El emperador que quiso ser inmortal

Transcripción

El emperador que quiso ser inmortal
El emperador que quiso ser inmortal
Qin Shihuang unificó China y emprendió la construcción de la Gran Muralla. El primer emperador
chino fue un tirano malvado que persiguió a los intelectuales, dictó leyes injustas y en su
megalomanía feroz quiso ser enterrado como un faraón con su ejército de guerreros de Xi’an.
Siglos después, Mao revalorizó su figura.
JOSÉ ÁNGEL MARTOS
EL PAIS SEMANAL - 05-03-2006
Quemó libros y enterró vivos a 460 intelectuales disidentes
Hay personajes a los que la historia parece haber jugado una mala pasada ya desde su
descripción física, y Qin Shihuang es uno de ellos: “Como hombre, el rey de Qin es de napia
ganchuda, ojos en exceso alargados, pechera de ave de rapiña y voz de chacal. Bondad tiene muy
poca, y su corazón es como el de un tigre o el de un lobo. Cuando las cosas le van mal, le es fácil
aparentar someterse a los otros; pero si se sale con la suya, le costará muy poco comerse a los
hombres”.
Ésta es la poco favorecedora imagen que nos ha quedado del artífice de la Gran Muralla y de los
guerreros de Xi’an. Más conocido como “el primer emperador”, Qin Shihuang es el impulsor de
obras que el imaginario occidental asocia a la China más pujante y misteriosa. Sus realizaciones
son considerables, entre ellas levantar una notable arquitectura política al unificar China en el
siglo III antes de Cristo (tras 200 años de disgregación en varios reinos), así como dar un paso
decisivo para la cultura de su país al estandarizar su escritura de caracteres. Una hoja de
servicios intachable de efectos más duraderos que la del propio Alejandro Magno, de cuya
existencia apenas le separó un siglo. Pero el pueblo chino y los historiadores condenaron a Qin
Shihuang. Y lo cierto es que encontraron buenos motivos para hacerlo. Quienes le sobrevivieron
abominaron de sus megalómanas obras y se deshicieron pronto de su sucesor; por su parte, los
letrados encargados de escribir su biografía siglos después no perdonaron que purgara sin
contemplaciones a los intelectuales y quemara multitud de obras clásicas, en un auténtico
Fahrenheit 451 avant la lettre. El primer emperador fue, pues, doblemente malvado.
“Sólo el gobernante debe poseer el poder, manejándolo como el rayo o el trueno”. La vida y el
gobierno del primer emperador pueden ser presididos por esta máxima de uno de sus filósofos
preferidos, Han Fei, defensor de que el interés del Estado es el fin primordial de la política.
El poder lo consigue Qin Shihuang sobreponiéndose a una infancia poco alentadora que le
marca a fuego. Nace en cautividad mientras su padre, el príncipe Yiren, uno de los muchos hijos
del rey de Qin (país en el oeste del mundo chino), es rehén en el vecino reino de Zhao (en el
norte) como parte de un intercambio de prisioneros nobles destinado a mantener la paz entre
ambos. Su madre es la anterior concubina del comerciante más poderoso de la época, el
traficante de mercaderías preciosas Lü Buwei. Éste se la cede a Yiren en un pacto de sangre
político, en virtud del cual ambos maniobran en secreto para que el padre de Qin Shihuang
acceda al trono al imponerse a la competencia de la pléyade de hermanos que le preceden, con el
compromiso de que Lü Buwei se convierta en su mano derecha en el gobierno. La operación se
salda con éxito, pero al pequeño Qin le costará el ser tachado de presunto hijo del mercader (una
clase denostada socialmente en la China de la época).
Esta filiación dudosa desempeñará un importante papel político cuando su padre muera
prematuramente. Con sólo 13 años sube al trono, aunque su minoría de edad le deja en manos
de la tutela de su madre y de Lü Buwei, convertido en gran canciller y hombre fuerte del país.
Estos dos personajes reemprenden sus relaciones amorosas procurando que el joven rey no se
entere. Pero pronto Lü Buwei decide que es más prudente mantenerse en segundo plano y
proporciona un nuevo amante a la reina, un cortesano al que las crónicas definen como
“poseedor de un gran órgano sexual”, y que pasará a la historia con el inequívoco nombre de Lao
Ai (Lujurioso Delito). El nuevo favorito intenta ascender de la cama al trono.
En medio de un letal entorno palaciego destinado a devorar al aprendiz de rey, éste sobrevive
disimulando sus sentimientos mientras espera con paciencia afilando las garras para no perecer.
Ausente la pedagógica figura de su padre y ocupada su madre en otros menesteres, anidan en él
el desapego hacia cualquier ser querido y la desconfianza.
En 238 antes de Cristo, un cometa recorre el cielo de China de parte a parte, y este augurio no
pasa inadvertido al rey, que cumple 21 años y se ciñe la diadema y la espada que señalan
oficialmente su mayoría de edad. La espada no va a tardar mucho en ser utilizada, para actuar
contra Lao Ai. En la capital, Xianyang, el ejército del cortesano rebelde es derrotado y Qin
Shihuang se muestra implacable: le decapita a él y a todos los líderes sediciosos, sus cabezas son
clavadas en picas y sus cuerpos descuartizados por carros de batalla hasta separar las
extremidades del cuerpo. Pero no acaba ahí el castigo: todos los parientes consanguíneos de los
líderes rebeldes son ejecutados, lo que incluye a los dos niños que su madre ha concebido con su
amante.
Tras asegurarse las riendas del poder, Qin Shihuang elige gobernar siguiendo los principios
políticos de los pragmáticos filósofos legistas como Han Fei, de signo opuesto al humanismo
confuciano. Es la ideología más útil para la conquista de sus vecinos. “Un momento como éste
sólo se presenta una vez cada diez mil generaciones”, le dice su principal consejero, otro taimado
filósofo llamado Li Si. Los primeros ataques los lanza Qin Shihuang contra el Estado donde pasó
su niñez, Zhao, y sorprenden a los otros territorios que conforman el mosaico de la China de la
época, agotados todos ellos por las guerras fronterizas. El reino de Qin, por su parte, vive en un
estado de movilización permanente. En este tiempo, Qin Shihuang combina la estrategia con el
soborno, y aprende que, allá donde no alcanza la espada, casi siempre lo hace el oro. Lenta pero
inexorablemente va haciéndose con los reinos enemigos, a veces derrotando a sus generales, a
veces comprando a sus ministros. Su trayectoria es implacable, y no faltan los daños colaterales:
mal aconsejado, deja morir a su filósofo favorito, Han Fei, caído en desgracia por las insidias del
envidioso Li Si.
Su trayectoria invencible en los campos de batalla es también el heraldo de un nuevo tiempo, en
el que la vieja aristocracia caballeresca, al servicio de los reyezuelos, ve llegado su fin ante
ejércitos más modernos. Por eso, en 227 antes de Cristo, un caballero de uno de los últimos
reinos sin conquistar (Yan, que comprendía la actual Pekín) emprende un arriesgado intento de
acabar con la vida de Qin Shihuang. La historia del emperador y su asesino es una de las grandes
épicas de la antigua China. Jing Ke, que así se llama el caballero, tan diestro con la espada como
aficionado a la botella, emprende el camino acompañado de un joven guerrero y de un juglar
errante. Los tres se plantan ante el rey de Qin con el pretexto de ser emisarios de Yan y
ofrendarle un territorio como tributo. Al ser desplegado el mapa que le ha de mostrar su nueva
posesión, oculta una daga. El chico, encargado de ejecutar el golpe, vacila impresionado ante la
solemnidad de la corte y de su rey, y es el propio Jing Ke quien intenta acuchillarle. Pero éste,
reflejos de tigre, retrocede a tiempo y evita la estocada mortal. El asesino vuelve a intentarlo,
pero Qin, en un juego de gato y ratón no demasiado honorable ante todo el palacio, evita todos
sus golpes. Al final, Jing Ke es rodeado por los cortesanos y linchado.
El intento de atentado acrecienta los deseos de venganza y conquista del rey, quien, seis años
después, completa su victoriosa campaña. Embebecido de su propia gloria decide que sus
méritos exceden a los de los monarcas de la época y merecen que se autoproclame emperador
con un título dinástico nunca utilizado hasta entonces: se autocorona como primer soberano
emperador de Qin (Qin Shihuang-di o, como se le ha conocido más sucintamente, Qin
Shihuang).
Para el tigre llega el momento de esconder las garras. Es el primero en darse cuenta de que el
tiempo de batallas toca a su fin y se concentra en la reforma política. Con ayuda de su consejero
Li Si emprende un programa de actuaciones notables que da entidad a un país donde antes sólo
había reinos a la greña. Al suprimir los feudos hereditarios despoja de poder efectivo a la
aristocracia, acostumbrada a manejar como títeres a los reyes de anteriores dinastías. Sin
embargo, ya entonces hay dos Qin Shihuang que conviven en un difícil equilibrio: uno es el
político despierto, atento e innovador, capaz de mantener cohesionado el imperio mientras
acomete su agresivo programa de reformas; el otro es el hombre temeroso del futuro que
consulta magos y busca el elixir de la inmortalidad.
En efecto, el primer emperador es un ser atribulado ante la muerte, y la presencia de magos que
le tranquilizan con una jerga seudotaoísta es habitual en su corte. La muestra principal de sus
preocupaciones ultraterrenas es la dedicación a su tumba, iniciada, como los faraones, en el
mismo momento de subir al trono. Los trabajos para completarla se prolongarán 40 años, hasta
después de su fallecimiento. Un día, su gran canciller, que supervisa las obras, le envía un
mensaje: “Yo, su servidor, Li Si, con 720.000 trabajadores alcanzamos tal profundidad que ya
no se enciende el fuego. Las rocas se oyen huecas. Parece que llegamos hasta el final de la Tierra.
Ya no podemos más”. La contestación de Qin Shihuang es tan escueta como implacable: “Si
habéis llegado hasta el final de la Tierra, entonces ¿por qué no ampliarla?”.
Pero hay más trabajos mastodónticos que ocupan la mente del emperador y los brazos de su
pueblo. Algunos tienen una justificación política, pero resultan tremendamente impopulares. Es
el caso de la Gran Muralla, una “maravilla del mundo” admirada por los occidentales desde la
llegada a China de los primeros misioneros jesuitas, pero odiada por los miles de soldados y de
presos convictos obligados a levantarla (más de 300.000) y por sus familiares y descendientes.
Más difíciles de entender resultan otros proyectos, como los complejos palaciegos que Qin
Shihuang ordena levantar en torno a Xianyang, uniendo sus 277 palacios y torres al modo de
una constelación. En su interior se refugia el Hijo del Cielo (como también se le llama) con la
voluntad de ser cada vez más inaccesible, incluso para sus propios ministros. Quizá quisiera
simplemente alejarse de los asuntos del día a día, pero su retiro es aprovechado por sus críticos
para denunciar su deriva esotérica. Entre sus órdenes más sorprendentes está la de enviar un
barco cargado de jóvenes hacia el Sol Naciente, donde le han dicho que habitan los inmortales, a
la busca del deseado elixir.
En 212 antes de Cristo se ve obligado a volver a inmiscuirse en los asuntos más llanos del
gobierno ante el intento de algunos ministros de restaurar el feudalismo. La rivalidad entre Li
Si, artífice del reformismo, y los altos funcionarios provenientes de los reinos del este, más
apegados a las enseñanzas confucianas y al modelo aristocrático, es resuelta por el emperador
con la quema de los libros clásicos disidentes y la condena a muerte de 460 intelectuales,
enterrados vivos: “Los he cubierto de honores y regalos sustanciosos y ahora maldicen de mí y
me acusan de tener poca virtud”, afirma enfadado. Hay protestas, entre ellas las de su heredero,
pero el emperador está harto de críticas y le destierra a los confines del norte a supervisar los
trabajos de la Gran Muralla.
Dos años más tarde, el primer emperador se encuentra en el este del país a la vuelta de uno de
sus viajes destinados a asentar el nuevo orden político, en el que le acompaña su hijo pequeño,
Ershi. Un periplo que también le ha servido para encontrarse con magos que le informan de los
progresos en encontrar el elixir que le hará inmortal. Para entonces ya sabe que su barco de
jóvenes buscadores de la droga mágica ha sido un fracaso. Nunca regresó. Los magos se excusan
diciendo que un gran pez les impide el paso hacia el paraíso de los inmortales. El propio
emperador decide embarcarse para avistarlo en persona. En alta mar enferma y emprende
precipitadamente el camino de vuelta a Qin, durante el cual morirá (210 antes de Cristo). Ershi
traicionará el testamento de su padre para alzarse él al trono –en lugar de su desterrado
hermano mayor– con ayuda de los consejeros palaciegos más ambiciosos. La lucha interna por
el poder facilitará la caída de la dinastía en tan sólo cuatro años. En el exterior, todo lo que ha
construido Qin Shihuang se derrumba, pero el emperador no lo llega a ver: su fastuoso mundo
de ultratumba, con los 7.000 guerreros de terracota protegiéndole, se mantendrá intacto
durante dos mil años.
Podemos decir que en 1973, dos milenios después de morir, el primer emperador resucita con
todas las de la ley. Ese año estalla el conflicto en el seno del Partido Comunista Chino. Las
críticas a Mao arrecian, y uno de los argumentos que más molestan al Gran Timonel es el
siguiente: “Mao es el mayor déspota feudal en la historia de China, que viste las ropas del
marxismo-lenilismo, pero impone las leyes de Qin Shihuang”. La comparación es poco menos
que tratarlo de tirano. El primer emperador vuelve al centro de la escena.
La propaganda maoísta decide darle la vuelta a la situación y recupera entonces a Qin Shihuang
como ejemplo de modernización en su época: se elogia su unificación de China bajo un solo
imperio y la organización de un sistema fuertemente centralizado en detrimento de los “estados
ducales”. La quema de los clásicos y el enterramiento de centenares de intelectuales –dos
medidas condenadas durante siglos por la historiografía y la memoria popular chinas– son
reafirmadas por los voceros de Mao como decisiones progresistas. ¿Qué hay de censurable en la
condena a unos cuantos pensadores conservadores desde el punto de vista de quienes acababan
de realizar la Revolución Cultural, una de las más salvajes purgas políticas de la historia
contemporánea?
Al año siguiente (1974), unos campesinos que buscan un pozo de agua desentierran los primeros
guerreros de Xi’an. El mundo de la arqueología se conmociona ante la aparición de un complejo
funerario comparable al de los faraones y se pregunta por el poder del emperador que lo hizo
posible. La sombra de Qin Shihuang, desde entonces, ya no desaparecerá de la escena china, y
hoy se puede rastrear la reivindicación de su figura por parte del nacionalismo más
expansionista (y quizá amenazante). El emperador ha conseguido, al fin, la inmortalidad.

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