Las huellas del padre Ángel - FARC-EP

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Las huellas del padre Ángel - FARC-EP
Las huellas del padre Ángel
Me pregunto qué habrá sido del padre Ángel. Su presencia y figura hicieron parte de la
intensa gama de vivencias que acompañaron el crecimiento de varias generaciones de
estudiantes que pasaron por las aulas de San Bartolomé, en las décadas de los sesenta y
setenta del siglo pasado. Jamás pude conocer por cuál razón, esa maldad al mismo tiempo
inocente y cruel de los alumnos de secundaria, le enganchó en algún momento el apodo de
Papías. Por lo que he podido averiguar, este nombre corresponde al de un historiador de la
antigüedad, citado como fuente por algunos investigadores de la Iglesia que estudiaron los
orígenes de los evangelios. Nunca escuché que alguien se lo hubiera dicho de frente, pero el
apelativo, de clara sonoridad burlesca, le era gritado por la espalda, después de verlo pasar,
aprovechando la impunidad que confiere hacer parte de la multitud congregada
desordenadamente en un patio o en un corredor colegial. O cuando, como veremos más tarde,
golpeaban con escándalo en las tardes la puerta cerrada de su habitación, seguros de que él no
iba a abrirla de repente, por encontrarse dedicado al humilde oficio de lustrar zapatos.
Muchas veces observé su rostro blanquecino en el momento en que, aprovechando su
cobertura, algunos estudiantes lo hostigaban ruidosamente llamándolo por su apodo. Casi me
atrevo a asegurar que en su anciano rostro de ojos azules destellaba la ira, aunque no
manifestara palabra alguna que permitiera deducirlo. Su faz se iba tornando roja al tiempo
que su frente y sus pómulos brillaban encendidos por obra del sudor que los iba invadiendo.
No cabía duda de que en su interior debía estarse desarrollando una violenta lucha. De ella
siempre salía triunfante la más paciente resignación, en una actitud superior nacida al parecer
de una especie de reflexión semejante a la de perdónalos señor porque no saben lo que hacen.
Los acosadores terminaban por retirarse, agotados tras su bullicio, celebrando entre gruesas
carcajadas su espectáculo, desconcertados tal vez por el silencioso procedimiento con que los
enfrentaba el padre Ángel.
Es seguro que había oído hablar de él a mis hermanos mayores, quienes pasaron primero que
yo por el claustro de San Bartolomé. Yo ingresé allí por vía del Preparatorio, como se
denominaba allá el último año de la primaria. Niños de diez o máximo once años. Había entre
el grupo condiscípulos más vivaces y precoces. Recuerdo por ejemplo a Londoño que ya era
capaz de leer con propiedad en inglés, porque provenía de un colegio llamado Winston
Churchill, nombre que pronunciaba con un acento tan extraño y rápido que a los demás nos
resultaba imposible repetir. Esos más despiertos parecían conocer muchas cosas de la vida del
colegio. Desde el primer día señalaban por ejemplo hacia un anciano enhiesto y paternal que
vestía sotana negra, indicando que se trataba del hermano Sandoval, nuestro jefe de grupo,
quien llamaba a sus discípulos Pollitos, por lo que los estudiantes le decían a sus espaldas La
Gallina. Fue a esos párvulos más despiertos a quienes escuché, ya en el colegio, hablar por
primera vez del cura Papías. Contaban que todas las tardes en el horario de las cinco a las seis
y treinta, lustraba los zapatos a un puñado de estudiantes, a quienes obsequiaba primero con
colombinas Splendid. El padre les permitía a todos ingresar a su amplia habitación y, mientras
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esperaban su turno, les ponía a disposición los cuentos de la amplia colección que poseía y
que permanecían guindados en cuerdas fijadas con clavos a las paredes de su salón de recibo.
Una increíble novedad. Creo que todos los que crecimos durante la época a que me refiero,
tuvimos como gran afición la lectura de cuentos graficados. Los originales venían de Méjico,
con el sello editorial EN, ediciones nacionales. Versaban sobre infinidad de aventuras,
destacándose entre ellas las de la legión de los superhéroes, de la cual hacían parte Supermán,
Batman y Robin, Batiniña, La Mujer Maravilla, Linterna Verde, Flash, Atom, Aquamán y toda
una corte de seres justicieros, cada uno con su propia clase de poderes sobrenaturales. Pero
los había también de vaqueros, del Llanero Solitario, Hopalong Cassidy, Red Ryder, entre
otros. De indios americanos como Turok, o de aborígenes africanos liderados por Tarzán. De
espías y de terror. De héroes mejicanos de la lucha libre como Santo y Blue Demon. Sin
descontar los propiamente infantiles como los de Tom y Jerry, Bugs Bunny, el Pájaro Loco, Los
Picapiedra y toda la inmensa familia de Walt Disney conformada entre otros por El Tío Rico, El
Pato Donald, Tribilín y demás. De todos ellos había montones de números en la colección del
padre Ángel. Para variar, añadía él una inmensa colección sobre las vidas de los santos, quiero
decir los reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia católica.
Las clases en San Bartolomé terminaban a las 4:50 de la tarde. Estudiábamos en doble
jornada, mañana y tarde. Los curas jamás quisieron implementar la jornada continua de todos
los colegios oficiales. A esa hora los estudiantes quedábamos en libertad para marcharnos a
nuestras casas. La inmensa mayoría estábamos obligados a tomar un transporte urbano. Las
normas del colegio no imponían el abandono inmediato de las dependencias. Muchos alumnos
permanecían en la biblioteca, en el gimnasio, en ensayos de actividades culturales, en
prácticas deportivas. Siempre había entonces a las cinco un grupo que hacía cola a la entrada
de la habitación del padre Ángel. Y que se marchaba a las seis y treinta, cuando el padre
señalaba el final de la velada. Los novatos del Preparatorio siempre soñábamos con la
oportunidad de hacernos a un lugar, pero ese privilegio era ocupado por lo regular por los
estudiantes más grandes, de cursos superiores. Como creo que sucede en todas partes, la
fuerza y la estatura resultaban fundamentales a la hora de anular las posibilidades de los más
chicos. Sin contar, claro, con las propias limitaciones impuestas en el hogar de cada uno por
razones de la edad. No era recomendable para un niño de nuestro tamaño, hallarse de pie y
solo a la espera de un bus al anochecer, en el andén de una avenida atestada por multitudes de
empleados que acababan de abandonar sus trabajos, a la que se sumaba la oleada de
estudiantes de secundaria que se dirigían de regreso a sus casas. Casi todos los pequeños
éramos constreñidos a llegar temprano a nuestras viviendas, una de las razones para
comenzar a envidiar a aquellos a quienes sus padres no controlaban de modo tan estricto.
El padre Ángel también ofrecía otra opción. La mañana de los sábados. Creo recordar que
entonces prestaba el mismo servicio hasta la una de la tarde. Inicialmente ingresaban veinte
estudiantes. Luego comenzaban a salir aquellos a quienes el padre ya había lustrado. Cada
diez minutos ingresaba un aspirante nuevo en reemplazo del que salía. Era la oportunidad
para los más chicos.
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No sé cuántas veces repetí el mismo rito durante los siguientes cinco años. Pero creo que fue
en uno cualquiera de esos sábados cuando tuve la primera ocasión de entrar y verlo de cerca,
frente a frente. La opinión corriente era que su edad rondaba los setenta. Tenía los cabellos
por completo grises, casi blancos. Y usaba anteojos grandes con montura de carey color
marrón. No era flaco, pero tampoco obeso. Considerando su edad, pienso ahora que lucía un
cuerpo más bien atlético, aunque su espalda tuviera ya una clara curvatura debajo de la nuca.
Al ingresar a su habitación, olorosa a periódicos y revistas viejas, llamaba la atención el
sepulcral silencio que reinaba en ella. Nadie pronunciaba una palabra. Cada estudiante,
sentado en su silla, leía el cuento que libremente había escogido. Y sólo se ponía de pie, con el
mismo sigilo que usábamos en la biblioteca, para volverlo a ubicar en el lugar del que lo había
tomado y escoger uno distinto. El padre Ángel tenía puesto encima de su vestimenta un
amplio mono de tela bluyín. Apenas sí se había quitado el saco de paño y aflojado un poco el
nudo de su corbata. Permanecía sentado en un banco más pequeño, igual al de los lustrabotas
de la calle, enfrente y un poco más abajo del estudiante al que atendía. Apenas sí contestaba al
saludo respetuoso y tímido del recién llegado. Con un movimiento de su cabeza y empleando
el mínimo necesario de palabras, le indicaba a uno que podía tomar cuatro colombinas de
sabor a frutas y una de sabor a leche, de sendos frascos de vidrio que reposaban a un lado de
él. Con un dedo le señalaba en seguida la silla vacía que podía ocupar. Tras escoger el cuento,
uno se sentaba allí a leer juiciosamente.
Poseía dos ardillas. Quizás las primeras de carne y hueso que vi en mi vida. Se llamaban
Alegría y Picardía. Cada una de ellas brincaba y chillaba juguetona en su jaula. Las jaulas
estaban situadas en un rincón del cuarto. Creo que buena parte de los lectores distraíamos la
vista de los cuentos, para observarlas con esa inagotable y absorta curiosidad que caracteriza
a los niños. El padre usaba todos los implementos del lustrabotas profesional. Cepillos, trapos,
betún de todos los colores y varios frascos plásticos que contenían agua y otros líquidos para
obtener más brillo. Usaba además un cepillo eléctrico grande y sonoro que enchufaba y
encendía en cierto momento de su labor con el fin de lograr más lustre en el cuero.
Quizás con el propósito de no perturbar a los lectores, el padre Ángel no hablaba ni siquiera
con el estudiante al que lustraba. Trabajaba en silencio, con una gran habilidad, con los ojos
fijos en su tarea y su mente viajando por enigmáticos lugares. Le bastaba con dar un ligero
golpe en el pie del alumno que lustraba, para indicarle que debía bajarlo de la caja y subir el
otro. Del mismo modo, tal vez añadiendo un sencillo murmullo, informaba cuando había
cesado su tarea. No esperaba los agradecimientos de nadie, movía la cabeza en leve señal de
asentimiento cuando alguno insistía en darle las gracias. Aquello resultaba asombroso para un
niño. Creo que en el helado ambiente de los muros colegiales, el acogedor asiento en el que
leían cantidades de aventuras ilustradas a color, chupando colombinas finas que con su propia
mesada jamás podrían comprar, representaba para muchos estudiantes el más grato y sano
rincón de entretenimiento que podría hallarse en el mundo.
De alguna forma, el particular ritual de humildad que movido por quizás cuáles ideas había
adoptado el padre Ángel, era también un espacio en el que sentíamos y aprendíamos que no
siempre violar el orden establecido era un motivo de vergüenza. La lectura de cuentos fue
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siempre considerada por nuestros padres y maestros como una especie de insana
vagabundería. En gran medida, constituía una actividad perseguida con saña por unos y otros,
por cuanto se consideraba que nos apartaba del estudio y las tareas académicas. En la
habitación del padre Ángel, en cambio, se trataba de una actividad permitida, estimulada e
incluso premiada. Por eso, aunque en ocasiones, arrastrados por la malignidad de los
muchachos hacíamos coro a los acosos contra el padre Ángel, estando en su habitación,
atendidos de modo tan generoso por él, al escuchar los golpes contra su puerta,
comprendíamos también que había cosas que no era correcto hacer, aunque nadie nos llegara
nunca a hacer un reclamo o nos sancionara por ello.
El padre Ángel era también el profesor oficial de historia universal en el segundo y tercer año
del bachillerato. Muchas veces me he preguntado si es a él a quien debo la seductora
inclinación al estudio de los temas históricos que se manifestó en mí muchos años después.
Aunque la educación en aquellos tiempos era tan fastidiosa e impositiva que difícilmente uno
hubiera podido enamorarse de alguna materia. En aquella época era todavía demasiado
notoria la influencia que ejercía la iglesia católica en cuestiones de educación, incluso gran
parte de los textos académicos eran obra de curas. Así, la historia que estudiábamos estaba
escrita por el padre Granados. Cuando mi mente se remonta a aquellos tiempos, mis
recuerdos respiran aún el ambiente medieval y escolástico que reinaba en San Bartolomé. El
padre Ángel encajaba a la perfección en ese medio.
Sin embargo, a diferencia de otros profesores chapados a la antigua, el padre Ángel tenía un
toque de originalidad que lo hacía especial. Su clase estaba dividida en tres secciones. La
primera la dedicaba a recibir el aporte de los alumnos con relación al tema que se estudiaba.
Por ejemplo, si estábamos estudiando el imperio macedónico, un estudiante podía exhibir el
mapa de la Yugoslavia existente en ese momento, o del Egipto que había sido dominado por
Macedonia. Incluso proponer que se los dejaran dibujar en el tablero. Otro podría enseñar el
grabado de una Biblia en el que aparecía una moneda antigua con la efigie de Alejandro. Otro
mostrar un retrato del mariscal Tito o del rey persa Darío. Algún otro cantar una canción que
hiciera alguna referencia al asunto. En eso el padre Ángel era muy amplio. Y premiaba a
quienes llevaban su colaboración, entregándoles de 3 a 5 papeletas. Ya explicaré más adelante
la cuestión de las papeletas. En esta sección, el propio padre solía cantar temas alusivos,
himnos o canciones muy antiguas que quizás dónde había aprendido. Vale anotar que los
alumnos gozaban con él después, aplaudiéndolo y gritándole voces de aliento, las más de las
veces en son de burla. Él debía notar esto último, aunque no parecía afligirse por ello.
La segunda parte de su clase era la más temida por los estudiantes. Estaba dedicada a recibir
la lección. El padre Ángel, antes de terminar cada clase, señalaba una parte del texto, dos o
tres páginas. Los alumnos debíamos recitárselas de memoria en la clase siguiente. Él escogía
al azar, lista en mano, a quienes les correspondía exponer la lección. El escogido sencillamente
debía ponerse de pie y comenzar hasta el punto que el padre le ordenaba. El siguiente debía
continuar de ahí en adelante. No había puntos medios. O se obtenía un cinco o se obtenía un
uno. Cuando con los días el padre agotaba la lista, comenzaba otra ronda. La nota del mes era
el promedio de las 3 ó 4 lecciones tomadas. Nosotros sabíamos que no volvería a
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preguntarnos mientras no se hubiera terminado la ronda, así que sólo estudiábamos cuando
sabíamos que nos podía tocar el turno. Lo grave de este método de burlar al profesor, era que
llegado el fin de año, para el examen final que valía un 40% del valor de la materia, uno
apenas sí recordaba las lecciones estudiadas, mientras no tenía la menor idea del resto del
libro. ¡Qué difícil resultaba preparar y pasar esos exámenes! Y qué fácil era en cambio perder
la materia. Más de dos materias perdidas significaban la reprobación del año. Por eso cada
ascenso a un grado superior, dejaba un gran número de alumnos por fuera del colegio. Los
jesuitas no admitían repitentes en sus aulas.
La tercera parte de la clase del padre Ángel estaba dedicada a su exposición. Ella siempre se
relacionaba con el tema de la lección, pero nunca se limitaba a repetirla. Por el contrario,
abordaba cuestiones no relatadas en el texto, elementos biográficos de los personajes,
episodios importantes de las batallas, anécdotas de carácter heroico o religioso. Y lo hacía con
una oratoria apasionante, pleno de emoción, como si se tratara de sus propios gratos
recuerdos. Era la sección más atractiva de su clase, el momento del encanto. A leguas se
notaba que había leído muchísimo, que tenía amplísimos conocimientos históricos y literarios.
Consciente seguramente de la gravedad que tenían sus duras calificaciones, se había
inventado un sistema de rescatar las notas perdidas. Concedía espacios, a veces en clase, a
veces los sábados, para recibir de nuevo las lecciones falladas. Pero para ganar el derecho al
rescate, el alumno debía reunir diez, quince o veinte papeletas según se tratara de su primero,
segundo o tercer intento. Las papeletas eran unos papeles del tamaño de media hoja de
cuaderno, de colores blanco o rosado, en los cuales el padre había mandado a imprimir un
texto histórico religioso cuyo contenido y sentido jamás ningún alumno estuvo en condiciones
de entender. Sólo él las poseía, por centenares o miles quizás. Y las distribuía ampliamente
entre sus alumnos de acuerdo con el mérito que otorgara a cada aporte que se le hiciera a su
clase. Además de los señalados atrás, podía hacer una pregunta suelta para premiar con 3 ó 5
papeletas a quien supiera responderla.
Era frecuente que los últimos sábados de cada mes, antes de la entrega por los profesores de
las notas a la secretaría del colegio, hubiera largas colas de alumnos a la puerta de la
habitación del padre Ángel, pendientes de entrar a rescatar la nota o notas perdidas. No sabría
decir en qué momento, pero lo cierto fue que de pronto nos vimos envueltos en el desarrollo
de un fenómeno de naturaleza mercantil que repetía la experiencia de siglos atrás, cuando se
originó la usura entre los hombres. Para rescatar se necesitaban papeletas, más cada vez si
crecía el número de aspirantes a salvar las notas. Aquello originó un odioso tráfico,
completamente ajeno y con toda seguridad ignorado por la buena fe del padre Ángel.
Aparecieron estudiantes expertos en participar con ingeniosos y frecuentes aportes a la clase
de historia, o que incluso ofrecían pequeñas sumas de dinero a cambio de las papeletas
obtenidas por otros, con el sólo propósito de acaparar la mayor cantidad posible de ellas.
Luego solían presentarse los sábados mencionados a ofrecerlas en venta, por mucho mayor
precio, a quienes las necesitaban para rescatar. Su precio corriente era de 20 centavos, algo
así como el valor equivalente al precio de un pasaje de bus urbano. Pero en momentos
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decisorios como los finales de mes llegaban a costar hasta 5, 10 y 15 pesos, una suma fuera del
alcance de cualquier mesada estudiantil.
Así, el sistema inventado por el padre Ángel para incentivar la participación en su clase,
terminó convertido en un feroz régimen de explotación por parte de compañeros de estudio
que desde una temprana edad ya revelaban cuál sería su actitud ante la vida en un próximo
futuro.
La mecánica de las papeletas permaneció vigente en esa clase durante muchos años
continuos, hasta cuando algunos padres de familia decidieron quejarse ante las autoridades
del colegio por lo que consideraron, con toda razón, una extraña forma de negocio que les
resultaba insoportable. Pero aquello sucedió después que yo había pasado por el tercer año de
bachillerato. Y si no estoy mal, coincidió con un cambio generacional que se dio en las
máximas directivas de la institución. Los cargos más importantes en el colegio eran la Rectoría
y la Prefectura General. Los dos eran ocupados por padres que demoraban larguísimos
períodos en ellos. En 1973 sobrevino una renovación en los dos puestos. Llegaron dos padres
de mentalidad moderna, abiertos, me atrevería a decir ahora que nada franquistas, como
parecían ser por principio todos sus predecesores. Su nuevo estilo se puso de presente no más
con un detalle. Abolieron totalmente el uso de los apellidos para el trato entre profesores y
estudiantes. Todos, hasta ellos mismos, comenzamos a ser identificados, de manera muy
familiar, por el nombre. El padre rector fue reemplazado por Hernán, el padre prefecto por
Carlos. Y así todos. No era que se hubiera abolido la solemnidad, era que adoptaba en realidad
una nueva forma para presentarse.
Pensándolo ahora, creo que ese detalle describe muy bien la esencia de la Comunidad de Jesús
o a los jesuitas, como se les conoce en el mundo católico. Su orden fue creación de un general
de carrera retirado de los ejércitos españoles, Ignacio de Loyola, en plena era de la reforma
religiosa en Europa. Ese hecho le valió para ser santificado después por algún Papa. El
propósito de su fundador era uno solo, la defensa de la fe católica contras las herejías
protestantes en boga. Éstas a su vez, no eran otra cosa que la cobertura religiosa que
obligatoriamente debían adoptar para la época los intereses de la creciente clase burguesa
llamada a derribar el régimen feudal. A la luz de la historia, las variantes del protestantismo
representaron un paso adelante en la superación del oscurantismo señorial y la aparición del
capitalismo. Por tanto representaban el pensamiento progresista, las ideas de avanzada.
Combatirlas desde la óptica católica romana significaba la defensa del pasado. Por eso la
intención y el objetivo de la orden de los jesuitas fueron por completo reaccionarios y
retardatarios desde su concepción misma.
No hay que olvidar que España por obra de su oscurantismo religioso, perseguía a muerte no
sólo a los protestantes, sino también a los musulmanes y judíos que durante siglos se habían
asentado en la península ibérica y que encarnaban el espíritu científico, comercial y cultural
más progresista de la época. Al repudiar a los judíos y musulmanes con sus capitales, España
rechazaba simultáneamente los más avanzados conocimientos, en una doble actitud suicida.
Es decir, la Corona española se hundía con su fe fanática en la más crasa ignorancia, a la vez
que se condenaba sin remedio al atraso con relación a las demás naciones europeas
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receptoras de los perseguidos. En ese entorno hicieron su aparición histórica los jesuitas.
Obligados a defender a todo trance el enclaustramiento económico, religioso, político y
cultural de su época, consideraron prioritario adoptar una imagen fresca y de avanzada que
les permitiera competir con los poderosos rivales a los que se enfrentaban. Ello explica su
vocación por el estudio, la investigación científica y la especulación filosófica, así como su
nunca completamente bien disimulada avidez por el lucro.
Desde su misma fundación, los jesuitas han procurado presentarse como los punteros entre
todas las tendencias de vanguardia, como los más osados intelectuales y ejecutores de la
renovación general, del cambio más trascendente. Pero, y he allí el problema, animados
siempre por un propósito único y desalentador, poner a girar las cosas y los hombres en la
órbita del más completo oscurantismo, de la reacción más profunda. Siempre y en todas
partes hay un jesuita de precoz talento colándose en las filas revolucionarias, con el definido
propósito de apoderarse de su dirección para llegado el momento hacerlas tomar el rumbo
del regreso. Con apariencia altruista y futurista, los jesuitas, en todos los espacios y
momentos, asumen la divina misión de defender a ultranza la tradición, la perduración eterna
de los poderes más conservadores y retrógrados. Es a eso a lo que me refería cuando hablaba
de su verdadera esencia. Los nuevos curas llegados a San Bartolomé lucían audaces y
transformadores, pero pese a todo no podían ocultar su auténtica naturaleza arcaica. Una de
sus primeras víctimas fue precisamente el padre Ángel.
Cursaba yo el cuarto año de secundaria, es decir, me abría por completo a la adolescencia,
fumando cigarrillos pues desde ese grado lo permitían los curas, y emborrachándome a
escondidas con mis amigos cuando se presentaba la ocasión, intentando parecer una persona
grande y madura cuando en realidad no era más que un púber ingenuo e inmaduro, como casi
todos mis compañeros de estudio. Tal vez haya sido en las vacaciones de mitad de año, cuando
volvió a aparecer el padre Ángel en mi vida, esta vez de un modo inesperado y diferente. Mi
familia vivía en el sur de Bogotá, más exactamente en el barrio Quiroga. La casa de mis padres
estaba situada cerca al paradero de los Buses Amarillos y Rojos, una empresa que cubría
muchos barrios de la ciudad. También estaba cerca a la iglesia parroquial de San Luis
Gonzaga. Un día cualquiera creí ver al padre Ángel cuando abordaba un bus para el centro. La
escena comenzó a repetirse con frecuencia.
Muy bien vestido, con sus trajes de paño oscuro, camisas blancas y corbatas vistosas,
generalmente con un grueso libro bajo el brazo y un gran paraguas que empleaba a modo de
bastón, el padre Ángel arribaba al paradero a esperar su transporte. Era extraño. No tenía por
qué estar allí. Pronto supimos, en el barrio habitábamos un buen número de sus ex alumnos,
que estaba sirviendo como párroco auxiliar en la parroquia local. Tenía que celebrar las misas
de ciertos horarios. Sin que por ello hubiera cesado su compromiso de ofrecer la misa de las
siete de la noche en la iglesia de San Ignacio, adjunta al claustro de San Bartolomé, unos
metros arriba de la plaza de Bolívar. Ya no era el profesor de historia del colegio y creo que ni
siquiera vivía en él.
El rumor corrió veloz entre nosotros. Lo habían echado del colegio. Del mismo modo que se
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deshacían de los estudiantes que les parecían indeseables. Enseguida todos nos solidarizamos
con él. Igual que nos solidarizábamos con aquellos estudiantes que los curas expulsaban.
Aunque por fuerza soportáramos el régimen disciplinario de cuartel que reinaba en San
Bartolomé, todos en el fondo lo odiábamos, y en consecuencia sentíamos admiración por
aquellos estudiantes valientes que de pronto se rebelaban y expresaban abiertamente su
inconformidad, a sabiendas que aquello representaba su segura expulsión. Coincidíamos con
frecuencia en el mismo paradero del bus y por ende en el viaje de la buseta hacia el centro.
Resultó sencillo sentarse a su lado y entablar conversación con él. Queríamos escuchar de sus
propios labios las razones para su salida del colegio.
Quisiera agregar, en justicia del padre Ángel y otros muchos jesuitas que conocí, que si bien la
llamada esencia de su orden es sin duda la que describí arriba, no necesariamente es esa la
intención ni la actitud de todos sus integrantes, si se los mira individualmente. Al igual que
sucede en toda institución, las particularidades de cada uno de sus miembros, sean
conscientes o no de ello, siempre andan de conflicto en un grado mayor o menor, con el
propósito del conjunto. Toda línea de pensamiento se halla además inevitablemente
encarnada en seres humanos, y no suele ser extraño que en muchas ocasiones estos no sean
los más indicados para representarlas. Las perennes contradicciones pueden encontrar
solución en las normas internas adoptadas por la institución, pero también pueden
adormecerse en silencios, en desencantos, en escapes personales revestidos de simples
inclinaciones. Creo que el caso del padre Ángel podría hacer parte de éstos últimos. Una forma
personal de asumir el voto de pobreza, cuyo cumplimiento no veía por ninguna parte en la
orden a la que había entregado su vida.
Como había dejado esbozado atrás, sus problemas se relacionaron con el asunto del mercado
de las papeletas, aunque todos éramos conscientes de su total inocencia al respecto. Quizás
más culpa cabría a los encargados de inculcar la ética y la solidaridad en el espíritu de los
estudiantes. Esos sí que eran un completo fracaso. Toda la educación en San Bartolomé estaba
impregnada de un hálito religioso permanente. La enseñanza de la doctrina católica era
materia obligatoria. Asistíamos a por lo menos dos o tres misas semanales en las que la gran
mayoría comulgaba piadosamente. Contábamos con asesores espirituales por grupos,
hacíamos parte de cruzadas de catequesis, constantemente recibíamos charlas sobre el
significado de los evangelios y el amor al prójimo. Tal vez, en el ánimo de muchos, tenía una
mayor influencia la pasión por el lucro que mal disimulaban los curas, que toda esa
parafernalia moral que procuraban inyectarnos.
Pero bueno, el padre Ángel podía ser considerado culpable de haber incorporado a su clase un
sistema que podía resultar extraño a los nuevos directivos del colegio. Podíamos aceptar, en
ese universo de prohibiciones en que se nos formaba, que cabía imputarle haber sido la causa
de un problema para la institución. Que le hubieran quitado su clase por ello. Estábamos
acostumbrados a vivir ese tipo de decisiones arbitrarias e inapelables, emanadas de un poder
omnímodo que no estábamos en condiciones de enfrentar. Pero lo que resultó grotesco para
todos fue el trato que le dio Carlos, el nuevo prefecto general. El propio padre Ángel nos lo
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relató sin rencor alguno en el curso de esos viajes que hacíamos en la buseta hacia el centro.
Carlos debía andar por los treinta años y todo el tiempo estaba haciendo alarde de su astuta
inteligencia. Era de ese tipo de personas que se sienten superiores a todas las demás, un
perfeccionista soberbio y autosuficiente.
Un día hizo concurrir al padre Ángel a su despacho del segundo piso del colegio. La habitación
del padre estaba ubicada en el cuarto piso, en la esquina principal arriba del primer patio. Allí
le pidió que explicara el asunto de la lustrada de los zapatos a los estudiantes. El padre Ángel,
quizás unos 40 años mayor que Carlos, debía sin duda asumir aquello como una irrespetuosa
impertinencia. Pero era un hombre sencillo, sin el menor asomo de las ínfulas que exhibía el
prefecto. Por eso procedió a relatarle lo que hacía y las razones que lo movían a ello. Una vez
terminó, escuchó de labios de Carlos una respuesta que no podía ser peor, algo así como que
todo aquello resultaba para él una completa pendejada. Así las cosas resultaba imposible
llegar a algún tipo de acuerdo. Entiendo que la prohibición de continuar con el ritual de las
lustradas terminó en la salida definitiva del padre Ángel del colegio.
El padre Ángel nos relató aquello como algo que explicaba por qué ahora andaba en nuevos
pasos. Creo que dejaba al juicio de Dios la definición de la justicia. Sin embargo, ninguno de
nosotros dejó de pensar y de sentir que lo habían maltratado con crueldad. Pese a que
nosotros continuábamos estudiando en el colegio bajo la severa dirección y en medio de las
novedades incorporadas por Carlos, a las que obligatoriamente teníamos que sumarnos y
adaptarnos, nunca pudimos desprendernos de una enorme dosis de resentimiento contra él.
Podía hablar muy bonito, dominar el arte del convencimiento y hasta en ciertos aspectos
parecer genial, pero tenía una mala condición humana. Por eso no podía tener la razón. El
episodio nos sirvió a todos para aprender que sólo hombres justos pueden conducir causas
justas. O lo mismo, expresado a la inversa, que para que una causa pueda ser justa, debe ser
abanderada por hombres justos.
De los frecuentes intercambios con el padre Ángel surgió un descubrimiento inesperado. El
padre era un aficionado incorregible al cine. No sé a cuál de nosotros invitó primero a
acompañarlo. Pero uno por uno terminamos por ser invitados todos. De los ex alumnos que
habitábamos en el barrio, tal vez éramos unos 3 ó 4 los que más nos habíamos acercado a él.
Pronto aprendimos a turnarnos para no coincidir el mismo día y causar por ello alguna
incomodidad al padre por tener que rechazar a uno. Es que como todo anciano, el padre Ángel
era un hombre ceremonioso. Tenía preparados de antemano todos los pasos que pensaba dar
en el día. Un ejemplo de ello era su ritual para el cine. Sólo asistía con un invitado y siempre a
la sesión de matiné, la cual empezaba alrededor de las tres de la tarde. Procuraba conocer de
antemano la duración de la película, pues a las cinco debía estar ya en la calle. Era su horario
de tomar onces. Y estas consistían en un chocolate con biscocho en una de las elegantes
cafeterías del centro de la ciudad. Le gustaba mucho acudir a una que llamaba La Suiza. La
invitación incluía, desde luego, las onces. Después se dirigía a pie a la iglesia de San Ignacio
para preparar su misa. Antes de partir hacia allá, se metía la mano en el bolsillo y le entregaba
a su invitado el valor del transporte en buseta para que regresara tranquilamente a su casa.
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Todo el tiempo, en toda ocasión, el padre observaba una corrección caballeresca. A cada uno,
igual que en los tiempos en que era nuestro profesor de historia, nos llamaba siempre por el
apellido precedido de la palabra señor, sin importar que apenas anduviéramos por los catorce
o quince años. Jamás decía o hacía algo que pudiera incomodarnos, pese a que con seguridad
éramos nosotros quienes lo incomodábamos a él con frecuencia. Por ejemplo, conocíamos que
salvo algún acontecimiento imprevisto, todas las tardes asistía a cine. Y ya sabíamos que no
tenía reparos para invitar a algún muchacho a acompañarlo. Pero la verdad era que él nunca
invitaba a alguno por su propia iniciativa. Nosotros éramos quienes nos presentábamos por la
casa parroquial un poco después de la una, a preguntarle si pensaba ir al cine y proponernos
para acompañarlo. En realidad nos hacíamos invitar. Si algún otro no se nos había anticipado,
el padre daba su respuesta afirmativa y nos señalaba la hora, alrededor de las dos, en que
podíamos esperarlo en el paradero. El programa no podía ser más divertido para un
muchacho. Una media hora o más de amena conversación con el padre en la buseta, luego la
entrada al teatro que incluía la compra de un vaso de Coca Cola y la consabida bolsa de
palomitas de maíz. Después la salida a tomar onces, para regresar cómodamente sentado en
una buseta a casa. Es de anotar que el padre jamás realizó la más mínima insinuación a
ninguno de nosotros. Ni siquiera la que más temíamos, que lo acompañáramos a la misa
después de las onces.
Para ser justo y realista, debo reconocer que nosotros obrábamos movidos por el más
profundo egoísmo. Lo único que nos interesaba era divertirnos. Pasarla bien, comer bien,
gracias a la generosidad del padre Ángel. Nuestro mayor éxtasis tenía lugar cuando el mesero
de La Suiza, después de servirnos con toda clase de aderezos el chocolate espumoso, se
presentaba con la bandeja de los biscochos, verdaderas obras maestras del arte de la
repostería, no sólo por su excelente sabor, sino además por sus originales colores y formas.
Uno tenía la oportunidad de escoger el que prefiriera, lo cual nos hacía la boca agua. Aquello
debía ser costoso, pero nos resultaba indiferente pues el padre siempre pagaba con suma
gentileza, encimando además una buena propina. Él debía tener muchísimos años cumpliendo
el mismo rito, pues recuerdo que los meseros de las distintas cafeterías a las que entré con él,
siempre lo saludaban por su nombre, padre Ángel, y lo atendían con la familiaridad de viejos
conocidos en el mismo trance.
Intento recordar sobre qué asuntos versarían mis conversaciones con el padre Ángel. Sé que
nunca tuvieron que ver con la religión pues él nunca pretendió usar su amabilidad para
ninguna clase de adoctrinamiento. Y ya para entonces mi ateísmo crecía a pasos agigantados,
producto en gran medida de la inconsecuencia que gran parte de nosotros descubríamos
entre el discurso eclesial de nuestros educadores y el mundo que ellos mismos conformaban,
el cual comenzaba a parecernos repugnante a una buena parte de los estudiantes. Un anciano
septuagenario, cura además, rezago de un pasado que comenzaba a hundirse en el olvido,
acompañado por un muchacho ateo de quince años, que además comenzaba a dudar de la
veracidad de todo cuanto le estaban enseñando, no debían hacer una pareja de cordiales
dialogantes. Pero sin embargo conversábamos durante todo el trayecto.
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Conservo en la memoria la respuesta que me dio a dos preguntas que le formulé en distintas
ocasiones. Una vez quise indagarle cuál era su opinión sobre el nuevo texto de historia
universal que habían adoptado en el colegio. Ya nosotros mismos, en el tercer año, habíamos
visto cambiar el texto del padre Granados por otro de origen laico. En su opinión eran iguales,
de similar contenido, aunque el nuevo estaba desprendido de la visión teológica del primero.
Como creí percibir cierto desprecio hacia el libro del padre Granados, jesuita por demás, le
pregunté cuál era su opinión sobre éste. Me aseguró que era un libro más entre tantos otros,
una copia, un texto que se limitaba a repetir exactamente lo mismo que contenían los demás
manuales. Y agregó algo que no pude olvidar jamás, un buen libro era aquel que decía algo
nuevo. Escribir libros para contar con otras palabras lo que ya habían contado otros, carecía
del más elemental de los méritos.
En otra oportunidad, y todavía me pregunto cuál sería mi interés por entonces en ese asunto,
quise conocer si a su juicio Simón Bolívar había sido en verdad el más grande conductor
militar de la historia. No lo pensó mucho para decirme que no. Bolívar había sido poseedor de
un gran genio militar, pero no como para ubicarlo en el primer lugar. La cifra de hombres, las
fuerzas involucradas en la batalla por la independencia de España habían sido muy pequeñas
comparadas con el tamaño de los ejércitos y las fuerzas que habían enfrentado hombres como
Napoleón Bonaparte u otros grandes generales de la antigüedad, para no hablar de las guerras
modernas. Y añadió algo que todavía no deja de sorprenderme, el militar más grande de la
historia, a su juicio, había sido el general cartaginés Aníbal. Había logrado humillar a Roma
durante veinte años continuos, después de realizar los más sorprendentes movimientos
estratégicos.
Yo todavía recordaba, por las lecciones de memoria del padre Ángel, que Aníbal había sido
vencido por el general romano Escipión en Zama. No le dije nada, carecía de conocimientos
para contradecirlo. Pero aquella respuesta me abrió las puertas a la comprensión de algo que
se fue haciendo cada vez más claro en mi vida. Muchas veces, y en la historia eso sí que se
repite, el triunfo final no corresponde precisamente a los mejores. No son siempre los buenos
los que ganan, pese a que no hay crónica de la victoria que no se ocupe de pisotear a los
vencidos hasta transformarlos en monstruos. Ilión no merecía perder la guerra de Troya.
Príamo y su pueblo eran inmensamente superiores a Agamenón y su coalición de ejércitos
griegos. El propio Aquiles, que hacía parte de esta última, lo comprendió con claridad en el
último momento. No valía la pena vivir si tenía que pertenecer al bando de esa clase de
vencedores. Por eso tomó la decisión de combatir hasta morir en la refriega. Homero lo narra
con claridad.
El padre Ángel todavía nos tenía reservadas otras sorpresas. En algún momento supimos
también de su pasión por el deporte. Todos los domingos por la mañana acudía al colegio San
Bartolomé de la Merced, la versión bartolina para niños ricos, a practicar su deporte favorito,
el frontón, también llamado pelota vasca. Nunca tuve la oportunidad de acompañarlo a esas
prácticas, pero por otros escuché que se trataba de un exigente y violento ejercicio. Con una
raqueta de tenis, se golpeaba por turnos, con toda la fuerza, una pelota de goma contra la
pared. El rebote debía ser contestado por el otro jugador. Los muchachos no sólo sudaban a
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chorros, sino que terminaban agotados. Todavía no me explico de dónde sacaba alientos el
padre Ángel para jugar. Quizás a ello debía su apariencia erguida.
En cambio alguna vez me convidó a practicar tenis en el patio del colegio parroquial. Jugamos
sin malla, en el piso de asfalto de la cancha de básquetbol, más para divertirnos que para
competir. Además ni entonces ni ahora he podido comprender las reglas de ese deporte.
Recuerdo que el par de raquetas me parecieron muy finas y nuevas. Al igual que las pelotas
que llevaba cuidadosamente protegidas en una envoltura de lata. Yo no tenía la menor idea
del tenis. Alcanzo a recordar que los golpes que torpemente lograba acertar con la raqueta,
lanzaban la pelota en cualquier dirección, menos en aquella en la que el padre Ángel la
esperaba para responderme. Me producía vergüenza verlo emprender carrera en procura de
rescatar la bola, lo cual lograba al fin, trayéndola en la mano hasta su puesto, desde donde la
lanzaba al aire en sentido vertical para luego golpearla acertadamente hacia mí. Como juego,
el mío resultaba un completo fracaso, aunque a él no parecía importarle. Ahora pienso que lo
que de verdad le interesaba era el ejercicio que hacía. Mi falta de destreza lo obligaba a correr
y eso tal vez era lo que en realidad quería.
Era obvio que las invitaciones al cine sólo podían tener lugar durante nuestros períodos de
vacaciones. Aquello debió durar un año y medio, a lo sumo dos, con lo que quiero decir que no
se prolongó más allá de tres o cuatro vacaciones, incluyendo las de mitad y fin de año. Siempre
bajo nuestro mezquino patrón común, buscábamos al padre Ángel únicamente cuando nos
interesaba a nosotros. En verdad no recuerdo haber ido nunca a visitarlo con un motivo
distinto. Ninguno de nosotros sentíamos o manifestamos algún tipo de interés personal por él,
por su salud, por sus quimeras, por sus pesares. Ni siquiera supimos si tenía alguna familia.
Estoy seguro de que él debía percibirlo, debía sentirlo con claridad. Pero ni una sola vez
mostró por ello algún tipo de antipatía o desdén hacia cualquiera de nosotros. Al interpretarlo
hoy, me atrevo a pensar que su felicidad consistía en procurar la nuestra, en suministrarnos
las dosis de alegría que estaban a su alcance. Sin esperar nada a cambio.
Como la vez que le pedí que me ayudara a buscar un trabajo temporal durante mis vacaciones
de fin de año. De inmediato me mencionó las posibilidades que podía ofrecerme. Al día
siguiente me llevó hasta el edificio de Avianca. Y luego de los trámites pertinentes, me condujo
directamente hasta la oficina del gerente general, que me parece se encontraba en el piso 17.
Tengo el fugaz recuerdo de un despacho muy amplio y moderno, lujoso, detrás de cuyo
escritorio se hallaba sentado un hombre blanco, alto, maduro y de gafas, que apenas vio
ingresar al padre Ángel por la puerta se puso de pie para recibirlo con tono de sumo afecto y
respeto. Tras dialogar brevemente sobre las generalidades normales, el padre Ángel, en su
estilo ceremonioso, me presentó como su ex alumno de San Bartolomé, de muy buenas
costumbres y familia, que necesitaba emplearse temporalmente durante las vacaciones. El
gerente, a quien el padre llamaba doctor, no recuerdo su apellido, le manifestó que para esas
temporadas la empresa solía contratar supernumerarios, así que siempre había la posibilidad
de engancharme. Con esmerada diligencia anotó mis datos en una hoja de papel y luego
prometió que nos avisaría a la primera oportunidad.
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Algo semejante ocurrió en el diario El Tiempo, ante algún alto funcionario de la redacción. Y
finalmente ante el gerente general de la firma Berkshire de Colombia. Debo aclarar que todos
los costos del transporte de una a otra parte de la ciudad, el último de los cuales fue en taxi,
fueron cubiertos por el padre Ángel como su obligación más natural. Sólo me llamaron del
diario El Tiempo, pero tal vez unos tres meses después. Dijeron que me presentara en una de
sus oficinas, donde el empleo para mí estaba listo. La llamada la respondió mi papá, quien
alarmado porque no fuera a ocurrírseme trabajar a cambio de mis estudios, agradeció de una
vez la atención, pero manifestó que no era posible contratarme por cuanto mi petición se
refería a la época de vacaciones y ahora ya estaba estudiando. Sentí cierta nostalgia cuando
me lo contó. Aunque de efectos tardíos, la gestión del padre Ángel había tenido resultados. Y
había servido para mostrarme que el curita tenía sus relaciones por lo alto, donde lo
reconocían y estimaban. Quizás se trataba de antiguos alumnos suyos. Quiero decir que el
padre Ángel no era tampoco un don nadie.
Una de mis últimas entrevistas con él tuvo lugar con ocasión de la celebración de la misa de
aniversario de la muerte de nuestro abuelo paterno. La familia consideró que el sitio más
indicado para que pudieran asistir los parientes desde distintos puntos de la ciudad, era, por
lo central, la iglesia de San Ignacio. Se trataba de la misa de las 7 de la noche, justo la que
correspondía al padre Ángel. Entré brevemente al interior de la capilla para poner al padre
Ángel al tanto de que se trataba de nuestro abuelo. Tres, tal vez cuatro de los hermanos
habíamos sido sus alumnos. Me aseguró que lo tendría en cuenta. A la hora del sermón
pronunció un improvisado obituario en el que expresó con la oratoria de un senador romano,
un elogio desmesurado y emocionado de los méritos del finado. Todos los asistentes a la misa
quedaron fascinados.
El padre Ángel no tenía la menor idea de quién había sido el abuelo, por lo que gran parte de
su discurso se fundó en lugares comunes. Pero también se dio mañas para idear de su propia
cosecha una serie de merecimientos tan extraordinarios, que el abuelo pareció haber sido
cuando menos un prócer de la patria. La familia entera se sintió feliz. Tíos, tías, primos,
parientes y demás amigos. Aquello me sirvió para aprender que a la gente le encantan ese tipo
de cosas, que aunque no sean ciertas, terminan por inyectar una enorme cuota de orgullo por
sus raíces. Todos los seres humanos aborrecemos la insignificancia. Y amamos sentirnos
importantes, aunque sea una sola vez en la vida. Incluso a costa de nuestros muertos.
Quisiera terminar con el que considero el mejor recuerdo del padre Ángel. Una vez, como
siempre, fui hasta la casa parroquial con el fin de hacerme invitar a cine. Tal vez fue la única
vez que sentí que mi aparición lo incomodaba. Pero enseguida comprendí la razón. Algo
abochornado, el padre me confesó que esa tarde no tenía pensado asistir a cine. Incluso se
había buscado el modo de hacerse sustituir por otro sacerdote para su habitual misa de las
siete. Se debía a la temporada de zarzuela que se presentaba en Bogotá. Su plan era asistir a la
presentación de Los Gavilanes en el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Un poco después de las seis.
Me advirtió que si pese a la hora yo no tenía impedimento, él podía invitarme a acompañarlo.
Si bien mi idea sobre la zarzuela era bien vaga, acepté sin vacilaciones la propuesta. Se trataba
de algo muy novedoso para mí. Nos citamos en el mismo lugar de siempre, a eso de las cinco
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de la tarde. A mitad del recorrido, con su habitual respeto y mesura, el padre Ángel consideró
conveniente hacerme una asombrosa revelación. Yo estaba invitado por él para la
presentación, cualquiera fuera mi decisión al respecto. Sucedía que las entradas tenían tres
precios distintos según la aproximación del espectador al escenario. 66, 44 y 22 pesos. De
hecho la más barata triplicaba el valor de una entrada al cine. Él pensaba entrar a la más
costosa. Si yo quería, podía entrar con él allá. Pero si lo prefería, podía escoger cualquiera de
las dos otras opciones. En ese caso, él me compraría esa boleta, pero me entregaría en efectivo
la diferencia con los 66 pesos, para que yo dispusiera de ella de manera libre. Él siempre
consideraría que me había obsequiado la mejor entrada, la de 66 pesos, pero como sabía que
yo era joven y necesitaba recursos, me dejaba en libertad para usar la que yo quisiera.
De remate me advirtió que la elección era independiente de él, para que no fuera a dejarme
impresionar por el temor reverencial que pudiera inspirarme. Lo estuve pensando durante el
resto del viaje. La de 66 era un lujo que difícilmente podía repetirme en la vida. La de 44 una
opción intermedia, que no me haría parecer tan mezquino pero me podía facilitar un prudente
ahorro. Escoger la de 22 me haría aparecer como un vividor mendicante y muerto de hambre.
Vacilé mucho, pero al final me decidí por la de 44. Sin embargo, al pie de la taquilla, cuando el
padre Ángel se dispuso a comprar las entradas, respondí a su pregunta sacando fuerzas quizás
de donde, señalando que entraba a la de 22. Todavía no se me pasa la vergüenza que sentí al
decirlo. El padre asintió con un ligero movimiento de la cabeza. En la puerta, en el momento
de separarnos, yo para la galería y él para el palco, se llevó la mano al bolsillo y me entregó los
44 pesos prometidos. También me añadió lo del pasaje de regreso a casa. Y un pequeño
estipendio por si deseaba comprar en la cafetería alguna cosa de comer. Desde mi ubicación,
contemplé todo el escenario perfectamente y disfruté de veras con el colorido y el canto de los
personajes. Aunque una voz interior no cesara de reprocharme por la avaricia demostrada. No
me importaba mucho. Participaba del espectáculo y tenía en mi bolsillo una suma de dinero
que ni en sueños había llegado a poseer.
Ese era el padre Ángel, un caballero sin tacha. Un hombre serio, maduro, generoso. Sin duda
alguna profundamente solitario, pero al mismo tiempo sinceramente consecuente con el papel
que había escogido para su vida. Al cerrar esta crónica con la anécdota de la zarzuela, he
querido poner de presente hasta dónde era capaz de llegar su desprendimiento. Al tiempo que
salir al paso a cualquier apresurado que intentara buscar en su conducta algún resto de
desviación enfermiza. El padre siempre fue así, respetuoso, servicial, reservado,
desinteresado, prudente al mayor de los extremos. Su nombre completo era Alfredo Ángel
Estrada, al cual agregaba siempre las mayúsculas S. J. para identificar su vocación sacerdotal.
Nunca le pregunté, pero sus propios apellidos indicaban su procedencia antioqueña. Lo
revelaban además su perfil de luna en cuarto creciente y la gran nariz que sostenía sus
anteojos. La inmensa mayoría de los jesuitas que conocí en el colegio eran antioqueños,
aunque ignoro cuál hubiera sido la razón para ello.
Escribo sobre él unos 35 años después de haberlo visto por última vez. En algún momento se
mudó de la parroquia y no volví a saber de su vida ni de su historia. Mis intereses para
entonces eran absorbidos por la universidad y mi inolvidable primera novia. La gratitud no es
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precisamente una cualidad de los jóvenes. Quizás por eso surgen estas páginas ahora, en
medio de la selva. Soy un guerrillero de las FARC. De algún modo inexplicable, el padre Ángel,
quien debió morir en soledad hace ya muchos años, continúa dando sus grandes pasos de
camello cansado por el mundo. Y desde algún rincón de mi ser me constriñe a no dejarlo
perecer en el olvido. Por eso elaboro este sencillo homenaje a su memoria. En definitiva la
vida de los seres humanos es mucho más profunda y valiosa que un simple nacer y morir. Sus
huellas quedan marcadas para siempre en algún recodo del camino.
Gabriel Ángel
16 de septiembre de 2009
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