El sitio de 1863 y la repercusión en Acatzingo

Transcripción

El sitio de 1863 y la repercusión en Acatzingo
Prólogo
Con motivo del Sesquicentenario de la Batalla del 5 de
mayo, el Consejo de la Crónica del Estado aprobó y convocó
a los cronistas de las zonas por donde Zaragoza, Negrete y
los invasores al mando de Lorencez transitaron para publicar
su investigación sobre lo sucedido en sus respectivas comuni­
dades. Fruto de ello fue el libro Estampas históricas del 5 de
mayo, editado por el Consejo Estatal para la Cultura y las Ar­
tes de Puebla con gran éxito por su aportación.
En vísperas de los 150 años de la “Voluntad Heroica”
o el Sitio de Puebla de 1863, volvimos a convocar a los cro­
nistas para investigar los hechos en las poblaciones que in­
vadieron los intervencionistas galos, al mando del que sería
más tarde el mariscal Élie-Frédéric Forey.
El Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Pue­
bla, a través de su vicepresidente, Luis Maldonado Venegas,
y de su actual secretario ejecutivo, el doctor Moisés Rosas
Silva, que desde su llegada ha tenido especial preocupación
por nuestro consejo, acordaron editar Estampas históricas
del Sitio de Puebla, como reconocimiento y estímulo al traba­
jo de los autores: Angélica Olea Prieto, de Acatzingo; Juan
Manuel Gámez Andrade, de Tehuacán; Oswaldo Lorenzo
Medel Cabrera, de Molcaxac; Pedro Mauro Ramos Vázquez,
de Xoxtla; Gerardo Noel Tenorio Salazar, de Quecholac;
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Rocío Téllez González, de Cuautinchan; Jesús Contreras
Hernández, de San Martín Texmelucan; Francisco Már­
quez Fernández, de San Salvador El Seco.
Pedro A. Palou Pérez
Presidente del Consejo de la Crónica
del Estado de Puebla
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El sitio de 1863
y la repercusión
en Acatzingo
Angélica Olea Prieto
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Si bien la ciudad de Puebla es ahora recordada en nuestra
historia por la Batalla del Cinco de Mayo de 1862, que le dio
las mayores glorias militares a México, poco se menciona el
papel de las municipalidades del estado de Puebla en el sitio
de 1863. Regularmente este episodio se atiende para analizar
las estrategias militares en los combates entre defensores y
sitiadores.; sin embargo, este estudio se centra en la población
civil —en la gente común de la municipalidad de Acatzin­
go—, en aquello que vivió y padeció en el citado asedio.
Al enfocarnos en los grupos sociales que vivieron en
carne propia el sitio de aquel año y cuyas condiciones de
vida eran las más precarias, podemos entrever a esa ma­
yoría que no dejó testimonio de lo experimentado a través
de la perspectiva de quienes sí pudieron dejar un testimo­
nio escrito —y aún preservado— de sus vivencias. Pese a la
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precariedad de información sobre el tema, la mirada vertida
en el trabajo recoge fragmentos sueltos y entrecruzados de
diferentes puntos de vista, sobre la anónima población civil
de la época en Acatzingo. Conforman el sustento de este
trabajo los testimonios de viajeros de la época, de militares
franceses y mexicanos, así como documentos del periodo
estudiado (1862-1863).
La narración comienza después de la victoria del Cinco
de Mayo de 1862. La vida cotidiana de los habitantes de la
municipalidad de Acatzingo era difícil: el hambre, las enfer­
medades, la violencia y la devastación causaron enorme su­
frimiento a la población. En ese año una serie de aconte­
cimientos permitieron la difusión de notas tales como el
incendio de cosechas o los repetidos asaltos en los caminos
por bandoleros, muy comunes entonces. La constante pug­
na entre el Ejército de Oriente y rebeldes conservadores, las
difíciles condiciones de las fuerzas militares mexicanas, el
avance del Ejército francés y el rostro de los soldados que
reflejan cansancio y desaliento entre la tropa, muestran una
galería de personajes y de asuntos candentes de ese tiempo.
Una clave para descifrar las frustraciones y dolencias
de la sociedad de Acatzingo puede hallarse en los hechos
narrados de manera sórdida y cruel, reflejando los temo­
res y pulsiones de una época, entre dramas individuales y
generales. Esta compleja trama social de la vida cotidiana
estalló dentro de ella ocasionando delitos de diversa índole
como escándalos, zafarranchos y asaltos a mano armada. Lo
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recurrente de esa conducta creaba descontento. A cualquier
hora se comentaba en Acatzingo: Nicanor Martínez robó
trigo; Cecilio Gutiérrez hurtó una cobija a Patricio Núñez;
Feliciano Bautista se fugó de Actipan por lesionar a Doro­
teo Ramos (ama, Justicia, Causas criminales, Exp. 258).
En ese ámbito de temores e inseguridades vivieron los
vecinos de dicho municipio Cuando el caos político dio paso
a la guerra de intervención, éste dejó varios saldos desfavora­
bles: hambre y bandolerismo. Poco se podía hacer. A pesar
de todas las fuerzas que la República mexicana podía reunir,
durante la segunda mitad de 1862 (junio-diciembre) éstas se
revelaron incapaces de actuar contra 6 000 soldados france­
ses, rebeldes y criminales mexicanos (Gouttman: 2012: 128).
A los altos mandos europeos, esto les permitió resarcir un
poco el fracaso del Cinco de Mayo y fue una de las enseñan­
zas -entre otras- de esa campaña.
De junio a julio, el emperador Napoleón iii consagró
buena parte de su tiempo a estudiar el mapa de México, preo­
cupándose por los uniformes, los sombreros, la alimentación
y la salud de los soldados, así como abrumando con cartas y
recomendaciones al mariscal Randón, Ministro de la Guerra,
a quien ni siquiera había consultado antes de la partida de los
primeros contingentes (Gouttman: 2012: 129). El 1 de julio
de 1862 nombró comandante en jefe del Ejército francés al ge­
neral Élie-Frédéric Forey. Además de las tropas ya presentes
en México, se le confiaron 23 000 hombres suplemen­tarios
salidos de Francia y Argelia. Forey evaluó las dificultades por
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las que pasaba su ejército como los estragos del vómito negro,
la debilidad febril, la falta de transporte (caballos, mulas, ca­
rretas), de alimento y de hombres que ahuyentaran a nidos de
guerrilleros que se encontraban en caminos llenos de baches
fangosos y deslaves rocosos (Gouttman: 2012: 132).
Para resolver estos problemas, Forey estimó necesario
darse más tiempo para actuar con determinación y cautela.
Una de las medidas que empleó fue inmovilizar al Ejército
francés acantonándolo para tranquilizarlo durante un tiem­
po, haciéndole creer que no le hacían la guerra a una milicia
nacional sino a bandas de ladrones (Gouttman: 2012: 135).
Por otra parte, el general Jesús González Ortega, jefe del Ejér­
cito de Oriente con cuartel general en Acatzingo, comunicaba
la presencia de un buque francés en el Puerto de Tuxpan- Ve­
racruz, el cual traía 250 toros, 950 pacas de heno y 750 sacos
de avena (ahsdn, Exp. xi/ 481.3/8743).
En esos días, los pobladores de la municipalidad tuvie­
ron que cuidarse de todos los bandos que les robaban ganado,
cosechas o dinero por igual. Por ejemplo, Calixto Constanti­
no de Acatzingo fue despojado a la fuerza de dos pesos por
dos soldados; uno de los culpables, Miguel Hernández, quedó
en la cárcel a disposición del cuartel general de la munici­
palidad, por orden del general González Ortega. El 19 de
octubre de 1862, Carlos Pérez, vecino del pueblo de Actipan,
dio parte al juez Manuel Bautista de que ocho soldados y sus
mujeres habían entrado a sus sembrados para robar verduras
(ama, Caja 19, Correspondencia, Exp. 419).
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Al paralizarse el comercio, del cual vivía la mayoría de los
acatzincas, el hurto se convirtió en una práctica común, dada la mi­
seria de la población. La falta de recursos condujo a María de la Luz
Bautista —mujer de José Lorenzo—ambos vecinos del barrio de
Guadalupe en Acatzingo, a robar chilchotes (chile muy picante)
para que sus hijos no padecieran hambre. Fue condenada por
arruinar las cargas del solar de Manuel Y. Ponce (ama, Presiden­
cia, Comandancia Militar, Exp. 420). El juzgado del pueblo de
Actipan (localidad productora de hortalizas) se encontraba en
constante ajetreo; sin embargo, las leyes eran impotentes para
reprimir esos males. Los individuos de la región manifestaban
un desmedido culto a la fuerza física al violar la ley y el orden.
Los homicidios por arma blanca comenzaron a ser cada vez más
graves: Francisco y Julián Báez, Vicente Jácome y Francisco Her­
nández dieron muerte a Antonio Ramírez (ama, Justicia, Causas
criminales, Exp. 260).
La violencia acompañó a los habitantes de Acatzingo
desde que inició la intervención. Ante un panorama desolador,
muchos ciudadanos emigraron a otras poblaciones del dis­
trito en busca de mejores condiciones de vida. La coman­
dancia militar de la cabecera y las agencias de los pueblos
de Actipan y Villanueva expidieron pasaportes a los vecinos de
la población para poder salir de ésta (ama, Comandancia
Militar, Exp. 419).
No obstante, el prefecto del distrito de Tepeaca, Pedro
Ibargüen, envió el 14 de octubre de 1862 una circular a
la comandancia de Acatzingo, explicando que en el lugar
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donde estuvieran residiendo los ciudadanos, allí tenían que
cumplir con sus obligaciones, tanto en la Guardia Nacional
y en los trabajos de fortificación como en la remisión de ví­
veres y forrajes que se les habían asignado (ama, Presidencia,
Correspondencia, Exp. 419). De igual manera, los dueños
de las haciendas del distrito no estaban exentos de proveer al
Ejército de Oriente: Dolores Huerta e Isabel Tello, de la ha­
cienda “Parra”, entregaron 30 cargas de cebada para cubrir el
forraje de la guarnición (ama, Presidencia, Correspondencia,
Exp. 419).
Para octubre de 1862, las fincas de la municipalidad de
los Reyes rehusaron enviar semillas o víveres para el Ejército
de Oriente. Se le advirtió al comisionado de víveres, Anto­
nio Ponce, que de no hacerlo se enviaría a una compañía
armada y tendría que darse el doble o triple de la cantidad
asignada (ama, Presidencia, Correspondencia, Exp. 419).
Con disgusto y malas contestaciones, los dueños acataron
la orden; sin embargo, para el sitio de 1863, el comandante
militar de Puebla, Jesús González Ortega, dispuso que la
Hacienda “San Pedro Ovando”, perteneciente a la Sociedad
Campero y Testamentaria de Olaes y Fernández, quedara
exceptuada de los préstamos impuestos por la guerra de in­
vasión, “en razón de que los dueños eran extranjeros” (ama,
Presidencia, Comandancia Militar, Exp. 420).
Mientras el Ejército francés retiraba sus fuerzas del
pueblo de Tepatlaxco en diciembre de 1862 (ahsdn, Exp.
XI/481.3/8750), el general Jesús González Ortega, que
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había sucedido a Zaragoza, tuvo tiempo para terminar las
fortificaciones de Puebla, organizar la defensa de la ciudad
y practicar contra las tropas francesas una estrategia de tie­
rra que los condenaría a morir de hambre. Por otro lado, la
comandancia de Acatzingo recibió trescientas boletas para
que los ciudadanos de la municipalidad trabajaran en las
fortificaciones de la ciudad capital, pagando dos reales de
jornal semanariamente. Para realizar dicha operación se sir­
vieron del registro del Ejército Nacional que se encontraba
en la oficina de Hacienda de Acatzingo (ama, Presidencia,
Comandancia Militar, Exp. 420).
La Guardia Nacional de Tepeaca, a la que pertenecían
los ciudadanos de Acatzingo, tenía una tropa reclutada por la
leva forzosa, carente de recursos pecuniarios indispen­sables
para cubrir sus necesidades más apremiantes, provista de
un armamento portátil de calidad inferior al de los france­
ses. Sin llegar a tener un solo día de buen rancho, sirvió en
el sitio “de verdadera carne de cañón” (Merino: 1998: 84).
La situación de estos soldados improvisados y acuartelados
era extraña porque no estaban en las calles. La deserción y
la falta de pago conllevaron a encerrarlos para evitar robos
(Stefanón: 2012: 202).
En la segunda mitad del siglo xix, buena parte de los
soldados eran reclutados contra su voluntad y dadas las con­
diciones sociales, económicas y políticas reinantes, debían
soportar en el ejército graves penurias. La leva era una prác­
tica común que, aunque provocaba comentarios, poco se
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hacía al respecto. La agencia militar del pueblo de Actipan
denunciaba que al vecino Eduardo Machorro lo habían lle­
vado a la fuerza y consignado al cuerpo de artilleros de la
división del General Antillón (ama, Correspondencia, Exp.
419). Aquellos jóvenes y adultos de los estratos inferiores
eran improvisados combatientes en las batallas, enrolán­
dose en las fuerzas armadas de manera circunstancial pero
no por convicción propia (Stefanón: 2012: 202). De hecho,
24 reos salieron de la cárcel de Acatzingo para incorporarse
al Ejército de Oriente (ama, Presidencia, Ejército, Exp. 798).
Además de que estos individuos se alistaban en la
Guardia Nacional para cubrir las bajas del Ejército mexica­
no, eran reclutados por la fuerza y golpeados mientras se les
enseñaban los ejercicios militares en una lengua ininteligible
para ellos. La horrible suciedad de aquellos infelices conmo­
vía y repugnaba. Ante las constantes quejas en el cuartel ge­
neral de Acatzingo por los pobladores, el general González
Ortega dispuso cesar el reclutamiento hecho por los jefes de
los cuerpos “para perjudicar lo menos posible a las familias”
(ama, Presidencia, Ejército, Exp. 798).
Acatzingo en 1863
Sin duda, en 1863 se invirtió mucho para la defensa de
Puebla. La apariencia de buena parte del Ejército de Orien­
te —con excepción de los de alto rango—era muy modesta,
pues a pesar de que se hizo un gran gasto para brindarles
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uniformes, no se cubrió la dotación de calzados para todos.
El número de hombres que debía equiparse y alimentarse
ascendía a 40 000 (Mejía: 2012: 133). Los datos menos
contemplados son los de las soldaderas que los acompaña­
ron, a las que muchas veces se sumaron sus crías, sumidos
todos ellos en los vaivenes de las batallas.
Los avances del ejército invasor condujeron al jefe del
Ejército de Oriente, Jesús González Ortega, a publicar va­
rios decretos. En ellos suprimía con carácter provisional las
funciones de toda autoridad, excepto la militar. Mediante
circular del 21 de agosto estableció juntas proveedoras de
víveres y forrajes para el Ejército de Oriente, ordenándose
que en el distrito de Tepeaca se situaran las raciones de la
municipalidad de Acatzingo, los Reyes y Huixcolotla, entre
otros. En esta demarcación se estableció la Junta Proveedora
de Tortilla para abastecer al sexto batallón de Guanajuato,
al mando del general Antillón Santibáñez, acuartelado en
Acatzingo. También se dotó de leña para el rancho del ex­
presado cuerpo (ama, Ejército, Exp. 781).
Los abusos cometidos a la población por la brigada
de Antillón, llevaron a la prefectura del distrito a encargar
la comandancia militar del municipio a Manuel Machorro. La
principal medida que tomó fue incorporar cinco hombres con
la labor de cuidar las armas y la seguridad de los habitantes,
cuyo pago se deduciría del fondo de rebajados de la Guardia
Nacional y que en 1863 ascendía a 89.91 pesos. La protección
otorgada por este cuerpo abarcaba el casco de la población, los
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pueblos de Villanueva y Actipan, y las haciendas de San Pe­
dro Ovando, Macuila, San Bartolo, La Natividad, Xantoala,
San Gerónimo, San Diego Arias, San Miguel y San Diego
Iglesias (ama, Caja 70, Ejército, Exp. 805).
Otra de las medidas consistió en enviar una relación
del número de caballos y los precios con que se habían cos­
teado al entregarlos a las comisiones y después de recogerlos
el General Florencio Antillón Santibáñez (ama, Presiden­
cia, Ejército, Exp. 802). Finalmente, se aceleró el trabajo en
las fortificaciones de Puebla mediante la imposición de con­
tribuciones. El pago exigido en ese año ascendía a tres reales
semanales y quienes no aportaran la cantidad debían pagar
con mano de obra (Mejía: 2012: 128-129). Todo individuo
de 14 a 60 años de edad trabajaría un día a la semana en las
fortificaciones o pagaría el jornal correspondiente (Galindo:
2006: 342). Por tal motivo, la Junta Patriótica residente
en la localidad convocó y obligó al vecindario a acatar esta
disposición.
Mientras tanto, el general en jefe del Ejército de Oriente
garantizó que los transportes que se empleasen en la intro­
ducción de víveres no serían confiscados. Además, ordenó el
corte de sementeras y la cosecha de todos los granos en las
regiones de los estados de Puebla, Veracruz y Tlaxcala, por
donde pasaban los caminos principales hacia los puntos
ocupados por las tropas enemigas (Puebla, Ciudad de Mé­
xico). El plazo que se estableció fue de un mes y en caso de
no acatarse la ley, las autoridades destruirían las sementeras
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sin previa indemnización para no ser aprovechadas por el
enemigo. De la misma manera, se ordenó el retiro de mulas
y de todo animal de tiro y ganado en las zonas que rodeaban
a las ocupadas por los franceses (Mejía: 2012: 132-133).
Por esos días, el General Antillón comunicaba desde
Acatzingo que los galos habían tomado posesión del pueblo
de Palmar el 4 de diciembre de 1862, con una columna de
4 000 hombres; y el 16 de enero, fuerzas del 1er escuadrón
“Lanceros de Zacatecas” sostuvieron un brillante hecho de
armas contra una partida de invasores en el pueblo de San
Salvador el Seco, distrito de Chalchicomula (Galindo: 2006:
463). La población de Acatzingo permanecía fiel a los repre­
sentantes de la República y la administración de Juárez seguía
funcionando.
En enero de 1863, cuando habían desembarcado todas
las fuerzas expedicionarias, el efectivo del Ejército francés era
de 28 126 hombres con 5 845 caballos y 549 mulas. Los equi­
pajes del tren se componían de 83 coches regimentales de dos
ruedas, 4 coches articulados, 6 forjas de campaña, 85 literas y
490 camillas para las ambulancias. Las fuerzas conservadoras
aliadas de los franceses ascendían a 1 300 hombres de infante­
ría, 1 100 de caballería y 50 artilleros (Chávez: 1968: 10).
El Ejército de Oriente contaba para su defensa dentro
de la ciudad con 229 jefes, 1 495 oficiales y 23 104 indivi­
duos de tropa, con una dotación de 178 bocas de fuego de
batir y de sitio (Galindo: 2006: 466). La comandancia militar
de Acatzingo envió a Tepeaca el armamento perteneciente a
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la guardia de la localidad para hacer frente al sitio de Puebla.
José de Jesús Torres entregó al Coronel Pedro Ibargüen: 30
fusiles, 33 cornetas, 23 pompones, 17 hachas, una corneta con
su boquilla, 8 cartucheras, 7 fajillas, 3 carabineras, 3 boinas,
23 talines con cuero para los tambores y una caja de guerra
de latón con sus baquetas (ama, Presidencia, Ejército, Exp.
800). En esos días de prueba llegaron a la capital de Puebla los
batallones de Guardia Nacional de Tepeaca comandados por
el coronel Pedro Ibargüen.
Doña Recia, originaria de Tepeaca y cocinera de la ha­
cienda San Pedro Ovando se fue para Puebla siguiendo al
peón Justino. No le importó regalar a su hija a las monjas
del convento de Santa Inés. Por estar con su hombre se acuarte­
ló en la línea de Loreto‒Guadalupe‒Independencia, ganándose
la simpatía del general Berriozábal (1ª división) y del general
Hinojosa, de Loreto, así como del general Gayoso, de Guada­
lupe. El placer le duró poco tiempo, pues se vio forzada a dejar
los guisos y el petate de Justino. En vez de esconderse en los
túneles con el resto de las mujeres, empuñó un arma y encaró
a los invasores. La respetaron desde el general Florencio An­
tillón hasta el General Berriozábal porque le reventó el rostro
a un francés y defendió el fuerte como toda una soldadera.
Como pago recibió una descarga de mosquetón en los
intestinos. La llevaron al fuerte de San Javier y ahí perma­
neció sin saber quién era, mientras una caritativa mujer le
daba caldo para cerciorarse de que aún respiraba. Las noticias
volaron hasta San Pedro Ovando y su hermana Antonia le
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lloró porque la imaginó muerta y porque después del sitio se
la entregaron con el cuerpo maltrecho. A pesar de las escasas
referencias de la mujer en la tropa mexicana, el ejemplo citado
es una prueba de su presencia y aporte a la causa nacional.
Por otro lado, vale la pena resaltar el testimonio que los
viajeros extranjeros de la época solían hacer sobre los habitan­
tes. El francés Charles Lempriere en su viaje a Puebla, al ver las
barricadas por todas partes y desconcertado ante hábitos tan
ajenos a los que le eran familiares, comentaba en 1862:
Ningún país del mundo está tan acostumbrado como Mé­
xico a un estado estacionario de inseguridad causado por
la guerra y la revolución. Por lo mismo, la costumbre hace
incluso que las más horribles situaciones sean vistas como
algo normal; en medio de sus barricadas y sus bandas de la­
drones, las gentes se muestran contentas y felices. Una ban­
da de música toca todas las tardes en la plaza. Las señoras
y los señores se pasean con sus más elegantes vestidos. Una
feliz ligereza ha hecho al mexicano insensible ante los des­
manes de la revolución y el pillaje (Monjarás: 1974: 151).
De acuerdo con la opinión acerca de las operaciones de
los mexicanos por parte de uno de los miembros del Ejército
francés, el teniente coronel Pedro Enrique Loizillon, en las
cartas periódicas que escribía a sus hermanas y como testigo
presencial de los hechos, decía desde Acatzingo el 23 de febre­
ro de 1863:
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El sitio de 1863 y la repercusión en Acatzingo
Está resuelto que se embestirá a Puebla de manera de hacer
prisionera a toda la guarnición o a lo menos desorganizarla de
manera que no pueda rehacerse en México”, agregaba “se dice
que (Forey) quiere entrar a Puebla el 16 de marzo, aniversario
del nacimiento del príncipe imperial” (Carrión: 1994: 182).
Dejamos por ahora la descripción sistemática del sitio
analizada por historiadores militares del siglo xix y xx para
concentrar nuestra atención en algunas semblanzas. Éstas nos
proporcionan una idea del panorama de la municipalidad de
Acatzingo vista por algunos franceses como el capitán Adolphe
Fabe, quien el 5 de marzo de 1863 escribió a su familia:
Salimos de Quecholac el 3 y llegamos a las 10 am a Acatzingo.
Cuando uno se adelanta sobre la meseta de Anáhuac el país se
vuelve más y más hermoso y hace olvidar la tristeza y la deso­
lación de Palmar y de Cañada. El rumbo de Acatzingo es de lo
más espléndido; vuelve lo verde y una portentosa vegetación;
pero lo que cautiva la vista y vuelve el paisaje tan atractivo es el
horizonte sin límites que va hasta el Pacífico, son los ricos picos
nevados que se levantan en medio de una rica campiña, bajo un
cielo de una perfecta limpieza, en medio de una atmósfera de
una transparencia y de una ligereza incomparables.
Después de describir el valle de Puebla, la Malinche, el
Popocatépetl, el Itza, admira Acatzingo, sus casas, los tres tem­
plos de la plaza (Convento Franciscano, Capilla de la Soledad y
la Parroquia de San Juan Evangelista):
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