El Arte Paleolítico de Altamira

Transcripción

El Arte Paleolítico de Altamira
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El Arte Paleolítico de Altamira
José Antonio Lasheras Corruchaga
“No era difícil seguir el rastro de la cierva herida a través de la pradera. Descendía por la ladera contraria, hacia el bosque.
Los recuerdos me distrajeron. Aquel era el lugar de la “cueva de los bisontes” pero, la cueva no estaba, era como si se hubiera ido, o como si se la hubiera tragado la tierra. Recordé claramente, pese al tiempo transcurrido, nuestra partida de aquella cueva. Aquel día, preparando la marcha, al hacer mi propio hatillo, perdí una gran “lágrima de ciervo” que acababa de
regalarme mi hermano: lo lamenté profundamente; ahora son muchas las que adornan mi ropa…La nostalgia me retuvo un
instante, pero me acuciaba más la cierva herida que quería cobrar…” 1
Fig. 1- Entrada original a la cueva
sellada por un derrumbe.
No sabemos cómo fue exactamente el abandono
de la cueva por sus últimos ocupantes. Quizá el
último grupo humano que la habitó tuvo que irse
de forma apresurada porque hubiera indicios que
avisaran del peligro. Hoy sabemos que un gran
derrumbe natural afectó a la boca de la cueva en
toda su anchura —quince metros— y en un tramo
inicial de unos siete metros de fondo, y que esto
ocurrió hace 13.000 años2. Entonces empezó a
formarse una costra estalagmítica sobre los bloques caídos. La lluvia filtrada por las fisuras disolvió y arrastro pequeñas partículas de roca, depositándolas hasta alcanzar, hace 10.700 años, un
espesor de 60cm. La cueva quedó sellada hasta su
moderno descubrimiento en el siglo XIX (fig.1).
Muy por encima del número absoluto de personas que han entrado en la Cueva de Altamira, son
muchas las que, en todo el mundo, reconocen
sus bisontes y los identifican correctamente: animales pintados sobre la roca, en una cueva, una
obra maestra de los primeros artistas de la
Prehistoria. Altamira es ahora un hito, un icono
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Fig. 2- El suelo natural de la cueva
estaba cubierto por grandes bloques
desprendidos del techo. Solo una gran
motivación cultural, espiritual,
explica el esfuerzo necesario para
adentrarse con gran dificultad en ella,
a través del caos y de la oscuridad,
sin mas ayuda que una titubeante
lámpara de grasa o una antorcha.
Todo el suelo fue transformado en
1950-60 para hacerla visitable,
menos este tramo entre las galerías
VII y VIII que ilustra la situación
original.
cultural universal. Este reconocimiento generalizado se debe a las manifestaciones artísticas que
alberga, expresión de las creencias, mitos y ritos
de los distintos grupos humanos que, a lo largo
de milenios, en ocupaciones distintas, pero recurrentes, habitaron en ella.
La caída de rocas del techo ha afectado a la Cueva
de Altamira desde tiempos prehistóricos y, de
hecho, son los desprendimientos gravitacionales y
no la actividad cárstica los que han dado forma a
la cueva 3. El caos de bloques definía el suelo en
casi toda su superficie haciendo muy difícil y
penoso el progreso hacia el interior de la cueva.
Así lo describen los primeros investigadores y aún
puede comprobarse al deambular entre los tramos
VII y VIII4 (fig. 2). La misma situación y el mismo
aspecto debían de presentar la zona del yacimiento arqueológico y todo el vestíbulo tal y como
constataron Alcalde del Río en 1906 y Obermaier
en 19355. Ambos describen en sus respectivos
estudios sobre la cavidad la existencia de grandes
bloques que, en ocasiones, marcaban la separación
entre los niveles solutrenses y magdalenienses. Los
restos de la ocupación paleolítica, así como la tierra caída y arrastrada desde el exterior, colmataron
el espacio entre los bloques.
Con anterioridad al derrumbe descrito, durante el
Paleolítico Superior, la cueva presentaba una
amplia boca orientada al Norte. Tenía una anchura de unos 15 m de Este a Oeste y una altura máxima en el centro del vano de unos tres metros (fig.
5 pág. 185). Hacia el interior, había una zona vestibular contigua de 25 a 30 metros con un ligero
desnivel hacia el fondo. En ese punto el suelo se
inclinaba de forma pronunciada hacia el Sur, hacia
el interior de la cueva, y hacia el Sureste, ampliándose hacia un anexo rectangular de 23 m de largo
por 10 m de ancho. La inclinación del techo hace
que la altura mayor en esta parte fuera de casi 3 m,
convergiendo hacia el fondo hasta reducirse a apenas 80 cm (fig. 3). Este ensanchamiento lateral del
vestíbulo acoge en toda la superficie de su techo
las más espectaculares figuras pintadas y grabadas
de Altamira y, entre ellas, el impresionante conjunto de figuras policromas en el que cobran protagonismo universal los famosos bisontes.
La vida cotidiana tenía lugar en la zona descrita
en primer lugar, un espacio bañado por la luz del
día pero resguardado de las precipitaciones y de
los rigores del clima exterior. Hacia el interior de
esa zona, incluso bajo el gran techo de los bisontes, la cueva sólo fue utilizada para dibujar, pintar y grabar figuras de animales y signos, y para
celebrar los ritos asociados a su propia realización o aquellos que necesitaban de su previa
existencia (fig. 4).
Ars, arte
Quizá convenga detenernos sobre el objeto de
estas páginas y reflexionar, fugazmente, sobre el
concepto de arte. Si bien las musas de la cultura
clásica patrocinaban las artes más exclusivas de la
condición humana, las relativas a la palabra: el
Amor, el Teatro, la Poesía, la Historia..., el término
arte (ars) ha designado desde siempre la habilidad,
la destreza para hacer cualquier actividad. Por ello,
arte se refiere a todo aquello que es propio del
hombre, a lo artificial y, en todo caso, ajeno a la
naturaleza. Para nosotros, y así lo utilizaremos en
adelante, arte es la creación plástica y simbólica
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fruto de una cultura determinada, que tiene lugar
en un tiempo y en un espacio definido.
El primer gesto artístico, simbólico al menos, presente en la Cueva de Altamira se sitúa en el techo
del vestíbulo, desde la entrada hasta el gran techo
pintado. En algún momento que no podemos
determinar cronológicamente, los estratos de roca
horizontales que estaban visibles y eran accesibles
fueron salpicados con ocre rojo, presentando la
roca, en esta amplia zona, un color rojizo característico. El ocreado se observa en las zonas del
techo que permanecen intactas desde el Paleolítico
Superior y corresponden a distintos estratos, y no
es visible en las zonas que han quedado al descubierto tras los desplomes acaecidos en época histórica, ni en ninguna otra zona de la cueva. El
hecho fue observado hace años por el geólogo Dr.
Manuel Hoyos —una más de sus inestimables
aportaciones—, no sólo en Altamira sino también
en la entrada de la cueva del Juyo. El ocre tiene
una carga simbólica innegable, asociado a los más
antiguos enterramientos e incluso al propio arte.
Es además un desinfectante natural y su valor antiséptico debía de ser conocido por el hombre de la
prehistoria que lo empleó en el curtido de las pieles. En el caso de las superficies ocreadas pueden
conjugarse símbolo y praxis, arte y profilaxis en la
zona de la vida cotidiana.
También en el techo del vestíbulo, en su primera
visita en 1902, Cartailhac y Breuil anotaron y
reprodujeron una figura que identificaron como
un ciervo, aunque es más probable que fuese una
cabra a juzgar por la línea sinusoide que define el
cuerno. Dicha figura debió de ser destruida durante las primeras excavaciones o durante el desplome
producido en 1924, pero es importante constatar
la presencia de arte rupestre en el vestíbulo luminoso, algo que nos advierte de la sutil separación
entre el lugar de habitación y el espacio simbólico
del arte.
Es en el techo policromo donde Altamira alcanza
su mayor espectacularidad, donde reside su trascendencia intrínseca y la que deriva de los estudios
del arte (fig. 2 pág. 206). Toda la superficie del
techo fue soporte artístico, extenso lienzo en el
que los ocupantes paleolíticos de Altamira plasmaron sucesivamente sus inquietudes —¿mitos, religiosidad...?— , en distintas ocasiones, durante
unos 5.000 años. Una grieta profunda lo recorre
longitudinalmente marcando de forma clara dos
lados que, si bien tienen dimensiones prácticamente iguales, presentan diferencias apreciables a primera vista. Llaman poderosamente la atención las
irregularidades del techo: grandes bultos redondeados formados durante el proceso de sedimentación de las calizas (fig. 3 pág. 207 y fig. 13 pág.
218). Las más rotundas de estas convexidades aparecen principalmente al norte de la gran grieta —a
la izquierda según se llega desde la entrada— y es
Fig. 3- Plano del techo del vestíbulo
de la cueva, del área de los policromos
y del inicio de la galería II. El plano
restituye su estado durante la
ocupación magdaleniense; muestra la
amplitud de la entrada original y la
continuidad espacial desde la entrada
hasta el gran techo.
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Fig. 4- Planta general del suelo de la
cueva en la actualidad.
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precisamente esta zona la elegida por los artistas
para situar la mayoría de las figuras policromas
aprovechando los relieves naturales6. Por el contrario, al sur de la grieta —a la derecha según se
llega— la pintura roja aparece más suave y la roca
tiene una textura más compacta y menos porosa
en algunas zonas, ofreciendo aspecto de sequedad.
Por este motivo, es preciso forzar la vista para
poder descubrir un conjunto de caballos rojos,
varios grabados muy finos y un grupo de cuatro
bisontes policromos del mismo tipo que los bisontes situados en el lado derecho.
Las diferencias observadas entre ambos lados se
deben, en parte, a que han sido sometidos a diferentes condiciones de conservación. Es muy probable que las corrientes de aire soportadas desde
su realización hasta que la boca quedara cerrada,
no afectaran por igual a toda la sala. El lado
izquierdo (lado Norte) habría quedado protegido
de la influencia exterior de forma natural, facilitándose, así, la conservación de los policromos,
mientras que la zona ocupada por las figuras 1 a 3
y 27 a 30 (fig. 6)7 recibiría frontalmente el aire procedente de la entrada, del Norte, de forma directa.
Su deterioro, por tanto, fue notable y a ello se debe
fundamentalmente su apariencia actual muy diferente a la de los restantes bisontes policromos.
El conocimiento que actualmente tenemos de la
Cueva de Altamira y del arte paleolítico y, en particular, la aportación de las dataciones absolutas8
más recientes, obtenidas sobre las propias pinturas
(fig. 7), permiten afrontar la descripción de las
manifestaciones artísticas existentes en la Cueva de
Altamira a partir de un laxo esquema cronológico.
Asumimos como punto de partida que las pinturas
y grabados existentes en Altamira corresponden al
mismo marco cronológico que los niveles arqueológicos excavados en el vestíbulo. Ambos —yacimiento y arte— forman parte de los mismos
momentos de ocupación, durante los cuales, la
cueva sirvió simultáneamente como espacio de
habitación y como espacio simbólico. La posibilidad de que la cueva hubiese sido ocupada antes del
Solutrense no puede ser otra cosa que una mera
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Fig. 5- Ortoimagen del techo.
Fig. 6- Dibujo e identificación de las
pinturas del gran techo (la
numeración se utiliza en el texto
para identificar las descripciones y las
fotografías).
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especulación. Por otra parte, tampoco se ha hallado rastro alguno que indique un uso posterior al
Magdaleniense Inferior cantábrico hasta nuestros
días. Entenderemos pues, a falta de argumentos
para adoptar otro criterio, que el arte de Altamira
ha sido realizado en el periodo que abarcan el
Solutrense Superior y el Magdaleniense Inferior
cantábrico, con una única data de carbono 14 para
el primero, 18.540 B.P., y con un amplio marco de
dataciones para el segundo, jalonadas desde 16.480
hasta 13.130 B.P.
Es habitual que en las publicaciones referidas a la
Cueva de Altamira, se describa su arte con un criterio topográfico, desde la entrada hasta el fondo,
lo que permite y justifica tratar, en primer lugar, las
pinturas policromas. Ignorando este esquema tradicional, proponemos un recorrido de acuerdo
con la secuencia cronológica general, con los
temas y las técnicas artísticas y, por último, con su
distribución en el espacio cavernario. Constituye
éste un ensayo de síntesis, alejado de la exhaustividad, que quizá sugiera nuevas interpretaciones.
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El techo de los caballos rojos
La zona sur del techo presenta una serie de figuras pintadas y signos grabados que, en función de
sus características estilísticas, parecen corresponder a las primeras ocupaciones humanas de la
cueva, en el Solutrense. Se identifican con facilidad en este sector seis caballos (nos 1 a 6) cuyas
dimensiones oscilan entre 150 y 180 cm de longitud (fig. 9, pág. 215).
Uno de ellos tiene la mayor parte del contorno
dibujado mediante un grueso trazo, mientras que
el vientre está realizado con gruesos puntos rojos
(nº 3 y fig. 8). Parece lanzado al galope, o quizá
esté saltando, con la cabeza levantada, proyectando al frente las patas delanteras. La cabeza, muy
perdida, era una mancha de color uniforme. Una
postura muy similar presenta otro caballo contiguo
cuya silueta está íntegramente pintada de rojo; se
observa una única y fina línea continua, grabada,
recorriendo parte del contorno (nº 2 y fig. 9).
Las restantes figuras de este grupo también están
pintadas con una tinta roja uniforme, sin matices,
plana; todas ellas con un tono muy similar. Dos de
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los caballos (nos 4 y 5 y fig.10) están en actitud también dinámica y enfrentados. Freeman y Echegaray
lo interpretan como la representación de dos
machos peleando, como rampantes9. Los caballos
números 1, 6, 7 y 8 están parcialmente cubiertos
por bisontes policromos que los ocultan, o bien,
perdidos por problemas de conservación. La figura del número 9 podría corresponder a un ciervo
del que se aprecia la cabeza y, quizá, la cuerna bien
ramificada, pero está alterado por la superposición
de los cuartos traseros de un bisonte policromo.
Breuil interpretó como un alce las pinturas marcadas con el número 10, pero su lectura resulta incierta. Ninguna de estas figuras parece haberse realizado incorporando los relieves u otras características
naturales del techo, incluso un abultamiento del
techo junto al dorso del caballo número 2 dificulta
notablemente su contemplación.
Bajo los caballos enfrentados (nos 4 y 5) aparece
una cabra (Capra pirenaica) (nº 11 y fig. 10) pintada con trazo grueso rojo, de pie, parada. En otro
punto, hay una elemental y tosca cabeza de caballo
(nº 12 y fig. 13). Por lo demás, en varios puntos de
la zona ocupada por el conjunto policromo se
observan, asomando por debajo de ellos, otras
manchas rojas que probablemente correspondan a
restos de figuras similares y coetáneas a las que
acabamos de describir.
Como parte de las grafías más antiguas existentes
en el techo pintado, podemos considerar, también, una mano en positivo, resultado de apretar la
mano embadurnada de pigmento sobre la roca (nº
13 y fig. 10) y unas series de puntos realizados con
la yema de los dedos que forman líneas rectas,
curvas o quebradas y que aparecen en varios lugares del gran techo. Hay también dos manos en
negativo —huellas obtenidas al salpicar pintura
alrededor de la mano apoyada en el techo— que
se superponen al caballo número 5 (nº 14 y fig.
10); fueron, por tanto, realizadas con posterioridad y, quizá, con técnica de aerógrafo. Así interpretamos unos huesos huecos de ave cortados
intencionadamente y con su interior cubierto de
ocre (fig. 41 pág. 169).
Hacia el interior de la cueva, a unos 65 m de la
entrada y en el límite de la zona donde aún podría
verse la luz exterior que entrase por la boca, se
localiza una pequeña galería ciega cuajada de signos rojos (fig. 11). Se trata del vestigio de color
rojo que se encuentra mas alejado de la entrada a
la cueva. A partir de aquí, hacia el interior, todo es
dibujo negro o grabado. Este pequeño espacio de
poco más de un metro de anchura y cinco de longitud, tiene en lo alto un signo compuesto por cuatro óvalos irregulares compartimentados interiormente. A media altura, en la cara inferior de un
saliente de la pared, ha sido representado un gran
signo, llamado tradicionalmente “escaleriforme”,
que alcanza los 3 m de longitud y hasta 50 cm de
anchura; está formado por largas bandas de líneas
paralelas cruzadas por pequeños trazos transversales, a modo de escaleras. Para poder verlo es preciso agacharse, incluso tumbarse para apreciarlo
íntegramente. La pared derecha de este ámbito
conserva muy desvaídos, como gastados y lavados
por la humedad, restos de otros signos cuadrangulares y escaleriformes. La angostura del espacio
dificulta la presencia simultanea de más de dos
Fig. 8- El dinamismo con que se
representa este caballo (nº 3), que
galopa o salta en el aire, lo hace
sumamente original respecto a lo
habitual en el conjunto del arte de la
misma cronología, en el que
predomina un mayor estatismo.
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Fig. 9- La idea de santuario
-acumulación de arte y actos
simbólicos a lo largo del tiempo en un
mismo espacio- resulta evidente aquí
donde el caballo rojo número 2 parece
aprovecharse para hacer un bisonte
del que vemos bien su cabeza. En
otro momento, una cierva fue grabada
en paralelo y por encima a su pata
delantera derecha. Todo se hizo a lo
largo de varios milenios.
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personas, lo que debe tenerse presente al reflexionar sobre las circunstancias de su contemplación o
uso ritual original.
Sobre la cascada estalagmítica de la galería II, se
grabaron tres figuras en fila de gran tamaño. La
central tiene más de 150 cm de longitud y representa un caballo parado (fig. 12). De las otras, casi
perdidas por descomposición natural de la costra
rocosa, sólo se identifica la línea de una panza,
también de caballo. Por su tamaño, por la técnica
de grabado reiterado y profundo, casi un surco,
con que están hechas estas figuras y por consideraciones estilísticas, se les ha atribuido también
una cronología solutrense10.
Las figuras y signos que acabamos de describir se
pueden relacionar con las ocupaciones solutrenses
de la cueva, si bien algunas hunden sus raíces en la
tradición artística gravetiense, como las manos en
negativo (también en las cuevas de El Castillo, La
Garma, Cudón, La Fuente del Salín) y las series de
puntos (cuevas de Chufín, El Castillo, La Garma…
en Cantabria y La Peña de Candamo o Llonín, en
Asturias). En la región cantábrica las pinturas realizadas con la técnica del tamponado y tintas planas,
totales o parciales, asociadas o no con grabado
(Cueva de El Pendo, cuevas del desfiladero de
Carranza y de La Pasiega, o de Les Pedroses en
Asturias) se adscriben al Solutrense o incluso a
momentos anteriores gravetienses11.
La cueva animada
La cueva fue intensamente ocupada durante el
Magdaleniense Inferior. La potencia de los estratos
correspondientes se amplía notablemente en relación con la del nivel Solutrense debido a que hubo
más ocupaciones y a que éstas fueron más largas y
frecuentes. Las dataciones a partir del carbono 14
de las pinturas y del yacimiento se dispersan en un
amplio marco temporal que abarca 3.000 años.
En el Magdaleniense, desde el vestíbulo habitado
hasta lo más alejado y profundo de la última galería, la cueva parece animada con la presencia de
figuras grabadas o dibujadas en negro que salpican
la superficie. No hay ámbito que no fuera utilizado
simbólicamente; no hay lugar sin animales, sin arte.
Algunos trazos, signos y figuras dibujadas con carbón han podido ser datadas mediante el carbono
14 AMS (fig. 7). La cronología resultante, junto
con cierta uniformidad estilística y técnica —el
uso exclusivo del carbón como pigmento y del
dibujo a línea como recurso gráfico— hacen que,
desde los primeros estudios de Breuil, se las trate
como pertenecientes a un mismo conjunto, como
si se tratara de una “serie” negra. Sin embargo, su
uniformidad es relativa y debieron de realizarse en
diferentes momentos y en un lapso de tiempo
amplio dentro del Magdaleniense Inferior. En
todo caso, las dataciones obtenidas las sitúan claramente con anterioridad a los policromos.
En relación con el horizonte Solutrense, caracterizado mayoritariamente por los grandes caballos,
los temas son más variados durante el
Magdaleniense y el número de especies animales
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representadas se amplía. Seguirá habiendo caballos, pero también aparecerán uros (Bos primigenius, toro), bisontes, cabras monteses, ciervos
(machos y hembras), rostros semihumanos y signos. Además, un sinnúmero de pequeños trazos
negros realizados con carbón se distribuye irregularmente por todas las galerías. Su función es difícil de precisar pues no se percibe ni orden, ni
ritmo, ni regularidad alguna; podrían ser sólo marcas de tránsito y frecuentación aunque, a veces, se
agrupan en determinados lugares llamando la
atención a quien deambula por la cueva, haciendo
pensar que su concentración en determinados
lugares no sea casual.
En el gran techo se distinguen varios caballos
semejantes entre sí. Uno de ellos alcanza 80 cm de
longitud (nº 18 y fig. 13) y los demás son de menor
tamaño. En el caso de las figuras números 19 y 20,
la representación no fue completa y se limitó a la
cabeza y la línea dorsal.
Otro caballo forma parte, junto con dos cabras, de
un friso dibujado junto al ya descrito “divertículo
rojo”, pero están casi perdidos y resultan difíciles
de ver. Al inicio de la galería V se localiza otro
caballo, y el más alejado de la entrada aparece en la
primera curva de la galería X (fig. 12, pág. 51). Si,
utilizando una afortunada expresión de Múzquiz y
Saura, a los policromos “les encaja bien su esqueleto”, es ésta una de las raras figuras de las que
resulta difícil afirmar lo mismo. La pequeñez de
sus patas y la desproporción entre su parte delantera y su grupa han motivado que se califique reiteradamente de torpe su realización. Tal apreciación puede ser errónea, mas aún, recordando las
deliberadamente desproporcionadas y soberbias
figuras gravetienses de la cueva de Cussac
(Francia), recientemente descubierta. Parece más
bien que estamos ante una interpretación personal
del dibujante prehistórico que, de modo excepcional y singular, altera el modelo natural voluntariamente en mayor medida que lo hecho por otros
autores en otras figuras.
Unas cuantas cabras de similares características, en
cuanto a tamaño, forma y trazo, parecen dispersar-
se y ocupar varios lugares de la cueva. Hubo una
en el vestíbulo, desaparecida tras las primeras excavaciones. Otras aparecen en el gran techo (nº 21),
en el citado friso de la galería III, en el fondo de la
galería IX y al final de la galería X. En la sala VI
hay otras tres cabras, entre las cuales se inserta una
cabeza de cierva (figs. 14 y 18). Dos de ellas, contiguas, están en movimiento, con los cuernos hacia
atrás. La que ocupa el lugar inferior está lanzada a
la carrera o saltando hacia un lugar más bajo. En la
representación ya han desaparecido de nuestra
vista las patas y el pecho, ocultas en el paisaje de la
escena; el salto muestra el cuerpo en elongación, el
ángulo inguinal abierto, la cola levantada, la cabeza algo recogida hacia atrás y los cuernos, enormes, paralelos a la línea dorsal. La captación del
movimiento natural es sorprendente, sobre todo,
si se considera la economía de trazos con que se
logra (fig. 14).
Además de las cabras pintadas hay pocas más grabadas. Una, en el techo de los policromos, cuya
Fig. 10- Durante las ocupaciones
mas antiguas de la cueva (durante el
solutrense), se formó por
yuxtaposición de figuras este conjunto
en el que vemos un caballo rojo al
galope (nº 4), manos en positivo y
negativo (nº 13 y 14) y una cabra
pirenaica (nº 11).
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Fig. 11- Sólo tumbado en el suelo es
posible apreciar, en toda su longitud,
el gran signo escaleriforme que recorre
un saliente del divertículo de la
galería III. Surge así un lugar
especial, mágico, en el que solo dos o
tres personas pueden estar
simultáneamente.
presencia se reduce a la cabeza, dos, al final de la
galería V, similares a la serie de cabras pintadas con
carbón y la más profunda aparece en el centro de
la galería X sobre un resalte rocoso por el que
parece descender o desde el que podría disponerse a saltar.
El uro es el animal menos representado y sólo aparecen cuatro ejemplares. Cada uno de ellos presenta su propia singularidad técnica y formal. En el
gran techo se aprecia, parcialmente oculto bajo un
bisonte, un toro de 270 cm de longitud que es la
figura de mayores dimensiones de la cueva (nº 22).
Su cabeza queda por fuera de las ancas del bisonte número 32 que se le superpone. La testuz se
crea a partir de una grieta natural reforzada con
línea negra que continúa dibujando el hocico y la
quijada; el ojo y el cuerno están sólo grabados; la
línea dorsal es una ancha banda de grabado múltiple, casi un esgrafiado que forma también el anca
y el rabo, quedando restos débiles del trazo negro
que lo contorneaba; la línea de la panza aprovecha
bien una grieta natural y se refuerza con dibujo
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negro para marcar el sexo; no son visibles las patas
por la superposición de los bisontes tumbados 35
y 36 o por problemas de conservación.
El techo de la galería II es la continuación del
mismo estrato que forma el gran techo de los
caballos rojos y de los policromos pero aquí, la
roca ha conservado adherida la fina película de
arcilla que separa los estratos de caliza que forman la cueva. Esta blanda superficie de unos diez
metros cuadrados ha sido grabada, recorrida por
los dedos de la mano de forma aparentemente
caótica, entrecruzándose constantemente los trazos hasta formar un dédalo. En un extremo se
distingue claramente la cabeza —casi un metro
de testuz— de un uro. La línea que lo dibuja se
logra usando, simultáneamente y juntos, los
dedos índice, anular y corazón (fig. 15). Próximo
a este, en el frente de un estrato, encajado entre
irregularidades, se dibuja un toro de 50 cm (fig.
16). Un último toro grabado al comienzo de la
galería V lleva la cabeza alta exhibiendo un musculoso morrillo (fig. 17).
El ciervo es la especie más representada en
Altamira pero, como veremos después, casi todos
están grabados. Sólo en tres ocasiones se utiliza el
color negro: una cabeza de cierva grabada, con la
frente negra, quizá un trazo anterior reaprovechado (nº 23), la dudosa cabeza de ciervo dibujada
junto al caballo de la galería X (fig. 12, pág. 51) y
una cierva entre las cabras de la galería VI. Ésta
parece realizada con un trazo continuo que podemos seguir desde el hocico, por la frente, las orejas, la nuca y la cruz que se refuerza con un punto;
el borde inferior de la ménsula en que está dibujada constituye el maxilar y el cuello (fig.18).
Los bisontes empiezan ahora a poblar la cueva.
Los que podemos incluir en esta serie negra están
en el gran techo, uno muy extraño en la galería V
y otro en la galería VI, frente a la cierva y las cabras
(fig. 19). En el techo hay un pequeño bisonte (nº
26 y fig. 27) bajo el cuello de la cierva policroma y
una cabeza enorme a la que sigue el perfil de la
joroba, sin que se vea el resto del animal (nº 24).
Ésta última tiene un notable interés pues, para
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hacer el cuerno derecho del bisonte se pintó con
carbón un cordón estalagmítico del techo. Parece
obvio que el bisonte se concibió a partir de ese
cuerno, a partir del descubrimiento y de la transformación de ese cordón natural de roca en el
cuerno de un bisonte. Esta transformación —
transubstanciación en sentido estricto— de la
materia inerte —la roca— en materia viva —el
cuerno— es similar a la que se realiza al aprovechar el soporte natural en cualquier otra figura.
Esto permite calificar a sus autores de sacerdotes
(chamanes, intercesores, intermediarios: oficiantes
en suma), necesitados para su oficio de cierto
domino de las técnicas artísticas.
Los demás bisontes negros del techo (nos 2, 15, 16,
17 y 25) no pueden asociarse a esta dispersa y
diversa serie de figuras negras, y se tratarán más
adelante en relación con los policromos.
Un conjunto de signos negros y lo que se ha dado
en llamar las “máscaras” forman parte de esta
serie. Los signos, más o menos cuadrangulares u
ovales, con el interior muy compartimentado, se
dibujan en los lados de la mayor grieta vertical que
hay en la galería X en forma de notable diedro
cóncavo. Parece, más bien, un signo compuesto
(fig. 21). Cerca de éstos, algunos relieves naturales
de la roca, a veces diedros convexos, se trasforman
en alargadas caras de animales o, más cortas, como
humanas (fig. 21). Basta que la lámpara separe
luces y sombras, bastan sólo unos toques negros
para sugerir los ojos, las cejas o el hocico; sólo luz,
artificio hábilmente controlado por el hombre, y
unos toques negros hicieron falta para hacer surgir
rostros borrosos donde antes no había nadie, para
hacer evidente lo que sólo estaba latente, para
entrar en relación con otros seres y otras realidades mas allá de la inmediata y tangible.
La cueva tatuada
Hoy los grabados paleolíticos son difíciles de ver y
es difícil fotografiarlos bien pero, recién hechos, la
herida abierta en la piedra con otra piedra más
dura, el sílex, creaba una línea tan contrastada
como la de un lápiz sobre un papel. Sólo la pátina
del tiempo ha ocultado estas figuras que hace milenios saldrían fácilmente al encuentro de quién se
adentrara en la cueva con un candil de grasa o con
una antorcha (figs. 17, 23, 24, 34 y fig. 11, pág. 50).
El grabado es una acción más imperecedera que el
dibujo, pues hiere y altera más explícitamente la
roca. Quizá, en algún momento, el uso de esta técnica frente al dibujo —más fácil aparentemente—
tuvo algún sentido trascendente.
Dibujo, pintura y grabado fueron técnicas artísticas utilizadas, al parecer, indistinta y simultáneamente en cualquier periodo del Paleolítico
Superior. Junto a esto, también es cierto que hay
recursos estilísticos que solo se utilizan con el grabado y no con el dibujo, como el estriado interior
o el estilo característico de construcción de figuras
en los grabados de Chufín o La Lluera y que, en
principio, podrían usarse indistintamente en grabados y dibujos. Figuras y signos grabados debieron
de formar parte de los mismos conjuntos que
Fig. 12- De un friso de grandes
caballos grabados sobre la colada
estalagmítica de la galería III solo se
ve con facilidad la grupa y el vientre
de este caballo estático.
El Arte Paleolítico de Altamira/75
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15
Fig.13- Caballo negro del gran techo
y cabeza roja (números 18 y 12).
Fig. 14- Cabras próximas a la
cierva de la figura 18 (galería VI).
Fig. 15- Cabeza de uro y otros
grabados sobre arcilla (galería II)
(según Breuil).
Fig. 16- Uro (galería II).
Fig. 17- Uro grabado (galería V).
16
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21
Fig. 18- Cabeza de cierva próxima a
las cabras de la figura 16 (galería
VI).
Fig. 19- Bisonte macho parado
(galería VI).
Fig. 20- Conjunto de signos
(galería X).
Fig. 21- Grupo de máscaras
(galería X).
Fig. 22- Ciervo y cierva
(techo galería X).
Fig. 23- cabezas de cierva (al final
de la galería X).
22
23
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Fig. 24- La cueva, y el gran techo, se
llenó de figuras grabadas de ciervas y
de ciervos. Dos cabezas de cierva se
ven, en la foto, entre los bisontes 37,
38 y 39. En otras ocasiones
quedaron cubiertas por los policromos
realizados con posterioridad. Quizá
compartieran el mismo ambiente
simbólico y sean coetáneos los bisontes
y las ciervas, aún siendo estas
inmediatamente anteriores.
Fig. 25- Varios ciervos grabados en
Altamira aparecen como este del gran
techo (dibujo de Breuil) en plena
berrea, durante el celo. La idea de
fecundidad y reproducción es explícita
en distintas figuras y escenas de
Altamira.
78/El Arte Paleolítico de Altamira
hemos definido hasta ahora pero, al no poder
datarlos directamente como el carbón de las pinturas, es difícil establecer su relación o su integración en ellos. A falta de cronología directa, y según
criterios de estilo, la gran mayoría de los grabados
de Altamira se enmarcan en las ocupaciones magdalenienses.
Encontramos caballos grabados cuyo tamaño no
supera los 50 cm en el gran techo y en las galerías
II, III y VII, no habiendo más de dos en cada una
de ellas. Tres bisontes muy similares se encuentran
en las galerías III y X. Parecen incompletos, formados sólo por la línea de su cabeza y la joroba
hasta el arranque del rabo. Sobre su testuz son
bien visibles los dos cuernos, como si tuvieran la
cabeza algo girada hacia el observador; carecen de
patas pero los vemos por entero. Están echados,
rumiando en la pradera, y sólo la silueta de su quieta figura y el brillo de sus cuernos se recorta por
encima de la hierba.
Hay, además, un importante conjunto de grabados
cuya cronología magdaleniense no ofrece ninguna
duda. Nos referimos a las ciervas (y en menor
número, ciervos) que presentan un notable aire de
familia: muchos de ellos tienen el interior del cuerpo, la cabeza y el cuello, sobre todo, relleno con
estrías, sombreado (fig. 22). Son análogos a los
grabados realizados sobre omoplatos de ciervo
hallados en niveles magdalenienses de El Castillo y
la propia Altamira, los cuales han sido datados en
14.480 BP por carbono 14 AMS (fig. x del catálogo), cronología que se atribuye también a estos
grabados. Al margen de que posean o no su interior sombreado (grabado), tienen todas estas
representaciones de ciervas de Altamira un aspecto ciertamente homogéneo, y lo mismo podría
decirse de los ciervos, que se representan berreando. Parece que los habitantes de la Cueva de
Altamira la hubieran llenado de ciervas (y de ciervos) y que esto ocurrió poco antes, casi al mismo
tiempo que el gran techo se llenara de los bisontes
policromos que las cubrieron con sus colores.
Se distingue siempre bien a machos y hembras, no
sólo por la cuerna, exclusiva de los ciervos, sino
por la mayor finura que en el morro y el cuello
exhiben las hembras. El hocico de éstas se apunta,
la cabeza se aproxima más a un triangulo y el cuello es mucho menos vigoroso, todo ello de acuerdo con el modelo natural, (figs. 18, 22, 23 y 24). De
entre todos los ciervos grabados destaca un gran
macho de 70 cm de longitud, en el techo de los
polícromos, situado frente a la cabeza de una cierva de idéntica factura (fig. 25).
Hay más de veinte ciervas en el gran techo (fig.
24), trece a lo largo de las galerías III, IV y V, y casi
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Fig. 26- Toda una manada de
bisontes nos rodea la entrar en el
gran techo. La parte izquierda del
mismo a conservado mejor las figuras
policromas. En primer término los
bisontes revolcándose números
36 y 35.
El Arte Paleolítico de Altamira/79
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Fig. 27- Un suave relieve natural
quedó cubierto por el vientre de la
cierva (nº 50) evidenciando su preñez,
y la fecundidad. El artista, el
oficiante, unió la materia viva con la
roca inerte.
80/El Arte Paleolítico de Altamira
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Fig. 28- Un gran macho (pag. 209)
y esta hembra (nº 43) destacan entre
la manada de los bisontes. Sobre su
dorso se encajo posteriormente un
pequeño bisonte negro (nº 25).
El Arte Paleolítico de Altamira/81
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Fig. 29- Cabeza y cuello de bisonte
dibujado con carbón (nº 17) de
similar estilo a los policromos que se
le superpusieron.
82/El Arte Paleolítico de Altamira
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otras tantas en la galería X (fig. 22), de las cuales,
seis se agrupan y amontonan en un pequeño panel
que constituye la más profunda intervención artística de la cueva, a más de 250 metros de la entrada
(fig. 23). Frente a esto, hay un solo ciervo en el
techo —ya citado—, ocho en las galerías intermedias y cinco en la angosta galería terminal.
Por otra parte, estos grabados de figuras estriadas,
con las estrías concentradas en la cabeza y el cuello, representan un fenómeno artístico regional
limitado a un área central de la región cantábrica
(San Román de Candamo y Llonín en Asturias; La
Pasiega y Altamira en Cantabria, entre otras).
El gran techo de los bisontes polícromos
Reside en este techo la causa principal del renombre de Altamira (fig. 2 pág. 206). Las pinturas polícromas del techo son una obra de arte excepcional. La impresión que su contemplación produce a
cualquier persona sólo es comparable, dentro del
arte paleolítico, a la que provocan la sala de los
toros de Lascaux, el salón negro de Niaux o los
grandes paneles de Chauvet.
Se trata de 25 grandes figuras, bisontes en su
mayoría, que miden entre 125 y 170 cm de longitud, y una cierva que alcanza los 2 m (nº 50 y fig.
27). Las figuras se crearon grabando su contorno
y dibujando con línea negra de carbón. Ambos
recursos se utilizaron de forma simultanea. En su
mayoría fueron rellenadas principalmente con una
pintura roja —ocre amarillo en los bisontes 42 y
48— que, originalmente, cubría por completo la
roca soporte, tal y como se conserva en el costado
del bisonte encogido número 35 (fig. 8, pág. 213) y
en el cuello y pecho del bisonte número 40 (fig.
33). En algunos bisontes se efectuó también un
cambio de coloración en su vientre con pintura
negra (nos 33, 34, 43 y 48, y fig. 28) o se utilizó el
lápiz de carbón para detallar el pelo del pecho, de
las patas delanteras o de la joroba. Ciertas reservas
de color, quizá realizadas mediante raspado, sirvieron para separar las patas del pecho, las ancas del
vientre o una pierna de la otra (nos 40 y 43 en las
figs. 28, 30 y 33). Además de su función en el contorno, el grabado asume el máximo protagonismo
para la ejecución de algunos detalles como los
ojos, los cuernos, el pelo del cuello, etc. Del bisonte número 17 (fig. 29) solo se ve bien la cabeza, el
morrillo y el inicio de la joroba; quizá nunca se
dibujó más de él pero, en todo caso, parece que se
le superponen los bisontes números 42 y 43. Debe
considerarse contemporáneo a ellos por su estilo
—forma, trazo y difuminado del negro— del
mismo modo que los bisontes número 15 y número 16 (fig. 30), pese a que solo se utilizó el color
negro para su realización.
Los bultos naturales del techo, como bolsas colgantes semiesféricas de hasta 30 cm de desnivel
respecto al plano del techo, se incorporaron a las
figuras para darles volumen en el pecho (nº 34) o
a todo el cuerpo, como en el caso de los que están
echados o revolcándose en el suelo (nos 35, 36 y 39;
fig. 8, pág. 213 y fig. 13, pág. 52). El vientre de la
gran cierva se superpone a un suave relieve, quizá
aprovechado para sugerir su preñez, (nº 50 y fig.
27). También las grietas se incorporaron al dibujar
el contorno de estos bisontes (nos 33, 34, 35, 43…),
tal como hemos señalado en otras figuras negras o
grabadas, antes descritas. La incorporación del
Fig. 30- Su aspecto general, su
técnica, el tipo y ritmo de los trazos
de carbón rotundos y difuminados
dotan a este bisonte (nº 16) de un
volumen, de una naturaleza, que lo
hace estilísticamente homólogo a los
policromos.
El Arte Paleolítico de Altamira/83
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Fig. 31- Los bisontes policromos de
la zona sur del techo (como este,
número 27) forman parte del mismo
momento cultural y simbólico que el
resto de los bisontes. No hay
diferencias significativas en su técnica
o estilo. Solo su peor estado de
conservación justifica que hayan sido
ignorados por la mayoría de quienes
han tratado sobre Altamira.
84/El Arte Paleolítico de Altamira
soporte y de sus accidentes naturales (relieve, grietas…) de forma reiterada y constante no es casual
ni busca sólo el efecto de volumen, obedece sin
duda a otras motivaciones trascendentes; tiene que
ver mas que con el pintor, con el oficiante que, a
través de la pintura, crea vida donde no la había o
donde estaba latente; tiene que ver con el oficiante que hace de la pintura el instrumento de narración y de relación con otras realidades imaginadas
o creadas con el pensamiento.
La calificación de polícromos es indudablemente
subjetiva, e incorrecta en cierto sentido. Las figuras trasmiten ese aspecto pero en ninguna de ellas
se utilizan más de dos pigmentos: el negro de carbón y un rojo o pardo de ocre como relleno, pero
el color natural de la roca, a veces transparentado,
la sensación de barroquismo que provoca la aglomeración de figuras o la propia superposición de
diferentes figuras y colores producen una real sen-
sación de policromía. Los pigmentos se utilizaron
disueltos en agua y se aplicaron con los dedos,
como ya sugirió Breuil, o con la mano, como experimentalmente han comprobado M. Muzquiz y P.
Saura12. La impresión de policromía viene dada por
la incorporación en nuestra retina del color de la
roca y por las transparencias y veladuras de la roca
a través de la pintura. Dichas transparencias, la
sensación de gradación, matices o veladuras de la
pintura no son una creación paleolítica, sino el
resultado del proceso natural y constante a lo largo
de milenios de condensación y evaporación. El
agua se ha condensado en las zonas y puntos convexos y allí, al gotear, las ha lavado arrastrando la
pintura al suelo o a zonas que originariamente no
fueron pintadas (áreas de roca desescamada o desprendida posteriormente de forma natural). Por el
contrario, en las mínimas concavidades y en el
fondo de los poros, la tensión superficial a permi-
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tido la fijación de las gotas y, tras su evaporación,
el depósito del ocre con que éstas iban cargadas.
Ambos efectos combinados han alterado la obra
original y su constatación permite afirmar que la
pintura roja de los polícromos es, técnicamente,
una tinta plana. El tiempo transcurrido desde su
realización ha afectado a las pinturas y, pese al
buen estado de conservación, su aspecto actual es
muy distinto al original, que sería mucho más vivo
e intenso, quizá, también, más simple y rotundo tal
y como se ha conservado en el cuello del bisonte
que vuelve la cabeza (fig. 33). Habría también una
mayor diferencia entre los restos de las figuras
anteriores y las últimas figuras realizadas, los polícromos. Esta diferencia se vería reforzada por la
frescura que entonces mostrarían sus trazos grabados, tanto en el contorno como en los detalles, aún
desprovistos de la pátina que posteriormente fueron adquiriendo. La maraña de signos, manchas y
grabados de figuras anteriores, la superposición
contemporánea de pinturas y de grabados, el
aspecto de confusión resultante de todo ello tiene
mucho más que ver con las circunstancias que
conducen al presente que con el resultado de la
creación paleolítica. Lo anterior afectaría sobre
todo a los pigmentos minerales, que se utilizaban
disueltos en agua. El carbón, aplicado directamente, tal y como se usa actualmente el “carboncillo”,
permitiría, difuminándolo, controlar la intensidad
del gesto y crear de forma magistral el volumen,
las luces y las sombras de los bisontes 15, 16 y 17.
La grieta que recorre y divide el techo longitudinalmente condicionó el trabajo de los pintores
paleolíticos. No es casual que ninguna figura o
signo cabalgue a ambos lados de la misma, ni de
las rojas ni de las polícromas. No debe de ser
casualidad que la mayoría de las figuras rojas bien
identificadas —caballos— estén en el lado dere-
Fig. 32- Después de que el gran
techo fuera ocupado por los caballos
rojos solutrenses sólo dos caballos
policromos llegaron con los bisontes.
Uno de ellos es este potro de largas
patas cuyo vientre se marca por una
fina línea grabada.
El Arte Paleolítico de Altamira/85
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cho (Sur), y que 20 de las 24 figuras polícromas —
bisontes— quedaran en el otro lado. El diferente
aspecto que presentan los cuatro bisontes de la
zona derecha del techo (nos 27 a 30 y fig. 31) es
debido a la distinta textura de la roca y, fundamentalmente, a las diferentes condiciones de conservación que han provocado su deterioro. Es evidente
que, tal y como ya se ha señalado, esta parte estuvo expuesta al viento que entraría por la boca de la
cueva, abierta al Norte, y que éste le afectó durante el tiempo transcurrido desde su realización
hasta el desplome de la boca. A modo de especulación podríamos pensar que, quizá, se empezara a
pintar allí y el “descubrimiento” inmediatamente
posterior de los volúmenes naturales desplazara el
marco físico de la creación simbólica. Ni sus formas ni la técnica de ejecución ni detalle alguno los
hace distintos al resto de la manada: son a todos
los efectos coetáneos de los demás, al margen de
que su ejecución fuera o no estrictamente simultánea. El bisonte incompleto —¿inacabado?—, realizado sobre el caballo número 2 (fig. 9) puede asociarse también a los bisontes polícromos descritos.
De él sólo se aprecia la cabeza (cuerno, oreja, ojo
y hocico derechos) y parte de la línea dorsal que
engloba un abultamiento natural en su joroba.
El techo de los polícromos se completa con una
enorme cabeza de caballo (nº 41), con la figura de
un potro, identificada como tal por Freeman y
Echegaray13 (nº 47 y fig. 32) y con un elevado número de signos claviformes. Estos alcanzan un tamaño
considerable y se superponen claramente a las patas
de la cierva (fig. 32). Su tipología, y la del signo en
parrilla sobre el lomo del bisonte 37 (fig. 7 pág. 21),
corresponden también al Magdaleniense.
Los últimos bisontes, los últimos artistas
La datación del pequeño bisonte negro (nº 16, fig.
30) es la más reciente entre las obtenidas hasta
ahora. Junto con los bisontes 15, 25 y 26 parecen
ocupar algunos huecos que quedaron libres entre
los polícromos. El nº 25 está, incluso, demasiado
86/El Arte Paleolítico de Altamira
encajado entre los que le rodean, de una manera
que parece forzada por la falta de espacio y su rabo
parece cruzar por encima del rabo del bisonte 42
(fig. 28). Las características de los nos 15, 16 y 25 los
emparientan con los polícromos y los insertan en
“su” techo. Quizá fueran la postrera incorporación
a un mismo santuario.
El abandono de la cueva, fuese éste forzado o programado, y la imposibilidad de volver a entrar —
no hay ningún rastro de ello— hizo de estos
bisontes el obligado epílogo de una obra maestra.
Naturaleza versus Arte
El arte es uno de los pocos patrimonios exclusivos de nuestra especie, Homo sapiens, de nosotros mismos. Cuando Homo sapiens coloniza el
continente europeo hace 40.000 años es portador
de unas capacidades intelectuales (neurobiológicas) y de un bagaje técnico y cultural que incluye
lo que hemos definido por Arte. Éste se manifiesta desde un principio, desde el Auriñaciense,
como una realidad plena en sí misma, técnicamente completa —escultura y pintura— y conceptualmente diversa, ya que abarca tanto la figuración naturalista como la más absoluta abstracción geométrica. Sin duda debió de haber un
periodo formativo, quizá balbuciente, pero son
escasas las huellas nítidas que se han conservado
del mismo14. Si tal fase de ensayos o de general
aprendizaje existió, tuvo que tener lugar en el
tiempo transcurrido desde nuestro origen africano —en expresión de J. Clottes traducida literariamente: “somos africanos desteñidos”— hasta la
llegada de nuestra especie al solar europeo. Es
posible que desconozcamos mejor esa etapa formativa por cuestiones relativas a su conservación
o quizá su desarrollo se concretara sobre soportes
absolutamente perecederos. La alternativa a estas
opciones es creer que la necesidad de un arte figurativo, que podamos identificar así, se manifestó
por primera vez a comienzos del Paleolítico
Superior, aquí, en Europa.
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Fig. 33- Un bulto rocoso permitió
dotar de volumen a la cabeza, vuelta
hacia atrás, de este bisonte (número
40) que está revolcándose.
El Arte Paleolítico de Altamira/87
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El arte paleolítico —Altamira, por tanto— es obra
de gente que encontraba en la caza la base de su
sustento y, en buena parte, su vida debía de girar
en torno a ella. Es posible que la caza también
influyera en su estructuración social y en sus sistemas simbólicos.
Es un arte de cazadores estrictamente vinculados a
la naturaleza. Un arte que se manifiesta con humildad, discretamente, en la penumbra y en la oscuridad de las cavernas. Es un arte que no se manifiesta en el exterior, como ocurre con las “artes”
rupestres postpaleolíticas o, como hace con descaro el megalitismo neolítico que transforma los
collados en puertos y los prados en pastos. El arte
paleolítico no marca el paisaje, no se lo apropia, no
lo humaniza (lugares exteriores como Côa y Siega
Verde resultan aún demasiado singulares para
invalidar esta generalización). Quizá el hombre no
se atreviera a ello, quizá ni se lo planteara aún. El
hombre paleolítico no altera sustancialmente la
naturaleza pero se relaciona trascendentalmente
con ella a través de su creación simbólica en la intimidad: en la intimidad de la luz que él crea y controla y no en la intimidación que impone la oscuridad absoluta de la caverna.
Es un arte que, con la perspectiva alejada que tenemos de él, se manifiesta con una gran unidad.
Abarca —por lo descubierto hasta ahora— desde
los Urales, en Rusia, hasta Gibraltar, en España, y
desde hace más de 30.000 años hasta hace 10.000,
cuando un cambio cultural generalizado, asociado
al fin de la última glaciación, lo relega a la inutilidad y el olvido. En todo este tiempo se pinta y se
graba en cuevas —al aire libre es aún una excepción— con las mismas técnicas, los mismos animales (ciervos o renos, bisontes, toros, caballos y
cabras), los mismos tipos de signos y las mismas
figuras humanas, desdibujadas y borrosas.
Altamira es buen ejemplo y síntesis de todo lo
anterior. Faltan sólo la escultura y el relieve. Están
los temas principales, con predominios distintos
en cada momento, y es considerada paradigma de
policromía y de naturalismo. Es un arte de cazadores y de naturaleza, pero ni reproduce la natu88/El Arte Paleolítico de Altamira
raleza, ni sirve sólo a la caza. No se representa la
vegetación ni el relieve. Se representan sólo animales y solamente se seleccionan algunos entre
los que componen la fauna existente: bisontes,
ciervos, caballos, cabras y toros. Están todos
representados de perfil; unas veces, como si éste
fuera el de una sombra plana, una silueta y otras,
con la perspectiva que nos permite ver sus cuatro
patas y ambos cuernos de forma natural, como si
el animal estuviera mirando a su observador, sin
descomponer nunca la figura como haría un
cubista o un deconstructivista. Todos ellos responden a los mismos procedimientos, pero cada
animal tiene su propio carácter, no hay estereotipos en el arte parietal. Unos bisontes galopan o
embisten (nos 27, 31, 38 y 44), otros parecen
rumiar echados en el suelo ( nos 36 y 39), el bisonte nº 37 muestra su excitación sexual (fig. 7, pág.
211) y otros (nos 46 y 43), macho y hembra poderosos, parecen ajenos a todo.
Así mismo, lo calificado como convenciones es
generalmente fiel reflejo del natural. Por ejemplo,
parece sorprender que no se represente la línea
del suelo cuando es esta línea una de las convenciones artísticas más artificiales que hemos asumido en épocas históricas, además, a veces está
implícita en la roca soporte (caso de las cabras de
la figura 16). Lo natural es que un animal se apoye
en un plano, el de una pradera, y sabemos —al
parecer, también ellos lo sabían— que una línea
nunca define un plano. En el mismo sentido, el
cambio de color que presentan algunos bisontes
(nos 42, 43 y 48), a partir de una línea que une el
arranque del rabo y el de las patas delanteras, se
interpreta también como “convención”, cuando
lo que hace es reproducir exactamente el efecto de
la humedad y del barro en la piel de un bóvido
cuando se levanta tras haber rumiado recostado
en el suelo. Otro tanto ocurre con la “perspectiva
torcida” con la que suele explicarse la representación de cuernos de bóvidos y orejas de ciervas
cuando, en realidad, es más difícil al observar a un
animal de perfil ver uno solo de sus cuernos que
los dos. Además, los ciervos mueven indistinta-
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mente las orejas, y es habitual que orienten una,
hacia delante y otra, hacia atrás. La naturaleza del
modelo se impone de manera abrumadora en el
arte de las cavernas mucho más que la convención, el estereotipo y el estilo.
También la naturaleza se impone al reflejarse fielmente —al margen del virtuosismo de cada
autor— tanto en las figuras aisladas como en lo
que pueden considerarse escenas. A excepción del
caballo, se distingue bien el dimorfismo entre
machos y hembras. En ocasiones es posible diferenciar los adultos de los jóvenes, como el potro
polícromo junto a la cabeza de un caballo adulto
(nos 47 y 41). Quizá sea también un ejemplar subadulto el bisonte número 30, sin joroba, casi sin
cuello y con unos escasísimos cuernos en comparación con los de sus bien armados congéneres.
Los ciervos, en el gran techo y en las galerías II,
III y X, levantan la cabeza y sus cuernas quedan
paralelas a la espalda, nunca oblicuas: están en
celo, proyectando el morro hacia delante, berreando con la boca abierta y están junto a las ciervas
con las que han de aparearse. Dos caballos rojos
parecen enfrentarse quizá como consecuencia del
celo. La manada de bisontes, tal y como también
describen Freeman y Echegaray15, ha reunido a
machos y hembras para la reproducción. Después
se separarán... La cierva polícroma muestra en su
abultado vientre —un relieve natural—, el fruto de
la fecundidad.
Otra constante que une íntimamente la naturaleza con el arte la encontramos en el uso premeditado, reiterado, sutil o evidente que el artista hace
de la roca soporte, de su relieve, accidentes y
grietas. Se trata de algo que ocurre frecuentemente en las figuras magdalenienses y no en las
solutrenses, lo que quizá no sea una observación
limitada a Altamira sino que debe analizarse en el
conjunto del arte paleolítico. Es patente en el
gran techo de Altamira la diferencia que hay
entre los caballos rojos —solutrenses— y los
bisontes polícromos —magdalenienses— en el
aprovechamiento e incorporación de los relieves
naturales del techo. Hemos ido comentado algu-
nos ejemplos tanto entre las figuras negras como
entre los polícromos, éstos abundantes y espléndidos. Las máscaras descritas con la serie de pinturas negras, surgen con mínimos gestos de carbón en un entorno particularmente sugestivo.
(fig. 22). Quizá el más bello ejemplo de todo esto
sea el bisonte que se revuelca (nº 40 y fig. 33),
girando la cabeza para rodar de costado por el
suelo, sobre el polvo. Esa postura fue concebida
al ver —e incorporar— el saliente rocoso sobre
el que se dibujó la cabeza, vuelta hacia atrás,
sobre su propio cuello.
También es un claro ejemplo el que seleccionamos en el techo de la galería X, donde un sinuoso resalte de apenas un centímetro de desnivel,
sin retoque alguno, se convierte en la línea cérvico-dorsal de un ciervo al colocar la luz en determinada posición y adjuntarle entonces el grabado del cuello, el vientre y las patas (fig. 34).
Fig. 34- La luz dibujó el cuello y el
dorso de este ciervo a partir de un
pequeño resalte natural en la Galería
X. Las patas, el vientre y la grupa se
grabaron a partir de la sombra
creada.
El Arte Paleolítico de Altamira/89
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Pintores, grabadores... ¿Artistas?
En pocas ocasiones hemos utilizado hasta ahora
el término “artista” ¿los hubo en Altamira? Sin
duda alguna, la respuesta es sí. Alguien creó todas
esas figuras de la nada, con elementos plásticos
como la pintura y las líneas pintadas o grabadas, y
lo hizo con grandes capacidades. No todo son
obras maestras, pero cuesta encontrar un rastro de
torpeza o de impericia. No hay errores y, apenas,
correcciones; quién pintaba o grababa en una
cueva tenía una notable seguridad, fruto de la
práctica y de la formación previa. No es fácil, sin
experiencia suficiente, pintar o grabar con esos
medios sobre tales soportes y en aquellas condiciones. La peor de las figuras será la excepción
que confirme la regla de la calidad técnica y artística de quienes dibujaron, grabaron y pintaron en
las cuevas durante el Paleolítico. No debe cuestionarse la capacidad de quienes, con aquellos elementos, en esas circunstancias y, con esos “lienzos”, lograban unas figuras que, casi siempre,
transmiten emoción.
Nunca un arte ha sido ornamental, al menos hasta
el mundo contemporáneo. La individualización de
los artistas plásticos, tal y como ahora los concebimos, salvo raras excepciones del mundo clásico
mediterráneo, es un invento tardogótico o renacentista…¿Qué eran entonces los artistas de las
cuevas?
El arte paleolítico es la expresión de una cierta religiosidad y de los ritos a ella asociados. Quizá su
propia realización fuera “el rito”, quizá por eso
nos encontremos ante pinturas recónditas como
las del divertículo rojo de la galería III, o difícilmente accesibles como los últimos tramos de la
galería X; quizá hubiera ritos sociales de participación colectiva frente a los grandes paneles. Clottes
y Lewis–Wiliams proponen el chamanismo como
responsable del arte cavernario16, aunque no en
términos absolutos. Conforme al análisis que ellos
hacen y recurriendo a los referentes etnológicos
con los que se pueden establecer analogías, las técnicas artísticas serían una más de las herramientas,
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del bagaje profesional del chamán. El arte sería, en
ocasiones, la plasmación del imaginario surgido del
trance pero no el fruto de su realización durante el
mismo; el arte sería también el ámbito o el medio
de intervención del chamán.
Con notables coincidencias respecto a lo anterior
se propone actualmente leer la simbiosis entre
arte y naturaleza, entre las figuras creadas y su
soporte natural, tal como hemos venido señalando, en relación con las ideas animistas que subyacen en los más antiguos sistemas religiosos17 y en
general, tras todo el pensamiento mítico y prefilosófico. Se trataría, en todo caso, de un fenómeno
artístico y religioso, que alcanza su generalización
máxima en el Magdaleniense, tal y como ocurre en
Altamira, sin ejemplos solutrenses, y con el paradigma magdaleniense de los relieves del techo
integrados en los bisontes.
Es particularmente habitual e intenso entre los
pueblos cazadores–recolectores un sistema religioso basado, más en una multitud de espíritus que
en divinidades. No es que determinadas cualidades
del relieve den mayor verismo a las figuras sino
que con este proceder, se ponen en relación íntima lo animado y lo inanimado. A través de ese
gesto de creación entrarán en contacto lo exterior
y lo interior, la luz y la oscuridad pero, sobre todo,
el arte establece una relación entre la realidad aparente —la que vemos y tocamos— y esas otras
realidades que sabemos que existen porque las ideamos, las imaginamos o las soñamos. Esas otras
realidades ordenan el caos, nos explican lo inexplicable y crean un dominio sagrado que se expresa,
se transmite y perpetúa a través del arte.
En esta comunicación que se establece entre las
diferentes realidades que nos afectan parece necesaria la presencia de un oficiante, de un intermediario, intercesor o sacerdote, que actúa para intervenir y alterar la realidad aparente —la que nos
rodea casi siempre— con la ayuda de los pequeños
espíritus que lo animan todo. Sería el oficianteartista o el chamán quién “descubriría” para sí y
para su grupo en los relieves del techo los bisontes
y ciervos de Altamira. Un bestiario concreto liga-
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do a una tradición oral y a determinados mitos
explica la coherencia y la persistencia del arte
parietal a lo largo del paisaje europeo, a lo largo de
milenios. Esa coherencia y persistencia se acompaña también de cambios en los temas y en el bestiario entre unos y otros periodos del Paleolítico
Superior y entre unas y otras regiones.
Epílogo
Nos queda disfrutar del arte. Hace milenios un
grupo, una banda de cazadores recolectores tuvo
la necesidad de expresar sus creencias y mitos, así
como de celebrar sus ritos mediante la representación de unos bisontes. Alguien (chamán, oficiante,
intercesor...) que a su condición de cazador unía la
de artista nos legó un presente eterno.
Notas
1
2
- Fragmento de un relato apócrifo, por supuesto. La
"lagrima de ciervo" es, en realidad, un canino atrofiado de
ciervo. Como sabemos, tenían un valor especial para los
cazadores del Paleolítico Superior que los bordaban sobre
sus ropas. Actualmente son numerosos los cazadores, incluso
los más regios, que siguen arrancando y valorando los
caninos atrofiados de los ciervos: ¿casualidad, o atavismo
ininterrumpido?.
Labonne, M., Hillaire-Marcel, C., Ghaleb, B., y Goy,
J.L., 2002, pp. 1099-1110
3
Hoyos Gómez, 1993, pp. 51-74
4
Heras, C. y Lasheras, J.A., 2000.
5
Alcalde del Rio H., 1906; Obermaier, 1935
6
Representación del relieve del techo realizada por
TRAGACANTO S.L. a partir de la topografía del
I.G.N. (fig. 13, pág. x)
7
La numeración que se cita en el texto identifica las figuras
correspondientes en el dibujo general del techo: fig. 6. En
este dibujo no se ha representado ninguno de los animales o
signos grabados.
8
Entre los sistemas de datación absoluta que se aplican en la
Arqueología, el más empleado es el del radiocarbono, más
conocido como carbono 14 (C14), desarrollado a mediados
del siglo XX por Willard E. Libby.
El carbono es un elemento químico que forma parte de todos
los seres vivos. Una vez que el organismo muere, su cuerpo
deja de adquirirlo y la cantidad de C14 existente comienza
a desintegrarse mientras que la de C12 se mantiene
invariable. Se denomina "vida media" al período de tiempo
que tarda en reducirse a la mitad la relación entre ambos
isótopos del Carbono, que es de 5.730 años. De esta
manera se puede establecer la fecha en que ese cuerpo dejó
de vivir.
Este método se puede utilizar en un amplio tramo temporal
que abarca desde 500 hasta 50.000 años B.P. (Before
Present o antes del presente, referido, éste, al año 1950), si
bien la fiabilidad es menor cuanto más antigua sea la
edad de la muestra a examinar.
Con el método tradicional, los laboratorios necesitaban una
notable cantidad de madera, carbón o hueso que era
destruida para obtener la datación. Actualmente la
aplicación del acelerador del espectrómetro de masa (AMS)
permite el análisis con una mayor rapidez, superior precisión
y utilizando cantidades ínfimas (casi microscópicas) de
materia, motivo por el cual, en estos momentos es posible
datar pinturas rupestres realizadas con carbón.
9
Freeman, L.G. y González Echegaray, J., 2001.
10
Moure Romanillo, A. y Ortega Mateos, L.,1994,
pp. 253-260.
11
Gonzalez Sainz, C. y San Miguel Llamosas, C., 2001;
Montes Barquin, R. y Sanguino Gonzalez, J., 2001.
12
Muzquiz, M., y Saura, P., en este mismo volumen.
13
Freeman, L.G. y González Echegaray, J. Op. cit.
14
Sobre esta cuestión: Lorblanchet., M, 1999.
15
Freeman, L.G. y González Echegaray, J. Op. cit.
16
Clottes, J. y Lewis-Williams, D.,1996.
17
Sacco, F., y Sauvet, G.,1998.
El Arte Paleolítico de Altamira/91

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