalistas de una minoría,
ni Gran Bretaña carecía de voluntad de resistencia ni los Estados Unidos eran una potencia
bárbara y con una capacidad bélica reducida a medio plazo. Pero si Hitler cometió errores,
también les pasó algo parecido a sus adversarios. Desde 1945 y durante los años de la inmediata posguerra, la culpabilidad por el estallido del conflicto fue atribuida de forma abrumadora a la "política de apaciguamiento" y a quienes habían sido sus proclamadores y defensores. Lo cierto es, no obstante, que ese género de actitud siempre estuvo en la base de
la política exterior británica y que durante mucho tiempo, en un grado mayor o menor, fue
aceptada por todos. Quienes la practicaron no eran malvados ni estúpidos, sino que resultaban perfectamente conscientes de la profundidad del sentimiento pacifista en todos los países que habían padecido la Gran Guerra y, en cambio, no llegaban a concebir que hubiera
doctrinas políticas para las que el mantenimiento de lo pactado pudiera resultar tan sólo una
convención a la que se debía prestar atención sólo en casos determinados, los que les interesaran. Lo peor no fue el "apaciguamiento" en sí, sino la decisión de mantenerlo con el paso
del tiempo, a pesar de las abundantes pruebas en contra de que tuviera posibilidades. El sistema de seguridad mutua -la Sociedad de Naciones- fracasó de modo tan total que más de
medio centenar de naciones empeñadas en evitar que Italia ocupara la mitad de Abisinia
acabaron por aceptar que la engullera entera. La violación de los tratados creó adicción: una
vez que algunos Estados decidieron violar ciertas cláusulas de los pactos, éstos acabaron
convertidos totalmente en papel mojado, incluso para naciones pequeñas que no tenían las
capacidades militares para actuar así y hacerse respetar. Cuando Alemania concluyó con la
existencia de Checoslovaquia, tuvo la entusiasta ayuda de dos próximas víctimas, Polonia y
Hungría. El paso del tiempo no pareció enseñar todo lo que debía a agredidos ni a agresores. Todavía hasta 1936 se podía interpretar que se vivía en la rectificación de Versalles, pero ya en 1938 el diagnóstico más oportuno consistía en que la conflictividad existente sólo
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podía ser el preámbulo de un conflicto generalizado. De ahí la importancia de Munich y el
peso que tuvo en la conciencia de quienes vivieron esos acontecimientos durante los años
de la Guerra Fría. Muy a menudo, la enseñanza de no haber actuado a tiempo llevó a tomas
de posturas erradas, teniendo como consecuencia un exceso de conflictividad tras 1945.
Como quiera que sea, parece evidente que, antes de 1938, hubiera sido más prudente según ha escrito Kissinger- dedicar más recursos a contrapesar el creciente poder bélico de
Alemania y menos tiempo a meditar sobre las peculiaridades psicológicas de quien la dirigía.
Pero el error general en que consistió a partir de un determinado momento el "apaciguamiento" se sumó, por si fuera poco, al los de carácter parcial cometido por cada una de las naciones que se vieron envueltas en el conflicto. Polonia, gobernada por una arrogante dirección,
creyó que podía actuar como una gran potencia capaz de frenar el paso a Alemania con la
simple exhibición de una resistencia tenaz y carente de medios modernos. Bélgica fue ambigua hasta el final frente a la Alemania de Hitler, a pesar de que estaba bien claro que figuraría en la primera línea a la hora de la agresión. Italia, autosatisfecha por haber perpetrado
con Albania una de esas operaciones de política exterior de fuerza tan habituales en el caso
de Alemania, pensó erróneamente que ésta tendría entre sus prioridades ayudarla contra
Francia o que le resultaría posible hasta el último momento hacer la paz, tal como había conseguido en 1938. Francia fue un ejemplo de vacilación llevada hasta el extremo, siempre en
perjuicio de sus propios intereses a medio plazo. Profundamente dividida, hasta el punto de
que había quien no tenía reparo en preferir Hitler a Blum, su sociedad demostraba un conservadurismo colectivo de fondo, pese a que la política lo maquillara con otras apariencias.
Las doctrinas pacifistas a ultranza habían hecho tal mella en ella que en la declaración de
guerra leída por Daladier se hicieron diez menciones a la paz, el triple que las destinadas al
inmediato comienzo de las operaciones. También la dirección política británica fue dubitativa,
con el agravante adicional de ser casi omnipotente desde el punto de vista parlamentario.
Auto convencida de su sabiduría en el timón de la nación, juzgó a los dirigentes alemanes
como unos políticos inexpertos, cuya intemperancia podía ser dirigida por la mano sabia de
un país que había dominado la política internacional durante un siglo. Los Estados Unidos,
con su peculiar moralismo, emitieron signos contradictorios y, de cualquier manera, débiles
en torno a su posición. En 1936 estaban abrumadoramente en contra de cualquier guerra y
pecaron de ingenuidad al pedir a Alemania que ratificara su voluntad de no agredir a los neutrales. Sin embargo, eso mismo ya anunciaba el cambio de rumbo que acabó por producirse,
aunque ya demasiado tarde para evitar la guerra. Al final, en el caso concreto del conflicto
surgido en torno al Corredor de Dantzig, la guerra resultó inevitable. De nuevo, los aliados
cometieron un grave error al no darse cuenta del frenesí bélico que se había apoderado de
Hitler ni de la política extremadamente realista de Stalin, capaz de pactar con quien fuera con
tal de obtener ventajas inmediatas. También en este último caso fueron patentes los signos
de lo que vendría: tras la trituración de Checoslovaquia, un diplomático soviético aseguró que
los aliados habían hecho inevitable una nueva partición de Polonia. En las últimas semanas,
tanto Alemania, por un lado, como Francia y Gran Bretaña, por otro, querían la negociación,
pero tan sólo admitían la posibilidad de una victoria final tras una exasperada guerra de nervios. El último grave error fue el de Hitler, quien no previó que no se iba a repetir la capitulación de Munich. Así, la actitud de resistencia francobritánica, en el otoño de 1939, no fue propia del "moralismo de un antiguo alcohólico", como asegura Taylor, sino del coraje moral de
quienes se habían dado cuenta de que no podían ceder de nuevo.
Estrategias y balances previos
El estallido de la guerra resulta, por tanto, inevitable desde la óptica del historiador, pero la
actividad diplomática de las semanas inmediatamente precedentes tuvo unas consecuencias
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en gran medida inesperadas. Para los aliados occidentales, la colaboración de Stalin con
Hitler -Pacto germano-soviético de 23 de agosto de 1939- pudo suponer una sorpresa, que
de hecho no debieran haber tenido, porque el dictador soviético ya había aportado indicios
de cuál sería su posición final. Para Hitler, las sorpresas fueron mayores e incluso más graves. Hasta el final, guardó la esperanza de que sus adversarios no aceptaran el enfrentamiento bélico, pero, sobre todo, confiaba en la colaboración de aquellas potencias con las
que había contado como aliados -Italia y Japón, que llevaba muchos meses combatiendo en
China y contra la URSS-, pero que se negaron a alinearse con el Reich en un conflicto que
les resultaba ajeno por completo. Quizá por eso la reacción pública en Alemania ante la noticia de la guerra no provocó excitadas manifestaciones callejeras de entusiasmo como las
que se habían visto en el verano de 1914. En Francia, la declaración de guerra a Alemania,
el día 1 de septiembre de 1939, fue recibida con resignación y en Gran Bretaña, con resolución, a pesar de que -como afirmó Chamberlain- lo sucedido dejaba convertidos todos sus
propósitos en "un amasijo de ruinas". Pero mucho mayor interés que esta reacción psicológica inmediata tiene, para el posterior desarrollo de los acontecimientos, la planificación estratégica de cada uno de los beligerantes, así como los medios que tenían a su disposición en
el momento en que se abrió el conflicto. Comenzando por quien lo provocó, hay que concluir
que Hitler tenía un conjunto de obsesiones muy insistentes, pero no propiamente un plan bélico ni tampoco objetivos que pudieran ser calificados de precisos. Su obsesión era la expansión hacia el Este, pero era consciente de que no le sería tolerada sin derrotar previamente a
las potencias occidentales. Había manifestado el deseo alemán de recuperar las colonias
perdidas durante la Primera Guerra Mundial pero, en cambio, nada había dicho acerca de
sus posibles deseos respecto a las fronteras occidentales de su propio país. En ese momento hacía tan sólo un mes que el alto mando alemán empezó a planificar la invasión de Polonia, señal evidente de esa carencia de designios claros a medio plazo. En mayo de 1939,
Hitler les anunció a sus generales la posibilidad de una guerra larga, pero en realidad lo hizo
porque la guerra era para él algo así como el estado natural de la Humanidad. Desde un
principio imaginó el conflicto bélico como un hecho de corta duración y resuelto de manera
decisiva gracias al modo de ofensiva empleado. En realidad, esta estrategia partía de las
obvias debilidades de Alemania. Aunque estuviera preparándose para la guerra desde el
momento mismo de la llegada de Hitler al poder, a medio plazo su porvenir en un conflicto no
era esperanzador, porque tanto sus adversarios claros -Gran Bretaña y Francia- como los
presumibles -Estados Unidos- tenían un potencial económico muy superior. En el terreno
militar, sin embargo, aparte del gran peso demográfico del Reich, Hitler tenía a su favor una
capacidad bélica superior a la de cualquiera de sus enemigos efectivos por separado y, en
aviación, estaba por encima de todos ellos en conjunto. A un plazo más largo, sin embargo,
aparecerían las dificultades de aprovisionamiento en materias primas, pues no sólo Alemania
carecía de petróleo, sino que su industria de guerra dependía del mineral de hierro escandinavo. La denominada "Guerra relámpago" -Blitzkrieg- era, pues, para Hitler una obligación
impuesta por las circunstancias. Claro está que en este terreno tuvo una intuición que fue
plenamente acertada. Despreció por completo la superioridad francesa en artillería pesada,
que consideraba obsoleta, y puso todo el énfasis en la utilización de las unidades blindadas y
los bombarderos ligeros que penetrasen con decisión en el mecanismo defensivo enemigo.
La "Guerra relámpago" también suponía la utilización del lanzallamas y el proyectil de carga
hueca, para romper la fortificación adversaria. Como se verá, sin esta estrategia es inimaginable el desarrollo de la guerra, aunque no siempre obtuvo éxito. Consciente de ese mismo
punto de partida, Gran Bretaña pensó en serio que la guerra sería larga (la previsión -siete
años- fue superior al plazo real) y confió en que se impondría, como en 1918, el potencial
económico. Tampoco tenía otro remedio porque, tras la anterior guerra, había eliminado el
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servicio militar obligatorio y reducido sensiblemente los efectivos profesionales, sin rectificar
este rumbo hasta pocos meses antes del conflicto. Protegida por el mar y por su flota, Gran
Bretaña confiaba también en la posible capacidad decisoria del bombardeo estratégico. De
hecho, en este terreno su capacidad bélica era superior a la alemana, aunque disponía de
menor número de aparatos. La estrategia británica, aparte de remitirse al medio plazo, desde
el punto de vista geográfico ponía su confianza en los movimientos tácticos periféricos. Los
planes imaginados incluían, por ejemplo, ataques a Italia en Libia (caso de ser beligerante),
la destrucción del aprovisionamiento petrolífero alemán en los Balcanes o el ataque desde
Noruega a las minas suecas, donde Hitler se surtía de hierro. En realidad, las debilidades
británicas eran mucho mayores que las que pudieran derivarse del mero retraso de su preparación bélica. Sus rutas de aprovisionamiento, en el Atlántico y el Mediterráneo, eran demasiado extensas y su Marina, aun siendo muy superior a la alemana, había quedado en gran
medida obsoleta. Las nuevas unidades seguían siendo, en buena proporción, barcos de superficie tradicionales y no portaaviones, y muchas de las antiguas eran inferiores en armamento a los acorazados o cruceros de bolsillo alemanes. Era previsible que, con el transcurso del tiempo, Alemania consiguiera incrementar el número de sus submarinos y pudiera llegar a poner en peligro las rutas del Imperio británico, que no previó ese riesgo hasta sus últimos extremos. Gran Bretaña, en fin, no podía como en otros tiempos establecer un verdadero bloqueo del Continente, porque carecía de fuerzas suficientes para ello. Los problemas
de Francia resultaban todavía más graves, a pesar de que su Ejército seguía siendo considerado como el mejor de Europa desde el final de la Gran Guerra. Como podría luego comprobarse, ello no era cierto, pero sobre todo los problemas de la Tercera República eran de carácter más general. El general De Gaulle los resumió en sus Memorias de Guerra, indicando
que se trataba de un régimen que, a pesar del prestigio obtenido con su anterior victoria, carecía de una dirección consecuente con ella. Sus políticos, valiosos considerados individualmente, en conjunto habían sido incapaces de permanecer unidos en busca de objetivos comunes y de ejercer el debido liderazgo sobre la Europa continental. A partir de 1918 y con el
transcurso del tiempo, Francia había llegado a convertirse en un país profundamente pesimista con respecto a sus propias posibilidades. Algo totalmente injustificado y que tuvo directas consecuencias respecto a su estrategia en el nuevo conflicto. Verdad es que éste se inició de una forma que tenía que ser perjudicial para Francia. Aunque el número de las divisiones francesas y el de las alemanas era aproximadamente igual, las primeras se encontraron
mucho más dispersas a lo largo de los frentes. El mando debió tener en cuenta la existencia
de fronteras poco seguras -la italiana, pero también la española- y la necesidad de mantener
una fuerza suficiente en las colonias, en especial en el Norte de África. De esa manera se
concedió, en la práctica, una manifiesta superioridad al adversario alemán allí donde su ataque podía ser decisivo; superioridad que incluso aumentó como consecuencia de la defensiva estática en que se basó toda la estrategia francesa desde el comienzo mismo del conflicto. Una decena de divisiones permanecería encastillada en sus fortalezas, concediendo de
este modo la superioridad material al adversario, cuyo mayor peso demográfico le aseguraba, además, una efectiva victoria a medio plazo. La tragedia de los dirigentes franceses fue
que su victoria en la anterior guerra les había hecho confiarse, propiciando no sólo el envejecimiento de su maquinaria militar sino también el mantenimiento de unos principios estratégicos obsoletos. Para Gamelin, su figura militar más destacada, las batallas de la nueva guerra
no serían más que una reproducción de Verdún y el Somme, de modo que el atacante tendría todas las desventajas. Se aceptaba la manifiesta superioridad alemana en aviación, pero
no se previeron sus letales efectos en lo que respecta al bombardeo de asalto. No se tuvo en
cuenta en absoluto el radical envejecimiento de los medios de comunicación propios: los
franceses seguían recibiendo sus instrucciones por teléfono, mientras que los alemanes lo
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hacían a través de la radio. Pero, sobre todo, para Francia gran parte de las realidades bélicas de la "Guerra relámpago" resultaba sencillamente inconcebible. No existió la superioridad
alemana en carros de combate pero, contra la opinión de De Gaulle, Francia los utilizó como
acompañamiento de unidades de infantería en lugar de hacerlo en unidades propias, como lo
hizo Alemania con resolutivos efectos. Para los franceses, el paso de los carros alemanes
por una zona de suelo ondulado como eran Las Ardenas resultaba inconcebible e inimaginable. Eso explica que en esta zona ni siquiera tuvieran reservas capaces de taponar una eventual ruptura del frente por parte del adversario. Una vez más, nos encontramos con la realidad de que gran parte de la debilidad de los agredidos derivó del hecho de que no consideraban posible lo que estaban haciendo los agresores. Bélgica, por ejemplo, quiso mantenerse neutral como si eso le ofreciera una garantía, pero, al no permitir que los aliados avanzaran sus defensas, en la práctica se condenó al suicidio. Polonia tuvo la pretensión de asustar
a Alemania con la amenaza de la apertura de un doble frente, pero acabó padeciéndolo ella
misma. Cuando se inició el conflicto sólo ella confiaba en aguantar más allá de algunas semanas frente a su poderoso adversario.
Batalla del Ebro
El 17 de julio de 1936 se produjo el levantamiento de la guarnición militar de Melilla contra el
gobierno republicano, declarando el estado de guerra en el Marruecos español. Un día más
tarde, los generales Goded en Baleares y Franco en Canarias su suman al golpe de estado,
tomando este último el mando del ejército en Marruecos. Simultáneamente, militares afines
ideológicamente al levantamiento fascista imponen el control sobre ciudades como Sevilla,
Pamplona, Cádiz, Oviedo o Zaragoza. El 6 de agosto, las tropas de Marruecos comandadas
por Franco cruzan el estrecho de Gibraltar ayudadas por aviones alemanes, estableciéndose
en Algeciras. El avance de los sublevados continúa imparable tomando Extremadura, Toledo,
San Sebastián y llegando hasta las puertas de Madrid, fuertemente defendida por las tropas
gubernamentales. Ante la presión, el gobierno republicano se ve obligado a trasladarse a
Valencia. Málaga, tomada por soldados italianos, Bilbao, Santander y Gijón caen a lo largo
de 1937, completando el dominio sublevado sobre la mitad occidental del país. Tras esto,
Franco proyecta la ruptura de las comunicaciones entre Cataluña, por un lado, y Valencia y
Madrid, por otro, mediante una ofensiva sobre las líneas republicanas en el Ebro y el avance
hacia el Mediterráneo. Así, el 23 de junio de 1938 los sublevados llegan a Castellón, partiendo en dos el territorio republicano. Aislada Cataluña de Valencia y Madrid, las tropas republicanas inician la ofensiva del Ebro, con el objetivo de distraer la atención de los ejércitos de
Franco que se dirigen hacia Valencia. Las fuerzas republicanas se componen de las divisiones 44, 3, 42 y 35, en el área norte, de la 11 y la 46, en la zona central, y la 45, 135 y 151 por
el sur. Enfrente, las divisiones franquistas 13, 50 y 105 respectivamente protegen la otra orilla
del Ebro de sur a norte. Con el general Juan Modesto al frente, 80.000 hombres escasamente provistos, protegidos por 100 cazas suministrados por la Unión Soviética, comenzaron una
ofensiva sobre un frente de 65 kilómetros entre Mequinenza y Amposta. La batalla comenzó
a las 0,15 horas del día 25 de julio, franqueando el río Ebro en todo tipo de embarcaciones y
por tres flancos diferentes. Por la zona norte, en el sector entre Mequinenza y Fayón, la 42
división republicana cruzó el río con 9.500 hombres, estableciendo un frente avanzado inicialmente exitoso. La contraofensiva de los sublevados durante los días 1, 2 y 3 de agosto
dio lugar a una lucha encarnizada con constantes avances y retiradas. El 6 de agosto, 3.500
soldados republicanos se vieron obligados a volver a cruzar el río en retirada. En el frente
sur, el avance republicano se vio rápidamente frenado por las defensas franquistas, siendo
obligado a replegarse no sin contar con un gran número de bajas. En el sector central, entre
Ribarroja y Benifallet, el avance republicano supuso un éxito inicial. Las tropas avanzaron
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rápidamente, logrando en dos días un importante avance de 50 Km. en las líneas enemigas.
Tomaron Ascó, Flix, Mora de Ebro, Pinell, Bot, La Fatarella y Corbera y consiguieron llegar a
las cercanías de la Pobla de Masaluca, Villalva de los Arcos y Gandesa, pueblo de gran valor
estratégico. Sin embargo, en Gandesa se producirá el inicio del contraataque franquista, a
base de constantes bombardeos aéreos a cargo de la aviación alemana y un permanente
castigo artillero. Más de mil toneladas de explosivos cayeron sobre las líneas republicanas,
que hubieron de replegarse con el río a sus espaldas. La apertura de los embalses subió el
nivel de las aguas, lo que hacía aun más penosa la retirada. Hasta primeros de agosto, los
enfrentamientos se caracterizaron por su ferocidad. En Pinell de Brai, en la cota 705, el 10 de
agosto se libraron violentos combates entre las tropas republicanas, bajo el mando de Líster,
y las franquistas, que acabaron cinco días después por agotamiento de ambos contendientes. El momento del relevo de la 11 división republicana por la 35 división internacional fue
aprovechado por el 5º de regulares de Ceuta para finalmente ocupar la cota de manera definitiva en la tarde del 14 de agosto. El 19 de agosto, una nueva ofensiva franquista tuvo lugar
entre Villalba de los Arcos y Corbera. La cota 481, un promontorio estratégicamente situado,
se convirtió en el escenario de cruentos combates. Defendida por tropas republicanas de la
3ª división, el ataque lo inició el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, que
debía ser apoyado en un movimiento envolvente por los Batallones B de Ceuta y Bailén. Sin
embargo, el apoyo esperado no se produjo y el Tercio emprendió el ataque en solitario, siendo repelido por las defensas republicanas. Al día siguiente, las tropas franquistas consiguieron vencer la oposición y conquistar la cota 481. Entre septiembre y octubre de 1938, aun se
combatió entre Gandesa, Villalba de los Arcos y Corbera del Ebro. La artillería y la aviación
franquistas soltaron miles de toneladas de bombas sobre la línea de frente republicano, permitiendo un muy lento avance de las tropas. Finalmente, el 15 de noviembre, los escasos
efectivos del XV Ejército republicano hubieron de volver a cruzar el Ebro, esta vez en retirada, a la altura de Flix. Atrás quedaba una batalla de 116 días con un balance de 100.000
muertos entre ambos bandos. La batalla del Ebro fue la última ofensiva republicana. Tras su
pérdida, la guerra se convirtió en un constante repliegue de los diezmados ejércitos gubernamentales, permitiendo el avance de los sublevados hacia Barcelona y Madrid. El 10 de
febrero Cataluña quedará definitivamente ocupada, mientras que Madrid caerá el 28 de marzo de 1939. Franco ha ganado la Guerra Civil y con él los totalitarismos continúan su avance
en Europa.
Primeros éxitos de la Blitzkrieg
No obstante, la guerra se inició en Polonia, con un balance local de fuerzas que no parecía
augurar una derrota inmediata: si se sumaban las divisiones polacas y las francesas eran
superiores en un 30% a las alemanas y, además, Polonia tenía tras de sí una larga tradición
de lucha por la independencia propia. Pero éstas eran tan sólo unas apariencias que la realidad desmintió en un corto plazo de tiempo. En la práctica, Polonia adolecía de muy graves
desventajas bélicas y proporcionaba un excelente campo a los alemanes para el aprendizaje
de la "Guerra relámpago". Un envejecido Ejército disponía de enormes masas de caballería,
que constituían un motivo de orgullo nacional, pero cuya operatividad resultaba dudosa. Un
especialista británico así lo advirtió poco antes de la guerra y lo único que consiguió fue la
emisión de una nota diplomática de protesta de la embajada polaca. La larguísima frontera
con el Reich, todavía ampliada tras la desmembración y ocupación de Checoslovaquia octubre, 1938-marzo, 1939-, y el hecho de que el terreno no presentara alturas que pudieran
servir como barrera permitían la fácil penetración del enemigo. La disposición de las tropas
polacas, con un tercio de sus efectivos dispuesto en torno al Corredor de Dantzig, parecía
incitar a que fuesen rodeadas. El desconocimiento de los designios del adversario hizo que la
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movilización fuera lenta. Para un ataque relámpago, el único inconveniente de Polonia desde
el punto de vista alemán era la carencia de buenas carreteras, pero la estación del año era la
propicia para el lanzamiento de la ofensiva. Hizo de esta manera su aparición en la Historia
una nueva manera de hacer la guerra. Las denominadas "divisiones panzer" -o las tan sólo
motorizadas- de la Wehrmacht, pequeños ejércitos en miniatura capaces de llevar a cabo
una penetración a fondo en las líneas adversarias y de desarticularlas, resultaron enormemente efectivas y en tan sólo dos semanas habían reducido el Ejército polaco a trizas. En
cumplimiento de su pacto con Alemania, la URSS completó la liquidación de Polonia cuando
ya la cuestión estaba decidida, atacando por retaguardia. Varsovia prolongó su resistencia
hasta fines del mes de septiembre. Las bajas polacas cuadruplicaron las alemanas, mientras
que las rusas fueron insignificantes. Decenas de miles de polacos consiguieron huir de su
país y acabaron incorporándose en unidades voluntarias a las fuerzas aliadas. Sin embargo,
quizá la contribución más importante de Polonia a la victoria aliada fue haber iniciado el desciframiento de los códigos secretos alemanes, completado después por los británicos. El país
que había sido la primera víctima de la guerra acabó resultando también el más afectado por
ella. Pocos meses después de la derrota polaca, alemanes y soviéticos comenzaban a suprimir sistemáticamente a parte de la población. Stalin ordenó la liquidación de la oficialidad
del Ejército, mientras que Hitler aceptaba recibir a unas decenas de miles de alemanes étnicos procedentes del Este e iniciaba la persecución de los judíos. De hecho, la existencia de
una importante minoría bielorrusa y ucraniana en el interior de Polonia había contribuido a
debilitar la capacidad de resistencia del país. Mientras tanto, la actitud de las potencias occidentales que habían decidido entrar en guerra en favor de Polonia se demostraba pasiva y
poco perspicaz. Sólo a mediados de septiembre, los franceses se decidieron a iniciar una
ofensiva cuando ya era tarde, porque para entonces el Ejército polaco había sido ya liquidado. Contribuyeron a esa pasividad la existencia de los campos de minas del enemigo y la
idea, heredada de la Primera Guerra Mundial, de que era imprescindible un bombardeo artillero masivo como preparación de cualquier ofensiva propia. Ello sólo sirvió en realidad para
dilatar el ataque, sin proporcionarle mayor efectividad. Todavía fue peor el hecho de que, en
la práctica, los aliados nada aprendieran de lo sucedido en Polonia. En Francia, tan sólo De
Gaulle ratificó su idea de que los tanques tenían que ser utilizados como punta de ataque,
pero la doctrina militar oficial siguió opinando que la defensiva estática era la mejor respuesta
al ataque de movimiento adversario. Tampoco se extrajeron las consecuencias debidas del
hecho de que un núcleo urbano como Varsovia resistiera tanto tiempo como todo el Ejército
polaco. Sin embargo, la inteligencia política de Churchill le hizo ver en la nueva frontera soviético-alemana una potencial fuente de conflictos. Pero lo era de cara al futuro y no de forma
inmediata. Stalin, en efecto, participó, directamente o a través de los partidos comunistas de
todo el mundo, en la ofensiva de paz que Hitler llevó a cabo nada más obtener su primera
victoria. Paralelamente, desde comienzos de 1940, la URSS se convirtió en un gigantesco
aprovisionador de materias primas para el III Reich, que tenía acuciante necesidad de ellas.
A cambio, Stalin había obtenido inmediatamente manos libres para organizar el área de influencia que Hitler le había concedido. En tan sólo unas semanas, convirtió a los Países Bálticos en satélites destinados a formar parte de su perímetro defensivo, aunque sin perder una
teórica independencia. Las dificultades empezaron para él cuando, a mediados de octubre,
intentó hacer algo parecido con Finlandia. Es posible que no pretendiera tanto una absoluta
sumisión como la mejora de su posición defensiva. El hecho es que solicitó el control de una
serie de pequeñas islas en el golfo de Botnia, rectificaciones territoriales en la costa ártica y
en la frontera de Carelia y, en fin, una base en el extremo suroeste de Finlandia. Ésta, dispuesta a resistir, no estaba preparada para una guerra contra tan poderoso adversario. Con
anterioridad, el héroe de la independencia, Mannerheim, había solicitado en vano del Go167
bierno tanto un incremento del presupuesto militar como una política de acercamiento al resto de los países escandinavos que de hecho, llegado el momento de la verdad, solamente
prestaron a Finlandia un apoyo moral. A fines de noviembre, rotas ya las negociaciones, se
inició la ofensiva rusa y de forma inmediata se produjo la sorpresa ante la fuerte resistencia
que los fineses fueron capaces de ofrecer. En realidad, los soviéticos no habían hecho verdaderos preparativos para la ofensiva y emplearon tan sólo unidades de guarnición fronteriza, que fueron incrementándose de manera progresiva. Las condiciones para la resistencia
de los finlandeses eran buenas, no sólo por la adaptación al propio medio sino también porque disponían de buenas comunicaciones, la estación del año era la menos propicia para un
ataque y el frente, o estaba bien fortificado -Línea Mannerheim, en el istmo de Carelia- o era
tan amplio que las unidades soviéticas se perdieron en él y, luego, atacadas y fragmentadas
por el adversario, acabaron por rendirse. En suma, en Finlandia se dio un cúmulo de circunstancias pésimas, que acabó imposibilitando un victorioso ataque relámpago del Ejército Rojo.
En esta guerra, era tan desmesurada la diferencia de fuerzas entre los dos contendientes
que, de manera inmediata, Finlandia tuvo un apoyo claro de la opinión pública internacional.
A mediados de diciembre, la Unión Soviética, condenada como agresora, fue expulsada de la
Sociedad de Naciones. En Francia, a comienzos del nuevo año 1940, un centenar de diputados pidió que se rompieran las relaciones con Moscú y se prestara ayuda a la agredida Finlandia. Ésta recibió promesas, pero no colaboración efectiva, lo que se explica por el modo
en que hasta el momento se había planteado la estrategia aliada. La guerra se había convertido en un conflicto bélico un tanto peregrino, que ni siquiera parecía tener verdadera existencia en el frente occidental y que la prensa interpretaba, alternativamente, bien como una
prueba de que existían negociaciones secretas o, por el contrario, de que había planes muy
misteriosos pero de efectividad arrolladora. La "drôle de guerre" o "the phoney war" consistía,
en definitiva, en no combatir en Francia, esperando el ataque de un adversario frente al cual
se habían recibido estrictas instrucciones de mantener la pasividad más absoluta. Sin em bargo, mientras tanto los mandos aliados elaboraban fantasiosos planes, de dificilísimo cumplimiento y que, incluso si se hubieran llevado a cabo, habrían concluido en un espectacular
fracaso. Empeñados en mantener una estrategia periférica, los aliados llegaron a considerar
el bombardeo de los yacimientos petrolíferos del Cáucaso o de Rumania, el cierre de las bocas del Danubio, el minado de la zona del Rin, la intervención en los Balcanes o la formación
de un Ejército para intervenir en Oriente Medio. El ataque soviético contra Finlandia había
contribuido a excitar esta incoherente planificación. Se pensó en realizar un desembarco en
Petsamo, para desde allí ocupar las minas de hierro suecas y ayudar a Finlandia. Pero cuando, en febrero de 1940, se reanudó la ofensiva soviética, todos esos planes habían quedado
en nada. Incluso si se hubieran llevado a cabo, solamente habrían servido para aproximar
todavía más a la URSS y a Alemania, además de tener un mínimo efecto sobre los acontecimientos. Finlandia, que sufrió un número de pérdidas especialmente elevado con respecto
al total de su población, se vio obligada a mediados de marzo a ceder al conjunto de las peticiones soviéticas. Había, sin embargo, conservado su independencia -quizá porque Stalin no
quería enfrentarse en exceso a los aliados- y creado un precedente para que los soviéticos la
tuvieran muy en serio como adversario. En aquellos momentos y en una consideración general de la evolución de las operaciones del conflicto general, el principal significado de esta
"Guerra de Invierno" fue el de producir en los alemanes la impresión de que el Ejército Rojo
no era de temer. No es extraño que pensaran así, porque también los aliados opinaron de
esa manera; de hecho, eso fue lo que les había hecho pensar en descabelladas operaciones
como las citadas. El mantenimiento de esta tendencia de los aliados a pensar en operaciones periféricas, arriesgadas y poco resolutivas, acabaría por producir un impacto en el desarrollo de los acontecimientos, pero tan sólo para proporcionar una nueva victoria a Alemania.
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Hitler hubiera deseado, hasta el último momento, la neutralidad de Noruega, principalmente
porque cualquier operación contra ella parecía demasiado arriesgada, dados los medios navales de que disponía el III Reich. Lo que le decidió a la invasión fue el conocimiento de que
los aliados tenían poco ocultos planes para intervenir allí. Hitler no necesitaba ninguna provocación, pero los preparativos paralelos de los aliados tuvieron esa consecuencia. Fueron,
en efecto, los aliados quienes empezaron por violar la neutralidad noruega, capturando en
aguas territoriales de este país un barco que transportaba prisioneros británicos. Amenazaron, además, con minar las aguas territoriales noruegas para evitar el paso por ellas del mineral sueco con destino a Alemania y acariciaron incluso el improbable propósito, ya citado,
de tomar Narvik, para amenazar los yacimientos de hierro suecos y ayudar a Finlandia. Fue
esta amenazadora situación la que llevó a Hitler tomar la decisión de intervenir en Noruega,
aunque en un primer momento había pensado que era suficiente con que el líder de los nazis
noruegos -Vidkun Quisling- se hiciera con el poder mediante un golpe de Estado. El ataque
alemán estuvo planeado con una extremada audacia, que bordeó incluso la imprudencia,
pero que tuvo a su favor de manera especial el hecho de que el adversario consideraba sencillamente inconcebible el que tal operación se llevara a cabo. Dinamarca no fue problema
alguno: su territorio fue ocupado en cuatro horas y con solamente una docena de muertos.
Noruega, que estaba mucho más atenta a defenderse de los británicos que de los alemanes,
fue cogida por sorpresa, pero su inmediata resistencia llegó a provocar numerosas bajas en
el atacante. Los alemanes efectuaron la invasión con una fuerza muy reducida (apenas 2.000
soldados para cada una de las mayores ciudades del país), gracias a un apoyo naval en que
figuraban en su mayoría unidades pequeñas (catorce destructores) o submarinos. Lo más
novedoso de este nuevo ataque alemán consistió en el empleo de la aviación. Por vez primera, paracaidistas fueron empleados para ocupar puntos estratégicos, como el aeropuerto de
Oslo, mientras que una fuerza de un millar de aviones ejercía un importante papel disuasorio
para la intervención de la Flota británica. La reacción de los aliados se caracterizó por la incredulidad y la lentitud. Iniciado el ataque alemán el 7 de abril, tardaron una semana en responder con desembarcos en Narvik y en los alrededores de Trondheim. Los combates más
importantes se produjeron en la primera de estas ciudades, donde los aliados tardaron demasiado tiempo en desplazar a un adversario muy inferior en número, para acabar encerrados en una difícil posición. Sin embargo, quince días antes de dar comienzo la gran ofensiva
alemana sobre Francia, todavía seguían pensando que ésa era una posición clave para ellos.
El reembarque de la fuerza expedicionaria tuvo lugar ya en junio, cuando la amenaza alemana se cernía nada menos que sobre el mismo París. En Noruega pareció confirmarse de
nuevo la superioridad bélica alemana. Con una fuerza reducida había conseguido, aun con el
inconveniente de ver destruida su flota, proteger su flanco más septentrional y asegurarse
hasta el final del conflicto el mineral sueco. Los aliados, en especial los británicos, resultaron
extremadamente incompetentes. Muy agresivos en términos verbales, erraron por completo
en la medición del tiempo de cara al adversario e incluso fracasaron absolutamente a la hora
de emplear aquella arma en que tenían clara superioridad, la Marina. Un resultado como el
indicado debía tener un obvio impacto sobre la moral propia y enemiga.
La derrota de Francia
En efecto, cuando tuvo lugar la ofensiva alemana sobre Francia ya las condiciones iniciales
de la guerra se habían modificado en favor del atacante. El clima dominante en el Ejército
francés había empeorado por la inactividad y no tenía, hasta el momento, ante los ojos otra
cosa que el espectáculo de una sucesión de derrotas. El carácter equilibrado del balance de
fuerzas hasta ahora existente se había modificado de manera notoria en contra de los franceses, no sólo porque la superioridad demográfica alemana permitió a este país movilizar
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más hombres sino porque, además, multiplicaron por dos el número de divisiones acorazadas. Entre los países al margen de la contienda, la impresión de que Alemania iba obteniendo la victoria era también predominante. El inquieto Mussolini empezaba a pensar -y así lo
dijo- en la posibilidad de que su país quedara convertido en una especie de Suiza multiplicada por diez, carente de cualquier papel en los foros internacionales. Pero lo que verdaderamente supuso un giro cardinal en la guerra -e incluso en la Historia de la Humanidad- fue la
derrota francesa, producto de la voluntad férrea de Hitler y de una serie de circunstancias
fortuitas. Desde noviembre de 1939, el Führer había impuesto a sus generales una estrategia
tendente a derrotar de forma rápida y expeditiva a Francia. Temía que, de no hacerlo, los
aliados vieran modificarse de nuevo a su favor la situación y, sobre todo, tenía una enorme
confianza en el procedimiento que le había dado la victoria hasta el momento. Según advirtió
a sus generales, la aviación y los carros alemanes habían llegado a su "apogeo técnico" y
eso le daba la garantía de poder derrotar a Francia en un plazo corto de tiempo. Sus altos
mandos, sin embargo, consideraban demasiado arriesgada la operación y este hecho, junto
con el mal tiempo, explica que se dilatara su inicio hasta una treintena de veces. Eso, a su
vez, tuvo una ventaja para Hitler y una enorme desventaja para Francia. En el transcurso de
esos meses, el plan original que preveía un ataque por la zona menos ondulada de Bélgica
fue sustituido -tras ser descubierto este plan por los servicios belgas- por una ofensiva en la
zona de Las Ardenas (Plan Manstein), lo que, como veremos, fue decisivo para la victoria.
Por el momento, el descubrimiento de los iniciales planes alemanes confirmó a los franceses
en lo que siempre había sido su idea respecto de la ofensiva adversaria. Ni siquiera fue una
novedad para ellos que, a diferencia de lo sucedido en 1914, la ofensiva se produjera también en Holanda y no sólo en Bélgica. La nueva estrategia bélica de la Wehrmacht determinó
un agravamiento en la situación de los aliados, que tuvieron que avanzar en Bélgica y Holanda en el preciso momento en que se producía el ataque alemán, porque, de hecho, fueron
metiéndose progresivamente en una trampa sin salida. Lo peor para ellos fue, sin embargo,
la incomprensión de la estrategia de la "Guerra relámpago". Aunque De Gaulle hubiera confirmado con lo sucedido en Polonia el papel decisorio que podían tener carros y aviones, los
altos mandos franceses estaban muy lejos de haber aprendido nada. Pétain, por ejemplo,
seguía siendo partidario de una línea continua de defensa y fortificación. Caso de ofensiva
con carros, serían detenidos por los campos minados y por la artillería destinada específicamente contra ellos, al mismo tiempo que se procedería a continuación a contraataques por
los flancos. La aviación, según el héroe de Verdún, no podía jugar ningún papel en el desenlace de la batalla. Por si fuera poco, los aliados estuvieron muy desorganizados a lo largo de
los días decisivos. En marzo, Daladier había sido sustituido por Reynaud al frente del Gobierno francés pero, aunque el nuevo jefe del ejecutivo había demostrado interés por las
nuevas estrategias, por el momento nada cambió. El mando superior francés estuvo en la
práctica dividido entre los generales Gamelin, que tenía la suprema responsabilidad, y Georges, que la ejerció en el propio terreno de combate. Cuando las cosas empezaron a ir mal,
Gamelin fue sustituido por Weygand y se incorporó al Gabinete a Pétain, hasta entonces
embajador en Madrid. Pero entonces no sólo ya era tarde sino que estos nombres no significaban más que la perduración de viejas estrategias que ya estaban derrotadas. Por si fuera
poco, hubo lentitud en el traspaso de poderes, desconexión entre aire y tierra y un exceso de
optimismo, de modo que cuando se empezó a experimentar la derrota no se quisieron transmitir las peores impresiones, porque parecían excesivas. En cuanto a los británicos, tan sólo
unos días antes del comienzo de la ofensiva alemana habían cambiado su Gobierno, que
ahora presidía Churchill. Su liderazgo resultaría decisivo para el mantenimiento de Gran Bretaña en la guerra, pero, de momento, se trataba de un personaje que había tenido un pasado
errático y podía haberlo concluido por una planificación deficiente de la actuación de la Flota
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británica en Noruega. A todos estos factores, en fin, hay que sumar otro absolutamente decisivo. Pétain y en general todo el Ejército francés habían considerado Las Ardenas como "impenetrables", en especial para un ataque con carros, de modo que allí donde se produjo la
concentración del ataque alemán era donde los franceses habían situado unidades más débiles y menos numerosas. La batalla del río Meuse, que permitió a los alemanes tomar Sedán
y desarticular todo el dispositivo adversario, se caracterizó por la brillantez y la rapidez en la
ejecución, a cargo del general Guderian. Tras reducir a un tercio el tiempo que los adversarios pensaban que necesitaría para realizar la penetración, se volvió bruscamente hacia la
costa, que alcanzó en apenas una semana. De esta manera, quedó establecido en una especie de franja de 250 kilómetros, con una anchura de apenas cuarenta, y todavía prolongaría más el frente cuando ascendió por la costa otro centenar de kilómetros hacia Dunkerque.
La maniobra fue espectacular, pero también se entiende la mezcla de entusiasmo y angustia
con que la acogió Hitler. En ese momento, una contraofensiva decidida por parte aliada podía haber puesto en peligro absoluto a las mejores tropas alemanas. La metáfora de Churchill parece acertada: la tortuga había hecho sobresalir su cabeza más allá del caparazón y
con ello la había puesto en peligro. Hitler era consciente de ello. Por dos veces, a Guderian
se le ordenó detener su ofensiva y el general alemán cumplió, aunque con renuencia, estas
órdenes. Pero los aliados, que hubieran debido reaccionar con decisión y rapidez, no lo hicieron en absoluto en el preciso momento en que debían (es decir, de forma inmediata) e incluso, si lo hubieran hecho, es posible que fuera ya demasiado tarde porque en el transcurso
del ataque los alemanes habían reducido a la nada una veintena de divisiones adversarias
de modo que ya tenían una superioridad manifiesta. La ofensiva aliada, de todos modos, ni
siquiera se intentó con verdadera decisión y otros acontecimientos se cruzaron con esta difícil situación militar en el momento clave de la batalla. La primera parte de ella estuvo centrada, desde el punto de vista francés, en el ataque alemán sobre Bélgica y Holanda. Lo que
llamó la atención a este respecto fue el empleo de unidades paracaidistas, muy reducidas en
número pero de alta eficacia. Las tropas aerotransportadas consiguieron, mediante operaciones por sorpresa, la destrucción de las mejores fortalezas defensivas belgas -Eben Emael- o
la ocupación del puerto de Rotterdam. Obsesionados por estos hechos, los franceses no se
dieron cuenta de que el principal esfuerzo ofensivo se dirigía hacia el Sur y la costa. Luego,
cuando ya lo hubieron constatado, la capitulación del Ejército belga, el 18 de mayo, vino a
agravar todavía más la situación. Se llegó así al reembarco del ejército expedicionario británico en Dunkerque. De nuevo en este caso, Hitler tendió a moderar la velocidad de actuación
de sus unidades, no porque quisiera dar una nueva oportunidad a Gran Bretaña para pactar
su salida de la guerra, como sospecharon algunos generales, sino por temor a arriesgar en
exceso a sus fuerzas blindadas. La misión de acabar con la bolsa en torno a la ciudad francesa le fue encomendada a la aviación, pero ya en este momento los alemanes empezaron a
descubrir que en los británicos tenían unos serios contendientes en el espacio aéreo. En total, unos 375.000 hombres, dos tercios de los cuales eran británicos, atravesaron el Canal en
sentido inverso al que habían hecho no hacía tanto tiempo. Habían perdido su equipo y, por
tanto, no eran tan decisivos para el sostenimiento de Gran Bretaña pero, en ésta, la salva ción de una parte del Ejército propio fue interpretada casi como un milagro. Los franceses,
por el contrario, interpretaron tanto el reembarque como la negativa británica a poner en juego la totalidad de su aviación en el continente como una traición. Cuando Churchill, como
remedio supremo, propuso la unión entre los dos países, no logró ningún apoyo francés. Todavía Francia intentó mantener una línea de resistencia, pero muy pronto se desmoronó. Los
propios alcaldes de pueblo se negaban a que en sus poblaciones se establecieran los puntos
de resistencia. Partiendo de esa inicial idea de que su Ejército era el mejor del continente, los
franceses acabaron por llegar a la conclusión de que su derrota suponía que Alemania era
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invencible. Desde la primera semana de junio, los mandos militares pidieron un armisticio
que finalmente fue aplicado el 25 de este mes. La culpa del desastre, según la interpretación
generalizada entonces, residía en la política de la Tercera República. De ahí al colaboracionismo con el ocupante alemán solamente había un paso y muchos no tardaron en darlo.
Quienes atendieron al llamamiento del general De Gaulle para proseguir el combate al lado
de Gran Bretaña constituyeron, en el primer momento, una minoría muy reducida. El 3 de
julio, la destrucción por parte de los británicos de la flota francesa para evitar su utilización
por los alemanes pareció establecer un abismo entre los dos antiguos aliados. La fase final
de la batalla de Francia presenció la intervención de Italia en la guerra. Mussolini pensó en
este momento que le bastaba tener un millar de muertos para conseguir sentarse en la mesa
del vencedor y participar en el reparto del mundo. Su declaración de guerra tuvo, sin embargo, muy poco impacto en la evolución de los acontecimientos militares. La interpretación que
hizo Roosevelt, de acuerdo con la cual el Duce habría sido incapaz de dejar de apuñalar por
la espalda, parece correcta. Franco fue más cauteloso, pero también se ofreció para participar en el conflicto, porque tenía un apetito de expansión territorial semejante al del dictador
italiano. De todos los modos, para comprender que Mussolini lo hiciera es preciso tener muy
en cuenta el brusco giro que había dado la Historia de Europa en aquellos días. Una potencia
decisiva -la considerada más fuerte desde el punto de vista militar- había sido liquidada, junto
a un centenar de divisiones propias, a las que era preciso sumar, aparte de las diez británicas, una treintena de belgas y holandesas, con tan sólo 40.000 muertos del adversario. Alemania dominaba el Continente y para derrotarla tenía que producirse un desembarco de
quienes habían sido ya vencidos en el campo de batalla. También había fracasado la expectativa soviética de que todas las potencias se desgastaran en su lucha por la hegemonía.
Todas las reivindicaciones contra el poder franco-británico, que mediatizó a Europa y a sus
colonias durante tanto tiempo, parecían susceptibles de ser atendidas. La situación de Gran
Bretaña era tan preocupante que no puede extrañar que sus responsables políticos decidieran enviar sus reservas de oro a Canadá, al otro lado del Atlántico.
Gran Bretaña permanece en combate
Un historiador ha recordado, al referirse a la capacidad de Hitler para imaginar la forma de
derrotar al adversario, la frase de Napoleón: "En la guerra, como en la prostitución, el mejor
es el no profesional". Sin embargo, llegados al verano de 1940, quedaron demostrados los
límites de tal afirmación. Para el Führer no existía otra posibilidad, producida la derrota francesa, que el reconocimiento por parte de Gran Bretaña de que tenía perdida la guerra. Por
eso ni siquiera se habían elaborado unos planes mínimos para la invasión de las Islas y,
cuando los británicos dieron la sensación de querer resistir, Hitler empezó por no creerlos,
esperando que cambiaran de opinión porque -pensó-debían estar tratando de obtener mejores condiciones para la rendición. Pero muchos otros políticos en la Europa de entonces
pensaron que el propósito de ofrecer resistencia a Hitler era ficticio o imposible. Así se explica el elevado número de los que, en estos momentos, estuvieron dispuestos a colaborar con
el vencedor o a adecuarse a la situación producida por sus triunfos. Incluso quienes habían
sido principales adversarios del nazismo ahora imaginaron poder adaptarse a la situación.
Pero no lo hizo Gran Bretaña y ello se debió en gran parte a un hombre: Winston S. Churchill. A estas alturas de su vida era, para la opinión mayoritaria en su país, un político pasado
de moda, buen orador pero con fama de ser demasiado independiente, aventurero en sus
propuestas y, a menudo, un tanto insensato en la forma de llevarlas a cabo. Pero en él Gran
Bretaña encontró un líder en el momento más difícil de su Historia. En el preciso instante en
que otros dirigentes tan sólo parecían capaces de deprimirse, él apareció con una sobreabundante energía para dirigir su país hacia la resistencia y la victoria. Supo prever la evolu172
ción de la mente de Hitler, concentrar todos los esfuerzos en derrotarle y, aunque se equivocó a menudo, conquistar el apoyo estable de hasta un 80% de la opinión pública británica a
lo largo de toda la guerra. Pero, en realidad, después de un inicial titubeo, toda la clase dirigente británica le acompañó en la decisión de resistir en un momento en que parecía lejanísima la posibilidad de una victoria. Los debates en el seno del Gobierno tuvieron lugar durante tan sólo tres días en los últimos días de mayo y, a lo sumo, se pensó en oír propuestas de
armisticio de Italia, antes de que ésta entrara en guerra. Algunas figuras preeminentes del
conservadurismo, como Lord Halifax, estuvieron tentadas de prestar oídos a las condiciones
de Hitler para concretar en propuestas su propia victoria; es muy probable que hubieran sido
generosas, pero también los laboristas y el propio Chamberlain se negaron a aceptar cualquier conversación. Las discusiones en el seno del Gobierno no adquirieron publicidad y los
minoritarios aceptaron la decisión de la mayoría. Cuando, a mediados de julio, el Führer hizo
una oferta solemne desde el Reichstag, la decisión británica estaba ya tomada y permaneció
inalterable. Había sido adoptada partiendo de unas presunciones estratégicas, elaboradas
por el Estado Mayor, que de hecho se demostraron menos positivas de cuanto se había supuesto. Gran Bretaña podía resistir, se presumió, si tenía una aviación suficiente, lograba la
ayuda norteamericana de forma estable, bombardeaba masivamente Alemania y lograba que
se produjeran sublevaciones contra ella en el continente dominado. En realidad, sólo la aviación de caza respondió a estas esperanzas de forma inmediata. Aun así, la decisión de resistir estaba tomada y los británicos muy pronto dieron pruebas de ello. La destrucción de la
Flota francesa en Mers-el Kebir -que De Gaulle percibió como un "hachazo" a las posibilidades de obtener un apoyo importante de sus compatriotas- lo testimonió. En junio mismo, en
contra de todas las convenciones suscritas en la posguerra anterior, los británicos aprobaron
incluso la utilización de gases asfixiantes para el caso de que los alemanes decidieran desembarcar en Gran Bretaña. El dirigente fascista británico Oswald Mosley fue detenido y con
él centenares de sus partidarios. El duque de Windsor, cuya decisión de casarse con una
divorciada, en la que tuvo el apoyo de Churchill, le había excluido del trono, hubiera podido
aceptar una negociación con Hitler, pero fue prontamente enviado desde España hasta las
Bahamas para apartarle de cualquier tentación pro alemana. Si la clase dirigente política supo reaccionar en las gravísimas circunstancias en que se encontraba, fue porque también lo
hizo la totalidad de la sociedad. Nunca un país se había movilizado de una forma tan abrumadora para el combate, con la peculiaridad de que lo hizo manteniendo las instituciones
democráticas e incluso celebrando periódicas elecciones parciales. La guerra de 1939 fue,
en efecto, un conflicto de "guerreros desconocidos", como afirmó el propio Churchill. El escritor George Orwell, que trabajó de forma destacada para mantener y desarrollar un espíritu
patriótico, aseguró que aquella era "la guerra de los ciudadanos". Según él, la reacción de los
británicos ante el peligro había sido como la de un rebaño de ovejas ante el lobo. Se había
producido un espontáneo agrupamiento y de él nació una fuerza colectiva que resultaría
"semejante al despertar de un gigante". En efecto, fue así y bastan algunos datos para comprobarlo. La movilización de la mujer -hasta siete millones, incluidas mayores de 50 años- fue
tan decisiva que su papel en la sociedad británica cambió de manera decisiva. Más de la mitad del gasto de la guerra fue cubierto con impuestos y el incremento de la superficie cultivada fue del orden del 50%. La resistencia de los británicos, en definitiva, se produjo porque
tuvieron la sensación inequívoca de estar desarrollando una tarea colectiva en la que se jugaban, en última instancia, su propio destino individual. Hitler tardó mucho en darse cuenta
de la decisión británica: sólo a principios de julio dio la orden de que se elaborara un plan
estratégico para ocupar las islas Británicas. Fue la operación "León marino" que, en realidad,
era de una sencillez incluso elemental. Consistía en reunir en el Canal de la Mancha un número elevado de embarcaciones de todo tipo y tamaño y con ellas proceder a la invasión.
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Mediante campos de minas se evitaría la intervención de la Flota británica, creando unos pasillos a través de los cuales se conseguiría el paso de los invasores. No se ocultó, en absoluto, la planificación militar de la operación, para la que se requirió el envío de divisiones italianas y la mayor parte de los submarinos de esta nacionalidad. La operación siempre fue considerada extremadamente problemática por la dirección de guerra alemana. Era poco probable que los campos de minas detuvieran a la Flota británica pero, sobre todo, la diferencia
entre las disponibilidades de recursos navales entre los alemanes y los británicos era tan
considerable que la operación resultaba impensable en este momento. Alemania, en efecto,
nunca había tenido una flota que superara algo más de un tercio del tonelaje de la británica y
ahora, tras la campaña de Noruega, la diferencia era todavía mayor: sólo llegaba al 15% de
la adversaria. La operación "León marino" hubiera sido posible tan sólo en la primavera de
1941, previa una concentración del esfuerzo militar alemán en conseguir, si no la superioridad, al menos una cierta equiparación en el mar. De todos los modos, un requisito previo y
todavía más imprescindible era la abrumadora superioridad aérea, que los alemanes daban
ya por conseguida cuando lo cierto era, sin embargo, que los últimos combates habían empezado a desmentirla. En el momento de reembarque del Ejército británico en Dunkerque, se
había puesto de manifiesto que la aviación británica podía codearse perfectamente con la
alemana, sin que, no obstante esta realidad, apareciera de forma tan clara, dado el hecho de
que aquélla fue una severa derrota para los ingleses. Goering se atrevió a asegurar ante
Hitler que le bastaban cinco semanas para acabar con el arma aérea británica, pero desde
un principio estuvo claro que la realidad iba a ser mucho más complicada. La denominada
Batalla de Inglaterra se inició en la segunda semana de julio y se intensificó de manera especial a partir de mediados del mes siguiente. En un principio, los alemanes actuaron de una
forma un tanto carente de planificación, lo que quizá se explica porque creyeran que les bastaba la exhibición de su propia fuerza para que el adversario se decidiera a negociar; incluso
no llegaron a emplear a fondo la totalidad de sus recursos. Luego, la presión germana se
dirigió a los aeropuertos británicos, para destruir el arma aérea adversaria, y, finalmente,
desde comienzos de septiembre, los bombardeos se centraron en Londres. Fue probablemente de una manera casual como se llegó a concentrar la capacidad ofensiva en la capital
británica: cuando un primer bombardeo fue respondido por los británicos en Berlín, Hitler decidió reducir Londres a escombros. Pero el sufrimiento de su capital, principalmente como
consecuencia de bombardeos nocturnos, permitió a los británicos la conservación de sus
aeropuertos y por tanto, la supervivencia de su arma defensiva. Curiosamente, cuando los
alemanes consiguieron los mejores resultados fue a lo largo del mes de septiembre: el último
día de este mes lograron casi igualar su número de bajas con las del adversario. A estas alturas, era ya impensable que se pudiera producir el desembarco en Gran Bretaña, dadas las
condiciones climáticas reinantes. Dos semanas después, el mando alemán decidió posponer
de forma temporal las operaciones de invasión. Ya nunca más volvieron a ser consideradas
como de inminente ejecución. En la Batalla de Inglaterra, los alemanes partieron de determinadas ventajas que, sin embargo, para su sorpresa, resultaron insuficientes. Sus aviones
tenían mejor armamento que los británicos y disponían, además, de mayor número de pilotos. También, en el transcurso de las operaciones organizaron un sistema de recuperación
de los pilotos derribados que superó netamente al puesto en práctica por el enemigo. Pero
todo eso estuvo lejos de bastarles. Los británicos utilizaron de forma más intensiva sus recursos humanos, lo que explica la frase de Churchill acerca de que nunca tantos habían debido tanto a tan pocos. Este mejor uso de los recursos se explica debido a causas objetivas,
como es la mayor cercanía de las bases propias, pues el modesto radio de acción de los
bombarderos alemanes sólo les permitía estar poco más de una hora sobre el cielo de Londres. También las condiciones meteorológicas les favorecieron. Pero, además, los británicos
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fueron también superiores en otros aspectos. Sus aviones eran más manejables y rápidos y
tenían la suficiente potencia de fuego como para convertir en vulnerables a los bombarderos
alemanes, que debieron ir siempre protegidos por cazas. De aquéllos, los que habían resultado más efectivos hasta el momento para el combate en el campo de batalla -los de asalto o
"stukas"- resultaban poco menos que inservibles para el propósito en que eran empleados
sobre Gran Bretaña. La gran superioridad británica, sin embargo, fue la relativa a su información. Disponía de radar, aspecto en el que los alemanes estaban en mantillas, su servicio
meteorológico era mucho mejor y sus comunicaciones por radio estaban más avanzadas.
Por si fuera poco, el desciframiento de las claves del adversario les permitía conocer el camino que podían seguir las ofensivas enemigas mientras que los alemanes, por ejemplo,
siempre se atribuyeron unos daños hechos al adversario muy superiores a los reales. El aspecto, sin embargo, en el que los alemanes estuvieron más engañados fue acerca de su superioridad industrial. Alemania siempre pensó que el número de aparatos que Gran Bretaña
era capaz de producir era la mitad de la cifra real. La decisión de resistir a ultranza, la concentración de esfuerzos y la buena gestión de lord Beaverbrook al frente del Ministerio británico de Armamento tuvieron como consecuencia un "milagroso" incremento del número de
aviones fabricado por este país. En el año 1940, en que Alemania debía conquistar la abrumadora superioridad aérea si quería conquistar las islas produjo 3.000 aviones, mientras que
su adversario fabricó 4.300. El resto de las circunstancias tendía, además, a hacer más difícil
el designio alemán. No era infrecuente que las bajas propias fueran el doble que las británicas, lo que convertía en imposible el desembarco. En total, entre julio y octubre de 1940, los
alemanes perdieron algo más de 1.700 aviones mientras que los británicos sólo unos 900.
Gran Bretaña había resistido al peor embate de su Historia y también lo había superado la
propia democracia.
La guerra se hace mundial: 1940-41
La derrota francesa en junio de 1940 supuso un giro decisivo en la Historia y en el conflicto
mismo, inconcebible a la hora de iniciarse éste, en septiembre de 1939. Tan fue así que
Alemania pensó que la guerra no tenía continuación posible. Las semanas siguientes, hasta
el otoño, demostraron, sin embargo, que Gran Bretaña iba a mantener la resistencia pasara
lo que pasara. Pero el panorama del mundo quedó modificado en el verano de 1940, de tal
manera que las principales potencias -y, tanto como ellas, las menores- tuvieron que extraer
las consecuencias de la nueva situación. Pero ésta no permaneció estable: en el corto plazo
de algunos meses, la guerra amplió de forma considerable su escenario, de modo que trascendió las fronteras europeas para convertirse en mundial y lo hizo en un sentido mucho más
pleno que en 1914.
Guerra en los Balcanes y África
Ya hemos señalado que en el triunfo de Alemania sobre Francia jugó un papel decisivo la
personalidad de Hitler. Sin embargo, su audacia, tan beneficiosa para sus fines a la hora de
romper con las convenciones militares, tuvo, a partir de este momento, un resultado netamente negativo. Acuciado por la impaciencia que le creaba su convencimiento de que moriría
joven, sustituyó la intuición por una confianza exclusiva en sus obsesiones. Dictador totalitario, era además inmensamente popular y, por tanto, pudo someter sin reparo a sus colaboradores a bruscos cambios de planes, improvisados o carentes de planificación. Por si fuera
poco, sus instrucciones a menudo eran incumplidas, porque la apariencia de mando único de
la dictadura alemana se desintegraba, en realidad, en una especie de anarquía burocrática.
Las supremas autoridades militares alemanas ofrecieron ahora propuestas más coherentes
que las imaginadas por Hitler. La Marina propuso concentrarse en el Mediterráneo, campo de
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batalla en que sería posible el logro a corto plazo de una evidente superioridad. Otra alternativa consistía en dedicarse, con tiempo suficiente, a la conquista de la Gran Bretaña, previa
dedicación de la maquinaria bélica a obtener los recursos oportunos. Pero Hitler impuso una
estrategia que demostraba su afán de dominio mundial a plazo medio, su incompatibilidad de
fondo con sus propios aliados y una voluntad predominante de lograr la expansión hacia el
Este. La idea de que ya había triunfado le hizo, por ejemplo, pensar en suprimir Suiza, a la
que consideraba "un grano" de Europa, imaginar una gigantesca base naval en Noruega,
planear la construcción de aviones capaces de bombardear los Estados Unidos, crear una
especie de reserva de judíos en Madagascar o reivindicar un Imperio africano. Mientras tanto, siguió una política tan contradictoria respecto del futuro reparto del Mediterráneo que él
mismo hubo de denominarla como "un engaño grandioso", no ya respecto de Francia y España, sino también de Italia. Pero lo decisivo desde el punto de vista del desarrollo de la guerra fue la opción por la ofensiva contra la Unión Soviética. Llama la atención lo pronto que se
inclinó por ello, pues empezó a hablar del particular, ante sus propios generales, en torno al
mes de mayo y, de forma irreversible, a fines de julio, aunque la planificación concreta de la
operación se inició a finales de año. Hitler argumentó esta opción asegurando que Gran Bretaña acabaría por renunciar a la esperanza norteamericana si veía que la URSS quedaba
incapacitada para ser su aliada. Pero, desde hacía tiempo, en su libro Mein Kampf había dejado claro que la expansión hacia el Este eslavo era su propósito fundamental. Esta decisión
explica el conjunto de decisiones alemanas en los meses que transcurrieron entre el verano
de 1940 y el de 1941. En primer lugar, explica, sobre todo, el escaso papel que, en contra de
los deseos de Mussolini, atribuyó siempre Hitler al Mediterráneo. Por eso prefirió mantener a
Francia en una cierta posición de vencido colaborador en vez de principal víctima de la derrota. De esa manera se congelaba la situación en las extensas posesiones coloniales de este
país, que siguieron firmemente en manos de los seguidores de Pétain. La idea, patrocinada
por De Gaulle, de que la guerra era en realidad mundial y no estaba decidida quedaba por
demostrar y la destrucción de la flota había contribuido a enemistar a Francia con su antiguo
aliado. Aunque De Gaulle consiguió, con el tiempo, dominar el África Ecuatorial, el intento de
desembarco de la Francia Libre con ayuda británica en Dakar (septiembre de 1940) fracasó.
Hitler nunca se fió de Francia, pero la respetaba por su tradición cultural y porque, en definitiva, había derrotado a Alemania en 1918. En cambio, a España y a sus dirigentes, Hitler ni les
apreció ni les respetó. Franco se había ofrecido para ir al campo de batalla, como colaborador de quien ya creía vencedor, en el verano de 1940, pero su ayuda fue rechazada en principio y sólo en segundo momento se recurrió a él, pero ofreciendo muy poco en contrapartida, señal evidente del carácter no tan trascendente que atribuía el Führer al escenario mediterráneo. De este modo, a corto plazo de tiempo -de agosto a diciembre de 1940- la guerra
se alejó de España. La llamada "Operación Félix" -ataque a Gibraltar- se convirtió en imposible ante la planificación de la ofensiva hacia el Este. España quedó reducida a la condición
de proveedora de materias primas, aunque también colaborara en otros aspectos militares,
de menor importancia, con el Reich. Algo parecido sucedió con Suecia, que incluso permitió
que tropas de tierra alemanas transitaran por su territorio. Mucho más importantes a corto
plazo para Alemania fueron, en cambio, Finlandia y Rumania, que habían sufrido amputaciones territoriales por parte de la URSS y podían ahora convertirse en aliadas en el momento
de la ofensiva contra ella. La segunda, además, fue una importante aprovisionadora de petróleo y su dictador, el mariscal Antonescu, era uno de los pocos personajes políticos de la época admirados por Hitler. Las decisiones, en fin, acerca de concretar en qué arma concentrar
el esfuerzo industrial alemán se explican como consecuencia de esa opción fundamental
destinada a derrotar a la Unión Soviética. Fue el Ejército de Tierra y no la Marina o la Aviación quien recibió principal apoyo de la industria alemana. El interrogante fundamental que se
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plantea desde el punto de vista histórico es si la Rusia soviética pudo darse cuenta de que
iba a ser la destinataria de la ofensiva hitleriana y si, en efecto, previó el ataque. La respuesta a la primera cuestión es positiva, pues no sólo el desplazamiento de tropas sino también el
cambio de actitud respecto a Finlandia así lo parecieron indicar. Pero, en cambio, Stalin no
previó el ataque alemán. En gran medida la razón estriba en un dogmatismo ideológico que
le hacía ver en el nazismo tan sólo una derivación del capitalismo de modo que el conflicto
mundial no era otra cosa que el cruce inevitable de intereses económicos contrapuestos. De
forma objetiva, a Alemania le interesaba la colaboración con Moscú, en especial en lo referente a los aprovisionamientos de muchas materias primas, alguna tan importante como el
petróleo. Pero el dictador soviético tenía un argumento de pura lógica para no ver peligro alguno en una Alemania que tenía motivos sobrados para sentirse ahíta después de haber
conseguido tan considerables triunfos. Cuando los soviéticos empezaron a sentir dudas no
perdieron la confianza en solucionar la cuestión mediante conversaciones. La razón estriba
en que el comportamiento de la Alemania nazi y la Rusia soviética fue, en el año precedente
al ataque alemán, el habitual entre dos aliados. La URSS, por ejemplo, se benefició grandemente de la derrota francesa, pues de forma inmediata se anexionó los Países Bálticos y
obligó a Rumania a cederle Besarabia y el Norte de Bucovina. No se trataba tan sólo de una
mejora de su situación estratégica, sino que por este procedimiento obtuvo también casi
veinte millones de habitantes más. Pero ni siquiera con eso quedaron colmadas sus ambiciones, porque indicó a Alemania que las tenía también respecto a Irán y Turquía, sin que, por
parte de su aliado, se le pusiera obstáculo alguno para verlas cumplidas en un futuro. A
cambio, al margen de la ayuda económica, la URSS comunicó a su aliado los intentos británicos de atraérsela y dio determinadas facilidades militares, principalmente en el Ártico. Incluso estuvo dispuesta a ingresar en el Pacto Tripartito, formado originariamente por Alemania, Italia y Japón, en enero de 1941. De haberlo hecho se hubiera producido la tremenda
paradoja de que habría estado al lado de la España de Franco, que figuraba como miembro
del tratado. La decisión fundamental de Gran Bretaña como consecuencia de la derrota francesa fue resistir, tal como ya se ha indicado. En los meses posteriores completó su estrategia
con una voluntad de actuación periférica y la tenaz voluntad de conseguir el máximo apoyo
posible por parte de los norteamericanos. La acción militar en la periferia se inscribía en la
tradición histórica británica desde las guerras napoleónicas y era obligada por la insuficiencia
de recursos y la necesidad de mantener el Imperio. En cuanto a la petición insistente de ayuda a los Estados Unidos, había venido precedida por el anudamiento de una estrecha relación de Churchill, siempre brillante a la hora de hacer previsiones, mientras fue responsable
de la Marina británica, con el presidente norteamericano. La amistad entre ambos no tuvo
sombras, hasta que en 1943 apareció Stalin como tercero en discordia y, así, pudo llegar a
un grado de intimidad muy grande. Cuando se produjo la derrota francesa, Roosevelt había
dado su aprobación a la destrucción de la flota de este país y, aunque se negó a pasar a la
no-beligerancia, como le pedía el primer ministro británico, inició un giro que alinearía progresivamente a los Estados Unidos al lado de Gran Bretaña. Pero el presidente norteamericano no lo tuvo fácil en un principio. El aislacionismo era un sentimiento muy enraizado en su
país y llegó a justificar posturas incluso susceptibles de ser entendidas como pura y simple
traición. La falta de preparación norteamericana para un conflicto mundial era tan patente
que este inmenso país disponía a comienzos de 1940 de un total de divisiones que equivalía
a la tercera parte de las que Bélgica empleó en su defensa y de tan sólo 150 cazas, el equivalente de las bajas de un solo día de la Batalla de Inglaterra. Unas semanas antes de la derrota francesa, el Congreso había incluso disminuido el presupuesto bélico. En el verano de
1940, la situación cambió drásticamente. Ahora el legislativo norteamericano empezó a votar
unos créditos superiores a los que el ejecutivo le solicitaba. Las decisiones fundamentales
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fueron tomadas entonces, aunque se desgranaran luego en actos concretos. En septiembre,
los Estados Unidos cedieron cincuenta destructores a Gran Bretaña a cambio de una serie
de bases en las Bahamas. A fin de año, por la Ley de Préstamo y Arriendo, se concedieron
unas facilidades extraordinarias a Londres para sus adquisiciones y, con el nuevo año, los
Estados Unidos declararon desear convertirse en "el arsenal de la democracia". Todas estas
medidas fueron apoyadas por la población, que empezó a considerar inevitable la participación propia en el conflicto. En los primeros meses del año, además, los norteamericanos se
decidieron a controlar la navegación por la mitad occidental del Atlántico y ocuparon Groenlandia. También habían empezado a elaborar planes bélicos conjuntos con los británicos, de
acuerdo con los cuales en caso de conflicto ambos países concentrarían sus esfuerzos contra Alemania. Pero el rearme norteamericano hizo que los japoneses sintieran la tentación
de adelantarse a su peor adversario. A todo esto, la evolución militar del conflicto había ampliado el escenario hacia África y los Balcanes. En ambos casos, la iniciativa fue italiana y se
saldó con otros tantos fracasos que permiten decir que, ya en el verano de 1941, Italia se
había convertido en un pesado fardo, más que en una verdadera ayuda para Hitler. En realidad, esto ya era previsible desde un principio. La preparación del Ejército italiano estaba muy
por debajo de lo que eran las necesidades de una guerra moderna en lo que respecta a artillería antiaérea, carros y comunicaciones, pero esas debilidades se vieron multiplicadas por
las limitaciones de su oficialidad y por la propensión de Mussolini a adoptar decisiones estratégicas que no tenían en cuenta todo lo mencionado. Impaciente por entrar en la guerra porque veía que, de no hacerlo, quizá no le resultara posible beneficiarse de su resultado, el
Duce previó tan poco las consecuencias de su decisión que un tercio de la flota italiana no
pudo alcanzar el refugio de sus puertos y se perdió. Tenía la idea de conseguir muchas ventajas con poco riesgo, pero cuando solicitó Niza, Saboya, Córcega, Túnez y Siria, se encontró con que este conjunto de peticiones chocaba con la voluntad de Hitler de mantener una
Francia neutralizada. Se lanzó, entonces, a lo que él mismo denominó "una guerra paralela",
en la que podría pretender llevar a cabo tantas iniciativas autónomas como Hitler. Pero entonces se descubrieron las debilidades de su potencia militar. Hitler llegó a pensar que debería haber tratado a Mussolini, a quien siempre apreció, con los métodos de una "brutal amistad", que le hubiera impuesto un comportamiento más sensato. Las derrotas italianas empezaron en el mar Mediterráneo, donde pronto se pudo apreciar que, aunque los datos cuantitativos de su Flota parecían igualarla a la británica, en realidad distaba mucho de ser así, dada
la superioridad adversaria en aviación y radar. Desde fines de 1940 -batalla de Tarento- se
pudo considerar que los británicos no tenían adversario marítimo en este escenario. La gran
oportunidad de los italianos estuvo en África del Norte, donde tuvieron una ventaja inicial
abrumadora respecto a sus adversarios. Su ataque en dirección a Egipto logró éxitos iniciales, pero pronto se detuvo por problemas de intendencia. El contraataque británico, con un
número bastante reducido de carros, concluyó por expulsar a los italianos de Cirenaica. En
marzo de 1941, Italia tuvo que aceptar la presencia del general Rommel en Libia al mando de
tropas blindadas alemanas. Poco tiempo después, en mayo, los italianos eran derrotados en
Abisinia, donde en un principio también habían tenido una clara superioridad. El secretario
del Foreign Office británico, Eden, ironizó sobre los italianos parafraseando el comentario de
Churchill sobre la Batalla de Inglaterra: "Nunca tantos se habían rendido a tan pocos". Mussolini, ante las primeras derrotas, tomó la resolución más inoportuna que cabía imaginar. Imitando la política alemana de agresiones por sorpresa, se lanzó a una ofensiva contra Grecia
en octubre de 1940, donde muy pronto se vio en situación apurada. Se ha atribuido a esta
decisión un papel fundamental en el curso de la guerra, al haber distraído a Hitler del Mediterráneo occidental, donde podría haber obtenido mejores resultados contra el adversario británico, pero, en realidad, Alemania estaba interesada tan sólo en la ofensiva en el Este y
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quería, a lo sumo, guardarse los flancos de cara a ella. La única ventaja que obtuvo Hitler del
ataque italiano a Grecia nació de un error cometido por los británicos. Creyeron éstos que la
resistencia griega y un golpe de Estado en Yugoslavia les daban la posibilidad de iniciar un
frente periférico en los Balcanes y, en vez de liquidar la presencia italiana en el Norte de África, enviaron unas decenas de miles de hombres para ayudar a los griegos. Pero, al desembarcar en el continente, descubrieron que tenían adversarios peores. Toda la fuerza del Ejército alemán fue empleada sucesivamente contra Yugoslavia en primer lugar y, luego, contra
Grecia desde Bulgaria. En tan sólo el mes de abril, ambos países fueron aplastados, el primero de ellos con apenas dos centenares de muertos alemanes. Yugoslavia fue, además,
dividida y desmembrada entre sus ansiosos vecinos. Grecia, que había aguantado el ataque
italiano, fue arrollada por los alemanes. Todavía los británicos debieron sufrir una derrota
ulterior porque, entre mayo y junio, los paracaidistas alemanes, con una operación audaz,
ocuparon Creta. Sin embargo, las fuertes bajas que sufrieron imposibilitaron ulteriores utilizaciones de esta novedosa arma. Es muy probable que para Hitler hubiera sido mucho más
rentable su uso en Malta, desde donde, caso de haberla ocupado, hubiera puesto en peligro
los convoyes británicos en el Mediterráneo. Pero, al menos, cuando se iniciaba el verano de
1940, Alemania había protegido su flanco para la operación que siempre consideró esencial:
la ofensiva hacia el Este.
Operación Barbarroja
Como sabemos, la decisión de Hitler de atacar a la Unión Soviética fue muy temprana. Las
directivas para la misma ya estaban tomadas a fines de 1940 y, en realidad, la serie sucesiva
de desastres que Italia proporcionó a la causa del Eje sólo tuvo como consecuencia un retraso de un mes en la puesta en marcha de la ofensiva alemana, cuya fecha definitiva sólo se
decidió el mismo día en que los británicos reembarcaban desde Grecia. No parece en absoluto que este hecho jugara un papel determinante en el fracaso de la operación. La ofensiva
alemana se inició un día antes del aniversario de la invasión napoleónica y resultó tan fatal
como en aquel caso, pero "el general invierno", a quien el emperador francés responsabilizó
de sus derrotas, sólo fue una de las causas de tal resultado en este caso. Desde un principio,
estuvo muy claro cuál era el propósito de la Alemania de Hitler. Se trataba de poner fuera de
combate a la URSS en un plazo muy corto de tiempo. El Ejército Rojo sería rodeado y destruido junto a las fronteras, mediante una serie de movimientos de pinza, de modo que se
pensaba que en cuatro semanas la victoria sería completa. Los primeros éxitos hicieron pensar incluso en la posibilidad de reducir todavía más este plazo. Para hacer posible esta resonante victoria, Alemania contaba con el núcleo de su Ejército, que no había cesado de crecer
hasta un total de cinco millones de soldados, de los que tres -junto con medio millón más de
los aliados- fueron empleados en este frente. Se trataba de un arma de guerra excepcional
que había dominado Europa con un reducidísimo número de muertos, apenas unos setenta
mil, cifra que para situar en sus términos habría que poner en relación con los 43.000 muertos por bombardeo en tan sólo un año de la batalla aérea en Londres. Esta capacidad ofensiva alemana puede dar una impresión de un Ejército moderno y mecanizado, pero tan sólo
resulta parcialmente cierta, pues la ofensiva hacia la URSS también se emprendió con nada
menos que 600.000 caballos. El arma en la que el desgaste había sido mayor era la Aviación, pero el ataque por sorpresa supuso la destrucción masiva de unos 4.000 aparatos soviéticos, de modo que en la primera parte de la guerra la superioridad alemana fue absoluta y
total. Alemania no triunfó en la guerra contra la URSS, pero fue ahora, con esta ofensiva,
cuando quedó definitivamente demostrada la calidad de su Ejército. En vez de fulgurantes
victorias, se tropezó con una inmensidad de espacio y de sufrimiento por parte del adversario, aunque sus tropas estuvieron a la altura de ese reto. Al final de la guerra, de sus 1.400
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generales había muerto más de una tercera parte, en su inmensa mayoría luchando contra
los soviéticos. La ofensiva contra la URSS fue una revolución en el propio transcurso de la
guerra y también en la concepción bélica contemporánea. En este frente, en efecto, se llevaron a cabo los combates más intensos y en los que participó un mayor número de efectivos
humanos y materiales y en él, además, hubo más bajas que en todos los demás frentes juntos. De ahí deriva el crucial papel jugado por la Unión Soviética durante el período bélico y
con posterioridad. Pero la novedad del tipo de guerra practicada en el frente oriental no radicó tan sólo en el volumen de los efectivos empleados sino, más aún, en su ferocidad. Antes
de proceder a la invasión, Hitler ya había sido muy preciso con sus generales: las diferencias
de raza e ideología hacían que ahora el combate con los soviéticos no pudiera librarse en
absoluto con las condiciones de caballerosidad con las que luchaba de forma habitual Ale mania. Los eslavos eran seres inferiores y embrutecidos, dominados por comunistas y judíos,
que debían quedar sometidos a la raza superior destinada a convertirlos en siervos. La tierra
que ocupaban tenía que ser abandonada, las ciudades serían arrasadas y se practicaría una
explotación sistemática de sus recursos materiales y humanos por déspotas feudales arios.
Las minorías dirigentes debían ser sencillamente exterminadas y por ello no tiene nada de
particular que el ataque al Este coincidiera con la puesta en práctica de lo que, por otra parte,
resultaba inevitable de acuerdo con la ideología del racismo, es decir la "Solución final" o, lo
que es lo mismo, el aniquilamiento de los judíos. Hitler confiaba en obtener una victoria rápida, en parte por motivos objetivos, pero también por otros mucho menos justificados. Sabía
de las purgas que habían pulverizado a la oficialidad soviética. Gracias a ellas, Stalin no pudo contar con tres de sus cinco mariscales, trece de sus quince jefes de Ejército, más de la
mitad de los generales de división y casi idéntica proporción de los de brigada. Pero, como
contrapartida, no tuvo en cuenta la capacidad de movilización y de resistencia de los soviéticos. Aunque Alemania producía en 1940 casi el doble de acero que la URSS, ésta pronto
concentró con mayor decisión sus esfuerzos en la guerra y fue capaz de producir más de
20.000 carros y 10.000 aviones al año, cifras que en un principio fueron superiores a las alemanas. Pero, sobre todo, el Führer ignoró esa capacidad de resistencia del soldado ruso, del
que Federico el Grande decía que era necesario matarle dos veces y luego darle la vuelta
para ver si había muerto. La propia brutalidad de la guerra emprendida por los alemanes que tomaron casi seis millones de prisioneros y más de la mitad murió como consecuencia
del trato recibido- no tuvo más consecuencia que la de fomentar la resistencia enemiga y a
ello contribuyó que Stalin respondiera con idéntica dureza. Para él, quienes caían en manos
del adversario eran poco menos que traidores confesos y no prisioneros. Si la guerra fue brutal, fue porque tuvo al frente como protagonistas esenciales a dos dictadores sin piedad, para
cada uno de los cuales ésta fue su experiencia biográfica fundamental. Stalin no podía ignorar que, en un plazo más o menos largo, Hitler le atacaría, pero es probable que pensara que
disponía aún de tiempo. La mejor prueba de ello es quizá el hecho de que detuvo la purga
del mando militar y preparó nuevos tipos de armas, entre las cuales figuraban tanques de
mayor tamaño que los alemanes. Pero, de momento, la preparación soviética para enfrentarse con el Ejército alemán resultó poco menos que nula. Stalin desoyó las advertencias de los
anglosajones, no tuvo en cuenta los vuelos de reconocimiento alemanes en su propio territorio e incluso su primera reacción ante el ataque fue de tal incredulidad que pretendió que fuera interpretado como una provocación de quien estaba enfrente. Llegó incluso a desaparecer
durante unos días, fuera porque estuviera paralizado por el terror o porque quisiera que las
responsabilidades de las primeras derrotas recayeran sobre otros. Más adelante, sin embargo, reaccionó asumiendo todas las decisiones cruciales. Se convirtió en un jefe que hablaba
a los soviéticos paternalmente y parecía carente de otra connotación política que no fuera la
patriótica. Pero su liderazgo fue tan férreo que pudo trasladar a doce millones de personas
180
supuestamente sospechosas a la retaguardia; en realidad, no se les podía reprochar absolutamente nada, pero estas deportaciones se mantuvieron vigentes hasta los años sesenta.
Carecía Stalin de las intuiciones estratégicas de Hitler y cometió frecuentes errores, como,
por ejemplo, en la primera fase de la guerra, iniciar ofensivas para las que no tenía fuerzas
suficientes. Incluso sus anteriores conquistas fueron contraproducentes, porque trasladaron
sus ejércitos a las fronteras, más a mano de sus adversarios que con anterioridad. Todo eso
parece demostrar que su alianza pasada con Hitler no le reportó ventaja alguna en última
instancia. En sus Memorias, Churchill recuerda que Molotov, el segundo de Stalin, se preguntaba si los soviéticos "se merecían" el ataque alemán y concluye que la diosa de la venganza, Némesis, dio las pruebas de que sí. En cuanto a los errores de Hitler, a pesar de anteriores aciertos, fueron más numerosos y graves. Obsesionado por la guerra con la Rusia
soviética, nunca dudó que debía desencadenarla, a pesar de la resistencia de alguno de sus
colaboradores. Convencido de que duraría poco, de forma inmediata ordenó orientar la producción hacia la Aviación y la Marina, como si ya no le quedaran más adversarios que los
anglosajones. Muy pronto, sus propios generales apreciaron en él ideas absurdas o de imposible cumplimiento. Su despotismo podía servir para impedir el desmoronamiento del frente
propio -como sucedió, por ejemplo, a fines de 1941- pero a menudo se perdía en extravagancias, como afirmar que era inconveniente iniciar una guerra en viernes, información que
le transmitió al solícito Mussolini. Si en la derrota francesa había jugado un papel decisivo la
capacidad de Hitler de pasar por encima de sus generales y optar por la audacia, en el caso
de la URSS hubiera hecho mucho mejor haciendo caso al más innovador de ellos, Guderian,
que hubiera preferido que se le ordenara una penetración muy decidida, incluso olvidando el
enemigo que quedaba en retaguardia. Hitler, por el contrario, optó por una estrategia de ir
envolviendo sucesivamente a masas adversarias, lo que daba la impresión de producir victorias decisivas cuando no era realmente así y, además, osciló varias veces en su opinión
acerca de cuál había de ser la dirección principal de la penetración propia. La ofensiva se
inició el 22 de junio y dio la sensación inicial de triunfar en toda la línea. En dos batallas envolventes sucesivas, los alemanes capturaron más de medio millón de soldados enemigos y
tuvieron la sensación de que la guerra todavía sería más corta de lo previsto. Sin embargo,
los resultados iniciales de apariencia próspera ocultaban la realidad de que se habían perdido algunas excelentes oportunidades. La mejor de ellas hubiera sido la captura de Murmansk, el puerto de aguas cálidas en el Ártico, por donde les llegaría luego a los soviéticos la
ayuda anglosajona. Además, pronto fue evidente también que la inmensidad del espacio ruso
planteaba dificultades logísticas excepcionales. A pesar de que el ataque se había desarrollado en las mejores condiciones, los alemanes debieron detenerse durante algún tiempo.
Luego reanudaron su avance con otras dos batallas envolventes en la zona central y en el
frente Sur, que produjeron cada una de ellas más de medio millón más de prisioneros soviéticos. Gracias a ellas, pudieron tomar Esmolensko y Kiev, pero la misma ocupación de esta
segunda ciudad, efectuada en septiembre, denotaba los titubeos de Hitler quien, en vez de
concentrar sus esfuerzos en dirección a Moscú, parecía ahora optar por dirigirse hacia el Sur,
donde se concentraba gran parte de la riqueza económica de la Unión Soviética. A estas alturas, además, habían aparecido las primeras armas sorpresa de los rusos, como los "Katiuska" o baterías de misiles, también denominados "órganos de Stalin", de una enorme potencia destructora. Cuando los alemanes volvieron a concentrar sus esfuerzos bélicos en
dirección hacia el Norte, lograron, aun con crecientes dificultades, proseguir su avance. Las
avanzadas llegaron apenas a una veintena de kilómetros de Moscú, donde se produjeron
algunas escenas de auténtico pánico. A todo esto, cada uno de los contendientes había obtenido ayuda de sus aliados. La guerra contra la Unión Soviética proporcionó a Alemania la
oportunidad de convertirse en la ejemplificación del anticomunismo, pero la ayuda 181
escasamente deseada- de unidades voluntarias o regulares de otros países del Este europeo
o del Mediterráneo supuso poco en el desarrollo del conflicto. En cambio, para los soviéticos
la ayuda anglosajona fue muy importante. En menos de un mes, Gran Bretaña firmó un pacto
con la URSS y, a continuación, llegó a enviar hasta cuarenta convoyes marítimos hacia
Murmansk. Churchill había sido desde siempre un caracterizado anticomunista, pero estaba
dispuesto a pactar incluso con el mismo diablo con tal de conseguir a estas alturas un aliado
contra Hitler. Stalin siempre fue un colaborador muy incómodo que no dejó nunca de exigir la
inmediata apertura de un segundo frente, pero por el momento pareció aceptar que no se le
hicieran concesiones territoriales. Tampoco dio facilidades de ningún tipo respecto a Japón
cuando este país entró en la guerra contra los Estados Unidos. En parte, ello se explica porque fue la seguridad de tener la retaguardia bien cubierta lo que hizo posible la contraofensiva soviética, iniciada en diciembre del mismo 1941. Stalin recurrió ahora a la figura de mayor
prestigio del Ejército Rojo, Zhukov, y a las divisiones siberianas que, durante años, se habían
fogueado en una guerra no declarada contra el Japón. El clima, además, favoreció de forma
considerable a los soviéticos con el adelanto de un invierno para el que los alemanes, que
habían pensado en conseguir una victoria en tan sólo unas semanas, no estaban ni remotamente preparados. La ofensiva hizo retroceder a las tropas de Hitler e incluso en algún momento produjo entre ellas un fenómeno inédito, la aparición del pánico que, hasta el momento en esta guerra, los alemanes sólo habían podido observar en el adversario. En gran medida, fue la intervención de Hitler la que consiguió que el frente no se derrumbara, pero para
ello debió relevar a buena parte de los altos mandos y ordenar taxativamente que no hubiera
retrocesos. La alta calidad de la oficialidad alemana constituyó un factor decisivo para que no
tuviera lugar un desastre. Ninguna gran unidad fue rodeada y las que lo fueron temporalmente, aprovisionadas desde el aire, resistieron hasta el momento de ser auxiliadas. En enero de
1942, se produjo una nueva ofensiva rusa, que vino a confirmar la idea de que las expectativas de rápida conclusión de la guerra carecían de fundamento. No sólo había fracasado la
Alemania de Hitler, sino que a partir de este momento se inició su decadencia como poder
militar. La "Guerra relámpago" -Blitzkrieg-, que le había proporcionado sus mejores éxitos,
ahora parecía de imposible puesta en práctica, tanto porque no existía ese punto de aplicación gracias a cuyo derrumbamiento colapsaba el frente adversario, como por las enormes
dificultades logísticas que impedían sacar el provecho total de una victoria inicial. Pero esto
es adelantar acontecimientos, porque en el frente oriental, ante el aparente resultado en tablas entre los dos contendientes, el resultado de su confrontación quedó pendiente hasta la
campaña de verano de 1942. Mientras tanto, en el Norte de África los británicos, aunque
manteniendo la iniciativa, perdieron a lo largo de todo el año 1941 la oportunidad de liquidar
la presencia adversaria. En marzo, la llegada de Rommel, audaz y austero general alemán, y
el envío de refuerzos a Grecia habían provocado el retroceso hacia Egipto, dejando en la
retaguardia a Tobruk como posición fortificada cercada por el adversario. La posterior ofensiva de fines de año hizo retroceder a las fuerzas del Eje fuera de Cirenaica, pero no fue decisoria porque el núcleo de las tropas enemigas logró evadirse, ni tampoco logró atraer fuerzas
alemanas hacia un frente que Hitler siempre consideró secundario.
Japón y EE.UU. entran en la guerra
La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo
Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho
más tardías. El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al
estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a
cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su
182
ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un
orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo. Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el
90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de
alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de
los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como
en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia
que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente.
Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades
de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto anti occidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes.
De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó
con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un
acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de
la obsesión anti soviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable
favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en
dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz
de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de
que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles
la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera. Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia
china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de
Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho
más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón. La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de
1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en
favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la
navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era
una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para
la construcción de la que sería denominada "bomba atómica". Pero, entre la opinión pública,
la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando
se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de
diferencia a su favor. En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en
la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de
evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle
una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el
contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisio183
nándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina.
Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta,
además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por
lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión
consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados
Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón. La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien
negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del
ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los
Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba
para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto
bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva
norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawai. De
esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción
tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su
clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna. El
ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando
una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de
los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos
quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un
ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota
norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico
real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses
habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho
tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no
estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones,
que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final. Resulta curioso que los
principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra
que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que
tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y
el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posi ción norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona,
se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las ale manas. Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la em pleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas
de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte. Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong
184
Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En
febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas
muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más
humillante y deprimente. Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en
nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban
la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados
confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y
los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas.
Hacia el equilibrio
A comienzos de 1942, los aliados tenían muchas razones para sentirse profundamente descorazonados. En el plazo de seis meses, Japón, un adversario al que los anglosajones no
habían tomado en serio, había construido a sus expensas y a las de terceros un Imperio que
cubría una séptima parte del globo. Las victorias las había obtenido demostrando tener una
Marina muy moderna, cuya fuerza principal estaba constituida por los portaaviones. Los japoneses habían logrado sus éxitos muy a menudo con inferioridad numérica y en un momento en que se podía interpretar que los alemanes todavía estaban en condiciones de aplastar
a la Rusia soviética. La caída de Singapur era un hecho de tal gravedad que podía suponer
una directa amenaza a la India e incluso al Medio Oriente. No puede extrañar que un protagonista esencial de la guerra, como fue Churchill, anote en sus Memorias que el peor momento de la guerra fue precisamente éste, algo en lo que coincidieron también algunos de los
mandos militares británicos. Fue entonces cuando se sometió a un voto parlamentario de
confianza, que superó, pero que revelaba la sensación de que la victoria aliada estaba todavía muy lejana. Sin embargo, en los meses iniciales de 1942 si, por un lado, las potencias del
Eje llegaron al máximo de su expansión, al mismo tiempo empezaron a testimoniar sus limitaciones, no sólo materiales sino también de otra clase. Los éxitos alemanes habían acabado
teniendo como consecuencia el despropósito del ataque a la Unión Soviética, cuando Gran
Bretaña distaba de haber desaparecido como adversario. En el caso del Japón, alcanzado el
perímetro de lo que fue denominado "Área de Coprosperidad", faltó una idea clara de hacia
dónde había que seguir la ofensiva. Parece indudable que el mayor daño al adversario se
hubiera causado con el ataque en dirección a la India, en donde existía un sentimiento independentista muy arraigado. De este modo, además, se hubiera podido enlazar en Medio
Oriente con una posible ofensiva alemana desde el Cáucaso. Pero Japón no acabó de decidirse, porque Marina y Ejército de Tierra resultaron incapaces de elaborar una política conjunta y no existió un liderazgo militar claro. Además, tampoco hubo una voluntad eficiente de
coordinar los esfuerzos con Alemania. En cambio, en las semanas finales de 1941 e inicios
de 1942, en la conferencia de Arcadia los anglosajones supieron crear un Estado Mayor conjunto, planear la invasión del Norte de África y reafirmar su deseo de combatir hasta la victoria final. Stalin permaneció, por el momento, alejado de las grandes decisiones estratégicas y
Churchill hubo de explicarle que, por el momento, era imposible para los anglosajones llevar
a cabo un desembarco en Europa. De cualquier modo, todo lo que antecede demuestra que
los aliados se coordinaron mucho mejor que sus adversarios. A lo largo de los meses centrales de 1942, las potencias del Eje parecieron capaces de emprender, una vez más, nuevas
ofensivas, pero en realidad testimoniaron que sus posibilidades para conseguir con ellas ful185
gurantes victorias habían empezado a agotarse. Y ése fue el principio del final para ellas,
puesto que, en definitiva, la superioridad en capacidad económica del enemigo tendría que
imponerse a medio plazo. En territorio soviético, los alemanes habían retrocedido más de
doscientos kilómetros a partir de la contraofensiva enemiga del mes de enero. Los Ejércitos
alemanes habían mantenido una firme resistencia en las ciudades y sin tratar de cubrir en su
totalidad los enormes espacios vacíos del frente. Esos núcleos de resistencia a menudo fueron aprovisionados desde el aire, lo que revela el titánico esfuerzo de los alemanes por mantenerse en sus posiciones. Cuando, avanzada la primavera, Hitler pasó a la ofensiva, sus
propósitos resultaron relativamente modestos, al menos en comparación con los que había
tenido en otros tiempos. Lejos de pretender una avance generalizado en todos los frentes, se
marcó tan sólo dos objetivos. Por una parte, la conquista de Leningrado, donde las penosas
condiciones del sitio se tradujeron en la muerte por inanición de una tercera parte de su población; por otra, el avance hacia el Cáucaso. Esta última dirección revelaba la preocupación
de Hitler por la carencia de petróleo, pero también el hecho de que necesitaba conseguir una
victoria espectacular, aunque fuera parcial, para confiar de nuevo en que el frente enemigo
se derrumbaría. En mayo, las operaciones se iniciaron con la toma de Crimea y Sebastopol.
Una ofensiva soviética en dirección a Jarkov se saldó con un movimiento envolvente que
proporcionó a los alemanes la última ocasión para hacer centenares de miles de prisioneros.
Sin haber ocupado totalmente el Cáucaso, los alemanes se empeñaron, entonces, en el ataque frontal más al Norte, contra Stalingrado, pronto convertida en todo un símbolo de resistencia, incluso por su mismo nombre. A la altura de octubre, la mayor parte de la ciudad
había sido ya conquistada, pero al precio de un esfuerzo de desgaste muy considerable. En
el Pacífico, los japoneses, como se apuntaba, habían conquistado su superioridad merced a
su flota de portaaviones, en la que mantenían una neta ventaja, y la superior calidad de su
aviación. Sin embargo, la incertidumbre estratégica les perdió cuando trataron de responder
a una arriesgada operación de bombardeo norteamericana, cuyo efecto casi exclusivo fue de
orden psicológico. En efecto, empleando portaaviones como punto de partida, los norteamericanos enviaban sus bombarderos sobre Tokio, desde donde huían en dirección a China.
Como respuesta, los japoneses trataron de avanzar hacia el Sur, ocupando la totalidad de
Nueva Guinea. Como consecuencia de ello, se produjeron dos importantes batallas navales,
las primeras en la Historia en que el combate se llevó a cabo sin que los barcos se avistaran
a través de los aviones que enviaban. Superiores en información y radar, los norteamericanos consiguieron detener al adversario. En la primera de esas batallas, la del Mar del Coral mayo-, los japoneses perdieron un portaaviones ligero y los norteamericanos uno pesado,
pero el resultado había sido ya más equilibrado que en cualquier ocasión anterior. En la batalla de Midway, los japoneses, que habían dispersado sus portaaviones con una simultánea e
insensata operación hacia el Norte, se enfrentaron con los norteamericanos, que conocían
sus movimientos de manera perfecta. En muy poco tiempo, fueron hundidos cuatro portaaviones en la que fue la primera victoria irreversible de los norteamericanos. Merece plenamente este calificativo porque lo cierto es que Japón nunca fue capaz de superar el resultado
de esta derrota. Sus posibilidades industriales eran infinitamente inferiores a las de su enemigo: durante toda la guerra, encargó la construcción de sólo 14 portaaviones, mientras los
Estados Unidos iniciaron nada menos que 104. Pero lo peor para los japoneses fue la imposibilidad de reemplazar a los pilotos y los aviones desaparecidos. En el verano de 1942,
mientras los submarinos norteamericanos empezaban a castigar a una flota como la japonesa cuyos efectivos eran un tanto modestos, ambos contendientes se enzarzaban, en la isla
de Guadalcanal, en la primera batalla terrestre y naval al tiempo. El resultado fue un intenso
desgaste, especialmente grave para el combatiente menos poderoso: Japón. Si en el Pacífico la situación podía interpretarse como si correspondiera a un momento de juego en tablas,
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en África el Eje obtuvo victorias pero, como no fueron resolutivas, en la práctica acabaron por
ser engañosas. Los cambios en la situación de los frentes respondieron a modificaciones
sucesivas más violentas todavía que aquellas que habían tenido lugar en 1941 y siempre
fueron favorables a alemanes e italianos pero, al mismo tiempo, dejaron irresuelto el destino
final de este frente. Una importante razón de ello es que, pese a que todo el peso de la aviación alemana se dirigió contra Malta, esta base permaneció incólume y facilitó, de este modo,
el paso de los convoyes de aprovisionamiento aliados que acabarían por hacer posible la
victoria propia. Además, hubo también un refuerzo aéreo complementario de los norteamericanos cuando Japón detuvo su ofensiva en el Índico. No obstante, hasta comienzos de septiembre de 1942, los británicos sufrieron una serie de derrotas tanto más humillantes cuanto
que las fuerzas propias eran superiores en número y material. La primera victoria la obtuvo
Rommel en la Línea Gazala donde había permanecido hasta el momento a la defensiva. En
el mismo mes de junio, tomó Tobruk, que no pudo, por tanto, permanecer como posición aislada al igual que en el año anterior, y a continuación trasladó su ofensiva en dirección a Egipto. Sólo se estabilizó el frente en El Alamein, a menos de un centenar de kilómetros de Alejandría. Allí sus adversarios habían construido fuertes posiciones defensivas y se preparaban
ya para devolverle el golpe, acumulando recursos para la ofensiva.
La guerra en el mar
Mientras las circunstancias bélicas en frentes tan distantes como los que han sido mencionados empezaban a proporcionar la impresión de que se había llegado a un equilibrio entre los
contendientes, tenían lugar también semanas decisivas en la guerra marítima, cuyo desenlace definitivo se produjo ya bien entrado el año 1943. La guerra en el mar juega un papel decisivo en el frente del Pacífico y por eso ha sido necesario tratar de ella en su momento, pero, además, constituye el telón de fondo para explicar muchos de los acontecimientos bélicos
producidos en tierra. A diferencia de lo sucedido en la Primera Guerra Mundial, en que los
aliados conservaron siempre el frente francés, ahora, a partir de 1940, lo perdieron y volver a
poner el pie en el continente suponía la concentración de unos efectivos formidables, de los
que dependió siempre el resultado de la guerra. La Batalla del Atlántico, que tuvo un resultado dudoso durante la mayor parte de la guerra y que, en 1942, pareció incluso decantarse a
favor de Alemania, jugó por tanto un papel decisivo. Durante la guerra, atravesaron el Océano unos 75.000 barcos, trasladando 270 millones de toneladas de productos y tres millones y
medio de combatientes. Sin todos estos recursos, la victoria aliada hubiera sido completamente imposible. En realidad, esta batalla comenzó incluso antes de que hubiera tenido lugar
el estallido de la guerra pues, dos semanas antes de él, ya habían partido los submarinos
alemanes de sus bases. Fue Alemania, en efecto, quien, en el Atlántico, se convirtió en protagonista casi exclusiva del intento de estrangular la comunicación marítima entre ambos
lados del Océano. La Marina italiana se demostró anticuada y no jugó papel alguno fuera del
Mediterráneo, donde casi siempre fue derrotada por la británica; la francesa tampoco tuvo
papel decisorio alguno en el desarrollo del conflicto. La alemana estaba en mantillas al co menzar la guerra: en tonelaje, apenas era una octava parte del arma naval francobritánica e
incluso su arma submarina tampoco era tan importante en términos comparativos. Los propios alemanes calcularon necesitar unos 300 submarinos para estrangular el tráfico marítimo
anglosajón, pero al iniciarse el conflicto sólo disponían de una sexta parte. El arma naval
alemana tenía, sin embargo, la ventaja de la modernidad y ésta, en especial merced a la velocidad en los navíos de superficie, le podía permitir unas iniciativas que constituyeron, desde
un principio, una amenaza grave para el tráfico marítimo anglosajón. Lo cierto es, sin embargo, que esas unidades decepcionaron pronto a los responsables supremos e incluso al propio Hitler, de modo que se acabó por confiar de manera exclusiva en los submarinos. Pero,
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por un momento, las unidades de superficie parecieron efectivas. Desde muy pronto, algunas
de las grandes unidades burlaron el bloqueo británico y se lanzaron a "raids" por todo el
mundo, poniendo en peligro a los navíos mercantes aliados. La primera decepción se produjo, sin embargo, en el caso del acorazado de bolsillo Graf Spee que, a fines de 1939, fue
hundido por su tripulación temiendo verse acosado por unidades muy superiores en fuerza,
lo que no era cierto. Cuando, en mayo de 1941, el Bismarck, probablemente el buque más
poderoso de la Tierra y la joya de la Marina alemana, intentó lanzarse a una operación semejante, fue descubierto y aunque logró librarse de un buque británico de mayor tonelaje pero
envejecido -el Hood- finalmente fue hundido por los ataques coincidentes de la Marina y la
Aviación británicas. Otras unidades alemanas utilizaron la amplia costa ocupada por los alemanes, tras la conquista de Noruega y de Francia, para operaciones semejantes. Lo cierto
es, sin embargo, que fueron protagonistas de operaciones arriesgadas, pero no tan relevantes; quizá, no obstante, consiguieron atraer al enemigo, que hubo de retener efectivos importantes sin darles otra utilidad. Éste fue el resultado de mantener las principales unidades en
Noruega, con lo que amenazaban las rutas de aprovisionamiento hacia la URSS por el puerto de Murmansk. Sin embargo, con frecuencia los alemanes fracasaron en su intento de detener los convoyes adversarios. Uno de estos fracasos tuvo como consecuencia la dimisión
del responsable de la Marina, almirante Raeder, que fue sustituido por Dönitz, el responsable
de los submarinos. Sobre ellos descansó, en realidad, el peso principal de los intentos del
Eje por estrangular la resistencia británica, primero, y para impedir, luego, la llegada de los
ejércitos norteamericanos al Viejo Continente. Las unidades de las que se sirvieron los alemanes en realidad distaban mucho de ser los submarinos atómicos de hoy: eran muy lentos
cuando estaban sumergidos y, en la práctica, un tercio de sus torpedos no funcionaba o no
estallaba. Aunque su radio de acción era mayor que hacía treinta años, no se podían alejar
en exceso del litoral europeo, lo que explica la utilización de submarinos-nodriza dedicados a
aprovisionarlos. Habían conseguido, sin embargo, fabricar unos torpedos que no dejaban
rastro de burbujas y, sobre todo, optaron por atacar en grupo y por la noche, desde la misma
superficie, al adversario, con lo que empezaron a obtener grandes éxitos. La guerra submarina siempre fue extraordinariamente dura. En un principio, se sujetó a las reglas previstas en
las convenciones internacionales, pero con el paso del tiempo se dio a los submarinos alemanes la instrucción de que no debían rescatar a las tripulaciones de los barcos hundidos.
De 41.000 tripulantes de los submarinos alemanes, 28.000 perdieron la vida en el océano. A
lo largo de 1940 y 1941, los alemanes calcularon que, hundiendo unas 200.000 toneladas
mensuales de buques británicos, superaban la capacidad de construcción enemiga. Sin embargo, el momento decisivo de la batalla submarina fue los primeros meses a partir de la intervención norteamericana, cuando se libró a las unidades alemanas de cualquier restricción
respecto a posibles hundimientos junto a las costas americanas y sus nuevos adversarios
todavía no se habían organizado para una defensa adecuada de sus convoyes. En 1942,
cuando los alemanes consiguieron mantener en actividad unos cincuenta submarinos a la
vez, hundieron siete millones y medio de toneladas de buques aliados. Desde el verano de
1942 hasta marzo de 1943, en tres ocasiones los alemanes consiguieron hundir una media
mensual de 700.000 toneladas, cifra que, de haberse mantenido, hubiera supuesto la pura y
simple imposibilidad de que el adversario los repusiera. El inconveniente para los alemanes,
que consiguieron multiplicar la eficacia de sus submarinos gracias a la utilización de aviones
de reconocimiento con gran radio de acción, fue que la acción indiscriminada de sus submarinos les valió la declaración de guerra de Brasil y México. Pero sus adversarios no sólo tenían mayor capacidad de construcción de buques, sino que, además, fueron capaces de recurrir a nuevos procedimientos defensivos. La superioridad técnica en radar y en aparatos de
detección de las radios adversarias explica buena parte de esos triunfos, pero éstos estuvie188
ron también motivados por la organización del tráfico marítimo en convoyes, con barcos de
protección cada vez más rápidos y portaaviones de bolsillo que proporcionaban cobertura
aérea inmediata, al margen de que también dispusieran de aviones de gran radio de acción.
En cambio, nada se consiguió bombardeando las bases adversarias, bien protegidas. La situación que se había hecho angustiosa para los aliados en marzo de 1943 cambió bruscamente a partir de entonces hasta el punto de que el almirante Dönitz debió admitir su derrota
ya en mayo. En el tercer trimestre de 1943, fueron hundidos más de setenta submarinos
alemanes. En 1944, los barcos aliados hundidos en el Atlántico fueron ya una proporción mínima del total que lo cruzó. Aunque los alemanes introdujeron novedades, como torpedos
acústicos y el "snorkel", procedimiento novedoso de ventilación, los nuevos submarinos alemanes, eléctricos y más rápidos, no pudieron en la práctica ser empleados a tiempo para
cambiar la tendencia bélica en el mar. El caso de Japón prueba hasta qué punto la guerra
submarina podía haber sido efectiva para estrangular la comunicación entre los dos lados del
Atlántico. En este caso, el escaso tonelaje de la Marina mercante y la imposibilidad para reponerlo se unieron a la falta de organización de convoyes y a la eficacia de los submarinos
norteamericanos. De poco les sirvió a los japoneses haber conquistado las materias primas
que necesitaban si no podían transportarlas. Al final de la guerra, más de cuatro millones de
soldados japoneses permanecían aislados por vía marítima y sin haber entrado en combate
contra el adversario. Los norteamericanos no sólo hundieron gran parte de la Flota mercante
japonesa, sino también alguno de sus barcos mayores, incluidos los portaaviones. Los japoneses, en cambio, dedicaron sus submarinos a una función tan incongruente como la de actuar como modestos barcos de aprovisionamiento de las guarniciones aisladas en las islas
del Pacífico.
La vida en guerra
La II Guerra Mundial implicó a buena parte de la población total del planeta. Además, su propio carácter universal propició que se emplearan en el conflicto una cantidad de recursos
hasta entonces inusitada, promoviendo un incremento de la producción y un esfuerzo económico gigantesco. Tanto como los ejércitos, las retaguardias desempeñaron un papel de
primer orden en el conflicto, como demostrará, significativamente, el caso inglés. Igualmente,
los movimientos de resistencia al invasor nazi, aunque desiguales y en algunos casos sobre
valorados, tendrán una importancia capital, extendiendo su influencia incluso más allá de la
finalización de la Guerra, como en el caso yugoslavo. Otro aspecto significativo de la II Guerra Mundial es el Holocausto, en el que por primera vez en la Historia se lleva a cabo una
sistemática eliminación étnica con los medios más modernos hasta entonces conocidos. El
papel de los intelectuales durante el conflicto no puede definirse como homogéneo, pues el
influjo del fascismo y el estalinismo alcanzó a todas las esferas de las sociedades, incluido el
ámbito cultural. Así, destacados intelectuales se posicionaron, a veces con ardor, en alguno
de los bandos.
Viejos y nuevos procedimientos bélicos
Anteriormente, hemos podido llamar la atención acerca del papel crucial desempeñado en un
determinado momento de la guerra por la Batalla del Atlántico. En ella aparecieron nuevos
procedimientos de combate proporcionados por la inventiva en cuestiones técnicas, pero el
arma submarina no constituyó una novedad respecto de la Gran Guerra. Tampoco lo fue la
construcción de enormes buques a la que recurrieron Alemania y Japón para compensar el
desequilibrio que padecían previamente. Mucho más novedosa fue la utilización del portaaviones, en especial en el Pacífico, e incluso la aparición de lanchas y barcos de desembarco,
capaces de trasladar grandes masas de tropas a distancias relativamente grandes. Pero la
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guerra en el mar no produjo una estrategia nueva ni la aparición de formas de combate radicalmente distintas del pasado. En tierra se produjeron más innovaciones técnicas y, sobre
todo, un planteamiento estratégico que durante algún tiempo dio la sensación de llegar a ser
resolutivo. Las primeras supusieron, por ejemplo, la desaparición, en la práctica, de la caballería, a pesar de que los rusos siguieron haciendo uso de ella en operaciones complementarias. Durante la guerra aparecieron armas individuales -fusiles de asalto- que multiplicaban la
capacidad de fuego en perjuicio de la precisión. La artillería, por su parte, no sólo presenció
la aparición de una potencia de fuego nunca conocida (los alemanes llegaron a planear cañones hasta de 100 metros, que no tuvieron uso importante) sino también la reaparición, a
escala nunca imaginada, de los cohetes, en especial por parte de los soviéticos. La efectividad de los proyectiles se vio reforzada por el uso de la carga hueca o de las espoletas de
explosión por proximidad. También el cohete fue utilizado por el combatiente individual en la
lucha anticarro o contra fortificaciones: a veces, el lanzallamas desempeñó un papel parecido
en la guerra en el Pacífico. Finalmente, el papel de los carros, aunque ya hubieran desempeñado un papel de considerable trascendencia durante la anterior guerra, se vio multiplicado
exponencialmente por la utilización masiva que de ellos se hizo. Alemania fue quien introdujo
este tipo de estrategia, que desempeñó un papel esencial en la llamada "Guerra relámpago".
Ésta, en efecto, resultó una innovación radical que permitía superar la superioridad del ad versario en un determinado punto, mediante la concentración de todos los esfuerzos. Sin
embargo, ni la "Blitzkrieg" se demostró siempre una estrategia capaz de conseguir siempre la
victoria, ni los carros alemanes mantuvieron durante todo el tiempo su superioridad. La "Guerra relámpago" fracasó en la URSS y, en ella, en número y en calidad superaron los carros
soviéticos a los alemanes, a pesar de la mejora de éstos en tonelaje, blindaje y velocidad. No
fue el único ejemplo; también el Sherman norteamericano quedaba por delante de los ale manes en la fase final de la guerra. En ella, la "Guerra relámpago" había desaparecido como
posibilidad estratégica real. Alemania -y algo parecido cabe decir de Japón-, por su parte,
aprendió de los soviéticos la batalla defensiva a ultranza y eso explica su capacidad de resistencia frente a fuerzas mucho mayores que las propias. En cierto modo, el género de ofensiva de los norteamericanos en el Pacífico, ocupando puntos decisivos desde donde ejercer su
superioridad naval y aérea, pero sin ocupar todas las posiciones contrarias, recuerda un tanto a la "Guerra relámpago" inventada por los alemanes en las operaciones terrestres de Europa. No obstante, las innovaciones más importantes desde el punto de vista técnico tuvieron
lugar en la guerra en el aire y dieron lugar al nacimiento de una estrategia en la que los anglosajones -los británicos, de manera especial- confiaron, sin que durante mucho tiempo su
esperanza se correspondiera con los resultados. Alemania que, en este terreno de la innovación técnica, estuvo a menudo por delante de sus adversarios, no elaboró, en cambio, una
doctrina estratégica propia. La mayor innovación de la guerra en el aire fue la aparición del
bombardero cuatrimotor capaz de transportar a gran distancia una carga importante de bombas. A tal novedad se llegó un tanto tardíamente, en el sentido de que Alemania, por ejemplo, hizo un uso exclusivamente táctico de sus aviones en la batalla terrestre durante la primera parte de la guerra. Cuando empezó la Batalla de Inglaterra, se demostró que su capacidad destructiva era menor que la esperada y algo parecido les sucedió a los mismos británicos. La paradoja es que antes de la guerra se había teorizado acerca del papel que podía
tener la aviación del futuro y se le había atribuido uno no sólo muy relevante, sino incluso por
completo decisorio. Douhet, en la Italia fascista, y Trenchard, en Gran Bretaña, habían de fendido la tesis de que la aviación podía destruir por sí sola la capacidad industrial del adversario e incluso, además, su voluntad psicológica de resistencia. Lo cierto es que el precedente de la Guerra Civil española, momento en que por vez primera fueron bombardeadas poblaciones civiles, parecía probar lo contrario y de cualquier manera ninguna aviación del
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mundo parecía dotada de medios para producir esos resultados. La alemana carecía de capacidad industrial suficiente y la británica había iniciado el rearme hacía demasiado poco
tiempo como para poder tener esas aspiraciones. Puede añadirse, incluso, que la utilización
del bombardeo en las ciudades fue empleado con cierta moderación, como si se temiera la
reacción adversaria. Alemania utilizó sus bombarderos contra Polonia o en Rotterdam, pero
no contra París, por ejemplo. La situación cambió a partir de la Batalla de Inglaterra. Entonces, la espiral de represalias entre alemanes y británicos tuvo como consecuencia el bom bardeo de las poblaciones civiles. Con el paso del tiempo, los segundos hicieron de la necesidad virtud y convirtieron la tesis del bombardeo estratégico en una pieza fundamental de su
forma de enfocar la guerra. No podían pensar en derrotar a Alemania -o, al menos, ayudar a
la URSS- más que por este procedimiento. Churchill llegó a creer que, con tan sólo destruir
las sesenta mayores ciudades alemanas conseguiría derrotar a su enemigo. Pero, en realidad, ni siquiera estaba en condiciones de cumplir con ese propósito. En los primeros años en
que se empleó el bombardeo masivo, no merecía este calificativo, porque los británicos apenas tenían unos 400 aparatos capaces de realizarlo, de modo que para los alemanes esta
ofensiva, más que un problema fue una molestia. La destrucción de las ciudades tuvo un impacto relativamente menor sobre la producción industrial e incluso en 1941 las bajas padecidas en operaciones de bombardeo fueron superiores a las causadas por él. El ataque aéreo
masivo fracasó incluso cuando era dirigido a zonas industriales decisivas: los bombardeos
aliados sobre los yacimientos petrolíferos rumanos de Ploesti, que abastecían a Alemania, se
repitieron hasta treinta veces pero no evitaron que se mantuviera casi la mitad de su producción. Cuando los anglosajones, en 1943, aumentaron el número de sus aviones que actuaban sobre Alemania y se concentraron en exclusiva sobre determinadas zonas (el Ruhr,
Hamburgo, Berlín...), los alemanes perfeccionaron sus sistemas antiaéreos y debieron ser
suspendidos los vuelos diurnos debido al elevado número de bajas propias. Por tanto, hasta
mediados de 1944, el bombardeo estratégico tuvo unos resultados más bien parcos. Si, en
cambio, la situación cambió luego fue, en primer lugar, porque la superioridad aliada era ya
total en todos los terrenos pero, además, porque hubo un cambio en el modo de llevar a cabo
los bombardeos. Los aviones -Liberators, B-17 denominados "Fortalezas volantes"...- fueron
cada vez más grandes, hasta el punto que algunos modelos podían transportar muchas toneladas de bombas a miles de kilómetros de distancia. Además, fueron acompañados por cazas de protección, como los Mustang, que tenían un amplio radio de acción y que se impusieron sobre el adversario sin excesivas dificultades. Finalmente, el bombardeo fue mucho
más preciso y selectivo. El ministro alemán de Aprovisionamientos, Speer, critica en sus
Memorias a los aliados, porque carecieron de tenacidad en el momento de elegir sus objetivos, pero en la fase final habían logrado dañar de manera grave a sectores tan sensibles
como la gasolina sintética o los rodamientos a bolas. Además, en las operaciones en Francia, el bombardeo sistemático y de precisión sobre los núcleos de comunicaciones destruyó
la reacción alemana. En definitiva, desde el punto de vista material, el bombardeo estratégico
no resultó un procedimiento fácil, ni rápido, ni barato para derrotar al adversario. La mejor
prueba consiste en que si causó 600.000 muertos alemanes también supuso unas 150.000
bajas aliadas. Desde el punto de vista psicológico, se ha podido decir que su consecuencia
principal fue mucho más la apatía que el desánimo. Claro está que en el caso del Japón resultó diferente, pero también es cierto que ya sus aliados alemanes se habían rendido. El
bombardeo estratégico fue una de las escasas acciones de carácter bélico que provocaron,
por su carácter indiscriminado, una protesta moral en determinados sectores de la sociedad
británica. La paradoja es que, mientras que los alemanes empezaban a padecer el bombardeo aliado, eran los dueños de un Ejército que, sobre todo para la guerra aérea, anunciaba el
futuro. Por suerte para los aliados, carecieron de tiempo -y también de espacio, después del
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desembarco en Normandía- para aprovecharse de él. También les sobró despilfarro en alguna de sus experiencias más novedosas. Las más importantes no fueron las llevadas a cabo
con aviones a reacción, pues su aparición fue casi simultánea en ambos bandos, sino en el
uso de misiles. Los dos modelos utilizados fueron pensados para ser utilizados contra Gran
Bretaña, pero también se emplearon en la batalla continental. Los V-1 eran aviones no tripulados, de escasa velocidad y precisión, mientras que los V-2 eran cohetes de combustible
líquido que, por su velocidad y altura, no podían ser derribados y, en cambio, eran dirigidos
con bastante precisión desde sus bases de partida. Mientras que los cañones de dimensiones gigantescas fueron un fiasco, otro proyectil, el V-4, dotado de fases sucesivas, hubiera
sido mucho más peligroso, pero, por suerte para los aliados, no llegó a convertirse en realidad. Estos intentaron y, en parte, lograron retrasar el funcionamiento de estas nuevas armas
mediante bombardeos de la base de Peenemunde, donde se experimentaban. Los misiles
serían durante la posguerra el arma decisiva para el balance estratégico entre las grandes
potencias. Aparte de todas esas novedades bélicas, que tuvieron lugar en el aire, hay que
hacer mención también de otras que estuvieron relacionadas con la guerra en ese medio. Ya
se ha hecho mención ocasional del radar, que jugó un papel esencial también en el mar y en
el que los aliados fueron muy superiores al adversario. No obstante, los procedimientos de
guerra electrónica fueron también empleados por los alemanes para guiar sus bombarderos
durante la Batalla de Inglaterra. En cuanto al arma nuclear, de hecho su utilización respondió
a unos criterios semejantes a los del bombardeo estratégico. Bien hubieran podido ser los
alemanes quienes descubrieran la bomba atómica, pero la visión de la guerra como un conflicto destinado a llevarse a cabo con rapidez y resolución hasta tal punto dominaba a Hitler
que impidió que dedicara a este tipo de investigación todo el esfuerzo; incluso llegó a calificar
de "judía" a la física nuclear. Fueron, pues, los anglosajones, con la inapreciable ayuda de
muchos científicos exiliados, los que dedicaron mayores esfuerzos a esta investigación, pues
los japoneses, que también lo intentaron, estaban muy lejos de poder conseguir los conocimientos suficientes. Los aliados fueron muy discretos entre sí a la hora de comunicarse sus
descubrimientos y, mucho más aún respecto de la URSS, que obtuvo información tan sólo
gracias al espionaje. Los Estados Unidos acabaron siendo los descubridores del arma nuclear, porque a ella le dedicaron más recursos y medios humanos. La mención al espionaje
sirve sin duda para recordar el decisivo papel jugado por la inteligencia y la información a lo
largo del conflicto. En este terreno, los anglosajones, desde un principio, tuvieron una clara
ventaja, mientras que los japoneses permanecieron los más rezagados. Alemania se vio perjudicada por el convencimiento de que sus sistemas de cifra eran inaccesibles y por la resistencia a aceptar informaciones que estaban fundamentadas pero que chocaban con las convicciones de Hitler. Claro está que a lo largo del conflicto varió mucho la cantidad y la calidad
de la información lograda del adversario por los aliados, pero en la Batalla de Inglaterra, como en la del Atlántico y la del Pacífico, resultó a menudo decisiva para la planificación de las
operaciones propias. Aparte de las armas que fueron utilizadas, hubo otras que no llegaron a
serlo, no tanto porque lo vedaran las convenciones internacionales como por el hecho de que
ambos contrincantes temían la reacción adversaria. Así sucedió con los instrumentos para la
guerra química y bacteriológica. Churchill hubiera estado dispuesto a usar gases para derrotar a los alemanes si éstos desembarcaban en Gran Bretaña pero, por fortuna, no sucedió
así. Japoneses y alemanes sometieron a sus prisioneros a experimentación, lo que revelaba,
bien a las claras, la esencia de sus respectivos sistemas políticos. Claro está que la guerra
química tuvo también otras vertientes más positivas. La medicina se desarrolló durante la
guerra merced a las sulfamidas o la difusión de la quinina sintética. También el DDT sirvió
para evitar enfermedades y se hizo habitual la transfusión de sangre, procedimiento no gene 192
ralizado hasta entonces. Así, los desastres de la guerra tuvieron en este sentido un parcial
lenitivo.
Las retaguardias
La Primera Guerra Mundial había sido, sin duda, una guerra total, en el sentido de que todos
los recursos fueron movilizados para la obtención de la victoria, pero la Segunda lo fue mucho más todavía, en el sentido de que las vidas privadas se vieron afectadas de una manera
absoluta por ella. Un factor decisivo en la determinación del resultado de la guerra fue, por
tanto, el grado de movilización de la retaguardia y éste dependió, en buena medida, del estado de ánimo de los que no estaban en primera línea de combate. En la retaguardia se produjeron, en fin, modificaciones en las formas de vida colectiva y en los modos de dirigir la política, que tuvieron repercusión sobre los acontecimientos militares o sobre la configuración de
las realidades institucionales, una vez concluida la guerra. Como resulta necesario referirse,
por lo menos de forma somera, a la retaguardia y cada país vivió la experiencia de la guerra
de una manera muy peculiar, lo vamos a hacer agrupando a los principales beligerantes de
acuerdo con el bando en que combatieron, lo que, por otro lado, coincide con su significación
política. Alemania vivió de una forma aparentemente confortable toda la primera parte de la
guerra. A diferencia de lo sucedido en 1914, las raciones alimenticias fueron abundantes,
como si los dirigentes políticos temieran que una situación problemática pudiera tener idénticos resultados que en 1918. No se movilizó a la mujer para las tareas productivas, en parte
por cuestiones de principio pero también por la ausencia de perentoria necesidad. Speer, el
ministro dedicado a la producción de guerra, cuenta en sus Memorias que la invasión de Rusia sirvió para que las clases altas del III Reich multiplicaran su servicio doméstico importando criadas ucranianas. Esta anécdota tiene en realidad más importancia de lo que puede parecer porque, en general, Alemania trasladó gran parte de su esfuerzo de guerra al trabajo
forzado de personas de otra nacionalidad o raza. Tras esta apariencia, había realidades siniestras que eran padecidas no sólo por quienes eran considerados racialmente inferiores o
por los vencidos, sino también por los propios alemanes. Nada más comenzada la guerra, se
empezó a convertir en realidad la eutanasia que, desde siempre, estaba implícita en el ideario racista nazi. La confrontación bélica, inherente al pensamiento de Hitler, tuvo como consecuencia la exacerbación del totalitarismo y, por lo tanto, la marginación y trituración de
cualquier competidor al poder del Estado. En las grandiosas planificaciones arquitectónicas
que, en plena guerra, se hicieron y con las que Hitler quería remozar las ciudades alemanas
después de la victoria final, no había lugar, por ejemplo, para los templos. La dictadura, por
otro lado, multiplicó sus perversiones. Bajo la apariencia de una concentración de poder, en
la práctica funcionaba como una especie de solapamiento perpetuo entre diversos feudos,
con el resultado de la anarquía. Aislado, dubitativo y en ocasiones histérico, Hitler se convirtió en prisionero del círculo cada vez más pequeño que le rodeaba, en el que jugó un papel
creciente Martin Bormann. Sus órdenes en teoría no admitían réplica, pero con frecuencia ni
siquiera llegaban a ser tomadas en consideración por los responsables de ponerlas en práctica. Si en un principio consiguió mantener la disciplina, cuando empezaron a producirse derrotas en el frente oriental las autoridades subordinadas incumplieron las órdenes de auto
inmolación que el Führer quiso imponerles. Un importante interrogante acerca del III Reich
durante la guerra reside en la aparente inexistencia de oposición interna. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, la dura represión que la llegada del nazismo impuso, así como el severo régimen del frente, que pudo suponer unas 15.000 muertes por razones disciplinarias, impuestas por la justicia militar. En realidad, existió una oposición, principalmente relacionada
con círculos conservadores y religiosos, que en un principio habían colaborado con Hitler,
desempeñaban tareas importantes en el Ejército o la Administración y acabaron conspirando
193
contra el régimen. Hasta una quincena de intentos de asesinato del Führer fueron planeados
por sus opositores, pero este mismo hecho testimonia la debilidad de la conspiración, porque
presuponía que nada podía hacerse mientras él estuviera vivo. De todos modos, la intentona
efectivamente realizada "Operación Walkiria", en julio de 1944, testimonia que la red había
penetrado capilarmente en toda la estructura del régimen y que incluso era mayoritaria en
algunos ámbitos. 7.000 personas fueron ejecutadas como consecuencia de la represión posterior a la intentona. Una Alemania que practicó, al menos, un cierto nazismo pasivo olvidó,
en la posguerra inmediata, a estos opositores que tienen, sin embargo, el mérito de haber
fundamentado su actitud en unos principios morales y en el repudio de la persecución antisemita. Las otras dos grandes potencias del Eje vivieron los comienzos de la guerra con la
impresión de que no era necesario proceder a una movilización total de sus recursos. En Japón, esta conciencia se vio fomentada por el hecho de que el país tenía una tradición victoriosa en sus conflictos pasados y una tecnología militar avanzada en muchos terrenos. Por
ello, tuvo una repercusión muy negativa el hecho de que los norteamericanos fueran capaces
de bombardear el archipiélago. En la fase final de la guerra, el apego a tradiciones militares
ancestrales hubiera podido favorecer una resistencia a ultranza que los norteamericanos temieron y que les llevó a decidir el uso de la bomba atómica contra el adversario. Pero, en
Japón, el partido favorable al imperialismo agresivo nunca tuvo la hegemonía absoluta. El
emperador, de esta manera, pudo contribuir a la petición de paz, aunque años atrás, él mismo no había puesto obstáculo alguno al desencadenamiento de la guerra. Italia tampoco sintió ninguna necesidad de imponer grandes sacrificios movilizadores en el momento de entrar
en la guerra, pero su actitud fue mucho más inconsciente y escasamente previsora. En 1940,
el régimen era en general aceptado pasivamente, de modo que la coerción sólo era episódica. Tan sólo 1.200 de los 21.500 oficiales italianos pertenecían al partido, lo que indica la
insuficiencia de un poder político que, sin embargo, en su momento había inventado el término "totalitario". Mussolini hubiera deseado en 1940 una guerra un poco más larga, para aprovechar mejor sus posibilidades de cara a la paz. La "guerra paralela" que intentó llevar le
condenó a la condición de lastre de Hitler y redujo cada vez más su capacidad de acción. Ni
siquiera cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles para él, fue capaz de otra cosa que
de hacer gestos, como enviar a sus ministros a los puestos de combate. Dentro del partido
se apoyó en los más jóvenes, pero no dio el paso hacia un mayor totalitarismo y fueron los
cuadros más antiguos quienes acabaron con él, en el verano de 1943. Por su parte, las democracias vivieron el conflicto bélico sin modificar el funcionamiento de sus instituciones. En
Gran Bretaña y los Estados Unidos fue posible ir a la huelga en plena guerra y, por si fuera
poco, se celebraron elecciones al mismo tiempo que se combatía en el frente. La prensa debatió sobre materias estratégicas y los dirigentes políticos recibieron críticas o fueron preguntados sobre materias muy delicadas. Pero, como contrapartida, también actuó la propaganda
como medio de comprometer a la población en la tarea bélica. En este sentido, jugó un papel
decisivo el uso de la radio por parte de los dirigentes. También la radio fue el instrumento
decisivo para que el ciudadano conociera las alternativas de las operaciones llevadas a cabo.
Gran Bretaña, como sabemos, se movilizó en 1940 y lo hizo a conciencia. Fue ella quien soportó las peores condiciones bélicas durante los años centrales del conflicto: padeció las
nuevas armas alemanas y muy severas privaciones en el abastecimiento alimenticio y de
ropa. Sin embargo, no se manifestaron problemas de disgregación interna. El buen ánimo y
la sensación de participar en una tarea colectiva, a pesar de que los comunistas hasta el verano de 1941 acentuaron las dificultades, se hicieron manifiestos, por ejemplo, en la disminución de las tasas de suicidio. En las elecciones parciales, los dos grandes partidos aceptaron
no presentarse contra aquel que tuviera en sus manos el distrito disputado, pero a menudo
aparecieron candidatos independientes. Los dos partidos tuvieron un comportamiento leal
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entre sí, a pesar del escaso aprecio que sus dirigentes mantenían entre ellos. La guerra, de
todos modos, tuvo consecuencias políticas destinadas a aflorar en el futuro. Los sindicatos
crecieron y, sobre todo, surgió la sensación de que la guerra debía tener consecuencias sociales importantes a medio plazo. A fines de 1942, el informe del liberal Beveridge, acerca de
la posible configuración de un sistema de seguridad social "desde la cuna a la sepultura",
obtuvo el apoyo de todos los partidos, de la inmensa mayoría de la población e incluso del
Consejo de las Iglesias. Había, pues, un consenso respecto a que, en el futuro, sería preciso
llegar a él pero, de momento, las medidas que se tomaron fueron el producto de decisiones
ocasionales y expeditivas más que de un programa articulado. El mismo Churchill, considerado como un excelente estadista de guerra, acabó por ser juzgado persona inapropiada para enfrentarse con los retos de la paz. Para el Imperio británico, el principal de ellos fue la
disgregación de sus colonias. Si Canadá o Australia anudaron lazos más estrechos con la
metrópoli por la sensación de tener una tarea común, en muchas colonias la guerra supuso
la quiebra del vínculo colonial. En Egipto, por ejemplo, el rey Faruk y dos jóvenes oficiales de
futuro político muy próspero -Nasser y Sadat- manifestaron veleidades germanófilas, en las
que todavía fue más beligerante el gran Mufti de Jerusalén, la suprema autoridad musulmana
en Palestina. Esta germanofilia era puro anticolonialismo, como acabaría por demostrarse al
final de la guerra. En Sudáfrica los "afrikaaners", de origen holandés, fueron germanófilos e,
inmediatamente después del armisticio, se harían con el poder político. En Estados Unidos,
la guerra produjo algunos cambios importantes. En el terreno político, 110.000 japoneses de
origen, que en su mayor parte eran norteamericanos de nacimiento, perdieron sus trabajos,
propiedades y negocios y fueron internados en campos de concentración, a pesar de que
nunca hubo peligro real de que se produjera un desembarco en la costa Oeste. Pero si esto
denotaba una actitud racista, de la que hay muchas pruebas, la condición de la población
negra mejoraría gracias a su participación en las tareas bélicas. La costa del Pacífico se benefició del desplazamiento de la industria hacia allí por motivos bélicos. También en este caso hubo la conciencia de que la guerra implicaba de forma necesaria una cierta reforma social. La Declaración de Derechos del Soldado preveía estos cambios para la posguerra y por
medio de ayudas directas. Aunque temió, probablemente en exceso, la penetración germanófila en América Latina, la política de Roosevelt no sólo no estuvo en ningún momento dirigida a mantener el colonialismo sino que, por el contrario, su contenido fue por completo contrario a él, siendo ésta una discrepancia profunda respecto a Churchill. La URSS, en fin, consiguió una movilización general contra el invasor que fue en gran medida la consecuencia de
considerar que los alemanes eran aún peores que el régimen comunista. Existieron procedimientos expeditivos para eliminar la discrepancia, como destacamentos destinados a evitar
que se produjera la desbandada de las tropas propias y el desplazamiento de pueblos enteros que no volverían a su lugar de origen hasta en los años sesenta o incluso los noventa,
cuando en realidad no habían sido, en absoluto, culpables de traición. Pero la conversión del
conflicto en la "Gran Guerra Patriótica" jugó también un papel de primera importancia en la
agrupación de esfuerzos destinados a conseguir el triunfo bélico. La guerra mundial constituyó, en definitiva, para la Unión Soviética, una esperanza y fue un motivo de orgullo, derivación directa de los grandes sufrimientos padecidos durante ella.
El nuevo orden y la resistencia
Un rasgo muy característico de la Segunda Guerra Mundial, que la diferencia de la anterior,
fue la aparición de un nuevo orden político en aquellas regiones en que las potencias agresoras, al final derrotadas, consiguieron durante algún tiempo imponer su dominio. En 19141918, no se puede decir que quedara presagiada una nueva configuración de la vida política
en las naciones ocupadas o derrotadas. Pero, por el contrario, ahora la ideología del nazismo
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empezó a dejar entrever el grado de su ruptura con respecto al pasado y las consecuencias
que una potencial victoria final suya podría tener para los vencidos. De todos modos, no se
puede decir que la victoria del Eje hasta 1943 supusiera una neta y radical configuración de
un "Nuevo Orden" completamente distinto. En realidad, las acciones de Hitler no modificaron
de una forma tan decisiva las fronteras europeas. Sus anexiones fueron escasas y poco significativas en cuanto a kilómetros cuadrados, reduciéndose en realidad a rectificar algunas de
las consecuencias más hirientes de la derrota alemana de 1918, en zonas como las fronteras
con Bélgica, Francia y Polonia. No obstante, al mismo tiempo, el Führer siempre dejó bien
claro que esa "Gran Europa", que utilizaba como señuelo en su propaganda, estaría absolutamente dominada por Alemania. Pero como la victoria de ésta no era por el momento total y
definitiva, el "Nuevo Orden" se caracterizó, de momento, por la pluralidad de configuraciones
y también por el carácter precario de la mismas, quedando sometido por tanto a muy frecuentes cambios. En ocasiones, Hitler dejó bien claros sus principios racistas y, por tanto,
trató de manera diferenciada a unos países y otros, de acuerdo con este tipo de criterio. Pero, al mismo tiempo y por razones de conveniencia temporal, muy a menudo se apoyó en
regímenes que se diferenciaban bastante del III Reich. Como veremos, con mucha frecuencia se sirvió de grupos políticos de derecha autoritaria anticomunista, porque para él resultaba más rentable apoyarse en autoridades legales o, por lo menos, aceptadas por buena parte de la población de los países afectados, que en regímenes que mantuvieran una absoluta
identidad ideológica con él. Hay que tener en cuenta, a este respecto, que para Hitler el nacionalsocialismo era una doctrina exclusiva de Alemania y su raza. De ahí que hubiera Estados convertidos en protectorados, como si eso quisiera decir que sus habitantes eran considerados inferiores, y otros dominados de forma directa o indirecta, de acuerdo con las conveniencias y el momento de la guerra. Siempre, sin embargo, Hitler actuó con un criterio que
partía de la pura y simple explotación del vencido, sea quien fuera, lo que unido al ideario
racista hacia prever un siniestro futuro. La explotación se hizo patente en la Europa del Este,
en especial en la URSS, donde las tierras del Estado fueron consideradas propiedad de Alemania y algunos de los generales se dispusieron a disfrutar enormes latifundios de su propiedad, en los que los habitantes indígenas trabajarían como esclavos. Esa voluntad de rapiña, sin embargo, se aplicó de distinto modo en otras partes. Francia, por ejemplo, hubo de
pagar los gastos de su ocupación por el Ejército alemán. El III Reich, además, se benefició
de la importación de mano de obra extranjera, mal pagada o reducida a una condición servil.
En 1944, siete millones de trabajadores extranjeros residían en Alemania, dedicados a incrementar la producción en las industrias bélicas o en actividades cuyo funcionamiento podía
ser beneficioso para el esfuerzo económico general alemán. De los países que, "por causas
raciales", fueron considerados como asimilables a Alemania, el caso más evidente fue el de
Austria que, durante la guerra, acentuó su proceso de germanización. Algunos nazis austriacos desempeñaron importantes papeles en la estructura política del Reich. El destino de Dinamarca, Noruega y Holanda hubiera sido muy probablemente idéntico al de Austria si Hitler
llega a ganar en la guerra pero, por el momento, no se optó por una misma solución. Dinamarca fue ocupada sin derramamiento de sangre y los alemanes no se molestaron en cambiar sus instituciones, hasta el punto de que en 1943 se realizaron unas elecciones, en las
que, por cierto, el partido nazi apenas obtuvo un 2% del total de los votos. Sin embargo, apenas se ocultó que sería anexionada en un futuro y, a partir del verano del citado año, pasó de
una administración dirigida por el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán a la administración
militar. En Noruega y en Holanda hubo colaboracionistas locales (Quisling en el primer caso
y Mussert en el segundo). Pero, a pesar de que el primero -cuyo nombre se identificó en adelante con ese fenómeno político- había contribuido a la conquista del país, resultó preterido
respecto de la pura ocupación militar. En Bélgica, es probable que Hitler pensara también en
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una asimilación. La ocupación, bajo el mando de un general muy benevolente que acabó
conspirando contra el dictador, no supuso la desaparición de la Monarquía. El rey no participó en actos oficiales y, durante algún tiempo, mantuvo su popularidad hasta que se casó con
la hija de un nacionalista flamenco. Fueron los grupos de esta significación quienes más colaboracionistas se mostraron con respecto al ocupante alemán. En las antípodas de estos
países estaban los considerados inferiores. Si el Protectorado de Bohemia-Moravia tuvo una
cierta autonomía, en Polonia, reducida a una mínima expresión, se manifestó una decidida
voluntad de llevar a la población a unas condiciones de vida infrahumanas, con unos abastecimientos mínimos, prohibición de matrimonio hasta los 28 años y también de estudios para
ejercer profesiones liberales. El destino de las zonas ocupadas de la Unión Soviética fue todavía peor, tal como se ha apuntado. El caso de los aliados balcánicos y centroeuropeos del
Reich fue distinto. En estos países existían fórmulas muy conservadoras o autoritarias que
eran compatibles con la existencia de minoritarios movimientos fascistas. Muy a menudo,
estas dos fórmulas no sólo resultaron incompatibles entre sí, sino que dirimieron sus discrepancias por medio de la violencia. Así, en Rumania, los militares se deshicieron de su enemiga la Guardia de Hierro fascista de Horia Sima, por procedimientos represivos que provocaron dos millares de muertos. Lo característico de Hitler es que, en un primer momento, prefirió contar con los sectores más conservadores que con los más fascistas. Así, pudo colaborar con Hungría, un régimen político muy particular que mantuvo a su frente a un regente,
Horthy, a pesar de que no existía una monarquía y que conservó ciertas formas de parlamentarismo en el seno de la Europa fascista. Por otro lado, Hungría no se identificó por completo
con la Alemania nazi: nunca le declaró la guerra a Polonia, aunque sí a la URSS (Bulgaria,
en cambio, nunca estuvo en guerra con el gran vecino eslavo). En general, este tipo de regímenes acentuó su apariencia fascista a partir del momento de máximo esplendor alemán
(1941), para luego tratar de desengancharse de un III Reich en declive. En Hungría, esta
tendencia produjo la reacción contraria y el país acabó cayendo bajo el radicalizado poder de
Szalasi, el líder local del fascismo, y su partido de los Cruces Flechadas. El caso de la Yugoslavia ocupada fue un tanto especial dentro de este conjunto, ya que fue desmembrada
entre un Estado -Croacia- situado bajo la órbita italiana, que se extendió por toda la costa
dálmata, y una Serbia administrada por el mando militar alemán. La Grecia también ocupada,
por su parte, sufrió amputaciones territoriales y firmó un armisticio pero tanto su Gobierno
legítimo como su rey huyeron al exilio. De entre todos los países afectados por la expansión
alemana, el caso más singular fue, sin duda, el de Francia. Su peculiaridad reside en que fue
dividida en dos: una zona de ocupación militar y otra, relativamente autónoma, con capital en
Vichy, en la que los gobernantes no pudieron ser asimilados, en un primer momento, al nazismo. Pétain, un héroe nacional, supuso un caso de colaboración pero no, como Quisling,
de colaboracionismo. En un principio, casi todas las autoridades de la República francesa
aceptaron la derrota e incluso el Parlamento concedió plenos poderes al mariscal (sólo un
prefecto hubo de ser sustituido). Para Pétain, 1940 era una reedición de la derrota de 1870 y
Francia debía someterse a una prolongada cura moral. Los colaboradores de Pétain fueron,
como él, oportunistas carentes de principios -como Laval o Darlan- que se sustituyeron en el
poder pero cuyo programa no varió en exceso. Con el paso del tiempo, el régimen de Pétain
adoptó un tono cada vez más tradicionalista y conservador. La extrema derecha juzgó que la
derrota había constituido "una divina sorpresa" (Maurras) de la que podía surgir la renovación
total, pero nunca hubo un partido único sino, a lo sumo, una Legión formada por los excombatientes. La prehistoria de la tecnocracia francesa o de la intervención del Estado en determinadas materias sociales hay que situarla en esta Francia. Curiosamente, los núcleos más
fascistas de la política francesa (Déat, Doriot...) no residieron en Vichy, sino en París, donde
también se mantuvo la embajada alemana. Núcleos estos que nunca fueron muy influyentes,
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porque a Hitler de momento le interesaba la conservación del derrotado y sojuzgado Estado
Libre Francés. En resumen, como puede comprobarse, el panorama de la Europa dominada
por Hitler fue un tanto caleidoscópico, aunque esta situación es muy probable que no estuviera destinada a durar. Aun así, el dominio alemán establecía una indudable homogeneidad
que también se aprecia en la existencia, en grado muy variable, de movimientos de resistencia desparramados por toda la geografía europea. La guerra mundial fue una guerra civil europea en donde, a la existencia de una nacionalidad identificativa de la postura propia, se
sumaba, además, la existencia de una ideología o incluso una religión que podía parecer
contradictoria con ella. Ese tipo de enfrentamiento tuvo un componente de brutalidad hasta el
exterminio en el seno de comunidades nacionales, rasgo que no se había manifestado durante la Gran Guerra. Si la espectacularidad de las victorias alemanas convirtió a antiguos
socialistas -como el belga Henri de Man- en colaboracionistas con el vencedor, hubo también
movimientos de resistencia, muy variables en el tiempo y el espacio. En el caso de Francia, a
la interpretación de Pétain se le contrapuso la de De Gaulle, para quien la guerra era mundial
y 1940 no significaba otra cosa que una batalla más. De Gaulle, que en ocasiones justificó la
postura de Pétain, acabó juzgando que "la vejez -la de su antagonista- es un naufragio". A
menudo maltratado por los anglosajones (de Roosevelt dijo tener que soportar "un huracán
de sarcasmos") incluso ni siquiera fue informado del desembarco en el Norte de África. Pero
con su tenacidad consiguió conquistar para Francia un puesto de primera importancia en las
relaciones internacionales de la posguerra. En Francia, sin embargo, la resistencia armada
no fue nunca decisiva para la liberación en contra del ocupante alemán; incluso en un principio el propio De Gaulle vetó el empleo de la violencia. Si la Resistencia proporcionó mucha
información a los aliados, sólo en 1943 tuvo unos efectivos armados de unas 150.000 personas, pero apenas causó un 2% de las bajas alemanas. La ferocidad de verdadera guerra civil
que existió se demuestra, sin embargo, por el hecho de que unas 10.000 personas fueron
ejecutadas sumariamente tras el desembarco aliado. De los países occidentales de Europa,
el país en el que la guerra tuvo un mayor carácter de conflicto civil fue quizá Italia, donde el
proceso de la liberación tuvo una mayor duración y el régimen fascista conservó el control de
buena parte de la población. Las unidades militares y policiales fascistas agruparon, hacia el
final de la guerra, a 380.000 combatientes. Casi la mitad de los italianos muertos en la guerra
lo fueron después del armisticio del verano de 1943. De ellos, unos 45.000 fueron partisanos
y a ellos hay que añadir otros 10.000 civiles muertos en actos de represalia. Sin embargo, la
guerra civil y la resistencia armada fueron mucho más importantes y tempranas en el Este de
Europa. En la Unión Soviética, los partisanos pudieron contar con un cuarto de millón de
efectivos, que motivaron desplazamientos de unidades alemanas enteras, aunque sólo consiguieron, de vez en cuando, cortar las comunicaciones. En Grecia, hubo pronto dos decenas
de millares de combatientes, pero fue en Yugoslavia donde la lucha adquirió un tono más
bárbaro. Los "ustachis" de Ante Pavelic, el líder fascista croata, llevaron a cabo la expulsión
sistemática de la población musulmana y serbia. En Serbia, mientras tanto, existía una resistencia, envuelta a su vez en una guerra civil, entre partisanos comunistas, dirigidos por Tito, y
los "chetniks" del dirigente monárquico Mihailovic. La cifra de muertos se aproximó, al final de
la guerra, a los dos millones de personas, lo que se explica no por las grandes batallas -que
no existieron- sino por la ferocidad de los combatientes que emplearon los campos de concentración de forma parecida a como lo hicieron los alemanes. El vencedor, Tito, fue también
el único ejemplo de una revolución autóctona, no introducida en el Este de Europa por la
fuerza de las armas soviéticas. Si el "Nuevo Orden" se caracterizó en Europa por su pluralidad, la llamada "Esfera de Coprosperidad" que Japón intentó establecer sobre el Extremo
Oriente también tuvo idénticos rasgos. Aunque los japoneses propulsaron con entusiasmo un
anti occidentalismo exacerbado, en realidad explotaron hasta el extremo los recursos de los
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países que ocuparon. Sin embargo, al menos durante algún tiempo, lograron en varios lugares el
apoyo de algunos líderes de la independencia frente a las tradicionales potencias coloniales. Éste
fue el caso de Sukarno, dirigente independentista indonesio. También Chandra Bose, uno de los
cabecillas independentistas de la India, fue colaborador de los japoneses. En una reunión
celebrada en Tokio a fines de 1943, Bose declaró que la derrota del Japón supondría la dilación
durante un siglo de la independencia de su país, cuando, en realidad, esto se produjo apenas
dos años después. Lo cierto es, por tanto, que la conmoción creada por la ruptura del viejo orden
colonial fue tan espectacular que nunca pudo ser reconstruido, ni siquiera tras la victoria aliada.
El esfuerzo económico y de producción
El economista Adam Smith había escrito que en otros tiempos hubiera podido suceder que
pueblos bárbaros se impusieran por la fuerza a pueblos civilizados, pero eso era ya imposible
en el mundo moderno. Esta frase tuvo su aplicación a la guerra mundial: antes de ella -y
también en su transcurso- todos los beligerantes se dieron cuenta de que el resultado de la
misma dependía en un elevadísimo porcentaje de su capacidad productiva. A fin de cuentas,
la "Guerra relámpago", estrategia fundamental de Alemania, se basaba en la necesidad de
obtener un triunfo rápido ante la superioridad material adversaria. En los años precedentes,
Hitler había conseguido multiplicar su poder presionando a países débiles, pero ahora, a la
altura de 1939, debía obtener una victoria rápida que le permitiera el acceso a las materias
primas de las que carecía. En este sentido, el Eje resultaba una alianza muy peculiar, con
muchos motivos para ser considerada como quebradiza. Italia sólo podía proporcionar alimentos y, por ejemplo, en el momento de estallar la guerra apenas si disponía de petróleo
para un mes. La debilidad japonesa también era manifiesta: dos tercios de su petróleo procedía nada menos que de su adversario principal, Estados Unidos, y tenía problemas graves
para mantener el nivel alimenticio de su propia población. Los aliados estaban en mucha mejor situación a medio plazo. Podían confiar en que su mayor capacidad tecnológica -sólo la
de Alemania era comparable o superior- acabara imponiéndose y tenían la seguridad de que
su volumen productivo, reconvertido hacia la guerra, acabaría dándoles la victoria. A este
respecto, conviene recalcar la importancia decisiva de los Estados Unidos, como "arsenal de
la democracia" primero y como beligerante después. En cualquier materia estratégica superaban holgadamente en producción a todas las demás naciones en guerra y solamente carecían de una materia prima fundamental: el caucho. Cada día que la guerra transcurría, por
tanto, aumentaban las esperanzas bélicas de los aliados y disminuían las del Eje. En el año
1941 la producción de los dos bloques era relativamente semejante, pero en 1944 los aliados
triplicaban a su adversario. Pero si aquéllos habían pensado que la pura superioridad económica les daría la victoria, no tuvieron en cuenta la capacidad de adaptación del enemigo, al
menos a corto plazo. A la hora de examinar la manera en que cada uno de los contendientes
abordó el incremento de la producción para atender a las necesidades bélicas, conviene
agrupar los cinco principales beligerantes en tres grupos. En primer lugar, deben ser examinadas las dos mayores potencias del Eje. Tanto en el caso de Alemania como en el de Japón, las victorias iniciales contribuyen a explicar que la movilización de los recursos económicos fuera tardía e insuficiente. En Alemania, los dirigentes políticos no estuvieron dispuestos a imponer grandes sacrificios a la población, por lo que mantuvieron el nivel de consumo
previo y en plena guerra el porcentaje de la producción dedicada a fines estrictamente bélicos siguió siendo relativamente reducida durante bastante tiempo: en 1941, sólo se dedicaba
el 16% mientras que en 1944 llegó al 40%. El momento del cambio llegó en 1943, a partir de
las primeras derrotas ante la Unión Soviética. La economía alemana mantuvo un régimen
mixto, en el que los intereses privados y los del Estado nazi se involucraban de forma íntima
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a partir de su sumisión a las directivas del Führer. Los responsables del aparato productivo,
Todt y Speer, sucesivamente, obtuvieron unos resultados muy aceptables de la explotación
de los recursos propios y de los países vencidos hasta que la superioridad aliada se hizo
abrumadora. La calidad de la producción bélica alemana fue siempre notable, pero no ha de
darse por supuesto que siempre estuviera por delante de la de otros países; en cambio, las
armas secretas resultan ser el mejor exponente de su capacidad técnica. A pesar de esa superioridad técnica, la Alemania nazi practicó un sistema de puro y simple expolio de los países derrotados y ocupados. Francia, por ejemplo, debió hacerse cargo de los gastos de la
ocupación pagando cantidades muy importantes, con una cotización del marco netamente
favorable a los alemanes. Se ha calculado que entre la mitad y el 60% del presupuesto francés estaba dedicado a ese propósito, con una tendencia creciente a medida que fue pasando
el tiempo. En otros países, los gastos de ocupación representaron porcentualmente cantidades inferiores. La explotación de los vencidos -también a través de mano de obra forzada o
voluntaria- tuvo a menudo consecuencias graves asimismo de cara al futuro, porque el saqueo significaba ausencia posterior de incentivos económicos. Así, la producción agrícola
francesa disminuyó en una quinta parte. En el momento de máximo esplendor de la potencia
del Reich, en el Viejo Continente todos los países, incluidos los neutrales, fueron obligados a
desempeñar un papel para satisfacer las necesidades de Hitler. Como consecuencia de ello,
la producción húngara de petróleo se multiplicó por veinte y en Noruega se planeó una importante industria de aluminio en beneficio de Alemania. Por su parte, tanto la economía sueca como la suiza, englobadas en el área geográfica de la hegemonía alemana, dedicaron a
ella sus recursos. Con Turquía, Alemania firmó un acuerdo secreto para conseguir que la
aprovisionara de cromo. Tras el aplastamiento de Polonia, el Reich obtuvo un millón de toneladas anuales de petróleo soviético e importantes cantidades de manganeso y cromo de la
misma procedencia. Cobrando la deuda que Franco contrajo con Alemania durante la Guerra
Civil española, Berlín obtuvo de España materias primas alimenticias y minerales. En la fase
final de la guerra, tanto allí como en Portugal debió competir con precios de libre mercado
para la obtención de un importante mineral de interés estratégico, el wolframio, que vio multiplicar sus precios por cinco. En cuanto a Japón, se demostró económicamente mucho más
vulnerable desde fecha muy temprana. Sus sesenta millones de habitantes no podían ser
alimentados con los recursos del archipiélago, de modo que una parte de las razones de la
ofensiva en contra del Ejército chino deben explicarse por la necesidad de lograr aprovisionamientos alimenticios. En cuanto al resto de las materias primas, la ocupación de Filipinas,
las colonias holandesas e Indochina podía haber supuesto la solución para la industria japonesa; ése había sido el motivo de la expansión imperialista nipona. Sin embargo, a partir de
1943 la acción de los submarinos y la Aviación norteamericanos reduciría de forma considerable la relación comercial con la llamada "Área de Coprosperidad". Al final de la guerra, Japón no conservaba más allá de una quinta o sexta parte de su Flota mercante. En el caso de
los aliados anglosajones, el esfuerzo productivo, realizado de forma voluntaria, impuso cambios en la forma de dirigir la política económica y obligó a sacrificios muy importantes, pero
trajo como consecuencia un importante incremento en la producción. Gran Bretaña fue quien
resistió, inicialmente en solitario, al III Reich a base de austeridad y sacrificios. La intervención del Estado se hizo a través de hombres de empresa, como Beaverbrook, y supuso a la
vez un perfeccionamiento de los métodos estadísticos y una multiplicación de la burocracia
(el número de empleados en el Ministerio de Abastecimientos se multiplicó por diez durante
los años de la guerra). Los problemas alimenticios pudieron ser paliados gracias al incremento en el área cultivada y se impusieron políticas corporativistas, de las que fue principal artífice Bevin, el líder laborista. Al mismo tiempo, algunos países del Imperio incrementaron de
modo muy considerable su productividad industrial -Canadá- o agrícola -Nueva Zelanda-. Sin
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embargo, el incremento de la producción norteamericana resultó muy superior al del Imperio
británico. También en este caso hay que hacer mención de los sacrificios de la población,
sobre todo en los horarios de trabajo, porque también los salarios se incrementaron. Lo más
relevante respecto del esfuerzo bélico norteamericano fue el incremento en el volumen total
de producción, que llegó a ser de un 15% anual. Al final de la guerra, los Estados Unidos,
que representaban antes de ella el 60% de la producción mundial, habían llegado a los dos
tercios. Los norteamericanos produjeron durante la guerra, a pesar de haber entrado en ella
tardíamente, 300.000 aviones y 87.000 carros. Para que se tenga idea de lo que esas cifras
significan, baste decir que la Alemania que pareció dominar el mundo fabricó sólo un tercio
de los aviones y la mitad de los carros que produjeron los norteamericanos. La URSS fabricó
136.000 aviones y 102.000 carros, quedando, por tanto, más cercana a los Estados Unidos
que Alemania. En este caso, sin embargo, los sacrificios fueron mucho mayores, porque estas cifras de producción se lograron en un momento en que la mitad del país y de los recursos estaba en manos del enemigo. La renta nacional soviética no sólo no creció durante el
período bélico, sino que se redujo como consecuencia de las destrucciones: el índice 100 de
antes de la guerra era tan sólo 88 en 1945. Se ha llegado a decir que los salarios reales quedaron reducidos al final de la guerra a tan sólo menos de la mitad de antes de ella. Nada mide mejor el nivel de esfuerzo y padecimiento del pueblo soviético que esa especie de "segunda revolución" experimentada como consecuencia del transporte masivo de la industria
hacia el Este, en especial a los Urales. Pero otro segmento de la población mundial estaba
destinado a ser destinatario aún de mayores padecimientos aun durante estos años.
El Holocausto
La expresión más estremecedora de lo que el Nuevo Orden europeo nazi supuso fue el
Holocausto judío, que significó un cambio esencial en la experiencia colectiva de la Humanidad a través de los siglos. En otros tiempos -como, por ejemplo, durante la Guerra de los
Treinta Años- el ser humano había practicado la eliminación de sus semejantes animado por
supuestas motivaciones ideales y de principio, en este caso de carácter religioso, pero nunca, en cambio, se había intentado hacer desaparecer de la superficie de la Tierra una entera
categoría racial o religiosa. La situación de los judíos europeos en el momento del estallido
de la guerra era diferente según las latitudes, pero en términos generales se puede decir que
habían experimentado un claro proceso de emancipación en los últimos tiempos. En Alemania, constituían ya una minoría decreciente, no solían ser practicantes desde el punto de vista religioso y tuvieron un papel importante en determinados partidos políticos, como el socialdemócrata. Más al Este, su influencia era mayor: en Polonia representaban la décima parte
de la población y eran un tercio del total de los habitantes de Varsovia. Aparte de que aquí la
emancipación había sido más reciente, seguían siendo una minoría inasimilada, observante
en materia religiosa y confinada a determinadas dedicaciones y actividades. La existencia de
problemas de conciencia nacional contribuía de forma poderosa a alimentar tradicionales
sentimientos populares antisemitas. El antisemitismo de Hitler tenía poco de nuevo, casi nada de coherente y tampoco fue constante en sus perfiles concretos. En realidad, esta actitud
se hallaba muy difundida en la sociedad alemana, en especial en los medios de la derecha
tradicional, sin necesidad de ser nazi. En los años treinta, a estas doctrinas se les sumó, multiplicando infinitamente su peligrosidad, un repudio radical de los ideales de la civilización
cristiana y liberal. Fue el abandono de lo que Goering denominó como los "estúpidos, falsos,
ingenuos ideales de humanidad" lo que permitió que la sociedad alemana aceptara la persecución de los judíos con indiferencia y en gran parte contribuyera a la misma. Pero el Holocausto en sí no se entiende sin la personal peculiaridad de Hitler. Éste podía decir en términos teóricos que el problema de los judíos no era más que el de la decisión de hacerlos des201
aparecer, pero eso no suponía en principio que quisiera exterminarlos a todos. Eso podía
significar tan sólo, a título de ejemplo, trasladarlos lejos de Europa, allí donde pareciese que
su peligrosidad se había hecho inexistente. Potencialmente, sin embargo, la eliminación podía llegar a imponerse, por la sencilla razón de que el lenguaje de Hitler para tratar de ellos
era el de la parasitología: siempre los describió como un virus peligroso. Sin embargo, lo que
convirtió esta posibilidad en actos fue la sensación de auténtica angustia sentida por el Führer en 1918, cuando atribuyó a la traición la derrota alemana y el peligro de su propia eliminación física. Lo que produjo el Holocausto fue, en fin, el carácter obsesivo del antisemitismo
de Hitler. En condiciones de victoria, podía proponer para los judíos el simple alejamiento. Si
le amenazaba la derrota de su sueño megalómano y demencial, podía proponer la eliminación radical de este esencial adversario. A partir de estas afirmaciones, se puede dar respuesta a un interrogante que durante mucho tiempo ha obsesionado a los historiadores. El
Holocausto puede, en efecto, ser interpretado como un proceso de intencionalidad clara, en
el que cada uno de sus pasos previos llevaba de forma necesaria al siguiente. Sin embargo,
parece obvio que en última instancia el camino hacia el estadio de la eliminación masiva sólo
puede explicarse como consecuencia de circunstancias concretas de un determinado momento. Sólo con la campaña contra la URSS se hizo inmediata la voluntad de eliminar por
completo a los judíos. La victoria de los nazis en la Alemania de 1933 había supuesto en
primer lugar la determinación de lo que se entendía como judío desde el punto de vista familiar y religioso, así como la marginación de los judíos de ciertas categorías profesionales.
Permaneció, sin embargo, para los afectados la duda acerca de si debían abandonar Alemania o no, porque con el paso del tiempo las medidas persecutorias parecieron desdibujarse
un tanto. Desde 1933 hasta 1937, emigraron de Alemania unos 130.000 judíos y en los dos
años inmediatos al estallido de la guerra lo hicieron otros 120.000. Pero las conquistas territoriales del III Reich situaron bajo el dominio de Alemania un mayor número de judíos que en
tiempos anteriores, con lo que se complicaron los problemas para las autoridades nazis. En
general, en los nuevos territorios se siguió una política de mayor dureza que en la propia
Alemania. En ella, sin embargo, respecto a los propios alemanes, se tomaron las medidas
que resultan en muchos sentidos más directamente relacionadas con los campos de exterminio del futuro. El racismo nazi, en efecto, tuvo como primera consecuencia la eliminación
de disminuidos físicos y mentales, con el objeto de purificar la etnia germánica. En su mo mento, no se dio publicidad alguna a la aplicación de esas medidas, que supusieron la desaparición de decenas de millares de personas y que solamente se detuvieron en 1941. Hasta
este momento, el Reich tan sólo consideraba como posibles medidas a aplicar en el futuro
acerca del destino de los judíos la obligada emigración a territorios remotos. Se pensó en
obligarlos a la emigración hacia Polonia o Madagascar que, por su condición insular y su lejanía, parecía el lugar más oportuno. A estas fórmulas se las denominó conjuntamente "Solución final", aunque de momento la expresión no tuviera el trágico significado que más adelante adquirió. Al mismo tiempo, se tomaron algunas disposiciones prácticas que, aunque tenían
otra razón de ser, acabaron coadyuvando a los planes de eliminación física. La principal de
ellas fue la concentración de los judíos en determinadas áreas, primer paso para cualquiera
de las dos opciones. Siguió existiendo la emigración, pero la necesidad de contar con Gran
Bretaña para llevarla a cabo impidió que pudiera realizarse de forma sistemática. A mediados
de 1941, Hitler adoptó dos disposiciones que antes había rechazado y que obedecían al propósito indicado: por una parte, los judíos debían estar señalados con un distintivo personal;
por otra, tenían que ser enviados hacia el Este. Como se apuntaba antes, la chispa que
prendió todo el potencial de barbarie que nacía de la ideología nazi fue la guerra contra la
Unión Soviética. Hitler confiaba en derrotar en plazo de tiempo muy breve a los ejércitos de
Stalin, que habían demostrado su ineficacia contra Finlandia, pero sabía también que en el
202
enfrentamiento se lo jugaba todo. Su racismo le llevaba a considerar que en la nueva ofensiva se debían romper las reglas de la guerra; además quería proceder a explotar lo más rápidamente posible desde el punto de vista económico los territorios conquistados. Aquí, el
enemigo, en su opinión, no estaba constituido más que por puras y simples "bestias". La resistencia que le ofrecieron favoreció las instrucciones de eliminación de los cuadros políticos
-comisarios de guerra, por ejemplo- y de ellos se pasó a los judíos, incluso mujeres y niños.
Se debe tener en cuenta que hasta el momento el número de muertos alemanes apenas superaba las tres decenas de millar y esta cifra fue pronto abrumadoramente superada en suelo soviético. De ahí el inicio de los asesinatos masivos. Para ello, se crearon unos grupos
especiales que se desplazaban por el frente y procedían a ejecuciones sumarias mediante el
fusilamiento o el tiro en la nuca. Con el transcurso del tiempo, se imaginó un procedimiento
más "humano" -para los verdugos, por supuesto-, como era la utilización de unos camiones
que venían a ser algo así como una cámara de gas móvil. La fecha en que se tomaron las
disposiciones tendentes a que la "Solución final" decidiera la eliminación del adversario no es
segura, pero todo hace pensar que debió ser en torno a septiembre de 1941, cuando empezaba a demostrarse que la resistencia soviética era superior a lo previsto. Y sobre ello, no
cabe la menor duda de que la responsabilidad fue de Hitler, sin cuya voluntad no resulta
imaginable que se tomara una medida de tal trascendencia. Pero, en la burocratización del
genocidio que siguió a continuación, los responsables se multiplicaron de forma exponencial.
A partir de este momento, se siguió un doble proceso, paralelo y complementario. En primer
lugar, los judíos, otras minorías raciales consideradas inferiores y los disidentes políticos fueron integrados en un sistema de trabajo forzado en campos de concentración, del que los
explotadores extrajeron importantes ventajas económicas. El campo de Auschwitz estuvo,
por ejemplo, ligado a una de las más importantes industrias químicas alemanas. Aquí, era
conocida la existencia de una red de campos de concentración, en los que no se excluía la
posibilidad de la liquidación física de los prisioneros. Solamente en ella murieron más personas que en conjunto en otros seis campos situados al Este, junto a la frontera soviética, que
pueden ser considerados como verdaderas fábricas de muerte. El sistema de eliminación
racial o política se basaba, en efecto, en una racionalización industrial de acuerdo con criterios de mínimo coste y máxima eficacia. Hubo en todo este sistema dos círculos concéntricos
de culpabilidad: la de los burócratas que, con cada una de sus decisiones y sin preguntarse
por el efecto que pudieran tener, hicieron posible la totalidad del proceso y la de quienes
ocupaban los escalones intermedios en los campos. Un radical despotismo respecto de
quienes estaban en ellos ni siquiera hizo necesaria la existencia y actuación de grandes criminales. El poder absoluto transformó la intimidación en terror y éste pasó a ser un horror
colectivo como hasta ese momento jamás había sido imaginable. Los resultados cuantitativos
se pueden precisar con datos precisos, al menos hasta un determinado punto. Unos seis millones de judíos fueron eliminados, o lo que es lo mismo, casi uno de cada tres de los que
vivían en Europa. En determinados países, como Polonia, la proporción todavía fue mayor:
de unos 3.300.000, sólo quedaron 50.000 con vida. Ello hizo que numéricamente, al final de
la guerra, casi la mitad del judaísmo mundial fuese el residente en Estados Unidos. La Rochefoucauld escribió que "Ni el sol ni la muerte se pueden contemplar con los ojos bien abiertos". Esta afirmación vale, sin duda, también, para el Holocausto. En el fondo de él existe un
problema de comprensión, porque se basa en lo enigmático de la naturaleza humana que
toleró tal banalización del mal y una destrucción masiva por parte de quienes eran personas,
a fin de cuentas, en su mayor parte, normales. Para el historiador, además, existe un problema de conocimiento complementario. Las decisiones sobre esta materia no sólo no resultan fáciles de documentar, sino que formaron parte de un proceso muy heterogéneo y, en
apariencia, contradictorio como es, en definitiva, aquel que parecía hacer compatible la ex203
pulsión y la eliminación. Resulta, por ejemplo, muy sorprendente que uno de los principales
responsables de la eliminación de los judíos, Heinrich Himmler, fuera, al mismo tiempo, quien
mantuvo contactos indirectos con ellos para cambiarlos por camiones o por dinero. Esta
imposibilidad de comprender hasta sus últimas consecuencias lo que sucedía la padecieron
también los aliados, para quienes los campos de concentración constituyeron una sorpresa.
Creían que Hitler se había servido de los judíos como subterfugio para obtener el poder y no
llegaron a creer nunca que los considerara sus verdaderos enemigos, con lo que su reacción ante
el Holocausto sólo pudo ser muy tardía e incluso incrédula. En última instancia, la enseñanza del
Holocausto se encierra en una frase de uno de quienes estuvieron en los campos. El judío italiano
Primo Levi escribió que lo que éstos significaban como un acontecimiento tan terrible era algo que
"ha sucedido y puede volver a suceder". Hay, en efecto, un lado oscuro de la naturaleza humana
que hizo posible un género de barbarie que, de alguna manera, en la Yugoslavia poscomunista
de hace tan pocos años estaba destinada a resucitar, como si la lección no hubiera sido aprendida
por completo.
Cultura y religión en tiempos bélicos
El estallido de la guerra había sido en cierto modo visto como un presagio por la propia creatividad cultural. Si tomamos tan sólo el campo de la pintura, no ya sólo en el caso Guernica
de Picasso sino también en la obra de Kokoschka, Magritte, Grosz, Max Ernst o Dalí había
sobradas premoniciones de una tragedia inminente. La guerra supuso un momento cardinal
en la Historia de la cultura universal, como punto final de una época y de partida para otra.
No engendró quizá una literatura pacifista de la envergadura de la que se hizo después de
1914-1918, pero no cabe la menor duda de que después de 1945 el panorama cultural cambió de forma decisiva. Se puede decir, además, que la experiencia humana y creativa durante este período bélico tuvo facetas muy distintas de aquellas que habían caracterizado al anterior. La principal de ellas fue la del colaboracionismo que, durante la anterior guerra, había
sido una realidad poco menos que inexistente, mientras que ahora las victorias alemanas y la
propia condición de la guerra como conflicto interno en el interior de los países beligerantes
lo propició, en especial después de la derrota de Francia en 1940. París, en efecto, seguía
siendo la capital intelectual del mundo. Con las perspectiva del tiempo transcurrido, llama la
atención hasta qué punto vivió con relativa normalidad la ocupación por parte de los momentáneos vencedores. Éstos supieron poner en práctica una especie de control limitado o liberalismo vigilado que establecía unas normas no sólo mucho más tolerantes que las de la
propia Alemania sino también que la misma zona de Vichy, en teoría autónoma. En el origen
de todo ello hubo una manifiesta voluntad política destinada a librarse de complicaciones.
Incluso puede añadirse que los ocupantes actuaron con cierto cinismo pues, lejos de mantener la tesis del "arte degenerado" que condenaba al repudio a la vanguardia, Goering se dedicó al saqueo de las colecciones públicas y privadas francesas de impresionistas y posimpresionistas. Por inesperado que pudiera resultar, no cabe la menor duda de que se puede
hablar de la existencia de un amplio colaboracionismo en el terreno intelectual que tuvo,
además, representantes eximios. En realidad, de los miembros de la Academia francesa tan
sólo el católico François Mauriac colaboró con la Resistencia. Una actitud muy característica
fue, por ejemplo, la de un Paul Claudel que después del desastre alabó a Pétain, a quien
presentó como "un anciano que se ocupa de todo y habla como un padre". No fue el único
dispuesto a adoptar este género de actitud. El embajador alemán en París montó una red de
instituciones y actividades culturales en las que participaron personajes de primera importancia. Además, era relativamente tolerante frente a la Francia de Vichy, donde, por ejemplo,
incluso el Tartufo de Molière fue prohibido. Una revista editada en París durante la ocupación
alemana, Comoedia, contó con colaboraciones de alguna futura gran figura de la literatura
204
francesa, como Sartre. Cuando en 1942 los alemanes decidieron invitar a un grupo de artistas a visitar Alemania consiguieron que fueran allí algunos muy conocidos como Despiau y
Dunoyer de Segonzac e incluso otros que habían tenido un papel muy importante en la vanguardia de otros tiempos como Dérain, Van Dongen y Vlaminck. Cuando Goering visitó París,
a fines de 1941, Paul Morand, Sacha Guitry y Henri de Montherlant acudieron a las recepciones oficiales y, en el verano siguiente, la visita de Arno Breker, el escultor favorito de Hitler,
congregó a gran parte del mundo intelectual parisino. Sin embargo, los más entusiastas entre
los colaboracionistas fueron escritores o pintores jóvenes, algunos poco conocidos y otros
cuyo mérito sólo se ha podido apreciar con el transcurso del tiempo. El colaboracionismo
propició, por ejemplo, exposiciones como la titulada Jóvenes artistas de tradición francesa.
Entre los jóvenes escritores pronazis en Francia los más relevantes fueron Céline, Brasillach
y Drieu la Rochelle. El penúltimo fue ejecutado y el último se suicidó tras la victoria aliada.
Otros artistas y literatos fueron objeto, en 1945, de determinadas sanciones, en general suaves, como la prohibición de exponer o de publicar. El director cinematográfico Clouzot, por
ejemplo, no pudo filmar durante un par de años. Hubo también un área muy amplia de personas indiferentes, poco comprometidas con la Resistencia o que se adaptaron a la situa ción. En literatura, por ejemplo, el decadentismo del italiano Moravia puede identificarse con
la primera postura citada. Cocteau escribió, en la intimidad de su diario, que Francia tenía la
obligación de "mostrarse insolente" respecto de los ocupantes, pero también se declaró
"compatriota" -en lo estético- de Arno Breker. En otros casos la actitud debe ser matizada. La
permanencia del propio Picasso en París fue producto de la inercia, aunque no debió sentir
ninguna atracción por los autores del bombardeo de Guernica. Le preocuparon mucho más,
durante la ocupación alemana, motivos de carácter personal, como la muerte de su amigo el
escultor Julio González. Sólo cuando se produjo el desembarco aliado, en junio de 1944,
empezó a aparecer en su pintura una cierta visión esperanzada y crítica al mismo tiempo,
que revela en este momento su alineamiento con la Resistencia. El propio Sartre pudo estrenar en el París ocupado -Huis Clos, Las moscas...- y sólo se convirtió en beligerante contra el
nazismo a partir de 1944, posición que caracterizó a muchos otros intelectuales como el propio Malraux, tan comprometido durante la Guerra Civil española. Esta afirmación vale sobre
todo para aquellos intelectuales o escritores menos vinculados con la política. Los que tenían
un mayor y más directo interés en ella, aun habiendo pasado por algún momento de aproximación al régimen de Pétain, pronto se decepcionaron. La crítica al funcionamiento de la
democracia francesa, el ansia de reforma social y el comunitarismo hicieron que se pensara
en que el petainismo podía tener el efecto de una regeneración moral. Nació así la escuela
de cuadros políticos de Uriage, en la que participó Mounier y de la que luego saldrían algunas de las más señeras figuras de la intelectualidad y la política francesas de la posguerra.
La mayor parte de las grandes casas editoriales se adaptó a las circunstancias sin excesivos
problemas, algunas de ellas debido a su original significación derechista. Pero hubo también
posiciones de escritores y de artistas que testimoniaron una temprana disidencia. Albert Camus, por ejemplo, publicó en 1942 L'étranger que quizá pudiera ser descrito como el testimonio del vacío provocado por la desaparición de los valores de la Francia republicana y vio
cómo su ensayo El mito de Sísifo era censurado por tener un capítulo dedicado a Kafka. Fueron determinadas estéticas como el surrealismo y la condición judía las destinatarias de una
persecución más directa inmediata y decidida por parte de los nazis. De cualquier modo, en
1945 las pautas de la creatividad cultural experimentaron una muy significativa modificación.
Durante el período bélico el impacto de la guerra se había podido percibir en la obra de algunos de los creadores más brillantes. El patriotismo democrático de Orwell representa muy
bien el espíritu de la resistencia británica y los dibujos de Henry Moore nos ponen en contacto con patéticos seres humanos protegidos del bombardeo alemán en el metro londinense. El
205
norteamericano Norman Mailer acabaría reeditando, tras el conflicto, en Los desnudos y los
muertos el aliento de la literatura pacifista. Pero si, volviendo a la pintura, Dalí eligió como
tema de algunos de sus cuadros el impacto de la mortandad bélica, en cambio, Miró pareció
dar por liquidado su compromiso y su obra eligió una senda mística, como la de quien se aísla para dar una solución a problemas tan sólo formales y alejarse de la trágica realidad del
presente. Pero la paz demostró que, como escribió el italiano Cesare Pavese, la guerra in tensifica la experiencia de la vida, de modo tal que es imposible volver al punto de partida. La
obra pictórica de los pintores Dubuffet y Fautrier, matérica e inspirada en los "graffiti" urbanos, nos pone en contacto con el dramatismo de la lucha en la resistencia o de los campos
de concentración. Incluso resulta perceptible un muy claro impacto de la guerra en los intelectuales alemanes. Ernest Jünger había exaltado la civilización militarista y aristocrática,
pero ahora en sus diarios resultó bien patente un deslizamiento hacia los juicios morales y
estéticos incompatibles con el nazismo. Idéntica preocupación ética aparece en Karl Jaspers
o en Bonhoeffer. En la narrativa de Heinrich Böll encontramos la exacta contrafigura del supuesto heroísmo nazi. Idéntico moralismo, como eje de la creación literaria, resulta muy perceptible en Albert Camus, defensor apasionado de unos valores humanos sin los cuales la
vida no merece siquiera ser vivida. Apasionado de los valores solidarios nacidos en la Resistencia, Camus -como Mauriac- acabó por considerar detestable la depuración de la posguerra. Pero hubo otros que la defendieron a ultranza tras haber sido menos beligerantes en favor de la Resistencia en los peores momentos. Lo característico del existencialismo de Sartre, en términos políticos, fue su dependencia de los comunistas, fenómeno intelectual que
no sólo se dio en Francia sino también en Italia (en este caso con la colaboración de antiguos
fascistas, como Vittorini). Tal tendencia hubo de prolongarse hasta fines de los sesenta. Una
situación tal no se entiende sino como consecuencia del deseo de dotar al sistema político
democrático de nuevos contenidos de fondo. En el mundo anglosajón, el rumbo seguido fue
distinto: si hubo un liberalismo de izquierdas, personificado por Bertrand Russell, también en
los años de la posguerra se pudo percibir una fuerte crítica al estatismo totalitario, principalmente gracias a la recepción del pensamiento liberal de la Escuela de Viena (Popper,
Hayek...). En este epígrafe, se debe hacer mención también del papel que le correspondió a
la Iglesia católica a lo largo del conflicto bélico. A este respecto, hay que desglosar la actuación del Vaticano en el seno de las relaciones internacionales del momento y la relevancia
que para el pensamiento católico tuvo la experiencia de la guerra. Pío XI había sido considerado como un Papa proclive al fascismo hasta que sus conflictos con Mussolini degeneraron
en un duro enfrentamiento. Su sucesor, el cardenal Pacelli, había experimentado por sí mismo, como nuncio en Alemania, los graves peligros que el nazismo planteaba al mundo católico. Su elección en el cónclave de 1939 fue considerada como un triunfo de una tendencia
más bien inclinada hacia las potencias democráticas y se consideró que esta interpretación
resultaba ratificada por el hecho de que el nuevo responsable de la diplomacia vaticana, el
cardenal Maglione, había sido nuncio en París. Refinado y sutil pero indeciso y nada proclive
a expresar posturas taxativas, el carácter de Pío XII contribuye a explicar que, en ocasiones,
su postura ante la guerra haya sido sometida a controvertidas interpretaciones. En los meses
que precedieron al inicio del conflicto, el Papa hizo repetidas propuestas para evitarlo. Cuando faltaban tan sólo escasas semanas para que estallara, se apresuró a afirmar que "todo
puede perderse con la guerra". Luego asumió la defensa de los intereses del catolicismo polaco, sometido a una gravísima prueba a lo largo de la guerra. Hasta mayo de 1940, la posición de L´Osservatore Romano resultó bastante independiente respecto al Eje. El Papa condenó la invasión de países neutrales e hizo todo lo posible por evitar la entrada en la guerra
de Italia. En abril de 1940 llegó a escribir a Mussolini señalando los peligros que podía suponer la entrada en el conflicto. El Duce le respondió que la doctrina tradicional católica consi206
deraba positiva la paz tanto como la justicia en las relaciones internacionales. Los principales
reproches a la posición del Papa derivan de su actitud a partir del momento en que el Eje
logró sus principales victorias en Europa y se refieren a la supuesta negativa del Vaticano a
asumir la defensa de los judíos frente a la persecución y exterminio practicados por los nazis.
Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que en ese momento todavía se ignoraba la realidad
del Holocausto, incluso por parte de los propios aliados. Una intervención pública de Pío XII,
realizada en diciembre de 1942, condenó de forma genérica a los que perseguían, incluso
hasta la desaparición física, a sectores de la población por tan sólo su procedencia étnica o
por su origen; pero realmente pudo parecer algo tibio, por estar basada en rumores más que
en noticias firmes. El Vaticano juzgó en estos momentos que le estaba vedada cualquier gestión diplomática y que, además, si era entendida como una protesta aumentaría el rigor de la
persecución contra los católicos. Los mensajes del Papado, aunque dotados de calidad, pecaron de imprecisión y de exceso de tono retórico. El argumento empleado por alguno de los
miembros de la jerarquía eclesiástica consistió en afirmar a posteriori que también había sido
posible realizar una misión evangelizadora en tiempos de los bárbaros. Eso habría intentado
el Papado en estos momentos. Al mismo tiempo, el Vaticano, durante los años centrales de
la guerra, fue un punto de apoyo importante en los intentos de Roosevelt por evitar la ampliación del Eje e incluso, a comienzos de 1940, se convirtió en el cauce de una conspiración de
los disidentes alemanes para lograr la marginación de Hitler. Luego, cuando las operaciones
bélicas fueron menos propicias para el Eje -a partir de 1943- el Papa fue considerado como
el camino más propicio para sacar a Italia de la guerra. En el verano de este año, se planteó
la posibilidad de que Pío XII abandonara Roma y se estableciera en una gran potencia católica neutral. No fue una posibilidad inmediata, pero Hitler llegó a meditar la posibilidad de proceder a su detención. De todos modos, la posición del pontífice siguió siendo de una extremada prudencia: cuando en el verano de 1944 murió el secretario de Estado no fue sustituido, como si se temiera que un nuevo nombramiento pudiera dar la sensación de inclinarse
por alguno de los beligerantes. Con posterioridad a la guerra, a Pío XII le sería reprochada
tibieza en la defensa de los judíos. Como quiera que sea, el período bélico supuso un reto
para el pensamiento católico en torno a cuestiones políticas y sociales que tuvo relevantes
consecuencias con el transcurso del tiempo. El impacto de la guerra fue especialmente importante entre los intelectuales católicos que habían empezado a descubrir el valor cristiano
de la democracia y que estaban ya alineados en contra del fascismo. El francés Jacques Maritain, emigrado al Nuevo Continente, descubrió el sentido más profundo de la experiencia
democrática y de la economía social de mercado. Por su parte, Luigi Sturzo, el sacerdote
italiano que había sido principal inspirador del Partido Popular, elaboró todo un pensamiento
acerca de la moralización de las relaciones internacionales. Más complicado fue el caso de
Emmanuel Mounier, uno de los intelectuales más críticos respecto al mundo de la Tercera
República francesa, capaz, por tanto, de ser captado, en un principio, por los supuestos deseos de regeneración moral de Pétain. Luego, sin embargo, evolucionó en un sentido muy
contrario a la colaboración y en la posguerra se sentiría atraído por una cierta convergencia
con el comunismo y un antiamericanismo muy marcado. Dos actitudes que tuvieron importantes repercusiones políticas en los años posteriores a 1945.
La victoria cambia de campo: 1942-43
Cuando concluía el año 1942, ya la situación en el frente del Este había experimentado un
cambio importante desde el momento en que los alemanes iniciaron la "Operación Barbarroja". Las pérdidas sufridas por parte de los atacantes fueron muy importantes, tanto en vehículos como en animales y en personal. Ésa era una experiencia nueva de los alemanes durante
este conflicto y tuvo consecuencias importantes sobre los principales protagonistas de las
207
decisiones políticas. En ambos dictadores en liza en la guerra del Este -Hitler y Stalin- la dureza de la guerra tuvo efectos aunque resultaron muy diferentes. Hitler empeoró porque, situado por sus victorias en Occidente en una situación en la que ni admitía consejos ni tan
siquiera se le daban, pretendió no errar jamás y condujo a sus Fuerzas Armadas a decisiones carentes de sentido o de un mínimo de estabilidad, sin con ello lograr introducir una dirección firme en la conducción de la guerra. Como sabemos, la fijación de la ofensiva alemana en Stalingrado se debió de forma exclusiva al propio Hitler. Durante la ofensiva de 1942,
había pretendido la conquista de Leningrado y para ello fue utilizada parte de las divisiones
que habían sido empleadas para completar la conquista de Crimea, con lo que se dio la paradoja de que éstas se hallasen viajando de Sur a Norte precisamente durante aquellos meses en los que podían ser empleadas en la ofensiva contra el enemigo. Otro testimonio de la
forma de liderazgo de Hitler consistió en promover una sistemática rotación de los altos mandos alemanes, como consecuencia de supuestos o reales fracasos. Lo peor no era que de
esta manera se evitaba por completo la permanencia en los criterios del mando, sino que
quienes los ejercían carecían de la sensación de estar apoyados por el dictador. El desastre
de Stalingrado no tuvo otro efecto que el de fomentar la tendencia a la desconfianza por parte de Hitler con respecto a los generales. Por su parte, Stalin confió cada vez más en los altos mandos militares, de acuerdo con un planteamiento totalmente contrario. La razón residió
en que fueron ellos -y no la intromisión de los políticos, por ejemplo- los que le proporcionaron los mejores éxitos, aunque su dirección de las operaciones fuera menos eficiente que la
del generalato alemán. En la propia batalla de Stalingrado no se pueden entender los éxitos
soviéticos sin considerar adecuadamente la dirección ejercida por el mariscal Zhukov. Con el
paso del tiempo, el propio Stalin dio a su dictadura política unos matices militares y fue denominado "generalísimo". A mediados de noviembre de 1942, se inició la previsible ofensiva
soviética sobre la línea del frente del Eje a orillas del río Don. En todo este ataque se aprecia
un curioso cambio de posiciones de los dos contendientes. Por un lado, el Ejército alemán,
que había sido hasta el momento capaz de hacer las maniobras más audaces de la guerra,
actuó de una forma inesperada, olvidando esa capacidad, pues continuó dedicándose a
avanzar en medio de las ruinas de Stalingrado. Incluso su arma más valiosa -los carros- fueron empleados de una manera netamente impropia, es decir, en pequeños grupos de una
veintena y en medio de las calles. Por el contrario, los soviéticos emplearon la gran maniobra
rompiendo el frente adversario precisamente allí donde éste era más débil. La ofensiva rusa
tuvo lugar, en efecto, sobre las tropas rumanas, italianas y húngaras a las que les había correspondido una función de protección del flanco mientras que el Ejército alemán era quien
ocupaba Stalingrado. Realizada mediante una potentísima preparación artillera e inaugurada
con una sorpresa total, la ofensiva soviética culminó con un rotundo éxito. El desplome de
este frente tuvo como consecuencia que 220.000 soldados alemanes quedaran aislados en
Stalingrado. Pero hubo todavía noticias peores en las semanas siguientes. Por un lado, la
presión rusa no se limitó a cercar al atacante en Stalingrado, sino que se tradujo en una
ofensiva general que, por ejemplo, permitió romper el cerco de Leningrado en el Norte. Lo
más decisivo, sin embargo, se jugaba en el Sur. El audaz avance de los alemanes sobre el
Cáucaso en los meses anteriores entró en crisis e hizo pensar en la posibilidad de que las
puntas de ataque blindadas acabaran siendo cercadas. Tuvo, por tanto, que producirse una
rápida retirada en dirección hacia Crimea que tuvo éxito, pero que en algún momento dio la
sensación de concluir en un nuevo cerco. Prueba de la confianza que todavía sentía Hitler en
sí mismo fue el hecho de que permitiera que una parte de su propio Ejército quedara encerrado en la península de Kuban, frente a Crimea, como si tuviera la posibilidad de iniciar la
ofensiva al poco tiempo. Ya en enero de 1943, sin embargo, los rusos atacaron hasta en cuatro puntos distintos el frente enemigo, que quebró anulando toda esperanza de que fuera po208
sible auxiliar al Ejército alemán encerrado en Stalingrado y dirigido por Von Paulus. Éste
había reclamado aprovisionamientos diarios por un total de 600 toneladas; se le prometió la
mitad, pero esa cantidad no se entregó un solo día durante el asedio. Si en otras ocasiones
había sido posible realizar operaciones de avituallamiento aéreo de envergadura, en este
caso resultaba imposible no sólo por la magnitud sino por los crecientes problemas de la
Aviación alemana para mantener la superioridad sobre el adversario. Además, había aparecido un fenómeno nuevo, nada desdeñable desde un punto de vista militar, como era la guerrilla rusa en retaguardia cuyas acciones más decisivas se produjeron en 1943 pero que ya
en este momento había empezado a atraer recursos humanos y materiales de los alemanes,
en gran medida por la propia brutalidad represiva del invasor y por la carencia de una política
decidida que sumara las posibles discrepancias políticas con el régimen a la cruzada anticomunista del Tercer Reich. Existió un ejército anti soviético dirigido por el general Vlassov que
apoyó a los alemanes, pero hubiera sido mucho más lo que los atacantes hubieran podido
hacer. De cualquier modo, Hitler obligó a Von Paulus a resistir a ultranza, sin tan siquiera
permitirle una salida que enlazara con las fuerzas propias. Elevado a la categoría de mariscal, que parecía vedarle el pensar siquiera en la posibilidad de rendirse, Von Paulus era el
prototipo del general obediente hasta el extremo a la voluntad de Hitler, pero carente por
completo de carisma entre sus tropas. El 2 de febrero rindió lo que quedaba de su ejército,
que había resistido cuanto pudo, sufriendo más de 100.000 muertes. De las decenas de miles de prisioneros que los soviéticos consiguieron en este momento, apenas 6.000 volvieron
a Alemania una vez concluida la guerra. Tal como había temido Hitler, Von Paulus acabó
haciendo propaganda anti alemana desde la radio soviética. Recuperado Stalingrado por el
Ejército Rojo, podía esperarse que acabara derrumbándose el frente alemán pero no fue así,
demostrándose con ello la calidad de este ejército, incluso en los momentos más difíciles.
Manstein, un general al que se le atribuido la máxima capacidad durante la guerra en la maniobra con grandes masas blindadas, fue capaz de llevar a cabo una operación ofensiva durante los meses de febrero y marzo gracias a la cual los alemanes hicieron retroceder a los
soviéticos de sus posiciones recientemente conquistadas y recuperaron Jarkov, la segunda
ciudad de Ucrania. Esta batalla, fuera por la inexperiencia soviética o por la desesperación
alemana, demostró a Stalin los peligros de confiar en exceso, incluso cuando las cosas parecían irle mejor contra los alemanes. De cualquier modo, el forcejeo entre los dos ejércitos
había sido tan duro que entre marzo y junio de 1943 hubo un amplio paréntesis sin operaciones militares, que ambos aprovecharon para reconstruir sus respectivas fuerzas. A estas alturas, sin embargo, resultó patente hasta qué punto Stalingrado influyó en ambos contendientes. En Alemania, las noticias de la derrota fueron acompañadas en poco tiempo por la
decisión de llevar a cabo una movilización general, como no se había ni siquiera intentado
hasta el momento. Rumania y Hungría, aliadas del Eje, pasaron de un convencimiento inicial
de que la campaña duraría muy poco a una inseguridad radical acerca de su futuro y lanzaron mensajes exploratorios a los representantes diplomáticos norteamericanos. Por su parte,
Italia y Japón, los dos más sólidos puntales del Eje al lado de Alemania, no ocultaron su deseo de que ésta abandonara la guerra con la URSS y se decidiera a enfrentarse tan sólo a
los anglosajones. Esta posibilidad tuvo oportunidades de ser acogida por el propio Stalin. La
correosidad del adversario alemán, la desconfianza de Stalin respecto a las democracias y el
hecho de que aparecieran las primeras discrepancias entre la URSS y los anglosajones
hicieron posible este cambio de bando. El descubrimiento en Katyn (abril de 1943) de los restos de miles de oficiales polacos asesinados por los soviéticos se tradujo en el rompimiento
de éstos con el Gobierno de aquella nación que residía exiliado en Londres; representaba al
país que había sufrido en primer lugar la agresión nazi y no ocultó su opinión acerca de que
los soviéticos eran los culpables de la matanza. Es muy posible que los principales respon209
sables de la política exterior soviética y la alemana -Molotov y Ribbentrop- mantuvieran contactos personales en junio de 1943, pero las diferencias existentes eran lo suficientemente
amplias como para que el acuerdo resultara imposible y, por ello, sólo las armas podían resolverlas. En este momento, es necesario avanzar, desde el punto de vista cronológico, hasta julio de 1943, cuando tuvo lugar la última ofensiva alemana en el Este. A partir de ella,
puesto que Alemania tenía dos tercios de sus tropas en este frente, se puede decir que se
vio obligada a una actitud defensiva que tan sólo dilataba durante algún tiempo el momento
de la derrota definitiva. A estas alturas, la superioridad cuantitativa de la URSS era ya manifiesta, hasta el punto de que casi duplicaba la producción alemana de tanques. Las tropas
soviéticas habían mejorado su calidad y estaban dotadas de mayor movilidad, gracias a
hallarse provistas de casi 200.000 camiones norteamericanos. El mando soviético había incluso ideado un estilo de combate propio, basado en una tremenda potencia de fuego, debida al empleo de la artillería y la aviación. Sus efectivos humanos -seis millones y medio de
hombres- duplicaban los alemanes y posibilitaban una ofensiva generalizada en todos los
frentes, que impedía al adversario utilizar sus reservas allí donde fueran más necesarias.
Esta situación todavía resultó más agravada por un error alemán en el momento y la elección
del ataque. Un Hitler dubitativo, que empezaba a recriminarse a sí mismo las derrotas alemanas, retrasó la posible ofensiva hasta el mes de julio, acabó realizándola a pesar de que el
adversario estaba alertado del lugar donde se llevaría a cabo y no se empleó a fondo en ella,
cuando la situación todavía podía resolverse a su favor. En efecto, el saliente de Kursk, en el
sector central del frente, era un lugar tan obvio para el ataque alemán que el mariscal Zhukov
resolvió desgastarlo por medio de unas excepcionales defensas. Hasta ocho líneas defensivas fueron establecidas en torno a esta ciudad, en especial en sus flancos. Allí, los campos
de minas tuvieron una densidad de hasta 3.000 artefactos por kilómetro cuadrado. Contra
ellas se desgastaron los carros alemanes, en especial en la zona norte de la pinza, que apenas si pudo avanzar a pesar de los enormes recursos empleados (2.700 carros alemanes por
los 4.000 soviéticos). En un segundo momento de la batalla, se produjo el enfrentamiento de
las mayores masas de blindados visto a lo largo de toda la guerra. Al Sur, Manstein avanzó
más y todavía pensaba que podía vencer, pero Hitler ordenó detener el ataque, porque la
situación de Italia a mediados de aquel julio de 1943 -caída de Mussolini- le obligaba a desplazar parte de sus ejércitos hacia ella. Kursk fue, pues, una derrota grave que logró lo que
Stalingrado no había conseguido: el derrumbamiento generalizado del frente alemán.
Torch y Túnez
El escenario africano había sido siempre esencial para los italianos -que cosecharon en él
derrota tras derrota-, muy importante para los británicos -que acumularon en él efectivos numerosos- y siempre secundarios para los alemanes, de manera especial en el momento en
que atacaron la URSS. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, en la fase final de la guerra en la zona, los alemanes acabaron empleando numerosos medios materiales y humanos,
de tal modo que la derrota en el Norte de África es susceptible de ser comparada con la de
Stalingrado. Para Churchill, así como los británicos no habían conseguido victoria importante
alguna hasta El Alamein, después de esta batalla puede decirse que ya no padecieron derrota alguna de importancia. Como sabemos, las tropas de Rommel se habían detenido en esa
posición y tratado de forzar, sin éxito, las posiciones adversarias. Dirigía a los defensores el
general Montgomery, prudente, meticuloso, austero y dotado de una personalidad carismática que le convirtió en la más destacada personalidad militar de su país durante el conflicto.
Gracias a la mejora de las condiciones del tráfico marítimo en el Mediterráneo, había conseguido dotarse de medios importantes que superaban en mucho a los de Rommel, hasta triplicarlos en lo que respecta al número de soldados y multiplicar por seis el de carros. La batalla
210
ofensiva de El Alamein (octubre-noviembre de 1942) recordó, sin embargo, un tanto a conflictos de otras épocas, en el sentido de que el bombardeo artillero previo y el avance de la infantería jugaron un papel de primera importancia en el ataque inicial. Tras abrirse camino en
los campos de minas del enemigo, los británicos giraron hacia la costa y derrotaron al adversario, al que consiguieron poner en fuga. En este momento, se demostró, sin embargo, la
excepcionalidad de Rommel como general en el sentido de que si perdió gran parte de sus
efectivos fue capaz de emprender una larguísima huida hasta Túnez, adonde llegó en febrero
de 1943 evitando ser capturado por sus adversarios. Mientras tanto, se produjo un giro definitivo en la situación naval en el Mediterráneo, de modo que en los meses posteriores a El
Alamein tan sólo el 2% del total de los buques aliados de aprovisionamiento fueron hundidos.
Cuando Rommel, enfermo, se trasladó a Alemania para curarse y entrevistarse con Hitler,
encontró en él una actitud por completo carente de realismo, que pretendía la resistencia a
ultranza en el Norte de África pero sin volcarse en el envío de medios. Lo que alteró de forma
definitiva la situación fue el hecho de que cuatro días después del final de la batalla de El
Alamein, tuvo lugar el desembarco de las tropas anglosajonas en Marruecos (8 de noviembre). A esta operación se llegó dada la imposibilidad de los anglosajones de llevar a cabo un
desembarco en suelo europeo. Un intento británico y canadiense sobre Dieppe, que no tenía
otra función que la de tanteo u operación de comando, concluyó con un rotundo fracaso y la
posibilidad de un ataque a Noruega fue desechada no sólo por sus dificultades objetivas sino
también porque la operación, en caso de triunfar, se encontraría luego con graves problemas
acerca de cómo y adónde seguir las operaciones. Cuando Roosevelt, siempre más propicio a
dar prioridad a una acción sobre el Viejo Continente, decidió aceptar esta operación lo hizo
con la idea de que sería fácil y poco duradera. Los norteamericanos habían mantenido buenas relaciones con la Francia de Vichy y confiaban en que sus mandos militares no se opondrían al desembarco. De cualquier modo, el Norte de África pretendía ser "un trampolín" para
llegar a Europa mucho más que "un sofá" donde arrellanarse esperando acontecimientos. A
lo largo de la gestación de la operación hubo discrepancias importantes entre los aliados,
porque los norteamericanos hubieran preferido desembarcar tan sólo en la costa atlántica
marroquí mientras que los británicos acabaron imponiendo que, al mismo tiempo, se atacara
en Argelia. La idea de los británicos era que se debía avanzar con rapidez desde los puntos
iniciales de desembarco hacia Túnez y achacaron a los norteamericanos una lentitud que,
paradójicamente, tuvo un efecto positivo, como se señalará más adelante. De cualquier manera, el desembarco tomó por completa sorpresa a los alemanes e italianos, que habían
creído que se trataba de un convoy que seguía la ruta hacia Malta. En realidad, el desembarco de las tropas anglosajonas en la costa atlántica, Orán y Argel tuvo más dificultades de las
esperadas y sólo una serie de circunstancias afortunadas hizo que, finalmente, se evitara el
enfrentamiento total entre quienes desembarcaban y las tropas francesas allí destacadas.
Los norteamericanos habían confiado en atribuir el mando de los franceses de Vichy al general Giraud, héroe de guerra que había conseguido huir de los campos de concentración alemanes. Sin embargo, la presencia en Argel del almirante Darlan, un oportunista que había
jugado un papel decisivo en el régimen de Pétain, les proporcionó otro punto de apoyo cuando se mostró dispuesto a cambiar de bando, gracias a lo cual lograron neutralizar la resistencia en esta capital y en Casablanca, donde los combates habían alcanzado cierta envergadura. Darlan no consiguió imponer su autoridad en Túnez. Si allí no se había producido el desembarco inicial, la razón estribaba en que se había temido el bombardeo por parte de la
Aviación procedente del Sur de Italia. En un plazo muy corto de tiempo, a fines de 1942, con
un importante apoyo aéreo, muy pronto fueron trasladados 180.000 alemanes e italianos capaces de ofrecer una resistencia tenaz a la expulsión definitiva del Norte de África. Mientras
tanto, Darlan había sido asesinado por un joven monárquico. Dado que Giraud demostró po211
co interés y capacidad política, la coincidencia de ambos factores les permitió a los seguidores de De Gaulle convertirle en el supremo mando político francés a pesar de que los anglosajones no se habían fiado de su capacidad de atracción sobre las tropas francesas. Consecuencia inmediata del desembarco anglosajón en el Norte de África fue que Hitler decidió la
ocupación de la Francia de Vichy, operación que se llevó a cabo sin mayores problemas y
que redujo a Pétain a la condición de pura y simple marioneta en manos de Hitler. Los mandos de la Flota francesa, anclada en Tolón, decidieron hundirla antes de que sus barcos fueran tomados por los alemanes. En los días centrales de enero de 1943, Roosevelt y Churchill
se reunieron en Casablanca. Aquella había sido una importante victoria, apreciada como tal
por los alemanes, pero la razón principal del encuentro fue también tomar decisiones estratégicas de futuro. Se descartó el desembarco en Francia durante el año 1943, medida que, si
estaba plenamente justificada por la carencia material de tiempo y de preparación suficiente,
multiplicó el profundo escepticismo que Stalin siempre sintió respecto de las verdaderas intenciones de los anglosajones. Pero, sin duda, la decisión fundamental del presidente norteamericano y del "premier" británico consistió en afirmar que no se aceptaría otra solución
final a la guerra que la de la rendición total del Eje. A esta fórmula -que tenía difícil alternativa
en las circunstancias bélicas que se vivían- se le dio una publicidad un tanto peculiar en el
transcurso de una rueda de prensa, hecho que ha dado lugar a múltiples especulaciones. Lo
cierto es, sin embargo, que, a la hora de la verdad, las circunstancias mandaron sobre esa
decisión de principio. Como veremos, el caso de Italia prueba que esa exigencia fue susceptible de interpretaciones. Los soviéticos mantuvieron la más estricta, pero lo hicieron siempre
en beneficio propio y de su expansión territorial. La campaña de Túnez prolongó otros cuatro
meses la guerra en el Norte de África y fue una de las causas principales de que el desembarco en el Viejo Continente fuera pospuesto hasta 1944. La paradoja de Hitler es que fue
sólo en este momento cuando empleó a fondo sus recursos para impedir la victoria aliada en
este escenario africano. Lo hizo en la peor circunstancia para sus propias armas, cuando ya
tenía problemas muy graves en la URSS, desplazando hacia allí unidades selectas, tanto de
carros como de aviación. Quizá temía, con razón y como veremos, que la derrota en África
tuviera como consecuencia inmediata el desmoronamiento de Italia. De cualquier modo, la
falta de rapidez en la ofensiva aliada acabó siendo beneficiosa para los anglosajones, porque
permitió que se acumularan allí unos efectivos bélicos que, atrapados, acabaron rindiéndose.
En cuanto los aliados consiguieron la superioridad aérea, les resultó imposible a alemanes e
italianos el reembarque. Hitler, de cualquier modo, no pareció haber pensado nunca en la
posibilidad de convertir el escenario africano en primordial. Aunque a Rommel le aseguró que
planeaba una operación en contra de la propia Casablanca, nunca imaginó en serio utilizar la
vía más obvia para atacar a los anglosajones, que no era otra que España, tal como le había
sugerido Mussolini. La campaña de Túnez tuvo dos fases muy distintas en su significación,
pero en realidad las características de la lucha se mantuvieron idénticas a través de ellas. La
orografía, en valles encajonados y con líneas defensivas a veces construidas hacía tiempo
(la Línea Mareth en la frontera con Libia), permitió a alemanes e italianos una defensa eficaz
frente a un adversario que era netamente superior en efectivos. No obstante, la superioridad
aérea aliada acabó por ser absoluta y eso impidió el aprovisionamiento del Eje. A pesar de
ello a éste, durante el mes de febrero, gracias a un desembarco excepcional de tropas procedentes de Italia -los alemanes por vez primera pudieron utilizar contra los anglosajones los
carros pesados Tiger- le fue posible tomar la iniciativa. Von Arnim atacó a los norteamericanos que avanzaban desde Argelia mientras que Rommel se empleó a fondo contra los británicos. A partir de marzo, sin embargo, la ofensiva anglosajona se acabó imponiendo de manera clara e incluso las líneas defensivas alemanas más resistentes fueron desbordadas en
ataques de flanqueo. A mediados de mayo se producía la rendición de alemanes e italianos.
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El número de los prisioneros, según la mayoría de las fuentes, pudo superar el cuarto de millón
de soldados. Nunca los aliados habían tenido una victoria de esta envergadura, que puede
compararse con justicia con la lograda por los soviéticos en Stalingrado, aunque ésta fuera
anterior y, en apariencia, más espectacular. El propio Franco, dadas las circunstancias, acabó
por decidirse a pasar a una posición de neutralidad. La campaña de Túnez permitió por primera
vez probar la cooperación norteamericana y británica, a veces nada fácil dado el carácter de
Montgomery y su escaso aprecio de las capacidades del aliado. Eisenhower, el general
norteamericano más conocido, nunca había tomado parte como mando en campañas bélicas de
envergadura. Sus capacidades estuvieron mucho más en la organización que en primera fila del
combate. En Túnez empezaron ya a destacar otros generales norteamericanos, como Patton y
Bradley. Hubo, sin duda, inexperiencia norteamericana pero el bautismo de fuego en un frente en
que la superioridad aseguraba la victoria tuvo también un aspecto positivo que se fue apreciando
con el transcurso del tiempo.
Verano de 1943: la caída del fascismo
Cuando se iniciaba el verano de 1943 la situación del Eje se había complicado mucho: a la
rendición de Stalingrado cabía sumar ahora la de Túnez. Sin embargo, para sus dirigentes,
existía todavía la esperanza de que podrían mantener su perímetro defensivo causando a
sus adversarios un número elevado de bajas, en el caso de Japón, o de que lograrían mantener la superioridad en lo que respecta a su innovación tecnológica y en el arma aérea o
podrían concentrar sus fuerzas contra uno de sus enemigos, en el de Alemania. Los meses
que siguieron demostraron que estas esperanzas carecían de justificación y, sobre todo, liquidaron definitivamente al tercer miembro del Eje, Italia, cuya aportación a la lucha común
había resultado escasa, por no decir mínima. Alemania había cometido el doble error de enviar un ejército al Norte de África y confiar en mantener su reducto tunecino por tiempo indefinido. A esas dos equivocaciones sumó una tercera, consistente en poner en duda el salto
inmediato de los anglosajones a Sicilia. Como sucedió a lo largo de toda la guerra, también
en este caso los servicios secretos aliados tuvieron una actuación muy superior. Una operación de inteligencia con la complicidad involuntaria de las autoridades españolas, proclives al
Eje, les hizo pensar a los alemanes que el desembarco anglosajón se produciría en Cerdeña
o en Grecia. Por el contrario, en lo que no erraron fue en apreciar que los italianos estaban
exhaustos y proclives a arrojar la toalla. A mediados de junio bastó un bombardeo de la pequeña isla de Pantellaria, de la que Mussolini había anunciado que resistiría hasta el final,
para que se rindiera. Hitler se apresuró a tomar medidas para evitar la completa deserción de
su aliado. El desembarco aliado en Sicilia tuvo lugar el 10 de julio de 1943 y, en general,
transcurrió sin problemas: aunque las fuerzas aerotransportadas cometieron errores, en las
playas sicilianas desembarcaron en un plazo corto de tiempo más tropas que las que, un año
más tarde, lo harían en Normandía. La operación tenía lugar en el mismo momento del ataque sobre Kursk y supuso, como consecuencia, que los alemanes detuvieran una ofensiva
que aún tenía tiempo de triunfar y trasladaran parte importante de sus efectivos hacia el Mediterráneo. Gracias a ello, las tropas del Eje libraron en la isla una batalla defensiva que les
resultó relativamente satisfactoria. Replegándose, en primer lugar, sobre el Etna y a continuación sobre el Estrecho consiguieron salvar no sólo la mayor parte de sus hombres sino
también su material. Sin embargo, cuando esto sucedió, a mediados de agosto, se había
producido ya el colapso político de la Italia fascista, tal y como Hitler preveía y temía. Para
comprenderla hay que tener en cuenta la peculiar situación en que se encontraban los principales dirigentes de la vida pública italiana. Mussolini, envejecido y en realidad carente de
cualquier capacidad de influir en el destino de la guerra, había tratado, en sus últimos movimientos políticos, de abrirse a una posibilidad de desengancharse de la guerra y de un Hitler
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a quien consideraba ya un "trágico bufón". De ahí la última remodelación del Gobierno, contando con personas jóvenes o poco conocidas, y la distribución en embajadas estratégicas
de algunos diplomáticos en cuya capacidad para contactar con los aliados confiaba, quizá en
exceso. Pero la escasa voluntad bélica de sus tropas y la existencia de conspiraciones contra
su persona impidieron que ese propósito pudiera ser intentado en serio. Las primeras sugerencias a los aliados acerca de un posible desenganche italiano se produjeron a fines de
1942, a través de medios monárquicos. En el seno del fascismo se produjeron dos conjuras
paralelas, coincidentes en el deseo de desplazar al Duce: la de los fascistas radicales como
Farinacci y la de quienes representaban una posición más moderada, proclive al liderazgo
conjunto de la Monarquía y el Ejército. De todos los modos, la reunión del Gran Consejo
Fascista, el 24 de julio, testimonia, ante todo y sobre todo, la descomposición de la clase dirigente del régimen. Fue una de esas reuniones en las que todos los que acudieron desconfiaban de los demás -hasta el punto de acudir armados hasta los dientes- pero coincidían con
ellos en un punto: la imprevisión acerca de las consecuencias de la decisión que se adoptara. De los reunidos, para sorpresa del Duce, a pesar de que se lo debían todo a él, 19 votaron en su contra y sólo 8 a favor. Pero lo más inesperado para Mussolini se produjo en el
momento inmediatamente posterior. Cuando visitó al rey, se encontró con que éste, en quien
confiaba a pesar de su carácter un tanto desconfiado y cínico, "se descolgaba" aceptando
una dimisión que no había sido presentada con deseo de que fuera aceptada. A la salida de
la entrevista con el monarca, el Duce fue detenido y puesto a buen recaudo en lugar secreto.
Su sucesor fue el mariscal Badoglio, suprema autoridad militar, que pretendió mantenerse en
una ambigüedad calculada pero cayó en una manifiesta irresolución. En teoría, trató de mantener la lucha contra los aliados, pero intentando establecer contacto con ellos. Esto último
sólo lo consiguió de forma tardía mientras, con mucha más decisión, los alemanes ocupaban
posiciones clave en suelo italiano. Cuando, el 3 de septiembre, el Gobierno monárquico pudo
hacer pública la noticia del armisticio, los alemanes ocuparon sin problemas la mayor parte
del país e incluso consiguieron que buena parte de la flota quedara en sus manos. El Ejército
italiano fue desarmado y 700.000 soldados enviados a Alemania para ser empleados como
trabajadores forzosos. En esos días iniciales del mes de septiembre, se realizaron, además,
varios desembarcos aliados en la Península. Los norteamericanos se habían mostrado originariamente opuestos a ellos, pero la caída de Mussolini parecía justificar una acción de resultado prometedor contra el más débil de los miembros del Eje. En realidad, lo fue mucho menos de lo que se imaginó. En gran medida, la culpa le correspondió a la falta de decisión de
los aliados. Desembarcaron éstos en Mesina -en la punta de la bota italiana- y Salerno, en
playas que parecían propicias, no lejos de los templos griegos de Paestum. Pero eran lugares demasiados obvios y por ello propicios a los ataques enemigos, elegidos porque se disponía de protección aérea pero que no se empleó a fondo para conseguir una sorpresa que,
por otra parte, no tuvo lugar. El resultado fue que los aliados avanzaron mucho más lentamente de lo esperado. En cambio, el desembarco en Tarento fue relativamente sencillo y los
aliados hubieran podido avanzar con rapidez en la costa del Adriático de haber dispuesto de
medios de transporte más rápidos de los que tuvieron. Kesselring, el general alemán autor de
la estrategia de retirada, ha afirmado que los aliados habrían obtenido una victoria decisiva
con tan sólo desembarcar al Norte de Roma en vez de hacerlo al Sur de Nápoles. Lo curioso
es que pensaron en hacerlo destacando una división aerotransportada, pero la operación les
pareció arriesgada en exceso. Lo contrario les sucedió a los británicos en el Dodecaneso:
intentaron, sin ayuda norteamericana, ocupar las islas pero se encontraron con una inferioridad aérea que les hizo perder varios buques. En cambio, los franceses de De Gaulle ocuparon Córcega sin mayores problemas. Por motivos de coherencia temática y por la escasa
significación real que tuvo en el conjunto de los acontecimientos, éste es, sin duda, el mo214
mento de tratar acerca del resto de la campaña italiana. Puede resumirse con tan sólo unos
datos cronológicos: solamente en octubre de 1943 los aliados llegaron a Nápoles y en junio
de 1944 a Roma. Las escasas maniobras audaces que intentaron, como el desembarco en
Anzio, fracasaron y, en cambio, perduró la tenaz resistencia alemana en una línea favorecida
por la orografía (posición de Monte Cassino). En total, para avanzar 1.300 kilómetros los
aliados, dirigidos por el nada brillante general británico Alexander, emplearon veinte meses.
Esto hizo concluir a los anglosajones que la estrategia patrocinada por Churchill en el sentido
de atacar en el "blando bajo vientre" de Europa resultaba indefendible. Cuando los Apeninos
causaban tantos problemas cabría pensar cuáles habrían de ser los que se produjeran en los
Cárpatos o los Alpes. La tendencia de los anglosajones a tener una superioridad abrumadora
antes de pasar al ataque contribuyó a paralizarles. Los alemanes dedicaron quizá demasiadas tropas a un frente secundario como éste, pero lograron una victoria en la batalla a la defensiva. Para los aliados, en definitiva, la ilusión italiana se demostró injustificada. A todo esto, Italia conocía una auténtica guerra civil. Profundamente abatido al principio, Mussolini se
recuperó luego, una vez liberado por paracaidistas alemanes. En el Norte del país estableció
un régimen republicano que se decía revolucionario -la República Social Italiana, con sede
en Saló- y que favoreció la participación de los obreros en la dirección de las empresas, al
mismo tiempo que practicaba una sistemática violencia contra el adversario político. Pero,
aunque tuvo el apoyo de una parte considerable de la opinión pública, siempre dependió en
todo de Hitler. Éste hizo el balance más ignominioso acerca de la colaboración con los italianos, al asegurar que el mejor servicio que le podían haber hecho es permanecer alejados del
conflicto. Durante el verano de 1943, se produjo una evolución militar también contraria a los
intereses del Eje en distintos escenarios del Mediterráneo. En Rusia, los ejércitos de Stalin
demostraron que habían prosperado en muchos terrenos. Mucho más móviles que al comienzo de la guerra, estaban al mando de generales más jóvenes que los alemanes, pero
sobre todo se beneficiaron de una estrategia, basada en la superioridad, que les condujo a la
victoria. Al igual que en la ofensiva de 1918 en el frente francés, podían atacar en todo el
frente a la vez, evitando que el adversario concentrara su superior calidad en un solo punto.
De este modo, la ofensiva en el frente Sur, a partir de la batalla de Kursk del mes de julio,
produjo la toma de Dnieper y la caída sucesiva de Jarkov (agosto), Esmolensko (septiembre)
y Kiev (noviembre). Este éxito se debió también a innovaciones técnicas, como los carros
con cadenas más anchas y fue mérito de los propios militares soviéticos. Los alemanes trataron de resistir en puntos concretos, convertidos en bastiones, pero la insistencia de Hitler en
mantener el frente a ultranza, que tan útil había sido en otros tiempos, tuvo consecuencias
muy negativas en el sentido de que quitó a los alemanes el valor principal de su ejército, es
decir la movilidad. A estas alturas, Hitler tenía todavía la esperanza, por completo ilusa, de
que podría recuperar las regiones que perdiera o de que cuanta más tierra tuviera, de más
elementos de intercambio dispondría para intercambiarla con el enemigo en caso de armisticio. En cuanto al Pacífico, también en este caso es posible apreciar una estrategia defensiva
del Eje -Japón, en este caso- y la aparición de una nueva, de carácter ofensivo, puesta en
práctica por los norteamericanos. El Imperio japonés se limitó a mantener el perímetro alcanzado con la idea de hacer pagar un tan alto precio al adversario en su avance que resultara
disuasorio. Sus dirigentes no se daban cuenta, sin embargo, de que las circunstancias bélicas cada vez variaban más en contra de sus intereses. La producción norteamericana era
muy superior pero, además, ni siquiera los japoneses podían concentrar sus fuerzas, porque
el perímetro defensivo era demasiado amplio: tenían una veintena de divisiones en el Pacífico pero debían mantener otras quince en Manchuria frente a los soviéticos, de quienes no se
fiaban a pesar de que los llegaron a felicitar por la toma de Jarkov. Muerto Yamamoto en
abril de 1943, las diferencias entre los mandos militares se acentuaron al proponer el Ejército
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como punto de resistencia principal Nueva Guinea, mientras que la Marina prefería las islas
Salomón. Mientras tanto, los norteamericanos hicieron de la necesidad virtud, inventando una
estrategia que se demostró muy eficaz. El general Mac Arthur hubiera preferido avanzar
directamente desde el Sur hacia China, ocupando todas las posiciones adversarias, pero su
insuficiencia de recursos le obligó a un avance por saltos siguiendo dos líneas, una más al Sur,
en la costa septentrional de Nueva Guinea, y otra en el centro del Pacífico, por las islas Gilbert,
Marshall y Marianas. De esta manera se evitaba expugnar las más duras posiciones adversarias,
como Rabaul, que quedaban aisladas y sin sentido alguno en una estrategia de conjunto. Sólo
con abrumadora superioridad aérea y marítima era posible cumplir este programa, pero los
norteamericanos ya la habían alcanzado.
Verano de 1944: Overlord
Entre el verano de 1943 y el de 1944, muchas cosas cambiaron en el hasta ese momento
problemático resultado de la guerra: los que habían sido tan sólo indicios de que su final podía ser favorable a los aliados comenzaron a reafirmarse. Bien entrado el verano de 1944,
podía existir la esperanza de que la guerra no tardara en concluir con la derrota del Eje. En el
frente soviético, a partir de la batalla de Kursk, con titubeos iniciales, los rusos acabaron
rompiendo con el ritmo estacional de sus ofensivas, comenzándolas ellos mismos en agosto
y prosiguiéndolas luego en invierno, la época del año que hasta el momento había presenciado, en exclusividad, sus ofensivas. Como ya habían hecho en la segunda mitad de 1943,
los rusos realizaron ataques en grandes frentes con lo que hacían difícil la reacción contraria.
El primero de ellos se llevó a cabo en el Sur y consiguió una penetración más profunda,
mientras que el sector central fue posterior y supuso un avance menor. El resultado final fue
que, a la altura del verano de 1944, la línea de separación de los dos beligerantes coincidía
de forma aproximada -a excepción de los Países Bálticos- con la frontera común en el momento de iniciarse la ofensiva alemana en junio de 1941. El resultado de esta doble ofensiva
fue que toda Ucrania quedó en manos soviéticas y que también Crimea fue reconquistada, a
pesar de su aparente inexpugnabilidad. Además, la llegada a los Cárpatos del Ejército Rojo
tuvo una influencia directa sobre la política balcánica y centroeuropea. Hungría fue ocupada
por los alemanes, mientras que Rumania, en angustiosa situación, pensaba en desengancharse de sus aliados del Eje. En el Norte, la línea de combate se alejó de Leningrado. Hacia
allí, en dirección al centro mismo de Alemania, se lanzaría la siguiente ofensiva soviética,
aprovechando las mejores comunicaciones y la mayor estabilidad anterior del frente. A lo
largo de estos meses, el Ejército alemán volvió a demostrar limitaciones que, sobre todo, fueron visibles en lo que respecta a la forma de dirección impuesta por Hitler. En marzo de
1944, relevó al general Manstein, quizá su alto mando más prestigioso, y la insistencia a ultranza en que se resistiera al adversario tuvo como consecuencia que parte de sus tropas
fueran cercadas. El Führer partía de considerar que todavía estaba en condiciones de tomar
la iniciativa en la ofensiva, como se prueba por el hecho de que denominara sus agrupaciones de ejércitos con referencia geográfica a una Ucrania que ya había perdido. Si la confianza en sí mismo del dictador alemán estaba injustificada, en cambio tenía fundamento la que
podía sentir Stalin. En el verano de 1944, no sólo disponía de siete millones de soldados
frente a los cuatro del Ejército alemán, sino que era ya netamente superior en aviación y algo
menos en carros. Confiado en la victoria, Stalin, que fue quien decidió que su ofensiva se
llevara a cabo en el sector central del frente, sólo temía la posibilidad de que sus aliados
hicieran aquello que él había realizado con asiduidad y carencia de escrúpulos, es decir,
cambiar de bando. En contraste con lo sucedido el verano anterior, la prensa soviética denunció supuestas entrevistas de dirigentes alemanes con los aliados, lo que carecía por
completo de veracidad e incluso de verosimilitud. Mientras tanto, en el Extremo Oriente, la
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situación empeoraba para el Japón, a pesar de que tomó la iniciativa en campos en los que
hasta el momento había permanecido un tanto pasivo. En teoría, el Ejército chino tenía más
efectivos que cualquier otro del mundo, pero su calidad era baja y su aprovisionamiento dependía de forma exclusiva de la ayuda norteamericana. La ofensiva japonesa a partir de abril
de 1944 dio uso por vez primera a tan fuerte acumulación de divisiones como los japoneses
tenían en este país y tuvo como consecuencia que Chiang Kai Shek, derrotado, en contra de
los deseos norteamericanos no jugara un papel de importancia en la fase final de la guerra.
En este sentido, resultó inútil la ofensiva británica en el Norte de Birmania, un poco antes,
que había conseguido abrir el paso para la ayuda norteamericana. Japón llevó a cabo en la
zona central de esta misma región una ofensiva que, aunque supuso un avance importante
de sus líneas, fue demasiado costosa y testimonió que ya era imposible pensar en la posibilidad de que tuviera lugar una sublevación independentista en India. Otro aspecto en que los
japoneses pudieron hacer un balance relativamente positivo fue el convenio con la URSS
(marzo de 1944) que ratificó la neutralidad de ésta. Pero la situación que resultó fue mucho
menos positiva en lo que respecta al Pacífico. Allí prosiguió el avance norteamericano en la
zona central, con la conquista de las Marianas en el mes de junio. La importancia de esta
ocupación reside en que desde estas pequeñas islas -Saipán, Guam...- sin mayor relevancia
desde el punto de vista económico, era posible alcanzar Japón con el vuelo de los bombarderos propios. Además, la posición alcanzada por los norteamericanos en el Pacífico central
dejaba ya en difícil situación, partiéndolo por la mitad, el dominio de este mar. Por si fuera
poco, en las operaciones navales y aéreas que acompañaron a esta conquista los norteamericanos ratificaron su neta superioridad sobre el adversario japonés. La batalla del Mar de
Filipinas supuso una pérdida de unos 500 aviones japoneses, mientras que los norteamericanos apenas perdieron una décima parte, y, por si fuera poco, también fueron hundidos muchos portaaviones japoneses. En el mes de julio abandonaba el poder político el almirante
Tojo, que había sido principal exponente del imperialismo belicista japonés, y con ello se
abría el paso a una posible aceptación de la derrota por las armas. Faltaba aún más de un
año en el Pacífico para que esto sucediera, pero lo ocurrido en el frente occidental pudo dar
la sensación de que permitiría un desenlace mucho más rápido. La "Operación Overlord" denominación del desembarco en Normandía- fue extremadamente difícil y pasó por un período en que pudo tener un resultado pésimo para los aliados pero, al mismo tiempo, estuvo
a punto de hacer posible una victoria rápida. En efecto, la creación de este segundo frente no
resultaba nada fácil. Gran parte de la resistencia británica al desembarco nacía del temor de
verse arrojados al mar de nuevo, pues las modestas operaciones intentadas hasta el momento habían concluido de una forma desastrosa, como en el caso de Dieppe. No es para
menos: el Ejército alemán seguía siendo el de más calidad en Europa a pesar de sus recientes derrotas y llevaba cuatro años preparándose para un posible desembarco enemigo. Por
si fuera poco, en los últimos meses, Hitler había decidido dar prioridad a la derrota del desembarco anglosajón y mantenerse a la defensiva en el Este. Su directiva de guerra número
51 afirmaba, con razón, que una victoria de los aliados una vez realizado el desembarco tendría un resultado irremediable, lo que no sucedería con una victoria enemiga en el frente ruso. De esta manera, Alemania acumuló hasta 58 divisiones, de las que una decena eran
blindadas, a la espera del intento aliado. Además, si en otros tiempos la ocupación alemana
en Francia había sido grata y poco exigente en la preparación para el combate, con la llegada de Rommel la situación cambió, ante la inminencia de un ataque. Aunque la llamada "Muralla del Atlántico" tenía obvias insuficiencias, en los últimos tiempos el ritmo de la fortifica ción y el minado se habían perfeccionado mucho. Hitler y el mando alemán estaban convencidos de que el adversario sería derrotado. Pero no fue así. La causa residió en una combinación de factores, algunos de ellos casuales pero la mayor parte producto de la preparación
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aliada. En primer lugar, los anglosajones acumularon un impresionante potencial bélico que
fue trasladado por 6.500 embarcaciones con el apoyo artillero de 23 cruceros y más de un
centenar de destructores. En un plazo corto de tiempo se debía hacer cruzar el Canal a tres
millones de combatientes, dotados de medios en ocasiones muy novedosos, como los carros
anfibios. El terreno en que resultó más manifiesta la superioridad de los aliados fue en aviación, hasta el punto de que disponían de 12.000 aparatos frente a apenas 300 enemigos. El
intento de reanudar las campañas alemanas de bombardeo sobre Gran Bretaña, a comienzos de 1944, se había saldado con pérdidas muy cuantiosas que habían desequilibrado la
balanza en contra de Alemania. El bombardeo táctico, que siempre jugó un papel decisivo en
la superioridad aliada, contribuyó a destruir las comunicaciones adversarias y facilitó la in formación de los atacantes, sin tampoco afectar a la población civil de una manera tal que
pusiera en peligro su adhesión a los aliados. Además, los anglosajones habían aprendido de
malas experiencias anteriores, como, por ejemplo, el desembarco de Anzio, donde el exceso
de impedimenta y de medios de transporte había sido un engorro más que una ayuda. También supieron superar, con imaginación, las dificultades más graves en el momento inmediatamente posterior al desembarco. Siempre se había pensado que para reforzar a los desembarcados sería imprescindible conquistar pronto un puerto pero ahora lo que los anglosajones idearon es traer desde Gran Bretaña puertos artificiales -"mulberries"- destinados a suplir
a los que por el momento no podían tener. Pero la razón del triunfo aliado ha de atribuirse
también en los errores del adversario. A este respecto hay que advertir que allí donde no podía existir la sorpresa -porque los alemanes esperaban, como sabemos, el desembarco- los
aliados acabaron por crearla. El desembarco hubiera podido ser en Calais, donde la distancia
era más corta, pero, como estaba más protegido, los aliados aparentaron la existencia de un
ataque de distracción sobre Normandía al que seguiría el desembarco decisivo allí, cuando
iba a suceder lo contrario. Lo consiguieron a base de simular comunicaciones entre unidades
en realidad inexistentes. Incluso aparentaron intentar otro desembarco en Noruega. En este
aspecto concreto hubo siempre una superioridad constante de los aliados: la información,
que abarcó la capacidad de descifrar todas las comunicaciones adversarias y un mejor conocimiento de la meteorología, fue siempre mucho mejor. El desembarco se produjo en un paréntesis entre el paso de dos frentes de borrascas, lo que despistó a los alemanes hasta el
punto de que muchos de sus mandos -por ejemplo, el propio Rommel- estaban de permiso
en la seguridad de que el enemigo no podía desembarcar. Por si fuera poco, el propio mando
alemán causó buena parte de los problemas a su propio Ejército. Existían diferencias tácticas, no sólo sobre el lugar donde se produciría el desembarco sino también acerca de la
forma de actuar cuando aconteciera. Rommel hubiera querido atacar inmediatamente cuando
el adversario estuviera en las playas, pero el temor a que se tratara de un ataque destinado a
engañar al enemigo convirtió la reacción en titubeante y dubitativa. Hitler, que el día del desembarco tardó en ser despertado, actuó a distancia pero dando órdenes perentorias de imposible cumplimiento. Kluge, la máxima autoridad militar alemana en el frente, se convirtió en
sospechoso de deslealtad y acabó suicidándose. El desembarco tuvo lugar en la noche del 5
al 6 de junio de 1944. Seis divisiones ocuparon las playas teniendo dificultades graves en
una de ellas -"Omaha"- mientras que otras tres aerotransportadas colaboraban en retaguardia. El éxito inicial encontró, sin embargo, dificultades al poco. La ciudad más cercana al
desembarco era Caen y estaba previsto tomarla el mismo día de la operación, pero sólo se
consiguió un mes después. Fueron los británicos, en efecto, los que tuvieron que aguantar el
peso esencial de la reacción adversaria, incluso con blindados, en el Este, mientras los norteamericanos debían provocar la ruptura del frente hacia el Oeste y el Sur. Lo hicieron, en
principio, con más lentitud de la esperada, en gran parte por la dificultad de un terreno muy
compartimentado. Cherburgo tardó un mes en ser ocupada. A fines de julio, tuvo lugar la
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contraofensiva alemana con el grueso de sus fuerzas blindadas en dirección a Falaise. Se
produjo en circunstancias políticas pésimas cuando, el 20 de julio, acababa de tener lugar un
atentado contra Hitler del que este sobrevivió, pero que descubrió la amplitud del descontento entre el alto mando alemán. Algunos de los conspiradores fueron ejecutados esa misma
tarde, pero las sospechas sobre muchos generales, incluido Rommel, nunca llegaron a disiparse. Aparte de este primer resquebrajamiento de la moral de combate alemana, el propio
Hitler puso en peligro la dirección coherente de la batalla al insistir en una ofensiva que corría
el peligro de hundirse en el desastre como consecuencia de la propia insistencia. La batalla
de Falaise resultó un enfrentamiento entre dos masas blindadas con la peculiaridad de que
en este caso, a diferencia del episodio de Kursk, ninguna de las dos estaba a la defensiva.
La victoria aliada se logró por un desbordamiento del frente en Avranches debido a la audacia y el ímpetu de Patton, mientras que los carros alemanes eran fijados en una tenaza en
torno a esta ciudad. Fue éste un caso muy espectacular de "Guerra relámpago", ahora en
contra de quien la había inventado. Las pérdidas alemanas resultaron gravísimas y supusieron una amplia apertura del frente. El 15 de agosto desembarcaron los aliados en el Sur de
Francia, operación a la que en vano se había opuesto Churchill. Esto acabó de dislocar el
frente alemán y el 24 entraban en París las fuerzas de liberación francesas, con el apoyo de
los norteamericanos.
Las dos coaliciones: coincidencias y problemas
A la altura del verano de 1944 empezaba a aparecer en el horizonte un cierto grado de discrepancia entre los aliados, que no se había manifestado hasta el momento, pero que explica
en un elevado grado el mundo de la posguerra. Se ha de partir del hecho de que en realidad
el Eje, más que una verdadera alianza, fue siempre una superposición, mal trabada, de intereses contradictorios. El intento de desenganche de Italia contribuyó todavía más a empeorar
la mala opinión que los generales alemanes tenían acerca de los italianos y el propio Hitler
trató con mucha más brutalidad que amistad a Italia en la fase final de la guerra. En ella, por
otro lado, los intereses de Alemania y Japón siguieron siendo contradictorios, porque el adversario principal para cada uno de estos países era diferente y ambos pretendían que le
acompañara en la beligerancia quien no tenía objetivo interés en ello. Los aliados habían
mantenido una coincidencia grande hasta comienzos de 1943, merced a la íntima amistad
entre Churchill y Roosevelt, a estar a la defensiva y a considerar no tan decisiva la potencia
militar soviética. La URSS, por su parte, llevaba a cabo una guerra que en cierta manera podía considerarse como paralela e independiente de la de los anglosajones. Desde mediados
de este año, precisamente porque la situación bélica cambió y empezó a hacerse patente la
posibilidad de la victoria, las cosas cambiaron. Para comprender en qué términos, es preciso
tener en cuenta los puntos de partida de cada una de las tres grandes potencias. Los Estados Unidos habían apreciado, con razón, que la causa británica estaba ligada a la democracia y que la única posibilidad de que ésta perdurara era ayudando a la resistencia frente a
Hitler. Sin embargo, el presidente Roosevelt era muy consciente de que en su país existían
minorías étnicas, como la irlandesa, poco proclives a los británicos y, sobre todo, de que el
colonialismo tradicional era la antítesis de la tradición norteamericana. Ésta, por otra parte,
estaba muy vinculada al aislacionismo: incluso en plena guerra, el 80% de los norteamericanos pensaba que los problemas más agudos que se plantearían después de ella serían de
política interna y no en relación con una nueva configuración del mundo. Era, por tanto, preciso, si se quería una paz estable en el futuro, involucrar a los norteamericanos en una nueva
organización internacional superadora de la Sociedad de Naciones. A ello dedicó especiales
esfuerzos el presidente norteamericano, un político profesional muy atento a los movimientos
de opinión, poco formado, personalista y a menudo caracterizado por la duplicidad, pero cuya
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grandeza se apreció en una guerra durante la cual las decisiones estratégicas fundamentales
fueron suyas en su mayor parte y supo construir un nuevo orden internacional que tuvo sus
indudables aspectos positivos. Por interés, pero también debido a las peculiaridades de su
líder político, Gran Bretaña tendía a cerrarse en banda a cualquier cosa parecida a la descolonización y, en general, propendía a favorecer regímenes monárquicos -en Italia, Grecia y
Yugoslavia, por ejemplo- como si ello sirviera para contrapesar el tono radical de los movimientos de resistencia. Conflictos menores con los norteamericanos se produjeron en asuntos como la relación con De Gaulle -con respecto a quien el "premier" británico era más tolerante que el presidente norteamericano- y en lo que atañía a la inmigración judía hacia Palestina. Pero, a pesar de que Churchill mantuvo siempre una diferencia fundamental, al proponer una estrategia periférica, hacia Italia, los Balcanes o Grecia, en vez de en dirección hacia
el centro del Viejo Continente, la cooperación militar siempre resultó muy positiva, a pesar de
ciertas dificultades de carácter personal en los mandos como, por ejemplo, las causadas por
Montgomery. Con la URSS, la relación fue mucho más complicada. Los anglosajones supieron de la existencia de espionaje soviético en sus países, aunque no llegaron a conocer ni su
volumen ni a aquellos campos esenciales a los que se dirigía. Stalin, además, mantuvo una
política exterior propia, lo que le permitía tratar con alguno de los adversarios sin informar a
sus aliados, como sucedió con Rumania o Finlandia. Pero las mayores discrepancias con los
anglosajones surgieron en torno a Polonia. Ésta había sido el motivo de Gran Bretaña para ir
a la guerra y tenía en Estados Unidos una importante minoría nacional. Cuando se sublevó
Varsovia (agosto-octubre 1944), los soviéticos, con el Ejército Rojo detenido ante la ciudad,
no sólo no la ayudaron, sino que tampoco permitieron que lo hicieran los anglosajones, e incluso Stalin llegó a calificar de "aventureros" a los protagonistas de la insurrección. En cuanto
a la nueva organización internacional, que Roosevelt consideraba indispensable, Stalin no
quería que pudiera intervenir en la vida interna de la URSS; pretendía, además, exigir la
unanimidad de los Grandes y en ella deseaba tener el mayor número posible de votos. El
acercamiento de los anglosajones a los soviéticos, con el propósito de elaborar una estrategia y unos planes de futuro comunes, tuvo lugar a partir de la segunda mitad de 1943. En
octubre se encontraron por primera vez los responsables de la política exterior anglosajona
con Stalin, pero el avance que se produjo en la relación fue limitado. Hubo acuerdo sobre la
desnazificación de Alemania y la necesidad de desmembrar su territorio. Los británicos descubrieron, con sorpresa, que los soviéticos deseaban la flota de Italia y parte de su Imperio
colonial. Se mencionó, también, pero vagamente, una posible organización internacional.
Stalin dejó claro su mínimo interés en coordinar su acción militar con la de sus aliados. Mucha más importancia tuvo la reunión de Teherán, entre noviembre y diciembre, con la participación por vez primera de Churchill, Roosevelt y Stalin. Fue el máximo desplazamiento que
los anglosajones obtuvieron del dictador soviético y tuvo como resultado más trascendental
la definición de una estrategia militar en Europa, previendo la apertura de un segundo frente.
Los máximos responsables anglosajones se habían reunido previamente en El Cairo, pero
allí Churchill se había resistido al desembarco, prefiriendo optar por la ofensiva en dirección
hacia Italia y los Balcanes o tratando de involucrar a Turquía en la guerra contra el Eje. Pero
ante Stalin esa posición no podía ser mantenida, porque la interpretaba como un modo de
eludir el cumplimiento de repetidas promesas. Por lo demás, las potencias democráticas pudieron ser conscientes de algunos de los mayores intereses soviéticos y de aquellos puntos
en los que no iban a ceder. Stalin no iba a renunciar a los países bálticos ni a la salida a este
mar, pero afirmó no tener interés en Finlandia. Todos aceptaron una transformación de Alemania que la privara de peligrosidad. De ello nacería luego el llamado Plan Morgenthau -por
el nombre del secretario de Agricultura norteamericano- que pretendía una imposible reruralización de este país. Este propósito solamente sirvió para que la Alemania nazi, que lo llegó a
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conocer, lo utilizara como testimonio de la perversión del adversario. Para solucionar el problema de las futuras fronteras de Polonia, se optó por "empujar" el conjunto del país hacia el
Oeste, siguiendo la indicación del dictador soviético. Pero por el momento, todavía los dirigentes anglosajones no dieron por supuesto un afán imperialista en Stalin. Pero las cosas
cambiaron cuando, a partir del verano de 1944, no sólo se produjeron los ya mencionados
sucesos polacos, sino que también se manifestó una creciente reticencia respecto a la colaboración en la organización internacional que, en el caso del nuevo orden económico mundial, resultó cerrada y definitiva. La segunda reunión de los líderes aliados testimonió todavía
menos generosidad por parte de Stalin pues se celebró en Yalta, en Crimea, durante los primeros días de febrero de 1945. Roosevelt, agotado y próximo a la muerte, consiguió mejores
resultados de los que suele afirmarse, para tratarse de una de las reuniones internacionales
de peor fama en la Historia de los tiempos recientes. Se ha dicho, en efecto, que el presidente norteamericano cedió o fue engañado, entregando gran parte del Este de Europa a los
soviéticos, pero lo cierto es que esto dependió siempre del puro y simple desarrollo de las
operaciones militares: ya, por ejemplo, la URSS había establecido un Gobierno satélite en
Polonia y los checos exiliados habían propuesto un tratado con la URSS. Se discutió mucho
acerca de Polonia (en siete de las ocho sesiones que tuvieron lugar), pero sin otro resultado
que confirmar aquella decisión del desplazamiento del país hacia el Oeste e intentar que
otras personalidades políticas se sumaran al Gobierno organizado por los soviéticos. Tampoco cedieron éstos en nada respecto de los Balcanes: de una forma un tanto cínica, que en
realidad tenía como objetivo que los soviéticos pusieran por sí mismos límites a sus pretensiones, Churchill había intentado distribuir en porcentajes entre los aliados su influencia sobre cada uno de estos países del Sureste europeo. Stalin pudo aceptar la discusión e incluso
los porcentajes, pero no tenía el menor deseo de cumplirlos, como no tardó en comprobarse.
Al menos los anglosajones consiguieron que Stalin aceptara algunas propuestas. La Declaración de la Europa Liberada, que presuponía en ella la celebración de elecciones libres, no
se convertiría en realidad nada menos que hasta 1989 pero, al menos, serviría para deslegitimar desde un principio lo que los dirigentes soviéticos siguieron haciendo a continuación.
Francia fue admitida entre las grandes potencias y se dio viabilidad a la Organización de las
Naciones Unidas con el sistema del veto en el Consejo de Seguridad. Las naciones que declararan la guerra al Eje antes de marzo podrían participar en la reunión fundacional, que
tendría lugar en los últimos días de abril en San Francisco para, de esta manera, involucrar
en la cuestión a la opinión pública norteamericana. Stalin, en fin, menos de un año después
de haber ratificado su neutralidad respecto a Japón, se mostró dispuesto a declararle la guerra y aceptó dejar Manchuria en manos de China cuando se produjera su ataque. No eran tan
malos resultados y, además, la reunión resultó relativamente cordial. El presidente norteamericano, como ya había hecho en Teherán, a menudo utilizó la táctica de identificarse más con
Stalin que con Churchill. Pero lo que estaba sobre el tapete no eran relaciones personales,
sino formas muy distintas de entender la organización de la vida política y social y, en estas
materias, los siguientes meses vieron ya cómo se abría un abismo entre los todavía aliados.
La victoria aliada: 1944-45
A la altura de septiembre de 1944, los aliados, tras el desembarco en Normandía, pudieron
tener la impresión de que el final de la guerra era inminente. El aparato productivo propio
funcionaba a pleno rendimiento, el predominio aéreo resultaba incontestado, un Ejército francés de nueva planta empezaba a desempeñar un papel de importancia en las operaciones
militares y el peligro de los submarinos alemanes parecía haber desaparecido del horizonte
(en el mes de octubre sólo un barco aliado fue hundido por ellos). Después de la ofensiva de
Patton rompiendo el frente adversario en Normandía, se había demostrado que la gran ma221
niobra, estilo "Guerra relámpago", también resultaba posible para las tropas norteamericanas, cuya capacidad combativa había sido considerada inferior hasta el momento. Avanzando hacia el corazón de Alemania, hubo un momento en que los aliados se encontraron con
un frente muy abierto donde nadie se les enfrentaba. El importante puerto de Amberes pudo
ser tomado sin dar tiempo a su destrucción. En el caso de que los aliados hubieran proseguido sus avances con decisión y la situación de su adversario no hubiera cambiado, quizá
hubieran llegado a adelantar un cuatrimestre el final de la guerra y, en los meses finales del
conflicto, ciudades como Berlín y Praga habrían podido caer en sus manos y no en las de los
soviéticos. De cualquier modo, se habría evitado la pérdida de medio millón de hombres. Sin
embargo, en torno a septiembre se produjo una detención en el frente Oeste que, como veremos, tuvo un estricto paralelismo en el Este. Una primera razón reside en un factor imponderable que deriva de la logística y los aprovisionamientos. Los anglosajones no pudieron
utilizar el puerto de Amberes, porque las bocas del Escalda seguían en manos enemigas y
muchos puertos de su retaguardia estaban en manos de los alemanes o habían sido destruidos por completo. Resulta también cierto, sin embargo, que las tropas británicas y norteamericanas exigían unos aprovisionamientos que no admitían comparación con las de los demás
beligerantes. Pero se manifestó también un titubeo con respecto a la estrategia general de
las operaciones anglosajonas. Patton, en el centro del frente, hubiera querido proseguir las
operaciones con decisión y agresividad. Montgomery, en cambio, apoyó una ofensiva desde
Bélgica, donde ejercía el mando, hacia el mismo corazón de Alemania. No le faltaba la razón
aunque, como veremos, la ejecutó mal. Eisenhower, que ejercía el supremo mando, siempre
tendió a contemporizar diplomáticamente entre sus subordinados y a preferir los avances con
ofensiva en todo el frente, lo que le proporcionaba la inmediata capacidad para imponerse
con su superioridad de medios y de hombres. Una tercera razón para que el avance se hiciera difícil reside en el hecho de que los alemanes, que en las operaciones del verano experimentaron bajas superiores a un millón de hombres, consiguieron reorganizarse en un tiempo
muy reducido. Las nuevas armas en realidad no proporcionaron elementos para la defensiva,
debido a la abrumadora superioridad aliada -aviones- o a la práctica imposibilidad de tiempo
para emplearlas, en el caso de los submarinos. En Alemania, lo decisivo fue una movilización
a ultranza que se explica por la carencia de oposición, una vez liquidado el intento de golpe
del pasado mes de julio, y por el papel creciente de los elementos más radicales del nazismo. En este momento, desempeñaron un papel cada vez mayor en todas las ofensivas las
unidades de las SS, organizadas incluso en divisiones. Otro factor que explica el haber podido movilizar a la totalidad de los varones de los dieciséis a los sesenta años -en unidades
denominadas Volksturm- radicó en el miedo al adversario, en especial a los soviéticos, temor
que por desgracia, se vio justificado. Finalmente, el empleo de procedimientos brutales, como la ejecución de los desertores o el procesamiento de los generales que se rindieran, contribuyó también a mantener sin fisuras el frente civil. Pero, aunque no hubiera un desmoronamiento total, el aplastamiento de las comunicaciones y la ausencia radical de combustible
concluyeron, finalmente, en una parálisis total del Ejército alemán. Éste, sin embargo, todavía
en los últimos meses de 1944 proporcionaría sorpresas inesperadas y muy negativas a sus
adversarios. En el frente del Oeste, tras los avances espectaculares del verano de 1944, se
produjo una cierta parálisis de los aliados. Montgomery no supo o no pudo proseguir su
avance desbordante hacia el centro de Alemania. Tras detenerse durante algunas semanas,
lanzó un ataque aerotransportado hacia Arnhem, pero resultó un fiasco muy costoso en bajas. Los meses siguientes, hasta finales de año, fueron empleados en despejar de enemigos
las bocas del Escalda para hacer accesible el puerto de Amberes y comenzar las operaciones en torno a la antigua Línea Sigfrido, que había vuelto a convertirse en la línea defensiva
alemana. A mediados de diciembre de 1944, se produjo, sin embargo, una nueva ofensiva
222
alemana. Fue una sorpresa completa y total, en parte porque los aliados estaban convencidos de que el adversario no tenía capacidad de reacción, pero también porque los alemanes
cuidaron por completo sus comunicaciones, de modo que la información aliada, siempre mucho mejor, no pudo en este caso traducirse en el terreno práctico. Días antes, Montgomery
había escrito a Eisenhower dando por supuesto que los alemanes estaban a la defensiva y
pagando las cinco libras de una apuesta sobre la fecha final de la guerra (el inglés había
afirmado que se produciría antes de fin de año). La operación había sido planeada en exclusiva por Hitler con unas pretensiones desmesuradas. El Führer, que siempre tuvo una pésima opinión militar sobre los norteamericanos, juzgó que, con un ataque en Las Ardenas, le
resultaría posible arrojarlos al mar para luego volverse contra los soviéticos. En cierto modo,
se trataba de repetir el ataque que le había dado la espectacular victoria de mayo de 1940.
Las circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes cuatro años y medio después. Los alemanes carecían de aviación suficiente para, siquiera, competir con el adversario aliado y por
ello atacaron con un tiempo pésimo, para evitar la presencia de aviones enemigos. Fue algo
que luego se volvió en su contra cuando el suelo se convirtió en barro. Además presumían,
careciendo de combustible, de que se lo arrebatarían al enemigo, lo que hubiera sido dudoso
en cualquier caso y se demostró por completo injustificado en la práctica. Aunque la penetración fue brillante, durante algún tiempo los norteamericanos, que tenían a su favor una moral
de victoria a la que les llevaba el apenas haber recibido verdaderas derrotas, resistieron en
Bastogne y finalmente los alemanes debieron retroceder. De nuevo, Montgomery desaprovechó la ocasión para estrangular la bolsa enemiga. A los pocos días, una nueva ofensiva alemana en Alsacia tuvo parecido resultado. El número de bajas de cada uno de los adversarios
en Las Ardenas fue semejante, pero lo decisivo fue que Alemania había liquidado en este
ataque unas reservas de las que ya careció en adelante. La aviación, empleada en Alsacia,
no pudo ser utilizada de nuevo en ofensiva. En el frente Este, no se produjo una ofensiva
alemana, con la excepción que citaremos más adelante, pero medió también una enorme
distancia psicológica entre el principio de las operaciones durante el verano de 1944 -en las
fechas aproximadas del desembarco de Normandía- y el fin de este año. La ofensiva soviética -"Operación Bragation"- se inició en la tercera semana de junio, con un impresionante
despliegue de seis millones de hombres. Ayudado por los guerrilleros -y también por la sorpresa- el Ejército Rojo avanzó como un rodillo en dirección al Vístula haciendo, como mínimo, un tercio de millón de prisioneros. En la península de Curlandia, en Letonia, quedó un
grupo de divisiones alemanas destinado a proporcionar un control de las orillas del Báltico
que se imaginaba imprescindible para que los submarinos alemanes -al final, carentes de
toda utilidad- pudieran hacer sus prácticas. En julio, además, los soviéticos volvieron a atacar
Finlandia que, a comienzos de septiembre, tuvo que pedir el armisticio. Obligada a rectificar
sus fronteras a gusto de Moscú y a cederle la base de Porkkala, Finlandia debió, además,
comprometerse a expulsar de su territorio a los alemanes, lo que supuso para ella muy importantes destrucciones adicionales. Como en el caso del Oeste, también en el Este pudo
dar la sensación de que el ataque iba a suponer el desmoronamiento del frente alemán, pero
ello no se produjo. La detención del avance soviético pudo estar relacionada con dificultades
de reorganización del sistema de transportes o con la disminución de la extensión de la línea
del frente alemán; es muy posible, además, que el traslado de algunas fuerzas alemanas de
primera calidad desde Italia hacia Polonia contribuyera a ese resultado. Pero no cabe duda
de que otro factor de índole política contribuye a explicar el parón de la ofensiva soviética.
Desde hacía tiempo, Polonia era ya el principal motivo de discrepancia entre Stalin y los anglosajones. El Gobierno polaco refugiado en Londres no quería saber nada de una modificación de fronteras hacia el Oeste y, en principio, logró el total apoyo británico. Había tenido,
además, capacidad suficiente para organizar, en unas condiciones imposibles, una guerrilla
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contra los alemanes aprovisionada por aire desde miles de kilómetros de distancia. Veía este
Gabinete exiliado con creciente desconfianza la actitud de Stalin y su tendencia a crear una
especie de Gobierno paralelo, adicto a sus intereses. En consecuencia, a comienzos de
agosto, organizaron una sublevación en Varsovia, que no estuvo preparada ni coordinada
con los soviéticos y que nacía del puro y simple deseo de adelantarse a una situación de
hecho que diera el dominio de Polonia al nuevo invasor. Los soviéticos no acudieron al auxilio de los polacos y tampoco aceptaron que los anglosajones utilizaran su fuerza aérea para
hacerlo. En estas condiciones, la sublevación fue suprimida con extrema dureza por los alemanes. Un intento semejante de los eslovacos se liquidó de forma parecida, como si el propósito de Stalin fuera conseguir que Hitler le hiciera el trabajo sucio antes de llegar a ocupar
el centro de Europa. Algún historiador ha podido escribir que, de este modo, se llegó a una
reedición del pacto nazi-soviético de 1939. Al mismo tiempo, sin embargo, las operaciones
militares soviéticas obtuvieron éxitos espectaculares en los Balcanes y la Europa danubiana,
transformando el signo político de esta amplia región en tan sólo dos meses. A mediados de
agosto, se inició el ataque soviético en dirección a Rumania, que vivió el primero de los varios cambios en la configuración de los Gobiernos que tendrían lugar en cascada a continuación. A los pocos días, el rey Miguel sustituyó al dictador Antonescu y propició una modificación radical de las alianzas que llevó al poder a partidarios de los aliados, con lo que Rumania se convirtió en beligerante contra el Eje y combatió decididamente a una Hungría que
años atrás le había arrebatado Transilvania. Nada de esto le sirvió al monarca rumano, pues
la situación política interna evolucionó hacia una creciente mediatización por parte de los
comunistas que se hizo definitiva en marzo de 1945. La ofensiva soviética también propició
un cambio de Gobierno en Bulgaria, que nunca había estado en guerra con la URSS. Este
desmoronamiento del frente tuvo graves consecuencias para el Ejército alemán, pues una
parte considerable del mismo quedó atrapada como consecuencia de estas dos defecciones.
Por el contrario, las tropas de guarnición destacadas en Grecia y Albania fueron evacuadas
hacia el Norte sin mayores problemas. A mediados de octubre, se produjeron dos nuevos
cambios en el escenario político de la Europa danubiana. Por un lado, Hitler se precavió de
una posible defección de Hungría por el procedimiento de sustituir al Gobierno de este país
por los fascistas locales. El golpe de Estado le sirvió, además, para conseguir acceder al único reducto que quedaba en Europa central con una importante minoría judía, que fue enviada
de forma inmediata a los campos de exterminio. Además, para Hitler era esencial conservar
los modestos yacimientos de petróleo existentes junto al lago Balatón. Para protegerlos, los
alemanes llevaron a cabo en los últimos días de 1944 y primeros de 1945 su última ofensiva
que detuvo, por el momento, la penetración de las fuerzas soviéticas. A mediados de octubre, se había producido, también, la llegada de las fuerzas soviéticas a Belgrado, donde coincidieron con los guerrilleros de Tito. A diferencia de lo sucedido en el resto de la Europa
central, donde los cambios políticos en un sentido beneficioso para los comunistas fueron
impuestos por las bayonetas soviéticas, en Yugoslavia -y principalmente en Serbia- la guerrilla anti alemana había llegado a tener una situación predominante, de modo que pudo llevar
a cabo una revolución comunista de forma autónoma. Nada de ello se explica sin los precedentes, derivados de una durísima lucha étnica entre croatas y serbios y, sobre todo, sin la
capitulación de los italianos, que proporcionó a los guerrilleros de Tito unas armas de las que
carecían hasta el momento. Incluso Churchill llegó a aceptar el predominio sobre el país del
futuro mariscal. La victoria de las tropas soviéticas había sido espectacular, produciendo un
amplio giro en el frente alemán. Sin embargo, en los tres últimos meses de 1944, el avance
se detuvo. Serían precisos cuatro meses más para concluir la guerra en Europa.
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El asalto a Alemania
A la altura de comienzos de 1945, ya las posibilidades de que Alemania resistiera a sus adversarios se habían desvanecido de un modo tan total que sólo el irrealismo de los dirigentes
nazis explica que trataran de mantener una resistencia, en estos momentos por completo
imposible. El frente interior mantuvo, sin embargo, su solidez; en parte, porque la oposición
había sido triturada en el verano de 1944, pero también porque los altos mandos militares
dejaron simplemente de prestar atención a las órdenes de Hitler cuando, por ejemplo, decidió
la destrucción de cualquier recurso alemán que pudiera caer en manos del adversario. En
sus memorias, Eisenhower afirma que al Führer le dominaba una especie de complejo de
conquistador, que le impedía abandonar lo que había conquistado. En realidad, esa actitud
se explica porque en un momento inicial de la campaña rusa había obtenido buenos rendimientos militares de ella. Ahora, sin embargo, no era más que una muestra de irrealismo que
acababa por agravar la situación de sus propias tropas. En una reunión celebrada en Malta
en enero-febrero de 1945, que precedió a la que tuvo lugar en Yalta, los anglosajones establecieron sus planes estratégicos respecto a la ofensiva hacia el corazón de Alemania. Siguiendo las preferencias de Eisenhower, decidieron derrotar al adversario junto al Rin, aprovechando su superioridad, en especial de la aviación, que los norteamericanos utilizaban
como rodillo de idéntico modo que los soviéticos hacían con la artillería. Pero, como veremos, la ofensiva fue general y no sólo en un frente. El Mediterráneo se había convertido ya
en un lago aliado, de modo que los aprovisionamientos a la URSS podían llegar sin problemas a través del Mar Negro. En febrero y marzo de 1945, los anglosajones batieron a sus
adversarios en la orilla izquierda del Rin. Durante esa batalla, además, se hizo posible el paso del río en dos puntos. El primero de ellos fue el puente de Remagen, que los alemanes no
pudieron destruir, mientras que el segundo punto, más al Sur, fue consecuencia de la decisión y la audacia de Patton. De esta manera, los aliados conseguían una doble penetración
en el Ruhr y junto a Maguncia. Gracias a estas dos pinzas, pudieron efectuar un movimiento
envolvente, en el que causaron al adversario un número triple de bajas que el que ellos mismos sufrieron. Lo que reveló verdaderamente que se enfrentaban con un ejército virtualmente derrotado fue el número de prisioneros que lograron, soldados deseosos de entregarse a
ellos y evitar caer en las manos soviéticas. A fines de marzo, los anglosajones habían cruzado todo el Rin y se lanzaban hacia el centro de Alemania, concentrando el mayor peso de su
ofensiva en su zona Norte. Se manifestó entonces, por parte de Churchill, un deseo de avanzar cuanto más al Este fuera posible porque ya preveía un próximo enfrentamiento con los
soviéticos. Lo cierto es, sin embargo, que Roosevelt siempre mantuvo la promesa del reparto
en áreas de ocupación que había hecho a los soviéticos y las tropas norteamericanas se retiraron de las dos quintas partes del territorio alemán que ya habían ocupado. Por otro lado,
Roosevelt mismo murió cuando faltaban tres semanas para que concluyera la guerra en Europa. Truman, su sucesor, era un político provinciano cuyo buen sentido no le hacía persona
con real capacidad para enfrentarse con las relaciones internacionales. Churchill, que se sintió muy afectado por la desaparición del presidente norteamericano, también se vería desplazado en la fase final del conflicto del centro mismo de las decisiones. En esos días finales de
la guerra en Europa, menudearon los incidentes entre los aliados occidentales. Por ejemplo,
los franceses fueron obligados por los norteamericanos a retirarse de Stuttgart, porque no les
correspondía a ellos llevar a cabo la ocupación de esta ciudad. Por otra parte, la inmediata
supresión de la legislación de "préstamo y arriendo" por parte de los norteamericanos empezó a revelar las dificultades económicas que los británicos habrían de sufrir durante la posguerra. Paradójicamente, en ese mismo mes de abril, Churchill, por fin, vio cómo se convertía
en realidad ese triunfo en Italia que había esperado largamente y que le había sido negado
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hasta el momento. Las tropas aliadas, como en todos los frentes, tenían una amplia ventaja
(doblaban al adversario y aun lo triplicaban en blindados). A esta superioridad en tierra era
necesario sumar la abrumadora que se manifestaba en el aire y, junto a ella, la actividad de
los guerrilleros de la resistencia. Las órdenes alemanas de no retroceder no provocaron otra
cosa que el desbordamiento por parte de los aliados. El Ejército alemán en Italia había perdido su mando más brillante, Kesselring, quien había hecho posible una defensa tenaz aunque
más destinada al retraso que a una posible victoria. En abril, se produjo una generalizada
sublevación partisana en la zona Norte de Italia. Fueron los guerrilleros quienes detuvieron a
Mussolini que huía hacia Suiza con un pasaporte español y lo ejecutaron sumariamente, junto a su amante, Clara Petacci, exponiendo los cadáveres de ambos en una gasolinera de
Milán. El Duce que, en la fase final de su régimen había radicalizado sus contenidos y su acción política hasta el extremo de ordenar la ejecución de su yerno y antiguo ministro de Exteriores, el conde Ciano, durante los últimos meses de su existencia no fue más que una caricatura de sí mismo. Los alemanes de guarnición en Italia, por su parte, no tuvieron el menor
inconveniente en negociar su rendición a los norteamericanos en Suiza, desoyendo cualquier
indicación de Hitler en este sentido. La ofensiva del Ejército Rojo en el frente del Este se inició en el mes de enero y estuvo decidida por su aplastante superioridad, en especial en artillería; su potencia de fuego era diez veces mayor que la alemana. En esta última fase, los
soviéticos demostraron una capacidad militar muy superior a la que sus mismos aliados occidentales les atribuían. El avance desde el Vístula al Oder, donde ya se encontraban cuando
se celebró la reunión de Yalta, fue rápido y testimoniaba una capacidad de penetración en
forma de cuña semejante a la que habían exhibido los alemanes en 1940. El avance fue
acompañado de una barbarie abrumadora en el tratamiento de la población civil, con violaciones y ejecuciones sumarias que parecían devolver a los que huían el mal que ellos mismos o sus jefes habían hecho. En su avance, las tropas soviéticas descubrieron los campos
de concentración y de exterminio alemanes; en el de Auschwitz, por ejemplo, encontraron
almacenadas siete toneladas de cabello de mujer listas para su reutilización. No puede extrañar que la población alemana huyera en masas de millones de personas, eligiendo la senda inversa a la colonización germana iniciada ochocientos años atrás. Se comprende tam bién que algunas ciudades alemanas, como Breslau, resistieran a ultranza hasta el final. Por
su parte, los aliados siguieron con los bombardeos, en algún caso tan injustificados como los
de Dresde, a mediados de febrero de 1945, cuando ya las líneas alemanas carecían de capacidad de resistencia. Una resistencia que también se había derrumbado en el frente húngaro. La Batalla de Berlín se inició a mediados de abril, con un número de atacantes que decuplicaba al de defensores, carentes de preparación y de armas. Pronto, la ciudad estuvo
rodeada y el 25 de abril las tropas soviéticas se hallaban ya a unos centenares de metros del
búnker donde se había refugiado Hitler. Lo que sucedió allí es bien expresivo de lo que era la
dictadura alemana y de aquello en lo que se convirtió en su fase final. Hitler lo había mandado construir y durante los tres últimos meses de su vida permaneció en su interior, saliendo a
la superficie en tan sólo dos ocasiones. Allí vivió una existencia irreal, pretendiendo que acudieran en su ayuda ejércitos que ya no existían o confortado por la lectura de la biografía de
Federico el Grande, que había sufrido severas derrotas pero que finalmente había podido
superarlas. Cuando tuvo noticia de la muerte de Roosevelt, Hitler lo interpretó como una señal de esperanza. A veces se dejaba guiar por los horóscopos, y otras elaboraba fantásticos
planes, como construir un auditorio para 35.000 personas cuando consiguiera la victoria. Enfermo y tratado por curanderos, con frecuencia se sumía en una apática pasividad, pero también dedicó los últimos días de su vida a destituir a alguno de sus mejores generales, como
Guderian, o a ordenar la ejecución del jefe del servicio secreto, Canaris. Los últimos días del
Reich resultaron simplemente propios de un manicomio. Los generales y ministros desobe226
decían las órdenes y uno de estos, Speer, no sólo se negó a destruir sistemáticamente todo
lo que pudiera caer en las manos de los aliados, sino que trató de envenenar a los habitantes
del búnker con gases tóxicos. Algunos de los dirigentes nazis, como Goering y Himmler, que
habían tomado parte en las más abominables empresas del régimen, tuvieron esperanzas,
carentes de cualquier justificación, de que podrían pactar con los aliados. Hitler reaccionó
contra ellos antes de suicidarse, el 30 de abril. Después de casarse con Eva Braun, que seguiría su mismo destino, dictó un testamento por el que nombraba como sucesor al almirante
Donitz, que había dirigido la Marina con fidelidad bovina y como jefe de Gobierno a Goebbels; en el nuevo Gabinete no figurarían ni Speer ni el ministro de Exteriores, Ribbentrop.
Goebbels, sin embargo, se suicidó también con toda su familia. Sus cuerpos fueron quemados. El 2 de mayo se dejó de combatir y, una semana después, se produjo la capitulación
definitiva.
De Leyte al Missouri
Si, desde un principio, los aliados habían dado por supuesto que el primer enemigo a batir
era Alemania, la rapidez y la espectacularidad de la ofensiva japonesa habían obligado a la
contraofensiva en el Extremo Oriente. La guerra del Pacífico, muy popular en los Estados
Unidos, en parte por motivos que no estaban exentos de causas criticables -un poso de racismo- estaba ya a la altura del verano de 1944 en condiciones de ser ganada por los aliados. La superioridad en aviación naval de los japoneses había desaparecido definitivamente
después de la última batalla en el mar de Filipinas, en la que perdieron algunos de sus mejores portaaviones. En esos momentos, se pudo ya decir que el combate se había convertido
en puro y simple "tiro de pichón" de unos aviadores inexpertos que apenas si podían ser sustituidos. Japón era ya consciente de que había elegido un perímetro defensivo demasiado
amplio para poder cubrirlo. Sus esperanzas radicaban en que los alemanes fueran generosos con sus descubrimientos científicos y de carácter bélico, o en que fuera posible una gestión de mediación a través de China, que había sido derrotada recientemente, o con la
URSS, que permanecía neutral en la Guerra del Pacífico. Esas esperanzas fueron siempre
remotas y acabaron quedando en nada. Los norteamericanos habían tenido la opción de atacar en dirección hacia Formosa, pero el hecho de que no hubiera sido posible traer tropas
desde Europa y la derrota misma de China les hizo optar por un ataque en dirección hacia
Leyte. El desembarco tuvo lugar en la segunda quincena de octubre de 1944 y provocó una
inmediata batalla naval y aérea, en la que participaron más buques que en ninguna otra de
toda la guerra, unos trescientos. Resultaba inevitable que tuviera lugar, puesto que, con el
ataque, los norteamericanos ponían en cuestión la simple posibilidad de que los japoneses
mantuvieran el contacto con sus posesiones, que les proporcionaban materias primas fundamentales. La batalla fue decisiva y en ella la superioridad aérea norteamericana jugó un
papel fundamental. Ya antes de que las diferentes flotas japonesas se concentraran sobre
las Filipinas, los norteamericanos habían logrado una manifiesta superioridad aérea, causando cinco veces más bajas que las padecidas por ellos. En el momento decisivo, disponían de
ocho veces más portaaviones que el adversario. En tonelaje naval, los japoneses perdieron
diez veces más que los norteamericanos. Mal informados y con unos planes demasiado
complicados, fueron, pues, derrotados de forma que resultó ya totalmente irreversible. Pero
eso no significó que de forma inmediata la isla de Leyte fuera conquistada, sino que resultó
necesaria una larga guerra de trincheras que acabó con la decepción de los vencedores norteamericanos, que ni siquiera pudieron instalar campos de aviación capaces de llegar hasta
Japón debido a la orografía de la isla. Prosiguió entonces la reconquista de las islas Filipinas,
para cumplir el propósito del general Mc Arthur que, al abandonarlas en 1942, había anunciado su retorno. Consistió en un conjunto de operaciones de desembarco (una cincuentena),
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seguido de otras operaciones, muchas largas y cruentas. En enero de 1945, se produjo el
desembarco en Luzón, que fue seguido por el ataque a Manila. La barbarie de los defensores
japoneses produjo un elevado número de muertos entre la población civil y también entre los
norteamericanos, hasta el punto que el caso de la capital filipina puede compararse con el de
Varsovia en cuanto a grado de destrucción. Los sucesivos desembarcos en el resto de las
islas Filipinas y en Borneo, donde la lucha se prolongó hasta septiembre de 1945, han sido
muy criticados por parte de los historiadores, que consideran que estas operaciones no tuvieron otro resultado que el de multiplicar el número de bajas sin ser resolutivas. Mc Arthur, al
mismo tiempo, apoyó como nuevas autoridades civiles a antiguos colaboracionistas con los
japoneses. Para el desenlace de la guerra en el Pacífico, resultó mucho más decisiva la línea
de avance en la zona central de este océano, emprendida por el almirante Nimitz. El primer
paso consistió en la conquista, durante los meses de febrero y marzo de 1945, de Iwo Jima,
un islote a medio camino entre las Marianas y Japón que tuvo utilidad como base aérea de
bombardeo de la metrópoli, imposible de realizar desde las Filipinas. En Iwo Jima, los norteamericanos, que la habían considerado como una presa fácil, comprobaron cómo la cercanía al Japón endurecía los combates de un modo espectacular. Encerrados en un sistema
defensivo de túneles, que hacían relativamente inútiles los bombardeos artillero y aéreo, los
japoneses resistieron hasta el final. Los norteamericanos tuvieron 7.000 muertos, mientras
que de la guarnición japonesa -unos 20.000 soldados- apenas si sobrevivieron unos 200. La
estrategia nipona consistía, por tanto, en tratar de causar al adversario tal número de bajas
que les obligara a plantearse la posibilidad de un pacto lo más beneficioso posible para sus
intereses. Para ello, utilizaron procedimientos que eran en realidad una combinación entre la
obstinación y la patente impotencia. El envío de casi diez mil globos incendiarios desde Japón, empujados por el viento hasta las costas de California, resultó más bien el testimonio de
lo segundo. No se llegaron a llevar a cabo operaciones suicidas sobre la costa californiana
pero, en cambio, el empleo sistemático de ataques suicidas en la batalla naval se convirtió en
un peligro real para los norteamericanos. El término "kamikaze" hace alusión al "viento divino" que hacía siglos había dispersado una flota invasora procedente del continente. Ahora,
los japoneses llegaron a la conclusión de que sus aviadores, inexpertos y en manifiesta inferioridad de condiciones materiales, resultaban mucho más efectivos intentando el impacto
directo sobre el adversario. De hecho, uno de cada cinco de los 2.500 ataques suicidas -que
no sólo eran aéreos sino también marítimos- produjo destrucciones graves al adversario.
Empleado este sistema desde fines de 1944, se generalizó por parte de los japoneses cuando, a partir de abril siguiente, los norteamericanos trataron de tomar la isla de Okinawa. Tokio, sin embargo, mantuvo una reserva de 5.000 aparatos suicidas, destinados a enfrentarse
con quienes quisieran desembarcar en el archipiélago nipón. Mucho más extensa que Iwo
Jima, Okinawa equidista de Formosa, de China y de Japón, por lo desde ella se puede amenazar en esas tres direcciones. A diferencia de lo sucedido en otras ocasiones, los japoneses
esperaban el ataque adversario, para el que se habían preparado concienzudamente, mientras que los norteamericanos descubrirían tardíamente la magnitud de los medios del adversario. En total, se emplearon más de un millar de barcos y 400.000 hombres contra una
guarnición de unos 80.000 que fue aniquilada, pero tras producir un número de bajas semejante al causado por el invasor. Los ataques suicidas tuvieron como consecuencia el hundimiento de tres portaaviones y una treintena de barcos norteamericanos. Incluso los japoneses emplearon en una acción suicida la principal unidad de guerra naval que les quedaba,
destinada a hundirse irremisiblemente ante una Aviación norteamericana que había dado la
vuelta por completo a la situación inicial de la guerra. Mientras se combatía en Okinawa, la
guerra en Birmania adquirió un aspecto cada vez más favorable a los aliados. Tras una ofensiva desde el Norte, se consiguió el desmoronamiento del frente central japonés y, finalmen228
te, una operación anfibia concluyó con la toma de Rangún, la capital birmana. Por primera
vez, se decidió el licenciamiento de los soldados británicos que llevaban más de tres años en
el frente del Extremo Oriente. Esta medida, sin embargo, hace pensar en que ya se consideraba que la guerra podía concluir en un plazo corto de tiempo. Chandra Bose, el líder de la
independencia india, murió en accidente cuando intentaba trasladar su fidelidad desde Japón
a la URSS. La situación de Japón se había convertido ya en dramática. En mucho mayor
grado que Alemania sus únicas y limitadas esperanzas a la hora de entrar en la guerra consistían en obtener una rápida victoria. Ahora tenía liquidada ya su Flota mercante. En tan sólo el mes de octubre de 1944, los submarinos norteamericanos hundieron la vigésima parte
de su tonelaje. Además, el bombardeo estratégico empezaba a tener su efecto. Había comenzado a fines de 1944 pero, en ese momento, los aviones norteamericanos B-29, al volar
muy alto, aunque no eran accesibles a los cazas adversarios, tuvieron un efecto escaso. La
conquista de Iwo Jima acercó los objetivos y favoreció la frecuencia de los bombardeos pero
además se optó, ya con la superioridad aérea conseguida, por bombardear a más baja altura
utilizando de forma sistemática bombas incendiarias. Los resultados fueron devastadores: en
tan sólo dos días de bombardeo sobre Tokio murieron entre 80.000 y 100.000 personas, con
sólo un 2% de pérdidas en los aviones utilizados. En total, los muertos japoneses causados
por los bombardeos fueron unos 300.000. A diferencia de lo sucedido en Alemania, en este
caso se consiguió la paralización de entre el 60 y el 85% de la producción industrial. Por su
parte, los japoneses habitualmente ejecutaban a los pilotos norteamericanos que caían en
sus manos. Esto suponía una voluntad de resistencia que los aliados tuvieron muy presente.
Su planificación de guerra suponía tratar de recuperar Singapur y, sobre todo, desembarcar
en el archipiélago japonés. En este último punto, las perspectivas de los aliados eran muy
sombrías, a pesar de su abrumadora superioridad. Se calculaba que, a pesar de emplear
seis veces más efectivos que en Normandía, la operación resultaría mucho más costosa. La
proyección de las bajas padecidas en Iwo Jima u Okinawa indicaba que podía producirse un
millón de muertos propios. Las operaciones no podrían concluir sino a fines de 1946, con una
duración de, al menos, un año y medio. Desde esa óptica se entiende que los norteamericanos insistieran en la intervención soviética durante la reunión de Potsdam, llevada a cabo en
las dos últimas semanas de julio de 1945. Se entiende, también, la utilización de la bomba
atómica. Este proyecto, en el que colaboraron británicos y norteamericanos manteniendo
reserva respecto de él con los soviéticos (que, sin embargo, lo conocieron gracias a su espionaje), concluyó con el éxito de los segundos merced a los muchos recursos empleados.
Desde un principio se imaginó su utilización a modo de explosivo de gran potencia y sin una
estrategia nueva y diferente. El 15 de julio de 1945 se llevó a cabo la primera experiencia en
el desierto de Nuevo México. Los dirigentes políticos no se plantearon problemas morales
respecto a la nueva arma que, para ellos, no representaba un cambio sustancial respecto al
bombardeo de grandes ciudades llevado a cabo sobre Alemania y el propio Japón. Una razón complementaria para su uso consiste en que los aliados sabían que existía un sector del
Gobierno nipón dispuesto a negociar. Verdad es que se podía haber esperado al posible
efecto de la intervención soviética en la guerra, pues todavía había tiempo hasta que se pudieran llevar a cabo los desembarcos. Algunos científicos sugirieron la posibilidad de hacer
una exhibición de la eficacia de la bomba sin lanzarla sobre una ciudad. Pero, como ya se ha
dicho, esos problemas morales ni siquiera se plantearon a fondo: tras el lanzamiento, el 85%
de los norteamericanos pensaron que había sido una decisión acertada. En los primeros días
de agosto, fue lanzada una primera bomba en Hiroshima y una segunda en Nagasaki. En la
primera ciudad, produjo unos 70.000 muertos, una quinta parte de la población, a los que
hubo que sumar parecida cifra de heridos y la destrucción de cuatro de cada cinco edificios.
La mortandad fue menor en Nagasaki, por ser el terreno más ondulado. Los norteamericanos
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ya no disponían de más bombas atómicas, pero inmediatamente arreciaron en sus peticiones
de rendición que incluían una cierta garantía respecto a la permanencia del emperador como
si tuvieran más. En ese momento quienes, en Estados Unidos, deseaban una victoria absoluta sobre los japoneses eran 9 contra 1. La decisión de rendirse fue muy debatida y difícil de
tomar para los dirigentes japoneses, cuyos códigos morales estaban en la antítesis de esa
posibilidad. El 9 de agosto, en un comité estratégico destinado a debatir la cuestión, se llegó
a un empate que resolvió finalmente el voto del emperador. Aun así, hubo una conspiración
militar contra el propósito que supuso la muerte de un general y el suicidio del ministro de la
Guerra, datos todos ellos que hacen pensar que la rendición no habría tenido lugar de no
haberse empleado la bomba atómica. El 15 de agosto se anunció la capitulación. Los soviéticos habían iniciado su ofensiva en Manchuria cuando se lanzaron las bombas y la siguieron
hasta fines de mes. El acto de la rendición se hizo efectivo en la bahía de Tokio sobre el acorazado Missouri. La Guerra Mundial había durado seis años y dos días.
Costos y consecuencias de la guerra
Con la capitulación japonesa, el mundo inició una nueva etapa a la que llegaba con un espectacular cambio de panorama respecto a la situación de 1939. En 1945, el mundo tenía
abiertas graves heridas, la posición de cada uno de los principales componentes de la comunidad internacional era distinta y ésta pretendía organizarse de acuerdo con reglas nuevas.
La cifra de muertos como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial no puede determinarse de forma absolutamente precisa pero es muy posible que llegase a alcanzar los sesenta millones de personas, al menos cuatro veces más que el número de muertos producidos
durante el conflicto de 1914-1918. Como es lógico, este balance debe ponerse en relación
con la potencia destructiva de las armas y el carácter de guerra total que tuvo desde el mismo momento de su iniciación o en un momento inmediatamente posterior. Si se examinan
esas cifras contabilizándolas por naciones, el resultado puede parecer algo sorprendente
porque alguno de los vencedores cuenta entre quienes más padecieron en el conflicto. La
cifra de ciudadanos de la URSS muertos como consecuencia de la guerra se eleva a veinte
millones de personas (y quizá incluso un 25% más) de los que tan sólo un tercio serían militares. Porcentualmente, esa cifra supondría al menos el 10% del total de los habitantes de la
URSS, pero en el caso de Polonia los seis millones de muertos representan todavía una cifra
muy superior, el 15%. En esos porcentajes se incluye la población judía de ambos países. El
tercer lugar en el grado de sufrimiento producido por la guerra corresponde a Yugoslavia,
cuyo número de muertos (de un millón y medio a dos) derivó de la existencia de una guerra
civil en la que el componente étnico jugó un papel primordial. Estos tres países pueden ser
considerados entre aquellos que resultaron vencedores en la guerra. Los demás que se alinearon en ese mismo bando tuvieron un número mucho más reducido de muertos. Francia,
ocupada en su totalidad por los alemanes, experimentó 600.000 muertos, mientras que Gran
Bretaña sufrió 500.000 pérdidas. La gran diferencia respecto a los padecimientos de la Primera Guerra Mundial de estos dos países radica en el número de muertos civiles. Gran Bretaña, que no los tuvo en 1914-1918, ahora, en cambio, padeció unos 60.000 como consecuencia de los bombardeos. Del conjunto de los aliados, los Estados Unidos resultaron ser
los mejores parados, con 300.000 muertos, todos ellos militares. De los países vencidos en
la contienda, el mayor número de muertos le correspondió a Alemania, con algo menos de
cinco millones. El peso del Ejército en este número de bajas se aprecia en el hecho de que
existió durante mucho tiempo un mayor número de mujeres que hombres en Alemania (todavía en 1960 existían 126 mujeres por cada 100 hombres). Dos millones de japoneses murieron como consecuencia de la guerra, una cifra inferior también en términos porcentuales. La
población civil japonesa tan sólo padeció la guerra en los meses finales de la misma. Las
230
muertes producidas por la guerra constituyen tan sólo una parte de sus consecuencias. Como resultado de la misma hubo, principalmente en Europa, treinta millones de desplazados,
un tercio de los cuales fueron alemanes que sufrieron de forma directa las consecuencias de
la doctrina que les había llevado a lanzarse a una nueva expansión hacia el Este. Quienes
habían expulsado a la población autóctona -por ejemplo, en los Sudetes checos- se vieron, a
su vez, obligados a emigrar ahora. También una cifra elevada de japoneses pasó por idéntica
experiencia. Ambos países descubrieron en la posguerra que podían lograr un lugar mucho
más confortable en el mundo de la posguerra renunciando a la expansión territorial e intentando un desarrollo económico que resultaría espectacular en ambos casos. Sin embargo,
por el momento la situación en que se encontraron esos dos países no tenía nada de reconfortante porque la destrucción padecida fue muy superior a la que sufrieron los beligerantes
durante la Primera Guerra Mundial. En Alemania, el nivel de producción industrial se retrotrajo a las cifras de 1860, mientras que en el Ruhr, la zona más castigada, quedó limitada al
12% de las cifras de la etapa prebélica. Japón sólo se vio afectado de manera decisiva por la
guerra en su fase final pero la producción se redujo en un tercio. La Flota mercante quedó
reducida a una dieciseisava parte del tonelaje de 1941. Un cuarenta por ciento de la superficie urbana quedó destruido, como consecuencia de los bombardeos norteamericanos, especialmente destructivos cuando las bombas se empleaban ante una frágil arquitectura como la
existente en el archipiélago. Pero las consecuencias de la guerra no fueron crueles solamente para los vencidos, sino también para los vencedores y ello en los más diversos terrenos.
Francia, primero derrotada y luego vencedora, pudo considerar arruinadas aquellas instituciones que durante muchos años no sólo ella sino la totalidad del mundo había podido considerar como la ejemplificación señera de la libertad política. Al concluir la guerra, había muerto la Tercera República, cuyas instituciones necesitaban transfigurarse por completo para
adaptarse a la realidad de un mundo nuevo. Gran Bretaña había sido quien, con su decisión
durante el verano de 1940, consiguió detener el avance nazi en el momento mismo en que
todo el mundo la consideraba derrotada. Nunca, sin embargo, recuperaría ni tan siquiera la
sombra de su poder de otros tiempos. En los instantes finales de la guerra estaba en la ruina:
su deuda equivalía al triple de la renta nacional anual y por vez primera en mucho tiempo
carecía de partidas invisibles con las que compensar una balanza comercial deficitaria porque las había liquidado en los años precedentes. Poco tiempo pasaría hasta que se hiciera
patente de forma abrumadora la necesidad de considerar inevitable la liquidación del Imperio.
Frente a la decadencia de estas dos potencias europeas, dos gigantes estaban destinados a
dominar el mundo de la posguerra. Los Estados Unidos no representaban más que un 7% de
la superficie del globo, pero producían tanto como el resto en conjunto. Incluso en aquellos
sectores en los que con el paso del tiempo se demostraría su debilidad relativa -como el petrolífero- el porcentaje de su producción se acercaba a un tercio de la mundial. De este modo, el mundo posterior a 1945 tenía que ser el de la hegemonía norteamericana. También fue
el mundo de la hegemonía soviética, aunque ésta en realidad fue mucho más aparente que
real. En efecto, por grandes que fueran los temores a su expansión, lo cierto es que la URSS
había padecido mucho más que el resto de los vencedores. Por otro lado, en esta guerra, la
Unión Soviética perdió el monopolio de su condición de única potencia revolucionaria del
mundo: aunque eso de momento pudo parecer no tan grave. Con el transcurso del tiempo,
China -y, en menor grado, Yugoslavia- se convertirían en rivales, más que en colaboradores.
La URSS, cuyo protagonismo en la guerra fue decisivo, salió de ella con una convicción en
su capacidad de liderazgo e incluso con el convencimiento de que podría llegar a superar a
su adversario capitalista. Sólo con el transcurso del tiempo acabaría descubriendo que podía
competir en el terreno militar, pero que era incapaz de hacerlo en otros campos a la larga
mucho más decisivos, como el económico y el tecnológico. Por último, hay que tratar de los
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cambios territoriales que tuvieron lugar en el mundo como resultado de la guerra. Este conflicto, en efecto, supuso escasas modificaciones de las fronteras, en comparación con los de
otros tiempos, aunque tuviera una repercusión mucho más duradera en la configuración global del mundo. La última de las reuniones de los grandes líderes mundiales aliados tuvo lugar en Potsdam, durante la segunda quincena de julio de 1945, cuando estaba reciente la
derrota de Alemania pero todavía se pensaba que la japonesa podía resultar remota. Estuvo
presente Truman, sustituyendo a su predecesor Roosevelt, y, a la mitad de la conferencia,
debió retirarse Churchill a quien, por decisión del elector británico, le era negado el poder de
moldear el futuro, después de haber tenido tan decisivo protagonismo durante toda la contienda. Ya se ha mencionado la relevancia de esta reunión en lo que respecta a la intervención soviética contra Japón y al descubrimiento de la bomba atómica por los norteamericanos, que Stalin conocía ya. Pero Potsdam supuso también una solución a la cuestión decisiva para la posguerra, la de Alemania, que, sujeta a un tratado de paz posterior, quedó contenida en una fórmula definitiva. En efecto, se acordó hacer retroceder su frontera oriental hasta la línea marcada por los ríos Oder y Neisse y se toleró en la práctica que los soviéticos
empezaran a aplicar, por su cuenta y riesgo, un plan de reparaciones sobre la parte que le
había correspondido. Lo primero supuso una emigración masiva hacia Occidente de millones
de alemanes y ello, a su vez, trajo como consecuencia que se abandonara cualquier veleidad
de convertir a Alemania en un país exclusivamente rural. El mantenimiento de la industria
resultaba imprescindible para la subsistencia de la población, por mucho que la solución citada pudiese resultar tentadora. Por otro lado, los soviéticos se apoderaron de las fábricas de
su zona de ocupación en el Este de Alemania y, en muchos casos, las trasladaron a su propio país. La ausencia de sintonía entre las potencias democráticas y los soviéticos hizo imposible un acuerdo definitivo en éste y otros muchos puntos, por lo que los acuerdos sólo
pudieron ser parciales, provisionales o incompletos. Se previó la existencia de una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores, que se reunió en Moscú en 1945 y en Nueva York en
1946. En la capital francesa se suscribieron los tratados de paz relativos al Este de Europa e
Italia, mientras que hubo que esperar hasta 1951 para que en San Francisco se firmaran los
relativos al Japón, momento en que ya no estuvieron presentes los nuevos países comunistas. Los cambios territoriales en la Europa Oriental resultaron relativamente modestos, aunque ratificaron e incrementaron las ventajas que la Unión Soviética había logrado por los
acuerdos con Hitler de 1939. Baste decir que la URSS obtuvo el Norte de la Prusia Oriental que le proporcionaba una salida al Báltico-, la Carelia finlandesa, la zona de Petsamo -que le
aportaba una frontera con Noruega- y una base temporal (Porkkala) en territorio finés. Además, los soviéticos se anexionaron Rutenia, el extremo oriental de Checoslovaquia. En cuanto a Italia, perdió sus colonias, que se independizaron -Libia, Somalia- o fueron incorporadas
a otros países: Eritrea, a Abisinia; las islas del Dodecaneso, a Grecia. En el resto del mundo,
los cambios fueron también, en apariencia, pequeños. En el Medio Oriente, por ejemplo, Líbano y Siria lograron su independencia, mientras que la llegada de oleadas de inmigrantes
judíos askenazis, procedentes de Europa del Este, tuvo como consecuencia que el Estado
de Israel tuviera una condición mucho más beligerante que antes respecto a la población palestina. Lo decisivo, de todos los modos, fue el impulso inicial dado a la descolonización, movimiento un tanto contradictorio por el momento, pues a las promesas de japoneses y norteamericanos de independencia para las colonias se sumó, en esta circunstancia, la victoria
de las potencias colonizadoras. De ahí que, por ejemplo, Filipinas consiguiera la independencia y que, por el contrario, los norteamericanos, después de haber apoyado la de Indo china, acabaran por apoyar el mantenimiento de la presencia francesa en aquellas tierras.
Japón volvió a sus fronteras de mediados del siglo XIX, cediendo Formosa, Corea, Manchuria y las islas del Pacífico. Pero, mucho más importantes que estas nuevas fronteras territo232
riales, fueron las consecuencias de la división ideológica del mundo en dos partes enfrentadas.
Nuevo orden mundial y memoria de la guerra
Como se sabe, a lo largo de la guerra, las divergencias de los aliados no hicieron más que
incrementarse. En teoría, todos ellos estaban de acuerdo en dos principios esenciales: el
castigo de los responsables de la guerra -los principales dirigentes nazis-y la creación de una
nueva organización internacional destinada a evitar la repetición de las guerras. Tras la Primera Guerra Mundial, no se habían aplicado apenas sanciones efectivas a los vencidos, a
pesar de haber sido solicitadas por los británicos. A cambio, se llegó a la aprobación de una
legislación internacional que prohibía el uso de gases tóxicos y establecía determinados requisitos en la guerra submarina; el primer acuerdo fue mantenido por los beligerantes en el
segundo conflicto mundial, pero no así el segundo. Durante éste, fueron los norteamericanos
quienes más insistieron en el juicio de los culpables, mientras que Churchill pareció dispuesto
a la ejecución sumaria de los principales culpables. El juicio se inició a fines de 1945, en la
ciudad de Nuremberg, que había presenciado los más sonados congresos del partido nazi, y
concluyó un año después. En general, puede decirse que la función de ejemplaridad quedó
cumplida: como resaltó el juez norteamericano, aquél fue el primer juicio por crímenes de
guerra de la Historia de la Humanidad. Al mismo tiempo, sin embargo, se cometieron errores
parciales, como juzgar a ausentes y no hacerlo con empresarios, inventar el delito de "conspiración para cometer crímenes de guerra" o criminalizar organizaciones en su conjunto, como las SS. De cualquier manera, de esta forma se sentaron unos principios de ética universal que habrían de resultar de considerable trascendencia. La moralización de la sociedad
internacional en la que, al menos en teoría, coincidían los vencedores en la guerra, venía
acompañada por el establecimiento de una organización internacional destinada a asegurar
en el futuro la paz por medios pacíficos. En realidad, los fundamentos de la Organización de
las Naciones Unidas deben encontrarse en las declaraciones de los aliados anglosajones a
partir de 1941 -Carta del Atlántico- siendo tardía la manifestación de la voluntad soviética de
sumarse a esos propósitos. La fundación de la ONU tuvo lugar en junio de 1945, tras la Conferencia de San Francisco, suscribiendo su carta una cincuentena de Estados. También en
este punto cabe atribuir una influencia decisiva a los norteamericanos, que querían una entidad capaz de tener una actuación más decisiva que la precedente Sociedad de Naciones.
Fue una muestra de realismo la creación, por una parte, de una Asamblea General, destinada a reunirse una vez al año; por otra, la de un Consejo de Seguridad, formado por quince
países, dos tercios de cuyos miembros eran electivos, mientras que los cinco permanentes
tenían derecho de veto. Eran estos "cinco grandes", aparte de la URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos, Francia -cuyo papel de primera potencia fue cuestionado por Gran Bretaña- y
China, propuesta por Estados Unidos. Al margen de que la ONU distara de cumplir sus objetivos en las circunstancias de guerra fría, no cabe la menor duda de que su mera existencia
contribuyó a evitar enfrentamientos más graves en los años siguientes. Un acontecimiento
del pasado puede ser objeto de una reconstrucción histórica objetiva, desapasionada y fría,
pero, al mismo tiempo, sobrevivir en la memoria individual. La colectiva, que es la suma de
las experiencias vividas por todo un grupo social o nacional, no permanece inmóvil sino que,
con el transcurso del tiempo, se modifica. De este modo, es expresión ella misma del cambio
y puede influir sobre él de forma decisiva. La memoria de la Segunda Guerra Mundial ha jugado un papel esencial en la Historia de la Humanidad a partir de 1945. No pueden entenderse las relaciones internacionales en esta etapa sin tener en cuenta hasta qué punto, sobre
los dirigentes democráticos vencedores en el conflicto, quedó grabada la idea de que una
cesión frente a un adversario caracterizado por su brutalidad y falta de escrúpulos significaba
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un error que podía ser pagado inevitablemente con el transcurso del tiempo. La guerra fría,
en definitiva, se explica por el temor a la repetición de los sucesos de Munich en 1938. De
ese modo, sin embargo, se llegó a tener una visión a menudo incorrecta del adversario soviético. De todas las maneras, para los vencedores la guerra constituyó algo así como la última
guerra "buena", cuyos objetivos merecieron la pena. Esa percepción ha permanecido constante incluso cuando aparecieron otros conflictos de significación mucho menos positiva, como Vietnam. Aun así, no puede decirse que la memoria de la guerra haya sido idéntica en el
caso de todos los vencedores. Para la Gran Bretaña de la posguerra, muy pronto sumida en
una decadencia que le llevó incluso a cuestionar su propio papel como Imperio, la guerra fue
algo así como una solemne despedida del primer plano de la Historia. La novela de Evelyn
Waugh titulada Retorno a Brideshead resulta muy expresiva de ese decadentismo. En Estados Unidos, la memoria de la participación en la guerra ha durado mucho tiempo como motivo de orgullo nacional y apenas si ha sido cuestionada a fondo. Incluso, más de cuatro décadas después, en un película de enorme éxito como La Guerra de las Galaxias, de Spielberg,
los cascos de los guerreros del Imperio del Mal recordaban a los de los alemanes durante la
contienda iniciada en 1939. La autocrítica, tan característica de la experiencia colectiva de
los norteamericanos durante los años setenta y comienzos de los ochenta, apenas ha afectado a esta memoria positiva. Se ha reducido a cuestiones no cardinales, como el racismo
anti nipón o el diferente trato del soldado negro, el maltrato a la minoría japonesa, el uso de
la bomba atómica, etcétera. En cuanto a la URSS, sin el nacionalismo engendrado por la resistencia victoriosa y enormemente sufrida ante el invasor alemán, no se puede comprender
la voluntad expansionista de la posguerra ni el componente patriótico de la vida cultural que
resultó perceptible incluso en la obra del director cinematográfico Eisenstein, autor, ahora, de
una película sobre Iván el Terrible. Pero resulta todavía más interesante examinar la memoria de la guerra mundial en los países vencidos, de la que hay que empezar por advertir que
tampoco fue única sino plural y, sobre todo, resultó mucho más duradera y, en mayor medida, una modificación de la realidad. En Japón, por ejemplo, el poso esencial de la memoria
bélica ha sido, como consecuencia del empleo de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, un pacifismo radical. Sin embargo, se ha avanzado mucho menos en la autocrítica, entre
otros motivos porque la personalidad del emperador hubiera podido entrar en peligro ya que
ejercía ese protagonismo en el momento del estallido de la guerra, aunque luego también lo
jugara a la hora del armisticio. La necesidad de admitir y compensar los daños sufridos se ha
planteado en una fecha muy reciente y no siempre ha encontrado una respuesta positiva. En
Alemania, en cambio, este tipo de reacción autocrítica ha sido muy habitual y además se ha
concretado en compensaciones, en especial a partir del momento en que, ya en la distensión, la República Federal de Alemania se sentía estable y aceptada por la inmensa mayoría
de la comunidad internacional. El juicio moral acerca de la experiencia del Holocausto ha
formado parte esencial de la vida publica alemana, hasta el punto de que, de acuerdo con la
legislación de este país, el afirmar que no existió persecución contra los judíos incluso constituye un delito. En los últimos tiempos -sobre todo, a fines de los ochenta- se planteó un debate acerca del grado de responsabilidad alemana. El historiador Ernst Nolte aseguró que el
nazismo no podía ser comprendido sin la previa existencia del bolchevismo, que ya había
inventado los campos de concentración antes de que Hitler los pusiera en funcionamiento. El
filósofo Habermas interpretó estos juicios como exculpatorios del nazismo y quiso ver en
ellos una necesidad de encontrar un adversario al Este que sirviera de justificación propia. En
realidad, siendo nazismo y estalinismo variantes del totalitarismo, ninguno necesitaba del
otro como acicate para la práctica de la barbarie. La memoria más conflictiva quizá haya sido
la de países como Italia y Francia, en los que se puede decir -como se ha indicado- que se
produjo una auténtica guerra civil entre compatriotas. Pero esta realidad, que hoy resulta evi234
dente para el historiador, ha tardado mucho en ser aceptada y, durante mucho tiempo, se ha
mantenido la convicción de que los colaboracionistas fueron muy pocos y que su posición
nació de una pura y simple traición, sin llegar a entender los factores políticos que la motivaron. De acuerdo con esta interpretación, en los momentos finales de la guerra se habría producido una auténtica sublevación popular, que habría contribuido de forma decisiva a la eliminación del invasor. Este tipo de interpretación contrasta de modo fundamental con la interpretación histórica que ha quedado esbozada anteriormente. En realidad, los juicios realmente históricos acerca del papel de resistencia y colaboración en estos dos países han sido tardíos. La historiografía italiana sobre esta etapa no se inició hasta mediados de los años sesenta y el primer buen libro sobre el régimen de Vichy fue escrito por un norteamericano. Con
posterioridad, principalmente en Francia (pues en Italia siempre ha existido una literatura poco científica pero popular, muy condescendiente con el fascismo), se ha generado un amplio
revisionismo que en ocasiones se ha convertido en reproche obsesivo. Se pueden mencionar
algunos ejemplos acerca de este fenómeno. El libro de Bernard Henri Lévy La ideología francesa reprochó a una buena parte de la clase dirigente del mundo intelectual y periodístico de
la posguerra haber tenido propensiones petainistas en un momento inicial. Más recientes han
sido los escándalos en torno al presidente Mitterrand y al héroe de la resistencia, Jean Moulin. Una biografía de los primeros años de aquel dirigente socialista descubre sus orígenes
burgueses, derechistas y católicos, que le llevaron a militar en movimientos de extrema derecha y a actuar como colaboracionista hasta fines de 1942, convirtiéndose tan sólo en resistente con ocasión del desembarco anglosajón en el Norte de África. En cuanto a Jean Moulin, fue convertido en héroe de la resistencia en una fecha relativamente tardía, a partir de
1954, y su memoria, impoluta durante mucho tiempo, se ha visto afectada por considerarle,
en tiempos muy recientes, como un criptocomunista. Lo característico de Francia es que este
debate, que hubiera podido quedar limitado a los medios historiográficos, ha alcanzado gran
relevancia popular. Así ha sido, merced a que estas cuestiones han aparecido con frecuencia
en el cine. Ya en Hiroshima mon amour (1959), elaborada a partir de un guión de Marguerite
Duras, Alain Resnais presentaba a su protagonista recordando un temprano amor con un
militar alemán. Tiempo después, Louis Malle en Lacombe Lucien (1974), presentó la colaboración como un fenómeno inscrito dentro de la normalidad, tratamiento que también ha sido
instrumentado, con posterioridad, por Claude Chabrol, en L'oeil de Vichy. De este modo, lo
que hubiera podido ser tan sólo un debate historiográfico ha producido como consecuencia
última un considerable impacto social.
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