LAS DIEZ Y MEDIA El reloj del comedor, parado, marcaba las diez y

Transcripción

LAS DIEZ Y MEDIA El reloj del comedor, parado, marcaba las diez y
LAS DIEZ Y MEDIA
XV Certamen Literario Ateneo Poupular de Paterna
TEMA IV. RETO BLANCO (JÓVENES ESCRITORES). Premi Caixa Popular
Único premio de la categoría de 15 a 18 años
Junio 2016
LEMA: PILAR
El reloj del comedor, parado, marcaba las diez y media.
La hora de la vida, las diez y media. La hora en que los escolares salen al patio; la
hora en que el mundo se da cuenta de que ha empezado un nuevo día; la hora que
prefieren las hojas para caer en otoño; la hora, en invierno, en que los copos de nieve
empiezan a cuajar; la hora en que las flores deslumbran en primavera; la hora en que se
empieza a sentir el calor estival del día…
Sí, la hora de la vida es las diez y media; no las diez y cuarto, no las diez, ni las once;
las diez y media. ¿No es cierto que las cosas importantes de verdad han pasado todas a
las diez y media? ¿Cuándo, si no, se dio cuenta Julieta de que Romeo la amaba? A las
diez y media. ¿Cuándo, acaso, se dejó engañar Caperucita por el lobo? A las diez y
media. ¿Cuándo, en fin, murieron Bonnie y Clyde? Es bien sabido de todos, a las diez y
media.
Yo nací a las diez y media de la mañana, un lunes que llovía a cántaros. Mi primer
llanto, lleno de rabia por haber sido expulsada de la tranquilidad materna, fue
justamente entonces, a las diez y media, cuando las mujeres de los vencedores de la
guerra salían del primer turno de misa y las mujeres de los perdedores de la guerra
hacían la cola del racionamiento, con sus mejillas hundidas por el hambre de la
posguerra.
Desde muy niña, aprendí a ver la tensión constante que había entre los ganadores y
los perdedores. Caminaban de diferente forma, hablaban de diferente forma, comían de
diferente forma, eran de diferente forma. No en vano, mientras que las niñas de los altos
barrios adornaban sus vestidos y cabellos con hermosos lazos, las del mío jugaban con
el agua que caía del cielo los días de lluvia. No en vano, mientras que las niñas de
1
familia bien comían caliente todos los días, nosotros dábamos gracias por cada miga de
pan que ingeríamos. No en vano, mientras que ellas pensaban en puestas de largo y
fiestas, nosotros pensábamos en no pensar y salir adelante.
¡Oh! ¡La ciudad de la posguerra derruida por las bombas y alimentada de los
fantasmas del pasado! ¡Esas ciudades que testarudamente se levantaron, de nuevo, sobre
los llantos y llantos de miles de almas! ¡Esas ciudades muertas y resurgidas cual ave
fénix forzoso en enconada disputa entre el desaliento y el rencor!
Mi madre siempre me decía lo mismo: «Pilar, la vida es como una carrera. Desde que
empieza hasta que acaba, no deja de ser intensa y hay que correr, correr, ¡correr más que
los otros! No te preocupes de los demás, sólo de ti: tú a lo tuyo, deja atrás los ideales de
los locos y haz dinero, hija, que el dinero es lo único que te va a dar de comer». En
realidad, me hablaba así porque estaba enfadada con mi padre, un soldado a quien ni
ella ni yo habíamos visto desde mi nacimiento. Se alistó, llevado por el ansia de que el
mundo saliera de su noche histórica, para toparse de bruces con la destrucción, con una
noche aún más negra, más asfixiante, en lugar del amanecer liberador al que aspiraba.
La última noticia que tuvimos era que ya estaba de regreso, que pronto nos veríamos...
Pero el tiempo nos pasó sin él y mi madre tenía miedo de que sus ideas bulleran también
en mi sangre y que yo quisiera tomar su desdichada senda.
·
·
·
En nuestro comedor teníamos un reloj. Era muy antiguo. Mi madre, en su día, me
dijo que formaba parte del ajuar de mi abuela cuando se casó. Era grande. En su caja,
lucían unas filigranas de plata y bronce, y a mamá jamás le pasó por la cabeza venderlo,
incluso cuando no nos alcanzaba para comer. Me alegro de que fuera así: era un objeto
precioso, con sus bordes, ribeteados de nácar y dispuestos en ángulos rectos. Pasé la
infancia preguntándome cómo el tiempo podía doblar aquellas esquinas, una tras otra,
sin fatigarse. Las saetas eran de estilo abigarrado, barroco, y el fondo de la esfera, de
tibio azulado, semejaba una fina llovizna litoral. A mis ojos, cada día las manecillas se
movían como si despertaran de un largo letargo: las contemplaba bostezar y avanzar
lentamente cual si la sola idea de desplazarse ya les diera pereza. Cuando tenía polvo y
2
mamá se daba cuenta, me pedía, a veces, que lo limpiara. Yo lo hacía con agrado y,
mientras con el trapo reseguía cada milímetro de su superficie, me lo imaginaba como
un señor muy elegante de pelo plateado.
Un día de invierno, cuando volví del colegio, vi el reloj encima de la mesa. Mi madre
se hallaba sentada, junto a él, en la silla de madera, mirando al vacío.
―Mamá, ¿qué pasa?
―El reloj se ha quedado atrapado en medio del tiempo.
«Ya decía yo que tanto doblar las esquinas, al final se iba a cansar», me susurré para
mis adentros.
―Marca las diez y media, mamá ―dije, después de fijarme más en concreto.
―Pilar, marca las diez y once. No vuelvas con la cancioncilla de las diez y media.
―Las diez y media.
Ante mi insistencia, hizo un gesto, con la mano, para dejar correr el asunto. Y así
ocurrió, pero juraré, ante cualquier reloj del mundo, que ese, en concreto, marcaba las
diez y media.
―Lo tendrás que llevar a arreglar.
―Sí, después de hacer los deberes.
―No, hazlo ahora ―ella siempre había sido muy poco comunicativa. Nunca le había
gustado eso de dar besos y abrazos, y yo ya estaba acostumbrada a la sequedad de su
tacto y a la parquedad de sus palabras.
Me puso en la mano unas pesetas y me dijo que buscara una relojería. Le pregunté
dónde y se desentendió agregando que fuera yo quien diera con ella.
Coloqué el reloj en el capazo del mercado y me eché a la calle. Inevitablemente,
mientras deambulaba en busca de un relojero, me acordé de la clase de religión de
aquella misma mañana, que había empezado a las diez y media. El capellán nos había
dicho que desear lo que tenían los demás era pecado, a lo que una niña le preguntó si
desear tener una casa más amplia o más comida en el plato eran también pecados. El
3
sacerdote le respondió asegurándonos que cada uno tiene lo que se merece porque Dios
lo dispone de ese modo. Yo creo que Dios existe. O no. No lo sé. Lo que sí sé es que, si
existe, no es muy generoso conmigo y con la gente que conozco. El religioso nos habló
también del infierno. Se supone que es un lugar horrible, donde te torturan cada
segundo de la eternidad. Y yo me pregunto cómo puede ser esto posible. Si, en el
infierno, hay tantas personas los diablillos no darán al abasto. Me pregunto, asimismo,
si mi padre también estará allí. Dicho sea de paso, pienso que, a estas alturas, ya no soy
del agrado del cura, porque, a media clase, he pedido ir al baño y he aprovechado para
quedarme en el pasillo hasta que ha terminado la lección. No me gustan las clases del
capellán.
Girando a la derecha, doblando por la izquierda, di, por fin, a una callejuela donde
me encontré, de frente, con un cartel de mi interés: «Taller del reloj parado», rezaba.
Entré con determinación. Aquel lugar, sin duda, debía ser un paraíso para los relojes.
Había montones de ellos ordenados en infinitas estanterías y numerosas imágenes de
complicados engranajes, así como un sinfín de piezas sueltas: desde agujas horarias a
minuteros y segunderos, desde coronas y muelles a biseles, desde placas y áncoras a
barriletes... Todo eso, unido al hecho de que el diminuto taller se hallaba únicamente
iluminado por una tenue luz, transmitía a la escena un aire singular y trasnochado que
fascinaba al primer vistazo.
El propietario, supuse, tenía una barba arreglada, de color grisáceo. A su lado, un
jovencito de negros rizos alborotados sostenía, en sus manos, un reloj con los
engranajes al descubierto. El objeto, desnudo como una musa pictórica posante, agitaba
sus mecanismos al compás del movimiento de los dedos del muchacho.
―Buenas tardes, señorita, ¿qué desea? ―preguntó el hombre en tono afable.
―Me envía mi madre para arreglar este reloj de mi abuela.
―Claro que sí, señorita, ha ido usted a entrar en la mejor relojería. Aquí disponemos,
ya lo ve, de todo tipo de piezas...
―Sí, sí, vengo para que me arreglen un reloj que se nos ha estropeado. Bueno, más
bien dicho, se nos ha parado a las diez y media. Mi madre quiere que vuelva a
funcionar.
4
―Bien, pues si me lo deja ver…
Me aproximé al mostrador y deposité el reloj encima. Inmediatamente, el chico se
acercó y dijo, servicial:
—Padre, ¿le traigo las pinzas largas?
—No será preciso.
El relojero, ante la mirada atenta del muchacho, empezó a manipular los mecanismos
y un súbito pinchazo me atravesó el corazón. Me sentía como si estuvieran hurgando en
mis adentros. Y me producía una sensación desagradable ver cómo sus manos tocaban
los delicados engranajes. Tuve celos de ellas y sentí el reloj extrañamente mío.
―La verdad es que no parece que tenga gran cosa. Quizás, si me da unos segundos,
puedo…
Con un hábil movimiento final de dedos, recolocó las manecillas. Estas, revividas,
parecían muy activas, y empezaron a funcionar como si nada hubiera pasado.
Me quedé sin habla ante tal demostración de destreza. Ahora, seguro, ya nunca más
se iba a parar. De golpe, me sentí renacer: el reloj volvía a funcionar. Después de unas
horas sin hálito vital, las agujas doblaban, otra vez, las esquinas del tiempo.
―¡Muchas gracias, señor, muchas gracias! ¿Cuánto le debo?
—Nada, nada, jovencita… Vuelva siempre que lo necesite.
Le di otra vez las gracias, cogí mi reloj y me marché muy contenta de la tienda.
Cuando ya me encontraba una calle más arriba, me asaltó, sin embargo, una extraña
sensación: sentía como si alguien me estuviera siguiendo los pasos. Me giré y era él: el
chico de la relojería. Esperé que me alcanzara y, cuando lo tuve enfrente, alcé las cejas a
modo de interrogación y él balbuceó tímidamente:
―Me gusta mucho tu reloj. Es muy bonito y es… cuadrado ―como si estas palabras
le hubieran costado un esfuerzo sobrehumano, exhaló un suspiro.
―Sí, ya lo sé, normalmente los relojes son redondos.
5
―Pero, a mí, no me gustan los redondos; el tiempo lo tiene demasiado fácil para
girar. Los cuadrados son más difíciles, suponen un reto.
Le sonreí sin pensarlo. Algo había en sus ademanes, en su forma de hablar, en su
manera de mirar que me invitaba a sonreír.
―Pues tienes razón ―le dije.
Por unos instantes, sólo se oyó el chirrido de raíles del paso cercano del tranvía que
recorría la avenida.
―Me gustaría invitarte a un helado ―susurró mirando al suelo y me pregunté si me
estaba invitando a mí o al suelo.
―¡Pero si estamos en invierno! ―respondí yo, y, al segundo, me arrepentí de haber
respondido tan bruscamente a su amabilidad.
―Bueno, pues…, entonces a un chocolate caliente.
¡Un chocolate! Solo la mención de esa maravillosa palabra —cho-co-la-te— me
evocó la imagen reconfortante de una taza blanca humeante, trufada de pequeños
tropezones de chocolate negro. ¿Cuánto tiempo hacía que no tomaba un chocolate
caliente? Pero ¿qué sandez me estaba diciendo a mí misma? ¡Si yo nunca había probado
eso!
―Me encantaría ―acerté a responderle, ahora ya con gentileza, y, cómo no, con mi
sonrisa aflorando traviesamente en mi faz.
―Me llamo Albert. Y mi hora favorita son las diez.
En ese justo momento, me dije a mí misma que tenía toda una taza de chocolate
caliente por delante para explicarle a Albert que su reloj de la vida llevaba media hora
de retraso, para convencerle de que las diez y media era la mejor hora del mundo.
6
7

Documentos relacionados