los muchachos perdidos

Transcripción

los muchachos perdidos
4B
L O C A L : E l N o r t e : Lunes 15 de Agosto del 2005
LOS MUCHACHOS PERDIDOS
P E R FI L ES
H I S TO R I A S
Editora: Rosa Linda González / Email: [email protected]
Por DANIEL
DE LA FUENTE
Alicia Ramos de Salas lavaba trastes
esa mañana, contemplando a través
de la ventana el recorrido moroso del
sol por la lavandería.
Esta mujer de 78 años, baja de estatura y pelo negro entrecano tiene
una mirada triste desde hace 27 años.
No lo puede evitar, pero cuando llegan
sus hijos y nietos, aquel rincón sin luz
que son sus ojos se torna solar.
Esa mañana dice que escuchó el
timbre de la casa. Con su andar difícil
por la mala circulación fue a abrir.
Los sujetos se identificaron como
Luis Alberto García Martínez y Luis
Antonio Ramírez Rebeles, agentes de
la Agencia Federal de Investigaciones.
Eran jóvenes, con corte de cabello militar, vestidos casualmente, uno traía
huaraches, sin calcetines.
Uno de ellos dijo que venían a hacer preguntas sobre el hijo de ella, Ramiro Salas Ramos.
Los invitó a pasar a la modesta casa
de la Colonia María Luisa, al poniente
de la ciudad, la misma que por más
de dos décadas y media tuvo cortinas
y persianas abiertas de par en par día
y noche, para que los individuos que
pasaban lento en los coches de vidrios
polarizados pudieran observar sin dificultad al interior.
Le preguntaron a Alicia si había
interpuesto una denuncia por la desaparición de Ramiro en la Fiscalía
Especial para Movimientos Sociales y
Políticos del Pasado.
“La hemos puesto en muchas partes, hijito”, le respondió Alicia, serena
como es. Cálida.
“A nosotros nos traen por distintos
estados para revisar casos como el suyo”, le dijo el otro. “Ahora venimos de
Guerrero y de Sinaloa. Nos dieron la
orden por teléfono de venir a Monterrey para buscarlos a usted y al señor
Fernando López, ¿lo conoce?”.
Alicia sonrió: conoce a Fernando y
a su esposa, Martha, también desde
hace 27 años.
“Sí, hijito”, dijo Alicia. “A los dos
nos desaparecieron a nuestros hijos
el mismo día”.
Los agentes se miraron. Uno de ellos
sacó un cuaderno y apuntó algo.
“¿Podría contarnos cómo fue”, pidió el otro.
“¿Tendrá sentido?”, dice que se
preguntó Alicia en silencio, aunque
no dudó en responderse.
“Siempre tiene sentido”.
II
En 1978, Ramiro Salas Ramos tenía
25 años y era un muchacho más con
flequillo y pantalones acampanados
egresado de la Facultad de Ingeniería
Mecánica y Eléctrica de la UANL.
Por la mañana impartía como
maestro suplente la materia de Sociología de Latinoamérica, en Filosofía
y Letras; por la tarde estudiaba en
la Facultad de Economía y, ya en la
noche, tomaba otra especialidad en la
Normal Superior del Estado.
“Ramiro tenía excelentes calificaciones. Tengo constancias de todos sus
estudios”, expresa Alicia en torno a la
misma duda que la subyuga: ¿por qué?
Cerca de las 19:00 horas del jueves
4 de abril de 1978, Ramiro le dijo a su
madre que iría por un libro a casa de
un amigo.
“Cena, hijo. Ya está servido”, pidió
Alicia.
“No tardo”, respondió y salió a la
calle.
Esa noche, Alicia y Ramiro Salas
Becerra, su esposo, no durmieron. Su
hijo, que no solía llegar tarde ni ausentarse, no volvió a casa. Al igual que
varios jóvenes más, durante las horas
previas y posteriores, tampoco regresaron a su hogar.
Al día siguiente, don Ramiro acudió a la policía; Alicia, a la Judicial, y
Ricardo, el hermano del chico, a las
cruces Roja y Verde de los distintos
municipios. Nada.
Dos días después, el 7 de abril de
1978, leyeron en EL NORTE una nota
que habría de tener vital importancia
en el destino de Ramiro: “Violeta Tecla
y otros activistas caen aquí”:
“Agentes de la DFS capturaron
aquí a cuatro integrantes del Coman-
El principio del dolor
La visita de
agentes de la AFI
a una familia
regiomontana
ha obligado
a recordar
su episodio
más doloroso:
la desaparición
de un hijo, en
1978, igual que
tres jóvenes más
do ‘Raúl Ramos Zavala’ de la Liga 23
de Septiembre”.
La nota afirmaba que la operación
había sido realizada por agentes enviados del DF. Entre los detenidos llevados a México se encontraba Violeta,
integrante de una familia dedicada al
activismo.
“Las confesiones de los detenidos,
así como de los documentos localizados en la casa de seguridad, derivaron
otras detenciones en la capital”, agregaba la nota.
También informaba sobre más
detenciones en el País y sobre la gira
en Estados Unidos de una mujer de la
que hasta entonces ellos sabían poco:
Rosario Ibarra de Piedra.
Desde allí, en coordinación con el
Comité Estadounidense por la Justicia para Presos Políticos Latinoamericanos, Rosario insistía que en México
se estaban efectuando desapariciones
arbitrarias por parte del Estado contra la juventud activista.
Un día después, otra nota apareció
en EL NORTE.
“La Brigada Blanca asestó ayer varios importantes golpes a la Liga 23 de
Septiembre y a otras organizaciones
subversivas en esta ciudad, México y
Nuevo Laredo”.
Alicia repasa la información que
entonces le era tan ajena, pero que la
impulsó a pensar que su hijo hubiera
sido secuestrado por la Brigada Blanca. Su hijo jamás le comentó que fuera
activista.
“Era muy ignorante de lo que sucedía en ese tiempo. Recuerdo que alguna vez, ya en compañía de Rosario
Ibarra, le decía: ‘Y pensar que veía
tan lejana su lucha, doña Rosario, y
míreme ahora: luchando hombro con
hombro a su lado’”.
Recuerda que Rosario la miró
conmovida y le dijo un: ‘Sí, doñita, no
sabemos’.
Sin embargo, ese abril de 1978 pasó
lento. Alicia preguntaba aquí y allá por
“la dichosa Brigada” y no veía a otros
padres que buscaran a sus hijos.
Un día, sin embargo, una amiga le
comentó que en la Iglesia de la Santa
Cruz estaban orando por un chico y su
primo, también desaparecidos, por lo
que decidió ir a buscar a los padres de
aquellos muchachos.
III
Egresado de la Facultad de Química
y trabajador de Conductores Monterrey, José Fernando López Rodríguez,
de 25 años, no llegó a su casa la misma noche que Ramiro, tras visitar
alrededor de las 20:30 horas la casa de su prima Diana, en la Colonia
V
Foto: EL NORTE/ Daniel de la Fuente
(Primero de dos)
Alicia Ramos de Salas ha observado desde hace casi 30 años el retrato de su hijo Ramiro.
EL NORTE publicó en 1978 una nota sobre la desaparición de los jóvenes.
Anáhuac.
Sin saber lo que había sucedido,
su primo Alberto López Herrera, de 27
años, estudiante de la Prepa 3 Nocturna, salió de su casa al día siguiente, el
5 de abril a las cinco de la madrugada,
para acudir a su trabajo en Cristales
Mexicanos, pero nunca marcó tarjeta
de entrada.
Eso lo sabría Alicia después cuando,
tras conseguir las direcciones, llegó a
las casas de Martha López y de su hermana, madres de los desaparecidos.
“Les llevaba la foto de Ramiro.
‘¿No han visto a mi hijo con los suyos?’, les preguntó. Desconsoladas,
me lo negaron. No sabían, igual que
yo, si sus hijos andaban de activistas
o no. Entre las tres nos preguntábamos cómo los habrían desaparecido,
tratábamos de relacionar una cosa
con otra a cada minuto”.
Por esos días, Alicia conoció a
Ibarra de Piedra, ya inmersa en el
Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados
Políticos, que cambiaría al esperanzador Eureka.
Fue cuando se convenció que su
hijo, al igual que José Fernando y Alberto, habían sido aprehendidos por
la Brigada Blanca.
El 17 de abril, Rosario denunciaría
en este periódico la desaparición ilegal
de Ramiro, pero sería tres días después
cuando saldría la primera nota sobre la
desaparición de Ramiro, José Fernando
y Alberto, con sus fotos: “Desaparecen
a jóvenes”, fue el titular.
En ella hablan los padres de los
tres chicos, quienes aportaron un dato
interesante: el ruido de un helicóptero
por el rumbo de la Colonia Lomas de
Anáhuac, que coincide más o menos
con las horas de las desapariciones.
Fuera de entrevista, el reportero de
entonces les comentó que por sus manos había pasado, en las instalaciones
de la Policía Judicial, la lista de los
desaparecidos de principios de abril.
Les indicó que había reconocido el
nombre de Violeta Tecla Parra, no así el
de Ramiro, José Fernando y Alberto.
De acuerdo con datos desclasificados de la PGR y de la macabra Dirección Federal de Seguridad (DFS), hoy
en poder de la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos y de la Fiscalía
Especial para Movimientos Sociales
y Políticos del Pasado, los hermanos
Violeta, Adolfo y Artemisa Tecla Parra,
así como su madre, Ana María, pertenecían a la Liga Comunista 23 de Septiembre.
Se les vio vivos por última vez en las
instalaciones del Campo Militar No. 1.
De acuerdo con la información
nada confiable de la DFS, proporcionada mucho tiempo después a Alicia,
Violeta habría venido a la ciudad para
contactar a Pedro José Lozano Cantú.
Pedro resultaría así el primero
de los cuatro muchachos perdidos
ese mes, propiamente el 3 de abril de
1978, y quien presuntamente delató a
Ramiro, José Fernando y Alberto, quizá bajo tortura.
IV
“Ricardo” era el alias de Pedro, un
chico de 24 años que vivió hasta su
desaparición en M.M de Llano, entre
Privada San Martín y Venustiano Carranza.
Según un oficio de la DFS, Pedro
era el responsable de la Brigada
Raúl Ramos Zavala de la Liga. Tras
su captura, el 3 de abril, fue trasladado junto a Violeta al Campo Militar No. 7 de esta ciudad.
Vecinas confirmarían después
que Pedro fue sacado a golpes y con
un libro en la mano.
Un oficio emitido ese día advierte que, como resultado del interrogatorio a Pedro, éste habría de sostener una reunión ese día con dos
militantes más de la Liga Comunista
23 de Septiembre.
“(...) y esta cita era a las 21:30
horas, por tal motivo se fijaron los
dispositivos habiendo procurado la
captura primeramente de José Fernando López Rodríguez (a) Gerardo
a las 21:50 horas, posteriormente a
las 22:15 horas se capturó a Ramiro
Salas Ramos (a) Mario... Cabe hacerse notar que los detenidos ofrecieron
poca resistencia en su captura además de que ninguno de los dos venía
armado...”.
Luis Ángel Garza Villarreal, ex
miembro de la Liga Comunista 23
de Septiembre y quien vivió torturas
y, posteriormente, encarcelamiento
en el Penal del Topo Chico, afirma
que era común que la policía sacara declaraciones, en base a golpes, a
las que agregaba datos y cambiaba
nombres.
“Debías aguantar lo más que pudieras, para así darles oportunidad a
los demás compañeros de que huyeran de sus domicilios, porque de que
te sacaban las direcciones, te las sacaban. Lo malo era cuando te ponías
a inventar y te careaban con los otros.
No nos la acabábamos.
“Sin embargo, el caso de estos muchachos suena bastante raro, sobre
todo porque ya todo era muy tardío;
el activismo estaba en picada”.
Rosario Ibarra afirma que la
Brigada Blanca no tenía nada qué
envidiarle a las policías argentinas
y uruguayas, porque aquí ‘perfeccionaban’ las técnicas: agujas bajo
las uñas, toques eléctricos, golpizas,
agua mineral con chile piquín en las
fosas nasales, o hasta con nombres
patéticos, como la del “pollo rostizado”, que consistía en amarrar al joven a un palo y darle vueltas sobre
el fuego.
Las familias de los muchachos
perdidos jamás vieron o conocieron
a Pedro como amigo de sus hijos. Por
supuesto, todo lo anterior lo supieron
meses y años después.
”¿Qué más le preguntaron los agentes, Alicia?
“Que qué habíamos hecho tras la
desaparición de nuestros hijos. Les
contamos que la señora Martha, mi
marido y yo hablamos en julio de
1978 con un funcionario de la PGR
en la Ciudad de México, José María
López Becerril, ya que el Procurador
Óscar Flores Sánchez no nos quiso
atender.
“López Becerril nos mostró unos
papeles que decían que Ramiro había participado en una balacera a
espaldas del Mercado Popular, en la
Colonia Hidalgo, y que había huido
herido en un auto robado, para luego
subirse a otro coche, conducido por
un joven también herido”.
El auto, presuntamente, era un
Ford Maverick y el joven herido que
conducía era José Fernando, quien
venía de enfrentarse en una balacera
de Calzada Madero y Simón Bolívar.
Dice Martha que cuando el funcionario les dijo que el Maverick había sido encontrado en una carretera
con impactos de bala y manchas de
sangre, sintió un dolor agudo en el
pecho, por lo que creyó que sufriría
un infarto por el espanto.
Consternada también, pero serena, Alicia la tomó del brazo: “Aguante, madrecita. Aguante”.
Don Ramiro, ferrocarrilero de carácter rudo cuyo corazón se fue marchitando con los años hasta su muerte, tronó contra la vileza del sujeto.
“¡Miente! ¡Usted lo que está haciendo es servir de tapadera de asesinos!”.
Salieron con el alma destrozada.
Al volver a Monterrey comprobarían
que vecinos, comerciantes y amigos
que tenían en ambos sitios de la ciudad negaron los hechos. Tampoco la
policía, las cruces o el anfiteatro tenían registros de esos incidentes.
Lo que ellas ignoraban era que datos similares se les daban a los cientos de madres y padres de desaparecidos. Rosario Ibarra señala que los
informes, cuyas copias no podían tener en su poder, sino que tenían que
ser transcritos, eran demenciales:
desaparecidos que fueron heridos
en los mismos enfrentamientos, que
sangraban de las mismas piernas,
que fueron subidos en coches de las
mismas características.
“Viles machotes”, dice Rosario,
humillada aún.
Los agentes que estaban con Alicia seguían apuntando. Uno de ellos
preguntó si sabía dónde se encontraba un conocido activista, José Alfredo
Medina Vizcaíno.
” Fue la última persona que vio
a su hijo, ¿verdad?, le preguntaron
a Alicia.
“Así es”.
José Alfredo Medina Vizcaíno pasó
40 días, en 1978, en el Campo Militar
No. 1. Trasladado a la cárcel estatal
de Chihuahua, Don Ramiro y Alicia
se encontraron con él en 1980, donde testificó ante notario haber visto
a Ramiro y José Fernando. Dijo que
al primero le decían El Maestro”, por
dar clases de matemáticas a los demás presos, mientras que al segundo
“El Químico”.
Pero, jamás volvieron.
Y es que buscando el paradero de
su hijo, Alicia ha escuchado historias
inimaginables.
Las claves rezumban en su memoria al momento de relatar a aquellos
agentes de la AFI sus pesquisas infructuosas.
Dice que estas palabras la despiertan a veces, de madrugada o cuando
apenas se adentra al sueño: campos
de tiro, hornos de cremación, aviones
sobre el mar, fosas clandestinas.
Pilas de muchachos perdidos,
unos sobre otros, con los ojos cerrados.
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