Radiografía negra de Bangladesh

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Radiografía negra de Bangladesh
Radiografía negra de Bangladesh
Publicado por Zigor Aldama, periodista y escritor, artículo de JOT DOWN CONTEMPORARY CULTURE MAG
Víctima de un ataque con ácido por una disputa económica.
Las tragedias en fábricas textiles han llevado el foco informativo a la antigua Pakistán
Oriental, pero seguramente ese sea uno de sus males menores.
El caos de Bangladesh se adivina desde el aire. La capital, Dacca, es una de esas
ciudades que han reventado sus costuras y se han desparramado por el suelo sin
planificación alguna. El viejo Fokker F-28 de Biman Airlines, que no desentonaría en un
museo de aviación, busca a trompicones el aeropuerto internacional Hazrat Shahjalal, y
deja al descubierto un monstruo de asfalto que, movido por un sólido y continuado
crecimiento económico, devora todo a su alrededor. A empujones, relucientes bloques
de acero y cristal se hacen un hueco entre bloques de hormigón de la era británica que
se caen a pedazos, y nuevas urbanizaciones de lujo desplazan mares de chabolas con
sus perímetros amurallados.
El trayecto desde el aeropuerto hasta el centro proporciona más claves sobre el rumbo
que ha tomado la antigua Pakistán Oriental. Lo que tendría que ser un viaje de 20
minutos se convierte en una tortura de dos horas. El Toyota Corolla trata de abrirse
camino a bocinazos, pero todo esfuerzo es en vano. Choca contra una muralla de
triciclos a pedales, triciclos motorizados, coches, autobuses del pleistoceno, camiones
que escupen un humo más propio la combustión de carbón, y algún que otro burro
que tira de un carro. Sin duda, los vehículos que luchan por circular en las calles de
Dacca son fiel reflejo de las disparidades sociales provocadas por un milagro económico
que para la mayoría es una pesadilla.
Para encontrar el motor de ese desarrollo hay que alejarse de los nuevos centros
comerciales en los que una pujante clase media sorbe frappucinos y se retrata con sus
smartphones, sonriente y haciendo el gesto de la victoria. No muy lejos de allí, en el
cinturón industrial de Ashulia, la realidad es completamente distinta. De hecho, podría
ser un planeta diferente. En inmensas fábricas, ubicadas en la Zona de Procesamiento
de Exportaciones (EPZ) —donde muchos puntos de la legislación laboral no son de
aplicación, se impide la sindicación de los trabajadores, y las empresas están exentas de
algunos impuestos y cuentan con subvenciones especiales—, decenas de miles de
trabajadores —un 80% mujeres— cosen las prendas que han convertido al país en la
segunda potencia textil del mundo, solo superada por China.
Ahmed trabaja en un telar que provee a grandes multinacionales.
Gracias al salario mínimo más bajo del planeta —3000 takas, 29 euros, por semanas
laborales de 54 horas—, casi todas las multinacionales del sector se abastecen ya aquí.
Así se entiende que el sector aporte el 80% de las exportaciones del país —unos 20.000
millones de euros— y emplee a casi cuatro millones de personas en unas 4.500
instalaciones productivas. Farida es una de ellas. Tiene 27 años y ha trabajado en varias
subcontratas de importantes marcas internacionales. «Un día de ausencia se castiga con
la reducción de dos jornadas en el salario, el retraso de unos minutos se paga con el
sueldo de todo el día, y las ausencias también se penan con el pago tardío de la
nómina», cuenta.
Pero lo que más le preocupa es que no se cumplen muchas de las normativas de
seguridad, un hecho que ha provocado más de 2000 muertes en los últimos seis años.
El suceso más reciente, y el que ha puesto el foco informativo de todo el mundo en la
industria textil bangladesí, es el del Rana Plaza, un edificio que albergaba cinco fábricas
y que se derrumbó el pasado 24 de abril. Murieron más de 1200 personas, una cifra
similar a la de los fallecidos en cada una de las torres gemelas en los atentados del 11-S.
El bloque estaba mal construido, se le habían añadido tres plantas de más, y no contaba
con las debidas medidas de seguridad. O sea, un bloque como tantos otros. La mayoría
ni siquiera cuenta con escaleras de emergencia o extintores, algo que le permite al
fuego devorar decenas de vidas. Así lo hizo a finales del año pasado en la fábrica de
Tazreen Fashions, cuyo incendio dejó 110 muertos. «No hay apenas ventilación en todo
el edificio, está todo lleno de polvo, de cajas y de telas que fácilmente pueden arder»,
revela Farida. «No nos dan agua potable, así que la bebemos del lavabo, pero a partir de
la cuarta planta ni siquiera llega agua al baño. Si hay un incendio, es imposible escapar
o tratar de apagarlo».
A pesar de ello, cada año cientos de miles de personas tratan de acceder a un empleo
en las EPZ. Al fin y al cabo, es lo mejor a lo que pueden acceder en Bangladesh quienes
no descienden de la nueva burguesía. «Hay más regularidad en los ingresos de los
trabajadores y los retrasos en el pago son raros», explica Jesmin, una joven trabajadora
que se ha curtido tanto dentro como fuera de las zonas especiales. «También se respeta
el día de descanso semanal, así como la jornada de asueto que corresponde por cada
18 trabajadas. Muchas empresas incluso ofrecen transporte y comida a los empleados».
Tras la tragedia del Rana Plaza, el gobierno ha prometido auditorías mucho más
estrictas —ha cerrado al menos 18 fábricas— y una mejora notable en las condiciones
laborales. Sin embargo, como apuntan a este periodista diferentes líderes sindicales, «es
difícil que se vayan a dar cambios de verdad cuando al menos 29 diputados son
propietarios de fábricas textiles y la mitad del parlamento tiene intereses directos en la
industria». De hecho, Jesmin reconoce que siempre se sabe cuándo llegarán los
inspectores de las grandes marcas, y que «las fábricas se preparan a fondo para que no
vean nada fuera de lugar».
No hay que ir muy lejos de la EPZ para confirmar que el problema del sector textil
probablemente sea el menor de los que acucian a Bangladesh. De hecho, basta con
cruzar la carretera y caminar en dirección a la maraña de chimeneas que domina el
horizonte de Ashulia. Son fábricas de ladrillos, una de las principales industrias del país,
capaz de producir más de 12.000 millones de unidades al año. No obstante, esta fuente
de riqueza lo es también de unos tres millones de toneladas de CO2, ya que hacen falta
23 toneladas de carbón para cocer 100.000 ladrillos, el triple de lo que consume China
con tecnología mucho más avanzada. Así, aunque es una de las capitales asiáticas
menos industrializadas, Dacca es también una de las más contaminadas.
Imágenes de la fábrica de ladrillos de Ashulia.
Poco les importa a quienes en esta inmensa planicie cuecen los ladrillos que sirven para
engordar la burbuja inmobiliaria, que se infla al calor del crecimiento económico y del
aumento de la población acaudalada. Pero sobre la «cocina» de estas espectaculares
instalaciones medievales el único calor es el que viene del sol o del horno de carbón. Si
lo hubiera, un termómetro marcaría en torno a 45 grados, pero es evidente que los
trabajadores prefieren reír que llorar.
«Siempre hay accidentes, es inevitable, y muchos no soportan las condiciones de
trabajo», afirma Liakot, un trabajador de 42 años procedente de la provincia sureña de
Kulna, que comienza su jornada a las seis de la mañana y acaba, «si hay suerte», a las
cinco de la tarde. Todo por el equivalente a unos 100 euros al mes, cuatro meses al año
—la estación seca—. «Lo que más me preocupa es que me pase algo, porque no tenemos
ningún seguro y mis hijos morirían de hambre sin mí». Mientras tanto, cada empresario
se embolsa, según estimaciones de la prensa local, al menos 53.000 euros al año.
De hecho, aquí la esclavitud entra en una nueva dimensión. La familia de Hena es buen
ejemplo de ello. Disfrutaba de una existencia tranquila en Kulna hasta que el mayor de
sus hijos contrajo una extraña enfermedad. «Nos dijeron que era un tumor cuando ya
no era posible operarlo», recuerda la madre. A pesar de sus escasos recursos, los
progenitores decidieron buscar el milagro y pidieron prestados 400.000 takas (algo
menos de 4000 euros) para hacer frente a las abultadas facturas médicas. Cometieron
un error: acudieron a un prestamista local, un cacique con buenas conexiones entre los
fabricantes de ladrillos.
El joven sufrió primero la amputación de una pierna y, poco después, perdió la vida.
Pero el dinero había que devolverlo. Con un interés del 50%. «Ni siquiera poniendo a
trabajar a mis tres pequeños —de entre 8 y 14 años— hubiésemos conseguido pagar la
deuda». El usurero propuso entonces una idea. «Nos dijo que un amigo suyo tenía una
fábrica de ladrillos y que nos daría trabajo allí hasta que consiguiésemos devolver el
crédito». Hicieron el petate, y dejaron para siempre su tierra natal.
La familia de Hena muestra la foto de su hijo muerto, que les ha costado la esclavitud.
Pero jamás conseguirán pagar lo que deben. Los intereses, que aumentan la suma de
forma exponencial, superan con creces su salario. Sin ningún tipo de formación, no
pueden acceder a un empleo mejor remunerado, y en la capital sobran emigrantes
rurales. Por eso, el padre de familia está considerando la posibilidad de dar un gran paso
y plantarse en Chittagong, la segunda mayor ciudad del país. Allí es donde podría ganar
más dinero en otro de los sectores que han hecho a Bangladesh tristemente famosa: el
shipbreaking, el desguace de barcos.
La imagen de las playas de Chittagong es demoledora. La arena se esconde bajo una
gruesa capa negra. Es el combustible sobrante de los buques, cuyos cadáveres
amputados salpican 30 kilómetros de costa. Como si fuesen termitas, hombres que se
juegan la vida —y a menudo la pierden— con un soplete y un martillo van devorando los
gigantescos cascos de metal, cuyo peso puede exceder las 20.000 toneladas. Sin duda,
los oscuros tejemanejes de este negocio, expresamente prohibido por la Convención de
Basilea sobre Basura Peligrosa, convierten al sector textil en un juego de niños.
Porque las ganancias son demasiado golosas como para dejar que la legalidad las
estropee. «La naviera suele vender el buque a un broker en Londres. Este cambia la
bandera del barco y lo registra en alguno de los países que no ha firmado la
convención. Así, todo está en orden para que pueda ser desguazado en Bangladesh»,
explica Muhamed Ali Shahin, director de Shipbreaking Platform, una organización
dedicada a la supervisión del «reciclaje» de barcos. No se oponen a esta práctica, pero
exigen que se realice con las medidas de seguridad laboral —desde 2005 han muerto
casi 100 trabajadores— y de protección del Medio Ambiente —decenas de pueblos
pesqueros han desaparecido por la contaminación que mata las aguas— que exige la
normativa internacional.
Gigantescos buques a medio desguazar en las playas de Chittagong.
Eso supondría una importante reducción de la alta siniestralidad laboral, pero también
una merma en los pingües beneficios. «La naviera ya ha rentabilizado el buque —puede
estar hasta 29 años en servicio—, y su venta no solo le quita un quebradero de cabeza,
sino que le reporta unos 300 dólares por tonelada. Es el precio al que lo adquiere el
intermediario, que luego revende la nave con hasta 200 dólares de beneficio por
tonelada —un buque de gran tamaño puede reportar, así, unos cuatro millones de
dólares de beneficio—. El comprador final es un empresario bengalí, que puede llegar a
obtener hasta cinco veces esos 500 dólares por tonelada que ha pagado», añade Ali
Shahin. Más que suficiente para sobornar a quien haga falta.
Los trabajadores no participan en esta orgía de capital. «Nunca sé si saldré vivo del
barco, porque los accidentes son constantes y las condiciones de trabajo inhumanas»,
cuenta Babul Sahabudin, uno de los pocos «desguazadores» que ha accedido a ser
entrevistado. «Los barcos que transportan diesel crean un gas en los tanques de
combustible que puede provocar la asfixia del trabajador sin que se dé cuenta, y los
petroleros son carne de explosiones». Además, la mayoría no cuenta con material
adecuado para realizar su tarea. «Muchos entran descalzos, sin guantes, y con
herramientas muy básicas. Así es fácil cometer errores y volar por los aires», reconoce un
compañero de Babul, Mohammed Liton.
No obstante, ambos consideran que los 85 y los 70 euros al mes que cobran
respectivamente son suficiente compensación por el peligro al que se enfrentan cada
día. Al fin y al cabo los 127 millones de habitantes de Bangladesh, con una renta per
cápita de 1600 euros, se cuentan entre los más pobres del planeta. Y, sin duda, ahí
reside una de las razones de muchas de las lacras sociales que impiden un mayor
desarrollo social. Las niñas que trabajan como sirvientas están especialmente expuestas
a todo tipo de abusos.
Las niñas que trabajan como sirvientas están expuestas a todo
tipo de abusos.
La del trabajo infantil es una de las más visibles. En cualquier
esquina del país se pueden encontrar niños haciendo algo
que no les corresponde. Venden fruta en los mercados, están
empleados en talleres y hacen labores domésticas para
familias que, en demasiadas ocasiones, abusan de ellos. «La
población lo considera algo normal», explica Rose Anne
Papavero, responsable del programa de protección a la
infancia de Unicef en Bangladesh. «Eso hace que los niños
que trabajan sean invisibles de cara a la sociedad. Nadie
habla de ellos, y mucho menos se plantea si el trabajo que
desempeñan los condena a un futuro de pobreza. No
abogamos por la erradicación del trabajo infantil, pero sí
creemos que se debe garantizar la escolarización de los niños como apuesta por el
futuro. Y es que ni siquiera se debate sobre si sus condiciones laborales son dignas.
Avanzar en estas condiciones es casi imposible»
La ONG Intervida mantiene para estos niños trabajadores una escuela en el barrio de
Hazaribagh, en Dacca. Allí, 115 niños de entre 8 y 14 años reciben algo de formación.
No es mucha, porque todos tienen que trabajar y solo visten el uniforme escolar
durante las horas que sus respectivas empresas se lo permiten, pero es suficiente para
marcar la diferencia. La composición de las clases de Hazaribagh es un buen
termómetro para ver en qué están empleados, y la imagen no es especialmente
esperanzadora.
El 27% recoge basura y la clasifica para su posterior reciclado, una actividad que no
distingue entre sexos; el 14%, en su mayoría chicos, está empleado en sectores
informales, que incluyen todo tipo de industrias, y desempeña lo que la Organización
Internacional del Trabajo (OIT) denomina «trabajos peligrosos’»; y el 9,5%, sobre todo
niñas, están empleadas en el servicio doméstico. Y estos son los niños privilegiados,
porque muchos otros ni siquiera tienen la posibilidad de disfrutar de estas clases, y no
cuentan en las estadísticas.
Esos son, precisamente, los más vulnerables. Sobre todo ellas. Carne de cañón para
mafias que trafican con personas y para familias con pocos escrúpulos. Muchas
terminan en gigantescos burdeles como los de Faridpur, una pequeña ciudad situada a
unos 100 kilómetros de Dacca. El pequeño puerto de la localidad y un cruce de
carreteras ha convertido al lugar en uno de los principales centros de prostitución: casi
el 5% de la población femenina alquila su cuerpo. Muchas son menores. Todas están
condenadas al desprecio.
Lima ya lo tiene asumido. Dice que tiene 15 años, pero aparenta 12. Trabaja en el
burdel del centro, un gigantesco bloque de hormigón desnudo que no invita a practicar
sexo. Pero el entorno no importa, porque ella sirve a una media de siete hombres al día
en un minúsculo cuarto oscuro con la luz apagada. No se quita la ropa, ni permite que
la besen. Tampoco practica «nada que no hagan marido y mujer». Eso, traducido,
excluye la masturbación, la felación, y la penetración anal. El sexo aquí se reduce a un
instinto animal.
Lima se prepara en su pequeño cuarto para recibir clientes.
A Lima la violó un grupo de hombres hace unos años. Ella cree que estaban en
connivencia con su propia familia y con responsables del burdel, porque estos últimos
pagaron a sus padres el equivalente a 600 euros para llevársela. «Me dijeron que, como
no era virgen, ya no podría dedicarme a nada más». Ahora, cobra 100 takas por servicio
—menos de un euro—, y suma diez más por el preservativo. «A veces no quieren
ponérselo. En el mejor de los casos, me ofrecen más dinero para que acepte. Otras veces
me pegan». Pero, a pesar de ello, se siente segura. «Aquí me protegen. Peor están las
mujeres del muelle».
Son las que sirven a la tripulación de barcazas de transporte que hacen un alto en el
camino. Trabajan en pequeñas cabañas de bambú y uralita, y han sufrido la furia de
otro de los problemas que lastran a Bangladesh: el extremismo islámico. Hace tres años,
una turba arrasó el complejo al grito de «Alá es grande». «Tuvimos que saltar al río para
que no nos quemaran vivas», recuerda Hasina, una mujer de 40 años que vendió su
virginidad cuando todavía no había menstruado. Varias mujeres resultaron heridas de
consideración, y los políticos que se interesaron por el caso después de que saltase a la
prensa, dieron la razón a quienes protestaban porque las prostitutas «corrompen a la
juventud». Lo curioso es que, como apunta Hasina, «muchos de quienes querían
pegarnos fuego eran clientes habituales».
Neelu posa con una foto de familia antes del
ataque con ácido que sufrió.
El problema de fondo, aseguran diferentes
analistas, es la gran violencia que subyace en la
sociedad bangladesí. Se percibe en las habituales
batallas campales que protagonizan manifestantes
y policía, pero impregna todos los aspectos de la
vida. Un buen ejemplo de ello son los ataques con
ácido, que suelen darse entre vecinos y familiares,
generalmente por disputas económicas o por la
titularidad de terrenos, y que tienen en la mujer su
principal víctima.
Lo sabe bien Neelu, una adolescente de 17 años
que vive con la cara desfigurada porque se negó a
que el hombre con el que la habían casado la
vendiese a un saudí. Demasiado carácter para una
chica de 15 años, debió de pensar su esposo, que
no dudó en rociarla con ácido sulfúrico para
zanjar el asunto. Los suegros presenciaron la escena, pero Neelu recuerda que no
movieron un dedo para ayudarla. De hecho, fueron unos vecinos los que la trasladaron
hasta el hospital más cercano.
Su mundo se derrumbó. No obstante, una ONG local acudió en su ayuda y la
desesperación se tornó en una rabia que canalizó hacia los tribunales. En un inusitado
precedente, el juez condenó al agresor de Neelu a pena de muerte, y podría ser
ejecutado este mismo año. «Desafortunadamente, la mujer suele callar y muy pocas
veces se hace justicia», comenta el profesor Mohammad Musq, presidente del Comité de
la Coalición de la Sociedad Civil de Sirajganj.
Académicos como él achacan esta violencia al choque que vive una sociedad en rápido
cambio. «El Corán dice lo que la mujer tiene que hacer. Ha de estar apartada y quedarse
en casa. Pero la realidad es que ahora está tratando de educarse y de trabajar para ser
independiente del hombre, y eso no todos lo aceptan y provoca una gran tensión»,
explica Doulad Sm, un activista social pro derechos civiles. De hecho, esa nueva
coyuntura supone una amenaza para muchos hombres, que ven peligrar su
hegemonía.
«Bangladesh ahora es un avispero. La pobreza, las desigualdades sociales, la llegada de
nuevos estilos de vida, y unas aspiraciones desmesuradas alimentadas por medios de
comunicación que solo hacen hincapié en la lujosa vida de una pequeña élite, han
convertido al país en una bomba», analiza Shirin Akter, cooperante de Ayuda en Acción
en Dacca. «A este respecto, el sector textil quizá sea lo que mejor funciona, a pesar de
las tragedias que lo han asolado».
Una prostituta espera clientes en el interior del burdel de Faridpur.

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