L´isard síndrome - Finis Terrae Ediciones

Transcripción

L´isard síndrome - Finis Terrae Ediciones
José Ángel Graña
El
síndrome
de
L´isard
© El síndrome de l’isard
Autor ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
© Finis Terrae_ediciones
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derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Octubre de 2012 - Edición 1ª
ISBN: 978-84-940303-8-3
Depósito legal: C-1498-2012
Printed by Publidisa
El síndrome de l’isard
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Finis Terrae_ediciones
Este libro se lo dedico a todos los
que por un momento pensaron en
encontrar su nombre aquí;
y a mi Madre.
Índice
INTRODUCCIÓN ............................................................ 9
LA VIDA ES PRECIOSA..................................................... 11
EL GENERAL...................................................................... 15
EL SABIO ............................................................................ 19
EL FRANCOTIRADOR ..................................................... 23
LAVABO .............................................................................. 25
POLÍGLOTA ...................................................................... 29
PSICÓLOGO ...................................................................... 33
SAUNA ................................................................................ 37
RELLAMADA ..................................................................... 41
EL DENTISTA .................................................................... 45
ALABADO SEA JESUCRISTO .......................................... 49
EL NEGOCIO SIEMPRE VIVO ........................................ 53
LAS COMIDAS DE LOS JUEVES ..................................... 57
DON DENIS ...................................................................... 61
UN DIA INTERMINABLE ................................................ 67
PERO…............................................................................... 75
LA CAGE AUX FOLLES .................................................... 81
C.A.I. ................................................................................... 89
EL SINDROME DE L’ISARD ............................................ 95
—7—
INTRODUCCIÓN
En los años noventa, un amigo mío, Ramón Sabio Biosca, de P.I.B.
(Principado Independiente de Blanes; así es cómo él determina su pueblo
natal), me regaló un cuaderno de madera para guardar mis poesías que
escribía en polaco. Diez años después, las colgué todas ellas en un foro
polaco, «Nasza klasa», sin saber que provocarían un verbal terremoto de
críticas, alabanzas, insultos y agradecimientos después de leerlas.
Cuando empecé a trabajar en turismo para el mercado ruso, después de
las Olimpiadas en Barcelona, la empresa para la cual prestaba mis servicios
me envió a Andorra. Este pequeñito país europeo se hace grande cuando
uno ha descubierto su bella naturaleza, sus pintorescas estaciones del año,
la rebeldía del tiempo con su inesperada furia o su afrodisíaco aire. Todo
eso, claro está, se refleja en la mentalidad de la gente que habita esas tierras
y produce una serie de comportamientos que, de forma analítica, plasmé
en el título del libro.
He de decir que el Síndrome de L’isard se contagia fácilmente o, si
uno ya lo lleva dentro, lo libera enseguida en esas montañosas tierras
aunque solo esté de paso por Andorra. Tal vez, por eso, el escudo del
país es tal y como es, y, es más, creo que por este motivo mis relatos
tuvieron lugar aquí.
Se podría decir que soy pionero en cuidar a los primeros turistas rusos
que, con temor, llegaban al Principado. Nadie entonces podría pronosticar
que este país sería un destino fuerte y querido por el mercado ruso. Durante
varias décadas trabajé con mi inseparable amigo y compañero, Pepe Moreno.
Ambos, Pepe y yo, siempre decíamos que un día tendríamos que escribir
las historietas que nos pasaban a diario trabajando para los rusos. Hemos
vivido innumerables anécdotas y cosas curiosas y, para que no pasen por la
vida desapercibidas, decidí escribirlas en este libro.
—9—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
La primera historieta que escribí se la envié a un amigo mío, Bruce
Mather, director artístico de El Cirque du Soleil. Al recibirla, enseguida me
llamó y me preguntó si en verdad me había pasado lo que había escrito. Le
gustó mucho y justo él fue quien me persiguió sin cesar para que no me
apalancase y continuase escribiendo. Al igual que a Bruce, a mi ahijado, Ryan
Ruiz Chmiel, le gustaron mis primeros relatos y cada semana me buscaba
para que escribiese más y más.
Posteriormente, Pepe me presentó a su hermano, gran humanista cubano,
afincado en Estados Unidos, Manuel Moreno, cuya opinión sobre mi trabajo
realmente me dio la fuerza suficiente para enviarlo a la editorial, gracias a
la cual lo tiene usted en su mano.
Con este libro me gustaría hacer también un pequeño homenaje a los
miles de guías que cada día hacen todo lo posible para que un turista no
se sienta tan perdido cuando esté lejos de su pueblo, aunque muchos de
ellos se pierdan con facilidad. Recuerdo cuando una amiga mía, Marlen
Rodríguez, guía de circuitos por España, al presentarse a sus nuevos turistas,
decía que se llamaba Marlen y, para que no olvidasen su nombre, les hacía
recordar que su nombre era igual que Marlen Dietrich. Resulta que, unos
días después, una pareja de gente mayor se perdió en Sevilla y al no poder
encontrar el autobús fueron a la policía para que los ayudasen a hallar el
autobús perdido. Los policías les preguntaron si recordaban el nombre del
autobús. Ellos dijeron que solo recordaban el nombre de la guía: Marlen
Dietrich. Los pobres policías no supieron si se trataba de una broma, por
lo que dudaron en si llamar a las patrullas de la ciudad o simplemente a un
médico psiquiatra.
Espero que les gusten mis historietas, a través de las cuales podrán definir
mejor el término de Síndrome de L’isard.
Zbigniew Chmiel vel Thomas
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LA VIDA ES PRECIOSA
Andorra cambia. Ha cambiado mucho en estos últimos años. Otros
países también cambian. Y cambian hasta los turistas. Hace quince años,
cuando pisaron el Principado los primeros turistas rusos después de la caída
de la Unión Soviética, fue la época del turista ruso «mafiosillo»: nuevo rico,
sin ninguna experiencia fuera de su país. Aquellos tiempos transcurrieron
maravillosos para mí, ya que por ir al hotel e informarles sobre Andorra,
o responder a sus preguntas, podía recaudar cientos de dólares al día por
concepto de propina. Un día recibí una llamada del hotel Panorama.
–Thomas, por favor, ¿podrías venir al hotel Panorama? Tenemos un
pequeño problema con tus turistas. Resulta que han subido a la piscina y
se han montado su propia fiesta en ella. Con su musiquita, con su picnic
particular, con su vodka. Y todos están nadando sin bañador. Encima se
ríen del segurata y no sabemos qué hacer, pues ningún otro turista puede
utilizar la piscina. No sabemos si llamar a la policía o no...
–Mire –contesté–, ahora mismo voy para allá. Llegaré dentro de unos
veinte minutos.
–Gracias, Thomas.
Así fue. En unos veinte minutos me encontraba en el ascensor
del hotel, subiendo a la planta donde estaba ubicada la piscina. Abrí
la puerta y vi ocho tíos, grandes y gruesos, más altos que yo, es decir
más de 1,87. Unos estaban bailando al lado de la piscina al ritmo de la
música «kalinka, kalinka, kalinka maya», otros en la en el agua imitando
la natación sincronizada. Las tres cabezas pequeñas (que eran más bien
verdaderos cabezones) en un tris emergían a la superficie en plan pose
con las manos estiradas en una misma dirección, como atletas griegos de
la época, y en sus rostros, unas amplias sonrisas pero sin sonido, como
si fueran componentes de un verdadero ballet acuático. Sobre una toalla
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
extendida al lado de la piscina había un par de botellas de vodka, caviar,
pepinillos, un poco de pan...
Y era cierto, todos andaban sin bañador, completamente desnudos.
Cuando me vieron empezaron a dar saltos como los niños gritando: Thomas, Tho-mas, Tho-mas.
–Pero, a ver... ¿Qué os pasa? –Les pregunté en ruso.
–Thomas, ¿un chupito de vodka?
–¡¿Vodka?!... ¿Qué os pasa?... Aquí no se pueden hacer fiestas como la
vuestra... ¿Queréis que el hotel llame a la policía? Además, ¿qué es eso de
bañarse desnudos?
–Ese me ha gritado –añadió el segurata que estaba a mis espaldas. Y con
el dedo señaló al más grandullón de todos.
En ese momento salió del agua el aludido: dos metros de altura, una
cadena de oro alrededor de su cuello de foca gigante. Se acercó a mí y me
dijo:
–Thomas, pero, ¿qué pasa contigo?, ¿qué policía?, ¿por qué estos nervios?
No hacemos nada malo a nadie, estamos de fiesta.
Y, mirando al segurata que estaba detrás de mí, dijo:
–El problema es él... Mira a este pederasta. Está celoso porque lo que
tengo abajo es del tamaño de su antebrazo y el maricón está celoso...
Los demás se rieron.
–Ves, ves... Encima se cachondean de mí. ¿Qué ha dicho? –preguntó
el segurata.
–Nada, nada... Tú no digas nada –contesté y continúe hablando en ruso–:
Señores, ¡la fiesta ha terminado!
–Dale a Thomas un vasito de vodka –le dice uno al otro.
–¡Qué chupito, ni qué vodka! Les doy cinco minutos y luego será el
hotel quien hará lo que
quiera. ¡Yo tengo cosas más importantes que hacer de traductor de la
policía!
–¿Qué policía, Thomas? Bueno, ¿qué te pasa? –exclamó otro ruso.
—12—
El síndrome de l’isard
–Nenes, bueno... Vamos a mi habitación –decidió el más grande. Y,
entre risas, me dijo–: Thomas, ven, tenemos un caviar buenísimo... Y vodka.
Mucha vodka!
–No, gracias.
–Y a ese pederasta –miró al segurata–, dile que luego hablaremos con él.
Y, entre risas, bromas y al ritmo de «kalinka», se fueron a sus habitaciones.
Al día siguiente, durante mi visita al hotel, el jefe de la fiesta de la noche
anterior se acercó a
mí. Me dio la mano y noté unos billetes tocándome la palma.
–Esto es para ti....
–No, gracias –contesté–, mejor que con este dinero se compre un bañador
y otro para sus amigos. E hice el gesto como para querer devolvérselo.
–Thomas, por favor, insisto.
Y en ese momento me di cuenta de que el primer billete era de cien
dólares y de que había más de uno.
–¿Sabes? Yo siempre cuento hasta tres. Uno...
No le di la oportunidad de decir «dos» y metí el dinero en el bolsillo
de mis pantalones. Luego, cordialmente, nos despedimos y salí del hotel.
Una vez en el coche saqué el dinero y conté: cien, doscientos, trescientos,
cuatrocientos.
–Joder, ¡la vida es preciosa! –exclamé y arranqué.
Más tarde pensé: a ver si mañana hay otra fiesta en la piscina...
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EL GENERAL
Nuestra labor de guía nos brinda la oportunidad de conocer muchas
personas interesantes de diversas profesiones. Son gente del mundo de la
televisión, la radio, el cine, la prensa, la política o los negocios, la enseñanza
y la medicina, policías, bomberos, militares y un sinfín de otros sectores de
nuestra sociedad.
Confieso mi debilidad con los turistas procedentes de Siberia, a quienes
en España se les denominaría como gente «maja», con mucha educación
y cultura, pacientes y con buen sentido del humor. Son buenos clientes,
compran muchas excursiones, pues quieren conocer y ver todo cuanto esté
a su alcance. Sin embargo, los protagonistas de la presente historieta venían
tan solo a aprender a esquiar aunque provengan de Siberia, el país de largas
temporadas de frío y nieve. Eran tres militares: un general acompañado de
dos capitanes. Yo fui su guía de transfer de llegada y guía del hotel durante
su estancia en Andorra, en el Apartotel Sandy de Pas de la Casa.
Una nevada el día anterior impidió el acceso del autobús a la puerta del
hotel y tuvimos que bajarnos en la carretera. Observé que tenían cuatro
maletas, dos del general y una de cada capitán.
–El hotel está en esta bajada, a unos ochocientos metros. Tendremos que
ir caminado. Mucha nieve, buena para esquiar –comenté al salir del autobús.
–No pasa nada –contestó el general–. Es solo un paseito y la nieve parece
estupenda.
–Les voy ayudar con las maletas –me ofrecí.
–Thomas, no hace falta. Mis capitanes tienen dos manos y hay tan solo
cuatro maletas–. ¡Vamos, vamos, chicos! –les ordenó–, ¡vamos, adelante!
Mientras nos dirigíamos al hotel, el general me preguntó cosas sobre
Andorra. Luego me dio una pequeña clase geográfica sobre Siberia,
sus ciudades y su riqueza natural. Cuando hablaba yo le observaba
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
cuidadosamente, pues era un hombre culto y se expresaba de una forma
interesante y elocuente. Era alto, atractivo, fuerte, con una sonrisa digna
de un actor de Hollywood. Quién diría que este elegante hombre en sus
ya lejanos cuarenta fuera un general de la Federación Rusa. Y quién diría
que su carrera militar hubiera empezado en la todavía Unión Soviética.
Así pensaba mientras escuchaba su pintoresco monólogo sobre las tierras
que el protegía.
Detrás de nosotros y a una considerable distancia, iban los capitanes, cada
vez más lejos. Llevaban las pesadas maletas y respiraban como los caballos
percheros con una fuerte carga.
El general y yo llegamos a la recepción del hotel y cuando recibimos las
llaves a sus dos apartamentos han “entrado las maletas”.
–Chicos, ya tengo los bonos para el material de esquí y para los forfaits.
Hemos quedado en vernos mañana por la tarde por si hemos olvidado
algo –les informó el general–. Mis maletas van a la habitación 405. Vuestro
apartamento es el 406 –continuó–. Nos vemos en el restaurante a las ocho
para cenar. La puerta de mi habitación dejadla abierta, pues en unos instantes
subo, tan solo me despido de Thomas.
No tuve tiempo de decirles adiós a los capitanes cuando la puerta del
ascensor se cerró de repente.
–Thomas, como hemos quedado nos vemos mañana a las seis de la tarde y
hablaremos más; tal vez haremos un pequeño cambio, quizás modificaremos
algo de nuestro programa. Gracias por traernos al hotel y hasta mañana...
–Señor, hasta mañana –le contesté en el estilo militar y él sonrió.
Al día siguiente, tal como habíamos acordado, estaba puntualmente a
las seis de la tarde en la recepción del hotel. Como no los encontré ahí, me
atreví a llamar a la habitación de los capitanes y, después de una larga espera
al teléfono, me respondió uno de ellos, me pidió que subiera a la habitación
y me informó de que el general no había llegado aún. Subí.
La puerta del apartamento estaba medio abierta. Llamé y oí:
–Entra, Thomas, entra.
Entré. Los dos militares estaban tumbados en el suelo, boca abajo, en
calzoncillos.
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El síndrome de l’isard
–¿Qué pasa? –les pregunté.
–Ay, Thomas, nada... –los dos gemían con silenciosos llantos de dolor.
–Nada, Thomas, no pasa nada. Tan solo el general nos ha enseñado a
esquiar y estamos hechos polvo.
–¡Pues, enhorabuena! –contesté.
–¿Enhorabuena? ¡Casi nos mata! Por la mañana nos llevó arriba del todo
y, al principio de la pista negra, el general nos ordenó que en cinco minutos
quería vernos abajo... Ay, Thomas, si estamos vivos es porque existen los
milagros... ¡Ay!
No sabía si reírme, ni qué decirles en esos momentos, cuando se inició
una discusión entre ellos.
–La culpa es tuya, joder... «Señor, nos gustaría acompañarle a Andorra a
esquiar, pero ni yo ni el capitán Sasza sabemos esquiar» –dijo capitán Sasza,
imitando la voz del otro.
–Yo no le dije eso, gilipollas... Tú mencionaste que no sabías dónde estaba
Andorra y por eso el general dijo que nos llevaría a un país europeo que no
conociéramos y, además, que nos enseñaría a esquiar…
Los dos, entre llantos y lamentaciones, continuaron discutiendo de quién
fue la idea de acompañar al general a Andorra. En medio de esta batalla
de insultos, provocaciones y culpas, me senté en el sofá y observé a los dos
cuerpos de «ballenas» semidesnudas mientras pensaba qué hacer o qué decir.
En esos precisos momentos alguien llamó a la puerta. Era el general. Los
dos militares moribundos saltaron como si nada hubiera ocurrido y antes
de que el general entrase en la habitación ya se habían puesto de pie.
–¡Hola, Thomas! –me saludó el general.
–¡Hola! –contesté.
–¡¿Qué os pasa, andáis en calzoncillos delante de invitados?! ¿¡Qué pasa
aquí?!
Los dos, con paso firme, se fueron al dormitorio para vestirse.
–Thomas, hoy ha sido un día importante para mis capitanes. Han
aprendido a esquiar. ¿Tú sabes esquiar? –me preguntó.
–Por supuesto, señor. Como sabe, soy polaco y desde pequeño aprendí
a esquiar en Polonia.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Pues ellos son rusos y, ¡han aprendido esquiar en Andorra! –me
respondió, sonriendo, el general.
–Pero, ¿sabe una cosa? No sé nada de snowboard –añadí.
–Mh... –murmuró y añadió en tono normal–: Buenísima idea. ¿Nos
podrías cambiar el alquiler de los esquís por snowboard? Así mañana les
enseñaré a los capitanes cómo se practica el snow...
Y del dormitorio se escuchó un comentario malsonante que al general
le hizo mucha gracia:
–¡La madre que parió al polaco!
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EL SABIO
Hay turistas que «lo saben» todo. Todo sobre todo. Lo saben mejor que
su propio guía. Y si el guía quiere rectificar o añadir algo a su sabiduría tan
impecable, enseguida su intervención se ve interrumpida pues, como he
dicho, ellos lo saben todo sobre todo.
Con esta clase de turista tuve que tratar un día en el hotel Roc Blanc.
–Hola, buenas noches –dije al llegar.
–Buenas noches... ¿Usted es nuestro guía, el guía de Natalie Tours?
–Sí, señor. Me gustaría, en dos palabras, explicarles sobre...
–Thomas, Thomas –me interrumpió–. No es la primera vez que venimos
a Andorra y no hace falta explicarnos nada...
–Ah... ¿Quizás desea comprar los forfait con descuento?
–No, tampoco. ¿Para qué queremos descuento? Si la diferencia es tan
pequeña que... Da igual. Para nosotros, no es importante. Mañana los
compraremos en la estación. Tan solo
quisiera conocer los detalles de nuestra partida, dentro de una semana...
–Señor, ¿todavía no ha llegado y ya está pensando en su partida? –
contesté.
–Sí, así es.
–Pues la información la tendrá dentro del libro de Natalie Tours un día
antes de la partida. Ahí está el libro...
–Ah... Ya lo sé –me interrumpió otra vez.
–¿Quiere tener información sobre el transporte a las pistas de esquí?
–No, Thomas. Estamos acostumbrados a coger el taxi y así lo haremos
mi esposa y yo...
–¿Tampoco le interesa la información sobre las excursiones?
–Tampoco. Mi esposa y yo hemos estado en todos los sitios...
Conocemos bien Barcelona. En verano estuvimos en Blanes y fuimos a
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
todas las excursiones que estaban en venta. Pero ahora no nos interesan
las excursiones, sino esquiar. Pues nada, gracias por venir y el día antes de
nuestra partida ya le echaremos un vistazo al libro.
–Perdone, señor, ¿tampoco le interesan entradas para Caldea? Tenemos...
–No, no. Gracias, Thomas. Cuando nos apetezca, iremos y las
compraremos allí.
–¡Vamos a cenar! –ordenó a su mujer y, a mí, me dijo–: No te olvides de
traer la información sobre el transfer un día antes... Buenas noches, Thomas.
Y, dejándome con la boca medio abierta y con ganas de vender algo,
se fue.
Al día siguiente, por la mañana, recibí «miles» de llamadas tanto de mis
compañeros como de los turistas y cuando sonó de nuevo el teléfono, pensé:
«a ver que pasa ahora».
–Thomas, buenos días... –reconocí la voz de «el sabio» de la noche
anterior–. No entiendo... pero la cajera no me quiere vender los forfaits.
¿Podrías llamar a la estación y preguntarle qué pasa?
–Probablemente no se entienden bien... ¿Y sabes por qué? Porque la
cajera no habla inglés.
–Bueno, pues llamaré ahora mismo. ¿Me podría decir en qué estación
está?
–Mh.. La estación se llama... Mh. Se llama...
–¿Cómo se llama?
–Se... llama... Mh... Se llama Bon Nadal...
–¿¡Cómo?! –Sorprendido y con ganas de soltar una merecida risa, le
digo–: No, señor. Eso no es el nombre de ninguna estación.
–¿Cómo que no? –me interrumpió como era su costumbre–. Esta
estación se llama así, Bon Nadal.
–Pero, señor... –y oigo que está discutiendo con su mujer.
Por sorpresa, ella cogió el teléfono y me dijo:
–Thomas, perdone la ignorancia de mi marido. Es que él es así.
–No se preocupe, tan solo quisiera conocer el nombre de la estación
donde se encuentran para saber dónde hay que llamar.
–Thomas, estamos en la estación Feliç Any.
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El síndrome de l’isard
Pensaba que ya no podría aguantar más mis espasmos por soltar una risa
sana, pero pude aguantar más.
–Señora, le digo... Eso no es el nombre de la estación... Eso quiere decir
Feliz Año, y Bon Nadal quiere decir Feliz Navidad –le traduje al ruso.
–Ahhh...
–Y, ahora, porqué no le pasa el teléfono a la cajera y así le pregunto
dónde están ustedes y terminamos antes.
–Vale, Thomas. Pero habrá problemas porque ella no habla inglés. Pero
bueno, lo intentaremos.
Y le dice a su marido: «dile que coja el teléfono y así Thomas hablará
con ella». Y oigo: «You telephon Thomas speak».
Al cabo de unos instantes, la cajera cogió el teléfono y me preguntó en
un castellano con acento quién era. Yo le dije:
–Soy Thomas, el guía de estos señores.
Mientras tanto, pensando en el acento de esta chica, le pregunté:
–¿Y por casualidad tú no serás inglesa?
–Si, soy inglesa –contestó.
Empecé a reírme de todo lo ocurrido: del sabio que está en Bon Nadal, de
su mujer que está en Feliç Any y del hecho de que la cajera no hablase inglés.
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EL FRANCOTIRADOR
Los verdaderos guías, guías con vocación, nunca desconectamos el
teléfono pensando en que un día nuestra asistencia, aunque telefónica,
pueda ayudar a un turista necesitado. Pero, por más que un guía pueda
sentirse así, también somos seres humanos y tenemos nuestra propia vida,
como los demás, como los otros seres humanos.
Un día, por la noche, suena el teléfono sobre las tres de la madrugada.
Me despierto, descuelgo y oigo:
–Thomas...
Y, a continuación, el monólogo exaltado de un recepcionista portugués.
–Ya estoy harto de sus clientes –continuaba–. Pero, ¿qué se habrá creído
ese ruso borracho, gritándome? Ahora mismo preséntese en el hotel y venga
a solucionar esta situación. Le doy quince minutos. Ese ruso borracho
me está tocando cada día los cojones. Arriba y abajo, abajo y arriba, sale
afuera y para adentro, afuera y adentro... Me habla gritando, sube la voz
molestando a todo el mundo. Ya está bien. Preséntese en el hotel ahora
mismo y solucionaremos esta grotesca situación. ¡¿Qué se habrán creído
estos rusos?! ¿No es usted su guía? ¡Quiero verle ahora!
–¿Sabe que son las tres de la madrugada? –respondí.
–Y a mi qué. ¡Quiero que solucione este problema ahora mismo y para
siempre! –me contestó, a voces.
–Tranquilícese.
–¿Tranquilizarme? Vamos a solucionar este problema de cada día, ahora.
¡Ahora! Esto es asunto de vida o muerte.
–Mire –le dije con voz de sueño y deseando volver a dormir–, no se
preocupe. Vamos a hacer lo siguiente: Como es un asunto de vida o muerte,
ahora mismo le envío un francotirador al hotel y liquidaremos al ruso para
acabar con el problema.
—23—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Después de unos segundos de silencio, el recepcionista me pregunta con
la voz mucho más insegura:
–¿Cómo dice?
–Lo que ha oído. Debido a la gravedad de la situación, he decidido enviar
ahora mismo un francotirador y liquidar al ruso.
Otra vez el silencio al otro lado del teléfono. Más silencio. Y todavía más
silencio... Hasta que oí la señal de ocupado.
–Por el amor de Dios –me dije a mí mismo–, te llaman por la noche, te
despiertan con problemas, lo solucionas y te cuelgan el teléfono... Vaya gente.
Apagué la luz de la mesita y volví a dormirme.
—24—
LAVABO
Los aviones con nuestros clientes casi siempre llegan al aeropuerto de
Barcelona llamado Prat (esa palabra, dicha y entendida por un británico,
realmente refleja lo que pasa en ese aeropuerto) los martes y los sábados.
Sobre todo el sábado es un día muy estresante en Prat, pues el tráfico aéreo
por excelencia es tenso este día: fin de semana, puentes, un mar de gente,
pancartas, flores, lagrimas, risas, taxistas, ladrones… Para los guías, incluso
con más experiencia en su oficio, es el día perfecto para beber, en el bar de
aeropuerto, unos vasitos de tila o tranquimazin en casos más complicados.
El sábado en cuestión fue más tenso de lo normal. El avión había
aterrizado con dos horas de retraso y todavía nos esperaba un largo transfer
de casi cuatro horas hasta Andorra. A eso se le añade una hora larga para
repartir a la gente en sus respectivos hoteles. Pero por fin ya había llegado
la hora de nuestro siguiente examen profesional que nos brinda nuestro
trabajo, es decir, recibir a los «nuevos».
Salida por la puerta de llegadas en la terminal «A», la de gremlins,
pacientes o enfermos, como algunos guías llaman sus turistas. Es fácil para
cualquier guía imaginar el siguiente cuadro, pues cada semana, aunque se
cambian las caras, no cambian los hechos. Algunos, los recién llegados, sin
duda estarán borrachos, cabreados por el retraso del avión o peleados entre
ellos, perdidos, sin equipaje que no ha venido en el vuelo, tristes, cansados,
pero, también, muchos de ellos contentos, felices, alegres, santos y beatos.
A mi me ha tocado una infeliz de por vida. Lo peor que existe.
Seguramente al nacer, durante el parto, lo primero que vio la luz fue su
pierna izquierda, buscando apoyo en el suelo, para que su vida sea tan gris,
llena de desconfianza, maldad y tristeza, buscando victimas alrededor, sin
saber que la única víctima de la vida es ella misma.
–Oiga, ¿es usted mi guía?
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–No lo sé, señora. ¿Con que compañía ha viajado?
–Con Transaereo –contestó.
–No me refiero a la compañía aérea sino a la de viaje, a la agencia de viaje.
–Ah, ¡pues pregunta bien! He venido con Natalie Tours.
–Pues, bien. Yo soy su guía.
–Ciega no soy –apuntó–, veo la placa y el anagrama. Me podría decir,
ante todo, ¿cómo se utiliza el lavabo en España?
–¿Cómo? –pregunté, sorprendido.
–¿Cómo se utiliza el lavabo en España?
–¿Lavabo?
–Si la-va-bo –me repitió como si yo fuese un retrasado mental o, como
se dice ahora, intelectualmente desfavorecido.
–¿Que cómo se utiliza? –repetí la pregunta.
–Pero –dice ella–, vamos a ver... ¿Tú hablas mi idioma o no? Sí, cómo
se u-ti-li-za –repitió con la voz de una niña traviesa.
La miré. Su arrogancia saltaba de su boca al unísono con el olor del
vodka que seguro se había tomado durante el vuelo. Era delgada, con pelo
rubio desde hace unos días y famoso maquillaje ruso: los labios rojos, las
pestañas negras y el entorno de los ojos azules. La típica bandera emplastada
en la cara, de barbilandia.
–¿Qué me va responder?, ¿sí o no?
Me quité las gafas y le contesté:
–Mire, señora. En España, como en muchos otros países, usted entra
al lavabo. Si tiene falda, pues se la sube, si lleva pantalón, pues se lo baja.
No se olvide también de las bragas. Luego, se sienta en el váter y hace
lo que tiene que hacer. Después, coja el papel, que normalmente está
colgado a en la pared, se limpia bien y ya está. Se entiende por sí mismo
que, a continuación, debe subirse las bragas y los pantalones, o bajar la
falda si la lleva.
–¡Cómo me ha dicho! –me gritó– ¡¿Cómo se atreve a decirme estas cosas?!
–Señora, es usted quien me ha preguntado cómo se utiliza el lavabo en
España. Pues le contesté con toda la franqueza del mundo.
—26—
El síndrome de l’isard
De golpe, se giró y se fue con paso firme, casi militar como si eso
fuese un desfile en la Plaza Roja para celebrar la fiesta del trabajador el
uno de mayo.
–Si no me toca la lotería pronto, no sé si podré aguantar ese trabajo por
mucho tiempo –me dije a mí mismo, aunque una guía, compañera mía que
estaba al lado, lo oyó. Estaba riéndose, giraba la cabeza de un lado a otro,
como si quisiera decir «no, no, no me puedo creer lo que he oído». Pero
yo no tuve humor de preguntarle si ella tampoco sabía cómo se utilizan los
lavabos en España.
Mientras tanto salía mucha más gente, entre ellos mis turistas. Marcaba
sus apellidos en la lista y los enviaba al autobús que estaba a unos metros de
la terminal. En ese momento sentí que alguien me daba suavecitos golpes
en la espalda. Me giré. Levanté la cabeza para ver la cara de la persona allí
presente. Tan grande era que yo, con mi uno ochenta y siete, tenía que
inclinar por completo mi cabeza hacia atrás para ver lo que tenía delante.
–¿Usted ha dicho a mi mujer que tiene que quitarse las bragas? –inquirió,
con la voz lenta, profunda y ligeramente ronca.
–No, señor. Cómo podría decirle a su mujer, vaya, a cualquier mujer que
se quite las bragas en el aeropuerto. Lo que yo le he dicho a su «simpática»
mujer ha sido la respuesta a su pregunta.
El «yogi» marcó todas las arrugas en su frente, parecía que en realidad
estaba pensando. Unos segundos después, con la misma lenta y ronca voz,
preguntó:
–¿Y qué ha preguntado mi mujer?
–Su mujer, señor, me ha preguntado varias veces cómo se utilizan los
lavabos en España y yo simplemente he contestado a su pregunta.
–Falso. Mi mujer quería saber si los lavabos son de pago o gratuitos.
–Señor, eso su mujer no ha preguntado, ha preguntado cómo se...
–¡Basta ya! Cuando vuelva a Moscú, voy a escribir una queja sobre usted,
porque su respuesta fue malintencionada, ¿o no sabe que en Rusia cagamos
del mismo modo que en España? ¿Eh?
Al decir eso, se giró y desapareció entre un montón de gente. «Respuesta
malintencionada». Me repetía sus palabras mientras recogía la gente que
—27—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
salía poco a poco. Te preguntan una cosa, pensé, das la respuesta y encima
te acusan de malas intenciones.
Cuando salieron ya mis últimos turistas, pensativo, empecé a andar hacia
el autobús y en esos precisos momentos se acerca una chica inglesa y me dice:
–Excuse me, do you know where are the toilets?
–No, I don’t know, but I think there is no one in this airport –contesté, y
pensé que esta si era una respuesta malintencionada, aunque poco creíble.
–And if you find one I don’t know how to use it! –terminé, y dejé a la inglesa
con los ojos bien abiertos, al igual que su boca.
—28—
POLÍGLOTA
Nuestra agencia es la más fuerte del mercado ruso en Andorra. Cada
temporada de invierno alcanzamos un número de clientes superior a diez
mil, que para la infraestructura andorrana es una cifra digna de admiración
y apoyo. Hay otras agencias más pequeñas que la nuestra, y muchas son, sin
duda, bien pequeñas. Cada una tiene su propio equipo de guías-máquinas
sabias de multiuso. En realidad, el servicio de guías es muy importante y
nadie no lo puede dudar, sobre todo cuando hablamos de un país como
Andorra.
Todos los guías nos conocemos, para bien o para mal, pero nos
conocemos, nos aceptamos, colaboramos y, en definitiva, trabajamos juntos.
Yo soy polaco (¡de Polonia!, no de Cataluña, aunque a estas alturas soy polaco
al cuadrado, pues vivo en Barcelona) y, por tanto, mi lengua materna es
la polaca. El ruso lo aprendí en el circo, donde he crecido entre un sinfín
de artistas rusos en aquella época de Unión Soviética. Más tarde, durante
el bachillerato, en mi querida escuela San Agustín de Varsovia, tuve la
posibilidad de profundizar el idioma ruso. Allí aprendí a leer y a escribir, que
no era fácil, pues el alfabeto era completamente distinto al de su hermana
polaca y eslava. En San Agustín estudié el alfabeto cirílico. Cuento todo esto
porque muchas palabras rusas no son adquiridas por mis conocimientos y
muchas de ellas no han recibido su correcta digestión.
Un día, todos los guías decidimos ir a nuestro restaurante favorito por
su cocina, sus precios y el trato, a «Papanico». El encargado Víctor, y su
equipo nos conocen de sobra. Víctor soporta nuestras bromas, distingue
cuándo estamos de mal humor y si disponemos de mucho o poco tiempo.
Aunque el restaurante podría estar a tope, siempre hay sitio para Thomas
o cualquier compañero suyo.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Esa noche nos prepararon una mesa larga. Yo estaba enfrente de Dimitri
y Pepe, dos de mis fieles amigos y compañeros de la misma agencia. Éramos
unos doce. Empezó la cena. Nos contamos lo ocurrido durante el día:
comentarios, bromas, buena atmósfera. Y, de repente, le dije a la chica que
ocupaba el sitio en la punta de la mesa:
–Yebanco, perdona, ¿me podrías pasar el aceite y el vinagre?
Si hubiese sabido lo que había dicho...
Un repentino silencio dominó la mesa. Todas las miradas de los presentes
se concentraron en la pared, en el suelo, en la carta de los vinos. Solo Dimitri
y Pepe, que se reían como niños traviesos, me miraban fijamente.
–¿Cómo me has llamado? –preguntó la chica.
–Yebanco –contesté.
–Hijo de puta, maricón de mierda, ¡¡asqueroso polaco!! ¡¿Cómo me has
llamado?!
–Pero, vamos, no entiendo...
Entonces se levantó, mirándome como una leona en el momento de
proteger a sus crías y, de nuevo, repitió:
–¿Cómo me has llamado, maricón?
–¿Pero qué te pasa, Tamara?
–¡¿Que qué me pasa?! Hijo de puta...
–Pero, vamos a ver, ¿no te llamas Tamara Yebanco?
Al decir eso oí otra vez un repertorio de insultos hacia mí. Se puso más
furiosa todavía y estoy seguro de que, si no hubiera habido dos personas
entre ella y yo, hubiera recibido unas hostias en la cara.
–¿Pero, qué te pasa? Cálmate –dije–. Todo el mundo te llama Yebanco.
Si no me crees pregúntaselo a Pepe o Dimitri.
Su repertorio se convirtió en el rosario de los insultos. Los de las mesas
de alrededor nos miraban. Los camareros, también. No entendían nada
porque todo era en ruso, y yo, que, a pesar de hablarlo, tampoco lo entendía.
De repente, se levantó Dimitri y me dijo al oído:
–Ven un ratito conmigo.
Salimos afuera del restaurante y Dimitri una vez en la calle se empezó
a reír como un loco.
—30—
El síndrome de l’isard
–¿Me puedes explicar que pasa, Dima?
–¿De verdad que no sabes lo que quiere decir la palabra Yebanco?
–Hasta hace unos minutos creí que era el apellido de Tamara.
–Thomas –Dima, alegre como nunca, seguía su explicación–, en ruso
existe la palabra «yebat» (follar) y yebanco es un derivado de esa palabra y
quiere decir «folladora».
–Uf... ¡Qué apellido tan feo!
–¡Y ese no es su apellido, sino que todos la llamamos así porque «se
ventila» a todo el mundo!
–Joder –contesté–. Nadie me explicó eso antes...
Volvimos a la mesa. Todos tenían sus caras contentas y alegres, menos
Tamara. Entonces empecé a cenar y a escuchar las conversaciones pero sin
pronunciar una sola palabra hasta que no pude más y dije:
–¿Sabéis una cosa? Hay que estudiar idiomas. Hay que estudiar muy
bien los idiomas –fue lo único que salió de mi boca después de lo ocurrido.
—31—
PSICÓLOGO
Me invitaron a cenar a un conocido restaurante andorrano, «Mamá
María». Esa vez no tuve excusas para rechazar el ofrecimiento, ya que
anteriormente lo había hecho en tres ocasiones y me había quedado sin
ningún argumento fiable.
Se trataba de un matrimonio simpático, elegante y culto en sus lejanos
cuarenta. Él llevaba un tiempo que intentaba acercarse a mí, creo que al
contar él con un apellido polaco constituía la causa directa de aquel empeño.
Era un hombre alto, de pelo canoso, vestido con ropa de primeras marcas
y con casi una eterna sonrisa en su rostro. Se dedicaba a muchos negocios
y, por lo visto, bien rentables. Ella era una mujer guapa, bien cuidada, de
impecable aspecto físico, me recordaba mucho a Isabel Presley. Portaba unos
pendientes alargados, de diseño único, apenas visibles, que formaban un
conjunto estético con un collar y unas pulseras casi imperceptibles, perfecto.
El típico aspecto de una millonaria pija con mucha clase.
La cena estaba exquisita, a base de ensaladas y mariscos bajo la tutela del
encargado del restaurante, un conocido mío, Pep, cuyo servicio teatralizado
siempre queda bien, da un toque de alto nivel, aunque si te puede «joder»
unos euros más para la casa, lo hace sin escrúpulos.
Mientras comíamos, estuvimos conversando sobre las cosas más peligrosas
que hay en el mundo: la política, la iglesia y el fútbol. Cuando concluimos
la velada, quedamos de nuevo para el día siguiente en su hotel, el mejor,
según qué criterios, hotel en Andorra: Andorra Park.
El señor Vasili, que así era como se llamaba el anfitrión, me pidió que
acompañara a su mujer a la mejor peluquería en el país. No suelo hacer esta
clase de servicios, pero otra vez me quedé sin argumentos y finalmente me
comprometí para el día siguiente.
—33—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Llegué al hotel cinco minutos antes de lo previsto. En el hall ya me estaba
esperando Vasili, sonreía como de costumbre.
–Hola, Thomas –saludó.
–Buenos días. Gracias otra vez por la invitación de ayer.
–De nada. Es un restaurante bueno. Cenamos bien, muy bien. Gracias
a ti por recomendárnoslo. ¿Te apetece tomar algo? Me gustaría preguntarte
una cosa y charlar un ratito antes de que baje mi mujer.
–Usted manda –respondí.
–¿Usted? Llámame por mi nombre. Te dije ayer que me llamo Vasili.
Con paso rápido y firme fuimos al bar del hotel. Su comportamiento
me parecía un poco raro. Me recordaba a un niño grande que había hecho
algo malo y, para que nadie se diese cuenta, intentaba desviar la atención
con su cara, así no se descubriese su «infantil maldad».
–¿Qué quieres tomar?
–Una cerveza –contesté.
–Two beers! –ordenó al camarero–. Thomas, ¿dónde hay un club en
Andorra? –Me preguntó con la voz mucho más baja.
–¿Club?
–Ya sabes... Un club con chicas... Chicas profesionales.
–En Andorra, hasta hoy en día no está permitido. Uno de los Príncipes
de Andorra es un obispo católico de La Seu d’Urgell y por esa razón la
prostitución está prohibida. Precisamente los bares de alterne más cercanos
justo están en esa ciudad: La Seu d’Urgell, a unos diez kilómetros de aquí.
–No lo entiendo. El obispo de La Seu prohíbe la prostitución en Andorra
y donde él vive, no.
–No depende de él. Aquí, él es bastante poderoso y, en España, su
importancia se encierra en el entorno de la vida eclesiástica. Es vital para
los católicos, para gente creyente.
–Bueno, bueno –me interrumpió–. Diez kilómetros no es mucho. ¿Me
podrías pedir un taxi para que me lleve allí, mientras mi mujer esté en la
peluquería?
Sonreí a la vez que él miraba hacia la entrada del bar para asegurarse de
que nadie entrase.
—34—
El síndrome de l’isard
–Te explicaré una cosa –anunció–. La gente no está feliz con su vida
sexual. Y, ¿sabes por qué? Porque la vida sexual tiene un proceso continuo.
Si no aceptas ese proceso, ese desarrollo, eres una persona infeliz. Nuestra
imaginación y el deseo sexual nunca paran. Si no haces lo que sexualmente
te pide tu mente y tu cuerpo, te metes en un callejón sin salida. ¿Te has
preguntado por qué tantas mujeres están siendo maltratadas, por qué existen
tantas peleas y por qué hay gente viviendo en pareja y se divorcian, se
separan o incluso se matan? Porque todos ellos no tenían una vida sexual
satisfactoria. Por eso hacen lo que hacen.
»Muchos de mis amigos acuden a psicólogos o incluso a psiquiatras.
Les explican sus problemas, que casi siempre son sobre la vida sexual, bien
porque sea poco satisfactoria o escasa. ¿Sabes por qué yo no necesito este
tipo de psicólogos? Porque mi vida sexual está sana. Tengo una esposa
guapísima. Llevamos veinticinco años juntos. Y, cuando surge el momento
en que tengo que desahogarme, que cumplir con mi desarrollo y realizar mis
fantasías, acudo a mi psicólogo, mejor dicho, a mi psicóloga. Voy a un club,
escojo a una buena psicóloga y empiezo a respetar mi desarrollo. Ciertas
cosas no puedes llevarlas a cabo con tu propia mujer. No puedes utilizar
ciertas formas verbales, incluso corporales, con la mujer que está a tu lado
veinticuatro horas al día. Para eso sirven los profesionales.
»¿Sabes una cosa? Si voy muy estresado, que es equivalente a ir a un
psiquiatra, pido dos putas y ellas me ponen al día con todo. Ellas son mis
psiquiatras. Te diré una cosa más: aprendo mucho durante las sesiones y
luego practico con mi mujer. Ella no sabe nada de esto y está contentísima
conmigo, feliz y enamorada radiantemente. Si la gente cumpliera con su
vida sexual, realizando sus propios deseos como lo hago yo, el mundo estaría
mucho mejor y la gente sería más feliz.
En ese momento vimos cómo entraba su esposa al bar. Ese día parecía
más guapa que el anterior.
–Hola, cariño. Estaba charlando con Thomas. Me estaba diciendo que
te va a llevar a una peluquería muy buena, la mejor de Andorra.
–Hola, Thomas –me saludó.
–Hola –correspondí.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–¿Y tú que vas hacer mientras tanto? –preguntó a Vasili.
–Descansaré un ratito en el hotel y luego me iré a dar un paseo. Nos
llamamos antes de cenar y así quedamos –explicó.
Vasili nos acompañó al coche. En la puerta se despidieron con un frío
beso. Puse el motor en marcha y apenas recorrimos unos metros cuando
ella me preguntó:
–¿Qué?, ¿se va de putas?
–¡¿Cómo?! –exclamé, sorprendido y ruborizado.
Ella me miró un instante. Luego dirigió sus ojos hacia adelante y me dijo:
–No me digas, Thomas, que mi marido no te soltó el rollo de psicólogos
y psiquiatras. Mh... Vivo con él desde hace veinticinco años y todavía cree
que no sé nada... Mh... Si él se va hoy a su psicólogo, pues yo anulo mi
visita a la peluquería y también iré a mi psicólogo. Thomas –anunció muy
decisiva después de unos segundos en silencio–, llévame a mi psicólogo, es
decir, a la mejor joyería de Andorra.
—36—
SAUNA
Si aparte de guía pudiera ser pintor, sería surrealista. Y no solo porque
este movimiento artístico me cae muy cercano, sino porque los guías
tocamos el terreno más surrealista que existe, es decir, somos, además de
informadores turísticos, psicólogos (en algunos casos, psiquiatras), mamás,
papás, hermanos, hermanas, solucionamos crucigramas que la vida nos
ofrece al instante. Somos traductores, colaboradores de policía, médicos,
vendedores, hoteleros. Somos amigos y enemigos, cómplices de traiciones,
transportistas, consejeros, agentes matrimoniales, ayudamos a los turistas a
poner o a quitar los cuernos... En definitiva, una mezcla digna de llamarse
surrealismo vital.
Día de llegadas a Andorra. Los aviones no siempre aterrizan a la hora
prevista; los transferes terminan a la última hora de la tarde o a las primeras
de la noche. Al día siguiente casi la mayoría ya quiere esquiar y, claro,
hay que adquirir con anterioridad los forfaits con el descuento, que, en
muchos casos y sobre todo en familias numerosas, es un alivio económico
importante. Se trata de una jornada de poco tiempo y nervios, cómo no,
nervios porque nos gustaría atender a todos y rápido. Ese día es el entorno
de la siguiente historia.
Estaba acorralado por los turistas recién llegados en el sofá del hotel
Andorra Center.
De golpe, apartando a la gente, se acercó un turista, que ya estaba alojado
en hotel, sin ropa. Su única prenda era una toalla blanca tapándole sus
partes nobles. Su delgado, qué digo, delgadísimo cuerpo me recordaba al
de una escultura de Jesucristo de una iglesia cercana, tallada en madera en
el estilo románico, es decir, sin proporciones. Sus piernas parecían las de la
cigüeña: a punto de romperse. Y su delgada cara, con los ojos de oso panda
y nariz de águila.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
«Lo que me faltaba», pensé, «a ver por dónde sale. Salga por donde
salga», me dije a continuación, «si se presentase así con este “cuerpazo” en
el hospital de Meritxell, más de un paciente podría creer que había llegado
su hora...» Me quité las gafas y resignado empecé a escucharle.
–¡Ya está bien! He alquilado una habitación en este hotel porque me han
dicho que hay una sauna. Y cuando digo sauna me refiero sauna-sauna...
¿Qué es eso? ¡Entro y hace más frío que en la calle! Ayer la temperatura era
bajísima pero hoy si alcanza treinta grados es todo. Palabra sauna significa
sudoración. Cómo puedo sudar si yo tengo la temperatura más alta que ella...
Mientras continuaba su monólogo sobre la sauna del hotel, yo pensaba
que la gente pasa de todo. Cómo uno podría presentarse en el hall del hotel
sin ropa, con esa toallita y sobre todo con ese cuerpo... Eché un rápido
vistazo sobre los demás turistas, recién llegados. Observé que cada uno
tenían una sonrisa en la cara y eso me dio el permiso para preparar una
respuesta «a lo Thomas».
–Y tú, como eres representante de Natalie Tours, quiero que ahora mismo
soluciones este problema con la sauna –proseguió el «Quijote» ruso.
–Mire, la dirección del hotel ya conoce el problema con la temperatura de
la sauna y me han prometido que mañana o pasado mañana vendrá el técnico...
–¿Que mañana o pasado? –me interrumpió–. Yo quiero que ahora
soluciones el problema de la sauna.
–Vale, pues espere un momento.
Cogí el teléfono e hice el simulacro de marcar un número. Escuché con
la cara seria y concentrada y dije:
–¡Hola! ¿Sauna? ... Hola, sauna, ¿cómo estás? ... No, yo no estoy bien,
pero como me está explicando uno de mis turistas, ¿tú estás también muy
mal? ¿Qué te pasa?... Ahm... Estás cansada. Que todo el día no viene a
verte nadie... Ahm... Pero, sauna, hazme un favor, ponte más caliente. No
puede ser que todo el día estas tan fría... La gente quiere verte caliente, muy
calientita para disfrutar contigo.
Los turistas estaban medio riéndose o escondiendo las risas mientras
que el de la toalla sacaba sus ojos fuera de sí por completo, escuchando mi
conversación con la sauna.
—38—
El síndrome de l’isard
–Vale, me lo prometes... Sí... Sí... Gracias, sauna. ¡Gracias! Ponte lo más
caliente que puedas... Adiós. Colgué el teléfono y dije:
–Ya está. No se preocupe. La sauna me ha prometido subir las
temperaturas y...
–¡Tú no sabes quién soy yo! –Y, volviendo hacia el ascensor, habló a
gritos–. Enfermo... Hablando con la sauna... Verá, cuando vuelva a Moscú
sabrá quién soy... Pero, qué se ha creído este cretino...
Cuando entró al ascensor y lo perdí de vista, respiré profundamente y
entonces me di cuenta de que todos los presentes se estaban carcajeando de
mi conversación con la sauna.
Al regresar a la normalidad, me dirigí al grupo de turistas:
–¿Quién es el siguiente?
Y detrás oí una voz alegre:
–Thomas, Thomas. Antes de que empieces, ¿podrías ser tan amable de
llamar al mini bar de la habitación cuatrocientos cincuenta y preguntarle
por qué está vacío?
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RELLAMADA
Nadie del mundo civilizado puede imaginar su vida sin teléfono móvil.
Aunque, si vives en Andorra y conoces los precios impuestos por Andorra
Telecom, más de uno se ha planteado no tenerlo. Pero sería difícil trabajar
sin este multiuso que forma parte de nuestras vidas. Este pequeño aparatito
puede hacerte feliz o triste; puede ser tu amigo o tu traidor. Hay que cuidarlo,
ya que tiene su propia vida, y nunca se debe confiar en él al cien por cien.
Sobre todo, alerta con las rellamadas.
Una temporada en Andorra contratamos a dos guías que habitualmente
trabajan en la Costa Daurada. Confieso que no eran de mi agrado. Trabajar
en la playa, no es lo mismo que trabajar «cerca de las estrellas». Se trataba
de guías con mucha experiencia de arena y de toallas, pero ninguna con
nieve y esquís. Podría decir que me caían mal, por no decir muy mal, y no
hace falta imaginar que yo, con mi cara recatada, el sentimiento era mutuo.
Pero era su jefe y ellos, mis subordinados. Nos hemos intentado soportar
«cordialmente». Se llamaban Alicia y Antón, una perfecta pareja de amigos
y una perfecta pareja de inútiles en mi departamento. Alicia, solo por tener
que hablar conmigo, le entraba un ataque de ansiedad con facilidad, de
contagio rápido a quien estaba a su alrededor y muy evidente si se trataba de
mi persona. Por eso, un día, cuando recibí la llamada telefónica de Antón,
en nombre de Alicia, no me sorprendí del reparto de papeles y escuché
cuidadosamente la voz de su «secretario»:
–Hola, Thomas, soy Antón.
–Hola, Antón, ¿qué pasa?
–Resulta que Alicia tenía un día de fiesta y, como bien sabes, se ha ido a su
casa, a Salou. No sé que ha comido pero toda la noche ha estado vomitando,
por lo que no ha dormido y se siente muy mal. Te lo digo porque no podrá
estar en la reunión de esta noche y volverá mañana por la tarde –explicó
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
todo de golpe, rápido, y tuve la sensación de que consumió todo el aire de
sus pulmones para soltar esa frase...
–Qué pena. Y, ¿cómo sabes que mañana estará bien?, porque si no tendré
que cambiar el horario de visitas en los hoteles.
–No te preocupes –me interrumpió–, mañana estará seguro y no hace
falta cambiar nada.
–Si es así, pues vale. ¿Quieres que mejor la llame y le pregunte?
–No, no... Mejor que no la llames, porque está mal.
–Pues, bien. Si la puedo ayudar en algo...
–No, Thomas, gracias. Luego nos vemos. Adiós. –Y me colgó el teléfono
sin darme tiempo a añadir nada más. «Vaya parejita», pensé.
En ese momento suena el teléfono otra vez y escucho:
–Alicia, ya está. El subnormal se lo ha tragado sin problemas y puedes
volver mañana. Le he dicho que has comido algo malo, que has estado
vomitando toda la noche y que has dormido poco...
–De paso, dile a Alicia –contesté–, que el subnormal quiere verte en la
oficina ahora mismo.
Y le colgué con todo el derecho de un subnormal.
Otra historieta relacionada con el mal uso de la rellamada la protagonizó
uno de mis compañeros, Ivo, una fiera como profesional de turismo y el
máster de despiste en la misma persona. Mezcla rara, pero muy agradable
una vez que lo conoces. También es un buen vendedor de excursiones,
aunque una vez las vendía se le olvidaba reservarlas. Cuando yo organizaba
autobuses para las excursiones, siempre dejaba unos cinco asientos libres
pensando en los cálculos de Ivo.
Un día, un turista ruso le llama desde el teléfono móvil, pidiendo a Ivo un
guía privado para llevarle a Barcelona, pues allí él tenía una reunión, la cual
no quería acudir solo sin que algún guía que hablara ruso no le acompañase.
El turista estaba «contento», es decir, seguramente ya hizo una degustación
de vinos franco-españoles antes de llamar a Ivo.
–Ivo, como te decía, mañana quiero que alguien que tenga coche y
hable ruso me lleve a Barcelona. Tengo una reunión de negocios con
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El síndrome de l’isard
españoles y no quiero ir solo. Y, como luego salgo hacia Moscú, pues que
me traslade al aeropuerto por la tarde, después de la reunión.
–Señor –dice Ivo–, son las nueve de la noche y no es fácil encontrar
a un guía o a una persona que hable ruso y que mañana por mañana le
pueda llevar a Barcelona.
–Eso, Ivo, a Barcelona. Tengo una reunión y quiero que alguien que
hable español y ruso me acompañe.
–Ya, pero son las nueve de la noche.
–Nueve y cuarto –le rectificó el cliente–, pero no es para ahora, es para
mañana.
–Ya lo sé…
– ¿Pues a qué hora podrá recogerme del hotel?
Resignado, Ivo se dio cuenta de que aquí no se podía hacer nada más
que buscar a ese alguien. Estaba de suerte, pues hacía unos minutos que
había hablado por teléfono con un amigo suyo que habla ruso, es guía, con
coche y presente en Andorra.
–Mire, ahora llamaré a un amigo y a ver si le puede ayudar.
–Gracias, Ivo.
Y aquí entra en escena el protagonista de esta historieta: la rellamada.
–Hola Sasha, otra vez yo.
–Hola.
–Sasha, tengo a un gilipollas que tiene que ir a Barcelona.
–Mañana por la mañana.
–Sí, mañana por la mañana. ¿Cuánto dinero hay que pedir? ¿Cuánto
quieres?
–No sé, trescientos o cuatrocientos euros...
–Y, para mí, ¿cuánto? ¿Cuánto cobro yo por eso?
–No sé... ¿Te parece bien cincuenta?
–Bien, me parece bien. ¿Qué pasa con tu voz?
–He tomado dos botellas de vino.
–¿Cuántas?
–Dos, qué quieres... Si todavía estoy de vacaciones.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Y en ese instante Ivo se dio cuenta de que no hablaba con su amigo Sasha,
sino con el Sasha, el gilipollas, el cliente. Entonces empezó a tartamudear,
típico en él cuando se pone nervioso.
–Mira... Luego te llamaré –dijo como pudo y colgó el teléfono.
La siguiente acción fue llamar a Sasha-su amigo y así arreglar la situación.
Posteriormente Sasha-guía se puso en contacto con Sasha-cliente y casi la
historia se había terminado. Digo casi, porque al día siguiente Ivo se dirigió
al hotel para hacer su visita habitual. La chica de la recepción, al verle,
le entregó un sobre que había dejado un cliente que se marchó aquella
mañana. Entonces Ivo lo abrió y dentro había cincuenta euros con una nota:
«Cincuenta euros prometidos. Gracias por todo. Gilipollas».
—44—
EL DENTISTA
En una calle estrecha del centro de Andorra la Vella, tiene su consulta
un prestigioso odontólogo. Le conocí por pura casualidad, es decir, él es el
amigo de un amigo que a la vez es amigo de un amigo mío. Queda bien
claro, ¿no? Para un guía conocer a un dentista es más que ganar la lotería,
pues no solo pienso en arreglos en mi sonrisa, sino en muchos turistas que
pueden necesitar una ayuda rápida y eficaz. Más aún cuando el problema
bucal surge durante las vacaciones.
Es un señor de impecable aspecto, sentido de humor dalidiano y belleza
donjuaniega en sus cuarenta. Esta definición es más que acertada para
entender a una de mis turista: rica, pija y caprichosa, jodida millonaria que
no sabe cómo llenar su agenda durante sus vacaciones, una vez sacadas las
fotos con los esquís para sus amigas. Se alojaba en una suite del maravilloso
hotel Hermitage.
Un día me llama y me dice, como si yo fuera su mayordomo:
–Thomas, ¿eres tú?
–Sí, señora.
–Soy tu turista del hotel Hermitage.
–Sí, la reconocí enseguida –respondí.
–Bien, Thomas. Te llamo para que me prepares una visita a las cinco de
la tarde con un dentista, que creo que tengo un principio de infección bucal.
–Mh... No será muy fácil, ya que los dentistas en Andorra están bastante
ocupados, pero veré lo que puedo hacer. Justamente conozco a uno muy
bueno, aunque no le puedo asegurar si será hoy, o si será a las cinco...
–Necesito la visita hoy, y me gustaría que sea a esa hora, ya que luego
quiero darme un paseo por las tiendas.
–Bueno, veré lo que puedo hacer y la llamo en veinte minutos como
máximo.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Gracias, Thomas, espero su llamada.
«Estas pijas», pensé, «te tratan como una parte de su servicio. No te
quejes, que si eres guía, eres un sirviente más... No soy sirviente», continúe
mis pensamientos, «soy informático turístico. ¡Y un cuerno! Eres un sirviente
de otro nivel que los de la casa, pero eres un sirviente portátil. Y déjate de
machacarte tanto y marca el número de la consulta».
–Hola. Soy Thomas, el guía de los turistas rusos.
–Ah, hola Thomas –me reconoció la simpatiquísima ayudante de mi
amigo–. ¿En qué te puedo ayudar? –Tengo una clienta rusa del hotel
Hermitage que dice que tiene principio de infección bucal y necesita visitar
hoy al doctor. Si puede ser a las cinco, mejor, porque luego tiene planeado
hacer una visita turística por las tiendas cercanas...
–Vale, vale, veré si puedo hacerte un hueco –me contestó la ayudante del
dentista a la vez que se reía–. Espera... Sí, en principio tengo una cancelación y
a las cinco sería posible. ¿Vendrás con ella? O, si no, ¿ella habla francés o inglés?
–No habla nada más que ruso y dos palabras en inglés, así que vendré
con ella.
–Pues hasta luego.
–Hasta las cinco y mil gracias.
–De nada, Thomas, para eso estamos.
Tal y como quedé con la millonaria, la llamé con buenas noticias y
quedamos en la puerta trasera de los almacenes Pyrenees a las cinco menos
cuarto, para estar puntualmente en la consulta. Después de un corto
intercambio de saludos, introduje a mi turista en el médico y, para el enorme
agrado de mi clienta, entramos en la sala de «las torturas». Ella estaba muy
contenta, tan contenta, que parecía que el dentista le caía más que bien.
Una vez sentada en el «trono», mi amigo empezó con su interrogatorio y
yo a hacer de traductor. Me giré hacia la pared, como hacen las monjas en
los monasterios contemplativos cuando ven o sienten un peligro cercano.
–¿Qué haces? –me preguntó el dentista.
–Miro la pared, para preservar la intimidad de la enferma –declaré.
De pronto, él empezó a reírse y me ofreció la posibilidad de ver unos
dientes perfectos, de esos que se ven poco en nuestra sociedad. Me di la
—46—
El síndrome de l’isard
vuelta y entonces los ví: la rusa tenía unos dientes como perlas, simétricos,
bonitos, blancos... perfectos.
–Dile a la señora que yo no veo ninguna infección, sin embargo le daré
un medicamento por si esa sensación de inflamación le persistiera.
La «zarina» no quedó muy contenta con el diagnóstico. Esperaba que
la visita durara algo más. Entonces me percaté de que su debilidad eran
los dentistas, o la bata azul, o el sillón, o... No sé realmente lo que le atraía
tanto como para sentirse tan cómoda en una consulta como esa. Tal vez,
mi amigo, pensé... Podría ser...
Al día siguiente ya ni me acordaba de aquella visita hasta que recibí la
llamada de la millonaria. –Thomas, creo que mi infección esta hoy peor
que ayer y necesito otra vez ir al dentista.
–Señora, yo no puedo ir cada día con Usted...
–Bueno –me interrumpió–, solo pídame hora lo más tarde posible. Y
ya iré yo sola.
Así pues concerté una nueva visita. Unos días después estaba saliendo del
hotel Andorra Center, andaba con lentitud hacia los almacenes Pyrennes,
cuando para mi total sorpresa me encontré paseando a mi rusa millonaria,
contenta y sonriente.
–Buenas noches –le dije–. ¿Qué hace Usted por aquí a estas horas?
–Ay Thomas, si yo te contara... He tenido una visita de urgencias con
mi dentista.
–Ah. ¿Y todo bien?
–Sí –me contestó, entrando a un taxi que previamente alguien le había
pedido–. Adiós. Thomas, hablaremos en otro momento.
Cuando el taxi estaba desapareciendo detrás de la esquina, miré el reloj.
Eran las diez de la noche. «Si que trabajan los dentistas en Andorra», pensé.
Luego empecé reflexionar que los ginecólogos y los dentistas tienen algo en
común. Los dos cuidan las partes sexuales de un cuerpo femenino.
Uno cuida las nobles partes bajas y el otro las nobles partes altas.
También, entendí en ese preciso momento el significado o la utilidad del
burca. Los árabes tapan la cara de sus concubinas pensando en que la boca
es una parte íntima de la que tan solo ellos tienen el derecho a ver. Tapan sus
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caras para no ver tanta tristeza unas veces, o alegría y satisfacción otras. Mi
turista no era mora, contaba con el rostro destapado y por eso reflejaba, en
público, gran alegría, felicidad, entusiasmo, satisfacción, gozo y diversión.
«Vaya, el dentista», continúe pensando, «qué trabajo más extraordinario y
exquisito hizo. Qué trabajador... Hasta las 10 de la noche haciendo visitas
de urgencia... ¡Qué suerte tienen algunos!».
—48—
ALABADO SEA JESUCRISTO
Nací en un país comunista, donde, cualquier método para demostrar su
desacuerdo con el sistema político impuesto por errores de la historia, era
más que bien visto. La molécula de este pensamiento antisistema empezaba
con una cosa tan simple como la forma de saludarse. Por eso desde muy
pequeño me educaron que a los sacerdotes, monjes o monjas, en definitiva
a todos los religiosos, conocidos o desconocidos, se les saludaba diciendo:
Alabado Sea Jesucristo.
Este saludo en la Europa medieval y cristiana tenía múltiples significados,
sobre todo en España. Después de echar a los moros y a los judíos por los
reyes católicos y asegurarse que los conversos realmente se habían convertido
al cristianismo, se alababa a Jesús en cada momento. Así pues, una vez me
acostumbré a tal saludo lo ponía en práctica y, al ver a mis amigos o al
entrar a un establecimiento ya conocido, pronunciaba la «divina» frase.
Algunos, en principio, lo encontraban como una broma, otros con sorpresa
o sin entendimiento, pero, a la larga, todos contestaban: «Alabado Sea Por
Siempre».
Un día iba paseando con un amigo mío, guía, por la calle principal de
Andorra. Nuestra conversación justo se concentraba sobre el mencionado
saludo.
–¿Sabes?, hasta hoy –le decía–, en los pueblos de Polonia se utiliza esta
forma de dar la bienvenida y no solo a los religiosos. También en muchos
otros países existe la misma o parecida forma, por ejemplo, en Cataluña hay
todavía sitios donde la gente se saluda o se despide con «Que Deu os guard».
Mientras conversaba con mi amigo sobre este tema, nos adelantó una
monja. Tenía el hábito de color negro que destapaba una parte de sus piernas,
la cual se terminaba unos centímetros por debajo de sus rodillas. Era una
mujer corpulenta en sus lejanos sesenta. Cuando la vi, le dije a mi amigo:
—49—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Mira qué momento tan oportuno –y, acercándome a la monja, le dije–:
¡Alabado Sea Jesucristo!
Ella solo me miró y sin decir nada empezó a ir más de prisa.
–Hermana, Alabado Sea Jesucristo –repetí otra vez, pensando que no
me había entendido.
Ella otra vez me observó y caminó todavía más rápido. Yo, muy
sorprendido con esa reacción y completamente indignado, también
empecé a andar más activo. Mi amigo a escasos metros detrás de mí
estaba riéndose.
–Hermana –le dije–, ¡Alabado Sea Jesucristo! –repetí por tercera vez.
Ella, ya sin mirarme, comenzó a correr de manera disimulada. Cada
vez estaba más furioso y corrí tras ella. De lejos se oía la risa de mi amigo,
pero yo no me daba por vencido y continuaba la «persecución» en busca
de alguna explicación sobre aquel comportamiento.
–Hermana, tan solo le he saludado con...
De repente, ella se paró y con la cara muy enfadada me dijo:
–¡Desgraciado, ahora mismo llamaré a la policía!
Me detuve. Estaba tan sorprendido, que tenía la boca todavía abierta
cuando ella desapareció entre la multitud y mi amigo llegó, se carcajeaba
como un loco.
–¿Qué te ha dicho la monja? –quiso saber él.
¿Que qué me ha dicho? –repetí–. Que soy un desgraciado y que llamará
a la policía. ¿Te lo puedes creer? ¡La hija de... su madre me ha llamado
«desgraciado»! Joder...
–Pero, ¿tú que creías?, ¿qué es, tu amiga o tu conocida? Ella es una sor
pero no es sor-tronca tuya –mi amigo me cinchaba mientras hablaba.
–Déjame en paz. No puedo creer aún lo que me ha dicho ese cuervo
con mini falda.
–Tú, «alabado», deja de insultarla, que al final eres tú quien se ha metido
con ella.
–¿Yo? Solo la saludé.
–Pues la próxima vez ten cuidado con tus saludos y ahora vamos a la
oficina porque llegamos tarde –dijo mi amigo, que continuaba riéndose.
—50—
El síndrome de l’isard
Unos días después, mi amigo y yo íbamos de nuevo por la calle principal
hacia nuestra oficina. De pronto, él se paró y, mirándome con fijeza, señaló–:
Prométeme que vas a cumplir lo que voy a pedirte.
–¿Qué te pasa? ¿Qué quieres decirme?
–Tú promete que vas hacer lo que te voy a pedir.
–No te entiendo. ¿Y si no quiero?
–Eres mi amigo, puedes confiar en mí.
–Esto es un juego de niños...
Si no es nada surrealista, te lo prometo. Primero: cruza la calle conmigo.
Estaba bastante sorprendido con lo que estaba haciendo mi amigo.
Quería descubrir sus intenciones, pero no era fácil, pues todo aquello me
tenía en una confusión total. Cruzamos la calle.
–Segundo: no le vas a decir nada –añadió con la cara de niño travieso.
–¿A quién?
Dirigí mis ojos hacia aquello él estaba observando. Al otro lado de la
calle estaba paseando despacio, acompañada por otra religiosa, la monja
del otro día. Me paré. Ella me vio y nuestras miradas se cruzaron. En sus
ojos buscaba la respuesta a su comportamiento de aquel día. Sentí que la
monja también examinaba mi rostro. No sabía qué hacer: si acercarme a
ella o dejar las cosas tal como estaban.
–Thomas... Te estoy viendo. Ni se te ocurra... Va, tira adelante. Me lo
has prometido –recordó mi amigo.
Fuimos a la oficina. Desde entonces pienso mucho en la mirada de aquella
mujer sin respuesta, de por qué huyó de mí. Hoy en día cuando veo los
religiosos en la calle ya no les saludo con «Alabado Sea». Paso desapercibido
al lado de ellos, eso sí, siempre con ganas de hacerlo.
—51—
EL NEGOCIO SIEMPRE VIVO
El trabajo es como el enamoramiento. Puede ser a primera vista, entonces
podemos llamarlo trabajo vocacional; o a consecuencia de un largo contacto
que produce cierto conocimiento y al final caes en la «trampa» y te gusta lo
que haces, te sientes seguro y cómodo. Tan solo hay estas dos variantes en
un trabajo como el nuestro, el trabajo de guía, de cara al público. Los de
otro tipo producen infelicidad y a largo plazo son dañinos. Nuestro trabajo
de guía hay que quererlo. Una vez queriendo esta labor nos sentimos útiles.
Cada día es un encuentro con tantos seres amables, agradables, buenas
gentes. Pero también nos sentimos muy cerca de las palabras de Shakespeare:
«lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes».
Día tras día, ponemos a prueba nuestra sensibilidad, nuestro sentido del
humor, nuestros conocimientos, nuestras fuerzas y debilidades. No siempre
es fácil como uno podría imaginar por equivocación. No son constantes las
alegrías, ni las tristezas que en cada momento nos ofrece la vida...
Tenía una turista. Muy simpática. Una mujer inquieta en sus sesentas.
Había venido a Andorra con la clara idea de estar en el Principado unos
días, luego alquilar un coche y viajar por el país, de nada menos que del
cantante Rafael. Se podría decir que ella era su fan rusa número uno. Se
sabía casi todas sus canciones de memoria. Pasados unos días, tal y como
ella me dijo, consiguió un automóvil y emprendió su querido viaje por el
país de «...a la lela...». A mi pregunta de que si podría viajar sola en coche
por España, me contestó que «nadie sabe».
Era una mujer con un gran sentido del humor y con ese sentido murió
en Alicante, donde un inesperado paro cardíaco terminó con su vida. Me
emocioné mucho el día cuando recibí la llamada de la oficina de la casa del
alquiler de coches, durante la cual me informaron sobre su fallecimiento y
sobre que la casa fúnebre, responsable de la repatriación de su cuerpo, se
—53—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
pondría en contacto conmigo. Me necesitaban para precisar los detalles de
dicha repatriación, pero, sobre todo, como traductor entre ellos y la familia
de la difunta. No es la primera vez que he estado en estas circunstancias,
pues hay una parte de nuestro trabajo que es también la de atender a los
turistas muertos durante su descanso, nunca mejor dicho, descanso eterno.
Pero esta muerte era diferente. Diferente del todo. El sentido del humor de
la desaparecida turista parecía que había sobrevivido a su muerte.
–Buenas tardes, ¿podría hablar con Thomas?
–Sí, soy yo.
–Mire estoy llamando de «Siempre Viva» de Alicante. Me han dicho que
usted es el guía de una señora rusa que falleció ayer, en Alicante.
–Perdone, ¿cómo dice? ¿Desde dónde me llama?
–De la casa fúnebre «Siempre viva».
–¿Es una broma?
–¿El qué?
–El nombre de la casa.
–No, señor, nuestra casa se llama «Siempre Viva» y nos dijeron –
continúa, con la agonizante voz de Siempre Viva–, que podría usted ponerse
en contacto con sus familiares en Moscú para concretar el traslado de su
cuerpo. Tenemos varios números de teléfono que hemos encontrado en su
pequeña agenda, pero por desgracia nadie de nosotros habla ruso y tampoco
contesta nadie en el consulado ruso para pedirles ese favor. Y como hoy es
domingo nos gustaría adelantar nuestro trabajo y no esperar hasta mañana.
–Bueno... Claro... ¿A quién tengo que llamar?
–Tenemos tres números de teléfonos. Si fuese tan amable de apuntarlos
y decir a los familiares que se pongan en el contacto con nosotros...
Apunté los números y de repente pregunté:
–Pero, oiga usted, ¿cómo puedo llamar a un familiar de la difunta y
contarles que esta muerta y que se encuentra en «Siempre Viva» en Alicante?
–¿Y qué malo ve usted en eso?
–¿Malo? ¡Si esto suena a broma! «Su mujer muerta está en Siempre
Viva». Es que, es fuerte decir a un familiar de la muerta que su cuerpo está
en siempre viva. Confunde, creo yo.
—54—
El síndrome de l’isard
–No se preocupe, hace años que trabajamos con ese nombre y nadie se
ha confundido. La funeraria «Siempre Viva» es siempre viva.
–Y lo creo... Pero fíjese en la cantidad de nombres a escoger y habéis
escogido uno un poco confuso, por no decir bufonesco... Pero, bueno,
llamaré a esos números y veré lo que puedo hacer.
–Gracias. Estaremos en contacto, pues.
–Así es. Y hasta próxima.
Lo primero que hice al colgar teléfono, y antes de llamar a Moscú, fue
buscar por internet si de verdad existe una funeraria Siempre Viva...
Mis ojos no daban crédito a lo que veían cuando realmente encontré
«Siempre Viva». Pero cuando eché un vistazo a los nombres de otras
funerarias y pompas fúnebres, me quedé de piedra: El Reposo, La Moderna,
El Tomatero, En Buenas Manos, De Vista Alegre, La Preventiva, El Paraíso,
La Señora de Buen Parto.
–Joder –me dije–, me quedo con la Siempreviva para mi clienta.
Después, aparecieron en mi mente otra vez las palabras de Shakesperare:
«lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes».
—55—
LAS COMIDAS DE LOS JUEVES
El último rey polaco, Stanislav August Poniatowski, tenía la costumbre
de invitar a comer cada jueves en su palacio a gente de diferentes clases
sociales. En Polonia estas comidas han pasado a la historia con el nombre de
«obiady czwartkowe» (las comidas de los jueves), durante las cuales no solo
se comía, sino que se conversaba sobre los principales problemas políticos y
sociales; se hablaba, también, de ocio, de música, de teatro y de caza; nacían
nuevas amistades, nuevos contactos, nuevas ideas... En definitiva, se hacía
un fructuoso repaso de todo y de todos.
En Andorra tuve la suerte de participar en varias ocasiones en las
comidas que precisamente organizaba los jueves uno de los propietarios del
emblemático restaurante y disco-bar Buda. Ahí conocí a gente interesante
que en un momento dado me aconsejaban para solucionar uno u otro
problema, o llegar a una u otra persona. Pero, sobre todo, pude disfrutar de
maravillosas carnes de caza, de las que muchos de los invitados eran adictos.
Era comprensible, pues, que todos fuesen amantes de la buena comida, de
los buenos vinos y del champagne Cristal, que en abundancia chorreaba
por las mesas del local.
Una vez, durante «la comida del jueves», se acerco a mí el camarero
del restaurante para pedirme que le tradujera a unos clientes rusos que
se encontraban en el otro lado del comedor. Entonces todavía Buda no
tenía la carta en ruso y los clientes no entendían bien los nombres de los
platos. Me levanté de mi mesa y fui con el camarero para ayudarlo con
mis traducciones.
Era un matrimonio con su hija. Tan solo al verlos pensé que cómo esta
gente podría disfrutar de nuestra comida que no estaba en la carta, que
eran espléndidas ensaladas con tierna carne de ciervo, jabalí en salsa de
vino tinto y...
—57—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
El padre era de enormes dimensiones: Luciano Pavarotti y Barry White
en una sola persona. La madre de lejos se parecía a la hermana gorda de
Montserrat Caballé. Y la hija... La hija era inconfundiblemente la hija de
ambos.
–Buenas tardes. Me llamo Thomas. El camarero me ha pedido si podría
ayudarle a traducirles la carta.
–Gracias, Thomas, Muy amable. Cierto es que tenemos problemas de
entender lo que está aquí escrito. ¿Cómo es que hablas tan bien ruso?
–Es que trabajo para una agencia rusa como guía.
–Ah, muy bien. ¿Sabes?, tenemos hambre y en verdad no sabemos
qué queremos –contestó con lentitud pa-pa («pa» de Pavarotti o de papas
argentinas).
–¿Carne o pescado? –pregunté.
–Espere un segundo. ¿Ya lo tienes? –se dirigió a su «esbelta» hijita.
–Sí, ochocientos ochenta y dos euros, papá –respondió.
–A mi hija le gustan las matemáticas. Ha sumado toda la carta para
saber cuánto nos costaría la comida «a la nuestra» cuando no entendemos
el idioma. Los platos de la carta suman ochocientos ochenta y dos euros.
¿Podrías decirle al camarero que junte estas dos mesas y empiece a traer
todos los platos que figuran en la carta?
–¿Todos los platos? –repetí.
–Absolutamente todos. Nos haremos un buffet libre y así probaremos
diferentes cosas.
Cuando traduje al camarero el deseo de la familia, y después de insistir
tres veces en la palabra «todo», el asustado hombre desapareció en la cocina
con la comanda. Los demás clientes del restaurante, de forma discreta,
observaban el movimiento de las mesas y las felices expresiones de la gourmet
familia rusa. Me despedí y volví a mi mesa de jet set andorrana.
Una vez sentado continué comiendo y expliqué lo que pasó en la otra
parte del local. Todos se animaron mientras escuchaban mi recién finalizada
conversación con el Pavarotti ruso, Caballé y su hijita.
–Pon una copa de Cristal a Thomas –ordenó, contento, el propietario
del Buda al camarero.
—58—
El síndrome de l’isard
Nuestra sobremesa duró bastante, no me había dado cuenta de que ya
era la hora de mi retirada porque una hora después debía de estar en un
hotel. Justo antes de despedirme, apareció otra vez el camarero.
–Perdone, ¿me podría traducir de nuevo? Me piden algo y no entiendo nada.
Cuando me acerqué a la mesa de los rusos, la hija estaba jugando con su
teléfono, la madre, con la cabeza apoyada en su mano, contemplaba un plato
vacío y el padre, con la cara completamente sudada, miraba una escultura
que estaba al lado de su mesa.
–¿Qué tal la comida? –me interesé.
–¡Oh! Gracias, Thomas. La comida bien, muy bien. Un poco afrancesada
para nuestros gustos, pero bien. ¿Podrías decirle al camarero que necesitamos
tres vasos de agua y soda en polvo, y la cuenta? –dijo.
–¿Tenéis soda en polvo? –consulté al camarero.
–¿Soda en polvo? ¿Eso qué es?
–Un antiácido.
–Soda seguro que no tenemos, pero sal de frutas, sí.
–Aquí tienen sal de frutas, que...
–Papá, yo no quiero frutas –me interrumpió la hijita.
–Sal de frutas –continué– es como la soda en polvo. Lo mismo.
–Mh... –murmuró el padre–. Pues, vale, tres vasitos.
Cuando el camarero desapareció, el padre, con la cara llena de gotas de
sudor, giró su enorme cabeza hacia mí y me preguntó:
–Thomas, ¿nos podrías recomendar un buen restaurante italiano? Es que
mañana mi hija quiere comer pizza.
Mientras él me hablaba, yo imaginaba las mesas juntas con un montón
de diferentes pizzas, espaguetis, tortelinis, macarrones... Estaba pensando
a qué restaurante hacerle el regalo de enviarlos a estos maravillosos clientes
cuando oí...
–Thomas, ¿me estás escuchando?
–Sí, sí. Perdone, estaba analizando cuál restaurante sería, bueno...
Apareció el camarero con tres vasitos de agua y sal de frutas. Les
recomendé un restaurante y me despedí de ellos. Entonces volví a mi mesa
para decir adiós a mis tertulianos.
—59—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Cuando les comenté lo del restaurante italiano, todos empezaron a reírse,
unos se asomaron para ver a los devoradores culinarios, otros empezaron a
darme las tarjetas de visita de los sitios que eran propietarios o copropietarios,
otros me preguntaron qué día volvería al Buda. La culinaria troika rusa me
abrió muchos nuevos contactos. A todos les dije que la siguiente semana
estaría sin falta en la comida del jueves, «na obiedzie czwartkowym», como
en las comidas del jueves del último rey polaco.
—60—
DON DENIS
En todos los países hay restaurantes mundialmente conocidos o
emblemáticos. En Andorra hay muchos restaurantees buenos, pero que a
la vez que sean populares, emblemáticos y buenos, son escasos.
Uno de ellos seguro que es Don Denis, cuyo carismático propietario ha
logrado lo que todos desean: fama, calidad, nombre y personalidad, que al
final de esta suma se encierra en una palabra: clientes. El señor Denis tiene dos hijos, su discípulo y aprendiz Denis junior y
una hija que ha heredado todo lo mejor de su padre, pero curiosamente no
se dedica a hostelería porque se fue a descubrir “las Américas", y cuando
pasa por el restaurante, lo hace tan solo como un meteorito.
Los guías venimos mucho a este restaurante. Su flexible horario de
apertura nos atrae y nos permite cenar a altas horas de la noche.
Un día al terminar muy tarde mi trabajo me decidí a visitar a Don Denis,
aunque apenas tenía hambre. Tan solo me apetecía una ligera ensalada y un
plato de espagueti, eso sí, acompañado por un buen vino. El restaurante
estaba bastante lleno, aunque ello no me importaba, pues siempre hay una
mesa para guías, ya que damos a conocer a nuestros rusos este imperio
culinario.
Al sentarme enseguida empezó como de costumbre el desfile de
camareros. Uno trayendo el aperitivo, otro tomando la nota, el otro la
bebida y así hasta los postres.
Se acercó a mí Eduardo, que lleva trabajando varias temporadas en el
restaurante, no solo para saludarme, sino también para contarme, como
de costumbre uno de sus chistes, pues ya es famoso por ofrecer estos mini
shows entre plato y plato.
–¿Cómo estás, Thomas?
–Bien. ¿Y tú?
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Hay un cliente tuyo con su mujer que te ha visto entrar al restaurante
y le gustaría hablar contigo. ¿Sabes qué ha pasado? El ruso ha pagado la
cuenta de otra mesa y la gente invitada no entiende esta cortesía. ¡Vaya!
Hoy en día que un desconocido invite a tres tíos a cenar suena bastante
sospechoso, ¿no lo crees?
–¿Quieres decir que el tío es gay?
–No lo creo. No tiene pinta, pero vete tú a saber. ¿Has oído esto?: Una
amiga invitó a otra a cenar en su casa. Y esto que durante la cena suena el
timbre y un mensajero trae cincuenta rosas rojas con una nota: “Mañana
llegaré. Tu querido amigo Berni”. Ella dice a su amiga: Flores de Berni…
¿Sabes qué significa eso? Dos semanas con las piernas abiertas. Y la otra le
contesta: “Qué te pasa, nena. ¿No tienes florero?”
En estos momentos se acercó de la otra sala el ruso y me pidió si podía
sentarse y hablar conmigo un momento. Mientras tanto Eduardo ya había
desparecido entre las mesas.
–Claro que sí, siéntese.
–Hola de nuevo. Perdona que te moleste…
–No me molesta.
–Sabes –comenzó el ruso–. En los últimos cuatro días he venido al
restaurante con mi mujer. Nos ha gustado mucho: jamones, pan con tomate,
marisco, todo era sabroso. Mañana ya volvemos a nuestro país, pero dentro
de unas semanas quiero volver con unos amigos para pasar una semana más
en Andorra. Como agradecimiento por el buen servicio invité al Señor
Denis a cenar con sus amigos, pero veo que mi invitación les ha provocado
unas risas, me estaban observando raramente y quisiera preguntarte si en
Andorra no se practican este tipo de invitaciones.
– Es bonito –contesté– aunque hoy en día es raro que alguien invite a
cenar a un desconocido, y encima con sus amigos.
–Ya pero él no es un desconocido, es el propietario del restaurante…
–¿El Señor Denis se ha reído de su invitación? –lo interrumpí.
–Bueno, cuando el camarero les dijo que les invitaba, levantaron las
copas para darme las gracias, pero luego se empezaron a reír y a mirarme
raramente.
—62—
El síndrome de l’isard
–¿Dónde está sentado el Señor Denis?
–Si asomas la cabeza, ahí en el rincón.
Miré disimuladamente hacia el otro lado, vi a tres hombres y ninguno
de ellos era el propietario del restaurante, el señor Denis, pero como
anteriormente me había dicho Eduardo, yo ya sabía que eran unos clientes
del restaurante, y ninguno de ellos el dueño.
–Ninguno de ellos es Denis –aclaré al ruso.
–¿Cómo que no? Si todo el tiempo lo llamaban Denis y cada vez que he
venido aquí él estaba dentro.
–Es seguramente un cliente que se llama Denis. –contesté– Mire a su
alrededor. Todas las paredes están decoradas con fotos del señor Denis
y gente famosa que ha venido aquí: Julio Iglesias, Montserrat Caballé,
jugadores del Barça… Sabe, no sé dónde pero también hay una foto
mía con él.
–Joder… Ya lo veo. –y el ruso empezó a reírse–. Sabes, ya está, pero si
mi mujer por casualidad te preguntase algo de esto, no le digas nada que
invité a cenar a estos tipos.
Al pasar un camarero por nuestro lado, el ruso lo paró y me dijo:
–Dile que la cuenta de tu cena me la traiga a mí.
–Si no hace falta, por favor.
–Si puedo invitar a tres desconocidos a cenar, ¿por qué no puedo invitar
a mi guía?
–Pues muchísimas gracias.
–De nada Thomas –contestó levantándose y volvió a la mesa de su mujer.
Comenté al camarero que mi cuenta era para el ruso y entonces apareció
Eduardo para preguntarme si voy a tomar algo más para añadir a la cuenta
y para que le explicase lo que había pasado con mi turista.
–Que fuerte, pero al final has ganado tú, que él también te ha invitado.
–Mmmh, justamente el día que como ensalada y espagueti… Pero no
soy santo Thomas y no podría adivinar lo que hoy iba a pasar aquí.
–¿Sabes cuál es la ciudad donde hay más fe del mundo?
–Lo tuyo ya es grave, joder. Otro chiste, ¿no?
–Pero ¿lo sabes o no?
—63—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–No, no lo sé.
–Roma, porque cuando la gente llega al Vaticano y ve la riqueza de la
iglesia, ahí la deja. –Al decir eso se fue riéndose.
Unos minutos después mi turista abandonaba el restaurante, todavía
sonriendo como si quisiera tapar la vergüenza que estaba pasando delante
de su mujer. De lejos se despidió y yo le di las gracias por la invitación.
No habían pasado ni cinco minutos cuando vino uno de los tres invitados
preguntándome si le podría explicar de primera mano lo que Eduardo le
había dicho. Así pues le aclaré la confusión de mi cliente diciéndole que él
creía que era señor Denis y por eso los había invitado.
–Ahora yo me siento mal. Yo le di las gracias, pensando que quizás en
Rusia hay una costumbre de invitar la gente de la mesa de al lado. Yo que
sé. Mire, como el ruso me ha invitado a cenar con mis amigos, lo mínimo
que puedo hacer, es invitarle a cenar a Usted.
–No, no se preocupe.
–Insisto –me interrumpió y dijo al camarero que le llevase mi cuenta a
él–. No le molesto más y gracias– se despidió.
–No, las gracias se las doy yo por invitarme a cenar.
–Se despidió y regresó a la mesa de sus compañeros.
–¿Qué hago? –me preguntó el camarero– Esta cena ya esta pagada.
–¿Cómo que qué hago? Tú cobra y el otro día ya cenaré otra vez la
ensalada con espaguetis.
Volvió Eduardo, riéndose.
–Otra cena pagada, ¿no?
–¿Cena? Para una vez que quiero ahorrar y que no tengo mucha hambre,
la gente me invita a una ensalada y espagueti.
–Esto me recuerda a un viejo matrimonio que querían también ahorrar,
y el marido le dice a su mujer: “si aprendieses cocinar podríamos despedir
a la cocinera”, y ella le contesta: “si aprendieses a follar podríamos despedir
también al jardinero”.
Vaya día, pensé. Si supiera que esto iba a ocurrir habría pedido percebes,
ostras y langostas.
—64—
El síndrome de l’isard
Estaba con los cafés cuando por la puerta entró el verdadero propietario
del restaurante, el señor Denis. Al saludar a la gente de las mesas más
cercanas, vino a mí y dijo:
–Señor Thomas, ¿cómo esta?
–Bien, muy bien ¿y usted?
–Gracias, bien. Sabe, la última vez que estuvo en el restaurante le dije
que la próxima lo invitaría yo.
–No, no señor…
–No me contradiga. Hoy está invitado por mí, tal y como le dije no hay
discusión ninguna.
–¿Pero sabe qué ha pasado?
Empecé a explicarle lo que había ocurrido. Él sonriendo escuchó toda
la confusión del ruso y las invitaciones que corrían entre las mesas de su
restaurante. Al final de mis esclarecimientos dijo:
–Me parece bien que la gente se invite a cenar y, si es en mi restaurante
me parece todavía mejor. Así pues hoy Usted está invitado por mí, y para
otros días ya tiene dos cenas pagadas. ¿Hoy ha cenado bien?
–Sí, muy bien.
–¿Qué ha cenado?
–Ensalada y espagueti.
–¿Ah sí? No se preocupe que cuando vuelva a Don Denis tiene dos cenas
ya pagadas y puede cenar lo que le apetezca: carnes, pescados o mariscos –me
dijo como si hubiera leído mis pensamientos.
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UN DIA INTERMINABLE
El éxito de muchas cosas en la vida profesional es el trabajo en equipo.
No es ninguna regla, pero es de lógica. Si trabajamos juntos, donde uno
no llega, tal vez pueda llegar con la ayuda del otro. En el trabajo en grupo
es muy importante la dirección del mismo. Quien dirige a los demás tiene
que saber que hay dos formas principales para hacerlo: sentirse unido a su
equipo y trabajar en conjunto, o estar por completo separado de él y solo
ordenar las cosas según sus criterios. La primera forma es mucho más eficaz
y menos arriesgada, mientras que la segunda puede ser fuente de sorpresas
inesperadas tanto para bien como para mal.
Nuestro conjunto de guías en Andorra, posee la suerte de contar con una
jefa llamada Cristina, que es una persona que, en verdad, tiene el acertado
sentido de trabajo en equipo, pero con unos broches de despotismo absoluto.
La palabra «equipo» se asocia con otra importante palabra, «acción», y con
esta, para que se obtenga el triunfo deseado, siempre hay que tener lista
y despierta la fuerza de la improvisación. La mayoría de nuestros clientes
suelen llegar los sábados. No todos vienen solamente a esquiar, sino que
muchos de ellos compran también nuestras excursiones, de las cuales especial
interés muestra nuestra excursión estrella, la excursión a Barcelona.
Tengo que confesar que no es fácil programarlas, ya que nunca se sabe
cuántas personas las comprarán y hasta el último momento no conocemos
cuántos guías y qué tipo de autobús hay que pedir. Pero, por encima de
todos problemillas técnicos, para que salga una excursión vendida es esencial
contratar y asegurar un guía aunque por un solo día. ¡El problema que plantea
esta gestión es que se necesita saber el nombre del guía al mediodía del día
anterior! Siendo el jefe de guías, yo nunca he entendido este procedimiento,
sin embargo, para mi jefa Cristina era sagrado que la excursión tuviese el
guía asegurado por si hubiera algún accidente. Con este tema ella fue una
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
persona muy rígida. No aceptaba mis razones cuando, en fiestas navideñas,
tenía problemas para encontrar un guía y, una vez encontrado, ya era tarde
para asegurarlo. Eran las ocho de la tarde.
–Cristina, pero, ¿qué te pasa? ¿Cómo voy a cancelar una excursión de
cincuenta personas? Ya has visto que llevo todo el día como un loco buscando
alguien libre. Y, ahora, una vez que poseo la inmensa suerte de dar con
alguien para este servicio, me dices que hay que anular la excursión. Sabes
que estamos en navidad y mucha gente está de vacaciones.
–Thomas, corta el rollo. Te he dicho que no, ¡pues, no! No voy a enviar
a una guía. ¿Cómo se llama?
–Svieta –respondí.
–Pues eso. No voy a enviar a ninguna Svieta sin darla de alta. ¡Cuántas
veces tengo que repetirte que no! Si pasa algo, si hay un accidente, se nos va
caer el pelo por no asegurarla. ¿Es que no lo entiendes?
–¿Cómo puedo entenderlo cuando toda la competencia envía los guías
sin asegurarlos y no pasa nada? ¿Cómo puedo entenderlo si cuento con
cincuenta personas para esta excursión? Cincuenta personas que han confiado
en nosotros. Diles tú a ellos que anulamos la excursión porque es tarde para
dar de alta al guía. Cincuenta desilusiones. Y, por encima de ello, cincuenta
comisiones perdidas.
–Eso es lo único que te preocupa, las comisiones –me interrumpió
Cristina.
–Por el amor de Dios, pero, ¿qué dices? ¿Qué estás diciendo? Además,
¿qué puede pasar? Nada. Tenemos el autobús y tenemos la guía. Lo tenemos
todo hecho.
–No tenemos la guía asegurada.
–Y dale –enfadado, contesté–. No te entiendo. Siempre dices que esta
oficina no es ninguna ONG y, cuando podemos producir dinero, tú tan
tranquila rechazas la excursión por falta de no sé qué.
–Escúchame, Thomas, y te lo digo por última vez. ¡No habrá ninguna
excursión mañana porque no da tiempo a asegurar a la guía! Cámbiala para
otro día...
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El síndrome de l’isard
–No es fácil –la corté–. La gente está de vacaciones y ya han hecho sus
planes. Además, para otro día han comprado forfaits y para mañana han
pedido los picnics en lugar del desayuno...
–Bueno, ya hemos terminado la conversación, si a esto se le puede llamar
conversación. Te repites. Mañana anula la excursión y ya está.
–No «está». ¡No me estás escuchando! Desde mi punto de vista no se
puede anular a estas horas la excursión. Tengo mucha experiencia, llevo
trabajando muchos años en esto. ¿Qué puede pasar? ¡Nada! No habrá ningún
accidente y todo irá bien.
–¿Qué eres vidente, adivino, sabio?
–Algo por el estilo –le contesté, mientras sonreía.
–Pues, ¿por qué no trabajas en la Nasa? ¡Aquí mando yo y por última
vez te digo que mañana no habrá ninguna excursión!
–¿Ah, no? Pues, vale –cabreado, salí de su oficina.
En la sala de los guías estaban casi todos mis compañeros: Jorge, Dushan,
Ivo, Minko y Pepe.
–¡Qué?, ¿anulamos? –preguntó Dushan.
–¡¿Anulamos qué?! –vociferé.
–Barcelona –contestó.
Cerré la puerta de nuestra sala. Caminé hacia la ventana, volví hacia la
puerta y otra vez hacia la ventana. Todos ahí presentes me miraban como
si esperasen que les dijese algo.
–¡Qué mal calostro tiene Cristina!
–Y ¿qué es calostro? –quiso saber Minko.
–Joder, da igual lo que sea. Qué mala leche tiene, ¿mejor? Cristina
dice que hay que anular la excursión porque es tarde para dar de alta
a Svieta.
–A estas horas, ¿cómo podemos anular la excursión? ¡Joder! –exclamó
Ivo, tartamudeando.
–Qué mala suerte... Para una vez que vendí a once personas y no hay
Barcelona... –añadió Pepe.
—69—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Bueno, calmaos. Oficialmente anulamos, pero... Pero, extraoficialmente
la excursión puede salir. Eso si todos estamos de acuerdo, pero todos y sin
ningún «pero».
–Por mí, sí –dijo Ivo.
–Y por mí, también –murmuró Minko.
Los demás confirmaron asimismo con un simple: «claro» o «vale».
–Pues, ya está –continué–. Mañana tenemos la excursión a Barcelona.
Svieta tiene la lista, tú, Ivo, llámala luego para confirmar... ¡Ah!, y una cosa
más, nenazas: al salir, ni una sola palabra a nadie de la oficina, ¿entendido?
No quiero pensar más sobre esto. Pasado mañana explicaré a Cristina que
la excursión la hemos hecho y me inventaré alguna excusa lógica para que
no me mate.
–Esta guía, Svieta, ¿es de confianza? –se interesó Jorge.
–¡¿Cómo que si es de confianza?! –contesté–. Si trabaja para nosotros
en la costa.
–No me refería a eso; lo preguntaba para que no nos pase lo mismo que
en la competencia –prosiguió Jorge.
–¿Qué ha pasado? –pregunté.
–El lunes pasado Irina organizó la excursión al museo de Dalí.
–¿Y qué?
–¡La gente casi la mata!
–¿Porqué?
–¡Thomas, era lunes!
Después de unos segundos de silencio todos nos empezamos a reír.
–El lunes... –repitió Jorge.
Las risas subieron de tono.
–¿Cómo podría olvidarse de que los lunes de invierno el museo está
cerrado? –apunté.
–Pero, eso no es todo. Cuando la gente, después de cuatro horas en el
autobús, realmente quiso matarla, a ella se le ocurrió argumentar que si el
museo estaba cerrado en Figueres, ¿por qué no ir al castillo de Pubol para
así ver donde vivía la Gala?
—70—
El síndrome de l’isard
Después de soltar su última frase, Jorge se desternillaba como un
endemoniado.
–Pues, por lo menos hizo algo –señalé.
Su risa subió de tono aún más.
–Thomas, ¡¿qué te pasa!? ¡Era lunes!
Y, después de un segundo de silencio, otra vez nuestras risas cubrieron
la sala en todo su esplendor, ya que Pubol también cierra los lunes. Estas
carcajadas nunca se habrían terminado si no hubiese entrado Susana, que
trabaja en la oficina, diciendo que nos fuésemos ya porque la oficina estaba
«cerrada». Su última palabra nos hizo reír tanto que hasta observé lágrimas
en los ojos de uno de mis compañeros.
–Venga, chicos, fuera, que tengo que ir a casa, porfa...
–¿Y Cristina?, ¿no puede cerrar ella? –sugerí.
–No, porque Cristina ya se ha ido, y muy cabreada, así que no me
cabreéis a mí también. ¡Adiós! ¡Fuera!
Al día siguiente, tal y como decidimos, salió la excursión. Casi me había
olvidado del tema si no hubiese recibido la llamada de Ivo.
–Hola, Thomas. Uf...
–¿Qué pasa?
–Ahora ya nada, pero estuve hablando con Cristina casi media hora...
Quería saber si has anulado la excursión.
–«Si hemos anulado la excursión» –le corregí.
–Vale, pues si hemos anulado la excursión y le contesté que sí. Mañana
seré yo el hombre muerto cuando le expliques qué excursión ha salido.
–Sois unas nenas. No te preocupes, que mañana se lo explicare con
buenos argumentos. No te preocupes, joder.
Después de esta conversación con Ivo realmente olvidé del todo el
asunto, ya que tuve muchas visitas en los hoteles y muchos problemillas
del «día a día» que resolver. Deseaba que por fin llegase la noche para ir a
un buen restaurante y cenar: mi único placer al que yo llamo «el placer de
los placeres». Quedé con Pepe, mi inseparable amigo y compañero, para ir
al emblemático restaurante Don Denis. Durante la cena siempre hacemos
el resumen del día y esa noche no iba a ser diferente. No obstante, aquella
—71—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
jornada parecía no terminar. En lugar de hacer el resumen, llegó el susto,
¡la sorpresa menos esperada!, ¡el temor de los temores!, el miedo que hizo
convertir mi cara en una cereza madura. Todo esto y más fue consecuencia
de la llamada que recibí tan solo al sentarme en la mesa del restaurante.
–¿Qué me estás diciendo, Svieta? ¡Por amor de Dios!
–Sí, lo que oyes. El conductor está sentado en el suelo al lado de autobús,
llora como un niño pequeño. No hay manera de tranquilizarle...
–¿Qué pasa? –se interesó, preocupado, Pepe.
–El cadáver está a unos metros del autobús –continuaba Svieta–. Todos
los rusos han salido para hacer fotos del abuelo.
–¡¿Qué abuelo?! –exclamé, alarmado.
–¡¿Qué pasa, cojones?! –seguía preguntando Pepe.
–Así lo llama el conductor. Dice que toda la familia estaba cruzando la
carretera: primero los padres, luego los niños y al final el abuelo, y que al
no poder esquivarle, le atropelló.
–¡Madre mía, madre mía! ¿El autobús está bien? ¿Dónde estáis?
–Estamos pasado Ponts y el autobús tiene un golpe en la parte delantera.
–Pero, ¿podéis continuar el viaje?
–Creo que sí, pero el conductor tiene este ataque de ansiedad.
–Joder, Thomas, ¡¿me puedes explicar lo que pasa?! –insistía Pepe.
–Ahora te lo cuento –le contesté, nervioso–. Svieta, dile al conductor...
¿Cuántos años tiene?
–¿Quién? –me interrumpió Svieta.
–¿Cómo que quién? El conductor.
–No sé, pero es joven... quizá, treinta.
–Dile que se tranquilice, por favor. Nosotros no podemos hacer nada
y si «abuelo» está muerto que le deje donde está y prosiga el viaje, por
favor.
En ese momento vi que los ojos de Pepe parecía que se le iban a salir,
asemejándose a los de un sapo sorprendido.
–Vale, ahora se lo diré y te llamaré en unos instantes –me respondió
Svieta.
–Ok. Intenta que continúe el trayecto, por favor...
—72—
El síndrome de l’isard
Al colgar teléfono, no podía decir una sola palabra hasta que la persistente
y repetitiva pregunta de Pepe sobre qué ocurría me despertó del trance al
cual estaba sometido.
–Pues, nada... Por amor de Dios... ¿Por qué estas cosas me tienen que
pasar a mí? Resulta que por la carretera estaba cruzando una familia: los
padres con sus niños y una pareja de abuelos, cuando el conductor atropelló
al abuelo.
–¡Abuelo! –exclamó Pepe.
–Si, «abuelo», así el chofer ha llamado al más viejo jabalí que cruzaba
la vía.
–¡Dios mío! ¡Thomas! ¿Jabalí? La madre que te parió. Uf... –respiró
Pepe–. Joder ¿y no me lo podías decir antes?
Tardé unos días en explicarle a Cristina que realizamos la excursión a
Barcelona aquel interminable día, y unos meses para contarle lo que en
verdad sucedió en la carretera de Ponts. Desde aquel día, aunque pudiéramos
vender cientos de tickets a personas para una excursión, si no hay ningún
guía asegurado, preferimos anularla. Y esta es la decisión unánime de nuestro
equipo hasta la fecha de hoy. Aunque...
—73—
PERO…
La palabra vendedor está compuesta por dos vocablos latinos: vendo y
dare, que significan: venir y dar respectivamente, venir a dar algo a cambio,
venir a ofrecer, traspasar una propiedad o servicio a cambio de dinero. En
definitiva, venir y vender.
Existen compradores impulsivos pero, también, vendedores por impulso.
Yo soy uno de ellos, pues una parte del trabajo de los guías de hotel en
Andorra es la venta: venta de excursiones, venta de servicios relacionados
con nuestra labor como alquiler de material para esquiar, escuelas de esquí,
guías privados, desplazamientos o transferes, venta de entradas para diferentes
acontecimientos o establecimientos como Caldea, con sus fenomenales
instalaciones y aguas termales, o Naturlandia con su impresionante
tobotronc. Y, sobre todo, venta de forfaits de las estaciones de esquí: Vallnord
y Grandvalira.
Un día fui al céntrico hotel L’isard para atender a dos personas que habían
llegado el día anterior. Al entrar vi a una chica cómodamente sentada en
un sofá del hall. Era de pelo rubio, simpática, muy simpática, fea, muy fea,
y bizca, ¡muy bizca!
–¡Buenas tardes, noches! ¿Es Usted turista de Natalie Tours? –pregunté.
–Sí –con una voz tímida me contestó.
Me senté enfrente de ella con tal mala suerte que al hablarle estudiaba
qué ojo me estaba observando. Deprisa descubrí que se trataba del derecho,
que miraba la parte izquierda de mi cuerpo, ya que el otro hacía un repaso
del restaurante que estaba a su izquierda.
–Curioso nombre de hotel –dije–. ¿Sabe qué significa la palabra L’isard?
–No –negó.
–L’isard significa en catalán «cabra montesa». ¿Dónde vive usted? Usted
vive en Cabra Montesa. ¿Dónde estamos? Estamos dentro de Cabra Montesa.
—75—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Al ver que no le hacía gracia mi explicación cambié en seguida mi tono
de voz por uno más serio, aunque observé que la chica me miraba fijamente
con su ojo derecho, el otro estaba todavía en el restaurante.
–Tenía que encontrarme con dos personas...
–Sí, mi amiga está arriba en la habitación –me informó, interrumpiéndome.
–¿Por primera vez en Andorra?
–Sí.
–En Andorra existen dos estaciones, dos zonas de esquí. La primera se
llama Vallnord y está compuesta por tres montañas: Pal, Arinsal y Arcalis.
Las dos primeras están unidas con telecabinas y la última, aunque está lejos
de la capital, es una de las favoritas por los esquiadores gracias a sus largas
pistas y a su buenísima nieve. La otra estación, Grandvalira, es la más grande
de todo el Pirineo. Se puede esquiar desde Encamp, a tres kilómetros de
aquí, hasta Francia que se sitúa a unos veinticinco kilómetros.
–Sí, Thomas, pero nosotras no hemos venido a esquiar.
–Pero, ¿cómo que no? Para conocer Andorra hay que conocer estos
pintorescos lugares.
–Sí, Thomas, pero nosotras no esquiamos.
–Eso tiene arreglo. En todas las estaciones existen escuelas de esquí donde
los monitores hablan ruso.
–Sí, Thomas, pero...
–Muchos de ellos son rusos. Estoy seguro de que en un par de días ya
podrán esquiar en las pistas rojas.
–Sí, Thomas, pero...
–Las pistas, según el tipo de dificultad se dividen en: verdes, para
principiantes; azules, las más populares; rojas, para esquiadores expertos
y negras, que yo las llamo pistas Meritxell, como el nombre del hospital
andorrano.
Al fin vi que por debajo del ojo derecho se había movido la comisura de
su labio hacia arriba. Por fin le hice un poco de gracia. Eso me tranquilizó
bastante, aunque todavía me sentía analizado y penetrado por ese enorme ojo
derecho hasta que, de improviso, entró en el hotel mi amigo y compañero
de trabajo, Pepe. Nos saludamos y le presenté a mi turista. Pepe se sentó
—76—
El síndrome de l’isard
con nosotros, a su derecha. Entonces, ocurrió una cosa curiosa y muy
despistante para mí. Su ojo derecho desapareció y el del restaurante me
observó. Abrí un plano de Andorra para enseñarle todo lo que le estaba
explicando anteriormente y, de repente, el de la derecha volvió a su sitio y
el otro, regresó al restaurante.
–Esto es Andorra. ¿Usted es de Moscú?
–Sí –afirmó.
–La ciudad de Moscú es más grande que todo el país donde nos
encontramos. Aquí está la zona de Vallnord y aquí la de Grandvalira. Para
ambas, hay transporte gratuito de nuestra agencia, autocares que salen de
la parada que hay al lado de L’isard. Así pues, creo, que como están por
primera vez en Andorra, deberían comprar un super ski pass, que se llama
Ski Andorra y sirve para cualquier estación andorrana. ¿Qué le parece?
–Pero...
–No acepto ningún «pero» como respuesta, tan solo dígame si esta idea
le complace. Creo que un forfait para todo el país es la mejor opción en
su caso al tratarse de su primera vez aquí. Mañana podría empezar en Pal.
Allí tenemos nuestra tienda de alquiler que se llama Pic Negre. Si me dice
la fabulosa palabra «sí», en seguida le escribiré un bono para los forfaits y
otro para el alquiler de los esquís.
–Pero...
–Si todavía seguimos con la palabra «pero» nunca vamos a esquiar y
esta ocasión no se puede desaprovechar. Usted y su amiga van a empezar a
esquiar en Andorra y estarán muy agradecidas, pues en este deporte, donde
el contacto del hombre y de la naturaleza es único, hace sentirnos libres,
endrogados, felices y escogidos. Sí, esa es la palabra escogida para descubrir
los secretos de esa simbiosis misteriosa a nuestro alcance, para experimentar
que formamos parte de este maravilloso mundo en el que vivimos. La
experiencia será única e inolvidable. Le puedo asegurar...
Pepe estaba escuchándome con mucha atención, igual que mi turista de
ojos antipodoicos. Al final me compró los forfait Ski Andorra y el alquiler
de los esquís en la tienda Pic Negre. Una vez cobrados los servicios tenía
ganas de irme ya. Me sentía incómodo ante el paseo de sus ojos: el de
—77—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
la derecha mirándome, el de la izquierda contemplando el restaurante, y
cuando el de la derecha desaparecía venía el de la izquierda para vigilarme.
Me incorporé para despedirme de ella y, cuando casi nos íbamos, por la
escalera bajaba una chica.
Clic-clic, escalón y clic. Clic-clic de la pierna izquierda y clic de la pierna
derecha. Clic-clic, un escalón y clic en el mismo escalón. Miré a la bizca. Sus
ojos bailaban en todas las direcciones. ¡Y desde las escaleras ese clic-clic y clic!
–Tania, este es Thomas, nuestro guía.
–Encantada –dijo.
–El placer es mío. Ya me iba porque tengo visita en otro hotel y me he
retrasado. Su amiga ya lo tiene todo. Si hay algún problema vengo al hotel
L’isard a estas horas prácticamente cada día. Otra vez encantado y buenas
noches –expliqué sin detenerme.
–Buenas noches –correspondieron.
Los dos, Pepe y yo, salimos del hotel en absoluto silencio. Un vez en
la calle mi amigo me observó y yo le respondí con mi cara inocente, mis
hombros subidos y los brazos un poco abiertos.
–¿Has vendido forfaits a una chica sin piernas, con dos prótesis? –
pronunció.
–Pepe, cómo podría saberlo. Yo no soy adivino. ¿Cómo podría haberlo
sabido? –repetí.
–Pero al final lo has visto.
–¿Y qué? ¿Qué querías, que le dijera a la chica que me devolviese los
bonos porque su amiga no tiene piernas? ¡Cómo podría decir una cosa
semejante! ¡Ya está! ¡Ya está hecho! Claro, si mañana vienen a verme y
quieren que les reembolse el dinero, claro que lo haré. Pero, ahora ya está.
Aunque a mis clientas les aseguré que tenía otra visita en otro hotel, no
era verdad. Tan solo quería salir lo antes posible del L’isard y desaparecer.
Nunca en mi vida me había pasado una cosa igual. No supe reaccionar en
el momento. El único alivio a mi malestar era que al día siguiente podría,
de algún modo, arreglar esta incómoda situación. Fui con Pepe a cenar.
La mañana después, durante mi visita al hotel, pensaba en verlas de
nuevo pero ni al día siguiente, ni los demás días las vi. Nunca más las vi.
—78—
El síndrome de l’isard
Habían desaparecido las dos. Cuentan las leyendas urbanas, y contadas por
mi amigo Pepe, que en la primavera de aquel año habían encontrado en la
falda de la montaña dos piernas de madera y, por encima de un nido, un
enorme ojo. Son bromas que a mí no me hacían mucha gracia, más bien
me dolían, hasta que un día hablé con una de mis turistas, psicóloga. Ella
me aseguró que a la gente con ciertas discapacidades físicas les gusta que
otros les traten como a los demás, como a la gente normal. También me
dijo que esta clase de personas tiene mucho más sentido del humor sobre
sus incapacidades que el que nosotros podamos imaginar. Me tranquilizó.
Además, aprendí que si alguien me dice la palabra «pero», he de escucharle
hasta final.
—79—
LA CAGE AUX FOLLES
La temporada de nieve en Andorra empieza en diciembre y termina en
las primeras semanas del abril. Es cuando tengo vacaciones obligatorias hasta
el momento en que la empresa para la cual trabajo decida contratarme para
la temporada de verano en la costa. Este sistema de trabajo temporal no
tiene nada bueno, pues cuatro meses al año sin ingresos, y con facturas que
llegan cada mes, encierran un círculo vicioso: lo que ahorras con dificultad
en verano, se va rápido en otoño y lo que ahorras en invierno, desaparece
más deprisa todavía en primavera. En verano suelo trabajar en la costa del
Maresme donde vendemos excursiones no solo a Barcelona y a los sitios de
máximo interés cultural en Cataluña, sino, también, al resto de España y
sur de Europa.
Una de ellas es la excursión llamada popularmente por los guías: «Toros».
Durante la excursión enviamos a los turistas a la Monumental de Barcelona
para ver una corrida de toros y después a las fuentes mágicas de Montjuic.
Es una excursión bastante conocida en el mercado ruso y se vende de forma
muy fácil con una comprensiva abundancia. Un domingo por la noche
recibí una llamada de una guía que llevó a mis turistas a ver los toros. Por
su voz noté que estaba bastante nerviosa y apenas la entendí cuando me
pasó al teléfono un grupito de mis turistas cuyo portavoz me hablaba con
una alterada voz subida de tono.
–¿Es usted Thomas?
–Sí, soy yo –contesté.
–¡¿Nos podría explicar cómo es que nos ha vendido la excursión a fuentes
mágicas y las fuentes no funcionan?!
–Perdone, yo les vendí corrida de toros con las fuentes...
–¡Eso ya lo sabemos, pero las fuentes también y las fuentes no funcionan!
–me interrumpió el turista.
—81—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Pues lo siento, no sé por qué hoy las fuentes no funcionan. Páseme a
la guía y se lo preguntaré a ella...
–¡Ella tampoco lo sabe! ¡La responsabilidad es suya! Usted vende las
excursiones y tiene que saber lo que vende! Seguramente usted lo sabía y
no ha dicho nada…
–Oiga usted, si sé que no iba a haber fuentes, le aseguro que no me
cuesta nada comunicárselo antes de vender. ¿Qué culpa tengo yo de que
las fuentes se hayan estropeado?
–¿Estropeado? Nada de eso. Hay una agrupación aquí y por eso no
funcionan.
–¿Que agrupación? –quise saber.
–Una muy escandalosa. ¡Ahora mismo vamos a llamar a la policía por
esta estafa! ¡¿Qué se ha creído, que puede engañar a la gente de este modo?!
–¿Engañar? Mire, si quiere, llame a la policía. Es usted mayor de edad
y sabe lo que hace. Ahora pásele el teléfono a la guía...
Ni terminé la frase cuando oí que decía a otras personas que iba a llamar
a la policía y me colgó el teléfono. En seguida intenté ponerme en contacto
con la guía para que me explicase lo que realmente había sucedido, pero
el aparato estaba apagado y no pude contactar con ella. Con mis años de
experiencia en turismo aprendí que mi trabajo con el teléfono a disposición
de mis turistas durante veinticuatro horas no puede, de ninguna manera,
afectar a mi vida privada. Tan solo hice un corto repaso de la llamada
y, clasificándola de poca importancia, continué con mi cena como si no
hubiese pasado nada.
Al día siguiente fui a trabajar. Los guías de hotel tenemos unos horarios
de visitas durante cuales atendemos a los turistas, les damos toda clase de
informaciones, respondemos a sus cuestiones y les vendemos las excursiones.
Me senté detrás de mi mesa cuando, de pronto, llegaron como ocho hombres,
literalmente me acorralaron y uno tras otro empezaron a hablar al mismo
tiempo.
–Somos nosotros, los de ayer –decía uno.
–Le llamamos anoche por el incidente que se produjo. Usted nos vendió
la excursión para ver las fuentes y las fuentes no estaban –decía otro.
—82—
El síndrome de l’isard
–Ya, es una cosa del ayuntamiento... –intenté contestarles.
–¡¿Qué ayuntamiento?! –gritó el otro.
–Esto es una estafa y bastante gorda...
–No sabe quiénes somos nosotros...
–La agencia que vende excursiones debería saber si hay o no hay fuentes...
–¡Alguien pagará por esto!
–¡¿Pero que se ha creído?!
Les miré uno por uno. Intentaba captar las palabras y frases que estaban
pronunciando en el mismo momento. Estaba sentado. Mi cabeza giraba con
lentitud de un lado al otro. Incluso la moví hacia atrás porque uno detrás
de mí, un señor en sus cincuenta, poseía la voz espectacular de un chico
joven antes de la pubertad. Me sentía como en la jaula de los locos. ¡No
paraban! Me preguntaba cuánto significaban las fuentes mágicas para esos
hombres hasta el punto de demostrar ese nivel de furia y desesperación.
Por un momento también pensé que todo eso podría ser una broma de mis
compañeros. Escuchándoles llegué a la conclusión de que tal vez había una
cámara oculta para ver mi reacción.
Realmente estaba atrapado en la jaula de los verdaderos locos. «Estafa, lo
pagarás, vergüenza, no sabes quiénes somos nosotros, verás cuando volvamos
a Moscú, somos gente importante, esto no quedará así, imbécil…». Esta
última palabra poseía un color rojo y, de repente, me sentí como un toro
de seiscientos kilos de la mejor granja andaluza. Me levanté y empecé mi
turno, mi respuesta. Tenía carta blanca porque si uno me insulta nadie me
detiene, ni si quiera yo me puedo detener. Además, en ese duelo de locos
gano yo si quiero…
–¡Basta ya! ¿Imbécil!? ¿Quién me ha llamado imbécil? ¿Qué se han
creído? Primero: ¡a mí no me van a gritar más! Segundo: ¡un insulto más y
seré yo quien llame a la policía! ¿Qué creen, que estamos en África? ¡¿Tan
importantes son y no saben comportarse?! Y, tercero: ¡si quieren quejarse
de fuentes, de toros, de excursiones y de mí, quéjense a la representante de
Natalie Tours! Se llama Julia.
De pronto, mi reacción provocó un gran silencio. Me observaban todos
cuando marqué el número de Julia y, al oír la señal, les dije:
—83—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–¿Quién va hablar con ella?
Uno estiró la mano y cogió el teléfono en silencio, se apartó y empezó a
hablar con Julia. Los demás le siguieron. Solo se quedó uno.
–Thomas, perdone nuestros nervios. ¿Podría hablar contigo en un sitio
apartado?
–Vamos, por favor –contesté, con cara de enfado.
Una vez al otro lado de la recepción nos paramos. Él, lentamente, miró
a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie lo escuchaba.
–Thomas, otra vez te pido disculpas por nuestra reacción. Me gustaría
decirte una cosa. Mis amigos y yo somos miembros –cuando pronunció
la palabra «miembros» no dudé de lo que en verdad eran–, de un partido
de derecha. Importante partido en Rusia. Aquí quizás nos llamarían un
partido de extrema derecha. Contamos con unos valores puros y fuertes, con
una moralidad intacta. Protegemos la familia. El concepto de familia que
tenemos es maravilloso. Somos patriotas. Recordamos a nuestros abuelos
que perdieron su vida por proteger nuestra patria. Y nosotros la protegemos
luchando contra las plagas internas que debilitan una familia y un país. Así,
explicado, quizás será más fácil de entender que estamos en contra de los
gays y las lesbianas.
–Perdone, pero estoy confuso. ¿A qué viene ahora lo de gays y lesbianas?
–Es que no estamos tan furiosos por lo de las fuentes, sino porque nos
habéis llevado al orgullo gay...
–No lo sabía –respondí, sorprendido, mientras dominaba mi risa interna.
–Pero la guía, sí. ¡Ella sí que lo sabía! La pedimos salir de allí, le explicamos
quiénes somos nosotros y ella nos contestó que teníamos la oportunidad
de ver a gente feliz y contenta. ¿Se lo puede imaginar? ¿Qué pintamos
nosotros en el epicentro de la fiesta gay, en el día del orgullo gay? ¡Orgullo!
¿Se lo puede imaginar? Entre toda aquella gente enferma... Piense por un
momento que alguien nos hubiera reconocido. ¡Había muchos rusos allí,
créame! ¿Y si alguien de la prensa nos ha hecho fotos? ¿Puedes comprender
el escándalo que podrá producirse en nuestro país?
–Pues, ¿por qué no cogieron un taxi? ¿Por qué permanecieron allí si tan
peligroso era para ustedes ese ambiente festivo?
—84—
El síndrome de l’isard
–Había tanta gente que perdimos unos compañeros, por eso...
Lo estaba escuchando, pero me moría de ganas de reír, pues realmente
era de guasa: los componentes de un importante partido político de extrema
derecha festejando el día internacional del orgullo gay en Barcelona. Para
suavizar, y con previos sentimientos de estar enojado, recordé un fragmento
de una maravillosa película francesa y le contesté:
–Mire, lo que les ha pasado a ustedes no es tan grave..
– ¡¿Cómo que no!?
–Déjeme explicarle algo... ¿Ha visto una película llamada La cage aux folles?
–Pero, Thomas, para que me sales ahora con una película...
–Porque creo que es una película que tanto usted como sus amigos del
partido deberían ver obligatoriamente. Lo que les ha sucedido a ustedes no
es nada comparando con lo que narra esta película.
–A mí, ¡qué me importa! –me interrumpió.
–Sí que le importa para entender muchas cosas y para saber que la vida
es algo más que el pensamiento de unos o de otros. En este largometraje,
entre otras cosas, hablan de la verdadera desgracia que ocurrió en un partido
francés llamado La Unión Moral de Francia, cuyo presidente murió en brazos
de una prostituta, en brazos de una prostituta menor de edad... ¡Menor de
edad y negra! Eso sí que es una desgracia, no el estar en el día de orgullo gay
y ver a gente feliz y contenta, como les ha dicho la guía de la excursión...
–¿Sabes? –me cortó, de nuevo–. Tú no lo entiendes, tú no entiendes nada.
–¿Que yo no lo entiendo? Me alegro por Ustedes que lo entiendan y, si
realmente lo entienden, ¿por qué tanta rabia?
En el otro lado de la recepción observé una pequeña movida entre los
hombres que hablaban con Julia. Por lo visto habían terminado de hablar
con ella. Entonces, volvimos todos a mi mesa. El que tenía mi móvil en su
mano, me lo devolvió y dijo:
–Esta Juia...
–Se llama Julia –le corregí.
–Pues, esta Julia, no la he entendido. Ella no sabe con quién hablaba,
pero se enterará cuando vuelva a Moscú, porque haré lo imposible para que
pierda su trabajo.
—85—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Pero Thomas sí que sabe quiénes somos. Se lo expliqué para que
entendiera la gravedad de la situación.
Al sentarme en la silla, otra vez me acorralaron, hablaron casi todos a
la vez.
–Imagínate... Soy padre de unos maravillosos gemelos y allí dos gemelos
maricones bailando encima de una carroza me han enseñado sus nalgas. Iban
vestidos con un pantalón de cuero, con el culo en el aire. Fuu...
–Imagínate... –señaló otro, el de la voz de un castrati–. A mí una maricona
me dio un azote en el culo. Cogí su mano con tanta fuerza, apreté tanto
como pude y empecé a girarla hasta que el maricón, ¿sabes qué hizo?
–No –contesté.
–Me tiró a la cara un puñado de los confetis que tenía en su otra mano.
–¡A Nicolai un viejo maricón le ha besado en la cara!
–Sasza, él no era maricón... ¡Llevaba tetas, no era maricón!
–¡Esas tetas eran falsas!
–¡Eran verdaderas!
–Eran falsas...
–Sasza, ¿a mí me vas a cuestionar si eran falsas o verdaderas? –girando
la cabeza de un lado al otro, repitió de nuevo–. ¿A mí me lo vas a decir?
Sus enormes tetas eran de verdad. No era maricón, te lo aseguro, Sasza.
Lo que ocurre es que llevaba demasiado maquillaje y tú creías que era
maricón.
–Señores, creo que necesitan relajarse, olvidar lo que ha pasado en
Barcelona. Ha sido una experiencia nueva y ya está. ¿Por qué no van
esta noche a un club de chicas y se diviertan un poquito? Les doy una
dirección...
–Thomas, por favor, pero, ¿qué estás diciendo? –me interrumpió Nikolai–.
No buscamos esa clase de divertimientos. Veo que tú no entiendes nada.
–Otra vez si entiendo o no entiendo... Pues yo les digo que me alegra
que ustedes entiendan. También a su amigo le recomendé una película que,
a mi forma de ver las cosas, deberían ver todos ustedes...
–Chicos, vamos, esto lo solucionaremos en Moscú –de nuevo cortándome,
dijo Nikolai.
—86—
El síndrome de l’isard
Se fueron todos lentamente hacia el bar del hotel. Qué gente tan rara,
pensé. Ni chicos ni chicas. Infelices. Empecé a recoger mis cosas y, cuando
ya me iba, casi corriendo vino uno de ellos.
–Thomas, apúntanos la dirección de ese club, por favor –me pidió y
sonrió como un niño travieso.
—87—
C.A.I.
Muy cerca de Barcelona, en una de las costas catalanas, se encuentra un
hotel donde se podría escribir un libro entero de las historietas y los relatos
más surrealistas que uno pudiera imaginar y, aún así, los escritos estarían
bajo sospecha de pura ficción. ¡Y de ficción nada!
Ese edificio, inaugurado hace cincuenta años o más, a día de hoy
no ha cambiado ni un ápice. El tiempo se ha encargado de que fuera
perdiendo paulatinamente el esplendor de los primeros años y, hasta las
cutres habitaciones que utilizaban los trabajadores, se han convertido
en dormitorios de miedo y de pánico para los turistas «low cost» menos
afortunados.
Año tras año, cuando entro allí, soy testigo de la descomposición de
las viejas infraestructuras del hotel, cada vez más visibles y sorprendentes.
Hasta las viejas pinturas colgadas en las paredes carecen de su colorido y
nos hablan de «tempus fugit», sirven tan solo como sordos recuerdos para
los propietarios o para asustar a los turistas más sensibles.
La semana pasada me puse muy triste al entrar al edificio y observar
que habían mutilado el único lavabo ecológico que existía en la costa. En el
servicio masculino, por una pequeña ventana siempre abierta, entraban dos
ramas de una frondosa morera de amplias hojas que además de ser hermoso
de contemplar, a la vez era práctico en un hotel donde todo escaseaba,
incluido el papel higiénico.
Sin embargo, el fuerte pensamiento ecologista persiste en el lugar en
otras formas. Los camareros tienen la orden de separar las servilletas de
doble capa para hacerlas de una sola antes de abrir el restaurante. Uno se
puede preguntar por qué lo hacen. No hace falta este tipo de preguntas, hay
que imaginar cuántos árboles se pueden salvar haciendo dicha labor. Todo
para el bien de la humanidad. Además, ¿a quién se le ha ocurrido hacer
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
servilletas tan gruesas? Poco comprensible en los verdes pensamientos de
los propietarios.
Unos días después de la brutal amputación de movimiento ecologista
en el lavabo, estaba sentado en el vestíbulo del hotel cuando, de repente,
apareció un señor mayor. Llevaba el cabello blanco y los ojos azules, cuya
profunda mirada atravesaba a la persona que estaba delante de él.
–Perdone, ¿usted es Thomas? –preguntó.
–Sí, señor, soy Thomas –respondí.
–Mire, me han dicho que a las seis de la tarde tenemos un encuentro
con usted pero, si no le importa, me gustaría charlar ahora mismo, si no le
interrumpo algo más importante.
–No, por favor, siéntese –accedí.
–Thomas, en Moscú me han vendido este hotel, pero lo que no sabía es
que tendría una habitación C.A.I.
–¿C.I.A? –le interrumpí, sin saber a qué se refería el señor mayor.
–No C.I.A., sino C.A.I.; aunque lo que hace la CIA es muy parecido
al CAI que yo me refiero. Ahora le explicare qué es, no obstante, antes
permítame presentarme. Soy profesor de medicina en Moscú. Neurocirugía
es mi especialidad. Toda mi vida la he dedicado a salvar vidas y a enseñar,
a preparar a nuevas generaciones de médicos neurocirujanos. He asistido
a los más importantes simposium médicos en muchos países del mundo.
Durante los últimos años, como me he hecho mayor y tengo más tiempo,
suelo irme de vacaciones cada verano a un país diferente. He estado en
Dubai, Tailandia, Cuba y Turquía, entre otros. Este año decidí descansar
en España y compré este hotel siguiendo los consejos de un vendedor
joven. Me informé de que la relación calidad-precio del hotel es una de
las mejores ofertas que disponían. Al comprarlo, nunca imaginé que en
Moscú me podrían vender una habitación C.A.I. Y ahora le voy a explicar
lo que significa. Habitación C.A.I. es una habitación con «Coito Anal
Incluido».
–Señor, ¿qué me está diciendo? –le corté.
–Sí, Thomas, con «Coito Anal Incluido». La persona que me vendió el
dormitorio, en Moscú me dio por el culo. Usted, Thomas, imagine una
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El síndrome de l’isard
habitación interior, con una ventana del tamaño de mi pequeña almohada
y a una altura, que ni siquiera subiéndome en la silla. alcanzo a ver qué
hay tras ella. A parte, tengo un desfile de hormigas que realmente podría
ser alarmante para otro huésped, pero yo, como he hecho unos cursillos
de medicina natural, no me asustan tanto... ¿Sabe?, si usted deja en un
hormiguero un pañuelo, las hormigas desprenden un líquido que puede
ser curativo para muchas dolencias reumatológicas. Pero, bueno, eso ya no
viene al caso. Esto es lo que yo llamo habitación C.A.I. Lo más triste es
que en la recepción me dijeron que la ocupación del hotel es del cien por
cien y no existe posibilidad alguna de efectuar un cambio de habitaciones.
–¡Dios mío! –exclamé, con voz tímida–. Ahora mismo voy a informarme
si se pudiera hacer un arreglo...
–Thomas, no se preocupe, en recepción ya saben lo que pienso de esta
pocilga y tienen en cuenta un posible cambio en los próximos días. Y,
refiriéndose a las hormigas, me han prometido un spray para matarlas.
–Lo siento –dije.
–Ah, ¿sabes? ¿Le puedo tutear?
–Claro que sí, por supuesto...
–¿Sabes? –repitió–. La vida es como un boomerang. Si haces el bien a
los demás, lo bueno volverá a ti. Si haces el mal a los demás, el mal recibirás
como respuesta. Si alguien es bueno conmigo, pues yo también lo soy con
esta persona. Si alguien es malo conmigo, pues yo también. Si alguien me
ignora, pues yo le ignoro. ¿Conoces eso de poner la mejilla derecha cuando
te han pegado en la izquierda? Francamente, no va conmigo. Todo esto te
lo estoy diciendo porque si alguien me ha dado un C.A.I, pues puedes dar
por seguro, Thomas, que yo también le daré un C.A.I.
El profesor seguía hablando despacio sobre el plan que estaba preparando
para el vendedor que le vendió el dormitorio C.A.I. Tenía un sentido del
humor muy especial, daliniano, me gustaba mucho escucharle. Quizás, esta
forma de percibir las cosas me permitió decirle:
–Señor, ¿una sugerencia?
–Dime, Thomas, dime...
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
–Cuando devuelva el C.A.I al vendedor: nada de vaselina o mantequilla.
A palo seco .
La cara del profesor reflejó una gran sorpresa. La frente, por completo
arrugada, y ojos, clavados en un punto de mi cara, me decían que el profesor
estaba analizando mis últimas palabras. De repente, sonrió y señaló:
–Thomas, excelente sugerencia. Prometo que así será.
En ese momento, se acercó una señora mayor. Una verdadera dama en
aspecto: muy elegante, con una sonrisa que reflejaba su carácter bondadoso
y una educación pocas veces vista hoy en día.
–Perdonen, caballeros, que les interrumpa la conversación, pero tengo
solo una pregunta de corta respuesta –pronunció.
–No se preocupe, ya me iba –apuntó el profesor al levantarse.
–Thomas, ¿me podría decir cada cuánto cambian las sabanas en este
hotel?
–Si me permite, a esa pregunta le contesto yo –interrumpió el profesor–.
En este hotel se cambian las sabanas en Navidad, Fin de Año, Semana
Santa y fiestas nacionales. Durante el resto del año se cambian entre las
habitaciones. Si espera unos días, podemos efectuar dicho cambio entre
nuestras habitaciones.
La señora sonrió a la vez que movía lentamente la cabeza de un a otro
lado, como si quisiera añadir: vaya, tenemos un graciosillo entre nosotros,
observando al profesor. Después de este análisis ocular, de pronto, le
preguntó:
–¿Y porque tenemos que esperar unos días para efectuar este cambio?
¿Por qué no nos las cambiamos hoy? –sonrió.
El profesor, al oír esas cuestiones se lanzo hacia ella y, con toda la clase
del mundo, estiró su brazo, cogió su mano, la besó y dijo:
–Permítame presentarme. Me llamo Nicolai. Soy profesor de medicina en
Moscú. Neurocirugía es mi especialidad. Toda mi vida la he dedicado a salvar
vidas y a enseñar, a preparar nuevas generaciones de médicos neurocirujanos.
He asistido a los más importantes simposium médicos en muchos países del
mundo. Durante los últimos años...
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El síndrome de l’isard
Con delicadeza, recogí mis cosas de la mesa y, sin interrumpir el
monólogo del profesor, fui hacia la puerta. Desde allí giré mi cabeza.
El hombre susurraba al oído de la dama el resumen de su vida. Ella, sin
embargo, miraba hacia la puerta y cuando dije «adiós», con un discreto
movimiento de mano, se despidió de mí. Hacían una pareja entrañable.
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SINDROME DEL L’ISARD
Cuando llegué a Andorra, no imaginé que esas tierras me fueran a enseñar
a mí cómo convivir con la nieve. A mí, a un polaco nacido en un país
donde las cuatro estaciones del año están bien marcadas, donde la dureza
del invierno realmente puede alcanzar límites insospechados y siempre
sorprendentes, por más que uno crea que lo ha visto todo.
Tampoco pensé que iba a ser el descubridor del término «síndrome
del l’isard», el cual se podría definir como el conjunto de actuaciones o de
comentarios de un ser humano que no tienen lógica ninguna, ni sentido;
un acto surrealista, producto de una mente espesa o por completo torcida y
entendida tan solo por la gente que sufra el mismo síndrome. Y nunca creí
que, viviendo tantos años en Andorra, desde el primer momento pudiera
padecer este síndrome hasta convertirse en una enfermedad crónica.
A finales de los años noventa, vivía en un hotel donde uno mismo, si
extiende las manos hacia arriba, puede acariciar las estrella y la luna. Pic
Maya es un hotel que se encuentra en la carretera más alta de Andorra, tal
vez de todo el continente. Por aquel entonces se trataba de un hotel para
los verdaderos amantes del esquí, pues al rededor de él, a parte de una
gasolinera y un pequeñito supermercado, no había nada más. Eso sí, uno
se podía tirar con los esquís desde las faldas de la montaña y descender
hacia Pas de la Casa y luego coger el telesillas, esquiar por todo el dominio
hasta las últimas horas de la tarde para, finalmente, regresar a su refugio,
a su Pic Maya.
Las noches allí eran mágicas. Cuando observaba el cielo nocturno
siempre me sentía como un niño en el universo: pequeñito y grande
a la vez. Pequeño, porque imaginaba las dimensiones de la galaxia y
grande, por experimentar que estaba en el centro de todo aquello, y que
mi ombligo era el misterioso núcleo de lo que uno puede ver y sentir.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Recibía mucha energía positiva en aquellas noches cuando rezaba hacia
el orden y la grandeza que me arropaba, cuando rezaba hacia el dios de
mi pasado, presente y futuro.
Ya era tarde, mañana madrugaba. Tenía un transfer hacia el aeropuerto
de Barcelona con mis pocos turistas, tan solo dos de Encamp y unos doce
de Andorra la Vella. Y yo estaba todavía en la ventana de mi habitación.
Observaba la espectacular nevada mientras buscaba una explicación de por
qué me gustaba tanto ese fenómeno atmosférico. Cada vez que nieva me
siento tan feliz como un niño con su mejor juguete, o como un adolescente
después de su primer beso, o un chico joven después de hacer el amor por
primera vez, o como un hombre maduro, contento, al entregar su propio
«yo» a alguien.
Cada vez que nieva me pongo sexualmente alterado, siempre he pensado
que la nieve tiene algo afrodisíaco. Pero, sobre todo, he de destacar que al
nevar, noto que se convierte en un acto de purificación. Durante la nevada se
nos brinda la oportunidad de hacer un borrón de las malas cosas del pasado
y se nos proporciona una nueva energía que nos puede servir para ser más
fuerte a la hora de afrontar con éxito las dificultades del futuro.
Por la mañana estaba muy cómodo y perezoso en la cama. No sé si estaba
soñando con ruido hasta que, de golpe, abrí los ojos como un muchacho
poseído por un espíritu negativo.
–¡Joder, joder, joder! ¡Cómo es posible que no oyera el despertador!
–exclamé.
Salté de la cama y corrí al lavabo. Únicamente contaba con cuarenta
minutos para coger el autobús en Encamp, que está a una distancia de
unos veinte kilómetros de mi hotel. Cuarenta minutos para recoger a mis
primeros turistas y llevarlos al aeropuerto de Barcelona. Cuando salí de mi
habitación, no esperé al ascensor, sino que bajé deprisa por las escaleras para
no perder el tiempo. En recepción no había nadie. Salí del edificio y mis
ojos no daban crédito a lo que veían. Todos los coches estaban enterrados
por la nevada de la pasada noche.
–¡Dios mío! ¿Por qué me estás castigando? ¿Cómo lo hago ahora? ¡Claro!
Tanta alegría porque estaba nevando... pues ahora, jódete –estaba hablando
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El síndrome de l’isard
conmigo mismo y a la vez quitando la nieve de la parte trasera del automóvil
con las manos y sin guantes–. Quizás, será mejor quitar la nieve de la puerta
y poner el coche en marcha –pensé en voz alta. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Vaya
castigo! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Con las manos congeladas retiré casi toda la nieve de la parte trasera del
coche y de la puerta del conductor. Por fin pude intentar abrir la puerta.
Empecé a buscar las llaves en los bolsillos de mi pantalón, al mismo tiempo
que me secaba las manos frotándolas con la tela, calentándolas con mi
aliento, pero no tenía tiempo para más. Saqué las llaves y apreté el botón
de apertura a distancia para escuchar el clic. Pero, este clic no abrió el
automóvil, sino mis ojos, los mismos de antes, los de un niño exorcista,
aunque, también, la puerta del coche que estaba a mi espalda.
–¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡La madre que me parió! Ese no es mi coche. El
mío es este. Joder, ¿qué pasa?
Como un loco, me puse a desenterrarlo, esa vez mi coche de verdad.
Primero, quité la nieve de la puerta para poner el coche en marcha y luego la
de la parte trasera. Cada vez que pasaba mi congelada mano por la nieve, en
vez de sentir el afrodisiaco y la purificación de la noche anterior, experimenté
la impotencia y la maldad: la nieve traidora del presente. Cuando entré en
el coche, calenté mis manos congeladas, pues el dolor era tan grande que
seguramente con mis lamentos desperté a más de un huésped alojado en el
hotel. Además, no era capaz de introducir las llaves en el contacto, ya que
el frío me lo impedía.
–¿Por qué siempre me pasan estas cosas? –me preguntaba una y otra vez.
Puse la calefacción a tope para calentar no solamente la cabina del coche,
sino, sobre todo, la ventana con los limpiaparabrisas que estaban pegados al
cristal. Todavía faltaban quince minutos para estar en el autobús del transfer
que, segurísimo, ya me estaría esperando en el Encamp y yo aún con el
cristal delantero congelado.
–¡Cálmate! Si se puede, se puede; si no se puede, no se puede. El
autobús no me abandonará, no pasará nada y la gente entenderá lo que
me ha ocurrido por la nevada –intentaba dar explicación a mis alterados
nervios.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Salí del coche para limpiar un poco más los cristales. No contaba con
nada para rascar la nieve helada. Con las uñas hice un pequeño círculo en la
mitad del cristal delantero y con movimientos circulares iba aumentando el
agujero. Fue raro que, en esa avalancha de nervios, recordase cuando tenía
seis o siete años y con mis amigas del patio íbamos a lugares apartados para
hacer un agujero en la tierra, depositar pétalos de flores y, luego, taparlo
con un cristal y cubrirlo con una fina capa de tierra. Eran nuestros secretos.
Así lo llamábamos, «los secretos». Para verlos de nuevo había que poner el
dedo encima del vidrio y, con movimientos circulares, quitar la tierra para
ver el valioso secreto allí depositado.
Ahora, con diez dedos y lo más rápido posible, intentaba descubrir
el secreto de mi estupidez, realizaba un sinfín de movimientos circulares
para dejar el cristal limpio y retirar esa horrible capa glacial. Al no poder
hacer el círculo más grande, entré al coche. Mis dedos estaban en verdad
desfigurados. Poseían una forma extraña, como si no fuesen mis dedos,
más bien aparentaban ser los dedos de un pianista frustrado que estuviera
tocando una pieza trágica, escrita para órganos.
–Lo más frustrante es que seguramente en el otro lado del océano, en
una playa caribeña con arena blanca de coral, bajo una palmera torcida,
hay alguien que en estos momentos está tomándose un afrodisíaco cóctel y
respira una ligera brisa... ¿Por qué ese alguien no puedo ser yo?
Despacio, conduje hacia abajo por la carretera cubierta de nieve por
completo. Los palos existentes a ambos lados de la misma me indicaban
su forma serpentinesca y los limpiaparabrisas me ponían cada vez más
nervioso con sus movimientos de un metrónomo. Mis pensamientos,
entonces, volaron en su particular juerga, saltar de un tema a otro: «qué
diré al conductor del autobús», «qué diré a los turistas», «qué pasará si
pierden el vuelo» y, por encima de todo, «a quién se le ha ocurrido llamar a
este tiempo “tiempo de fortuna”», porque así me lo enseñó mi profesor del
castellano. «Cuando nieva mucho, se dice que son tiempos de fortuna». ¡La
madre que le parió a él y a sus fortunas!
La visibilidad era pésima. Para ayudar a mis hipertensos limpiaparabrisas,
decidí echar un poco de agua. En principio no salía nada de los tubos,
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El síndrome de l’isard
porque estaban bien congelados pero, gracias a mi insistencia, vi los
primeros chorritos que se parecían un poco al «orgasmo masculino en
edad bastante avanzada». Yo seguí insistiendo. Necesitaba los cristales
un poco más limpios para poder ver lo que pasaba afuera del coche. Tan
solo un disparo fuerte de agua, «un orgasmo de adolescencia» mejoraría
la visibilidad.
Esa lucha con la naturaleza muerta constituía la consecuencia de que la
naturaleza viva debía acudir a mi filosofía: sentirme jesuita. Para alcanzar
la meta final, llegar al destino, conseguir lo planeado tanto en las cosas
más importantes como en las de menor importancia, siempre me sentía
jesuita porque, para ellos, conseguir lo marcado era sagrado. Les daba
igual los medios, lo único que importaba era el resultado. Mi adoptada
filosofía de los jesuitas me proporcionaba fuerza y en ese instante no podía
ser diferente.
–Yo... quiero... ¡limpiar este puto cristal con agua! –dije en voz alta,
mientras le daba continuamente a la palanquita que estaba por debajo del
volante.
De repente, empezó a salir agua con un fuerte chorrito, como si fuera
la respiración de una ballena, y mojó todo el cristal.
–No, madre mía, pero, ¡¿esto qué es?! ¡No!
Todo el cristal, de forma inesperada, se cubrió por una capa de escarcha.
Tuve que parar el coche. No se veía nada. De mi boca salieron exclamaciones
de cortas oraciones, insultos y preguntas dirigidas a mi Dios y a mí mismo.
Esa vez fui más prudente y limpié el cristal con la manga de mi jersey.
La limpieza fue mucho más fácil y rápida. Entonces, a mi mente, otra
vez, le sobrevino la imagen del Caribe, de la palmera y de ese alguien
que en esos momentos estaba sonriendo o, mejor dicho, tapando su risa
desproporcionada.
–Y, ¿sabes, Thomas, por qué? –me cuestioné–. Porque ese alguien está
imaginado que un gilipollas polaco no sabe que no se echa agua al cristal
en estas circunstancias.
Empecé a reírme de mis propias palabras que salían de una boca
igualmente torcida como la de la palmera. La hora de recogida de los
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
primeros clientes estaba prevista a las cuatro y eran las cuatro y veinte de
la madrugada, es decir, ya llegaba tarde. Pero, no sé por qué razón, una
vez que conseguí limpiar los cristales y ver a la perfección, me entró una
sensación de gran tranquilidad. Conduje el coche sin ninguna velocidad
exagerada, aunque mi mente todavía estaba atormentada y hacía su propio
análisis de lo ocurrido. Nunca me ha gustado ser impuntual y nunca he
fallado a mis deberes.
–Siempre hay una primera vez –contesté en alta voz a mis pensamientos–,
y con la suerte que tengo, podría haber sido mucho peor.
Cada vez que nos pasa algo que no nos gusta, pensamos en la mala suerte
con que contamos. Lo hacemos para tranquilizarnos o, quizás, por simple
cobardía. Sin embargo, todos tenemos suerte. No hay gente sin suerte pero,
hay que entender que la suerte tiene sus cupos repartidos entre nosotros.
Mi cupo se encerraba en poseer una buena salud, algunos familiares y unos
amigos extraordinarios, mientras que a otros el cupo les afecta de una manera
diferente como en el trabajo, en el amor o en los juegos de azar.
En esa situación, llegar tarde al trabajo, conducir por una carretera
cubierta de nieve y en la madrugada, cuando todavía se nota el calor de
la cama, pedí a la vida que me cambiase el cupo de mi suerte. Bueno, sé
que un día este cupo me cambiará, lo presiento, ciegamente lo creo, por
eso, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, estoy pagando una
buena suma de dinero en concepto de impuestos de esperanza, es decir,
en apuestas y loterías de toda clase. Justo al otro lado de la ventana vi que
estaba pasando por delante del santuario de Meritxell. Fue el momento de
mi gran descubrimiento: si yo pudiese creer en Dios, como creo que un día
me tocara la lotería, sería un santo de la iglesia católica.
Ya me tranquilicé, pues la ciudad de Encamp está a un paso del santuario.
Entonces, empecé a organizarme y a preparar todo el transfer con sumo
cuidado. Estaba muy sorprendido de que nadie me hubiera llamado aún.
Tampoco mi retraso era tan grande, solo una media hora.
Al llegar a Funicamp, el sitio de recogida del autobús, comencé a
preocuparme de nuevo, pues no vi a ningún autobús esperándome. Por mi
cabeza rondaron una avalancha de pensamientos, buscaba la explicación
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El síndrome de l’isard
de por qué no estaba el conductor en su sitio. Tal vez, él también se había
dormido, tal vez, al no verme se fue al hotel Coray, nuestra primera
parada para la recogida de los turistas, o, tal vez, Luis, el propietario
de la compañía de transporte con la que trabajábamos en Andorra,
no había avisado al conductor sobre ese servicio. De todo el abanico
de posibilidades, la última resultó la más creíble. Luis es un hombre
bueno pero muy despistado. Siempre he dicho que si Pedro Almodóvar
le conociese, podría escribir el mejor guión de su vida si, únicamente, lo
observaba y lo escuchaba.
–Luis, perdóname que te despierte. Estoy en Encamp, en Funicamp y
no veo el autobús.
–¿Qué autobús? –preguntó.
–El del transfer que te pedí hace un par de días por teléfono.
–¿Era para hoy?
–Claro –contesté.
–Este Carlos... Ahora mismo le llamaré y te digo algo.
–Vale, pero date prisa que ya es tarde y dile que voy al hotel Coray para
tranquilizar a la gente y que nos recoja desde allí.
–Ahora te llamaré.
Aparqué el coche y fui directamente al primer hotel. En recepción estaba
un señor mayor que me conocía de vista.
–Menos mal que has venido. Los dos chavales tuyos de la habitación
doscientos cinco se han montado un fiesta que ya me han llamado dos veces
de la doscientos cuatro para quejarse del ruido.
–Y, ¿qué hacen en la habitación todavía? Deberían estar aquí abajo desde
hace tiempo.
–¿Que salen hoy?
–Sí –respondí–. Ponme, por favor, con la habitación.
En un instante uno de ellos descolgó el teléfono. De fondo se oía música y
la voz de su compañero. –Hola, soy Thomas. Ya podéis bajar, pues el autobús
está a punto de llegar. He tenido un contratiempo. –¿A dónde vamos?
–¿Cómo que adónde? Al aeropuerto. Hoy es el día de la salida. Y si no
bajáis enseguida, yo no voy a esperar, que llevamos mucho retraso.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
Escuché cuando, el que hablaba conmigo, explicaba al otro lo que yo le
había dicho. Luego, los dos se empezaron a reír como locos.
–Pero, ¿qué os pasa? –quise saber.
–No pasa nada –señaló uno de ellos a la vez que se carcajeaba–. Danos
diez minutos y bajamos.
Justamente al colgar me llamó Luis, de los autobuses.
–Thomas, Carlos ha entendido mal y estaba esperándote en Arinsal.
–Y, ¿qué hacía allí?
–Pues, no lo sé, pero ya está bajando a Encamp, no te preocupes.
–Pero, ¿qué pasa hoy? Todo el mundo llega tarde.
–No te preocupes, ahora vendrá.
–Vale, vale –contesté.
En el fondo estaba alegre de que autobús se retrasase. Siempre podría
decir que toda esta demora era debida a su impuntualidad, y no a mí. Hasta
podría asegurar que la culpa de la tardanza era de los chavales por no estar
listos a la hora prevista. Me sentía protegido en el caso de que hubiera
ataques de los turistas de la última parada, los del hotel Andorra Center.
–¿Quieres un cafecito? –oí la voz del viejo recepcionista.
–Me encantaría. Si puede ser con leche, sería estupendo.
Una hora antes, cuando estaba desenterrando los coches, no hubiera
imaginado contar con el tiempo suficiente para ese momento tan deseado:
un café caliente, con leche. En la vida, estos inesperados cambios son muy
agradables. Llegan cuando la vida misma lo decide. Era mi paga por mis
nervios y mis manos congeladas: un café caliente, con leche y un susurro
de música clásica que salía de no sé dónde.
–¿Esto que suena es Wagner? –me interesé, de repente.
–No. Es el canal de música clásica –respondió el hombre, yo todavía
más feliz con su respuesta.
Justo al acabar esa conversación, apareció el autobús y también bajaron
mis clientes borrachos. Estaban contentos y no paraban de reírse.
–Menos mal, Thomas, que nos has llamado. Hemos confundido los días
y, si no llegas a venir, nos hubiésemos quedado a vivir en Andorra –dijo
uno de ellos.
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El síndrome de l’isard
–Nunca dejo a mis turistas tirados. Vamos, de prisa, chicos, es muy tarde
para la siguiente parada.
El conductor se llamaba Carlos. Su cara manifestaba una extraña mezcla
de cabreo y sueño. Me miraba con cierto odio. Era uno de mis buenos
conocidos porque hacía años que realizábamos este trabajo juntos.
–Eh, a mí no me mires así. No es mi culpa que te hayan mandado a
Arinsal. No sé de dónde ha sacado Luis esa parada.
Carlos tragó saliva. Con la mano izquierda se frotó el rostro y, sin
mirarme, me preguntó que adónde íbamos.
–¿Cómo que adónde? ¿No tienes la lista? Vamos al hotel Andorra Center.
Y, ¿qué te pasa? ¿Por qué este cabreo? Tal vez, soy yo el que tiene que estar
mosqueado.
–¿Tú crees, Thomas, que esto es normal?
–¿El qué?
–Me llama el Papa y...
–¿Quién es el Papa? –le interrumpí.
–El Papa es Luis, así le apodamos los conductores. Me llama antes,
cuando estaba durmiendo, y me grita que por dónde ando, que debería
estar en Encamp desde hace más de media hora.
–¿Qué dices?
–Lo que oyes. Yo no estaba en Arinsal. Estaba durmiendo con mi mujer.
Y, cuando le dije que él no me había dicho nada sobre este servicio, se ha
puesto a gritarme más. Casi le cuelgo el teléfono porque, aunque llevo
trabajando con él tantos años y sé cuál es su temperamento, no permito que
alguien me hable en ese tono. Pero, mira, ya está, aquí estoy.
–¿Se ha olvidado de avisarte sobre este transfer?
–Claro, y, en lugar disculparse, me atacó como si la culpa fuera mía. ¿Tú
crees que esto es normal?
–Bueno, tranquilízate. Ya está.
–Además, hoy tenía que llevar a los críos al médico y había planeado
un montón de cosas por hacer –seguía sus comentarios sin parar. Cuando
vuelva, voy a hablar con él seriamente. Joder, ¿qué se ha creído? Y dile a
estos dos borrachos que no beban dentro del autobús.
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ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
De Encamp hasta Andorra capital hay unos tres o cuatro kilómetros.
Ese corto viaje se me hizo todavía más corto por escuchar a Carlos todo lo
que hablaba. Parecía un volcán en plena erupción. No quería interrumpirle,
sabía que tenía que desahogarse.
Así alcanzamos el hotel Andorra Center con un retraso de más de una
hora. Al aparcar el autobús, frente al edificio, nadie nos estaba esperando,
no lo entendía.
–Aquí pasa algo. La gente debería estar súper furiosa por nuestra demora,
pero no hay nadie en la puerta –dije.
–Tal vez, estén desayunando –comentó Carlos.
–No lo sé. Por mí, pueden estar muy enfadados. Yo no he hecho nada
malo. Cumplo con mi trabajo. La putada sería si han cogido un taxi y se
han ido por su cuenta sin avisarme... Ahora vuelvo.
Entré en el hotel. En recepción tampoco había nadie. Empecé a dar
suavecitos golpes con mi carpeta para despertar al recepcionista que
seguramente estaría durmiendo en la oficina. Mis nervios volvieron a subir
la sangre a mi cabeza con la pequeña demostración en mi rostro, cuyo color
rojo era ya de un tono cereza con reflejos violeta.
–¡Hola! ¡¿Hay alguien?!
–Sí –oí la dormida voz desde dentro–. Ya salgo.
Estaba preparándome un café. Perdone... Ah, eres tú, Thomas. ¿Qué te
trae a estas horas de la mañana?
–¿Que qué me trae? ¿Dónde están mis ruskis? Hace más de una hora que
deberían estar en la puerta del hotel.
–Ah, Thomas, no sé nada y no he visto a nadie. ¿Conoces sus números
de habitación?
–No, pero esta es la lista con los apellidos.
–Dámela y así te podré decir los dormitorios.
Cuando conseguí los primeros dos números, me fui corriendo al
teléfono que estaba al final de la recepción para llamarles. El primero
no contestaba.
–¿Estás seguro de que no han salido del hotel? En la trescientos doce
no responde nadie.
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El síndrome de l’isard
–Prueba con la trescientos catorce –sugirió el recepcionista.
Rápidamente marqué el número. Esperé unos segundos cuando alguien
descolgó el teléfono y, con la voz inconfundible de una persona muerta de
sueño, dijo en ruso:
–Hola, dígame.
–Buenos días. Soy Thomas. Perdonad el retraso pero ya estamos abajo.
–¿Para qué?
–¿Cómo que para qué? ¿No tienen ustedes hoy el transfer a Barcelona?
–¿Hoy?
–Sí, hoy.
–¿Qué día es hoy?
–¿Cómo que qué día? Hoy es sábado.
–Thomas, ¿cómo que hoy es sábado? Hoy es viernes.
–¿Cómo que hoy es viernes? Hoy es sábado.
–Thomas, hoy es viernes y el transfer lo tenemos mañana, no hoy,
Thomas, y, ahora, déjanos dormir.
No podía formar una sola frase, ni tampoco una sola palabra. De
mi boca, que se secó de golpe, salió un respiro con el sonido ronco que
se parecía a una persona con graves problemas de salud. Mi cliente ya
había colgado y yo todavía estaba paralizado, sin poder moverme ni
decir nada.
–¿Pasa algo? –preguntó el recepcionista.
–¿Qué día es hoy? –pronuncié.
–Hoy es jueves.
–¿Cómo que jueves?
–Bueno, ya no es jueves, ya es viernes, tienes razón.
–¿Que tengo razón?
Con paso fúnebre y la cabeza agachada, cogí la lista de los clientes y me
dirigí hacia la puerta.
–¿Estás bien? –preguntó el hombre otra vez.
–No estoy, que es diferente. Buenas noches –murmullé.
Una vez en la calle no supe qué decirle al conductor, ni a los dos chavalines
que estaban dentro del autobús. Entré como pude, me senté en mi silla y
—105—
ZBIGNIEW CHMIEL VEL THOMAS
miré al suelo. Empecé a dar suavecitos movimientos con mi cabeza de un
lado a otro.
–¿Thomas, qué te pasa? ¿Thomas, qué te pasa? –repitió Carlos.
–¿Qué día es hoy? –con voz resignada, volví a preguntar lo mismo.
–Viernes –me contestó.
Después de un largo silencio, dije:
–Carlos, llévame a un psiquiatra... O, mejor, llévame a la montaña y
déjame suelto con las cabras montesas, con los l’ísard, por favor. Yo estaba
seguro de que hoy era sábado...
La cara de Carlos se transformó en la de un pensador clásico, bien
sorprendido. La piel de su frente, ligeramente levantada, dibujaba unas
arrugas como olas. Los ojos se abrieron con mesura. Nadie diría que unos
instantes antes eran ojos medio cerrados, repletos de sueño. Los labios
marcaban una sonrisa, en principio muerta, luego con su particular curva
de felicidad. Mi cuerpo todavía no recobraba la vida.
En el autobús reinó un silencio de difícil descripción. Mis dos
«borrachines» estaban callados y se parecían a dos mimos a la espera de que
alguien les echase una moneda, para poder realizar un movimiento.
–Ah, Thomas, Thomas, vaya una que has montado –dijo Carlos–.
Personalmente, a mí me has dado una agradable sorpresa. Ahora puedo
volver a casa, ir a dormir y luego hacer todo lo que tenía planeado. Vaya
jaleo... Hay gente que posee el poder de programar las vidas de los demás.
La próxima vez intenta no equivocarte de día.
–Madre mía –contesté–. Madre mía...
Giré la cabeza hacia los chicos sentados a mi espalda. Todavía estaban
en su pose muerta de pantomima. Les miré. No sabía por donde empezar
mis explicaciones.
–¿Qué pasa? –quiso saber uno de ellos.
–Es que... Hoy es... viernes... Y vuestro vuelo es el sábado.
–¿Han cambiado el día?
–No, no... Yo me equivoqué. Creía que hoy era sábado...
Los dos empezaron a gritar de alegría.
–¡Tho…mas, Tho…mas! ¡Qué bien! Un día más de vacaciones.
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El síndrome de l’isard
Mis «mimos» estaban más que animados y sin ninguna moneda. Estaban
saltando como críos durante su recreo en el cole. De repente, como si fuese
un truco de magia, hicieron aparecer una botella de vodka.
–¡Toma un trago! Esta información de que hoy es viernes, se merece
esto –dijo.
–Gracias –asentí y tomé un largo trago–. Carlos, perdóname, llévanos
al hotel de los chicos. Los l’ísards que se esperen todavía... Además, no hace
falta estar con ellos. Y, ¿sabes por qué? Porque los llevo dentro de mí.
—107—
Zbigniew Chmiel, director de teatro, actor-mimo, guía turístico.
Después de terminar el prestigioso instituto de San Agustín de Varsovia, realizó sus estudios teatrales en Wroclaw (Polonia), donde
durante cuatro temporadas trabajó en el teatro mundialmente
conocido de Henryk Tomaszewski, actuando con la compañía en
los mejores teatros y operas del mundo, como el Teatro Nacional
de Varsovia, la Opera de Viena o Sydney Opera.
A principios de los años ochenta empezó sus estudios teatrales en
el Instituto del Teatro de Barcelona que le abrieron las puertas de
los más importantes teatros musicales de España, trabajando para
Colsada y posteriormente para los hermanos Riba, en sus famosas
y ya desaparecidas salas de fiesta “Scala” de Barcelona, Madrid y
Canarias. En la Barcelona de las post-olimpiadas, la prestigiosa
agencia rusa Natalie Tour le contrató como su guía turístico para
dar servicio a sus primeros turistas rusos que llegaban a Cataluña
y Andorra, después de la Perestroika. Trabajó de guía de circuitos
por España, guía del hotel y desde 1996 como jefe de guías en
Andorra; país donde, hasta hoy sigue trabajando.
El “Sindrome del Lísard” (Síndrome de la Cabra Montesa) es su
primer libro, y en él recopila una serie de historietas o anécdotas,
ocurridas a lo largo de su vida profesional como guía turístico.

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