captulo 2: la ternura
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captulo 2: la ternura
CAPÍTULO 2: LA TERNURA Aquella ternura que iba a tener la ocasión de contemplar era embriagadora. Una escena como aquella adormecía y al mismo tiempo, una vez conocida la verdad, perturbaba. Anxo llegaría a perder el dominio de si mismo. El anciano de aspecto entrañable se sentía tan unido a la niña que jugaba a su alrededor, que sería capaz de dar la vida por ella. Había desarrollado, por primera vez en su vida, una sensibilidad para con un ser humano. Su nieta, dulce criatura, era y lo sería todo para siempre. El hombre era alto. Vestido de forma impecable con un traje azul oscuro, como de protocolo. Las finas rayas de la tela armonizaban con las que también tenía el elegante sombrero Stetson de fieltro. Poseía una imagen cuidada con esmero y años de evolución. El bastón de madera de ébano y empuñadura de plata maciza, lo usaba por motivos estéticos. No lo necesitaba para caminar. Era parte de su imagen sofisticada que le agradaba proyectar. Sabía también que eso causaba un efecto deseado en las personas que le rodeaban y con las que se relacionaba. Su actitud afectiva interior no se reducía a manifestaciones externas convencionales. También satisfacían las necesidades de ambos. Para la niña, aquella ternura, era un medio natural, seguro. Una atmósfera donde sociabilizarse. Para el anciano tenía un sentido más utilitarista. Era un bálsamo. Aunque su conjunto era armonioso y apacible su interior era más volcánico. Aquella dulzura podría convertirse instantáneamente en dureza y frialdad. Pero nunca con ella. Eso no. Ella sólo merecía toda su ternura, justificada por el amor que sentía por aquella alegre e inocente criatura. Podía sentirla en su totalidad, empatizar con ella. Era la única persona de toda la humanidad por la que podría renunciar y sacrificarse. Con ella hacía realidad del dicho bíblico: “… el que quiera venir en pos de mi, niéguese a si mismo…” Toda aquella suavidad, delicadeza y calidez eran desconocidas para el resto de los mortales. De hecho había algo monstruoso en aquel hombre que estaba a punto de manifestarse. Pero no con ella. Eso no. Sus hijos habían conocido su dureza e inflexibilidad. Sus socios en los numerosos negocios sabían de su frialdad. Había vivido toda su larga vida atrincherado en la indiferencia y la insensibilidad. No necesitaba otra cosa. Ahora ya tenía su consuelo purificador, su ungüento. La niña, Alma, era de reacciones divertidas. Una linda pelirroja de larga cabellera ondulada y llena de trencitas. Poseía un ingenio intelectual brillante y lleno de chispa. Sus posturas con los brazos, muecas y poses eran parte de de su capacidad para dar vida. Era benéfica, buena. Se podía decir que con su presencia, conversación y juegos, alimentaba. Ramón Aizpurua Casaviella vivía en la calle Bonsuccés de Barcelona. Concretamente en la plaza del mismo nombre, en la confluencia de las calles de les Ramelleres, la calle Xuclá y la calle Elisabets. Realmente era un lugar bien situado, cerca de Plaza Cataluña, bajando por las Ramblas, dirección al mar; segunda calle a la derecha. El edificio, originalmente de estilo barroco, sólo conservaba una de las fachadas originales. Pertenecía a su familia desde el año 1650. Había sido redecorada por Antoni Ros i Güel en 1902. Y este aspecto era el que conservaba en la actualidad, claramente modernista en su conjunto. Había trabajado un equipo especializado en cristaleras y madera. De ahí su principal característica de la fachada principal, los múltiples mosaicos policromados realizados en el exquisito taller de Rigalt y Granell. A Ramón Aizpurua le atraían las figuras simbólicas de los mosaicos. Algunas fácilmente interpretables, como la de aquella mujer recogiendo trigo. Otras de una simbología que le era ajena. Otra de las características arquitectónicas del edificio familiar, por las que se sentía atraído Ramón Aizpurua, eran las puertas del edificio con su peculiar forma de arco, decoradas y enmarcadas de hierro forjado. Estaba orgulloso de la reforma realizada por sus antepasados, después de generaciones habitando el edificio, había realizado una restauración completa al inmueble, que le había conferido el solidez, el esplendor y aquel ambiente grato y agradable que trasmitía. Alma Aizpurua Castejón era la unigénita del primogénito, Ramón. Viudo desde que la niña tenía cuatro años de edad. Actualmente tenía nueve. Sus lugares favoritos para jugar eran el enorme patio interior de la casa de su abuelo y la bodega de la casa, que por su oscuridad y humedad le confería una atmósfera de misterio. Hacía que internarse en aquel lugar lúgubre le resultara una aventura. Era feliz en aquella casa. La niña Alma desconocía que, en próximos acontecimientos, cambiarían algunos aspectos de su carácter, sus gustos, aficiones y, sobre todo, la felicidad de vivir con su abuelo en aquella casa. Iba a experimentar recuerdos que no le pertenecía; sueños e inquietudes para las cuales había muchas teorías pero pocas respuestas claras y efectivas. Pero todavía no sabía nada de esto. No era predecible. Tampoco para los adultos que le rodeaban. Georgina Vall Miquel era más grande por dentro que por fuera. Bajo la dirección de Ramón Aizpurua, padre e hijo, hacía la labor que Cristina Castejón no pudo realizar al fallecer tan joven. No sólo cuidaba de Alma. Su dedicación y pasión se orientaban a la formación integral de la niña. La vocación y comportamiento eran tan maternales que sustituía perfectamente la labor, no sólo de Cristina, sino de Ramón el padre de Alma. Llevaba más de veinte años trabajando en la casa de la familia Aizpurua. Había cuidado de Ramón hijo y de sus hermanos, haciendo la labor de Carmen la madre de éstos, que había decidido abandonar la casa, la familia y los hijos. En los lugares de encuentro, donde se reunía los vecinos de Ciutat Vella para hablar de lo divino y lo humano, se decía que lo había hecho al descubrir que Ramón Aizpurua Casaviella era un hombre malvado, miembro de una extraña, oscura y secreta asociación. Otra versión menos extendida y más reciente decía que se había fugado a Francia con un médico de Sant Pol de Mar. Fuera cual fuera la realidad, lo cierto era que Georgina Vall Miquel se había convertido en madre, abuela y amiga de la niña Alma. Georgina era delgada, vital y alegre en todas sus facetas y actividades. Su peinado era cambiante, siempre actual. Sin pretender aparentar una jovencita, vestía alegre y dinámica. Unas veces totalmente sport y otras veces con una elegancia impactante. Se decía que Alma se parecía físicamente a su fallecida madre, Cristina; y que en su carácter se parecía a su abuela Carmen. Pero no era cierto. En el carácter se parecía, cada vez más, a Georgina; tierna, amable y con una inteligencia vivaz. La ternura con que Georgina cuidaba y educaba a la niña Alma, hacía que su crecimiento físico y emocional fuese saludable. Un trato amable, una caricia, un guiño o un beso eran sembrados con constancia en la experiencia vital de cada día. Estos elementos harían, en un futuro no muy lejano, cuando negras sombras rodearían a Alma Aizpurua, que volviese ésta a la alegría, vitalidad e inteligencia que le caracterizaban actualmente. Los movimientos de Georgina en la dirección de la casa y en la cocina eran precisos, seguros y armoniosos. Tenían una belleza que hipnotizaba, como si todos ellos fuesen diseñados con anterioridad por un coreógrafo. Para ella organizar y dirigir aquella casa y la educación de Alma era prácticamente arte. Aquel sonido musical indicaba que alguien llamaba a la puerta principal de la casa, en la calle Bonsuccés. Georgina abrió la puerta y se encontró una buena amiga de la familia. La doctora Olatz no había notado el cansancio mientras operaba, pero en este preciso instante, después de doce horas de trabajo, extraer los órganos del donante y volver a operar de nuevo al receptor comenzaba a sentir todos los síntomas habituales. Cuando se había levantado a las siete de la mañana sabía que sería un día intenso. Siempre lo era. Como cirujana cardiaca pediátrica había sido avisada por la coordinadora y el día se había convertido en un constante correr, coordinar y tomar decisiones. Pura adrenalina. La doctora Olatz tenía la habilidad de aumentar su concentración con sólo entrar en la zona aséptica que alberga los quirófanos. Allí, después de tantas horas, nunca sabía si era de día o de noche, perdía la noción del tiempo. Era adicta a ese entorno; irreal y frío, pero lleno de precisión y protocolo. - Ramón, he recibido tu mensaje - lo dijo en tono cálido, no en vano tenía con el dueño de aquella casa una relación cercana y llena de intereses mutuos, coincidentes. - Debes de estar cansada. En el hospital me han dicho que has estado catorce horas en el quirófano. - Realmente doce. Tengo dolor en las piernas y las cervicales. Muchas horas en tensión. - Te agradezco que respondieras a mi mensaje e invitación. - Ramón, no podía ser de otra manera. Sabes de mi aprecio por vuestra familia. Y tratándose de Alma, no quería dejarlo para mañana. El abuelo estaba inquieto. Entraron el la habitación donde tenía instalado su despacho privado. Sabía que la doctora Olatz tenía noticias importantes sobre la salud de su nieta. Siempre había asociado las cardiopatías con gente mayor, obesa o fumadora. Tampoco tenía conocimiento de un historial de enfermedades cardiacas en la familia. - Ramón, primero quiero decirte que las enfermedades cardíacas en los niños son curables. Afortunadamente Alma lleva una vida saludable, tanto física como emocionalmente; esto es un aspecto positivo que va a ayudarnos. Hemos detectado a tiempo la cardiomiopatía y tiene solución. Es un defecto severo, pero se pueden realizar cirugías para que con un nuevo corazón sano, funcione de forma apropiada. - Por favor, Olatz, en un idioma que yo pueda entenderlo. - Discúlpame. Lo que trato de explicar es que Alma tiene una enfermedad del músculo del corazón que hace que el órgano pierda su capacidad para bombear sangre con eficiencia. - Entonces ¿qué recomiendas? - Un trasplante. Reemplazar el corazón enfermo por uno sano, de otro niño. Creo que Alma no podrá vivir, a medio plazo, con una disfunción tan grave. Ramón Aizpurua Casaviella apretó la empuñadura de plata maciza de su bastón. Sobre el criterio, la profesionalidad y el consejo profesional de la doctora Olatz no tenía la menor duda. Y sobre luchar contra la adversidad ya estaba curtido y avezado. - ¿De dónde provienen los órganos trasplantados? - preguntó. La doctora Olatz estaba desprevenida. Habitualmente los familiares con los que solía tratar este tipo de noticias no tenían una determinación tan acentuada. Era evidente que Ramón era un hombre acostumbrado a tomar resoluciones de forma pragmática. Ni un instante de negación, ni un poco de negociación. Había tomado la decisión de salvar a su querida Alma, era evidente. Era un hombre con valor y firmeza. - Los corazones trasplantados - continuó la doctora Olatz- provienen de donantes. En el caso de los niños son sus padres que acceden a la donación. Esto sucede, claro, cuando el donante debido a un accidente, una lesión o una enfermedad, no va ha sobrevivir. - ¿Qué hay que hacer para que mi nieta sea candidata a para un trasplante? - Necesitamos hacer una evaluación más extensa, varios exámenes. Se trata de evaluar el grado de prioridad para realizar el trasplante. - Olatz, haz todo lo necesario para salvar a mi nieta. Lo que sea. La doctora levantó el mentón, como aquel que acata una orden suprema. Se despidió de Ramón Aizpurua y le prometió que le mantendría informado de todas sus gestiones y del avance de éstas.