montreal - Laurie Raphaël

Transcripción

montreal - Laurie Raphaël
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MONTREAL
La población de Montreal está ocupada
en generar formas de pasarla bien.
Texto: Claudia Itzowich
Se olvida fácil que Montreal se construyó sobre una
peatonales convertidos en hileras de balas pintadas con
esténcil, las carreteras transformadas en cierres, las
cajas de estacionamiento culminadas en dientes de león
a merced del viento. Fueron ellos quienes protestaron y
lograron evitar que Roadsworth pasase buena parte de
su vida tras las rejas.
El proyecto comenzó como una campaña creativa
para fomentar precisamente la cultura de las bicicletas
en Montreal. Roadsworth buscaba sacudir la mirada
imperturbable del automovilista mediante imágenes
que lo obligaran a detenerse y reflexionar, como si su
ritmo no estuviese alimentado por un motor. Sobre la
marcha, el artista descubrió que la falta total de imaginación en el lenguaje de la señalización funcionaba de
maravilla como punto de partida para su característico
humor sobre asfalto. Para fortuna de los que miran con
detenimiento, Roadsworth anda no sólo suelto, sino
vivito y pintando.
isla. Que el río San Lorenzo que moja todas sus orillas la
impide crecer en extensión. Y que encima, el Mont Royal,
el monte que le da su nombre, una modesta colina de
223 metros de altura, no puede, por ley, ser rebasada por
ningún rascacielos: la torre de la Place Ville Marie, del arquitecto I.M. Pei, una de las cuatro más altas de la ciudad,
mide apenas 188.
En tamaño, pues, Montreal no tiene para dónde crecer.
Quizá por eso, cada gran idea, cada paso que da un
cocinero, un músico, un arquitecto o un hotelero se goza
tanto. Quizá no sólo por eso.
A RAS DEL SUELO
La colina que aquí llaman Monte Real es chaparrita. Pero
fue diseñada por Frederick Law Olmsted, el paisajista
detrás de Central Park, en Manhattan, y Prospect Park en
Brooklyn. Como todo parque urbano bien utilizado -y los
canadienses urbanos necesitan, siempre, utilizar bien un
parque-, es un lugar estupendo para estarse con la gente
local.
En invierno hay incluso quien lo recorre con esquís de
fondo, y en verano es escenario de picnics, caminatas,
ligues, acróbatas amateur que ponen a prueba su equilibrio en monociclos o cuerdas flojas por el simple placer
de hacerlo. Los domingos, las percusiones africanas
que se dan cita en la parte baja del parque se escuchan
hasta bien entrado el Plateau, el barrio residencial donde
suceden la mayoría de las manifestaciones artísticas de
la ciudad.
Para descubrirlas, conviene olvidarse por un momento
del auto, y recorrer las calles más bien a pie o en bixi, esas
bicicletas públicas que los lugareños están tan orgullosos
de haber exportado a Toronto y a Londres y que permiten
detenerse ante la música que sale de un ensayo en un
sótano, una venta de joyería hecha a mano, una galería de
arte, un graffiti. O una intervención de Peter Gibson.
Así se llamaba Roadsworth, el autor de algunas de las
más ingeniosas obras de arte urbano de Montreal, cuando todavía lo arrestaban; antes de que ningún galerista
ni alcalde estuviese dispuesto a comisionar obra suya.
La comunidad artística y los montrealenses comunes y
corrientes gozaban despertarse y encontrar los cruces
ENTRE LADRILLOS
Hace ya cinco años que la galería DHC, en el antiguo
puerto de Montreal, es una de las paradas favoritas de los
amantes del arte contemporáneo, un espacio gratuito que
ha traído la obra de artistas como la francesa Sophie Calle
el año en que ganó la bienal de Venecia, o el estadounidense John Currin, conocido por sus pinturas figurativas,
ejecutadas con tal cuidado técnico, que es capaz de retardar el efecto de sus siempre incómodos motivos. Hasta el
18 de noviembre de 2012, el espacio de exhibición estará
dedicado por completo a la obra del japonés Ryoji Ikeda,
reconocido por sus instalaciones electrónicas.
La fundadora de DHC, Phoebe Greenberg, es una
filántropa y curadora como deberían ser todas: comprometida con el arte de vanguardia e inmune al miedo que al
resto de los mortales nos producen los grandes riesgos. Y
acaba de inaugurar otro proyecto monumental dedicado
a las artes.
El PHI Centre, en el viejo Montreal, es un espacio difícil
de definir, compuesto de salas de proyección que pueden
convertirse en teatros o galerías; un “arenero” a merced
de cineastas, artistas visuales, bailarines y músicos que
tiene como objetivo llevar las artes y la reflexión en torno
a las artes a un público cada vez más amplio.
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POR LOS OÍDOS
Un sector del centro de Montreal ha cambiado de nombre.
Ahora, algunos de los predios más cotizados de la ciudad
forman parte del Quartier des Specatcles, o barrio de los
espectáculos, una aspiración que se materializa en calles
peatonales convertidas en escenarios masivos, explanadas hechas gradas, clubes de música que se desbordan
hasta las banquetas, así como los teatros propiamente
dichos que componen la Plaza de las Artes.
Y la Maison du Festival, un edificio entero dedicado al
Festival de Jazz, con una fonoteca que reúne los momentos más memorables de un evento que acaba de cumplir
33 años, que fue bendecido desde el inicio con la presencia de Ray Charles y Chick Corea, y que en 2012 recibió
lo mismo al “Rey del Blues”, el octogenario guitarrista
BB King, que a la joven pianista, compositora y cantante
Norah Jones.
Se trata, sin competencia, del evento que mejor permite
observar cómo una ciudad celebra el verano cuando el
invierno trae noches de dieciséis horas y temperaturas de
hasta treinta grados bajo cero.
Pero la oferta musical no se termina ahí. Montreal es
la ciudad de artistas como Leonard Cohen y la banda
Arcade Fire. De festivales como Mutek, Osheaga y Piknic
Electronik. Y, en pleno invierno, la ciudad es sede de Montréal en Lumière e Igloofest, este último un montaje de
hielo en los muelles del antiguo puerto que pone a bailar a
los lugareños, bien envueltos en North Face, Patagonia y
Canada Goose, hasta la gélida madrugada. 4
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EN EL PLATO
Cuando la temporada agrícola dura cinco minutos -incluso cuatro meses-, o se pone uno creativo o termina
comiendo estofados de frijoles y puerco durante el largo
invierno.
En Montreal, cocineros como Normand Laprise de Toqué! y Martin Picard de Au Pied de Cochon pertenecen a
la generación de chefs que malacostumbró a la población
a exigir platillos no sólo suculentos, sino ingeniosos y, de
ser posible, firmados con el pedigree de los productores
de la localidad que los hicieron posibles. Aunque la zanahoria más cercana se encuentre enterrada varios metros
bajo la nieve.
Criado en tierras agrícolas de Kamouraska, en la ribera
sur del río San Lorenzo, a Normand Laprise le cuesta creer los alimentos procesados que son capaces de comer
los entes urbanos. Todo lo que entra a su cocina viene de
productores con quien ha entablado una relación personal, productores con quien celebra las primeras fresas de
la primavera, o los mejores jitomates del año hacia fines
de agosto, mismos que se dispone a envasar, pues hace
más de quince años que Laprise no utiliza un solo tomate
de fuera de Quebec.
Pero la obsesión por los productos de no nos habla
sino de la materia prima. El éxito de Toqué! Tiene que
ver también con que su cocinero es capaz de improvisar
maravillas con lo que llega cada noche; platillos como los
caracoles de mar a la plancha con aioli y aceite de cebollín,
o el magret de pato con fresas de Quebec, caviar de
berenjena y jugo de frambuesa. Los clientes le confían
a ciegas $98 dólares -antes del maridaje- para que les
sirva un menú de degustación de siete tiempos inspirado
en los ingredientes de la temporada. Y su nueva Brasserie
T!, en la explanada de la Plaza de las Artes, era justo lo que
le faltaba al barrio de los espectáculos.
Por su parte, Martin Picard no bautizó a su restaurante
Au Pied de Cochon (pata de cerdo) por puro capricho. En
el pequeño y siempre repleto local sobre la calle Duluth,
en el Plateau, la creatividad está puesta al servicio de
la abundancia -el exceso es un concepto que Martin es
incapaz de distinguir.
En su nuevo libro, Cabane à Sucre Au Pied de Cochon,
el chef presenta recetas como la col rellena de langosta
bañada en miel de maple, o la tourtière, el clásico pastel
de carne de la región, sólo que relleno de foie gras.
Así se come cada primavera en su Cabane à Sucre, en
las afueras de Montreal, una versión muy Picard -bien
hecha y atascada- de las cabañas adonde se dan cita
las familias quebequenses para celebrar la temporada
del jarabe de maple con comilonas imposibles.
Otro de los pilares de la alta cocina en Montreal es el
francés Jérôme Ferrer, del restaurante Europea, que ahora firma los almuerzos y tés vespertinos del Birks Café, en
el interior de la joyería que Henry Birks fundó hace ciento
veinte años, y cuya caja color azul turquesa -no del todo
distinta a la de Tiffany en Nueva York- cuyo avistamiento
basta para poner a palpitar el corazón de las mujeres que
la reconocen.
Y está DNA, en el antiguo puerto, donde la joven dupla de
Derek Damann y Alex Cruz sirve algunos de los platillos más
creativos que pueden hacerse con productos de la localidad,
como el lechón de Gaspor, un cerdito de Yorkshire criado en las
afueras de Montreal, que aquí se baña en jarabe de maple.
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EN POSICIÓN HORIZONTAL
El Ritz Carlton de Montreal fue el primer hotel del mundo
en ostentar ambos nombres. Para que el hotelero Cesar
Ritz accediera a prestarle su apellido, hubo que garantizar
cosas como baños en cada uno de los cuartos, servicio de
alimentos las veinticuatro horas y una gran escalera que
le permitiese a las damas hacer entradas lo suficientemente dramáticas al salón de baile. Lo que por supuesto
sucedió en la velada del 31 de diciembre de 1912.
El hotel, construido por Warren & Wetmore, el despacho
que firmó edificios como la estación Gran Central y los
hoteles Biltmore y Vanderbilt en Nueva York, fue también
sede de la primera llamada transcontinental por teléfono,
en febrero de 1916.
En 2008 el establecimiento cerró sus puertas. Su reapertura en 2012 no podía sino hacerse en grande. Lo cual,
en este caso, significó convocar al chef Daniel Boulud
para el restaurante, y abrir la primera sucursal de Tiffany
en todo Canadá. Su legendario jardín ha vuelto a ser sede
de los almuerzos y Afternoon Teas más elegantes de la
ciudad.
Mientras que el Ritz Carlton estuvo cerrado, los viajeros
se vieron obligados a descubrir los pequeños hoteles
con diseño y sabor local, una frase que en el caso de Le
Germain no es un lugar común, sino que se refiere a la
línea de blancos y uniformes firmada por la diseñadora
de modas local Marie Saint-Pierre, y al menú de Daniel
Vézina, uno de los cocineros más creativos de Quebec.
Vézina no sólo está a la cabeza del restaurante Laurie
Raphaël, sino que dirige aquí un taller y una boutique, para
todos aquellos que quieran aprender a hacer productos
suyos como el caramelo de moras azules o el aceite de
langosta que utiliza para aderezar la tártara de salmón. O
llevárselos a casa. Como para compensar que el resto de
los placeres locales difícilmente se empaca para llevar.
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EN LA PIEL
A Geneviéve Emond se le metió la idea de construir un
spa en su natal Montreal. Ya echada a andar y con la
anuencia de su padre -constructor de profesión-no hubo
predio dentro de la isla que pudiese llegarle a la idea de
transformar un ferry abandonado en lo que hoy es Bota
Bota, un spa que flota en el Río San Lorenzo, entre el
puerto y el complejo Habitat 67, de Moshe Safdyie, uno
de los iconos arquitectónicos de Montreal.
El reto de construir piscinas, jacuzzis y baños de
vapor en un barco abandonado y convertirlo en uno de
los espacios más elegantes de la ciudad conllevó más
sorpresas de lo normal, pero el resultado es una delicia,
gracias en parte al gusto del despacho de arquitectura
y comunicación Sid Lee, autor de ideas como la de los
cristales que permiten gozar la ciudad y el río desde
el sauna, o las tumbonas que se acondicionaron en la
circunferencia de los ventanales del navío.
Entre los tratamientos y masajes, roba cámara el especial de la casa, en el que los terapeutas de Bota Bota se
hacen cargo del cuerpo de uno en una coreografía dictada
por una banda sonora ejecutada en vivo por la arpista
Annabelle Renzo.
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