1 - William R. Fadul

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1 - William R. Fadul
 1 WILLIAM R. FADUL NAVEGADOR DE RECUERDOS ILUSTRACIONES DIOSCÓRIDES 2 Ilustraciones y dibujo de la carátula: Maestro Dioscórides Profesor Universidad Nacional de Colombia 1a. Edición: Marzo de 2001 Impresión y encuadernación: Grupo OP Gráficas Impreso y hecho en Colombia ISBN 958-­‐96958-­‐3-­‐3 2a. Edición: Abril de 2001 Impresión y encuadernación: Grupo OP Gráficas Edición digital Marzo de 2015 Derechos reservados Se autoriza reproducción parcial, citando la fuente. 3 INTRODUCCIÓN Imaginería y Realidad PERIPLO DEL NAVEGADOR Otoño en París Vudú o Santería Drogadictos londinenses Ilusiones juveniles La grácil Jeannette; Ilfva, la monumental “Le Monde en Friche” Quimera en pedazos Rey de las fiestas Hacia el sur de América San Telmo, Sábato y Borges Tango y Fandango emparentados Fiasco austral en el Jockey Club Mompox y sus abolengos Cartagena, entelequia del pasado Sin recuerdos para vivir París se viste de negro RECODO DE LOS RECUERDOS Santa Cruz de Mompox Cartagena de Indias 4 INTRODUCCIÓN IMAGINERÍA Y REALIDAD El pequeño mundo que llevamos por dentro ha sido Injusto con la memoria, uno de los haberes fundamentales para la creatividad humana, porque los recuerdos en ella guardados se vuelven dóciles y fieles cuando se los estimula con la promesa insulsa de darles vida eterna en la letra perdurable de los libros. Este recuento tiene una sola pretensión, modesta en su expectativa pero ambiciosa en su sentimiento, ya que sólo busca darles permanencia a rememoraciones del autor y a momentos vitales de tantos más que actuaron entre la imaginería y la realidad de los hechos que aquí se narran. El Navegador de Recuerdos no es, pues, un libro como los demás. Los fragmentos poéticos, los refranes, las canciones y los cantares son los de siempre pero los episodios, en cambio, no son ni ciertos ni fantasmagóricos. Son un relato fantasioso del periplo vivido por unos y otros, aquellos que en algún momento de su existencia transitaron por los parques de París, las callejuelas de Cartagena de Indias, las viejas casonas de Mompox, los altares de la droga londinense y los clubes y bares de la Buenos Aires de siempre. <<Volver>> 5 PERIPLO DEL NAVEGADOR 6 OTOÑO EN PARIS Largos sollozos de los violines que otoño afina hieren mi alma de una incurable melancolía. Paul Verlaine París mudaba de colores. El otoño, tenue; las mujeres, elegantes; el clima de la estación, cambiante; los árboles, esqueléticos; la lluvia, pertinaz; las carteleras, repletas; la ópera Carmen, en su mejor montaje, con caballos vivos en el escenario del teatro; los restaurantes famosos, reservados todos; el tráfico de vehículos, infernal; las bulliciosas noches de Montmartre, saturadas de locura pornográfica; los turistas bien vestidos, a diferencia de como lo están en el verano. Mientras esto acontecía a su alrededor, él dialogaba consigo mismo, en una especie de ausencia sideral acompañada por aquellas reminiscencias de las que vivía desde hacía mucho tiempo. Ahora se dedicaba, pacientemente, al oficio que realizan los hombres en la ancianidad, como si se tratara de cobrar impuestos callejeros de puerta en puerta. Como los viejos del mundo, él recogía recuerdos. Sentía por dentro que ese era un ejercicio de supervivencia personal, el mandato de una moral que nunca antes había conocido pero que ahora le exigía, con inclemencia, que hiciera ese trabajo de acopiar los hechos de un pretérito acorralado por la debilidad de no haber vivido como 7 realmente era. Lo acuciaba la más vergonzante de todas las cobardías, la falta de autenticidad. Al contemplarlo desde lejos, yo pensaba en ciertos personajes de la Ciudad Luz. Los ricos del gran novelista Zolá, los que jugaban en la bolsa y los de la historia política de Francia, como el Capitán Dreyfuss, que dio origen al libro “Yo Acuso”, del mismo autor, escrito cuya fuerza ayudó a remover luego muchas de las injusticias de una sociedad que se creía la más equitativa e igualitaria. Este avejentado hombre, en cambio, ¡qué cruel contraste!, en el ejercicio de tan dura tarea terminal, meditaba con egoísmo en el conflicto de su autenticidad derrotada por las supercherías del mundo en que le tocó morar. “Por más de que ahora existan informalidades propias de la época, los seres humanos seguimos siendo esclavos de esos convencionalismos estúpidos e insoportables” pensaba desde su refugio en la desvencijada banca del parquecito aledaño a la iglesia de sus preferencias juveniles, Saint Germán de Prés. 8 VUDÚ O SANTERÍA Sombra blanca en el baquiné tiene changó, tiene vodú; cuando pasa por el bembé daña el quimbombó, daña el calalú Luis Pales Matos Por una inexplicable circunstancia, yo escuchaba desde lejos su extraño y silencioso soliloquio. Parecía como una sesión diurna y abierta de vudú haitiano o de santería cubana. De pronto un frío intenso me caló hasta los huesos y fui presa de un terror indescriptible, como si la brujería fuera dueña de mí y de mis actos. Me resultaba muy curioso observar cómo el ruido ensordecedor de la gran urbe lo ayudaba a escudriñar el pasado y a tratar de ordenar sus remembranzas en una especie de algoritmo de su vida intrascendente. Buscaba lleno de angustia la justificación de lo hecho y de lo no hecho, de los errores y los aciertos, de lo escrito y lo no publicado, de los afectos prodigados y luego olvidados, de la envidia sentida, de las ambiciones baladíes, de los sueños no logrados, de su flaqueza intelectual y personal ante las exigencias de quienes luego habrían de abandonarlo, cuando estuviera en la miseria, como ahora, en esta tarde de otoño al mismo tiempo linda y desolada. Al final del camino quería acomodar, en una secuencia inteligible y generosa, sus peripecias vitales, hilvanando acontecimientos que sólo 9 sirven para la meditación difusa e inconsistente en que naufragan sin excepción los recogedores de recuerdos. “El ser humano —se decía a sí mismo— pierde el rumbo cuando trajina, con dedicación pero sin reflexión, para llegar a los horizontes que avizora en su juventud. Sólo después, en el último tramo del recorrido, cuando el hombre regresa al ayer, descubre sus propias equivocaciones. Así sea tardíamente. Sin embargo, raras veces lo confiesa. Prefiere, como en tantos otros episodios, llevarse los fracasos consigo, como un equipaje secreto para ese mundo ignoto que se supone irá después”. Pero la verdad es que, en semejantes circunstancias, él creía poco en esa filosofía barata. La fe de la niñez se le había ido borrando en medio de su persistente menoscabo económico, de dignidad, de decoro y hasta de aseo personal. “Ese es el precio de apegarse a las falsas realidades”, reflexionó, al tiempo que por la garganta le rodaba un trago de saliva amarga y espesa. Lo inundaba también un sabor de desencanto y una sensación de hambre, en un ambiente impregnado por el olor pestilente de las evacuaciones de sus propios intestinos, que los gases estomacales arrastraban hacia afuera, sin control, humillantes. 10 DROGADICTOS LONDINENSES Del hongo stropharia y su herida mortal derivó mi alma una locura alucinada Raúl Gómez Jattín De pronto, delirante, sacando fuerzas de donde él mismo no sabía, murmuró en voz baja: “Mañana tomaré un tren para Londres. Esta vez las recibiré a ellas, a mis vivencias de otrora, sentado en un andén de Picadilly Circus, rodeado de esas extrañas criaturas que vuelan inconscientes bajo los efectos de la droga, siempre predicando valores confusos con los que creen satisfacer su pretendida actitud rebelde, postura maltratada por la sociedad de consumo que desquició a su generación”. Luego siguió balbuceando alrededor de sus recuerdos, de aquella vez cuando decidió explorar las posibilidades de encontrar un puesto para la heráldica de los Heredia (o de Heredia, digo yo) en la aristocracia inglesa, al lado de la familia real, ocasión en la cual conoció a diversos estudiantes colombianos que vivían al lado del Támesis o donde fuera más barato, socialistas los unos y capitalistas los otros, pobres o acomodados o ricos, cosa que ahora no importaba porque fueron ellos quienes lo acogieron, lo guiaron y claro —como siempre— se lucraron de sus libras esterlinas en uno que otro ágape con rubias de medio pelo que hablaban un inglés muy cerrado al cual poco acceso tenía él dada su pobreza en el manejo de esa lengua. 11 Uno de tales personajes, estudiante humilde, quien perseguía lograr un postgrado en historia de Europa, le demostró con fundamentos académicos cómo durante la historia del viejo continente no habían existido muchos nexos ni mezclas significativas entre la nobleza ibérica y la rancia y tradicional familia real de Inglaterra. “Mucho menos si descubren que los títulos nobiliarios que enorgullecen a los míos son vainas de momposinos”, pensó para sí, con desencanto, y convencido de que la cosa tenía que ser en Francia. Unos segundos de lucidez le hicieron saborear el trago amargo de la Ingratitud, cuando ciertas escenas aparecieron en su mente febricitante y lo retornaron a Bogotá, al elegante coctel donde uno de esos viejos amigos de Londres, ministro de Estado a la sazón, le había dicho con cinismo y sorna propios de ese entorno: “Ala, mi chino, qué gusto verte; no sabes cómo me gustaría ofrecerte un tinto —eso equivale a un café— en mi despacho”. La amargura se envolvía en el hecho humillante de tener que decir “si, muy honrado”, no obstante que llevaba varias semanas intentando conseguir una comunicación telefónica con el funcionario de marras. “¡Que se vaya a la puta mierda! —dijo grotescamente—, que la vida se la cobre. Eso me pasó por pendejo, por inauténtico, por hacerle caso a mi abuelo. ¡A Londres no volveré nunca!”, aulló fuerte, en plan de rectificar su sueño ferroviario concebido pocos segundos antes. En ese momento sentí un deseo inenarrable de abandonar el reducto donde me encontraba pero una fuerza indescriptible, como salida de las entrañas de un demonio perverso, me detuvo. 12 ILUSIONES JUVENILES Esperanza y más esperanza, que lo que mucho vale, tarde se alcanza. Refrán español Aquel anciano prematuro lloraba lentamente, hacia dentro, con ese dolor inescrutable que sienten quienes se están despidiendo de la vida. Lo supe desde el momento en que lo vi, aún cuando su llanto triste era casi imperceptible, porque lo disimulaba con lágrimas que brotan del alma, que no se ven pero que sí carcomen. Lo hacía con un sentimiento profundo, al tiempo que su mente vagaba por el espacio, indiferente y errática, metiéndose de manera abusiva en los meandros del pasado, recordando amores muertos, cariños perdidos, afectos idos. Estaba allí, melancólico, sentado en ese banco de madera del parquecito parisino, rodeado de hojas de color rojizo indefinible, caídas en ese otoño que quizá sería el último. El último para él, claro está. Los niños jugaban a su lado a la vez que parloteaba un grupo de esos viejos que combaten contra las horas del día sosteniendo un diálogo casi sempiterno, elemental, repetido, a manera de truculencia mágica para aguardar a que la jubilación —cada vez más magra— los cobije medianamente hasta el fin de sus días. 13 Lo cierto es que en su ánimo no quedaba, ni siquiera, un vestigio de sus ilusiones juveniles. Tampoco había trazos de esperanza. Ni afloraban deseos de buscar un nuevo camino. ¿Por qué, para qué y para quién, con qué fin? ¿Con qué tiempo? ¿De qué manera si la agonía de morirse en la angustiosa condición de inmigrante ilegal lo rondaba a toda hora? La ausencia y la lejanía de quienes antes llenaron su mundo ahora convertían su existencia en un pozo profundo, sin nadie en el interior. Se hallaba solo en la búsqueda de recuerdos, con el corazón vacío y el organismo maltrecho. Pero vivo aún, como los mineros del carbón en la vieja Inglaterra, cavando con sus propias manos en la cantera enigmática y renegrida de la desesperanza, del abismo insondable que los hombres descubren al final, en ese momento terrible en que el ayer no cuenta, el presente es sólo tedio y el futuro vacío. Vacío y tedio que lo maltrataban porque estaban llenos de olvidos, de ingratitudes y de lacerante soledad. 14 LA GRACIL JEANNETTE ILFVA, LA MONUMENTAL Um amante latino Tem que ser bom de cama E acima de tudo ser cretino Saber mentir que ama Fingir total fidelidade Convencer que ela é a primeira E última, com toda sinceridade Gastao Cordeiro El ruido de una sirena policial le rebotó en los oídos y lo hizo regresar, de tajo, a sus primeros amores en París. Sonrió con satisfacción. El romance fue con una modesta manicurista que se deslumbró con su tez morena, su desparpajo, el pesado acento con que hablaba el idioma y su forma semi salvaje de hacer el amor por todas partes y en todas las posiciones. La grácil Jeannette vivía con su madre en un pequeño departamento, por los lados de Denfert-­‐Rocherau. El, en cambio, lo hacía en un hotelito del Barrio Latino, al lado de la bohemia y la locura citadinas de la época. Juntos asistían a sitios donde había nutrida presencia de inmigrantes —legales e ilegales— algunos provenientes de los países de “La Amérique latine”. Muchos de ellos, entre los cuales se hallaban los paraguayos, alegaban ser refugiados políticos. En realidad eran trotamundos, cantores 15 y hasta virtuosos del arpa, instrumento de cuerdas muy utilizado en esa región Andina, circundada por las cordilleras del sur del Continente. Con esta herramienta musical acompañaban su canto melodioso, lo cual los ayudaba a conseguir el apoyo, mezquino por lo demás, de los franceses militantes en la izquierda política de la época, humanista y sensiblera. Jeannette fue, como siempre, ave de paso. Las aprovechó a ella y a su madre para que le enseñaran mucho sobre la Francia de la gente común y corriente y sobre los franceses todos, con sus hábitos, su culinaria y la indescriptible variedad de vinos y quesos de ese país. Muy pronto conoció a otras mujeres, casi siempre universitarias de alta clase, entre ellas una que otra europea liberada, como la sueca Ilfva, que le pedía deleitarla y violentarla con su sexo brutal. En él, como es de suponer, lo encontró todo. Hasta cuando le transmitió su gonorrea crónica, ante lo cual la belleza nórdica, de un metro con ochenta centímetros de estatura, de tez blanca y marmórea y de largas piernas que parecían salirle del cuello, lo amenazó con demandarlo ante la justicia. Eso no preocupó demasiado a su amigo Sarrastía, abogado francés, miembro de la colonia vasca de esa nación, quien le dijo que en su patria el contagio de las enfermedades venéreas no era un delito mayor. Lo que sí inquietó al jurista fue el segundo cargo que se traía consigo la monumental sueca, quien se proponía acusarlo de violación en ejercicio de la homofilia, que tanto disfrutaba él desde su juventud. Fue entonces cuando cambió de hotel y se fue a residir en las afueras de la Villa, en un lugarcito modesto del entonces poco desarrollado barrio de “La Defense”. Ilfva, que estudiaba literatura latinoamericana, gozaba mucho con los versos eróticos, como el del poeta colombiano Juan Manuel Roca: Ah: volver a visitar tu más húmedo lugar a horas imprevistas mientras abres la página en blanco de tus piernas. 16 “LE MONDE EN FRICHE” Sólo al corregir su propio desequilibrio los países desarrollados podrán corregir el desequilibrio del mundo Gabriel Ardant En la capital de Francia nunca pudo penetrar en las altas esferas de la aristocracia como era su cometido. Sin embargo, sí logró hacer algunos amigos en ese mundillo y en el de los latinoamericanos que medraban en el corrillo de los intelectuales provenientes de la región. Para sostener tantas relaciones sociales su padre debió enviarle mucho dinero, siempre advirtiéndole que con ello se disminuía cada vez más la herencia que su madre le había legado. Pero el afán de ser, de pertenecer, de formar parte de alguna élite francesa lo había enceguecido. “Después vendrán las recompensas”, pensaba. Claro que éstas jamás habrían de llegar y por eso estaba ahora aquí, desvencijado como un mueble viejo, en el parquecito de París, despidiendo fétidos olores de muerte. Quizá por vergüenza jamás contó que cuando más cerca se sintió de haber llegado a la cima de la alta sociedad francesa fue en aquella ocasión en que conoció a la sobrina de un ex-­‐Ministro que había prestado sus servicios a la Cuarta República y todavía, aún bajo el mandato del General Charles de Gaulle, seguía vinculado a la 17 nómina del Estado francés. El era funcionario de carrera y no podían despedirlo. Por eso le habían asignado un desapacible salón dotado con un grande y mal conservado escritorio del siglo diecinueve y una secretaria, también heredada del anterior régimen, para que, en su condición de Asesor Adjunto del Ministro de Asuntos Económicos, pergeñara documentos que luego nadie habría de mirar. Fue así como tan conocido personaje, que tenía a su disposición todo el tiempo imaginable y mucha información local e internacional, escribió varios libros, entre ellos “Le Monde en Friche”, que después fue traducido al español bajo el título “El Mundo en Desperdicio”. El autor, como buen socialista de la época, criticaba en su tratado la economía de los Estados Unidos y de otros países de libre mercado, en los cuales la competencia llevaba a un inmenso desperdicio en cosas frívolas como la publicidad y los empaques lujosos e innecesarios. Además, siguiendo el dogma de la productividad, introducido por Jean Fourastié, su coterráneo, propuso, ¡ni más ni menos!, aumentar la eficiencia de la economía universal evitando el desperdicio de la mano de obra sobrante en el Tercer Mundo. Pues bien, sucedió que un día nuestro veterano de las ilusiones conoció a una linda francesita, de cuerpo menudo, andar garboso, pelo negro largo, ojos castaños, boina vasca de color rojo sobre la menuda y móvil cabecita, quien dijo ser sobrina del ex-­‐Ministro. Ella lo hizo leer los libros de su tío, con lo cual introdujo más confusión en la mente del pseudo aristócrata de Mompox, quien haciendo gala de su ampulosidad escribía en las tarjetas de presentación, debajo de su nombre —José Luis Heredia ¿o de Heredia?— el indefinido título de Abogado-­‐Economista, adquirido en una universidad de Bogotá que sólo admitía en su seno a miembros de las grandes familias. Ni corto ni perezoso resolvió, a pie juntillas, declararse amante de las ideas de izquierda sólo para seducir a la hermosa Catherine —así se llamaba la conquistada dama— quien aceptó su declaración de amor y lo paseó por la nación, a costa de él, como era de esperarse. Lo presentó a la familia, compuesta en verdad por sus amigos y compinches, durante un recorrido que completó en los más reputados sitios y restaurantes de París y de las otras ciudades visitadas. Por fin, quizá en el día más esperado de todos, ella lo llevó al despacho de su tío en el Ministerio de Asuntos Económicos, que funcionaba en una de esas anchas avenidas que corren paralelas al río Sena. Allí lo recibió un hombre afable, de unos sesenta años, quien le contó por qué había escrito sus libros, los cuales consideraba como un legado al pueblo de Francia, su amada comunidad que ahora empezaba a 18 hundirse en las ideas y los hábitos consumistas traídos al país por los empresarios norteamericanos, bajo el auspicio del régimen de derecha de los gaullistas. 19 QUIMERA EN PEDAZOS Primero, el hombre se sacrifica por los que quiere; después, acaba por aborrecer a las personas que inspiraron el sacrificio Bernard Shaw Pero, como siempre sucedía en estas postreras recordaciones, la quimera se rompió en pedazos. Ni Catherine era sobrina del ex-­‐Ministro de la Cuarta República ni el hombre que lo recibió era el señor de marras. Se trataba de una farsa para sacarle viajes, memorables presentaciones en la Opera de París, cenas opíparas en Maxim y, en fin, muchos regalos y hasta un préstamo cuantioso para satisfacer cierta pretendida urgencia familiar, acaecida a su tío, ahora en desgracia política por la presencia de los gobernantes de derecha. Fue mala cosa esa de pretender lograr un sitial en la alta clase aristocrática francesa. La gestión no tuvo éxito pero ante sus familiares y amigos él siempre haría aspavientos de sus logros mediante fantasiosas narraciones de lo alcanzado en Francia, matizadas con mentiras, falsos documentos y confusos personajes que aparecían en las fotografías, todo lo cual sirvió de engaña-­‐bobos en sus largas y 20 alcohólicas sesiones con momposinos y cartageneros, bebiendo ron de caña acompañado con agua de coco biche. 21 REY DE LAS FIESTAS Momposina ven a mi ranchito, momposina es para quererte, momposina lindo lucerito, momposina yo quiero tenerte Canción ribereña “¿Cómo fue, se preguntaba, cómo volví la última vez a mi pueblo natal? ¿En barco, en avión, vía Estados Unidos? ¡Qué diablos importa eso ahora—se dijo a sí mismo— si el problema es otro, de ganas de comer, de dolores de vientre y de desengaño!” Parecía que su cerebro cansado ya no soportaba la presión del maleficio que le daba vida a ese hilo conductor que nos unía a ratos y se interrumpía luego, con perniciosa frecuencia. Por un momento recuperó el ánimo, su corazón latió mejor y su entendimiento pescó en la lejanía ciertos pasajes de sus años mozos. Como en una aparición que retorna nítida y clara danzó en los bailes de las casonas antiguas de Mompox y de los clubes sociales de Cartagena de Indias, en su lejana patria, vistiendo el “smoking” tropical de color habano, camisa blanca y corbatín rojo. Era el rey de aquellas fiestas, el hombre culto, el recién llegado de Europa, que hablaba francés, inglés y alemán, idioma este último del cual sólo sabía una que otra frase. 22 En esas tierras sus apellidos, la tradición familiar y la inmensa fortuna del clan de los Heredia (o, ¿ tal vez de Heredia?) le conferían ante la comunidad una supremacía como la de los reyes del medioevo, acompañada del poder que le concedían los miembros de la política local y los dirigentes nacionales al selecto grupo de sus gentes que ostentaban, ampulosa y vacuamente, rancios abolengos hispánicos, no comprobados en un buen número de casos pero de todas formas válidos en el universo provinciano de su país. En una especie de abstracción mental, como si de pronto volviera a ser niño, se vio sentado en las piernas de su bisabuelo, un gran señor con apellidos como Torre Hoyos, de Mier y Piñeres, entre muchos otros, y le oyó de nuevo sus historias sobre los terratenientes dueños de inmensas haciendas y los comerciantes prósperos que surgieron al amparo de la riqueza generada por sus antecesores en la ganadería, la agricultura y la minería. “Todos ellos eran miembros de la alta burguesía momposina, cuyos descendientes aun se debaten en tan cretina vanidad”, argumentó para sí mismo. “Nosotros, los de Heredia —le decía el venerable anciano— venimos de una rama de la Península que heredó los títulos nobiliarios y no tuvo que comprarlos como muchos de los jactanciosos de aquí y de Cartagena, que andan por ahí alegando abolengos que son puras mentiras. Por eso tú tienes que volver a colocar nuestro apellido por lo alto, dentro de la aristocracia europea a la cual pertenecemos”. “¡Ese mandato familiar me jodió y aquí estoy muriéndome de inanición y vuelto mierda!”, aulló en su idioma, por lo que nadie a su alrededor comprendió lo que había dicho. Como era de esperarse, en esa historia no dejó de aparecer el fantasma de las frustraciones que siempre lo perseguía, implacablemente, aún en las lamentables circunstancias en que se hallaba en su banco de madera del parquecito parisino. De pronto recordó cómo unos historiadores modernos, a principios del presente siglo, luego de hurgar en los archivos de su país y en los de la madre patria, radicados en Madrid y en Sevilla, habían encontrado, al construir los árboles genealógicos de su familia, que ésta pertenecía, como tantas otras, a la tropa de compradores de títulos nobiliarios de la región. 23 Pero eso, en su momento, no le importó porque “¡qué carajo, noticias y debates tan pendejos no llegarán nunca a París... y, seguramente, tampoco a otros destinos!”. 24 HACIA EL SUR DE AMÉRICA ¡Argentina, tu día ha llegado! ¡Buenos Aires, amada ciudad, el Pegaso de estrellas herrado sobre ti vuela en vuelo inspirado! Rubén Darío Pero el fracaso con los galos engendró la viril reacción de no claudicar en su propósito. ¿Por qué no trasladarse a la Argentina, a su capital, al París de América del Sur, tierra de escritores y de exquisito refinamiento? Era cierto que la fortuna familiar iba en descenso pero aún quedaban bienes, haciendas, joyas y obras de arte suficientes como para intentar de nuevo la conquista de un sitial grande y alto donde ubicar en el exterior a la rancia clase de los Heredia. Así fue como decidió irse al otro lado del mundo, a la encanecida urbe del cono sur, el país de los amantes de la música vernácula, de los escritores, de los artistas y también de los ingleses avaros de principios del siglo veinte. 25 SAN TELMO, SABATO Y BORGES Venga una historia de ayer que apreciarán los más lerdos; el destino no hace acuerdos —y nadie se lo reproche— ya estoy viendo que esta noche vienen del Sur los recuerdos Jorge Luis Borges “¡Buenos Aires y sus lindas mujeres!”, murmuró suspirando. A ratos pensaba: “Alguna vez veré de nuevo la ciudad porteña, pero ahora que sus habitantes están medio empobrecidos quizá lo haga con el mismo pesar con que me miro a mí mismo, descaecido y avergonzado; sé que están en crisis pero la gran metrópoli tal vez siga airosa, viva y llena de la atávica altanería de sus hijos, que se burlaron de mi estolidez frente al origen del tango-­‐canción”. Después de unos minutos de ensimismamiento continuó: “La tragedia de Argentina es la de muchos de sus hijos, que luego de haber sido primitivos al comienzo, como todos los americanos, se vieron rodeados de inmigrantes cuyos descendientes no supieron administrar la bonanza que las pampas y la naturaleza les dieran en exceso para que nunca sintieran esta maldita hambruna que me perfora las tripas”. Mascullaba ahora en voz baja, con acritud. 26 Le crujieron los intestinos, eructó, botó gases fétidos por la boca y no pudo contener los flujos de su estómago, que le mojaron los raídos calzones. “¡Estoy jodido, Dios me abandonó! ¡Que se vaya al carajo!”, espetó en tono de blasfemia. Sin siquiera percibirlo, volvió a los recuerdos de entonces, que son otros. El ballet y los conciertos en el Teatro Colón; la gran Calle Corrientes con sus teatrillos del humor, la canción, la opereta y la tragedia clásica; el café fuerte al filo de la madrugada, en las tabernas de Florida y Lavalle; las voces cansadas de El Viejo Almacén, hoy negocio para turistas incautos y desconocedores de una variedad del melodrama recogida en ese género de música, canto y baile tan únicos y originales que alcanzaron el éxito en Europa y en otras latitudes, en épocas que ya se fueron. También se vislumbraron en la telaraña de sus pensamientos el pianista y el intérprete del bandoneón en su barcito bohemio del barrio San Telmo y las librerías modernas donde se revuelven los discos argentinos, a veces de mala calidad, con las obras de Sábato y de Borges, cuya lectura completa jamás culminó pero que citaba con petulancia postiza propia de los diletantes. 27 TANGO Y FANDANGO EMPARENTADOS Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias Santos Discépolo República Argentina, la ciudad porteña, el hotel Claridge, de clásico corte y administración británicos, localizado en la Calle Tucumán, al lado del paseo de la Florida y a pocos metros de la Avenida Córdoba, en el ombligo mismo de la urbe. Así fue su arribo al país de las pampas, del trigo y del ganado, a la nación otrora rica de América Latina. “¡No lo olvides —le recordó un primo suyo, quien había sido diplomático en esas lejanas tierras— a los porteños hay que hablarles de la historia de su país, de la milonga y del lunfardo!” Ese fue tal vez un buen consejo pero la experiencia de cómo lo puso en práctica no resultó muy grata. Ante la costosa forma de vida que había elegido, tenía que hacer la cosa rápidamente porque la plata allí no duraba mucho. Por eso él, con presteza y decisión, se asesoró de un experto que lo llevó a una hemeroteca donde pudo leer escritos sobre el origen del folclor gaucho y ¡aleluya! ahí estaba la conexión necesaria. 28 El asunto se remontaba a lo dicho por un columnista del diario “Crítica” que firmaba con el seudónimo de Viejo Tanguero, quien en una nota publicada en 1913 aseveró que el tango y la milonga tuvieron su origen en el barrio del Mondongo, alrededor de 1877, y que la cosa tocaba con “el cuartel de las sociedades candomberas, formadas por hombres y mujeres de color, cuyo origen se remontaba a la época de la esclavitud”. Fue para él cosa fácil saltar de allí a la conclusión de que los aires porteños son como primos hermanos de la guacherna negroide envuelta en la música y el baile erótico del Caribe. 29 FIASCO AUSTRAL EN EL JOCKEY CLUB ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! cuando anochezca en tu porteña soledad por la rivera de tu sábana vendré con un poema y un trombón a desvelarte el corazón Ferrer y Piazzolla Con la ayuda de un compatriota suyo tuvo acceso a algunos miembros de ciertos organismos, en el seno de los cuales se investigan y estudian el dialecto lunfardo, la milonga y el tango-­‐ canción, que tanto enorgullecen a los nacionales del país austral. Cierta noche, una mala noche, fue invitado a dialogar en una elegante cena servida en el exclusivo Jockey Club de Buenos Aires. Compartían el ágape muchos conocedores del tema e importantes miembros de los cónclaves académicos e intelectuales de la capital. Allí soltó su teoría de que, por la vía de la música nativa de sus países, que tenían los mismos orígenes africanos, los bonaerenses y los caribeños eran de similar categoría social, dadas las raíces vernáculas de sus cantos y canciones. Sobran los comentarios en torno a la manera como los refinados comensales recibieron semejante exabrupto y sobre la forma como el estropicio del colombiano se regó por todos los vericuetos de la intelectualidad de la gran villa. 30 Semanas después, con bastante menos dólares en el bolsillo, habría de regresar a su enclave natural a rumiar tan grande torpeza y a escuchar la diatriba de su padre que ya veía con claridad el desastre económico que sobrevendría luego de esta estúpida obsesión de extender el ámbito de la supuesta nobleza familiar a otras tierras que, al final de cuentas, nada tenían que ver con Mompox. 31 MOMPOX Y SUS ABOLENGOS Mompó,, tierra de Dios, donde se acuesta uno y amanecen do Refrán popular Perplejo y cada minuto más cansado de su loco e imaginario andar, decidió que regresaría otra vez a su patria chica, Mompox, el pequeño reducto colonial que aún conserva el anacrónico esquema social de las castas nobles que en estos tiempos modernos ya ni siquiera existen en la realidad de una España cada vez más europea. Pero en su pueblo natal quedan quienes aún proclaman abolengos ibéricos para sorna de otros, como él mismo lo hacía ahora, "aquí sentado, cagado, repleto de sueños y con la barriga crujiendo por falta de comida”. Percibí —aun cuando con cierta incredulidad— que el recogedor de recuerdos sonreía con picardía al evocar las conversaciones de sobremesa en la casona familiar de su poblado ribereño, en las cuales sus padres y el abuelo exaltaban la creatividad musical de los hijos de Mompox que fueron capaces de componer danzas, tangos, polkas, danzones, mazurcas, pasillos y hasta valses, piezas que trascendieron las fronteras del municipio y llegaron a las salas de sus parientes nobles de Cartagena de Indias, quienes también posaban de aristócratas descendientes de don Pedro de 32 Heredia, fundador de esa ciudad inigualable y hermano de uno de los fundadores de Mompox, don Alonso de Heredia. “Todos estos recuerdos estúpidos conspiran contra mí en esta tarde de otoño en que el hambre me martiriza con golpes en los intestinos, ¡carajo!”, parloteó para sí, casi que incoherente y exhalando de nuevo una profunda tristeza que navegó por los cielos para aposentarse en los pocos muebles coloniales que aún reposan en medio de las gruesas paredes de la vieja casona donde las almas de sus antepasados deambulan errantes fascinadas con sus espurios blasones. 33 CARTAGENA, ENTELEQUIA DEL PASADO Fuiste heroica en los años coloniales, cuando tus hijos, águilas caudales, no eran una caterva de vencejos. Mas hoy, plena de rancio desaliño, bien puedes inspirar ese cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos Luis Carlos López En medio de una racha que llegó con el viento, portadora de un preludio del pasado, creí percibir que pensaba volver también a Cartagena de Indias y lamentarse una vez más al ver cómo esta hermosa reliquia fue violentada por los intereses de un turismo sucio, promovido por empresarios y comerciantes sin sentido de la historia y del buen gusto. Eran muchos los paisajes de esa vieja fortaleza del imperio español que aún conservaba en su memoria. En medio de ese circunloquio divagaba sobre la fecha de su construcción que quizá se inició hace ya más de cuatro siglos y alrededor de recordaciones que estaban pegadas a su corazón como los efluvios de los primeros amores y las reflexiones aprendidas de memoria en una lenta y soporífera clase de filosofía dictada por un burócrata de la educación. “Pero, en medio de todo —
34 refunfuñó— ¡cómo me habría servido haber acogido las reglas de conducta y la apreciación de los valores elementales que ese mediocre profesor trató de enseñarme! Tal vez —musitó incrédulo— de haberlas aplicado no habría claudicado con tanta facilidad ante lo mezquino y lo banal”. “¡Maldita sea, las tripas me suenan de nuevo! ¡Qué vaina tan prosaica!”, pensó, agachando la cabeza con vergüenza, como si los otros moradores del parque conocieran o supieran de su ayer despilfarrador, falso y sin importancia para nadie. Sentado en esa banca en medio de viejos jubilados y de niños juguetones, creyó por un instante que ahora sí entendía cuán poco honesto fue consigo mismo al ocultarse, cobardemente, esas cosas que en estos momentos veía con dudosa claridad al repasar los aconteceres de una subsistencia sin gracia, gastada alrededor de lo que sólo le resultaba posible alcanzar en sus sueños de gran señor. Se sintió un poco como el personaje central de aquel librito escrito por su compatriota Eduardo Caballero Calderón, El Buen Salvaje, en el cual el autor narra cómo el protagonista hizo de su acontecer en París un engaño que le ocasionó muchos males: el fracaso universitario, la deportación ignominiosa y hasta una diarrea que casi lo mata. Sentirse por un momento como el Buen Salvaje lo hizo rechazar la idea de releer la novela de su coterráneo. Una ráfaga de brisa otoñal le trajo de nuevo a la memoria, de golpe, la imagen viva del Mar Caribe. De sus aguas tibias y de su brisa húmeda, aquella que le embotaba los sentidos durante el día. “Con seguridad cuando vuelva a encontrarme, en el amanecer bohemio de una vigilia perdida en medio del licor barato, con las negras fetichistas embriagadas con ron y la palabrería fantasiosa de sus azabaches correligionarios, pensaré libremente, como nunca lo hice, sin temor al qué dirán. Será durante la noche, como antes, cuando era joven”, masculló para sí. En ese sitio conoció mujeres hermosas y las amó en trances episódicos y vertiginosos porque con gran facilidad mudaba sus romances de la una a la otra. A todas las había olvidado, pero no a la negrita Candelaria, con sus dieciocho años y los muslos endurecidos de tanto caminar, a pie descalzo, en la arena fina y ardiente de las costas de Cartagena de Indias, vendiendo frutas con una gran palangana metálica en la cabeza, erguida como Eliza Doolittle, el personaje central de la pieza escrita por Bernard Shaw, la obra de teatro “My Fair Lady”, a quien alguna vez vio actuar en un escenario londinense, cuando sufría como víctima de la rígida disciplina de su mentor portando libros en la testa para aprender a discurrir derecha, pausada y aristocrática. 35 De nuevo regresó la película del pasado. Eran ya las nueve en el anochecer y comenzaba el fandango, baile ejecutado al ritmo de la música afro de la zona, realizado en redondel y con muchas espermas encendidas y amarradas a la mano derecha de la pareja femenina, jolgorio que suele ser una orgía de bailes eróticos pletórico de interpretaciones ejecutadas por bandas de viento, en el cual las negras ejercen sus contoneos, moviendo los hombros y la cadera con voluptuosa e insinuante cadencia corporal. Él y Candelaria se habían comprometido para esa noche, a la luz de la luna, en un reducto del caserío de La Boquilla, al lado del mar. Disfrutaron su relación de amor y de sexo entre blanco y negra, con intensidad única y penetraciones múltiples. En un insólito rapto pasional, le declamó un poemilla de Jorge Artel, el bardo de las negritudes: La negra Catana se ríe con su risa de cascabel de plata que tanto le envidian Hay que ver en sus ojos la luz cómo brilla, su cuerpo de junco cuando ella camina ¡Jamás podría olvidar a la negrita Candelaria! No se trata de amor, ni de sentimientos, ni de ninguna de esas mariconadas —
murmuraba en voz baja— es por la gonorrea que me contagió y que yo luego le pasé a la sueca llfva”. En ese momento sintió que su vejiga no podía contener la orina y que la uretra le ardía, como siempre, después de tantos años, desde cuando un médico pueblerino de la zona quiso erradicar el mal haciéndole instilaciones en la uretra con agua hirviente cargada de permanganato de potasio, las cuales le destruyeron para siempre los tejidos internos de su falo alegre, andariego y ahora incontinente. Otra vez volvía a inmiscuirse en sus elucubraciones esa maldita idea de que, aún en medio de la derrota de su condición humana y de su integridad personal, era esclavo de los convencionalismos de hoy, llenos de aparatos, de noticias, de modas y de tantas otras futilidades. 36 “Tal vez allá —se dijo auto caritativo— al lado de mi pueblo desembozado y bullanguero, retorne a lo auténtico y a las negritas candongueras, así me transmitan sus enfermedades”. La barriga volvió a sonarle dándole un aviso cruel que lo obligaba a no olvidarse de su miseria. 37 SIN RECUERDOS PARA VIVIR Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días los más largos del tiempo Jaime Sabines Lo miré de nuevo. Allí estaba, meditando, escarbando en el ayer, tratando de parapetar sus evocaciones. Una vez más admiré, desde lejos, su paciencia. No quise interrumpirlo porque me asustaba la idea de romper ese juego fantasmagórico que envolvía sus rememoraciones y sus viajes del pasado. Confieso que tuve miedo y fui reverente ante la brujería negroide del Caribe. En ese instante me invadió un respeto grande y sincero por esta persona anclada en lo de antaño. La figura adusta, inflexible y orgullosa de mi propio padre salió a resurgir. El habría entendido, mucho mejor que yo, esa maraña de vanidades, poder, riquezas y flaquezas del ser humano que ahora confundía los sentimientos del prematuro y famélico anciano. 38 El corazón, muy acelerado, me palpitó fuerte, al tiempo que experimentaba un tropel de ideas poco frecuente en mí. Medité sobre los principios que con su atavismo mi propio abuelo me había predicado en la niñez, filosofía pragmática de la vida, dolor por el mal ajeno, cautela sobre el futuro propio y, créase o no, vergüenza por incurrir en lo irreal. Cuando me alejé, caminando lentamente, con un gran remordimiento arraigado en mi interior, él aún lloraba en silencio. Mi espionaje de sus querencias privadas fue percibido por su cerebro. Me miró desde lejos, como diciéndome: “Un día otro joven, como tú lo haces ahora conmigo, entrará en tus pensamientos cuando al final, con esta misma melancolía, hagas el oficio de amanuense en los recovecos de tu memoria senil”. Yo estaba ya bastante distante pero una especie de mensaje telepático me decía que él seguía allí, sentado y con esa sensación de apetito desmesurado que produce la distancia entre un estómago vacío y la cruda realidad. Además, el anciano tenía ganas de defecar, porque él, como el Buen Salvaje, también adolecía de una diarrea incontenible. “¡Maldición —se recriminó a sí mismo— con qué plata voy a comprar el almuerzo!” “Qué diablos —pensó— si sólo soy el saldo inútil de una vida malgastada que ya termina, como los amores de los adolescentes, envuelta en la imaginación febril y el amor ingenuo de los primeros años”. “¿Por qué ese Dios desconocido —reclamó luego— no me lleva rápido para donde diablos sea que tienen que irse los muertos? Quiero vengarme de mi cagalera y del hambre. Los muertos ni comen ni cagan, ¡Ni recogen recuerdos!", espetó con amargura. No era fácil hacer el balance de sus días, pensé de nuevo, pero esta vez me abrumaba una pesada carga de remordimientos, como si otro reproche me llegara del más allá. Estaba inmiscuyéndome en su existencia, la de alguien que había pasado de ser un hombre de fortuna a convertirse en un inmigrante ilegal en Francia; de niño religioso y devoto a transformarse en un agnóstico que no creía en nada distinto de cómo conseguir unos francos para el almuerzo; de famoso deportista en su juventud a volverse un viejo flácido, mal oliente y untado de orines y de los excrementos de su 39 impenitente estómago lleno de gases y enfermo de cagalera; de universitario inquisidor y petulante, que dudaba de todo en las aulas, a señor de la burguesía, en una lucha en la cual fue paladín de un montón de veleidades sociales que lo arruinaron y lo destruyeron luego. Haber vivido con aquello que ahora lo atormentaba, la falta de autenticidad, o mejor, la inautenticidad, rajaba en astillas su propio paradigma juvenil. Pero eso tampoco era de mi incumbencia. 40 PARIS SE VISTE DE NEGRO Te me vas, paloma rendida, juventud dulce, dulcemente desfallecida, te me vas Porfirio Barba-­‐Jacob De pronto la tarde se puso oscura, como las noches haitianas cuando se ofician los ritos mágicos del Vudú. París exhalaba un suspiro triste, de despedida, letal. Las mujeres estaban todas vestidas de negro. La sirena de la ambulancia anunciaba que otro ilegal había muerto de hambre, esta vez en medio de la indiferencia de niños juguetones y de jubilados sin futuro. Pensé entonces, con infinito desconsuelo, que el anciano se había ido para siempre porque en los rincones de su vida no quedaban ya recuerdos para mantenerlo vivo. <<Volver>> 41 RECODO DE LOS RECUERDOS 42 SANTA CRUZ DE MOMPOX Loor al noble pueblo que altivo osó el primero, del fausto seis de agosto al esplendente sol de independencia o muerte lanzar el grito fiero, la saña desafiando del déspota español Himno de Mompox En mayo de 1540 el licenciado Juan de Santa Cruz y don Alonso de Heredia fundaron una Villa que llamaron “Santa Cruz de Mompox”, nombre que terminó en el vocablo “Mompox”, que ahora algunos escriben simplemente Mompós. En esas tierras tuvo asentamiento la tribu de Mompoj, regida por un cacique del mismo nombre que comandaba unas cincuenta pequeñas tribus con apelativos tan sonoros como Güitacas, Chilloas, Chimíes, Chicaguas, Jaguas, Malibúes, Menchiquejos, Talahiguas y otros más. En la época de la independencia absoluta de España, por allá en 1810, el Libertador Simón Bolívar, después de una de sus derrotas militares, armó nuevo ejército con 400 momposinos y unos cuantos venezolanos, con el cual emprendió la campaña admirable que culminó en Caracas en agosto de 1813, lo que llevó a Bolívar a exclamar: “Si a Caracas debo la vida a Mompox debo la gloria”. Hoy por hoy Mompox tiene 33.000 habitantes que viven en una isla localizada en la mitad del Río Magdalena, hacia el cual miran sus viejas edificaciones coloniales, auténticas joyas de la humanidad, que muchos turistas visitan permanentemente, no 43 obstante la altísima humedad y su clima medio, que oscila alrededor de los 31° centígrados. Los momposinos viven de la agricultura, la ganadería, la pesca, la orfebrería, la cerámica, la alfarería, la ebanistería y otras artes manuales. Son gentes en su gran mayoría católicas, bien educadas y acogedoras de los turistas que visitan la población, especialmente durante Semana Santa y los Carnavales, para apreciar el folclor proveniente de la mezcla racial entre negros y españoles y de la música que invade el alma de los nativos de estas tierras, que aún evocan su gran versatilidad musical y muchas otras de las expresiones cultas de épocas pasadas, cuando la nobleza local lideraba la comunidad en cabeza de unas pocas y muy distinguidas familias. Allí, en esa Villa que mira hacia el Río Grande de la Magdalena, nacieron muchos de sus hijos, a unos de los cuales se los tragó la vida y otros, como José Luis Heredia ¿o de Heredia? salieron a trotar por el mundo con su bagaje espurio de nobleza familiar a las espaldas. 44 CARTAGENA DE INDIAS Suenen trompas en honor de la noble e ínclita ciudad que por patria se inmoló con sus gestas gloriosas de Libertad Himno de Cartagena Cuando los españoles tuvieron la necesidad de establecer enclaves para dominar el extremo norte de Suramérica, encontraron dos bahías donde podrían construirse excelentes y muy seguros puertos para el intercambio comercial entre la metrópoli y sus colonias: las de Santa Marta y Cartagena de Indias, en la ciudad fundada por don Pedro de Heredia. En las décadas finales del Siglo XVI y las primeras del Siglo XVII se construyó esa hermosa urbe, completamente amurallada, con fortificaciones técnicamente diseñadas, que fue de las más poderosas entre las erigidas durante el período colonial de España en América. Se dice de ella que es “la cuna de la libertad” porque allí se proclamó la independencia absoluta del Imperio el 11 de noviembre de 1811 y se formó el Estado Soberano de Cartagena. Al igual que Mompox, Cartagena fue una comunidad culta, con muchos abolengos y muy orgullosa de sus hijos y de las clases dirigentes de la época. Su belleza natural y las reliquias históricas que aún conserva casi en su integridad hicieron que la UNESCO la declarara “Patrimonio Cultural de la Humanidad”. 45 Sus habitantes laboran en el turismo, la industria y el comercio, además de las actividades culturales y folclóricas que aún subsisten a pesar de los desarrollos modernos que han ido erradicando estos valores en otros escenarios de la zona del Caribe. Aprisionadas dentro de sus murallas de piedra, las gentes de Cartagena han vivido del encanto de su arquitectura centenaria, de los aromas del Mar Caribe, de la ondeante relación entre blancos y negros y de los recuerdos de un pasado heroico que alimenta el alma y empobrece el cuerpo. <<Volver>> 46 AGRADECIMIENTOS Es hora de agradecer a quienes nos ayudaron, como Patricia, quien siempre fue insistente, paciente, tolerante y cariñosa; o como Dioscórides, quien aportó auténticas ideas literarias y la genialidad del ilustrador perceptivo y sensible. Pablo contribuyó con su sabiduría del idioma español. Poetas, compositores, escritores y refraneros, con sus mensajes sobre la vida, el amor y el dolor, hicieron posible armonizar los epígrafes con lo escrito en este discurrir de los recuerdos. La ingenuidad de Ivonne la hizo creer en nuestra vocación por las letras y la paciencia de Fanny y Mariela las llevó a corregir los textos una y otra vez, con voluntad y afecto. 47 

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