El Muriagay otros relatos

Transcripción

El Muriagay otros relatos
Osvaldo Lezama
El Muriaga y otros relatos
Imagen de cubierta: La murga de la juventud. Archivo G. Lezama.
Diseño de cubierta: Fernando Zabala.
Diagramación: Forma Estudio
Impreso en Tradinco, octubre de 2011.
Osvaldo Lezama
El Muriaga
y otros relatos
“Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto,
así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto,
y el canto de ustedes que es mismo canto,
y el canto de todos que es mi propio canto.”
Violeta Parra
A manera de prólogo
Estos relatos fueron escritos entre 1966 y 1971. Los leímos en
el exilio y no sabemos si el autor tenía, realmente, la intención de
publicarlos. Pese a ello, después de conversar con familiares y amigos resolvimos editarlos como un homenaje póstumo al narrador.
Cuando los releíamos, lo recordabamos recitando a Olinto:
“Yo soy más, mucho más de Rivera/ que el Cerro del Marco./Soy
amigo del Puente da Raça/ y lo mismo de Paso de Castro/ Me doy
bien con la Piedra Furada/ con la calle Brasil tengo tratos/ y citas
nocturnas…”; “…en mis tiempos de alegre muchacho/ hice más
de un tirito a la taba/ y jugué mis partidas al sapo…”; “Conocí a
Juan Barullo de cerca/ intimé con Ciriaco/ y la negra María das
Dores/ enseñóme a benzer el quebranto.”
Algunos de los personajes evocados por el poeta aparecen
en estos relatos, a los que se hicieron contadas modificaciones en
su sintaxis respetando, fielmente, el texto de los mismos.
Finalizada la tarea de selección, corrección y armado, hemos
resuelto anexar fotografías, copias de volantes, afiches, listas, etc.
que permitan al lector ubicar al relator en el contexto social y
político de sus narraciones.
Esta publicación no habría sido posible si no hubiera contado
con el apoyo y la intervención, fuere en la lectura crítica de los relatos, en la búsqueda de documentos y fotos y en la composición de
los textos, de mi compañera Marina Cardozo, mi hermana Leonor
Amanda, mis hijos Felipe y Rafael, mi prima Beatriz Pintos, mi
compañero de utopías Fernando Zabala y Enrique Zabala y Javier
Enciso, pacientes asesores gráficos.
A ellos mi agradecimiento.
Grauert Lezama Pintos
7
Flor de payada
Más de una vez hemos oído contar que Quevedo, sin precisar
si se trataba de don Francisco de Quevedo y Villegas el insigne
escritor español, pero suponemos que sí ya que éste fue también
famoso por su poesía festiva y satírica, encontrándose en la Corte
participando de una recepción real al saludar a la Reina, que era
renga, le envió una ofrenda floral acompañada de una tarjeta con
una frase rimada que señalaba el defecto físico de la soberana.
Quevedo habría, cruelmente, escrito: “¡Entre el clavel y la rosa,
su Majestad escoja!”
Haya o no ocurrido lo narrado, podemos asegurar que allá
por principios de siglo, para ser más precisos en 1902, el Teniente
Alcalde don Francisco de Mello y el payador don Tomás Pérez y
Vignoli protagonizaron una singular payada, en la que éste último
recurrió a frases rimadas para encubrir su ironía. De la misma
forma que Quevedo al saludar a la Reina.
Los hechos fueron estos: el citado funcionario judicial, de
contextura baja y rechoncho, se ofendía tremendamente cuando,
en su presencia sobre todo, se le endilgaba el mote de “ChicoToco”1. Reaccionaba entonces en forma airada, amenazando con
sanciones legales a quienes le encajaban el mote.
La payada o poético lance ocurrió en el almacén de don
Pedro Cardillac, ubicado en la esquina de Sarandí y Florencio
Sánchez, donde actualmente funciona la Sociedad de Fomento
Rural. El día del suceso que narramos quizás fue un domingo o un
feriado en horas matutinas. Al pasar por la acera frente al comercio
el Teniente Alcalde, uno de los contertulios, desde adentro, le grita
“Chico-Toco!”. Dándose por aludido, éste se detiene, gira sobre sí
mismo y, en voz alta, responde:
1 Del portugués: cepa, parte del tronco de una planta inmediata a la raíz.
9
“Teniente Alcalde afamao,
yo soy Francisco de Mello;
a mi nombre han difamao,
porque sé cumplir con celo.
Está bien que me llamen Chico
que es mi nombre familiar,
pero ¡Toco! no permito,
y no lo voy a tolerar!
Sepan pues los concurrentes,
que aunque chiquito me ven,
que si me llaman Toco
he de aplicarles la Ley.”
Entonces hace su aparición don Tomás Pérez y Vignoli que
también se hallaba en el almacén, payador de fama, oriundo de
Montevideo, quien pulsa su guitarra y canta con versos repentistas2:
“Forastero en este pago,
tengo el altísimo honor
de saludar al Alcalde,
honra de ésta población.
Yo me llamo Tomás Pérez,
la guitarra se tocar;
como desde chico toco
hoy de viejo toco más.
2 Versos recopilados por el poeta Agustín R.Bisio. Nuestra versión recoge la
tradición oral de algunos contemporáneos de los protagonistas.
10
Puede mandar don Francisco,
que también sé improvisar;
diga si le gusta el canto,
pues sino, toco nomás”.
El Teniente Alcalde que no era ningún negado tuvo, en esa
magna ocasión, que tascar el freno y quedarse en silencio. La picaresca improvisación de Pérez y Vignoli quien, reiteradamente,
le endilgó el “toco” que tanto fastidiaba a don Francisco de Mello,
no le permitió pronunciar su acostumbrada admonición y amenaza de “aplicar todo el peso de la ley” a sus presuntos ofensores.
Desconocemos los detalles finales de este torneo oratorio, y
nada podemos agregar a payada tan sabrosa, cuyo “vuelo lírico”
es de incuestionable jerarquía y aún perdura en la memoria de
muchos veteranos riverenses.
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El autor mateando, en una pausa durante la construcción de la Represa de OSE en la Cuchilla Negra.
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Un hombre
Se ha dicho, no recordamos quien, que “…la primera función
del hombre, es ser hombre” o que el primer oficio del hombre es
ser hombre.” Función u oficio, vienen a ser lo mismo. Sin reservas,
compartimos ambas definiciones. Con una sola aclaración: son
un acierto con algo de dogmatismo.
Sumar algún calificativo o adjetivo a esa definición, por ejemplo: un hombre entero, un hombre cabal, un hombre en toda la
acepción del vocablo, todo un hombre, etc. sería caer en redundancias.
Para nosotros, un hombre fue el coronel Don Eduardo Lameira a quien conocimos en nuestra adolescencia riverense.
A través de una pátina pertinaz e implacable, los años idos
deterioran y envuelven en su bruma acontecimientos que, cuando
ocurrieron, creímos trascendentes unos, pequeños otros y que, con
el correr del tiempo, ahora no son ni lo uno ni lo otro. Pero los que
narramos, vividos en su mayoría, otros que nos contaron, sirven
para rescatar con todos sus perfiles, la estampa del varón que obviamente, por la diferencia de edades, no tratamos en profundidad.
El coronel Lameira era de mediana estatura, de cabello largo
y blanco, con ojos de mirada noble y un empaque cordial. Cabalgaba con natural prestancia su caballo criollo, vestido con un
atuendo donde se destacaba, sobre el ámbar oscuro de su liviano
poncho, el pañuelo blanco o negro de uso continuado.
Por relatos de mi padre y sus amigos podemos decir que festejaba, con una sonrisa, las bromas de buena ley, una nota amena
o alguna feliz reminiscencia. En reuniones familiares y cuando
se armaba alguna guitarreada, pedía la bolada y se largaba con
una vidalita que repetía a menudo: “Aparicio y Lamas, vidalita/ y
Acevedo Díaz, son los tres luceros, vidalita/ de la Patria mia”.
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Don Eduardo Lameira era un coronel de la vieja estirpe. Oficial destacado en las fuerzas de Aparicio Saravia, junto a quien se
batió muchas veces. En 1904,en Paso del Parque del Daymán, -una
batalla sangrienta donde fueron derrotados los blancos-, estuvo
derrochando coraje en las primeras filas del combate. En Masoller,
donde cayó “El Aguila del Cordobés”, también combatió Lameira.
Cuando lo conocimos, es decir: desde donde arrancan
nuestros recuerdos, la ciudad de Santana do Livramento estaba
a merced de una familia feudal, de horca y cuchillo. Todos sus
integrantes tenían en su haber una siniestra lista de asesinatos,
perpetrados con la ayuda de “capangas” provenientes de distintos
lugares, del norte y del sur de Brasil.3
Uno de aquellos señores, dueños de tierras y vidas, no sólo
en Brasil sino también en suelo uruguayo hasta donde, cruzando
la frontera, llegaban en sus tropelías, se llamaba Saturnino y era
sobrino del Prefecto de Livramento.
Un día, con ventajas en el terreno y en las armas, con varios
guardaespaldas, este sujeto maltrató de palabra a un familiar del
coronel Lameira. El agredido mantuvo reserva de lo ocurrido,
esperando, sin duda alguna, otro encuentro con ventajas y desventajas parejas para ir a un definitivo ajuste de cuentas.
Pero la incidencia trascendió y se enteró el Coronel. Entonces, sin perder su habitual estilo de vida, una tarde orientó su
3 Fueron frecuentes las invasiones al territorio oriental de militares y civiles
armados brasileños, durante los siglos XIX y XX. Por ejemplo: el 1º de noviembre
de 1903, en un tiroteo entre soldados brasileños y policías riverenses muere un
soldado brasileño y es detenido un hermano del Prefecto de Livramento. Los
jefes de los regimientos 1º y 5º de Caballería brasileros al mando de sus tropas
(unos 400 hombres) avanzan hacia Rivera para rescatar a los presos y se produce
un tiroteo con soldados de la Guardia Urbana.
El “Episodio de Las Campanas” determinó que el Gobierno de Batlle y Ordóñez
enviara dos regimientos como medida precautoria en defensa de la soberanía
nacional. El Partido Nacional, responsable de la Jefatura Política y Policial del
departamento fronterizo, exigió el retiro de las tropas pero Batlle mantuvo su
decisión y los blancos se alzaron en armas.
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caballo hacia el norte y cruzó la frontera buscando la Prefectura
de Livramento. Al llegar se apeó, enlazó las riendas en la rama de
un jacaranda4 y entró en el edificio. Su cara no expresaba ningún
cambio anímico. Iba en busca del jerarca cuyas funciones oficiales
equivalían, simultáneamente, a Prefecto y Jefe de Policía. Las otras,
de capitán del clan y caudillo omnímodo, se las arrogaba él con la
complacencia de unos y la cobardía de muchos.
Cuando un funcionario intentó detenerlo, balbuceando un:
“¿qué desea?” –“Lo que deseo no es con usted”, dijo el Coronel
Lameira, siguiendo por el pasillo y franqueando la puerta del despacho del Prefecto sin anunciarse. Este, sorprendido y no menos
alarmado, pues conocía y sabía los puntos que calzaba su inesperado visitante, tartajeó un “¿qué pasa?” –“Pasa”: -le contestó el
Coronel- entrando en el terreno indiferencial del tuteo, (no cabía
un tratamiento de usted o circunspecto en aquel momento), “que
conociéndoles no tenía que sorprenderme ningún tipo de canallada de ustedes y sé que vos y tus parientes sean Flores o Fernández,
solo han sido, son y serán asesinos de la especie más ordinaria. De
los que mandan matar a la gente decente, a quienes les repugna
transar con ustedes, y que ni vos ni tu forajida parentela se animan
a enfrentar y asesinar por mano propia!”
El aminalado Prefecto, nervioso y desencajado, sólo atinó a
decir: “Pero amigo, escúcheme, escúcheme amigo…”; -“¿amigo?,
rebatió el Coronel Lameira, -“ustedes no tienen amigos; más de
uno que confió en ustedes fue asesinado. Por envidia o por celos.
Los hermanos Pereira de Souza, a quienes ustedes temían, fueron
asesinados desde las sombras cuando se retiraban a la noche de
un club social; mi compatriota Abel Carballo, lo mataron por la
espalda tu sobrino Saturnino y sus capangas; otro, asesinado por tu
hermano a mansalva y con alevosía, fue el funcionario Juan Aguirre… Pero para que seguir con esta macabra lista que vos conoces
mejor que yo. Hoy vine porque Saturnino con sus capangas, como
4 Arbol americano de flores azules, cultivado en parques y jardines.
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es su estilo, ofendió a un familiar mío que no pudo reaccionar
por estar desarmado y solo frente a los seis u ocho bandidos que
acompañaban a tu sobrino. No sé si estás enterado de este asunto,
pero es difícil que lo ignores. Porque vos sos el jefe de esa morralla
y vengo a pelearte. Estoy, como ves, solo. Te convido a salir hasta
la plaza y allí arreglaremos las cosas!”.
Un largo rato esperó el Coronel Lameira, parado frente al
Prefecto en su despacho. Pero éste permaneció mudo, anonadado.
“¿Así que no peleas? Entonces me voy. ¡Pero no te olvides
que te hago responsable, si atacan a mi pariente!”
De lo narrado, no hubieron testigos oculares. Pero si testigos
“audibles” que hicieron de auditorio con las orejas pegadas a las
puertas del despacho del Prefecto.
Los mismos que esa noche contaban, en ruedas de café,
como el Coronel Lameira “le metió pechera” al brasilero, con paso
sereno y firme salió de la Prefectura, desató el caballo, montó,
se acomodó el poncho y silbando una vidalita, al trote regresó a
Rivera.
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Las andanzas del Dr. Turena
Las andanzas y aventuras en Rivera del Dr. José Pedro Turena,
fueron muchas y de muy variada índole aunque, todas, matizadas
con similares gradaciones. La mayoría, o la casi totalidad, con un
desenlace de humor gris, que unos cuantos incautos aceptaban y
aplaudían proclamándole defensor de los pobres. En cambio, estaban los que de lejos avizoraron que al Dr. Turena algo le “patinaba
en la sesera” y, finalmente, otros que reían de sus ocurrencias que
calificaban de payasadas.
Don Pedro decía ser abogado y doctorado en Francia. En
la Sorbona de París. Si así fue, lo que no estaba confirmado, vaya
la gracia que le habría producido a Roberto de Sorbón, fundador
de la famosa universidad, las engañifas, gansadas y barrabasadas
del Dr. Turena. Pero eso no podía ocurrir de forma alguna, ya
que el francés vivió y murió en el siglo XIII y el uruguayo anduvo
penando y haciendo penar a mucha gente, en el siglo XX.
Rivera ejercía una gran atracción sobre el Dr. Turena o éste
personaje suponía, pese a su no bien equilibrado caletre, que sus
pobladores eran todos tontos y se prestaban a tomar en serio su
delirio de trasnochada prosopopeya.
Indudablemente habríamos muchos zonzos pero, también,
estaban los que no lo eran, los que desde la primer visita del Dr.
Turena a la septentrional ciudad uruguaya, supieron “calibrar” sus
devaneos tan cargados de oropeles.
Obviamente no vamos a narrar todos los hechos que protagonizó el abogado de la Sorbona. Fueron muchos, algunos, los menos,
pintorescos y otros con un final tragicómico, sin faltar los que casi
terminan en noticia muy a propósito para la crónica roja. Los sucesos en que intervino, ocurrieron en las décadas del 20 y del 30.5
5 1920/1930
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Tal vez el primero, que tuvo ribetes de irreverente comicidad,
se produjo cuando el Directorio del Partido Nacional, acompañado
de un nutrido grupo de conspicuos integrantes de esa colectividad
política, se trasladó a Rivera y de allí a territorio brasileño, con el
fin de transportar a Montevideo los restos de Aparicio Saravia, que
estaban en campos de la familia Pereira de Souza, en el municipio
de Santa Ana do Livramento.
Cuando se iba a iniciar la ceremonia del caso, solemne y
patética, sin que nadie lo esperara, sorpresivamente, el Dr. Turena
comienza a hablar en un tono profundamente grave, imprimiendo
a sus palabras singular énfasis, rematando su perorata con una
enérgica exhortación, casi conminatoria, a que los presentes se
pusieran de rodillas ante los restos del gran caudillo.
El terreno era un barrial, pues durante varios días y hasta la
víspera había llovido copiosamente.
Durante breves instantes los asistentes vacilaron, pero no
tuvieron otra opción que arrodillarse sobre el lodo cuando, con vozarrón de trueno, el Dr. Turena reiteró su imperativa arenga. Hasta
aquí el asunto, después de todo, estuvo revestido de un homenaje
de justicia póstuma, teniendo en cuanta, entre otras motivaciones, la veneración de aquellos ciudadanos al “Águila del Cordobés”. Pero lo que les disgustó con razón, fue que el abogado de la
Sorbona no se arrodilló, permaneciendo de pie, con la tramposa
excusa de continuar ocupando la tribuna que él improvisó por su
única cuenta y en, consecuencia, no se embarró los pantalones.
Inolvidable jugarreta para los que allí estuvieron presentes.
Tiempo después, fue profusamente distribuido en las zonas
suburbanas de la ciudad de Rivera un volante anunciando que,
en determinado día y a tal hora, se llevaría a cabo en la Iglesia un
gran reparto de víveres y ropas entre los pobres. Ni que hablar que
en la fecha señalada, frente a la parroquia, se congregaron más de
un millar de personas, animadas de una impaciencia esperanzada,
esperando que empezara el reparto.
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A todo esto, el que menos enterado estaba de tan caritativa
cita era el Cura Párroco. Grande fue su desazón cuando el sacristán
le avisó lo que estaba ocurriendo y le entregó uno de los volantes
del caso. Desprevenido ante tal acontecimiento, solo le quedó el
recurso de salir y hablar con aquella gente que empezaba a vociferar con palabras en las que ya apuntaba la ira.
El sacerdote merced a su bien ganada fama de piadoso, dotado de una generosidad por todos reconocida, -sin excluir a los no
adeptos a su religión-, logró calmar a la multitud y convencerla de
que había sido engañada. Finalmente, no sin que el Párroco dejara
bien aclarado que tanto los concurrentes como él, fueron víctimas
del ocio o mala fe de algún “desdichado”, todos se retiraron en
orden. Más tarde, cuando se enteró quien había sido el autor de la
maniobra, entre apenado y enojado, tuvo ganas, si hubiera tenido
facultades, de aplicarle la excomunión.
Nosotros, que conocimos a ese sacerdote, sabemos que, aún
pudiendo, no hubiera sancionado tan gravemente al inculpado, a
quien perdonó casi enseguida.¿Y quien otro, sino el nunca bien
ponderado Dr. Turena, podía ser el autor de tamaño desaguisado?
Pero, prosigamos con las andanzas de nuestro personaje.
El letrado de la Sorbona proclamaba, a todos los vientos y
a cada instante, su patriotismo y su religiosidad. Cantaba loas a
Artigas, Lavalleja y Oribe, (a Rivera no lo mencionaba nunca);
afirmaba, y reafirmaba, que era un fiel creyente de la doctrina
sustentada por “su” Santa Madre Iglesia Apostólica Romana. Esto
último, al parecer, era el motivo de sus frecuentes visitas a iglesias,
casas parroquiales, monasterios y colegios católicos.
Transcurridos unos meses del “reparto de víveres” en la
Parroquia de Rivera, que fraguó su delirante “sesera”, hizo una
prolongada incursión por el Estado de Río Grande del Sur. Una
gira que abarcó diversas ciudades. Entre ellas, San Gabriel en la
que, cumpliendo su inveterada costumbre, visitó la Iglesia Matriz.
Prolongada fue la visita y la charla. Y entre los muchos temas de la
conversación, con seguridad teología en primer término, uno de
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los presentes refiriéndose a las frecuentes revoluciones que ensangrentaron aquél Estado recordó que, precisamente en fecha muy
próxima, se cumpliría el aniversario de una cruenta batalla librada
durante la rebelión del año 1923. Toma entonces la palabra el Dr.
Turena, quien tocado en su “amor por el prójimo” y en su religiosidad, la que seguramente le hacía temer por los muertos, entre los
que habría contritos arrepentidos, pero muchos más impenitentes,
que habían perdido la viva en esa batalla, dispuso que incontinenti
se celebrara en aquel templo un funeral solemne por el alma de los
caídos no sólo en tan sangrienta batalla sino, también, por todos
los que perecieron en la contienda fratricida de 1923.
El Párroco le manifestó que mucho le apenaba establecer,
en ese momento, que llevar a cabo la muy cristiana iniciativa del
Dr. Turena presentaba obstáculos casi insalvables, por no decir
insuperables, ya que para oficiar un funeral solemne, tanto en
aquella iglesia como en las otras del municipio de San Gabriel, no
se contaban con los sacerdotes indispensables que, a tales efectos,
se ajustaran al rito y liturgia a que obligan las leyes inviolables que
consignan los textos de los sagrados cánones y demás disposiciones eclesiásticas.
Como no podría ser de otra manera, contraatacó el abogado
visitante quien, fiel a su ortodoxo verbalismo, afirmó categóricamente que los gastos originados por el traslado de los sacerdotes
de otros municipios, implícitamente: costos de pasajes, estadía,
estipendio que les correspondiera según el arancel eclesiástico,
imprevistos, etc., -más una remuneración extraordinaria en la que,
desde luego y acrecentada, estaría comprendido el Párroco-, así
como lo que se invirtiera en ornamentar el templo, lo que se abonara al organista y cantores del coro, en fin, todo, absolutamente
todo, sería costeado de su peculio.
Durante largo rato el Presbítero se mantuvo firme en su posición pero, finalmente, sus “defensas fueron abatidas” por la tenaz
verbosidad de aquella alma tan piadosa, y acabado exponente de
un cristianismo auténtico puro, como era el Dr. Turena.
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Y en la fecha preestablecida, se celebró el solemne funeral
cumpliéndose, estrictamente, con el ritual. Participaron de la ceremonia, sacerdotes de otros municipios quienes especialmente,
y a tales efectos, viajaron a la ciudad de San Gabriel.
Quien no estuvo presente en tan pomposo acto, pues la noche
anterior se había ausentado de la referida ciudad brasileña, fue el
Dr. Turena. ¿Huyó o fue mera coincidencia su alejamiento? Vaya
uno a saberlo, pero la cuestión fue que el Párroco tuvo que hacer
frente a todos los gastos que totalizaron una importante suma de
contos de reis.6
Consumada semejante indelicadeza, que evidentemente tuvo
visos de sacrílega estafa, el abogado de marras hizo su aparición
en otra ciudad del citado Estado brasileño: en Santa Ana do Livramento. Allí, cumpliendo su invariable costumbre, hizo una visita
al Colegio de las Hermanas Teresianas quienes, en aquella época,
luchaban denodadamente en conseguir recursos para llevar adelante la construcción del edificio asiento del Colegio, cuyas obras
estaban paralizadas por falta de numerario.
Situación muy propicia para que inmediatamente el ilustre
visitante, con el gesto de gran señor que le era peculiar, expresara a
la Hermana Superiora que podía estar tranquila ya que el problema
aludido, que tanto afligía a la congregación, desde aquel momento
estaba resuelto. Sólo faltaba que le informara el monto total de lo
que necesitaban para la terminación del edificio. Bastaba que le
dijeran las cifras, aumentadas prudentemente para los imprevistos,
que él, al día siguiente o más tardar dos fechas después, donaría en
efectivo el dinero necesario para finiquitar la obra de referencia.
Para ello, sólo tendría que concurrir a la Sucursal del BROU en
Rivera y llenar los requisitos pertinentes.
A la Hermana Superiora y demás compañeras, al oír promesa de tal magnitud, casi les da un soponcio. Pero prontamente
reaccionaron y, muy lúcidas por cierto, suplicaron al Dr. Turena
6 Moneda brasileña.
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repitiera su promesa ya que, a ellas siervas de Dios, les parecía un
sueño milagroso. Y, por supuesto, el ofrecimiento fue ratificado.
La donación, tan hermosamente promisoria para las Hermanas Teresianas, ese día las dejó extáticas y las indujo a quebrantar
la norma que les prohibía compartir la mesa con personas del
otro sexo.
Entonces, Turena fue invitado a almorzar, -se nos ocurre un
menú extraordinario-, en el refectorio del citado colegio.
Y fue tanta la alegría de las Hermanas que, cuando se hubo
retirado el visitante, la Superiora se comunicó telefónicamente con
el Párroco de la Iglesia de Rivera a quien participó tan maravillosa
novedad, agregando que estaba segura que todo era obra de Dios.
Sin lugar a dudas, el único capaz de realizar aquel milagro.
Cuando el Presbítero, (se trataba del mismo que fue víctima cuando el reparto de víveres), oyó el nombre del mensajero
milagroso, se rió a carcajadas y explicó a la asombrada Superiora
quién era el personaje de la promesa y sus hazañas.
Ocioso nos parece narrar, como finalizó el episodio de la
promesa a las Hermanas Teresianas. Qué otra cosa podría ocurrir
sino la desaparición de escena del egresado de la Sorbona que, una
vez más, desmintió en los hechos su fementida fe en los preceptos
de su Santa Madre Iglesia Apostólica Romana.
Pero corren los días y los meses, no los años, ya que antes de
transcurrir las 365 jornadas del ciclo anual tenemos nuevamente
en Rivera al Dr. José Pedro Turena, con su prestancia de gran señor,
noble y arrogante, pronto a dispensar favores a quien quiera que
fuere, pues su estirpe de hidalgo católico, apostólico, romano, no
cae en las discriminaciones propias de los individuos plebeyos.
Coincide su llegada a la tierra sino prometida elegida, -desde luego elegida- por nuestro personaje como fértil y propicia para sus
“prosopopéyicas” hazañas, con un certamen “gallináceo” que ha
despertado gran interés entre los granjeros de la zona.
La avicultura de raza en el departamento norteño estaba poco
desarrollada, pero ello no impedía que la exposición y concurso
22
que se llevarían a cabo, dejara de atraer la atención de chacareros
y vecinos en general. También, como no, la presencia en el local
donde se realizaría el certamen (calles Dr. Ugón y F. Sánchez) del
inefable Dr. Turena.
Terminada la exposición, dictaron sus fallos los jurados.
Otorgaron premios, accésit, menciones y, cumpliendo lo previamente convenido con los expositores, procedieron a subastar las
aves.
Entonces la tomó Turena. Allí estaba con su figura de patriarca rasurado, y ademán pontificio, presto a emitir su opinión
terminante sobre cosas que no sabía pero, dicha de tal forma, que
amilanaba a los no doctos presentes y nadie le rebatía.
Elogios y censuras, estas más que aquellos, dichas con engolada voz producían un certero impacto entre los asistentes.
No terminaba el rematador de pronunciar su elemental introito y ya Turena hacía su oferta. Tan excesivamente alta que
nadie se atrevía a repujar. Tan generosas sus ofertas que rebasaban
las esperanzas más optimistas de los interesados, procediendo el
martillero, rápidamente, a bajar el mallet7 pues, con justa razón,
sabía que era imposible superar semejantes posturas.
Y casi simultáneamente, podríamos decir ipso facto, aquel
caballero, más impetuoso y temerario pero mucho menos hidalgo
que el Señor de la Mancha, aunque tan pícaro y con menos sesos
que Sancho, procedía a obsequiar las gallinas, rematadas con tanta
prodigalidad, a cualquiera de los presentes -al que tuviera más
cerca- sin preferencia ni discriminaciones.
Y subasta va y remate viene, lógicamente llegó el momento
en que todos los “plumíferos”, sin que se le escapara ningún lote,
fueron adquiridos y regalados por el personaje de marras. Quien
dejó contentos a todos: expositores, rematadores y, en mayor grado, a los agraciados con obsequios tan sorpresivos como inesperados. A estos últimos les duró la alegría por algún tiempo. Todo
7 Martillo
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lo contrario les ocurrió a los demás involucrados en el asunto,
cuya euforia fue muy efímera. ¿De qué forma podría prolongarse
su alegría, si al buscar al “benefactor” éste había desaparecido sin
pagar lo que había subastado?
Ni aquel día, ni nunca más, se hizo ver entre los organizadores damnificados de la exposición de avicultura. No hubo, pues,
rendición de cuentas.
Después de tan destacada performance, se ausentó de Rivera
por un lapso más o menos prolongado.
Pero el hombre era “volvedor” y volvió nomás, para dedicar
todos sus bríos a la política, convirtiendo en cotidiana tribuna el
obelisco donado por la colonia italiana que, en aquella época, estaba emplazado en el centro de la Plaza Río Branco, (posteriormente fue trasladado a la Avenida Centenario esquina Lavalleja). Su
oratoria se desentendía de blancos, colorados, verdes o amarillos.
¡Qué esperanza! Eso era una minucia. Apuntaba y disparaba su
artillería pesada, contra la decena de pacíficos vecinos comunistas
que eran todo el contingente de don Eugenio Gómez, en aquella
época diputado y líder de las huestes marxistas-leninistas. En tan
loable tarea el hombre de la Sorbona entraba en trance y, como
un auténtico cruzado, combatía a muerte a los infieles sarracenos
del marxismo que, en pleno siglo XX, tenían la bárbara osadía
de atacar a la santa madre iglesia católica apostólica romana. Los
combatía sin dar ni pedir cuartel.
En todos los mítines, por modestos e inofensivos que fueran, organizados por el minúsculo grupo bolchevique de Rivera
aparecía el Dr. Turena, acompañado por unos cuantos vivos, y
mayor número de papanatas, dispuesto a provocar incidentes de
toda índole apoyado, lógicamente, por los guardianes del orden
público, apabullando, merced a esas ventajas, al reducido núcleo
de sus fieros contrincantes. ¡Heresiarcas, negadores de Dios y enemigos peligrosos de la sacrosanta patria!
Tanto se acostumbró aquel pajarraco, salido hasta ahora no
sabemos de dónde, a esas pequeñas victorias, más que de plaza
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pública de feria callejera, que se engolosinó de tal forma que, dejando de un lado a la gente de la tercera internacional, ahora la
emprendía noche a noche, utilizando el obelisco ya citado, contra
las autoridades comunales por el precio de la carne, cuyo monopolio de faena y venta ejercía el Concejo Departamental.
Es tan viejo como el mundo que cuando se promueve un
movimiento contra los precios de los artículos de primera necesidad, - y en nuestro país la carne fue y sigue siendo de primerísimo orden en la dieta popular-, basta que alguien publicite con
terquedad y porfía pertinaz todos los argumentos veraces y falaces
preconizando su rebaja para que, de todos los rincones, surjan
“entusiastas” adeptos de los cuales se arroga el liderazgo algún
vivo con fines electoreros o de los otros.
Y así ocurrió con el Dr. Turena, triunfador, por amplio margen
sobre la “tremebunda y siniestra decena de los rojos”, -no de Avellaneda8, sino de la hoz y el martillo-, inofensivos vecinos de Rivera.
En nuestra ya larga existencia, jamás vimos semejante desborde de demagogia e inigualado alarde de histrionismo. Centenares de mujeres y hombres lo acompañaron en su furibunda
campaña, exigiendo abaratar el precio de la carne.
Lo peor no fue que Turena no pagara los capones que faenó
y parte de los cuales entregó al pobrerío, (la parte del león se la
llevaron los vivos que lo rodeaban), lo tremendo, que lindaba con
lo canallesco, fue la esperanza de mejores días que hizo prender
en el corazón de aquella gente sencilla que, a pesar de su reiterada
hambre y de las mentiras también reiteradas que soportaba de
distintos caudillajes, aún tenía reservas espirituales para creer las
fementidas palabras de quien, por desequilibrio, aventurerismo
histriónico o perfidia, jugaba con ellos como marionetas.
Hubo momentos en que el asunto tomaba un cariz grave,
preñado de sordas amenazas contra concejales y componentes de
8 Por los colores del club de fútbol argentino Independiente que usa camisetas
rojas.
25
la Asamblea Representativa9 a quienes imputaban el encarecimiento de la carne primero, por su incapacidad y segundo, por peores
pecados: por coimeros y ladrones. Calificativos dichos en la plaza
pública por el Dr. Turena que, indudablemente, se extralimitaba en
su oratoria “guerrera” y no medía las consecuencias que podrían
acarrear sus repetidas instigaciones.
El clima se fue tornando muy tenso, en escala progresiva, y en el pueblo ya no se hablaba de otra cosa que del choque
que inevitablemente se produciría entre las huestes enardecidas
y las autoridades comunales. Cuando tal estado de cosas tomó un
volumen insospechado no se descartaba ni siquiera el atentado
personal a los jerarcas de la comuna y a los diputados departamentales miembros de la Asamblea Representativa. No faltaron
los incidentes de menor cuantía, que presagiaban algo mucho más
grande. Sin descartar una asonada. Para ello no le faltaban ganas
a aquella turbamulta que, todos los días y a cada instante, se iba
envalentonando con las arengas del Dr. Turena. También él contagiado por el virus que sembraba a diestra y siniestra.
Hasta que llegó la noche en que la Asamblea Representativa,
en sesión extraordinaria, como único asunto del orden día, analizaría el problema del abastecimiento de la carne a la población.
Tratarían en esa sesión de esclarecer, exhaustivamente, todo lo
que tuviera relación con el monopolio municipal del abasto, tema
que se había tornado único comentario de la calle dejando, en
general, muy mal parada la reputación de los componentes de la
citada Corporación.
Como era de esperar, el cuerpo comunal legislativo inició la
sesión con quórum máximo, gran expectativa y un público que
ocupaba totalmente la cuadra de las calle Sarandí entre Florencio
Sánchez y Rodó, donde hubo que cortar el tránsito de vehículos.
Capitaneando ese público, el Dr. Turena que lo arengaba con altisonante estilo.
9Órgano comunal similar a las actuales Juntas Departamentales.
26
En aquel entonces no había parlantes que informaran, a los
que estaban fuera del local, la marcha de las deliberaciones y esto
más enardecía a la gente que ya estaba “madura” para desmandarse. Tal cosa hubiera ocurrido, con consecuencias imprevistas,
cuando el Dr. Turena, con voz de mando, ordenó imperativamente:
“¡vamos!”, enderezando sus pasos hacia la puerta del local que
ocupaba la Asamblea Representativa. Detrás marcharon sus más
fervorosos hinchas. Pero ni el letrado de la Sorbona ni sus adeptos
habían tenido en cuenta que, formando una compacta barrera que
abarcaba todo el frente del edificio, en aquel momento objetivo
del “avance”, estaba la policía que comandaba el Comisario Jesús
Vieira da Cunha, funcionario que a su corrección sumaba un valor
personal a toda prueba.
El Dr. Turena no obstante su aparente desequilibrio, -siempre entre un plato con milanesas y otro con alambre de púas,
seguro optaba por las milanesas-, pudo pensar y pensó, en el corto
trayecto que lo separaba de la policía, que si no deponía sus desplantes belicosos le iba a ir muy mal. Con decisión ultra-rápida se
detuvo y volviendo la cara a sus huestes les ordenó: “¡a la plaza!”.
Fue pues, una sola frase: “Vamos a la plaza”. Así terminó aquel
episodio que comenzó marcialmente y remató en una bufonada.
Aquella noche, los moradores de Rivera, casi unánimemente, rieron y rieron a mandíbula batiente.
Era de esperar que Turena se llamara a sosiego después de
aquel amargo trance que hubiera amilanado al de más agallas. Pero
nuestro personaje era de una pertinacia a prueba de proyectiles de
cañón. En su fallida aventura de tomar por asalto el local de la Asamblea Representativa, perdió muchos admiradores. Algunos que le
rodeaban de buena fe y, también, una gran mayoría de logreros10. No
obstante, él, egresado de la prestigiosa Universidad de la Sorbona,
sólo hizo un lapso muy corto a sus andanzas. Mientras tanto no
dejaba de pasear por las calles de la ciudad su gallarda figura, llena
10 Avivados, oportunistas.
27
de señorial prestancia, no oyendo y si oía no atendía, las chanzas
de los infaltables irreverentes. Burlas que, lógicamente, se merecía.
No podía durar mucho la inactividad del Dr. Turena. Su
inagotable dinamismo sainetero tenia que explotar de alguna
forma. Sólo esperaba que se presentara una nueva oportunidad,
para poner en marcha su insoportable genio. Y llegó el día que tan
ansiosamente esperaba. Lo que no esperaba era la contundencia
con la que lo iban a golpear.
La incidencia ocurrió con marcados ribetes de humor negro.
Fue, sin lugar, a dudas un gran mazaso recibido por el Dr. Turena
en pleno “testuz”.
A fines de 1932, o principios de 1933, había llegado a Rivera
en gira política el Consejero Nacional de Gobierno, Dr. Baltasar
Brum. Ocioso y redundante sería detenernos, aunque fuera brevemente, en trazar la biografía de Brum, cuya personalidad, con
justicia, recogió la historia.
Sus admiradores y otros que no lo eran, pero reconocían sus
quilates, se dieron cita en la plaza pública para oír la palabra del
Dr. Brum. Inconfundible era el estilo oratorio del ex-Presidente de
la República, ahora Consejero Nacional de Gobierno. Era sobrio,
elocuente y profundo.
Entre el numeroso auditorio no podía estar ausente el Dr.
Turena y cuando el Dr. Brum puso punto final a su discurso y se
disponía a retirarse, el letrado de la Sorbona, que no podía dejar
pasar tan propicia oportunidad para dejarse oír, prácticamente
tomó por asalto la tribuna y, a grito pelado exhortó al Dr. Brum
a que le prestara oídos.
A las muchas virtudes que conformaban la recia figura de
aquel preclaro ciudadano que fue el Dr. Brum, se sumaba una
gentil tolerancia para quienes no compartían sus ideas políticas,
sus credos religiosos o filosóficos. No se retiró, pese a que nada le
obligaba a escuchar y “sufrir la perorata” del Dr. Turena.
Se mantuvo a pie firme mientras el docto, sabio y erudito
“modelado” en la Sorbona, empezó su archiconsabido blá, blá…,
28
con su fervorosa adhesión a la Santa Madre Iglesia Apostólica
Romana y su entrañable amor a Dios. Amor y temor; amor que le
impelía ser piadoso y generoso a manos llenas para, de tal forma,
salvar su alma del infierno y temor de no ser lo suficientemente
merecedor de ganar el paraíso, pues siempre le parecía que se
quedaba corto en sus múltiples acciones de caridad. Luego dejó
el cielo y el infierno, para proseguir con su acendrado patriotismo
no igualado y, mucho menos, superado por algún compatriota.
Su inigualada veneración por los próceres de la independencia,
así como su idolatría por el himno, la bandera y el escudo de
la patria, a los que reverenciaba constantemente, rematando su
chauvinismo con un panegírico al lema del escudo chileno: “Por
la razón o la fuerza”.
Claro está que fue mucho más extensa la locuacidad paquidérmica del Dr. Turena, que se nos tornó monótona y fatua para
seguirla sin que nos fatigara. No ocurrió lo mismo con el Dr. Brum
quien, con verdadera abnegación, no sólo escuchó sino que, al
terminar el Dr. Turena su catártico y espeso discurso, el Consejero
Nacional retornó a la tribuna, suponemos para no desairar a su
colega doctorado en la Francia de los Luises, Versalles y Trianón,
imperio del lujo, la pompa, la desaprensión, y el summun de las
pasiones tremendamente desbordadas
El Dr. Brum era dueño de una incuestionable fineza de espíritu y jamás subestimó a ninguna persona, por encumbrada o
modesta que fuera, condición que hizo que rebatiera con tranquila
serenidad las paparruchas que el Dr. Turena no tuvo empacho en
emitir. Quizás, con la ilusoria esperanza de enmudecer a aquella
extraordinaria figura tallada en fulgente granito y a quién el bronce
perenne ya estaba reclamando para la inmortalidad.
Lamentablemente no existe una versión taquigráfica de las
palabras de Brum. Recordamos su réplica contundente porque fue
la última vez que le vimos y oímos hablar en una tribuna.
Más o menos el Dr. Brum expresó (con una elocuencia que
no somos capaces de traducir) lo siguiente: “…que en su casi medio
29
siglo de vida, no recordaba haber hecho ningún bien de relevancia,
así como ningún mal premeditado e irreparable. Pero aseguraba
que si algún bien tuvo oportunidad de llevar a cabo, lo hizo por
el bien mismo, sin esperar recompensa de clase alguna, ni por
parte de quien había beneficiado ni calculando ganar el paraíso,
en el cual no creía, como tampoco temía ir al infierno castigado
por haber inferido el mal impremeditadamente. Tales premios y
sanciones divinas le tenían, pues, sin cuidado y tranquila estaba
su conciencia. Quería a su patria y reverenciaba a sus próceres,
como cualquier uruguayo, pero sin caer en los extremos de creerla mejor que otras “patrias”, sin subestimarla ni sobreestimarla.
Oía con el respeto debido al Himno Nacional y con igual respeto
valoraba la bandera y el escudo, pero comprendía y justificaba
que compatriotas con hambre, desamparados por el Estado, sin
ningún apoyo de los económicamente poderosos, concretando: los
infelices, los desposeídos de pan, techo, ropa, los que nada tenían
y carecían de todo, no podían conmoverse al escuchar la suprema
canción de la patria y lógico era que para ellos no tuvieran ningún
significado los símbolos que encarnaban la bandera y el escudo.
Con referencia al lema del escudo chileno: “Por la razón o por
la fuerza”, estaría siempre y en cualquier circunstancia, buena o
mala, con la razón. Podría la razón ser pisoteada, avasallada, escarnecida, negada, vilipendiada, eclipsada, todo ese daño inferido
precisamente por la fuerza. Tal desgracia sólo duraría un lapso
más o menos prolongado, pero no tan largo que, para siempre,
impidiera su resurgimiento con mayor vigor, con una pujanza
incontenible, que derrotaría a la fuerza. Mientras que la fuerza sólo
tendría efímeras victorias, perecederas, hasta que finalmente sería
destrozada y aniquilada por la razón. Su lema personal e íntimo
y que anhelaba fuera el de todos los orientales, era “Por la fuerza
de la razón”. “Distinguido colega Dr. Turena, así pienso y esa será
mi posición inconmovible. Jamás transaré con la fuerza y contra
ella lucharé hasta el último instante de mi existencia.”
30
No fueron éstas exactamente sus palabras. Las suyas tenían
la incuestionable jerarquía explícita de aquel hombre excepcional
y héroe civil, que fue Baltasar Brum. Su hidalguía, superando la
fatiga, le permitió, antes de dejar la tribuna saludar cordialmente
a quien había promovido con su impertinencia la polémica en la
Plaza Río Branco de la ciudad de Rivera.
El Dr. Turena intentó, histriónicamente, proseguir el debate
pero el Dr. Brum se alejó modesta y majestuosamente, (aunque
parezca una paradoja), recibiendo una cerrada ovación.
Al día siguiente, el jurisconsulto de la Sorbona se ausentó de
Rivera, a la que nunca más volvió. Nadie lamentó su alejamiento.
31
Certificado de “valor probado”
Muchos países entre los cuales, en primer término, las consideradas grandes y civilizadas potencias, tienen la arraigada y
secular institución de las condecoraciones. Materializadas en
cruces, medallas veneras y otras pomposas insignias de bronce o
hierro, revestidas de oro y plata, algunas engastadas con piedras
preciosas, inclusive brillantes.
Cuanto afán, nerviosismo, insomnio, nos imaginamos padecerá más de uno para que le cuelguen en la solapa o le “enhebren”
en el cuello, una de esas ostentosas expresiones de vanagloria.
Entendemos que tal institución, nacida en imperios y monarquías, es incompatible con el ideario republicano aunque haya,
desde luego, repúblicas que las practiquen y hasta mandatarios
(evidentemente sin firmes convicciones republicanas), que aceptan y se enorgullecen de ser condecorados. Tal lo ocurrido con
más de un compatriota nuestro, entre los cuales quien, además
de ser gobernante de una república democrática, integra un partido popular y que, en reciente data, no tuvo empacho en recibir
una condecoración otorgada, nada menos que, por el sangriento
dictador guaraní.11
También están los que toman la cosa “pa´ la butifarra”, como
el reciente caso de los “Beatles” al ser condecorados por la reina de
Inglaterra. Y sino vean; según la agencia UPI, en noticia publicada
por los diarios de Montevideo el 24 de marzo de 1970, ocurrió lo
siguiente: “Marihuana antes de la condecoración. París 23, (UPI).
El “Beatle” John Lennon dijo en el curso de una entrevista, publicada hoy aquí, que él y otros miembros de ese conjunto musical
fumaron marihuana en un lavatorio del Palacio Buckingham antes
11 Gral. Alfredo Stroessner. Dictador paraguayo desde 1954 hasta 1973. Derrocado se asiló en Brasil
32
de ser condecorados por la reina Isabel. Lennon fue preguntado
por un cronista del semanario francés “L’Express” si había tomado
en serio el honor y si se sintió impresionado. Según la publicación,
Lennon dijo que interpretó todo el caso “como algo jocoso”.
Obvio sería, entonces, establecer nuestra discrepancia con
este asunto no sólo por su origen sino, también, porque no siempre
los condecorados son merecedores de ello. Para este sentimiento nuestro, republicano y demócrata, en nada han pesado otras
opiniones, entre las cuales, por ejemplo, la difundida cuarteta
epigramática:
“En tiempos de las bárbaras naciones,
colgaban de la cruz a los ladrones,
Y en el siglo que llaman de las luces
del pecho de ladrones cuelgan cruces”.
Ni tampoco la interrogación de la poetisa italiana del siglo
pasado, Herminia Fua-Fusinato:
“¿Por qué al hombre más torpe y majadero
le conceden la cruz de caballero?”
Quizás sí hayan influido las opiniones de algunos intelectuales sobre el fenómeno de las condecoraciones que creemos vienen
al caso y transcribimos a continuación.
Por ejemplo: Octavio Mirbeau, humorista francés (18481917), en su cuento “Escrúpulos”, escribe que un ladrón, al narrar
su autobiografía expresa: “Pertenezco a un círculo aristocrático,
tengo muy buenas relaciones y el gobierno recientemente me ha
condecorado”.
El novelista, poeta y dramaturgo español, Don Ramón del
Valle Inclán (1870-1936), en su novela “Tirano Banderas”, biografiando a un embajador homosexual, dice: “Don Mariano Isabel
Cristino Queralt y Roca de Togores, Ministro Plenipotenciario
33
de su Majestad Católica en Santa Fé de Tierra Firme, Barón de
Benicarlés y Caballero Maestrante, condecorado con más “lilailas
que borrico cañí…”.12
Otro celebrado novelista francés, Roger Peyrefitte, en su libro
“Los Judíos”, a propósito de condecoraciones, sostiene que “…
durante el sitio de Plevna, una bomba de tiempo cayó cerca del
general Skobeleff y un soldado saltó y la arrojó al albañal.” “-Me
has salvado”, le dijo el general. -¿Como te llamas? -Moise ben Lévy!
-¿Qué prefieres, cien rublos o la Cruz de San Jorge? -¿Qué vale
la Cruz de San Jorge? -¡Oh! cuatro o cinco rublos, pero confiere
honor. -Pues bien, que vuestra excelencia me de noventa y cinco
rublos y la Cruz de San Jorge”.
Jorge Amado, consagrado novelista brasileño, en su novela
“Los viejos marineros”, cuyo protagonista central es el Comandante Vasco Moscoso de Aragón, Capitáo de longo curso 13, hablando
de este singular personaje que se graduó de Capitán de la marina
mercante sin haber navegado nunca, título que obtuvo mediante
un examen ficticio, expresa: “El Capitán de Puertos Comandante
George Dias Nadreau, aproximóse y saludándole le dijo: -Usted
está perfecto, el propio Vasco da Gama sentiría envidia si lo viese.
Falta apenas una cosa para completar toda una prosapia. -¿Qué?
Se alarmó Vasco. -Una condecoración, m´hijo. Una bella condecoración. -¿No soy militar ni político, donde conseguirla? -Conseguiremos… Sólo te costará unos cobres. ¡Pero vale la pena!´”
“El Dr. Gerónimo de Paiva, Jefe de Gabinete de la Gobernación, se encargó de las negociaciones con el Cónsul portugués,
dueño de una pastelería en la Plaza Municipal, para así hacerle
sentir el interés del Gobierno en aquella honra a conferir al Comandante Vasco Moscoso de Aragón. -¿Pero se trata de Aragonsito, de la firma Moscoso & Cía., al pie de la Subida a la Montaña?
-Pues es el mismo, sí señor. Solamente que ahora él es Comandante
12 En dialecto: “…astucias o tretas de borricos gitanos”.
13 Del portugués: Capitán de extensa ruta.
34
de la Marina Mercante. -No sabía que se hubiese embarcado…
-No se embarcó, pero se presentó al concurso que exige la ley.
-Pues conocí mucho al abuelo, un portugués derecho, un hombre
de bien. ¿Y por qué su Augusta Majestad condecorará al nieto?
Gerónimo golpeó la ceniza del habano y alargó el ojo cínico. -Por
sus relevantes hechos marítimos. -¿Marítimos? Que yo sepa, ni
siquiera se embarcó… -No embrome “seu” Fernandes, el hombre
paga. Su augusta y arruinada Majestad condecora a nuestro buen
Aragonsito. ¿Qué diablos quiere usted aún discutir? Invente los
motivos, arregle lo encomendado por unos ricos contos de réis…
Y si otro pretexto no hubiere, recuerde que él se llama Vasco y Comandante, nieto de portugueses, casi pariente del Almirante Vasco
da Gama.” Así sellóse definitivamente la gloria del Comandante
Vasco Moscoso de Aragón cuando, después de algunos meses y
el pago adelantado de cinco contos, su Majestad Don Carlos I,
Rey de Portugal y Algarves, le otorgó el grado de Caballero de la
Orden de Cristo, (de una antigüedad de 700 años, llegada de la
época de las Cruzadas), “por su notable contribución a la apertura
de nuevas rutas marítimas”.
“Con medalla y collar. ¡Cosa de ver!”.
Ernest Hemingway, durante la guerra civil española, entre sus crónicas escribió “Los italianos en la guerra”, de la que
transcribimos un breve pasaje que dice: “No hay nada más que
conocer al Mussolini de antes de subir al poder y de hacerse su
leyenda. Saber que no fue ningún jabato 14 en la guerra; que no
fue condecorado ni una sola vez, en un frente donde se solía
condecorar a un soldado por el simple hecho de atacar cuando se
ordenaba un ataque…”.
Sobre el tema nos llegó, hace unos días, “Uno de tantos, novela de un fracasado”, un libro del Dr. Aldo L. Ciasullo, abogado, diplomático y político, quien conoce en detalles los recursos
apelados por casi todos los embajadores, fuere el país que fuere,
14 Grosero, soez, inculto.
35
para lograr una condecoración. Sobre ello escribe Ciasullo: “…los
Embajadores que lucen tantas condecoraciones, cintas y medallas,
tanto collarín y banda, que deben ponérselas por turno al no haber
sitio donde colgarlas. Condecoraciones que han conseguido con
leves insinuaciones y frecuentes comidas…”.
Tal vez, en todo esto, lo que hay son hombres cargados de
complejos de inferioridad, pensamos nosotros.
Nuestro país, en buena hora, no otorga condecoraciones.
Quizás al no ser una gran potencia, porque es subdesarrollado
o en vías de desarrollo, por no haber alcanzado la “civilización”
requerida para tales homenajes o por mantener un remanente de
la dignidad de los hombres de la Patria Vieja.
Hasta la primera década del siglo pasado, teníamos otras
condecoraciones. Que no se colgaban en las solapas ni se ostentaban públicamente.
Veámoslo. Había llegado el verano a Rivera y si bien enero
venía soleado y caluroso, había sido precedido por un diciembre
frío y ventoso que obligó a los riverenses a enfundarse en sobretodos, ponchos y otras prendas invernales aunque se vieron “valientes” que, en mangas de camisas o con livianas ropas de brin,
desafiaron las sudestadas. Los meteorólogos aficionados, doctos
en fenómenos atmosféricos, no pudieron explicar el origen de las
anormalidades que hicieron descender la columna mercurial a 10
o 15 grados durante treinta días.
Pero ahora, en pleno enero, la temperatura era la de la estación. Los gorriones, habitantes sin apremios de desalojos o
lanzamientos, volaban de plátano en plátano, que en esos años
ornamentaban la calle Sarandí, y arreciaban con sus trinos rutinarios y monótonos que, por viejos y oídos, no concitaban la
atención de nadie.
El calor superaba los 30 grados. Una mañana, alrededor de la
hora 7 y 30, ingresó a la Administración de Rentas -en la actualidad
una Sucursal de la Dirección Gral. Impositiva-, el Teniente (R)
Nacianceno Frós. Iba a pagar un impuesto, quizás la contribución
36
inmobiliaria. Fue atendido por el funcionario J. Rodríguez y sin
que sepamos el por qué, (quizás la fatiga de una noche desvelada por el calor que afectaba a ambos o el excesivo aumento del
impuesto a pagar) se generó una polémica entre el recaudador
y el contribuyente. La discusión fue subiendo de tono hasta que
el funcionario desafió al Tnte. (R) Frós a salir a pelear a la calle.
Pero entonces el desafiado respondió con una larga, insólita
e inesperada afirmación: “Conmigo no pelea cualquiera. Tampoco
aquel que se le ocurra “meter pechera” haciendo alarde de un coraje que puede o no tener pero que, hasta ahora, nadie le conoce.
Para pelear conmigo, oígame bien, tiene que poseer un certificado
de valor probado”.
-“¡Qué certificado, ni que valor probado, ni que niños envueltos; vos vas probar tu valor ahora!”, gritó el funcionario. Don
Nacianceno lo miró fijo, se ajustó la golilla colorada y, sin levantar
la voz, respondió: –“¡Claro que lo voy a probar, con un documento
fehaciente y no con baladronadas!” Salió de la oficina yendo hasta
su caballo que estaba atado a la rama de un paraíso y sacando un
papel de la montura lo alcanzó a su contrincante diciéndole: “¡Lea,
y lea en voz alta!”. Rodríguez miró el papel sellado, amarillento
por los años y, con ojos muy grandes, empezó a leer:
“El Ministro de Guerra y Marina que suscribe, CERTIFICA:
que el Sargento del Regimiento de Caballería Nº 3, don Nacianceno
Fros, probó su valor en forma indubitable, con ejemplar comportamiento, durante todo el transcurso de la Batalla de Masoller,
acción librada el día 1º del cte. mes, en el paraje del mismo nombre, donde fueron derrotadas las fuerzas subversivas que hicieron
abandono del campo cruzando la frontera rumbo al Brasil. A todos
sus efectos, extendemos el presente, en Montevideo, a los treinta
días del mes de setiembre de mil novecientos cuatro.- (Fdo.) Gral.
Eduardo Vázquez, Ministro”.
37
El airado funcionario sacudió la cabeza y, amagando una
sonrisa, devolvió el certificado a su dueño diciéndole: -“Sírvase y
disculpe. ¡Fue el calor!”.
La polémica y su desenlace se incorporaron al anecdotario
riverense. Pero estamos seguros, además, que Don Nacianceno
Fros jamás cambiaría la sobria condecoración del certificado por
alguna de las que, “gratuitamente”, se otorgan por servicios prestados a hombres de empresas, diplomáticos, embajadores, cónsules
o militares, recargadas de filigranas de oro o plata que se llevan
en las solapas de chaquetas o sacos y centellean bajo las luces de
los salones de organismos internacionales, cancillerías o casas de
gobierno.
Pasados los años, una calle de Rivera lleva su nombre.
38
Una serenata disonante
Allá por 1925 y pico, cuando recién habíamos cumplido
quince años, -deberíamos decir hoy con el excelso nicaragüense
Félix Rubén García Sarmiento15: “Juventud, divino tesoro, ya te
vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin
querer”-, visitábamos todos los días la “residencia” de Evergisto
Acosta, en la esquina de las calles Monseñor Vera y Uruguay. Allí
recibimos el espaldarazo de “hombres”, exigencia “sine qua non”
del dueño de casa para ser admitidos en la misma.
Como no había nada parecido a una tizona para la ceremonia
de ingreso o iniciación, el Negro Acosta cumplió la misma con
un escobazo suave sobre nuestra espalda. Fue un momento de
intensa emotividad, rubricada con una oración de gran vuelo lírico
pronunciada por nuestro padrino. Otro tanto ocurrió con Fidelis
Cavalheiro (Nenito) y Osvaldo Catalogne (Ferruja).
A las tertulias de la mansión de Monseñor Vera y Uruguay,
también eran habitués Armando Oriol, Dieguito Espinosa, José
Ghemí (El Peje), Omar Freire, el Gaucho Acosta, Belito Vieira da
Cunha, el minuano Chiribao (cantor en descenso), el rochense
Angel de los Santos (ex-sargento de caballería, descendiente de
Francisco de los Santos, el famoso chasque, cuyo nombre recogió la historia de nuestra Independencia), el “doctor” Francisco
Pachiarotti, el brasilero Cabellito (tuerto y revolucionario vocacional), su primo Benjamín Cabello y otras relevantes figuras de
la juventud riverense.
Cuando se barrían las piezas, y se procedía a cumplir con
otros elementales preceptos de limpieza, era porque se esperaba
la visita de alguna dama que podría ser Celina, Marina o Etelvina.
15 Nombres y apellidos legales del poeta Rubén Darío.
39
Mate amargo a toda hora; tortas fritas cuando llovía; guitarra
y cantos todos los días y todas las noches. Naipes, siempre. En
noches propicias, serenatas por extensas zonas urbanas y suburbanas de Rivera.
Belito Cunha, con su empecinada inquietud, se había propuesto aprender a tocar el pistón (corneta de llaves) y consiguió en
el Municipio que le prestaran no sólo ese instrumento musical de
viento sino, también, algunos otros entre los cuales: un trombón
(de varas), un helicón (bajo), etc, que pertenecieron a la desaparecida Banda Municipal y que estaban arrumbados en el Corralón.
Convenció a Dieguito Espinosa,-que no tenía oído ni para
cantar el arroz con leche (ojo: reproducimos, no plagiamos), que
aprendiera a tocar el bajo. Todas las tardes Dieguito soplaba, emitiendo un infernal ruido, aquel aparato grandote16. Insistía con
“sacar” el tango “Viejo Rincón” y le pedía al Peje Ghemí, que algo
se defendía, le cantara la letra; una ayuda inútil por supuesto.
Una noche que estaba transcurriendo bastante aburrida,
resolvimos con el Peje y Dieguito salir de serenatas. No estaban
presentes ninguno de los amigos capaces de “rascar” una guitarra,
pero ello no nos arredró. Para eso estaba Dieguito con su bajo, brillante después de largas frotaciones con franelas y líquido pulidor.
Acompañaría al Peje, que no sabía la letra de “Quemá esas cartas”,
en boga entonces, pero quería aprenderla. Para eso la tenía escrita.
Saldríamos a las 20:30. Dieguito llevaría el helicón, el Peje
cantaría y yo portaría un farol, imprescindible pues, aunque UTE
no contribuía todavía a la oscuridad de las calles del pueblo, era
necesario alumbrar el trayecto que seguiríamos.
Debemos confesar, con cierto tardío rubor, que nuestras serenatas aunque románticas, en esencia tenían un trasfondo materialista como se verá más adelante, diferenciándose, en muchos
matices, de las serenatas que narra Rubén Darío en su cuento “La
larva” donde escribe: “…algunas veces se oían ecos de músicas
16 Instrumento musical de aire, de forma circular y gran tamaño.
40
Con Martín Echevarría, Manuelito Gil y Juan Scaraffuni, listos
para salir a una serenata. Lezama,
de pie, es el 2º desde la izquierda.
o cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas con la guitarra, las ternezas
románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra
sola y el novio cantor, hasta el cuarteto, un piano y aún orquesta
completa, que tal o cual señorito adinerado hacía sonar bajo las
ventanas de la dama de sus deseos. Yo tenía quince años, un ansia
grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era salir a la calle con la gente de una de esas serenatas”. “Un
día supe que por la noche habría una serenata. Más aún, uno de
mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta cuyos encantos
pintaba con las más tentadoras palabras”. “Logré salir a la calle, en
momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de
violines, flautas y violoncelos. Me consideraba un hombre. Guiado
por la melodía, llegué pronto al punto donde se daba la serenata.
Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza
y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero
“A la luz de la pálida luna” y luego “Recuerdas cuando la aurora…”.
41
Así describe Darío las serenatas de Metapa, su ciudad natal,
que se parecían muy poco, como afirmé antes, a la que estábamos
abocados aquella lejana noche en nuestros pagos fronterizos.
En nuestro evento carecíamos de guitarras, violines, flautas,
violoncelos y hasta de cantores. Sólo contábamos con el helicón, es
decir con el descomunal bajo manejado por la inexperiente mano
y la ausencia de mofletes y oído musical de Espinosa y, en el rol
de cantor, de “poco posibles”, el Peje, que ni siquiera había podido
memorizar su obsesiva “Quemá esas cartas”.
Y con esos magros recursos nos lanzamos a la calle, paladeando a priori el cercano éxito.
El primer homenajeado fue Isidro González, instalado con
un almacén de ramos generales en la esquina de Fructuoso Rivera y Monseñor Vera. Fijamos el lugar y a quien ofreceríamos la
serenata, sabiendo que el agradecimiento de Isidro aparejaría el
obsequio de, por lo menos, una botella de caña que serviría para
estimularnos en nuestra romántica empresa.
Y bien, iba a iniciarse la serenata y Dieguito se creyó obligado a afinar su instrumento. Aspirando todo el aire que podría
caber en sus pulmones, soltó la primera nota… ¿nota? ¡ Otra que
nota! Fue un bufido que, creemos, hizo trepidar las paredes de
las casas vecinas.
Empezó entonces la serenata. El Peje Ghemi hechó mano
al papel con la letra de “Quemá esas cartas”; Dieguito se puso a
soplar con decisión su helicón, mientras nosotros, modestamente,
levantando el farol alumbrábamos el papel con el texto del tango.
En algún momento, distraídos, movíamos el farol, obligando al
cantor a trabucar los versos: “Quemá esas cartas donde he grabado/
solo y enfermo mi desgracia atroz/ que nadie sepa que te quiero
tanto/ que nadie sepa que muriendo estoy.”
“Afirmado a los pedales”, como dicen los muchachos, el Peje
repetía el final de la siempre vigente canción de Juan Pedro López,
mientras Dieguito, briosamente, soplaba y soplaba el bajo.
42
En el momento en que el Peje bisaba, otra vez, “que nadie
sepa que muriendo estoy”, por una ventana asomó la cabeza del
dueño de casa quien, con voz tronante y ademán amenazador,
nos gritó: “van a morir sí, pero a patadas si no se mandan mudar
enseguida!”. Uno de nosotros retrucó: “si no contribuís con una
botella de caña a esta “turné”, que recién largamos, haciéndote el
honor de ser el primero a quien dedicamos nuestra serenata, el
Peje vuelve a cantar hasta que amanezca”.
El homenajeado cambió de tono y, de la amenaza, pasó al
ruego: “Les doy la caña pero, por favor muchachos, terminen con
ese bochinche”.
Pasamos por alto lo de bochinche y, previo recibo de la botella
de caña, transamos. Allí nomás quemamos las naves como Cortés,
(en nuestro caso las cartas de Juan Pedro López que, al fin y cabo,
era lo que él suplicaba), y en forma fraternal y equitativa empezamos a paladear el viejo, pero siempre eficaz, ahogador de penas.
A partir de esto, y para siempre, se acabaron nuestras serenatas.
43
Lentes y bigotes
Donde actualmente está el Cine Astral, (Sarandi casi Florencio Sánchez), estuvo el Club Artigas, una entidad social de efímera
vida. Una noche se llevaba a cabo en el citado club, una asamblea
general muy concurrida y no menos borrascosa. Hacía pocos días
se había realizado una kermesse benéfica y se rumoreaba que un
directivo, que actuó en dicho acontecimiento con funciones de
tesorero, no había rendido cuenta del líquido obtenido que sería
una considerable suma de pesos.
El debate acalorado, se tornaba de gran violencia sin que los
socios más moderados consiguieran aplacar los ánimos. Entonces
pidió la palabra don Juan Garay. Este era solamente tocayo del
que realizó la segunda fundación de Buenos Aires y a quien no le
unía ningún parentesco. La falta de ascendencia prócer, aunque
él era proceroso, estaba compensada en nuestro Garay, por su
cotidiano buen humor y su invariable cordialidad. Condiciones
por las que cosechaba abundante y afectuosa amistad. Otras bellas
prendas espirituales poseía, sobresaliendo su fervor patriótico y
su constante veneración a los héroes de nuestra independencia.
Artigas, Lavalleja, Rivera, sin omitir a Oribe (don Juan jugaba
con la casaca blanca del equipo del Cerrito), eran recordados y
exaltados diariamente y con cualquier pretexto. Por ello, su solicitud para hablar produjo expectativa y hasta suspenso entre los
asambleístas.
“Señoras y señores, estimados consocios”, fueron sus primeras palabras. “Sigo atento el debate que viene desarrollándose y
confieso que estoy alarmado, casi consternado, por la agresividad
de los interventores. No justifico de manera alguna las ofensas
que, no obstante veladas, se están infiriendo mutuamente. Por
eso los exhorto, por los intereses impersonales de nuestra institución, a que reflexionen antes de seguir el peligroso rumbo que han
44
En una despedida de soltero en el Club “Artigas”. Lezama es el 3º, desde la izquierda, de
pie, en la 2ª fila.
tomado. Pido que sigan el ejemplo… (aquí, como no podía ser de
otra manera, asomó el entrañable sentimiento patriótico, fervoroso
e irreversible de don Juan Garay), ejemplo sí, mis amigos, del héroe
máximo, el General Artigas”. A esta altura el orador se vuelve de
espaldas y poniéndose de frente a una biblioteca de poca altura,
agita el índice señalando el retrato del vencedor de Las Piedras que,
colocado encima del mueble, ornamentaba el salón de actos. Luego
prosiguió:”Repito, tomen ejemplo de este caballero sin miedo y
sin tacha!”. Pese a haber mezclado en sus recuerdos a Artigas y
al francés Pedro de Terrail, Señor de Bayardo, inconsciente de su
metida de pata, don Juan, sin dejar de hablar, volvió a ponerse de
frente a los asambleístas, continuando su exhortación, encendida,
vibrante y llena de santas intenciones.
Fue el instante propicio que aprovechó Juan Vico, presto
siempre a alguna travesura, para sustituir el retrato de Artigas por
uno de Rodó, intuyendo acertadamente que Garay volvería “a la
carga” y señalaría el retrato con su índice reverente para el patriarca, pero admonitorio para sus consocios. Cuando en efecto tal cosa
sucedió, el asombro se reflejó en su rostro que, de intensa palidez,
pasó a un rojo violento y estallando en ira, gritó su inolvidable
45
pregunta: “¿Pero se puede saber quién fue el sinvergüenza, el canalla traidor que le puso lentes y bigotes a Artigas?”.
Sillas que caen, asambleístas que acompañando sus asientos
también ruedan por el piso, que se incorporan rápidamente, que
avanzan y retroceden pechándose, otra vez cayéndose y levantándose, un vocerío babilónico, todos preguntan, nadie se entiende,
interrogan en vano sobre lo ocurrido, unos rien a carcajadas al
borde de las lágrimas, nadie sabe nada, mientras Don Juan se
desgañita impotente, queriendo explicar el ultraje y la profanación
hecha al inmortal Artigas.
La loable arenga de don Juan Garay sólo consiguió una breve
tregua, quebrada por la irreverencia juvenil de su tocayo Juan Vico.
El dinero de la kermesse no apareció.
Poco tiempo después se extinguió la corta existencia del Club
Artigas. Acontecimiento doloroso para muchos, pero en forma
especial para aquel buen vecino, buen amigo, buen patriota que
fue don Juan Garay, quien en la memorable asamblea que hemos
contado, pudo también haber repetido otra de sus lapidarias frases:
“Nunca jamás, como dijo aquél, no recuerdo, quizás, tal vez,
puede ser, no sé, dijo él, no permito de manera alguna que nadie
le falte el respeto al padre de los orientales”.
46
Juan Barullo
Hasta la derrota del movimiento revolucionario de 1904, de
acuerdo con el pacto de Nico Pérez17, fue Rivera uno de los seis
departamentos en que el Jefe Político y la Policía a sus órdenes,
pertenecían al Partido Blanco.
En aquella época vivió Juan Barullo. Quizás y sin quizás,
el personaje típico más pintoresco de toda la historia de nuestro
departamento.
No tuvimos el gusto de conocerle, ya que murió cuando contábamos muy pocos años de edad.
Lejos estaba aún de tener Rivera aguas corrientes y servicios
sanitarios, cuyas tuberías, etc, recién empezaron a ser instaladas
en 1931.
Cabe señalar, que la primera barométrica llegó a Rivera allá
por 1911. Hasta entonces era muy importante, y suponemos bien
remunerado -(a pesar de que no había leyes que ampararan a los
trabajadores dedicados a tareas insalubres, ni laudos ni convenios
colectivos)-, el oficio de limpiador de pozos negros, sin eufemismos: water closet, letrinas, excusados o retretes.
Juan Barullo fue el ejemplar más eficiente de ese gremio.
Posiblemente por su ocupación, después de trabajar toda
la noche dormía por la mañana y al llegar los atardeceres la
“sbornia”18 le acompañaba indefectiblemente. No era la sbornia
de vino que pone alegre y hace cantar a los itálicos, sino la de
17 El 1º de marzo de 1903 asumió la Presidencia de la República, José Batlle y
Ordoñez. El 16 de Marzo se produce el levantamiento de Aparicio Saravia que
dió lugar al Pacto de Nico Pérez, firmado el 22 de ese mismo mes. Pero la paz
duró poco. El 1ºde enero de 1904 los blancos comienzan sus movilizaciones.
Estalla la revolución . El 10 de setiembre de 1904, muere Aparicio Saravia herido
en Masoller.
18 Del italiano: borrachera.
47
caña brava, la que al decir del Viejo Pancho, el pulpero misturaba
con pimienta. Nuestro personaje tenía alguna similitud con el del
tango, ya que no bebía para olvidar ninguna traición femenina,
lo hacía de puro “curda” nada más, sin descontar que sus estados
etílicos tal vez borrarían el recuerdo poco fragante de su trabajo
nocturno.
Juan Barullo era colorado como sangre de toro, lo que evidenciaba su coraje en aquellos días en que la policía de Rivera era,
toda, del bando contrario.
Una tarde sí y la otra también se ponía una golilla roja, se instalaba frente a la Jefatura de Policía, ubicada en el mismo lugar en
que está hoy, y durante largo rato, con su inconfundible vozarrón
vivaba al Partido Colorado, al que dedicaba sus mejores loas, en
tanto que denostaba al Partido Blanco y a sus próceres, no dejando
nunca de enrostrarles haber “asesinado al finado Quinteros”, trabucando el paraje con los nombres de César Díaz, Manuel Freire,
Francisco Tajes, etc, inmolados en Paso de Quinteros.
Al Capitán Etchepare, un montevideano con fama de guapo
que integraba la plana mayor de la Urbana (así se denominaba la
Policía Blanca), cada día le agradaba menos la presencia y actitud
de Juan Barullo. Nada menos que frente al cuartel general de las
milicias blancas.
Tanto llegó a no gustarle el asunto que, con algunos subalternos de su confianza, planificó la detención del “sublevado”, -justificada claro está por los agravios que le hacía a la autoridad y al
partido del Capitán-, y, además, el simulacro de su “fusilamiento”.
Una tarde, el oficial blanco puso en marcha su plan. Apenas
había llegado el “salvaje colorado” hasta el costado de la plaza Río
Branco, para iniciar su cotidiana “oratoria” contra los blancos, fue
detenido y alojado en una de las celdas ubicadas al fondo de la
Jefatura. De allí fue sacado al poco rato y metido en un barril rebosante de materia fecal, ya preparado para someter al provocador
al castigo ideado por el Capitán.
48
Aunque parezca que existía alguna afinidad entre el “condenado”, dado su oficio, y el contenido de la improvisada pieza de
tortura, de la que emergía sólo su cabeza, no era así. Juan Barullo
estaba muy desacomodado y le agradaba, muy poco o nada, el
momento que estaba viviendo.
Del desagrado, pasó a la inquietud y a la alarma cuando oyó
la imperativa voz de mando del Capitán Etchepare que ordenaba:
“¡Presentarse el pelotón de fusilamiento!”. Rápidamente se presentaron, aproximándose a pocos metros del siniestro barril, ocho
soldados que se colocaron cuatro parados y cuatro arrodillados.
“Preparen armas”, ordenó el oficial, oyéndose inmediatamente el
metálico sonido de los cerrojos de los fusiles; Como un tronido
se oyó ordenar a Etchepare: “¡¡Apunten!”. A esta altura el “condenado” hizo lo único que le aconsejó el pánico: se zambulló en el
ominoso líquido. Pasaron algunos segundos, no hubieron disparos
y Barullo emergió. Dos o tres veces repitió el Capitán su juego de
humor negro, podríamos agregar: y maloliente. Después, Juan
Barullo fue sacado del barril, reintegrado a la celda y al otro día
puesto en libertad.
Poco tiempo después ocurrió la batalla de Masoller que para
Rivera trajo, como consecuencia inmediata, la designación de un
Jefe Político y de Policía del Partido Colorado. Fue nombrado don
Julio Abellá y Escobar. A efectos de darle posesión del cargo, viajó
desde Montevideo el Dr. Carlos Travieso.
El día que se llevaba a cabo la ceremonia del caso, mucha
gente concurrió al local de la Jefatura. En instantes que hacía uso
de la palabra el representante del Poder Ejecutivo y se refería a
los atropellos de la Urbana, recordando el episodio de la tortura
a que fuera sometido un ciudadano dentro de un barril de excrementos y orines, fue interrumpido. Cesó de hablar para prestar
atención a quien, con fuerte y bien timbrada voz, ante el silencio
expectante de la concurrencia y no menos curiosidad del orador
capitalino, afirmó: “¡Doctor.., Doctor.., seu Doctor, el que comió
mierda fui yo!”.
49
A grito pelado, Juan Barullo reclamó su protagonismo en la
narración del orador. Lo hizo con orgullo vindicativo, sin quejas
ni reclamos.19
Pero, además, nuestro personaje, entonces con unos cuantos años encima, era un hombre muy orgulloso de su oficio. No
rechazaba ofertas. Cumplía eficientemente sus tareas y no lo acobardaban los tamaños de los pozos a desagotar, ni donde estuvieren
ubicados. Si estaban en el centro de la ciudad allí iba y si eran en
el Cerro del Marco o en el del Telégrafo, también les metía latas,
palas y baldes sin asco. No tenía casi competidores y, sobre todo,
en las calles céntricas sus vecinos confiaban en Juan Barullo y su
profesionalidad.
Pero pasaron los años, el progreso también alcanzó a Rivera
y aparecieron las primeras barométricas. El trabajo empezó a mermar para Juan Barullo quien debía competir contra las máquinas,
la rapidez de sus servicios e, incluso, sus tarifas.
Una tarde de verano mientras una barométrica funcionaba a
full desagotando el pozo negro de la Casa Parroquial, lindera con la
Iglesia, frente a la Plaza Río Branco, se atascó. El encargado de los
trabajos no logró volver a hacerla funcionar y los olores del pozo
negro llegaban hasta la calle Sarandi. El cura párroco, a sugerencia
de un vecino, resolvió recurrir a Juan Barullo.
Lo ubicaron en el Cerro del Marco al atardecer, bastante
encurdelado. De salida se negó a terminar el trabajo que había
quedado a medio hacer. Tuvo que ir el cura a convencerlo.
A regañadientes, tambaleándose, bajó del cerro rumbo a la
Iglesia.
Con sus baldes, palas, latas, piolas y botellas de caña, mirando
desafiante al encargado de la barométrica, se arremangó la camisa
y, en calzoncillos, puso “manos a la obra”. En poco más de dos
horas, el pozo negro quedó vacío.
19 Juan Barullo hizo su “aclaración y precisión” al Dr. Carlos Travieso. No,
según otra narraciones, al Dr. Asis Brasil, refugiado político brasileño que vivió
en Rivera
50
Esa noche, con su ropa dominguera y un gran pañuelo colorado, Juan Barullo se paseó por las calles céntricas de Rivera, muy
feliz y a tropezones, gritando, a todo pulmón, mientras se golpeaba
el pecho: “¡A baronesa se entupe20, mais Joao Barullo nâo!”.
20 Del portugués: obstruido, tapado.
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El repetido discurso de Pablo Bandera
No era un almacén. Si así le llamáramos estaríamos dando la
falsa sensación de un comercio. Era un infraboliche, instalado en
una casi tapera urbana, lo que poseía Pablo Bandera. Existencias:
un poco de caña brasilera, idem de yerba, mucho menos de un kilo
de tabaco (procedente también del país vecino) y media docena
de cajas de fósforos.
Hasta allí, en compañía de otros congéneres, tan carentes de
numerario como nosotros, íbamos de tarde en tarde en los días
de nuestra primera juventud.
Bandera no era, precisamente, un loco. Tal vez fuera un “loco
lindo”. Siempre estaba de buen humor; nunca se quejaba de nada
ni de nadie, jamás lo vimos enojado ni aún cuando alguno de nosotros, con inconsciencia juvenil, lo hacía objeto de alguna broma
de mala ley. Reía casi de continuo y sólo se ponía fugazmente serio
al finalizar su “discurso”. Por otra parte, no lo decía con frecuencia.
Sólo lo “pronunciaba” algunos anocheceres, ante nuestro insistente
ruego, y en honor, casi siempre, a un nuevo cliente.
Entonces parecía que nuestro anfitrión y bolichero se ponía
en trance. Con pausada voz y ajustado ademán, en esencia decía, lo
que transcribimos a continuación, aclarando que no se trata de la
reproducción exacta de sus palabras, pero sí de una interpretación
fiel no de su pensamiento, sino de la envoltura de su oración. Así
hablaba Bandera: “..rememorando la idogrecia de la empollerosa
y de la hipocondria que se atraca en mi garguero y revienta justamente en la pared de adentro de mi cabeza, que corre por mi
espina sorzal y sale por los callos de mis pieses, les digo a ustedes,
que están y no están aquí y que cuando no están quiero que estén
y no puedo, no quiero ir a buscarlos para que me hagan este pedido.¿ De qué quieren que les hable? ¿De la estrella que todas las
noches me mira y me conversa y cuando le quiero contestar, se
52
esconde? ¿o quieren que les cuente el asunto de la vieja Ramona
que salió pariendo cuando ya era abuela? ¿que les hable de mis
amores con Celeste caminando a la luz de la luna, que se apagó
para siempre cuando ella se casó con el estanciero Fagundez? No,
de eso no quiero hablar. Más mejor que les cuente las hazañas del
flaco Herculano García, que los viernes se volvía lobisón. Pero
tampoco tengo lembranza de ese asunto. Sólo me acuerdo que el
Flaco murió, sigún decían, de una sincopledia cardial y, a propósito
de su muerte, yo ya morí varias veces. Morí cuando la señorita
Ema Bordenave, la única máistra que tuve, se volvió pa´l pueblo,
dejando en el aire su perjume, que mucho tiempo estuvo metido en
mis narices y junto con su aroma yo veía, de día y de noche, su cara,
su pelo, sus ojos, su boca, todo su cuerpo… y morí cuando en un
hoyo del camposanto pusieron a mi madre, la apretaron con tierra
El autor en el boliche de Pablo
Bandera esperando a sus amigos.
53
y nunca más la vide; morí muchas veces más, pero no quiero hablar
más de muerte ni de nada. Si quieren que les diga un discurso, me
lo piden otro día. Porque agora ya estoy sintiendo adentro mío, la
elítica astrata que me güelve triste. Pronto, se acabó!”.
Ese fue siempre, palabra más palabra menos, el famoso discurso que le oíamos a Bandera y que rubricábamos con aplausos,
alabanzas y carcajadas. Muchos años después, recordando gentes
y hechos de nuestro pueblo intentamos, sin resultado, ahondar en
el significado de las palabras del lejano y definitivamente ausente
orador.
Cuando formábamos parte de su auditorio, sólo transitábamos en la superficie del sentido de sus discursos. Sabíamos que
“sorzal” sustituía a dorsal; que “lembranza, tomado del idioma del
país vecino, era recuerdo y que “sincopledia cardial” significaba
un síncope cardíaco.
¿Pero qué pensaba realmente Bandera? ¿Qué cosas pasaban
por los meandros de su cerebro cuando decía: “idogrecia de la
empollerosa y de la hipocondria”?, pues él no era nervioso ni melancólico y ¿qué pensar de “la estrella que lo miraba, conversaba y
se escondía?”; de “la luna que se apagó para siempre” cuando su
enamorada Celeste se casó con el estanciero; de las “varias veces
que murió”; ¿que quería decir cuando hablaba de la elítica astrata? Quizás había oído, no leído pues no sabía leer, lo de elíptica
abstracta, elíptica o abstracta…Vaya uno a saberlo.
Lo cierto es que nunca sabremos, en concreto, quien era y
cómo era por dentro Pablo Bandera.
En nuestros años mozos, “un loco lindo” que nos hacía reír y
que ahora, después de medio siglo de existencia, vuelve a hacernos
sonreir recordando su enigmático discurso.
54
Pedro Guapo
Sin mucho esfuerzo vencimos la tentación de titular este relato: “Un guapo de 1935”. Teníamos el temor de aparecer plagiando
al dramaturgo argentino Samuel Eichelbaum, que tituló su conocida obra teatral, adaptada también al cine,: “Un guapo del 900”.
No recurrimos al plagio porque la figura del guapo que traza
Eichelbaum, es una ficción de los guapos rioplatenses de las postrimerías del siglo pasado, muy bien lograda, con colores y pinceles
manejados magistralmente. Estas líneas cuentan, en cambio, la
vida de un hombre que realmente existió.
Lo conocimos y tratamos en la década del 30 y vive radicado,
ahora, en una ciudad del Estado de Guanabara (Brasil). Se llama
Pedro Rosell y el apodo de “Pedro Guapo”, no lo buscó ni lo halagaba. No era vanidoso y sus hazañas fueron espontáneas y justas,
sin mayores aspavientos y siempre respondiendo a provocaciones.
Con los desvalidos y débiles, tenía un trato de igual a igual.
Con los fuertes y arrogantes, que se tornaban agresivos o prepotentes, los reducía a pura guapeza.
Historia de guapos hemos oído muchas. Desde el que le escupió el vaso de caña al comisario del pueblo, guapo también; aquel
que peleó solo contra todos los policías del lugar; el que se llevó
enancada a la novia del matón la noche de bodas; el preso que
encerraron en la jaula de la tigra, en la quinta de Máximo Santos,
en la Avda. de las Instrucciones, que, con el mango aguzado de una
cuchara, mató a la fiera; el que atrapó al lobisomen en Paso de la
Estiba e, incluso, la del guapo que en un alarde de coraje y humor,
le escupió el oído a una crucera que daba botes para todos lados…
A esos guapos, no los conocimos ni de vista.
Tampoco conocimos a los guapos y valientes que aparecen a
lo largo de la historia universal. No obstante nuestro descreimiento
55
no somos irreverentes y, por ende, damos por cierta la existencia
de aquellos.
Como una introducción al tema, vamos a recordar lo que
se cuenta respecto de algunos de los que actuaron en la “cuenca
del Plata”.
Por ejemplo, el sanducero Fausto Aguilar que al lanzarse a la
batalla en Coquimbo arengó a sus soldados con una frase patética,
bravía y paternal: “A sacarse los ponchos muchachos, que en el
otro mundo no hace frío!”.
El historiador José Ma. Fernández Saldaña, en su “Diccionario uruguayo de biografías”, al citar la frase de Aguilar dice que
le “recuerda al griego de las Termópilas”.
Máximo Pérez, fue un caudillo de Soriano a quien nuestros
historiadores no han hecho justicia. Si se refieren a él, lo hacen
escuetamente y, casi siempre, subestimándole cuando es merecedor de otro tratamiento por su honestidad, lealtad y valentía.
Su honradez surge, sin discusión, cuando manejó los dineros del
Estado en el ejercicio de la Jefatura Política del departamento de
Soriano. La lealtad a su Partido y a Venancio Flores, la demostró
antes y después del asesinato del Jefe de la Cruzada Libertadora.
Su guapeza estuvo de manifiesto, muchas veces, hasta su muerte
el 4 de julio de 1882 peleando, lanza en mano, al frente de una
revolución que empezó en Soriano y se cerró en Isla del Hospital,
departamento de Rivera.21
Yamandú Rodríguez, en su poema “La carga de Arbolito”
escribe: “Toparon en Arbolito los Muniz con los Saravias. De un
lado divisas rojas, del otro divisas blancas”… “Desde entonces en
la Banda Oriental, las madres bendicen a sus hijos, diciéndoles
“Dios te haga guapo como Chiquito Saravia!”.
Fue grande, a su manera, Antonio Floricio Saravia cuando
desafía la muerte y ésta lo abate en su famosa carga a lanza. No
21 Sólo el Prof. Guillermo Lockart, lo reivindica en su libro: “Máximo Pérez,
un caudillo”.
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menos noble el poeta colorado, cuando en sus versos rinde homenaje al guerrillero blanco.
En otra lucha fraticida, en la tarde del 1º de setiembre de
1904, en Masoller, frente a las tropas blancas que superaban las
suyas en una proporción casi de 10 a 1, el General José Nemesio
Escobar, Jefe de la Avanzada del Ejército gubernamental, ordena
desensillar a sus hombres e inicia la batalla.22
Un historiador pone en un mismo plano las decisión del Gral.
Escobar y la de Hernán Cortés, cuando quema sus naves. ¿Partidarismo sectario, patrioterismo o exageración literaria? Creemos
que no. En esencia, los riesgos de no retroceder ni embarcarse
en sus naves, son los mismos para el oriental y el español. En la
adversidad, si flaquearan no podrían volverse atrás…
De apellido Valiente eran cuatro hermanos “porongueros”
o “trinitarios”: Agustín, Miguel, Juan Bautista y Dionisio. Todos
estuvieron en la batalla de Coquimbo. Los tres citados en primer
lugar, combatieron en un mismo sector del combate y encontraron allí la muerte. El cuarto, Dionisio, sobrevivió y al sepultar a
sus hermanos, dijo: ”…entierran a los tres, porque no estábamos
los cuatro”.
El caudillo riojano Angel V. Peñalosa, “El Chacho”, valiente,
generoso y caballeresco, enfrentó al dictador porteño Juan Manuel de Rosas cuando las provincias argentinas combatían contra
Buenos Aires. Fue derrotado y desterrado a Chile. Regresó con 50
hombres y organizó en La Rioja las fuerzas que iban a combatir
contra la ciudad-puerto de Buenos Aires. Lo asesinaron el 8 de noviembre de 1863, en el villorrio de Olta, “…cosido a puñaladas en
su propio lecho, mientras dormía, por un asesino que se introdujo
22 El Gral. José Nemesio Escobar estaba al mando de las tropas de las avanzadas de las fuerzas gubernamentales. Depuesto por el Ministro de Guerra, Gral.
Eduardo Vázquez, desacata la orden (“El general Vázquez que se vaya a la puta
que lo parió!”), ordena desensillar y abre fuego sobre el ejército blanco. Después
de formalizada la batalla se suma el grueso del ejército
57
en su campo en el silencio de la noche; fue enseguida degollado
y el asesino huyó llevándose su cabeza”, afirma José Hernández.23
Dos años antes, el 2º de setiembre de 1861, Sarmiento le había
escrito a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este
es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único
que tienen de seres humanos”.
Un nombre que no aparece en la historia oficial de nuestro
país, pero sí en la memoria popular, es el de Martín Aquino. Un
individuo controvertido, quien más allá del juicio de sus contemporáneos, no fue el único responsable del trágico camino que
anduvo en vida.
Aquino, un guapo de ley, peleó y mató sin ventajas. A diferencia de los modernos delincuentes o pistoleros, no mató para robar
y sin ventajas murió peleando. Fue el último matrero oriental.
Pero, ahora bien, volviendo a nuestro Pedro Guapo, es necesario precisar que no lo encasillamos con los guapos míticos y,
menos aún con los valientes que hemos rememorado.
Pedro Rossel nació en Fray Bentos. De mediana estatura, rubio, de ojos azules, con una discreta melena ondulada, su apellido
nos lleva a suponer que era de ascendencia inglesa, teniendo en
cuenta que en su ciudad natal está instalado el Frigorífico Anglo,
donde han trabajado muchas personas de orígen británico. Era
muy atildado en el vestir y lucía trajes de colores sobrios.
En 1935 tendría entre 33 y 38 años. Portaba habitualmente
un puñal, su arma preferida. Quizás por lo que dice Juan M. Magallanes: “el puñal macho, seguro, mudo. No la pistola gritona,
novelera”.
Una vez nos contó que cuando era adolescente trabajó en el
Anglo, pero un día pasó a Gualeguaychú en la Argentina. Después
siguió a Paso de los Libres y, al poco tiempo, cruzó el río Uruguay
y se instaló en Uruguayana. Es entonces que trabajando en un
cabaret brasileño, aprende un nuevo oficio: fichero o profesional
23 José Hernández lo llamó “El Cid Campeador Riojano”.
58
de ruleta. Se convirtió en un diestro clasificador y ordenador de
fichas por sus valores y colores. Pero, además, aprendió a conocer
directamente la heterogénea fauna del mundo nocturno.
Un día, el del descanso semanal, matando el tiempo, deambulando por la ciudad se topa con un mitin político. Escuchando
al orador, que se autoelogiaba, oyó que éste, entre alabanzas y alabanzas, afirmó enfáticamente: “Eu, riograndense peito de aço!”24
Este floripondio, le hizo mucha gracia a Rossel quien lo grabó
en su memoria
Al cabaret donde trabajaba nuestro amigo asistía, y era habitué, un temible caudillo, matón, amo y señor de la ciudad. Andaba
siempre acompañado y protegido por una decena de paniaguados
y guardaespaldas. Una noche, ante la negativa de una mujer de que
se sentara y le hiciera compañía, acostumbrado a que le obedecieran, primero la agredió soezmente de palabras, intentando después
golpearla. Fue entonces que, en forma mesurada, intervino Pedro
Rossel diciéndole al matón que dejara tranquila a la muchacha.
Este, sorprendido de la intervención de Rossel, se volvió iracundo
apuntándole con el revólver. Pero mayor fue su sorpresa, que se
transformó en miedo, cuando más que sentir intuyó sobre el costado izquierdo de su pecho la punta del puñal del fraybentino quien,
socarroneamente, le decía: “…guarda el revólver, riograndense
peito de aço Guardalo porque te vas a lastimar con él”. El matón
enfundó su arma y se retiró, rápida y estratégicamente seguido por
sus “capangas”25. Los otros parroquianos del cabaret, que temían
los desmanes del matón, se solazaron en grande y uno de ellos,
que se perdió en el anonimato, ofició de sacerdote rebautizando
a Rossel, quien, desde aquella noche y para siempre, pasó a ser
“Pedro Guapo”.
Nuestro personaje no anduvo por la vida, lanza en ristre
con la adarga al brazo, enderezando entuertos, como el sin par
24 En portugués: ”Yo, riograndense, pecho de acero.
25 Guardaespaldas, cómplices.
59
Caballero de la Mancha pero, en su presencia, no toleraba que se
atropellara a personas humildes, desamparadas o inermes ante la
prepotencia.
En Uruguayana, Pedro Guapo protagonizó otros enfrentamientos similares al narrado y, aunque por su intrepidez, contó
siempre con la fracción del minuto que le hubiera permitido herir
o matar a un rival, jamás lo hizo. Porque, precisamente, era guapo
y no un asesino.
Cuando dejó esta ciudad, anduvo por otros lugares de Río
Grande do Sul, siempre precedido de su fama de hidalga guapeza.
Un día llegó a Santa Ana do Livramento, frente a Rivera, y allí
siguió trabajando en la ruleta del cabaret “La Caverna”. Muchas
veces, después de terminar de trabajar, concurría a la “La Gallega”, un centro nocturno que pese a no contar con ruleta, bacará
o monte, era tan “prestigioso” como los otros de su ramo. Una
de esas noches, una pareja de policías uniformados, 26 resolvió
hacer un registro de armas, sometiendo a los clientes a todas clase
de manoseos y vejámenes. Cuando se enfrentaron a Rossel éste,
serenamente, se puso de pie. Esto no lo libró de recibir el mismo
trato que tuvieron los otros asistentes. Pero los policías no sabían
que este hombre “no era de correr por tortas” y que, disimulando
el ultraje, levantó los brazos y, cuando le palpaban la ropa, rápidamente bajó su diestra hasta el revólver del policía, lo tomó, encañonó al otro a quien intimó la entrega del arma y, sin apresurarse,
empuñando en cada mano un revólver, retrocedió de espaldas
hasta la salida, y ganó la calle diciéndoles, con una ancha sonrisa,
a los uniformados: “riograndenses, peitos de aço, salgan a buscar
sus armas!”. Hizo dos disparos al aire y, lentamente, recorrió los
metros que separan y unen a Livramento y Rivera. En territorio
uruguayo, le explicó a un agente policial lo sucedido y le hizo
entrega de los dos revólveres.
26 PP. “Pedro y Paulo”, Patrulla Militar.
60
Cabe agregar, a esta altura, que Pedro Guapo sólo espetaba
lo de “riograndense, peito de aço” a matones o prepotentes. Trataba con respeto, dispensándoles un trato cordial y amistoso, a los
ciudadanos brasileños.
La noche siguiente a la incidencia que narramos, Pedro
Guapo trabajaba, normalmente, en su habitual ocupación en “La
Caverna”.
Podríamos extendernos narrando otros hechos, donde Pedro
Rossel (a) “Pedro Guapo”, fue protagonista. Pero solamente vamos
a recordar dos.
El primero: una noche en “La Gruta Azul”, un restaurante de
Livramento que tenía horario de corrido, estaban cenando Pedro
Guapo con Dorival da Silva, un amigo riverense, cuando entró
Pedruca, un individuo siniestro que en Porto Alegre había asesinado a tiros de carabina a cuatro personas. Como era conterráneo
y correligionario del Gobernador del Estado de Río Grande do Sul,
lo salvaron de una condena a prisión perpetua mediante un certificado médico que diagnosticó que sufría enajenaciones mentales
con estallidos de violencia… Fue internado en un hospital por un
corto lapso y luego liberado.
Pedruca era un ser tenebroso, de aspecto patibulario. Vestía
una capa negra, tenía una larga cabellera, unas patillas enormes y
usaba un sombrero de anchas alas. Todo su atuendo se sumaba a
su aspecto físico. Esto fue quizás lo hizo que Rossel fijara la vista
en su antiestético tocayo. Ello provocó la reacción de Pedruca
quien increpó a Rossel, más o menos así: “¿Qué me está mirando?”. Sonriendo, Pedro Guapo le dijo:”Te miro para elegir el lugar
donde te voy a pinchar”. El asesino rápidamente, quizás porque
venía con el arma empuñada debajo de su capa, extrajo el revólver
y apuntando al uruguayo apretó varias veces el gatillo pero fallaron
los disparos. Con igual rapidez Pedro Guapo, desenvainó el puñal,
saltó sobre el matón, lo colocó sobre su pecho y, burlonamente, le
preguntó: “¿Dónde querés que te lo clave, riograndense peito de
aço?”, mientras hacía correr la aguzada punta del arma sobre el
61
cuerpo del despavorido asesino. Reiteró la pregunta varias veces,
sin respuesta. Lo miró con asco y le espetó: “¡andáte, infeliz de
porquería!”.
Pedruca, el “Peito de aço”, no esperó la orden por segunda
vez y rajó de “La gruta Azul” mientras Pedro Guapo reía con ganas.
El segundo: está situado en un caluroso atardecer cuando
junto a mis amigos Martín Echevarría, Manuelito Gil, Juan Rodrigo y Juan Scaraffuni, ante sendos vasos de chopp, rodeábamos
una mesa, de las decenas que cubrían la ancha vereda del “Café
Internacional” en Livramento, que estaba ese día totalmente colmado de brasileños y uruguayos sedientos.
A una distancia de unos dos metros, en otra mesa, estaba
el Prefecto de la ciudad rodeado de correligionarios y “capangas”.
Este individuo era el factótum político, dueño y señor de la región y los acompañantes formaban su “guardia pretoriana”. Las
órdenes del jerarca municipal, con atribuciones de jefe de policía
y corifeo absoluto, no se discutían y se acataban siempre. Sus secuaces habían implantado la ley del revólver, avasallando vidas y
jueces. Eran personal a sueldo para los crímenes ordenados por
el caudillo de marras.
Estábamos, entonces, en nuestra rueda picoteando diversos
temas cuando llegó Pedro Guapo. Vestía, aquel tórrido atardecer,
como era su estilo: un adecuado traje de lino blanco, camisa también blanca y una corbata azul con lunares rojos. Nos dirigió un
par de bromas,referidas al calor y las cervezas, hasta que sus ojos
dieron con el Prefecto y sus acólitos. Se puso tenso, quizás recordando los crímenes aleves que habían cometido, y, sin aguantarse,
dirigiéndose a nosotros preguntó: ”¿…no vieron por aquí a algún
valiente riograndense “peito de aço?”; repitiendo la pregunta varias
veces, agregando: “…de esos guapos que pelean mano a mano,
siempre con una ventaja de 10 a 1, asesinos y cobardes…” y otros
calificativos del mismo orden.
En la mesa vecina nadie se dio por aludido, absorbidos en
una conversación que no oímos pero que sospechamos fue el
62
recurso para desentenderse de las provocaciones de Rossel. Poco
minutos después, el Prefecto abandonó la mesa seguido de sus
capangas.
Nosotros creemos que se fueron con un gran alivio, quizás
mayor que el nuestro que estuvimos sudando por partida doble
por el calor sofocante y por lo que pudo haber sido trágico para
quienes estuvimos en la línea de fuego del posible tiroteo.
El oriental y fraybentino Pedro Rossell, -Pedro Guapo-,
quizás se molestaría con lo narrado sobre su tránsito por tierras
norteñas. Son recuerdos de un tiempo lejano narrados como un
sincero homenaje al único guapo que hemos conocido sin negar,
por supuesto, la existencia de otros.
63
La desercion de un combatiente
Orlando José Scaletti era un buen obrero carpintero, condición que, junto con su sangre itálica, heredó de su padre Don
Francesco Scaletti, experto en trabajar maderas; tan fanático garibaldino como gustador de la polenta “con pajaritos”, que acompañaba con repetidas dosis del tinto. La polenta saturada de tuco
y el vino, áspero, astringente y copioso, aumentaban su eufórica
alegría cotidiana, que sólo daba paso a raros enojos, más estridentes que peligrosos, cuando algún irreverente negaba al héroe
de dos mundos27.
Don Francesco era capaz de tolerar hasta los agravios personales, pero nunca permitió la más pequeña alusión ofensiva a
su ídolo: “El león de Caprera”. Si ello sucedia, Scaletti estallaba
en denuestos en italiano, tales como: “maledeto”, “figlio de una
putana”, “bafanculo28” y otros calificativos de su corto, pero mortífero, repertorio.
Su hijo, Orlando José, tenía, a su vez dos entrañables pasiones. “Hobbies”,como se dice ahora, que eran: dirigir murgas y la pirotecnia. Lo primero lo hacía desastrosamente tanto que, en lugar
de alegrar, deprimía a su esmirriada audiencia en los tablados de
Carnaval. La Comisión Municipal de Fiestas resolvió prohibir las
actuaciones de las murgas de Scaletti adoptando una salomónica
resolución: declarar sus murgas fuera de concurso, otorgarles un
pergamino y establecer un premio vitalicio a conceder en cada
carnaval, considerando la antigüedad y los méritos, como en el
caso de los ascensos militares.
No ocurría lo mismo con su artesanía pirotécnica. En ella,
maniobraba hábilmente la pólvora y los cartuchos confeccionando
27 Giuseppe (José) Garibaldi, nacido en Niza el 04-07-1807. Falleció el 02-06-1981
en la isla de Caprera (Italia).
28 En italiano: maldito, hijodeputa, andá a la mierda.
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bombas y cohetes de excelente calidad. Un día se compró un cañoncito de utilería, que cargaba y disparaba, con estampidos ensordecedores, cartuchos de grueso calibre. Con esa pieza de artillería participaba Scaletti en todas las asambleas políticas, remates,
fiestas, cumpleaños, casamientos, pencas cuadreras, etc., como
un acreditado y rentado técnico. Esa actividad lo llevó a reducir
sus trabajos de carpintería. Empezaron, entonces, a llamarle: “El
artillero”… Le gustó el nuevo sobrenombre. Con los años, sustituyó
el cañoncito por un mortero.
Ahora bien, durante muchos años algunos festejos populares,
entre ellos más de un Carnaval, fueron perturbados por nuestros
hermanos de la vecina ciudad de Santana Ana de Livramento. Con
saldos de muertos y heridos y personas a quienes les llevó mucho
tiempo recuperarse de sus malos recuerdos o procesar el duelo
por sus familiares muertos.
Hubieron otros hechos, ajenos a fiestas y carnavales, que
alteraron también la paz de los riverenses. Resultaría fatigoso
mencionar todos esos incidentes, pero sí debemos incluir en esta
crónica algunos de aquellos que, en nuestra opinión, fueron los
más graves. Estos, en su mayoría, se sucedieron a lo largo de la
consolidación de las fronteras del País.
Entre otros, podemos enumerar por ejemplo, que el 28 de
abril de 1869 tropas brasileñas invadieron nuestro país llegando
hasta la zona de Curticeiras, enfrentándose a soldados y civiles
orientales con un saldo de numerosos muertos y heridos.
El 31 de diciembre de 1886 soldados del 18º Batallón de
Infantería y del 4º de Caballería del ejército brasileño sostienen
un largo tiroteo con ciudadanos orientales. No se conoce si hubieron víctimas. Pero, el 5 de enero de 1887, en Rivera Chico,
fue secuestrado el Sgto. Juan B.Barcalá, trasladado a un cuartel
brasileño fue azotado, estaqueado, rapado a cuchillo y arrojado
desnudo a la calle.
El 23 de agosto de 1893 el ejército brasileño ingresó a nuestro
territorio persiguiendo a integrantes de las fuerzas federalistas que
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combatían en Rio Grande del Sur. Los invasores se internaron
más de dos leguas en territorio oriental, asaltando y saqueando
viviendas de civiles desarmados que fueron secuestrados –llevados
al Brasil- o degollados. El 28 de agosto, cinco días después de la incursión de las fuerzas brasileñas, fueron asesinados, por soldados
al mando del Capitán Juan Francisco Pereira de Souza, el Guarda
de Aduanas Medardo González y el Tnte. Silvestre Cardozo.
El 27 de agosto de 1897 un grupo de civiles y soldados brasileños, armados a guerra, asaltaron el local donde se editaba el
periódico “O Canabarro”, publicado por exiliados republicanos,
empastando su tipografía y destrozando la máquina impresora.
El 1º de noviembre de 1903, mientras se efectuaba la instalación de una campana en la Iglesia de Rivera, se produce un
incidente entre guardiaciviles y soldados brasileños. En la balacera
muere el soldado Nizan Vieira da Cruz y es detenido Gentil Gómez, hermano del Prefecto de Livramento, que estaba requerido
como responsable del asalto a la imprenta de “O Canabarro”. Sus
compañeros y compatriotas amenazaron con invadir Rivera para
rescatarlo. Se movilizaron 400 hombres de los regimientos 1º y 5º
de Caballería, con asiento en Livramento, al mando del Cnel.Ataliva Gómez, apostándose sobre la línea divisoria. Del lado oriental,
en defensas ubicadas en las calles Sarandí, Ituzaingó y Agraciada,
a dos cuadras de la frontera, se atrincheraron 80 hombres de la
Guardia Urbana al mando de Carmelo L.Cabrera, Jefe Político y
de Policía. Después de un tiroteo de más de una hora y ante la fuga
del prisionero con su custodia, los brasileños se retiran.
El “Episodio de la Campana” determinó que el gobierno de
José Batlle y Ordóñez decidiera el envío de dos regimientos del
Ejército, el 4º y el 5º de Caballería, como medida precautoria en
defensa de la soberanía nacional. El Partido Blanco, responsable
de la Jefatura Política y Policial del departamento fronterizo, exigió el retiro del regimiento pero Batlle mantuvo su decisión y los
blancos se alzaron en armas. La revolución de 1904, liderada por
66
Aparicio Saravia es historia conocida y no corresponde en esta
crónica detenernos en ella.
Es interesante destacar, sin embargo, que, en la memoria y en
el imaginario de los riverenses, la violencia de los hechos narrados
se trasmitió de generación en generación. De una u otra forma
fueron incorporados a la historia, oral y escrita, de una frontera
que se definió y consolidó lentamente a mediados del siglo pasado.
Ello explica el relato que sigue y los personajes del mismo.
Retomando entonces nuestra narración, cuyo primer protagonista fue Orlando José Scaletti, debemos ir a 1935. Ese año,
en febrero, en pleno carnaval, una noche los riverenses con gran
derroche de serpentinas, papelitos y lanza perfumes, bailaban y
“puxavam cordón” en el centro de la Plaza Río Branco,(Sarandi
y Monseñor Vera). Al baile asistía un buen número de “clases” y
soldados del ejército brasileño, destacado en Santa Ana do Livramento.
Las locuras que patrocina y encubre el dios Momo, junto
a su hermano Baco, originaron la tragedia. Primero trompadas
y patadas y, cuando interviene la policía, los soldados brasileros
sacan sus armas de fuego y disparan contra los policías. Uno de
los proyectiles produce la muerte de un joven de apellido Rebollo,
totalmente ajeno a los incidentes, quien se encontraba a más de
cincuenta metros del lugar de los hechos. Su muerte, y la cantidad
de víctimas seriamente heridas y con riesgo de vida, exacerbaron
los ánimos obligando a la policía a actuar, rápida y en forma firme, deteniendo a los protagonistas; entre ellos, a varios soldados
brasileños. En esta jornada sangrienta, el Comisario Jesús V. da
Cunha, con su reconocido valor personal, dirigió los procedimientos y aseguran, testigos de la refriega entre uruguayos y brasileños,
que “se metió en la jaula de los leones” al cruzar la línea divisoria Uruguay-Brasil para capturar a los soldados en su huída. No
menos de una decena fueron detenidos y puestos a disposición
de la Justicia. La mayoría de ellos, después de ser interrogados y
probar su inculpabilidad fueron liberados. Al final sólo quedaron
67
La murga de la juventud. De pie, 1º a la izquierda, batuta en mano, Orlando J. Scaletti; 2º
a la izquierda, apoyado sobre una rodilla, soplando un trombón, Osvaldo Lezama.
presos un sargento y dos soldados confesos de haber efectuados
los disparos.
Al otro día, a partir de las 12 horas, empezó a circular, con
visos de verosimilitud, la noticia de que los sargentos de la unidad
a la que pertenecían los presos se aprestaban a sacar el Regimiento
a la calle, cruzar la frontera y liberar a sus compañeros de armas.
El rumor dejó de ser tal cuando un oficial superior de la Brigada
Estadual, con asiento en Santa Ana, confirmó las intenciones de
los sargentos.
La policía y el regimiento militar destacado en Rivera, los
únicos “dispositivos de combate” usando la jerga militar, pasaron
a estado de alerta y fueron acuartelados. Muchos riverenses se
presentaron a solicitar armas y un puesto de lucha para contribuir
a la defensa de nuestra soberanía.
También “el artillero” Orlando José Scaletti reclamó su lugar.
Lo aceptaron y le entregaron una carabina, “más larga que esperanza de pobre”, que lo aventajaba en su estatura por no menos de
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medio metro. Nosotros fuimos testigos directos de eso así como del
corrillo que se formó a su alrededor, mientras nuestro personaje
sacaba pecho y empinándose en un vano intento de dominar el
auditorio formado en su entorno, sentaba cátedra de tácticas de
guerra.
En eso estaba Scaletti cuando un chistoso, desde un auto en
marcha, gritó dirigiéndose a quienes estábamos reunidos pero,
seguramente, en particular al Artillero: “…se vinieron los brasileros!!!”. Primero gran silencio en el corrillo hasta que Scaletti,
soltando la carabina, se larga a correr… desesperado. Hizo una
rápida y correcta “descarga de talón”, según otro chistoso de esos
que nunca faltan.
Los brasileros no invadieron y, días después la gente comentaba que “El artillero”, en su disparada, llegó hasta el puente
del ferrocarril, distante algunos kilómetros del centro. Pernoctó,
aunque talvez insomne, en aquel lugar, donde fueron sus amigos
a buscarlo al otro día. Cuando le dijeron a Scaletti que nada había
sucedido y que sólo fue una falsa alarma, bajó la cabeza, entrelazó
los dedos de sus manos y no dijo una sola palabra.
Después se volvió taciturno, se dejó crecer una luenga barba,
abandonó murga, carpintería, pirotecnia y, también el baño, hasta
el final de sus días.
Una simple broma malogró todas sus virtudes y, esencialmente, frustró su vocación de combatiente y guerrillero. Una catástrofe para sus conterráneos y amigos, inconsolables durante
largos años.
69
Los recursos de Villalba
Rogelio Villalba fue un jugador profesional, un tahúr, que,
como otros muchos colegas, vino a vivir a Rivera cuya ubicación
geográfica, frente a la ciudad brasileña de Santa Ana do Livramento la hacía una zona propicia para manejar con éxito sus habilidades con una baraja de naipes.
Villalba vivía sujeto, lógicamente, a los avatares de su actividad. Con períodos de “gran autonomía de vuelo” y otros con
violentos aterrizajes, sin paracaídas.
Muchas veces con billetes ganados a clientes que sólo sabían
jugar “a suerte y verdad”, rachas de “plata dulce” en la jerga de los
tahures. Otras veces, sin tener ni “con que hacer cantar a un ciego”.
Como la mayoría de sus colegas, Rogelio, era muy ocurrente y
olfateaba de lejos a un “candidato”.
Ahora bien, es sabido que en 1935 los opositores al dictador
Gabriel Terra intentaron, sin éxito, un movimiento revolucionario
que fue rápidamente sofocado. En el movimiento, participaron
el caudillo don Ezequiel Silveira y un militante batllista con relevancia intelectual, Justino Zabala Muniz, ambos arachanes, al
mando de la llamada “División Cerro Largo” al norte del país y,
en el sur, don Ovidio Alonso comandando la “División Colonia”,
que se batió valientemente en Paso Morlán.
En el corto lapso que duró la rebelión, enero del 35, en los
montes de Cuaragatá, bajo el bombardeo de la aviación del gobierno, entre otros luchadores perdió la vida el Teniente Enrique
Goicoechea Segovia, de quien éramos amigos.
Al estallar la rebelión, el Gobierno dispuso que el ejército y
la policía con asiento en Rivera y zonas suburbanas, marcharan
hacia Cerro Largo. La ciudad quedó desguarnecida de la noche
a la mañana; un hecho insólito que provocó el comentario de un
70
ciudadano brasileño quien, jocosamente, comentó que “O povo
ficó por conta do à toa!29
En víspera de estos hechos, Rogelio Villalba había sido detenido por la policía, a raíz de un incidente con un contrincante
ocasional donde se intercambiaron disparos de armas de fuego,
del cual salieron ilesos los dos. Villalba fue detenido, pero el otro
pudo cruzar la frontera hacia Brasil.
A la mañana siguiente de la detención de Villalba, los efectivos que formaban la policía de la seccional 1ª, desde el Comisario
hasta los caballerizos, cumpliendo la orden del gobierno marcharon rumbo a Cerro Largo.
Esa día, nosotros que vivíamos a unas cuadras de la comisaría, en Avda. Brasil entre Agraciada y Uruguay, cuando pasábamos
ante la misma nos topamos con Villalba sentado a la puerta del
edificio policial.
Después del saludo ritual, le preguntamos que hacía en aquel
lugar y recibimos una insospechada respuesta: “Estoy preso”. Y ante
nuestra sorpresa, agregó, sonriendo: “Como todos se han ido a la
revolución, aunque preso, me creo obligado a cuidar la comisaría”.
Otra vez, cuando Villalba andaba más pobre que Martín
Fierro en los fortines del norte, una noche en el Casino de Rivera,
observando como al desgaire las mesas de ruleta y punto y banca,
pero con los cinco sentidos puestos en que apareciera un “candidato” (un punto), apareció uno.
Era un hombre joven, que vestía camisa negra, llevaba una
barba negra de muchos días y mostraba los signos inequívocos de
estar de duelo, por la muerte de algún familiar.
Lo vio Villalba y se le fue al humo. Le dio un apretado abrazo
y, con voz quebrada, le acompañó el sentimiento y se extendió
en consideraciones: “cuanto lo lamento, éramos amigos, mucho
me duele su muerte, de la que me enteré tarde sino hubiera ido al
velorio…” y otras más durante un largo rato. En ningún momento
29 Del portugués: “El pueblo quedó a cargo de nadie”
71
hizo referencia al sexo del finado, ni al parentesco que unía al
muerto con su interlocutor.
El doliente, como no podía ser de otra forma, agradeció emocionado e invitó a Villalba a tomar un café que después fueron
dos o tres. Entre café y café, hablaron de la ruleta, del bacará, de
la mala suerte para el juego, etc. etc .aprovechando Villalba para,
patéticamente, decir que esa noche había perdido unos cientos de
pesos y recalcando que era todo el efectivo que portaba. Cuando “el
punto” estuvo a punto, le infirió un sablazo de cien pesos en calidad
de un préstamo, lógicamente.¿Cómo le iba a negar el préstamo, el
joven de camisa y barba de luto?
Fueron cien pesos de los de antes. Cuando no había inflación
ni quiebras de bancos y la gente podía confiar sus ahorros a la
custodia de estas venerables instituciones. Cabe agregar que Villalba conocía a su prestamista, como nosotros a Cristóbal Colón.
En otra oportunidad, cuando se llevaba a cabo una kermesse
benéfica en un club social del pueblo, donde además de los entretenimientos pagados, verbigracia: las infaltables cédulas que vendían
las jóvenes más agraciadas, había una ruleta y monte clandestinos,
pero con la aquiescencia del juez y la policía, quienes así contribuían generosamente a la recaudación del Club.
Los empresarios de la “bolita de marfil” y los naipes eran Nicanor C. y Jaime L., dos cofrades de Villalba, que venían “echando
buena” desde hacía unas semanas.
Villalba, transcurridas algunas horas de la reunión, se puso
nervioso porque no aparecía la chance de paliar su larga racha de
“vacas flacas”. Estaba a punto de irse cuando sus ojos dieron con
una joven quien, pese a sus ornamentos físicos, estaba sola y, al
parecer, bastante aburrida. Se acercó a los “banqueros” Nicanor
Carvalho y Joaquín L. y les planteó la siguiente jugada: por 200
pesos se arriesgaría a besar a la bella solitaria, allí, en pleno salón
de fiesta. Los desafiados, también profesionales del juego, aún
conociendo las carencias de numerario de Villalba, aceptaron la
apuesta.
72
Villalba, entonces, se acercó a la hermosa joven con paso
decidido, le extendió la mano y, al mismo tiempo la besó en la
mejilla, mientras le decía: “¿Como estás Marita, como está tu padre?”. La joven contestó, muy molesta, que no se llamaba Marita,
que nunca lo había visto y que su padre vivía en Durazno. Villalba, con simulada sorpresa, le preguntó si “no era ella hija de su
gran amigo Hermenegildo Ruiz” y, ante su negativa, le pidió mil
perdones… y se retiró a cobrar la jugada. Que, una vez más, le
había salido redonda.
Otra noche en “La Caverna” observó, con sus adiestrados
ojos de lince, que a un apostador a la ruleta se le había caído una
ficha de nácar de las de más valor. Otro de los asistentes, que
también vio caer la ficha, ni corto ni perezoso la pisó y, después de
algunos instantes, la recogió del suelo. Villalba lo miró fijamente
y, sin mediar palabras, levantó ambas manos colocando su índice
derecho sobre la mitad del izquierdo haciendo un juego de vaivén
con el dedo diestro. El nuevo dueño de la ficha entendió la seña y
la mitad de su valor pasó a Villalba.
Pero la historia del peso falso es la más interesante. El peso
falso se lo regaló a Villalba un colega de menos agallas, que no
se atrevió a darle curso. El problema era encontrar una forma de
hacerlo circular. Una minucia y café chico para Villalba.
El peso de Villalba no corrió las aventuras ni tuvo la suerte
de la moneda falsa del relato del mejicano Gutiérrez Nájera. Este,
en su cuento: “Historia de un peso falso” escribe que: “El caballero
se paró junto a la mesa de la ruleta. No sé que encanto tiene esa
bolita que corre, brinca, ríe, da y quita dinero…”; “Pero nuestro
hombre estaba en la cierto de que iba a salir el 32!”; “Lo había visto. ¿Pondría allí el peso falso?… Con la mano algo trémula, abrió
la cartera buscando algún billete de banco que, por supuesto, no
estaba en casa. Volvió a cerrarla, sacó el peso y, resueltamente, con
un ademán de gran señor, lo puso al 32… Lo que son las cosas.!
Los buenos mozos tienen mucho campo ganado. Hay hombres
que llegan a ministros en el extranjero, a ricos, poetas, sabios…
73
sólo porque son buenos mozos. Y el peso aquel, ya lo hemos dicho,
era todo un buen mozo… muy bien vestido… El tallador cantó:
colorado el treinta y dos. ¡Había ganado!”
El peso de Villalba, en cambio, mientras estuvo apostado a
la ruleta fue mal mirado y rechazado. Después su dueño probó
suerte con los naipes y se arrimó a una mesa de monte. Tranquilamente apostó el peso falso a una sota, por ser de oro y mujer.
Pero el tallador, mirando a nuestro personaje, sentenció: “Su peso
no va”. Sin comentarios, retiró su apuesta y esperó el cambio de
talladores.30 Cuando esto ocurrió, volvió a apostar y por simple
cábala lo hizo al as de espadas. “No va el peso”, dijo el profesional.
Levantó el peso y, dando un rodeo, por tercera vez, en otro mesa,
se jugó al caballo de copas y, se repitió lo de “¡El peso no va!”
Villalba vio que no daba para más. Enfundó la mandolina y
abandonó el lugar, pero sin sentirse derrotado. Con su despreciado
peso falso daría “batalla” en otros frentes. A la mañana siguiente
Villalba entró al Bar “La Cueva”, ex-Cantina Bottaro, le ordenó al
patrón, Manolo Castiñeiras, que le sirviera una caña. La paladeó y
repitió el pedido. Sacó entonces, hasta aquel momento, su desventurado peso falso y lo arrojó sobre el mostrador diciendo: -“Cobrate, Manolo”. El cantinero lo tomó, lo miró detenidamente, lo
hizo sonar sobre el estaño y, con un gesto de duda, dijo: -“Hum…
que mala cara tiene este peso”. –
“También, con la mala noche que pasó”, replicó Villalba.
30 Los que llevan la baraja en el monte o la banca.
74
Malena
Malena Toledo se llamaba y coincidimos, en un todo, con
Homero Manzi y Lucas Demare cuando con acierto expresan en el
hermoso tango “Malena” que su numen inspiradora “canta el tango
como ninguna…”. Exactamente: cantaba como ninguna. Ni antes
ni después que la que conocimos hemos oído otra cancionista “que
al yuyo del suburbio” perfumara con su voz, como lo hacía Malena.
Lo que sabemos de tan singular artista, no nos lo contaron.
Es un conocimiento de “primera mano” que nos retrotrae a nuestra
juventud.
Ocurrió en 1935 en el cabaret “La Caverna” de Livramento.
A propósito de este dancing discrepamos con el destacado escritor
salteño Enrique Amorim cuando, en su cuento “De tiro largo”,
sostiene que… “La Caverna tiene los guardias en la puerta. Es un
sótano sórdido. Luego de separar el cortinado rojo, hay que bajar
con cautela. Es un agujero con luces”.
Amorin no ha estado certero en su descripción. Le falta objetividad. Ello nos hace pensar que estuvo muy de pasada, fugazmente, en “La Caverna”. Allí, generalmente, había un funcionario
policial en la puerta externa que sólo entraba a los salones de
juego: ruleta, bacará y monte, al bar o al salón de bailes, cuando era
requerido por los empresarios. Funcionario que con aquellos que
se conducían correctamente, siempre actuaba en forma correcta.
“La Caverna” no era un sórdido sótano sino un subsuelo muy
amplio, con un techo bastante alto. No estaba amoblada ni decorada con pompa, como los cabaret parisinos o los porteños “Tabarís”
o “Armenonville” que Amorín podría haber frecuentado, pero no
era un “agujero con luces”, sino un local cómodo y ventilado para
cuyo acceso se usaban 4 o 5 escalones que se bajaban sin necesidad
de cautela alguna. Si “La Caverna” sólo fuera “un sótano sórdido”,
como dice el escritor salteño, no tendría explicación que por allí
75
desfilaran consagrados intérpretes de la música popular brasileña
y uruguaya y/ artistas de fama internacional.
Entonces, sin sumarnos a la polémica sobre quien inspiró a
Homero Manzi a escribir la letra de Malena. Si dedicó su tango a
Azucena Maizani, Nelly Omar o Malena Toledo nosotros en 1935
oímos cantar a Malena de Toledo en “La Caverna”, en Livramento,
y “su voz de sombra”, de “tono oscuro” y “quebrada”, con “pena
de bandoneón” nos conmovió profundamente.
El tango de Manzi y Demare, es posterior a la actuación de
la cantante en Livramento y habría sido escrito y compuesto en
1941. Pero eso, es otra historia.
Ahora bien, hace un tiempo, con otros amigos recordando
los años jóvenes y hablando de política y tangos, nos informaron
que Manzi, -Homero Nicolás Manzione-, era argentino, nacido
en Concepción del Uruguay el 1º de noviembre de 1907, falleció el
3 de mayo de 1951 en Buenos Aires. Fue letrista, director de cine
y militante político. Muy joven adhirió a la UCR (Unión Cívica
Radical); junto a Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz intervino en la organización de FORJA, (Fuerza de Orientación Radical
de la Joven Argentina), y en 1947 se incorpora al Peronismo. Su
admiración por Juan Domingo Perón la plasma en dos milongas:
“Milonga a Perón” y “Milonga a Evita”.Entre sus milongas y tangos
más famosos, están Barrio de Tango, Milonga Sentimental, Romance de Barrio, Sur y Malena.
Nos enteramos, además, que Demare, -Lucio Demare Riccio- también era argentino. Nació el 9 de agosto de 1906 y falleció el
6 de marzo de 1974. Pianista y compositor de música para películas
actuó con éxito en Europa, en particular en España. Fue alumno de
Minotto Di Cicco y siendo un adolescente trabajó como pianista
en el Vapor de la Carrera en la travesía Buenos Aires-MontevideoBuenos Aires. En 1926 viaja París y se incorpora a la orquesta de
Rafael y Juan Canaro. Después de una gira por Italia, España y
Portugal regresa a la Argentina y se integra en 1935 a la orquesta
de Francisco Canaro. Luego, en 1938, formó su propia orquesta
76
con el violinista Vardaro. Más tarde con Juan D´Arienzo y Carlos
Di Sarli generaron la mítica “década del 40”. Entre sus tangos más
famosos están: “Mañana zarpa un barco”, “Solamente ella”, “Tal
vez será su vos”y “Malena”. Poco antes de morir, fue propietario y
dirigió una tanguería en Buenos Aires, en el barrio de San Telmo,
llamada “Malena al Sur”.
Y supimos, finalmente, que nuestra Malena, la que oímos en
“La Caverna”, era argentina, nacida en Santa Fé en 1906 y fallecida
el 23 de enero de 1960 en Montevideo. Su verdadero nombre era
Elena Tortolero. Muy joven, en 1929, se incorporó como cantante
a la orquesta de Vardaro-Pugliese y cuando se disuelve el conjunto
viajó a Brasil donde trabajó en dancing y cabaret de Porto Alegre y
San Pablo. Allí la conoció Manzi en 1941 al regresar a Buenos Aires
de una gira por México. La voz aguardentosa, la voz de cabaret,
de Malena de Toledo lo habría seducido e inspirado a escribir la
letra del tango que musicalizó Demare.
En “Marcha”, del 23 de enero de 1970, en “Memorias de un
pianista montevideano”, escribe Jaurés Lamarque Pons: “Alguien
dijo que era Malena la que había inspirado al famoso tango de
Manzi y Demare. Puede ser que sí, puede ser que no, pero estoy
seguro que lo merecía. Conocí a Malena a finales de la década del
40, en “La Mezquita”. Llegó acompañando y como secretaria del
tenor mexicano Genaro Salinas. Malena era oriunda de Buenos
Aires. Bastante alta, de edad madura, vestía con sobria elegancia
y tenía una voz grave que sonaba como una caricia. Una noche
que nos habíamos quedado sin público, le pedimos a Malena que
cantara. Uno de los músicos pasó el dato que lo había hecho en
sus buenos tiempos y muy bien. Todos nos aprontamos ansiosos para aseverarlo. Y Malena cantó para nosotros, los músicos
y para tres mozos que estaban desmantelando las mesas y que se
quedaron petrificados cuando sonó su voz. La melodía y la letra
de “Mano a mano” tomó una vigencia insospechada en sus labios
que decían, más que cantaban, de manera insuperable. La emoción
del tango nos hermanó, nos envolvió a todos profundamente. Sí,
77
Malena cantaba el tango como ninguna. Quizás ella, allá en los
tiempos idos de los cabaret porteños, había sido una estrella. Su
arte, pensaba escuchándola, hubiera merecido, sin lugar a dudas,
otro destino.”
Con otros amigos de la bohemia riverense, tuvimos el privilegio de oírla cantar tangos y sambas en portugués.
La noche que cantó en “La Caverna” también a nosotros
“la emoción del tango nos hermanó” y “envolvió a todos profundamente”.
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Un ajustado criterio de justicia social
No había leído a los teóricos del socialismo, (padres de la
criatura como diría el Negro Muriaga), ni al judío-inglés Ricardo,
ni a los alemanes Carlos Marx y Federico Engels y sus respectivas obras: “El Capital” del primero y “El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado”, del segundo. Tampoco leyó a los
teóricos-prácticos de la doctrina citada: Vladimir Ylich Ulianov
(Lenin) y León Brostein (Trotsky).
Si los leyó, ni lo calentaron ni lo enfriaron. Lo mismo pasó
con la 1ª, la 2ª, la 3ª y 4ª Internacional.
No fue militante activo de algún partido político y, mucho
menos, un agitador de izquierdas o de derechas, aunque al margen
de la política partidaria se agitó bastante.
Tampoco le atraían el fascio de su compatriota Benito Mussolini, ni el nacionalsocialismo de Adolfo Hitler.
Ni nuestros conterráneos ni nosotros supimos en que Facultad italiana, (¿Roma, Génova, Nápoles o Florencia?) se doctoró
Romeo. Pero, además, ¿doctorado en qué ? ¿Medicina, Derecho,
Teología, Filosofía y Letras, Odontología, Ciencias Económicas,
Química o Veterinaria ? Ni la vieja Rufina, en la que se habían
reencarnado Allan Kardec, Conan Doyle con su Sherlock Holmes,
Sexton Blacke, Marcelo Pierrot, el doctor Charcot y el comisario
Pardeiro, quienes la asistían para que conociera no sólo vida y
milagros, sino hasta el pensamiento de toda la fauna riverense;
ni doña Palmira, la gran cartomante; ni el eximio mano santa y
vidente Florencio, fueron capaces de descifrar lo enigmático del
doctorado del Dr. Romeo.
Estamos seguros que nuestro personaje carecía de un título
universitario. Pero, en cambio, sin lugar a dudas, había sido Licenciado en la escuela de la vida.
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Previo a narrar su memorable intervención y discurso un 1º de
Mayo, nos detendremos a recordar su intervención cuando asesinaron a nuestro compatriota Abel Carballo en un cabaret de Livramento.
Una noche en un dancing al otro lado de la frontera, el pistolero Clementino, de triste fama en el norte uruguayo, hirió en
forma alevosa en un baño a Carballo. Consumada su agresión, Clementino, con sus “capangas” se retiraron rápidamente del cabaret.
Su víctima, que falleció a los tres días de ser baleado, logró volver
al salón de baile. El asesino, a quien uno de sus secuaces avisó que
Carballo estaba vivo, volvió al cabaret para ultimar al herido. Fue
entonces cuando el doctor Romeo, que estaba prestando auxilio
a Carballo, desenfundado su revólver increpó a Clementino, gritándole: “No des un paso más, hijo de puta, porque te quemo!”. El
criminal, ante esta amenaza, abandonó el local y huyó del lugar.
Este ligero perfil del italiano, nos da una pauta aproximada
del hombre que vivió durante muchos años en Rivera, cuya apariencia física, sus andanzas por el pueblo y su pintoresco vocabulario, escondían los meandros de su alma.
Recordemos ahora su discurso en una tribuna obrera, a la que
subió, a contrapelo de su apoliticismo, compelido por las circunstancias. Fue un lejano 1º de Mayo, después que los trabajadores
riverenses manifestaran por la calle Sarandi y se concentraran en
una de las plazas del centro de la ciudad donde, en homenaje a los
obreros inmolados en Chicago, se llevaría acabo la parte oratoria.
Entre los asistentes al acto estaba el doctor Romeo. En calidad
de espectador, lógicamente. Para pasar un rato. ¿Cómo saberlo a
ciencia cierta?. Nuestro personaje no era un asalariado y, mucho
menos, un proletario. Era un intelectual su-génesis que integraba
un sector indefinido de la sociedad riverense. Pero ello no descartaba que le interesara oír hablar de los mártires de Chicago,
de la lucha de clases, de la opresión burguesa y la lucha de los
trabajadores, más allá de estar encasillado o no políticamente.
Aquel 1º de Mayo, creemos que el doctor Romeo, durante
el desarrollo de los discursos, reflexionaba sobre sus contenidos
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La campaña anticomunista y contra Cuba desembarca en Rivera en 1962. Algunos “activistas”
con carteles en la línea divisoria frente a la tienda “Siñeriz”.
y el secular pleito entre pobres y ricos. De sus meditaciones lo
sacó otro asistente al acto que, en su semisbornia31, se le ocurrió
que el doctor Romeo hiciera uso de la palabra. Este se sorprendió
por el planteo pues nunca había subido a una tribuna. Insistió el
mamao, a quien apoyaron otros espectadores, también en estado
etílico aprovechando la fecha.
Hubo una larga negativa por parte del doctor Romeo pero,
al final, se rindió y subió al estrado. Estuvo un lapso más o menos
extenso, divagando, hasta que agarró la onda, se largó a hablar y
remató su intervención con una sentencia que se hizo popular y
sigue vigente hasta ahora:
“Mis amigos…, mis compañeros, estoy seguro que muy
pronto arriverá el giorno de nostra vendetta, de la nostra terribele venganza…il giorno cuando los ricos comerano mierda!… si,
camerano mierda!”
31 Del italiano: medio borracho.
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Primero, sorprendidos por el vaticinio del orador, los asistentes permanecieron en silencio para luego romper en entusiastas
y sostenidos aplausos…
Pero el orador, con reiterados gestos, pidió silencio y agregó,
solemnemente, “¡ y los pobres, los pobres… mierda también!”.
Finalizada su intervención, cerrada en forma tan académica,
y a la que imprimió semejante vuelo lírico, hubo quienes le preguntaron al doctor Romeo como era posible que, después de tan
hermoso vaticinio para los ricos, rematara su discurso augurando
lo mismo para los pobres.
El doctor Romeo, mirándolos tiernamente, ratificó su pronóstico con una interrogante: “¿el día que los ricos coman mierda,
que otra cosa podrán comer los pobres?”
Luego, con un dejo de tristeza y sacudiendo la cabeza, agregó: “… siempre que logren conseguirla, aunque sospecho que no
tendrán esa suerte!”.
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Un asunto de honor
Presidía la Junta Departamental de Rivera en 1938, don
Virgiliano Altéz Altiano. La cacofonía no disminuía en lo más
mínimo, los ornamentos que engalanaban la persona polifacética
del Presidente. Hacía pocos años que residía en nuestra ciudad, a
la que llegó procedente de Tacuarembó de donde era oriundo. Se
decía, aunque nunca se confirmó, y quizás fuera una calumnia de
sus adversarios políticos, que de su pueblo natal se “había alzado
con unos volatines”. Expresión en desuso usada en nuestro país,
sobre todo en el norte, que significaba que el aludido había huido
con un circo, después de algún golpe en “fundo ajeno”. Pero la
acusación no estaba probada.
Don Virgiliano llevaba con bríos unos bigotes mosqueteriles
y no le faltaba cierta prestancia, lo que subrayaba con palabras y
gestos tribunicios.
Tenía alguna semejanza física, nada más que física, con Don
Quijote: “seco de carnes, enjuto de rostro…”. En cuanto a la otra
faz del Señor de la Mancha, se parecía tanto como una máquina
de pasar café a un avión a chorro.
Era una mezcla de Tartufo, Viejo Vizcacha y el Lazarillo de
Tormes.
Para terminar esta semblanza de nuestro personaje, diremos
que era el arquetipo de un Procurador, de los que tanto abundaron en el primer tercio de este siglo. Triturador de papel sellado,
pesadilla de jueces, flagelo de viudas y huérfanos con derechos
sucesorios. Todo lo contrario al Caballero de la Triste Figura, de
quien decía el Bachiller Sansón Carrasco que era “el derecho de
los tuertos, el amparo de los huérfanos, la honra de las doncellas,
el favor de las viudas y el arrimo de las casadas”.
Don Virgiliano escondía los torcidos vericuetos de su alma
con una vestimenta siempre pulcra, y sus rapaces ojos, tras unos
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quevedos de oro. Si algo le faltara a su exterior, agregamos que no
abandonaba nunca un bastón de aúrea empuñadura que blandía
gallardamente al cerrar sus diarias controversias en una esquina
cualquiera de Rivera. Inflexible, además, en juzgar faltas ajenas,
con las propias era misericordiosamente tolerante.
Por aquellos días, cuando era jerarca edilicio don Virgiliano,
quedó vacante el cargo de Secretario del legislativo comunal. Bien
remunerado y con tareas muy llevaderas, su vacancia atrajo a una
legión de aspirantes que se movieron, en todas direcciones, buscando acceder al cargo. Unos en el plano político, otros mediante
vínculos familiares que podrían o no influir en la designación y
hubo quien, según rumores generalizados, más conocedor de “los
bueyes con que araba”, -lisa y llanamente-, compró el cargo. Nexo
obligado y determinante en la designación, don Virgiliano Altez,
Presidente de la Junta.
Verdad o chisme pueblerino, el negocio produjo un clima
de expectación entre los riverenses. Tanta que, cuando la Junta
Departamental, convocó a una sesión extraordinaria, para considerar como único punto del día el nombramiento del secretario
del cuerpo, la barra, desde muy temprano, estaba colmada por
un público que esperaba con fruición los acontecimientos que se
avecinaban y se tejían toda clase de comentarios mezclados con
duros calificativos y bromas al respecto.
La sala de sesiones y la barra ocupaban un pequeño salón y
a oídos de don Virgiliano y sus colegas llegaban, nítidamente, las
palabras poco gratas de los asistentes.
El Presidente era un hombre de buen hígado, pero la situación tomaba un cariz inaguantable y él no iba a permitir semejante
desafuero. Por eso, agitó enérgicamente la campanilla y campanudamente, conminó a los desaforados a que guardaran compostura
pues el cuerpo trataría “un asunto de honor y, honorablemente,
adoptaría una resolución”. Entonces la chusma, como diría más
tarde don Virgiliano, en un coro poco afiatado pero perfectamente
oíble, emitió su cantata llena de florilogios tales como: chorro,
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ladrón, cínico, callate sinvergüenza, anda a presidir el congreso
internacional de asaltantes, estafadores y carteristas.
El Presidente permaneció impertérrito, volvió a agitar la
campanilla, amenazó con hacer desalojar la barra, pero los asistentes tampoco se inmutaron siguiendo con sus “laudatorios” calificativos en un prolongado sostenido… Cuando se aquietó algo la
barra, don Virgiliano Altez expresó: “…señores ediles, como ven,
no podemos empezar la sesión debido a los rumores de los asistentes a la barra que, desaforadamente, no permiten que sesionemos!”.
Nueva réplica del auditorio que obliga al Presidente a ratificar
su advertencia de “que hay exceso de rumores!”. Vaya eufemismo
al que recurrió don Virgiliano, para referirse a la andanada de insultos que estaba recibiendo. Pero nuestro personaje siguió desde
la Mesa: ”la vocinglería de quienes no merecen un mínimo de
atención por parte nuestra, -atención de hombres honestos como
quienes integramos este deliberativo comunal-, no hará torcernos
del claro camino de nuestro deber y, con la representación que
investimos, otorgada por el pueblo en libres y puros comicios, pasaremos por encima de esta turbamulta que nunca, nunca, nunca
jamás nos amedrantará”.
Todo esto dicho con solemne y engolada voz.
Así, entre rumores y más rumores de la barra y discursos de
don Virgiliano, se abre un acto breve, y “constructivo”, que permite
a la Junta Departamental hacer la designación de su Secretario rentado. Rentas de las cuales anticipó su gratificado agradecimiento
a la mayoría de los ediles quienes, para designarlo, “hicieron una
cuestión de honor de la votación, recorriendo el claro camino del
deber sin amedrentarse”.
Y, no siendo para más, “¡se levanta la sesión!”
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Despertador o centinela
Humberto Diglio nació y concurrió a la escuela en Santa Ana
do Livramento, la ciudad más austral del Brasil, pero hablaba un
castellano fluido, sin acento, como un rioplatense más. Quizás porque su madre era uruguaya y él estuvo empleado, durante largos
años, en una tienda de Rivera. Su castellano confundió, más de
una vez, a estrellas de cabarets de Porto Alegre, Curitiba, Río de
Janeiro, Bello Horizonte y otras ciudades del país que descubrió
el lusitano Cabral.
Un día, año 1935 o 36, a Humberto le resultó chico el escenario de Rivera-Livramento y enfiló hacia la metrópoli gaúcha, con
un traje que le prestó, sin retorno, su amigo Clovis da Costa, un
paulista que cantaba tangos con sentimiento gardeliano. A Humberto, además del traje prestado, hubo que financiarle el boleto
de ferrocarril, con una trabajosa y lenta colecta entre sus amigos,
dueños de una fraternidad que iba en dirección contraria a sus
magrísimas finanzas. Así, se marchó Humberto rumbo a Brasil.
En Porto Alegre, al poco tiempo, se consagró como vidrierista, un oficio que desconocía, trabajando para una elegante
boutique ubicada en la exclusiva “Rua da Praia”. Fue cuando tuvo
un romance con Iracema von Maczenbach. Lo de von, quizás no
fuera cierto. Pero la mujer descendía de algún junker prusiano,
o de alemanes “muy arios”, por su estatura, su color de piel, los
cabellos y sus ojos celestes.
Después, en Río de Janeiro, fue dueño –por el corto lapso
de 15 días- de una cigarrería o tabaquería, en sociedad con una
amiga procedente del non-sancto barrio carioca “da Lapa”. La sociedad duró lo que dura un lirio, pero ¿quién le quita lo bailado
a Humberto?.
Entre sus idas, venidas y actividades varias, nuestro amigo se
dió el lujo de ser en Montevideo el representante del famoso fakir
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y ayunador Urbano quien estuvo expuesto más 20 días dentro de
una caja de vidrio, en un local de 18 de Julio.
Los ayunos de Urbano no impidieron, de manera alguna,
que su “representante” casi agotara el stock de churrascos con
papas fritas y huevos de las cervecerías y restaurantes cercanos al
“ayuno” del fakir.
Humberto Diglió anduvo “peregrinando”, sin sayo ni sandalias de fraile, pero sí con trajes de medida, por Buenos Aires,
Santiago de Chile, Lima, Quito, Bogotá, Caracas y México. No
quiso visitar los Estados Unidos porque decía que no sabía inglés,
no le gustaban las comidas enlatadas y, sencillamente, tampoco le
caían bien los yanquis.
Ahora bien, cuando fuimos a visitarlo a Brasil, una noche,
en la ciudad que baña el río Guaíba, en compañía del santanense
Romeo Viola y el uruguayo J. J. López Silveira, un alférez que dejó
las filas del ejército en repudio al dictador Gabriel Terra y, poco
después del encuentro que narramos, se integró a las Brigadas
Internacionales que se batieron contra el fascismo en la defensa
de Madrid, Humberto nos narró una historia increíble, una alucinación de borrachos.
“En Montevideo, la capital de ustedes y un poco mía por
concomitancia, conocí a Elba. Una mujer que quise mucho y quizás la única que amé. Y, que sigo amando.” Comenzó su relato.
Humberto.
“Muchos amaneceres nos sorprendieron juntos, después de
andar y andar por las calles montevideanas. Esas caminatas las
hacíamos cuando no podíamos pagar una amueblada32 pero, otras
veces, recalábamos en algún boliche y nos enzarzábamos en polémicas literarias, teatrales, musicales e, inclusive, políticas. Con
discrepancias y coincidencias exteriorizadas vehementemente. Entonces, Elba no daba el brazo a torcer en sus posiciones, mientras
32 Casa de citas.
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yo, en mi fuero íntimo, celebraba sus argumentos y su rebeldía. Sin
ceder en mis argumentos, muchas veces, por machismo quizás.
Ni a ella ni a mí, nos gustaban los amueblados. Cuando algún amigo, poseedor de un apartamento, nos prestaba las llaves,
nos alegrábamos mucho y planeábamos, con regodeo, nuestro
encuentro en el “bulín”.33
Un día llegó a nuestras manos las llaves de uno, ubicado, si la
memoria no me falla, en el Buceo, en la calle Rivera, pasando Villa
Dolores. Era pequeño pero muy cálido. No había espejos viejos,
ni butacas desvencijadas, ni cortinas de cretona descoloridas, ni
radios mal sintonizadas.
Estaba la cama de matrimonio, con sus dos mesas de luz y
sus veladoras que la flanqueaban. En la de la izquierda, una radio
con buena sintonía. En la otra, a la derecha, un reloj despertador,
de metal, azul, grande, con las agujas paradas y sin su tictac marcador del tiempo.
Lo que ocurrió con ese aparato marcador del tiempo, en
mitad de una madrugada, me ha hecho pensar, más de una vez,
que ofendido por el abandono en que se le tenía o quizás celoso
por lo que veía y oía, o vaya uno a saber porque, esa madrugada
resolvió tomarse su venganza. Una acción premeditada y aleve,
sin muertos ni heridos, pero sí con dos seres, Elba y yo, que en el
inacabable lapso de varios minutos, pasamos de la sorpresa a la
alarma y al miedo.”
A esta altura del relato de Humberto, simultáneamente Romeo Viola, López Silveira y yo, lo interrumpimos gritando: “…
termina de una vez con tu cuento, historia o lo que sea, pero no
sigas con el suspenso…!”
“Ya sabía yo, respondió el narrador, que iba a tropezar con la
incrédula estolidez de ustedes, pero prosigo y termino”. Se acomodó en la silla, nos miró fijo, y dijo: “…En el preciso instante, en el
maravilloso momento del paroxismo, de lo transitorio pero eterno,
33 Apartamento o casa de soltero.
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cuando Elba y yo entrábamos en la perecedera pero celestial sinfonía de la pequeña muerte, empezó a sonar lo que creíamos era
el timbre de la puerta, pero que resultó ser la campanilla del reloj
que, movido o empujado por una invisible mano, se desplazó de
la mesa de luz y estaba en el piso, agitándose con convulsiones
epilépticas y sonando rabiosamente”.
“Después, mucho después, Elba rió con su querida risa y yo la
acompañé riendo también. Les juro que tuve unas ganas bárbaras
de arrojar el despertador por la ventana!”
“Los años se han ido pero, entre las brumas de mis recuerdos,
se destaca éste. Yo me enredo en conjeturas, suposiciones, dudas
y más dudas. ¿Qué habría en las marañas del engranaje de aquel
reloj” “Que fuerza desconocida lo empujó desde la mesa de luz
e hizo sonar su campanilla en el silencio de la madrugadas? Les
aseguro que al entrar aquella noche al apartamento, descubrí el
reloj en la mesa de luz, lo tomé en mis manos y estaba detenido.”
“Esto quería contarles”, dijo Diglio. Ni Romeo Viola, desaprensivo crónico, ni López Silveira, erudito en el materialismo
histórico, ni yo, nos reímos.
Los tres sabíamos que Humberto Diglio, perdido ahora en
algún camino de nuestra América del Sur, no era afecto a ficciones, ni a especulaciones fantasiosas. Menos aún cuando el relato
se cerró con su voz quebrada por la emoción.
Hicimos lo que entendíamos que correspondía en aquel momento, nos fuimos del café y en la noche portoalegrense buscamos
un “buteco”34 para tomarnos unas cuantas cañas bravas.
34 Boliche pobre.
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Panes y números
En 1924 comenzó a regir la Ley Nº 7690, del 7 de enero
del mismo año, que creó el Registro Cívico Nacional, que, en el
transcurso de casi medio siglo, con modificaciones más de forma
que de fondo, continúa vigente. Y ojalá su vigencia perdure en el
tiempo, porque es la herramienta legal que, con la Ley de Elecciones, garantiza la pureza del sufragio.
La Oficina Electoral Departamental que se instaló por disposición de la citada ley, fue integrada con los siguientes funcionarios:
Enrique Jara (Jefe), Martín A.Pírez (Secretario), Miguel Anollés
Egaña (Dactilóscopo), Fulgencio Magan (Fotógrafo) y Oscar Werner (Conserje), a quienes tuvimos el agrado de conocer y tratar.
Años más tarde, fuimos empleados de esta Oficina por un
lapso de 14 años y guardamos recuerdos muy gratos de nuestra vida de burócrata. Los señores Jara y Piriz, desempeñaron,
posteriormente, cargos de jerarquía en dependencias de la Corte
Electoral en Montevideo. El Secretario Don Martín A. Pirez era
oriundo de Tacuarembó, tierra de “guapos y nadadores” pero él
nunca hizo alarde de esas virtudes y fue un excelente funcionario,
“sentencioso, ocurrente y minucioso”. Esto último era una condición nata tanto que, a todo aquel que concurría para su inscripción
cívica don Martín le leía en que consistían los delitos electorales,
quienes incurrían en éstos y sus penalidades. Cuando algún colega le hacía notar que era inútil extremarse en tal tarea, ya que
la mayoría no entendía el asunto, don Martín replicaba que era
necesario leer la “cartilla” para que si alguno resultaba incurso en
alguno de los delitos, no alegara no haber sido advertido sobre
los delitos electorales.
Un día cayó a inscribirse un hombre joven que, cuando
se procedía a llenar los numerosos formularios que arman el
90
expediente de inscripción, al formularle don Martín una pregunta
sobre su profesión contestó que era contador.
El Secretario, ante la vista de su modestísima ropa tuvo sus
dudas y amplió su interrogatorio preguntándole si era perito
mercantil, “no señor, soy contador de panes en lo de Bottaro!”,
respondió el muchacho.
A don Martín no le sentó la contestación y quedó mascullando su desagrado haciéndole al contador otra pregunta. Esta, sobre
su nacionalidad, que no correspondía hacerla pues el certificado
de nacionalidad, agregado el iniciarse la solicitud de inscripción,
probaba tal extremo en forma fehaciente. Cabe agregar, ahora, que
en Rivera hay una tradicional rivalidad entre los clubes Lavalleja
y Oriental, decano y vice-decano, respectivamente, del fútbol local. Cuando el funcionario preguntó: “¿Oriental?”, el interpelado
contestó muy serio: “Lavalleja”!.
Pero como no hay dos sin tres, había otra pregunta que no
correspondía hacerla y que sólo se explica porque don Martín se
había “embalado”. En la “hoja de filiación” que integra el expediente
hay un espacio a llenar: “Defectos físicos o señales que presenta
el rostro”. Con mirarle entonces la cara al declarante, basta para
verificar si hay que dejar alguna constancia. Pese a ello, Don Martín le preguntó al “contador” que origen tenía una cicatriz en su
mejilla derecha, recibiendo como respuesta: “fue un cañonazo”!
“¿En que batalla?” preguntó don Martín expectante. “Que batalla
ni batalla” contestó el muchacho y agregó: “una madrugada en la
cuadra de la panadería, bromeando con un compañero éste me
tiró “un pan viejo y duro que llaman “cañón”, que me pegó en la
cara, me cortó y quedó la cicatriz que usted ve!”
El Secretario no hizo más preguntas y quedó “más serio que
una estaca”.Los colegas de don Martín, presentes en la oficina,
rieron con ganas y otros, respetuosamente, salieron al patio para
gozarla plenamente.
91
Enojo y réplica
Cuando éramos funcionarios de la Oficina Electoral Departamental, fuimos compañeros de Juan Carlos Castillo, un amigo
de todas las horas. Por todos conocido como el “Coco Castillo”,
quien aún presta servicios en dicha repartición pública.
Un día nos dijo que estaba sorprendido, y hasta apenado,
porque habiendo escrito una carta al Juez de Paz y Oficial del Registro de Estado Civil de la 2ª sección, solicitándole un certificado
de nacimiento, para la inscripción cívica del familiar de un amigo,
había recibido una carta del referido magistrado, en la que este le
manifiesta un tremendo enojo, porque Castillo lo había llamado
Pedro en lugar de Inocente que es su verdadero nombre. Reafirmaba su malestar, negándose al envío del documento solicitado.
Mi amigo no necesitó proclamar la buena fe de su error. Todos
conocíamos la corrección de su función administrativa.
Después de leer la iracunda respuesta del Juez, le sugerimos
a “Coco” Castillo que volviera a escribirle, disculpándose por su
lamentable equivocación y reiterándole la solicitud del certificado.
Si tenía éxito, ya habría tiempo de poner los puntos sobre las íes.
Y así ocurrió. Cuando nuestro compañero recibió el recaudo
que había originado el enojoso asunto, colaboramos con él en redactar una carta al Juez de marras. Debemos consignar aquí que
éste, hasta cierta altura de su vida, había usado el nombre de “Inocente P. Roballo”. Como Inocente, seguido de la inicial del segundo
nombre y la primer sílaba del apellido paterno permitían que se
burlaran de él pronunciando sus nombres de corrido: “inocenteperrobayo”, fue que, entonces, resolvió, llamarse Inocente Roballo.
La carta que le enviamos, de la cual guardamos copia, dice:
“Rivera,( día, mes, año).
“Señor Juez de Paz y Oficial del Registro de Estado Civil,
“de la 2ª. sección. Estación Ataque.
92
“Usted, -en forma totalmente injustificada-, se enojó tremendamente porque en una carta que le envíe hace algunos días, me
equivoqué “inocentemente” (este derivado de su nombre me sirve
a mí, pero no a su enojo) y le llamé Pedro en lugar de Inocente.
Si usted se hubiera llamado sólo Pedro, habría sido tocayo de San
Pedro; del Emperador ruso, Pedro el Grande; de los “emperadores
del Brasil, Pedro 1º y Pedro 2º; de Pedro del Terrial, “Señor de
Bayardo, el Caballero sin miedo y sin tachas”; en fin, de muchos
otros ilustres Pedros y hasta de don Pedro Britto 35 .“Figúrese que
honor hubiera sido Para Ud., además de tocayo, parecerse en algo a
éste último Pedro”. “Pero llamarse Inocente Pedro Roballo Pereira!
hágame el favor don “Inocente Roballo Pereira!”.
“Termino sin expresarle mi saludo y diciéndole que futuramente “tampoco lo saludaré, por ser usted un tonto a todos los
premios”.
“Juan C. Castillo”.
Lógicamente la carta fue dactilografiada, también el nombre
del remitente, para evitar una denuncia administrativa o querella
judicial.
El destinatario no dio señales de vida. Pero debe haber sufrido varios amagues de hidrofobia…
35 Don Pedro Britto era vastamente conocido y famoso en los departamentos
del norte uruguayo y en los municipios brasileños fronterizos con nuestro país.
Debía su fama, según comentarios populares, porque madre naturaleza lo había
dotado de excepcionales, por no decir descomunales, atributos masculinos.
93
El único Martín trabajador
En 1937 trabajábamos con los amigos José Haiache y Armando Oriol, en una Oficina Inscriptora Delegada, encargados de
llevar a cabo el empadronamiento cívico de las personas residentes en la Zona Electoral B y, a cuyos efectos, recorrimos diversos
parajes de la 9ª sección de nuestro Departamento.
José Haiache, que sigue como funcionario de la Oficina
Electoral Departamental, es un uruguayo de ascendencia siriolibanesa, condición que, unida a sus andanzas de experto con los
naipes, lo dotaron de una euforia chispeante, con matizadas ocurrencias, en los momentos de inactividad funcional en los años
citados, que nos hacían reír mucho.
Más de una vez, dejando de lado las bromas, nos relataba
hechos e incidencias de su vida trashumante a lo largo y ancho
del país.
Memorables jugadas de gofo y monte, a veces a suerte y verdad, otras a sólo suerte y la mayoría al margen de ambas cosas, con
dramáticos desenlaces en los cuales el revólver o el puñal dijeron
la última palabra.
Haiache tenía un código de honor no escrito, pero estrictamente respetado y cumplido que obliga a que, en largas jornadas
de “carpeta”, se observen ciertas normas, tanto los ganadores como
los perdedores. Ese código lo conservó y siguió aplicando cuando
abandonó definitivamente la baraja y hechando raíces en Rivera se
convirtió en un eficiente funcionario electoral. Especializándose
como técnico dactilóscopo.
De este amigo, aprendimos mucho en nuestra juventud. Y
creemos que ello nos fue muy útil en etapas posteriores, con decisiones de las cuales no nos arrepentimos.
Cuando terminamos nuestra actividad en Cuñapirú, en
un local cedido por don Victoriano Bentancourt, la Oficina
94
Inscriptora se trasladó a la Carretera a Corrales de Abasto, instalándose en una casa propiedad de don Martín X, ubicada en una
chacra, bastante grande, con una huerta muy bien cuidada y gran
variedad de hortalizas. El horticultor era el dueño de casa.
Inmediatamente de instalada la Oficina y, como no podía ser
de otra manera, Haiache se relacionó con el propietario, manteniendo ambos, largas y animadas conversas.
Charla va, charla viene, nuestro amigo le preguntó a don
Martín si era él quien había sembrado y, con tanto esmero, cuidaba
las plantas. La respuesta fue afirmativa y el interrogado se extendió
en detalles, agregando que trabajaba solo porque le desagradaba
el trabajo a desgano de peones inhábiles y haraganes.
Después de felicitarlo, Haiache le dice, muy serio: ¡“Usted es
el único Martín trabajador que registra la historia del mundo!”.
Agregando, ante la cara de sorpresa de su interlocutor: “Sí, señor.
Sino oiga. No lo voy a fatigar oyéndome la relación detallada de
vidas y milagros, -si los hubo-, de los cinco papas, todos los reyes,
monjes, músicos, escritores, sabios, políticos, etc. que fueron sus
tocayos, que quizás trabajaron, pero no mucho, y en su gran mayoría, no se ganaron el pan con el sudor de sus frentes.
Voy a citarle a los Martín, que nos tocan más de cerca: el
peruano Beato Martín de Porres, se dedicó a los milagritos o milagros, -para no pecar de irreverente-, entre ellos el más conocido
de juntar en su capa o sayo, a todos los ratones que molestaban en
su convento de Lima, la ciudad de los virreyes, ordenándoles que
se fueran a roer a otra parte, órden que los roedores acataron ipso
facto, por lo cual el señor Porres pasó a llamarse el “Santo de los ratones”. Otro Martín, el español Juan Martín (a) El empecinado, que
se encaprichó en guerrear, con bastante éxito, contra los franceses
cuando invadieron la península y después contra el absolutismo
de monarcas hispanos. Un argentino, el general San Martín, un
héroe sin vuelta de hoja, que se pasó guerreando contra los godos
en varios países de América a los que independizó del yugo español. Fue grande, claro está. Pero lo que hizo, fue eso: guerrear.
95
En la Junta Electoral con compañeros de trabajo. Lezama de pie, en la
2ª fila, es el 5º, desde la izquierda.
Otro argentino, destacado entre los sabios latino-americanos,
Martín Gil, se pasa mirando las estrellas y quiere anticiparse a la
naturaleza pronosticando lluvias, temporales o sequías. También
argentino era el general Martín Güemes, héroe de las luchas por
la independencia americana, “aburrido” de lancear españoles, lo
que para él no era trabajo alguno, murió lanceado en una de sus
cargas de caballería. Pero para que usted, don Martín, no sospeche
que soy parcial en mi narración, le voy a citar a un distinguido
correligionario suyo, extraordinario orador y parlamentario, que
nunca trabajó, quiero decir: trabajar duramente, bajo necesidades y rigores. Me refiero al doctor Martín Recaredo Etchegoyen.,
consejero nacional y senador casi vitalicio. También Martín Fierro
con quien mucho simpatizo y admiro, no lo niego, no hizo otra
cosa que cantar y pelear.
Nuestro compatriota, el poeta Zorrilla de San Martín, escribió versos muy hermosos como “La leyenda patria” y “Tabaré”,
trabajos primorosos, que, sin duda alguna, no le hicieron sudar.
96
Conviene recordar, además, al monje alemán Martín Lutero, quien
le enmendó la plana a la iglesia católica apostólica romana, amargándoles la vida a papas y cardenales, pero que, lo que dice trabajar,
no tenemos noticias. El oriental Martín Aquino, que no era familiar de Santo Tomás de Aquino, por el genio que gastaba; guapo
como las armas, se dedicó a matar policías hasta que murió en su
ley, allá por Cerro Largo, peleando contra comisarios y milicos,
tampoco era un trabajador rural.
Pero para no seguir enumerando sólo a ejemplares humanos,
porque esto se está poniendo más largo que esperanza de pobre
o chorizo de estancia, termino refiriéndome a un pájaro, ave por
fuera y avechucho por dentro, que al fin y al cabo es un simple
“pejicida”, asesino de peces; le estoy hablando del Martín Pescador,
flor de avivado, que a orillas de arroyos y lagunas, posado en la
rama de un árbol, con ojos brillantes y una rapidez que asombra
se zambulle o en el agua y, sin errar una, sale con una mojarrita
en el pico”.
“¿Qué más puedo decirle don Martín? ¡Martín trabajador,
por ahora, sólo lo conozco a usted!”.
Nada repuso el horticultor, mirando a lo lejos. Nada agregó
el turco Haiache entrando a la Oficina. Después nos enteramos
que la huerta ya no existía y que don Martín, frecuentemente, se
largaba a escabiar a los boliches cercanos en la frontera brasilera.
¿Quizás no quiso seguir siendo el único Martín trabajador?
Vaya uno a saberlo.
Los años se han ido, pero los recuerdos de nuestro trabajo de
funcionarios de una oficina inscriptora en Rivera, se mantienen
frescos, lozanos, haciéndonos a menudo sonreir mientras repasamos lo vivido.
97
La gran jugada
Que se consumó en Rivera, se consumó. Podemos asegurarlo
y con nosotros los conterráneos memoriosos que allí vivían, a
finales de la década de los 30.
Conocimos muy mucho a los protagonistas que si bien distaban , el espacio que hay de la tierra a cualquier planeta –inclusive la luna que es la que está más cerca- de ser figuras consulares
eran, en cambio, tan populares que no había habitante de nuestra
ciudad, por distraído que fuera, que no estuviera enterado de la
existencia, vida y milagros de estos ciudadanos que no inventaron
ni la caña ni el vino pero, en cambio, fueron sus incondicionales
adeptos, sus más grandes adoradores y sus mejores consumidores.
Sus conspicuos ingurjitadores porque, en lugar de beber, tragaban
atropelladamente las bebidas a su alcance.
¿Quien no ha oído contar más de una vez de una gran jugada
donde los contrincantes apostaron al número más alto de una
carta de la baraja o de una tirada de dados, todo su dinero, otras
veces su campo y haciendas, su comercio, su mujer y hasta la vida?
Sospechamos que, con excepción del dinero, el campo y el
ganado, su comercio o la vida misma, ganar o perder otras cosas
les importaba un bledo. Por el contrario, creemos que preferirían perder a la consorte, cónyuge, concubina o amante, y que tal
apuesta se llevara a cabo de puros jugadores que eran y nada más.
¿Quiénes fueron los protagonistas de la gran jugada que intentamos narrar? Uno, Joaquín dos Santos (h); el otro, Setembrino
Pérez de Carvalho. Ambos, negros. Negrazos… tanto que además
de descender heredaron el color,-sin perder pigmentos-, de los
esclavos traídos del Congo, Mozambique o Angola. Los dos eran
orientales, nacidos en Rivera, pero sus progenitores procedían de
fazendas36 de señores feudales sitas en Río Grande do Sul.
36 estancias
98
La esclavitud de sus antepasados, que no calentaban ni enfriaban a nuestros personajes, fue, indudablemente, la antítesis
para que la referida “yunta de negros” nunca trabajara. Quizás por
haber acumulado hereditariamente el inconmensurable cansancio, la tremenda fatiga, que les produjo a sus padres esclavos las
bárbaras tareas bajo el implacable látigo de sus amos. Por atavismo e inconsciente reacción, gozando ambos de la más completa
libertad la empleaban, desde que amanecía hasta altas horas de
la noche, en ingerir cuanta caña aguantaran sus organismos. Financiaban su adicción pasando, a hombro y de vez en cuando,
tablas de encofrados para la construcción desde Livramento a las
barracas de Rivera.
Pero, en los mostradores de los boliches fronterizos su amistad se fue desgastando. Años y años de mamarse juntos y opinar
lo mismo sobre las mujeres y el amor, la amistad y la lealtad, la
existencia del más allá… en fin, sobre todas las cosas de la vida
y la muerte. Temas que los enlazaba en charlas interminables,
interrumpidas por largos silencios, fueron suplantadas por refranes y sentencias que introdujeron las primeras discusiones entre
Joaquín y Setembrino.
Cuando levantando su vaso, porque escabiaban en vasos, no
en copas, Joaquín decía: “yo chupo para aliviar mis penas / pero
ellas aprendieron a nadar”, Setembrino, empinaba su vaso y se
largaba con: “caña, maldito tormento / ¿qué haces ahí afuera? veni
para adentro!” y así seguían vaso tras vaso, en una competencia
de cañas y versos.
Los dos, también eran timberos. Se apilaban al monte, al siete
y medio, al cunca 37, la taba… o lo que fuere. Pero cuando jugaban
entre ellos, pico a pico, nunca apostaban dinero. Jugaban “por la
vuelta” y las botellas de Marumbí, Bacachirí, John Bull o Velho
Barreiro, iban y venían de uno a otro negro. Iban, por supuesto
llenas y venían vacías.
37 Juego de naipes, con dos barajas y comodines.
99
Una tarde, después de agotar el repertorio de sentencias y
refranes, con los ojos rojos, babeándose, a media lengua, Joaquín
le dijo a Setembrino: “Vamo´a jugar por algo que duela”, y el otro,
asintiendo con la cabeza, contestó: “Tamo´”. –“Vamo´a ver cual
de los dos aguanta más”.
Se pasaron los brazos por los hombros y fueron a orinar al
fondo del boliche. Volvieron abrazados y le dijeron al bolichero, en
dúo: “Poné otra botella”. A esa altura ya se habían bajado un litro
de la Marumbí. En menos de dos horas liquidaron la otra botella
y con señas, ya no hablaban, ordenaron una más.
El bolichero amagó no despacharles. Los negros sacudieron
las cabezas y arrimaron los vasos. El patrón llenó los vasos… Setembrino levantó su vaso para brindar, buscó el mostrador con
la otra mano, no lo encontró y se desparramó junto al estaño…
Joaquín, con los codos afirmados en el mostrador, lo miraba
fijo.
Llamaron a un vecino que era médico quien, después de
auscultar al caído, sentenció: “La quedó. ¡Un típico coma etílico!”.
Joaquín, giró el cuerpo, agarró el vaso, se afirmó en el mostrador y mirando al otro negro, sacudiendo la cabeza, sentenció:
“Perdiste”.
100
Un censo electrónico
Hace algunos años, el Ministerio del Interior tomó la plausible resolución de llevar a cabo un censo de la fauna uruguaya.
A esos efectos remitió circulares a las Jefaturas de Policía, las
que, a su vez, transcribieron la citada disposición ministerial a sus
respectivas comisarías urgiendo el cumplimiento de la misma.
Sabido es que los inventos y descubrimientos antes de tomar
estado público con el nombre de su autor, culminan un proceso
más o menos prolongado, a veces de largos años, con la participación e intervención de varias personas perdidas injustamente
en el anonimato.
Mucho de eso ocurrió con el Comisario de la 4ª sección del
Departamento de Rivera, don Nemensio B. quien, enterado de la
mencionada circular, se abocó a dar rápido cumplimiento a su
contenido pero, luego, no fue incluido en la lista de funcionarios
felicitados por el Ministerio.
Debemos consignar que en la época en que se llevaba a cabo
el censo en cuestión, todavía la ingeniería de sistemas o computación no se había desarrollado y no se contaba tampoco con las
máquinas que convierten en casi divina la perfección de fichajes,
contabilizaciones, clasificaciones, etc.
Pues bien, por los fueros de la justicia, no titubeamos en
proclamar que el Comisario Don Nemensio B. fue un precursor
de la contabilización electrónica. Con precisión matemática realizó
el censo ordenado. Veamos el resultado, según el oficio elevado
a la Jefatura:
“Dando cumplimiento a lo dispuesto en el oficio-circular de esa
Superioridad he procedido, con el personal a mis órdenes, a censar
la fauna del territorio de la seccional a mi cargo con el siguiente
resultado:
101
“apereás.......................................................................197
“ardillas.......................................................................105
“cotorras......................................................................319
“carpinchos.................................................................123
“comadrejas coloradas..................................................97
“chingolos....................................................................417
“gorriones....................................................................425
“lagartos........................................................................67
“lechuzas.....................................................................218
“liebres..........................................................................83(a)
“mulitas......................................................................124
“Ñandúes....................................................................150(b)
“Raposas.......................................................................48
“zorros...........................................................................37(c)
“zorrinos.......................................................................41
“palomas de monte.....................................................321
“perdices......................................................................139
“perdigones...................................................................73
“tatúes...........................................................................64(d)
“teruteros....................................................................139
“tucutucos...................................................................169(e)
“víboras de cascabel......................................................74
“víboras de coral...........................................................47
“víboras de la cruz (cruceras)......................................85
Observaciones: (a) no se puede asegurar la exactitud de tal
número por lo difícil de contarlas, (b) la misma observación que
en el caso de las liebres, (c) por razones que se comprenderán no
podemos responsabilizarnos sobre su cantidad, (d) la misma observación expresada en el caso de las liebres y los ñandúes, (e) La misma
observación expresada en el caso de liebres, ñandúes y tatuses).
Claro está que en el Oficio de la Seccional 4º. se escribe:
capinchos, ñanduses, zorrillos y tatuses y salta a la vista que el
102
funcionario policial omitió censar algunas especies, pero ello, por
cierto, no disminuye la importancia de su labor.
En la zona del Comisario don Nemensio B. no existían pumas
ni yaguaretes ni otros fieras semejantes. Tampoco, según surge del
informe, fueron avistados gatos monteses, gatos de pajonales o
chajas, porque si los hubieran detectado, dado el sistema contable
del Comisario, los hubieran incluido en el censo
Ignoramos si fue sancionado por mentiroso e irrespetuoso.
Nosotros, si nos hubiera tocado actuar como sus superiores
jerárquicos, no lo hubiéramos sancionado por el censo, sino por
no haber exterminado las víboras que minuciosamente procedió
a contar.
103
El diagnóstico de Sarasola
Con Beethoven Sarasola (Pituto), actualmente visitador médico de un laboratorio montevideano, fuimos compañeros de trabajo en la Administración del Centro de Salud Pública de Rivera.
Además de amigo, en toda la extensión del vocablo, era un funcionario excepcional, como muy pocos de todos los que conocimos
en nuestra larga vida de burócratas y seguimos conociendo a lo
largo y ancho del país. Pese a su estricto sentido de responsabilidad,
Sarasola sabía colocar, en el momento justo, una broma, un buen
chiste o una perfecta imitación de los Demóstenes del pueblo y de
sus figuras “consulares y patricias”, dirigentes vitalicios de diversas
instituciones sociales, benéficas o deportivas.
Su arte de eximio imitador no se limitaba a voces solamente,
incluía, además, una adecuada mímica del tribuno de turno de
quien recordaba largos trozos de oratoria.
Distantes varios lustros de aquella época, rememoramos y
volvemos a reírnos de las chispeantes humoradas de Sarasola, a
quien estamos reconocidos por los momentos que, amén de una
eficiente colaboración, nos alegraba con sus salidas ayudándonos a soportar nuestras obligaciones administrativas. Un trabajo
donde, la mayoría de las veces, fuimos impotentes tratando de
aliviar el dolor de tanta gente. Trabajábamos en un establecimiento
hospitalario lleno de carencias de todo orden, desde la falta de
medicamentos y víveres hasta las imperdonables omisiones de
la gran mayoría de los técnicos y la tremenda incapacidad del
personal de enfermería.
No seguiremos hablando del amigo Pituto para no dar lugar
a que algún presunto lector nos critique por habernos bandeado en los elogios. Tampoco seguiremos hablando de las miserias
sublevantes del hospital de Rivera, llamado, por pura paradoja:
“Centro Departamental de Salud Pública!” Narraremos, eso sí,
104
cuando Sarasola tocando de oído, pero mucho más “de visu”, formuló un terminante diagnóstico sobre las posibilidades de vida
de un paciente ingresado con convulsiones y ardiendo de fiebre.
Se trataba de un compañero que integraba el personal eventual de nuestro Hospital: don Evaristo M., un septuagenario con
tenaces veleidades donjuanescas, quien, claro está, no brindaba
sus arrebatos amorosos a damas de su edad, sino a mujeres maduras o muy jóvenes. Por aquellos días lo habíamos visto, en más
de un lugar del pueblo comandando una carga a lanza, mucho
más arrojada que la de Chiquito Saravia en Arbolito, a alguna
agraciada adolescente.
Una de esas veces nos dijo Sarasola: “ese anciano vá a perecer
en la demanda..” y así fue. Una tarde, alzado entre ocho fornidos
y voluntarios brazos, nuestro funcionario fue ingresado a la Sala
de Urgencia.
Entonces Sarasola, muy serio, engolando su voz, emitió el
diagnóstico: -¿sabés que tiene el abuelo? -No. -Pues nada más ni
nada menos que una “Bronco neumonía súbita, por enfriamiento
de materia fecal pos-coito obligado”.
Con sorpresa y asombro, aguantando la risa, le hicimos repetir el diagnóstico reiteradas veces. Nuestro improvisado “hipocrático funcionario” pasados algunos minutos, después de
mirar detenidamente a don Evaristo y, sin quitarle una sola letra
al diagnóstico, moviendo la cabeza con tristeza, agregó: “¡sólo un
milagro puede salvarlo!”.
A más de un médico le transmitimos el patético diagnóstico
de Sarasola y todos fueron contestes “en que, pese a estar al margen
del rigorismo científico, muchas veces ocurrían cosas inexplicables”. “Que el pronosticado desenlace fatal podía darse”.
Y se dio nomás. Pocos días después hubo velorio. El óbito
del veterano consternó a más de una desconsolada Doña Inés.
105
Una maestra “cantinflera”
Previo a avanzar en este relato con algunos de los dislates discursivos de nuestro personaje, (entuertos que ni el Hidalgo Señor
de la Mancha, lanza en ristre y la adarga al brazo, podría desfacer),
sugerimos a los posibles lectores de estas líneas que relean, con
cuidado, el adjetivo del título sin fiarse de deducirlo en base a la
primera sílaba. Si así lo hicieran confundirían el término, trastocándolo por otro parecido pero de un sentido totalmente opuesto.
Cantiflero derivativo arbitrario del nombre del cómico mexicano
Cantinflas, nada tiene que ver con canfinflero38, del lunfardo, una
condición que remotamente podía tener la maestra señorita A.G.,
acabado ejemplo de austeridad monjil que exudaba, toda ella, una
inflexible moral, desde la punta del pelo más largo hasta los tacos
de sus zapatos de normalista de colegio religioso. Vestía, además,
blusas con mangas y faldas largas, éstas rozando los bordes de su
calzado. La parte superior de su atuendo le llegaba a la barbilla, el
peinado con un sempiterno rodete, y una cara de aristas y ángulos
rocosos. Esto, en cuanto al rostro y al vestuario debajo del cual,
sospechábamos, escondía más de un cilicio
Ocioso es decir que era soltera y sin novio a la vista. “Suigéneris” era su pedagogía. El programa de estudios era subestimado, menospreciado o ignorado, para dar paso a graves exhortaciones a sus alumnos a cumplir sus severas reglas de moral que,
seguramente, los inocentes niños no lograban entender. Todo ello
matizado con constantes censuras a sus colegas porque, según
ella, no sabían inculcar a sus alumnos una buena educación, sanas
costumbres, etc. etc.
Era difícil aceptar que esta mujer fuera maestra. Pero había
que rendirse a creer que poseía tal título pues llegó a ejercer la
38 Proxeneta.
106
Dirección de la Escuela Nº 44, de Paso de Castro, una zona suburbana de la ciudad de Rivera.
Nuestro personaje jamás dejaba de intervenir, con largas y
tediosas peroratas, en las efemérides patrias que la fascinaban.
En estas oportunidades nombres de próceres, lugares y fechas,
eran indefectiblemente trabucados por la señorita Directora que,
además, nunca encontraba una frase para cerrar su oratoria. Un
19 de abril, por ejemplo, previa orden de que todos los maestros y
alumnos se reunieran en el salón más espacioso de la Escuela para
evocar la gloriosa cruzada lavallejista, aprovechó para endilgarles
su discurso con una campanuda innovación. Entre otras cursilerías, dijo: “…el día 33 de abril de 1825 desembarcaron en la Playa
de la Agraciada, 19 orientales que nos dieron la Independencia.
Con ellos vinieron Artigas, Lavalleja, Oribe y Rivera.”
Suponemos que involucró en la epopeya al “fundador de la
nacionalidad oriental” porque su caletre no concebía a Artigas
ausente del trascendental hecho y a los dos, mencionados al final
de su frase, los juntó porque su moral de hierro no le permitía
tomar partido en cuestiones de colorados y blancos.
Cuando un 7 de setiembre visitaron su escuela maestros y
escolares brasileros de Livramento, lógicamente la Directora no
podía dejar pasar la visita sin dar rienda suelta a su afición tribunicia. Después de transitar largo rato por el trillado camino de
la confraternidad de ambos países la emprendió, con énfasis y
laudatorias palabras, con el himno y la bandera de los hermanos
brasileros. “Hermosa música y bella letra tiene la canción magna
de ustedes! Y la bandera oro-esmeralda, ¡oh, qué bonita! con su
color verde que simboliza la esperanza y el amarillo… el amarillo…
el amarillo… -silencio expectante de la audiencia-, el amarillo…
que.. si fuera blanco, simbolizaría la pureza!”.
Podríamos reeditar otras magníficas perlas oratorias de la señorita maestra. Pero no creemos necesario hacerlo para consagrar
y rescatar del injusto olvido a quien, con tanto brillo, prestigió la
abnegada profesión de José Pedro Varela. No obstante terminamos
107
esta narración, recuperando de uno de sus últimos discursos su
particular concepción del panamericanismo.
El Día del Panamericanismo se celebraba en todas las escuelas uruguayas, por una disposición de las autoridades de Enseñanza Primaria. En la Escuela Nº 44, de Paso de Castro, donde A.
G. era la Directora, daba lugar a una conmemoración con mucho
público, conformado con los familiares de los escolares: padres,
hermanos, abuelos y tíos . Esta vez, después de un divague muy
confuso, con explicaciones y referencias, que nadie entendió, nuestra Directora, superando oratorias precedentes, habló extensamente, incursionando en terrenos que no conocía. La cuestión
era hablar y hablar. Llevaba casi una hora discursiando cuando
apremiada, señas mediante de sus colegas, cerró su enredada y
confusa disertación, “más enmarañada que mota de negro”, con
conceptos que ni al que “asó la manteca” se le hubieran ocurrido,
afirmando: “En fin, y para terminar, panamericanismo quiere decir… este… quiere decir… bueno, bueno como el pan!”.
Uno de los asistentes, sin poder contenerse, exclamó:”Dale,
nos vamos… no la soporto más”.
Caricatura de O.Lezama dibujada por su amigo L. Caballero
en 1944.
108
Moza de coraje
Tiene más de un nombre. Quienes se precian, con o sin derecho, de hablar correctamente le llaman “lobishomen”; sería una
contracción de los vocablos lobo y hombre. Los habitantes del
campo uruguayo, menos académicos o marginados de la gramática
le dicen, simplemente: lobisón. Hay también, una minoría, que le
dicen “lobiscan”, cruza de perro y lobo, afirmando que posee el
olfato del primero y la ferocidad del segundo, lo que le permite
ser baqueano en cualquier terreno.
Pero esta cruza no nos parece de recibo. El lobo, según una
definición científica, es un mamífero de la familia del perro pero
indomesticable. Fuere o nó correcta la clasificación de lobiscán,
en definitiva ambos serían parientes sanguíneos muy cercanos,
como primos. La diferencia radicaría entre la astucia de uno y la
nobleza del otro. En el diccionario de Espasa-Calpe encontramos
que el lobisón es: “un animal fabuloso, al cual la superstición de la
gente del campo, atribuye las más variadas y caprichosas formas”. 39
Los filólogos Adolfo Berro García, uruguayo, y José Cruz Rolla, argentino, sobre el tema sostienen, el primero: “Lobisón, nombre masculino. Dícese también lobinson, aunque la voz corriente
en el Uruguay es lobison. Se llama la persona que, de acuerdo a
la supestición de la gente de campo, se transforma al caer la tarde
en cualquier animal. Aúlla durante la noche y suele presentarse al
viajero.” “Duende, trasgo, espíritu travieso. De ahí procede la voz
usada en nuestra campaña: lobisón, que conserva la vocal tónica
y pierde por apócope la vocal e . La etimología del vocablo exige
que se diga lobisón y nó lobinson.”
39 Se asemeja al endriago . Un monstruo fabuloso cuyo cuerpo estaba formado
con partes de hombre y fieras.
109
Cruz Rolla, el segundo, escribe: “Se trata de un mito universal. El lobisón actúa durante la noche, por lo cual simboliza
las sombras. Personifica la muerte, en contraposición con la luz
del día, que es la vida. Como otros mitos representa las fuerzas
naturales. Se considera lobisón a todo séptimo hijo varón, siempre
que los seis primeros fueren también varones. Aún hoy, el vulgo
cree que estas personas al dar la medianoche se transforman en
la bestia a que se refiere el mito y concurren a los cementerios,
donde realizarían tareas macabras y repugnantes”.
Augusto Meyer, incursionando en este tema, sostiene: “Lobisomen: todos sabemos que la superstición es antiquísima y de
todos los pueblos. En Rio Grande do Sul, Juan B Ambrosetti, recogió la siguiente copla :
“Dentro de mi pecho tengo
un dolor que me consume.
Cumplo mi destino,
en traje de lobisón”.
El mito del lobisón aparece en cuentos y novelas de muchos escritores. Entre los que recordamos, por ejemplo, Jorge Luis
Borges, en la “Biografía de Tadeo Cruz”,(el compañero de Martín
Fierro),y Jorge Amado, en “Tierras sin fin”, (narrando la vida en
las plantaciones de cacao brasileñas).
En nuestra región, los inveterados frecuentadores de cuanto
velorio hubiera en la vecindad, especializados en cuentos y adivinanzas pavas, cuando agotaban su repertorio de “enigmas sencillos” recurrían a una adivinanza, que puede variar de forma, pero
siempre con el mismo final. Verbigracia: “¿qué es, un animal que
tiene el tamaño de un ternero grande, cabeza de perro, orejas de
burro, patas de tigre, melena de león, ojos que echan fuego, boca y
dientes de caballo?”. Luego del silencio, más o menos prolongado
de los asistentes, viene el consabido: “¿se dan por vencidos?”, “Sí”,
110
responden los contertulios. ¡“El lobisón”!, proclama con regocijo
el preguntón.
Una vez, a uno de estos amenizadores de velorios le preguntaron: “¿Ya que usted sabe tanto de lobisones, háganos el favor de
explicar si una mujer violada por un lobisón queda preñada, que
va a parir o a alumbrar?”. Hasta hoy, no hay quien arriesgue una
respuesta a esta pregunta.
Los lobisones también han merecido versos de poetas nativistas, alguno de esos vates, incluso, aparecen en sus rimas protagonizando peleas y combates con tales engendros, poniendo en
fuga siempre a sus terroríficos contendientes
Pero, basta de definiciones del lobisón. Narremos, rápidamente, lo que sucedió en un rancherío de Paso de Ataque, en la 4ª
sección de nuestro departamento. Según decían, en la década de
los cincuenta, por aquellos parajes andaba de correrías un lobisón,
que llenaba de pavor a sus moradores. Estos, los viernes, día que
hacía su aparición, en forma indefectible, el diabólico ser, mucho
antes de la puesta del sol, se encerraban en sus casas, trancando
puertas y ventanas, evitando encender las luces.
Hombres de “pelo en pecho”, acostumbrados a todos los
peligros, algunos veteranos de nuestras revoluciones, donde sus
corajes fueron puesto a prueba; que no conocían “el color ni el olor
del miedo”, no se arriesgaban en esas noches a ser sorprendidos
por el lobisón en algún camino de la zona.
Sumándose a los comentarios del pueblo, trasciende el enfrentamiento de un policía, -compelido por sus funciones a salir
los viernes de noche a hacer la ronda-, con el terrible ser o animal.
En su relato el policía, de probada valentía en más de un procedimiento contra ladrones y contrabandistas, aseguraba que no tuvo
más remedio que huir, después de toparse con el fabuloso animal,
descargarle a quemarropa su revólver sin dar en el blanco y perder
su puñal, de oro y plata, en el entrevero.
Ahora bien, en un ranchito de este paraje vivían dos mujeres
solas. Sin compañía. Eran madre e hija y ésta, según las mentas era
111
sumamente hermosa. Estaba “como sándia pa´rajar con la uña”, y
por la moza suspiraban los paisanos de la vecindad. Ella se hacía la
desentendida de sus requerimientos amorosos, lo que contribuía
a despertar la curiosidad de la gente de Paso Ataque. Más de uno
sospechaba que, entre la paisanita y un vecino casado, había un
idilio muy lejos de ser platónico, pese al disimulo de la pareja.
Un día, varias jubilados, algunas viejas y paisanos ociosos
comentaban, a la sombra de unos árboles, las correrías del lobisón.
Entonces una vieja, madre de la agraciada moza de nuestro relato,
inocentemente o disimulando una alcahueta o rústica celestina,
astuta y taimada, dice: “Guapa es mi hija. Cuando los viernes de
noche, el lobisón golpea la ventana del rancho, ella sale decidida,
pelea a brazo partido con el feroz bicho, se oyen los jadeos y las
quejas del animal, le quita el cinturón con el dinero y lo hace juir!”.
Uno de los de la rueda bajo los árboles, de amplias bombachas, botas y espuelas, facón a la cintura, poncho, chambergo
requintado y rebenque empuñado, con más barba y sotabarba que
un fraile, replicando a la vieja dijo: “…con los machos pasa todo
lo contrario, ni semos suficiente pa´ pelearlo y, mucho menos,
pa´sacarle el dinero!”.
112
El Capitán González
Era del sur, pero muy adaptado al norte. Mulato, canoso y
obeso, dueño de un caminar cansino que desmentía su permanente
dinámica cuando de comer se trataba, el capitán González no era
graduado en las luchas por la Independencia, tampoco en las de
la Triple Alianza, Arbolito, Tupambaé o Masoller, sino en las no
menos cruentas batallas por el diario puchero! A la vista estaba
que de esas peleas había salido siempre victorioso. Lo probaba
su gran volumen físico que revestía una estirada piel, siempre
reluciente de grasa.
Le conocimos en una estancia riverense, donde toda su ocupación era comer y entretener a la cocinera, a los peones y al patrón, -cada dos o tres meses cuando visitaba las casas-, con dichos
y relatos de sus aventuras a lo largo y ancho del país
Suponemos que en otros tiempos, más joven y menos gordo, había sido un buen jinete porque en sus charlas, que tocaban
varios temas, se hacía siempre un lugar para hablar de caballos y
carreras, cuadreras o reglamentadas.
Sobre equinos nos endilgó flor de mentira. Al ocurrírsenos
elogiar una yegüita de su propiedad, aprovechó el Capitán para
asegurarnos seriamente que su cabalgadura era hija, nada menos,
de la famosa yegua Madame Recamier, ganadora de varios clásicos
en Maroñas. Nos enteramos tiempo después, que Madame Recamier, la yegua, no la francesa célebre, había corrido en nuestro
principal hipódromo hacía más de cincuenta años…
De sus muchas habilidades para ganarse el pan, sin el sudor
de la frente, contaremos dos. La primera, su inigualable arte de
vender en las “cuadreras” carpinchitos asados haciéndolos pasar
por lechones… Nunca ningún paisano y, mucho menos un pueblero, le descubrió la jugada y, muy por el contrario, saborearon
con deleite la carne del roedor anfibio.
113
La otra habilidad, la segunda, la desarrolló en Montevideo
en el transcurso de una “Semana Criolla” en la Rural del Prado. El
Capitán había tenido que viajar hasta la capital, -muy contrariado-,
debido a una infección en un brazo que lo obligó a internarse en un
hospital donde permaneció largo tiempo. Cuando egresó, con su
salud restaurada a medias, su situación financiera era peor que la
de los “pupilos del licenciado Cabra”40. Al dejar el hospital, anduvo
sin rumbo hasta que recordó haber oído hablar de las “domas” en el
Prado y orientándose hacia allí, “a patacón por cuadra”, consiguió,
con mañas, entrar a la Rural sin pagar lógicamente la entrada.
Como era su costumbre inveterada, estuvo observando a la
gente y sus movimientos, constatando que gran parte de la concurrencia tenía problemas para reponer el agua caliente de sus
termos. Y, una vez más, sacó a relucir sus recursos. Se agenció,
con sus insuperables martingalas, una lata grande de unos veinte
litros, juntó papeles de diarios que estaban esparcidos por todo
el predio de la Rural, encendió un fuego y sobre dos piedras de
regular tamaño colocó la lata con agua. Al poco rato estaba voceando: “agua caliente para los termos!!!” convirtiendo el aviso en
un pregón que retumbaba en las paredes de los pabellones de la
Rural. Ese, y los días subsiguientes, vendiendo agua caliente ganó
muchos pesos con los que, además de solventar los gastos de su
manutención, le permitieron regresar al norte.
El Capitán González era, además, un maestro consumado en
preparar y hacer asados con cuero. No lo decimos sólo nosotros
sino que tal “maestría” fue probada y luego avalada por Luis Batlle
Berres cuando fue Presidente de la República. Allá por mediados
del año 1949 el Primer Mandatario visitó nuestro departamento y
fue invitado, a la estancia de un correligionario en Costa de Corrales, a un asado con cuero. Batlle Berres y su comitiva llegaron ya
de noche al establecimiento de campo, donde estuvimos nosotros
y otros amigos presentes.
40 Los fulleros de “El buscón”, de Francisco de Quevedo.
114
El responsable del asado con cuero no podría ser otro que
el Capitán González, quien, con insuperable afán, se dedicó a una
tarea que le era muy grata: ¡hacer asados!
El lugar donde lidiaba el Capitán estaba, aquella noche tormentosa, en una semipenumbra iluminada sólo por los relámpagos que anunciaban lluvia. Hasta allí llegó el Presidente quien,
desenvainando un pequeño cuchillo, intentó darle un tajo al asado.
Lo intentó, porque el Capitán González con un gestó rápido y voz
ceñuda le espetó: “¡Epa bárbaro, no me toque el asado… espere a
que esté pronto, carajo!”
Todos aquellos que conocieron por trato directo o por referencias autorizadas al ex-gobernante a quien nos referimos, saben
que le desagradaba mucho que le llevaran la contraria. Empero,
en aquella noche norteña, frenó su deseo de probar el asado y,
envainando el cuchillo, inició un cordial coloquio con el Capitán.
Hubieron mutuos pedidos de disculpas, del sin par asador por no
haber reconocido al Presidente por la oscuridad reinante, aunque
se sospecha que había identificado al Presidente de la República, y
de éste por intentar darle un tajo al asado antes de tiempo.
El Capitán González que por primera y, probablemente, última vez hablaba con un Presidente, por aquello de que “…a la
ocasión la pintan calva” no dejó pasar la misma y se explayó en
una amarga queja porque el Comisario de Costa de Corrales no
lo dejaba trabajar. Esto sorprendió en sumo grado a Batlle Berres,
quien puso en duda que ello ocurriera pero, ante la insistencia del
interlocutor en su protesta, llamó al Jefe de Policía del Departamento, que participaba de la reunión, y le trasladó la denuncia.
También el jerarca policial expresó su sorpresa y sus dudas, pero
el Capitán ratificó sus quejas. Se sucedieron una serie de preguntas
y respuestas: “-Que sí; -Que no puede ser, -Que no me deja trabajar”, hasta que al fin se aclaró el asunto: el Comisario no permitía
que el Capitán trabajara en carreras, bailes, kermeses y fiestas en
general, haciendo funcionar un “Yaburú”. Hubo que explicarle a
Battle Berres que “yaburú”, voz brasileña del tupi-guaraní, es el
115
nombre de un juego lleno de trampas, ligeramente parecido a la
ruleta, con un disco metálico convexo y circunvalado a espacios
iguales por varillas cortas de un mismo tamaño. El “croupier” hace
girar el disco que, después de algunas vueltas, es frenado por una
pequeña chapa de metal con forma de una ballena que al detenerse
determina el número ganador, sol o luna.
Cuando se aclaró el tipo de trabajo al cual quería dedicarse
el Capitán González, le fue restituida la confianza al cuestionado
Comisario y, aunque ello no era necesario, le explicaron a nuestro
personaje que el juego del “yaburú” estaba prohibido en todo el
país. Este, sacudiendo la cabeza, cabizbajo, carraspeó fuerte, se
disculpó por tener que atender el asado y retornó a las parrillas.
116
Dos caudillos históricos (*)
Cuando decimos “históricos” se comprenderá que nos referimos a la historia de nuestro departamento, aunque pudiera
ocurrir que los méritos de estos dos conterráneos trasciendan
un día las fronteras de la Patria y se proyecten hasta Alaska y las
Malvinas. De gente de menos relevancia se cuentan sus hazañas
en otras tierras.
No es una exclusividad de nuestro pueblo la existencia de
caudillos. No hay lugar en Latinoamérica que no cuente con pequeños y grandes “cabos electorales” como los llaman los yanquis,
permitiendo sospechar que también existen caudillos en el país de
nuestros bien amados hermanos del norte. Quizás, también, los
haya en la secular y muy civilizada Europa puesto que en todos
lados se cuecen habas.
Caudillos hubieron, y todavía puede haberlos, ladrones, prepotentes y sanguinarios. Felizmente los dos a quienes recordamos
en estas líneas no integraron esa tenebrosa especie, si bien descollaron en otros sentidos.
El primero se llamaba J. V. pero era conocido por Don Pepe.
Vivió para la actividad político-partidaria; fue pródigo, crédulo y
hasta ingenuo. Formó en las filas de quienes dentro del batllismo
apoyaron la candidatura presidencial de Julio María Sosa y fue
incansable en la campaña electoral a la que dedicó todas las horas
del día y gran parte de la noche.
Derrotado Sosa en las elecciones, quienes lo apoyaron resolvieron organizarse en una agrupación que bautizaron “Por la
Tradición Colorada” y que tuvo una corta existencia. Sus dirigentes
de primera fila habían sido destacados ciudadanos del batllismo
y precisamente por ser decididos integrantes del partido de Batlle
* o “400 jinetes a caballo vienen bajando la sierra” y “945 afiliados”!.
117
y Ordóñez entendieron, tal vez sinceramente equivocados, que la
primer magistratura tenía que ser ejercida por un hombre de su
misma posición política por ser, entre otras razones, el batllismo
mayoría dentro del Partido Colorado.
Después de trascurrida la etapa electoral, los sostenedores
de la candidatura de Sosa se reintegraron, en forma paulatina, al
Batllismo.
Pero antes que ello sucediera, una noche durante la sesión del
Comité Ejecutivo Departamental de la Agrupación “Por la Tradición Colorada”, con la asistencia de nuestro personaje, un dirigente
en uso de la palabra estaba considerando un asunto importante y
a cierta altura de su intervención exaltó la personalidad de Don
José Batlle y Ordóñez. Fue entonces que el otro Pepe, el nuestro, es
decir don José V., sorprendido por el panegírico a Batlle que hacía
el orador lo interrumpió para expresar, en forma solemne: -“Compañeros, no entiendo lo que está diciendo el orador ya que si semos
sosistas no semos batllistas y si semos batllistas no semos sosistas”.
Por más que se le aclaró el asunto y se le reiteró que ambas
posiciones no eran excluyentes y que, al contrario, se complementaban ya que Julio Ma. Sosa y quienes lo votaros eran todos
batllistas, como era de notoriedad pública, nuestro caudillo o “cabo
electoral” no aceptó las explicaciones.
Lo narrado ocurrió allá por 1927. Don José V. años después,
desvinculado del Partido “Por la tradición colorada”, organizó otra
agrupación de su exclusiva propiedad. Juntó 50 firmas y solicitó a
la Junta Electoral el registro del Distintivo “Patria y Ejército”. Nada
lo ligaba a las fuerzas castrenses. Era un republicano probado pero
ello no obstaba para que fuera, también, un ferviente admirador
del ejército. Un sentimiento incompatible con la ideología batllista,
a la que había abrazado de lleno hasta poco tiempo antes.
A la nueva Agrupación dedicó todo su entusiasmo y afanes.
Vendió su único patrimonio: una modesta casita, se compró un Ford
de la década del 20 y recorrió todo el departamento de Rivera. Con
su Agrupación, reintegrado al Partido Colorado, bajo el sub-lema
118
Dos Listas riverenses de
1931. La 23 del “sosismo” y 28 del “batllismo”
con el Distintivo: “Patria
y Ejército”
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“Batllismo”, intervino en las elecciones de 1931 y “Patria y Ejército”
obtuvo 38 votos! Doce menos que las 50 firmas presentadas ante
la Junta Electoral. No faltó un gracioso, funcionario de la Oficina
Electoral, que largó la versión de que “como había llovido durante
el día de los comicios, los 12 que disminuyeron no habían desertado
del “ejército de la patria” sino que encogieron debido a dicho factor
climatérico. Lo de climatérico sirvió para que otro sostuviera que
ello era natural porque los 12 omisos eran, en su mayoría, adultos
mayores. Un tercer comentarista del resultado electoral de “Patria
y Ejército”, discrepando con las opiniones citadas, emitió la suya
propalando que “el lodazal que produjo la intensa precipitación pluvial, impidió el desplazamiento normal de la poderosa artillería de
“Patria y Ejército” y cerró el avance de su infantería hacia las urnas”!
Pero volviendo a los días en que Don Pepe era “sosista”, rememorando la jornada preelectoral cuando las huestes que apoyaron la candidatura de Julio María Sosa llevaron acabo una gran
asamblea, con la presencia del candidato y de Enrique Rodríguez
Fabregat, poco antes de iniciarse el acto, uno de los dirigentes
responsables del éxito del mismo, muy nervioso le pregunta a
Don Pepe a que hora llegaría el contingente de correligionarios
que el acaudillaba y éste, muy suelto de cuerpo, le contesta: “400
jinetes a caballo vienen bajando la sierra para incorporarse a la
asamblea!”. La verdad es que hasta hoy ningún jinete, a caballo o
a pié, engrosó el mitin del sosismo.
El otro caudillo de esta narración, don M.Machado, fue también como su correligionario Don José V., un fervoroso militante
político cuyo entusiasmo lo llevó a batir records en la fundación
de agrupaciones y clubes, pre y post actos eleccionarios. Con los
consiguientes cambios de nombres, claro está, pero siempre dentro
del mismo Lema.
Le gustaba la tribuna y su oratoria aún se recuerda en ruedas
de conversas riverenses. En uno de sus desopilantes discursos dijo:
“Correligionarios, los aorto a trabajar por el trunfo de nuestro gloroso Partido”. No sabemos si su exhortación fue cumplida. Pero otra
120
vez, aortando a que se inscribieran en el Registro Cívico Nacional,
expresó: -“todo compañero que no esté escrito tiene que hacerlo
enseguida. Si no tiene el decumento prescindible que me avise que
yo lo saco y también consigo la odencia en la oficina lectoral”.
No obstante sus sensacionales discursos, la nota más alta la
dio con la inauguración o reinauguración de un club partidario.
Hubo abundante propaganda radial, también una profusa distribución de volantes invitando al acto al que asistirían los candidatos
a la Diputación y al Concejo Departamental.
Y llegó el día señalado y junto a los candidatos estuvimos
presentes. Cuando llegamos al local del nuevo baluarte partidario, había en el mismo tres personas: el caudillo, su esposa y el
encargado del asado. Tres, que no pasaron de tres, y a los que se
sumaron los candidatos y su comitiva.
El exiguo número de tres, no achicó de manera alguna al
gran dirigente y organizador de la conferencia quien, antes de iniciarse la parte oratoria a cargo de los candidatos, expresó: -“como
el secretario de este nuevo gran baluarte, no puede asistir, pido
que uno de los muchacho que acompañan a nuestros prestijosos
candidatos haga de secretario interno y lea la lómina de afiliados”.
Un joven de la comitiva tomó la posta y una libreta indizada
que le alcanzó el caudillo, quien prosiguió diciendo: “Compañero
abra el libro en la letra “A” y lea al final de la foja la suma de afiliados”. Obediente el secretario interino, cantó “65”. “Siga con la
letra “B” pidió el dueño del índice. “48”, leyó el secretario ad-hoc
y siguió así letra por letra hasta la “Z”. Al llegar a ésta, solemnemente, dijo el caudillo: “Como ven distinguidos correligionarios,
este club cuenta con 945 afiliados!!!”.
Hubieron aplausos y felicitaciones. Más tarde los candidatos,
revisando lo actuado, coincidieron en que 945 menos los 3 afiliados que estaban en el local, arrojaba un total de 942 presuntos
electores, cifra que se tornaba tremendamente difícil de reunir aún
cuando el caudillo recurriera a toda la elocuencia de sus clásicos
discursos.
121
Una pesca sensacional
Para Nelson Pintos (*)
Cuando éramos gurises sólo conseguíamos pescar, en el modesto arroyo del pueblo, mediante un alfiler doblado, atado a un
piolín, con un corcho de alguna botella de vino como boya y un
pedazo de caña de tacuara, insignificantes mojarras y cazar, con
una honda o gomera, única arma de que disponíamos, algún gorrión paupérrimo en carnes. Nunca logramos, quizás por nuestra
pésima puntería, una caza mayor. Aunque para el caso, pudiera
haber servido un pájaro bobo.
Por eso, (un entendido podrá decir: un trauma por frustración), nunca nos atrajo la pesca y menos la caza, como deportes,
y jamás nos dedicaríamos a esos menesteres como profesionales.
Pero ello no incide para que simpaticemos con los pescadores
y cazadores criollos. Los primeros, pasan interminables horas a
las orillas de los arroyos, muy pocas veces ríos, esperando que
las líneas de sus aparejos den señales de que hay un pez que está
por ensartarse o, mejor dicho, “anzuelarse”. Quietud y silencio del
pescador que semeja la práctica de un rito, quizás ancestral. Ni
hambre, ni frío, ni lluvia, ni cansancio le arredran en esa faena que
muchas veces resulta vana. Sin siquiera el premio de un minúsculo
pescadito que venga a calmar, minimamente, su fallida ictiofagia.
Los mismos sacrificios, plenos de abnegación, pueden anotarse en los cazadores. Con la variante de que en lugar de permanecer estáticos, caminan largas y extenuantes jornadas, con
iguales resultados al de un pescador: sin cobrar una sola pieza
para su morral virgen.
* “El Negro Latero”, tenaz y abnegado pescador de lagunas y arroyos riverenses.
122
La única, y mínima diferencia entre ambos es que el primero,
si alguna vez lo desea, y puede, recurre al SOYP (Servicio Oceanográfico y Pesca), en cuanto el cazador no cuenta con la posibilidad
de un consuelo similar. Tendrá que esperar la creación, por parte
del Estado, del ente que destine a sus burócratas, procedentes del
comité partidario, a la caza de perdices, perdigones, patos, liebres,
etc.. Organismo que, se nos ocurre, podría llamarse: SERCAZ
(Servicio de Caza), o INCAZ (Industria Cazadora), o INCAPAZ
(Industria Cazadora por Azar). Su nombre, y sigla correspondiente, no serían un problema, tampoco financiar su funcionamiento.
El personal sería seleccionado, mediante concursos cerrados, entre
familiares y correligionarios, éstos acreditando méritos certificados por las autoridades partidarias.
Quienes dicen conocerles, aseguran que, por un sentimiento de “revancha compensatoria”,los pescadores y cazadores magnifican el resultado de sus actividades. En fin, cierto día, como
ocurría con frecuencia, se formó una rueda de pescadores, todos
funcionarios del hospital, en la que participaban Federico Díaz
(Químico Farmacéutico), Alberto González (Aux .de Rayos X),
Gualberto Sosa (Guarda Sanitario), Lauro González (Electricista) y
R.Larrosa (Enfermero). Este último, había en la víspera regresado
desde “La Coronilla”, un pesquero de fama internacional en la
costa del Departamento de Rocha, después de su licencia anual.
Allí había pescado y, lógicamente, la palabra la tenía él.
Con lujo de detalles, y un entusiasmo muy emotivo, narró
que había sido protagonista de algo que no olvidaría jamás. Después de varios días de pescar en pleno océano, sabedor sólo de
pescas en tajamares, lagunas y/o arroyos de Rivera, con suerte
variada, “una tarde inolvidable, con un poco de viento y amenaza
de lluvia,” empezó a contar Larrosa, “ví que uno de los aparejos
empezó a correr… Me apuré en agarrarlo y, sólo con tantearlo,
presentí que era un bicho grande”; empecé a recoger la línea y el
animal hacía mucha fuerza”. “Fue una lucha tremenda entre algo
desconocido y yo”. “Con miedo a que me cortara la línea, lo fui
123
trayendo y logré sacarlo a la orilla del agua”. “Ustedes no podrán,
ni remotamente, imaginarse lo qué pesqué”.
Todos, a coro, con una curiosidad que había ido in-crescendo, preguntaron: “¿Qué pescaste?” –“Nada menos que un caballo
marino”, dijo Larrosa.
“¡Bárbaro, no por lo que pescaste sino por la mentira!”, exclamó Federico Díaz. -“El caballo marino, llamado también hipocampo, mide sólo hasta treinta centímetros de largo, y no sale
en aparejos”.
El narrador no pudo contestar porque la rueda se disolvió y
sus integrantes debieron atender sus tareas. Pero Larrosa se quedó
rumiando el desmentido. No podía quedar tan mal parado ante
sus amigos y resolvió hablar más tarde con un vecino, que era
profesor de historia natural, a quien preguntaría algunos detalles
del bendito “caballo de mar”. Sin decirle, desde luego, el motivo
de su consulta.
Entre otras cosas, el profesor le explicó el tamaño, la forma
de nadar, colores, etc. del “caballito de mar” y agregó que “según la
mitología, también se llamaban “caballos marinos” los que tiraban
del carro de Neptuno”. Esto último, le gustó a nuestro personaje
para refutar al químico que lo había dejado en ridículo.
Al otro día, cuando se formó la rueda habitual, antes de
que alguno empezara a hablar, mirando a Federico Díaz nuestro
personaje, después de carraspear, dijo: “Ayer, se fueron y no me
dejaron explicar la formidable pesca que tuve en “La Coronilla”.
No se trataba de ese animalito insignificante que vos llamaste no sé
cuanto del campo, sino de un verdadero caballo marino de los que
cuenta la metología … “los que tiraban del coche de don Saturno!”.
Sus interlocutores lo miraron jovialmente sacudiendo sus
cabezas… Los cronistas de esa época nunca precisaron cómo se
cerró esta polémica pesquera y mitológica.
124
El Muriaga
“El Muriaga, desde ha rato,
no se puede resistir,
y, con sus dedos de sapo,
repiquetea en la guitarra
y acompaña el tamboril:
toque-toc, toc-toc, toque-toc, toc-toc.”
Agustín R.Bisio
El naturalista inglés Carlos Roberto Darwin, (1809-1882),
es el autor de la teoría de la selección natural de las especies. Sus
libros le dieron renombre mundial .De todos ellos, cabe citar dos:
“El orígen de las especies” y “El orígen del hombre, la selección
natural y la sexual”, de 1859 y 1871 respectivamente.
Bastan estos breves datos biográficos del investigador y filósofo británico, para lo que pretendemos narrar.
Creemos, obviamente, que nuestros conterráneos, inclusive nosotros, claro está, -salvo alguna excepcional excepción- no
habíamos leído a Darwin; desconocimiento bibliográfico que no
impedía que hasta ellos y nosotros no hubiera llegado la fama del
citado naturalista, a través de su teoría de la selección natural de
las especies de la que sólo sabíamos, y repetíamos, que “el hombre
desciende del mono” y que sólo faltaba encontrar el eslabón perdido, para probar la teoría del científico inglés. Así como también,
con la pretensión de un chiste, el complemento de la aseveración
de Darwin, de autor anónimo pero criollo por su irreverencia,
“… y el mono desciende del árbol”.
Si temeraria resultara nuestra afirmación de que los riverenses, en la época a que nos referimos, no fueron lectores de lo
libros del inglés, podemos, en cambio, asegurar, sin incurrir en
un error, que todos compartían su teoría del origen del hombre
y la del eslabón perdido. Tenían poderosas razones para ello. No
125
era una tesitura caprichosa, sino la convicción surgida de un conocimiento directo del ejemplar más acabado del “homu simius”,
más simius que homu.
Porque, a diario y regularmente se cruzaban, veían, oían o
hablaban con el eslabón perdido por las calles de Rivera.
¿Qué otra cosa, sino el eslabón perdido, era Marciano Acosta? Marciano Acosta o el negro Muriaga. Mucho más negro Muriaga que Marciano Acosta.
¿Marciano Acosta? .¿Marciano Acosta? ¿quien conocía en
Rivera a Marciano Acosta? –Nadie. Ni la policía, ni las curanderas,
ni las pupilas de los quilombos del Cerro del Marco, ni las viejas
que tiraban las cartas y conocían a todo el mundo, sabían de la
existencia de un tal Marciano Acosta. Pero eso sí, todo el pueblo
conocía al negro Muriaga.
Pero el negro Muriaga sin lugar a dudas, era identificado
como Marciano Acosta en el Registro Civil y en el padrón de la
Corte Electoral. Dos nombres para un solo cuerpo y un alma sola.
Nosotros somos totalmente ignorantes en lo atinente a la
antropología y la antropometría, desconocimiento que no nos impidió haber conocido las “entretelas” de muchos antros riverenses.
Entonces, a pesar de nuestra ignorancia, trataremos de describir
al Muriaga, conscientes de que será difícil lograr un retrato fiel
del mismo..
A la inversa de un antropoide, en lugar de ser un mono parecido a un hombre era un hombre parecido, muy parecido, a un
mono. Le caía en todo su alcance aquello de que la cigüeña tuvo
que hacer dos viajes a casa de sus padres: uno, cuando lo dejaron
con el vagido primigenio, y otro, más tarde, a suplicar que la perdonaran por lo feo que era el bebito.
Y razón tenía la zancuda ave, porque para feo era feaso. “Peor
que pegarle a Dios” y para negro, negraso; como si lo hubieran
recubierto con una capa indeleble de alquitrán. Un negro azul,
como dicen en la frontera.
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Cuando creció, no mucho, digamos cuando se hizo adulto,
la cosa se agravó sin redención, hasta caer en desahúcio.
Era tan asimétrico que sus extremidades superiores aventajaban en mucho a las inferiores. Patituerto, como si hubiera domado
barriles a lo largo de su vida. Imberbe, en cuyo rostro, ¿rostro?,
un mascarón de proa totalmente yermo no asomaba el más insignificante pelo. Una cara de ternero nonato como para agraviar
a cualquier barbero y causar el malhumor de los vendedores de
hojas de afeitar.
Aquello tan manido de que “no tiene dos dedos de frente” no
le era aplicable, pues su frontal no se acercaba a esa minidimensión. Tenía, además, unos ojos de batracio desorbitados, con una
esclerótica amarilla de matices rojos. Una nariz fugitiva, donde
tendría que estar ubicado el órgano externo de la respiración y el
olfato, tenía dos descomunales fosas que, en permanente protesta,
cuestionaban sus exuberantes belfos que ni con la mejor predisposición, en una caritativa tolerancia, podían llamarse labios. El
inferior colgaba sobre el mentón y ambos circundaban una boca
enorme. Una “boca de tormenta”41 más que una boca humana.
Hablaba incomprensiblemente, con un lenguaje lleno de chillidos… como un bosquimano. En cambio, cuando tocaba la guitarra, cantaba e imitaba, según él cualquier instrumento musical
fuera de viento, cuerdas o percusión, se convertía en un hombre
orquesta. Aporreando la guitarra, con el Yuca al acordeón y la
Gavina zarandeándose a su lado, solían amenizar aniversarios,42
casamientos, bautismos y bailongos los fines de semana.
Más de una vez, y voluntariamente, nos hicimos flagelar
oyendo sus horrorísimas imitaciones. Alaridos guturales, mezclados con una dislalia o tartamudez insoportables.
Pero si nosotros, que por no tener otra cosa que hacer,
de puros ociosos, le bancabamos a Muriaga sus espeluznantes
41 Desagüe pluvial.
42 Cumpleaños.
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conciertos, peor le fue a un inocente novio que próximo a su casamiento tuvo la desgraciada ocurrencia de llevar, al filo de una
medianoche, hasta la ventana de su prometida al Muriaga, con la
tierna y apasionada intención de despertarla con una serenata.
¿Qué la despertó? ¡la despertó! Pero fue tan grande el enojo
de la dama que no perdonó nunca lo que calificó de “insolente e
irrespetuosa algazara, propia de chusmas”, rompiendo sus relaciones con el desafortunado galán.
Creemos innecesario narrar otros insucesos provocados por
el virtuosísmo del Negro Muriaga al pulsar su guitarra o imitar
otros instrumentos musicales.
Pero, además, cuando hablaba, como dijimos antes, no lo entendía ni la madre. Tampoco los funcionarios municipales cuando
el Muriaga concurría a la Intendencia buscando informes sobre
el trámite de un expediente donde reclamaba la propiedad de un
terreno sito en la planta urbana de Rivera. Como no tenían nada
que notificarle, cierto día le espetó al funcionario actuante: -“P´a
mi, que hay fraile”. -“¿Fraile?, preguntó el empleado, en tren de seguir bromeando. -“Fraile, sí” repitió Muriaga. -“¿Cómo va a haber
fraile si la Intendencia no es un convento”, retrucó el burócrata. Y
recontraretrucó nuestro personaje: -“Con viento o con Bento, ustedes me hacen venir todos los días “al pedo y al litro”, como había
soltado una vez su defensor, el procurador lusitano don Manoel
de Oliveira Sobresa, fuerte en trapisondas y en latín, ante la queja
de su cliente que “siempre estaba Ad-Pédem Líttere”.
Finalmente lamentamos recordar parcialmente una payada
entre el Muriaga y Pituto Sarasola, que podría hacer más ameno
este relato y que fue celebrada durante mucho tiempo por quienes la oyeron allá por 1953, cuando el Muriaga era protegido de
nuestro amigo y hermano Evergisto Acosta, que lo alojaba en su
casa de Reyles casi Anollés.
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Si lográramos recordarla, sería un cierre divertido de las andanzas del Muriaga43, con su guitarra, tartamudeos, risas y enojos,
por las lejanas calles de Rivera.
43 Otros personajes que conocimos, y tratamos personalmente, fueron: la curandera Mâe Bemvinda, el Cartola, Policarpo, María Cachorro -rodeada siempre
de perros-, Pablo Bandera -con su discurso-, el pardo Macaco Baio y su hijo
Macaquinho –que vivían en el Cerro del Marco-, el verdulero Capulano -que
anunciaba su reparto soplando un cuerno de vaca-, la Gavina, la cartomante
Palmira, la vieja Rufina –que se sabía todos los chismes del pueblo-, Florencio
–manosanta y vidente-, Ciriaco -con su temblequeo y la latita llena de monedas-,
Luisinho - dirigiendo el tránsito subido a las garitas de la calle Sarandí, el Negro
Oriente, guapo y nadador, asentado en la Laguna de Pinheiro, y el Guaiaba con
la bolsa de arpillera llena de huesos y sus temibles insultos.
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Datos biográficos
Osvaldo LEZAMA LARA
16/04/1910 - 01/04/1971
Hijo de Felipe LEZAMA y CARRAL y Leonor LARA MARTINEZ
Trabajó como Escribiente en la Parroquia de Rivera de 1924 a 1934;
de Auxiliar en la construcción de la Represa de Aguas Corrientes
en la Cuchilla Negra de 1934 a 1936; como Auxiliar Dactilóscopo
en la Oficina Electoral de 1937 a 1946 y como Administrador del
Hospital de Rivera desde 1947 hasta 1954.
Maestro masón fue iniciado, colado y exaltado en la Logia “Unión
y Fraternidad Riverense”, de la Gran Logia de la Masonería del
Uruguay, del Rito Escocés, Antiguo y Aceptado.
De familia colorada, (su padre llegó a Rivera en 1904, como Escribiente del Estado Mayor del 2º Regimiento de Caballería, al
mando del Cnel. Pablo Galarza), adhirió al “Batllismo” muy joven
y se vinculó, a través de su primo Arturo Lezama, a la Agrupación
“Avanzar” liderada por el Dr. Julio César Grauert.
Ejerció el periodismo partidario en distintas épocas desde las redacciones de Noticias, La Palabra, Ruta, Democracia, Batlle y
La Idea.
En 1928, como candidato a la Asamblea Representativa, (Junta Departamental), integra la Lista 8, del Partido Colorado, Sub-Lema:
“Por el Partido y el Departamento”, Distintivo “Lista Juventud”, con
las candidaturas del Dr.Miguel Aguerre Aristegui y Sr. Alfredo Lepro al Concejo de Administración Departamental (Intendencia).
131
En 1931, como candidato a la Junta Electoral, integra la Lista 11,
del Partido Colorado, Sub-Lema: “Por los ideales batllistas”, Distintivo: “Bisio-Esteves”, con las candidaturas de Agustín R.Bisio
y Luis Esteves al Concejo de Administración Departamental (Intendencia).
En 1933,* con Agustín R. Bisio, Alfredo Lepro, Bernardo Ferreira Avila, Delibio Paiva Olivera, Servando M.Prestes, Coralio Rivero Antunez, Héctor Garagorry y otros compañeros organizan
la “Comisión Departamental Juventud Batllista” cuyos cometidos
fueron la reorganización del Partido y la resistencia a la dictadura
terrista.
En 1934, el batllismo, los nacionalistas independientes y los socialistas se abstienen en las elecciones parlamentarias y en el plebiscito para ratificar la Constituyente del año anterior instrumentada
por el dictador Gabriel Terra.
En 1935 colabora con los batllistas exiliados en Livramento en el
intento de provocar un alzamiento militar y civil para derrocar
a Gabriel Terra. Conoce a Alfeo Brum, Justino Zavala Muniz y
Washington Fernández e inicia con ellos una larga amistad. En la
organización del levantamiento participaron blancos independientes, batllistas y algunos militares. En la “revolución del 35”, llamada
también de los 9 días, “todo falló: los horarios, la sincronización,
los tres regimientos, los suministros y los enlaces, lo elemental,
todo, menos el coraje”, comenta un historiador.
En los años 1936/1939, durante el período de la Guerra Civil
española, se integró al movimiento de apoyo a la Republica. Posteriormente, durante la 2ª Guerra Mundial, se sumó a quienes
combatían el Nazismo y el Fascismo en nuestro país.
* Junio/agosto
132
En 1938, el batllismo y los blancos independientes mantuvieron
su posición de abstenerse. Los socialistas y los comunistas votaron un candidato común: Emilio Frugoni. Por primera votaron
las mujeres y la fórmula Baldomir-Charlone ganó las elecciones.
En 1940, con Mozart Sarasola, Gilberto da Costa Obrer, Atilio
Vieira da Cunha y otros compañeros, organizan la “Juventud Batllista Batlle-Brum-Grauert”, participando en las elecciones internas
del Batllismo efectuadas ese año.
En 1942, integra la nómina de titulares a la Representación Nacional de la Lista 20, del Partido Colorado, Sub-Lema: “Batllismo”,
con las candidaturas del Dr.Juan J. Amézaga y el Dr.Alberto Guani
a la Presidencia y Vicepresidencia de la República, respectivamente.
A la Intendencia Departamental los candidatos fueron los Sres.
Carlos T. Gamba, Alfredo Lepro y Dr.Italo Batello con el sistema
preferencial de suplentes.
En 1946, con Carlos T. Gamba y Alfredo Lepro como titulares a la
Representación Nacional, integra la Lista 20, Partido Colorado, SubLema: “Batllismo”, Distintivo: “Por Batlle y su obra”, con las candidaturas de los Sres. Tomás Berreta y Luis Batlle Berres a la Presidencia
y Vicepresidencia de la República respectivamente. El Sr. Orestes
Machado Leal fue el candidato a la Intendencia Departamental.
En 1950, junto a Orlando Bonilla, Héctor Garagorry, Carlos Serón,
Elir Pereira, Coralio Rivero Antúnez, Enrique Cottens, Ovidio
Mello Paz, Nelson Pintos, Celso Rivero, Pedro J. Hoffman, Osmar Fernández, Fernando Castillos, Niberta Espinosa de Cottens,
Víctor A. Pérez, Felisberto Zampetti, Heraclio Fernández, Vicencia Castro, Brum A.Tito, José Rebollo, Juan Segui, Vasco Posada,
Albertina S.de Bustamante, Félix Macedo, Jeremías W. de Mello,
Aura Sosa de Azevedo, Queser Zacker, Elio L.Pintos, Carlos Y.
133
Von der Putten, Pablo Díaz, Francisco A. Camargo, Pedro Flores,
Nemencio Borba, Nicolás Farías del Pino, Rafael Gallo y otros
compañeros, organizan el “Movimiento Renovador Batllista”.
Ese año es proclamado candidato a la Intendencia Municipal y
en las elecciones nacionales integra, como 2do. Suplente, la Lista
29, Sub-Lema “Batllismo”, Distintivo “Por 50 diputados batllistas”,
que postuló al Ing. Manuel Rodríguez Correa (oriundo de Rocha)
como titular a la Representación Nacional y al Sr. Pompilio García
(oriundo de San José) como 1er. Suplente. Electo diputado por
distintos departamentos, Rodríguez Correa renuncia y lo suple
Pompilio García quien desempeña el cargo durante todo el período. El Dr. Orlando V. Gil es electo Intendente Departamental.
En 1951, (noviembre) como delegado del Movimiento Renovador
Batllista en la campaña por el Colegiado, integra la “Comisión
Departamental Colorada Pro-Reforma de la Constitución”, Presidida por el Dr. Italo Battello, como Vice-Presidentes el Sr. Agustín
R.Bisio y el Tnte. Cnel (R) Camilo Techera. El Secretariado lo
integran los Sres. Bernardo Ferreira Avila, Osvaldo Lezama, José
Ma. Vico y Tnte.Cnel. (R) Aníbal Gaye.
En las Elecciones Internas del Partido Colorado Batllismo, (19-091954) es electo al Comité Ejecutivo Departamental y a la Convención
Nacional, en la Hoja de votación Nº 2, Sub-Lema “Lista 29”, Distintivo “Agustín R. Bisio”, la que obtuvo más del 50% de los votos
emitidos y once integrantes en el Comité Ejecutivo Departamental.
En 1954 es electo Representante Nacional con el Sub-Lema “Batllismo”, Lista 29. El Sr. Guido Machado Brum es electo, a su vez,
Presidente del Concejo Departamental bajo el mismo Sub-Lema.
El 28 de julio de 1958, es retado a duelo por el Sr. Manuel Flores
Mora, Diputado por Montevideo, electo por el Batllismo Lista
134
15. El Tribunal de Honor fue integrado por el Dr. Amílcar Vasconcellos, el Cnel. Oscar Petrides y el Cnel. Armando Lerma. Los
padrinos de Flores Mora fueron el Senador Teófilo Collazo y el
Cnel. N. García. Los padrinos de Lezama fueron el Diputado por
Artigas, Sr. José Mendy Brum y el Sr. Hermenegildo Ruibal. El
Tribunal falla que no hay lugar duelo.
En 1958 es reelecto Representante Nacional con el Sub-Lema “Por
la Unidad del Partido”, Lista 2929. El Sr. Carlos de Mello es electo
al Concejo Departamental bajo el mismo sub-lema.
En 1959 el Diputado Osvaldo Lezama envía sus padrinos y reta a
duelo al Cnel.Pascual Bailón da Cruz, ex-Jefe de Policía. Sus padrinos fueron el Dr. Dalcy Perdomo y el Sr. Enrique Cottens. Los
padrinos del Cnel. da Cruz fueron el Concejal Sr. Guido Machado
Brum y el Cnel. Aníbal Gaye. El Tribunal de Honor integrado por
el Dr. Pedro L.Quartara, el Dr. Ismael Magariños y el Esc.Fernando
Segarra, falla que no hay lugar a duelo.
En 1962 Osvaldo Lezama adhiere a la candidatura del Gral.Oscar
Gestido al Consejo Nacional de Gobierno. En Rivera apoya el SubLema “Unión Colorada y Batllista”, Lista 11, con las candidaturas
del Prof. Washington Rodríguez a la Diputación y el Sr. Enrique
Cottens, al Concejo Departamental.
En 1966 integra la Lista 275, Sub-Lema “Por la Unión del Partido”,
que postuló al Dr. Amílcar Vasconcellos y al Sr. Renán Rodríguez a la Presidencia y Vicepresidencia de la República, a Osvaldo
Lezama a la Representación Nacional y a Mozart Sarasola, a la
Intendencia Municipal.
En 1971, integrando un grupo de militantes batllistas, adhiere al
“FRENTE AMPLIO”, fundado el 5 de febrero de 1971.
135
Apéndice
De acuerdo a lo expresado en el prólogo, siguen reproducciones de fotos, listas, afiches, convocatorias, volantes, etc. que
permiten, en nuestra opinión, situar al narrador en el contexto
social y político de sus relatos.
La documentación está ordenada en cuatro bloques. En el
primero: las listas electorales desde 1928 a 1966; en el segundo:
volantes, afiches y dos textos de prensa; en el tercero: fotos de actos
y reuniones partidarias; en el cuarto: fotocopias de las carátulas de
dos periódicos editados por el “Movimiento Renovador Batllista”
y la “Agrupación José Batlle y Ordoñez”, respectivamente.
Los originales de algunos de estos materiales fueron facilitados para su reproducción por familiares de compañeras y compañeros de nuestro padre en su actividad político partidaria. Otros,
integran el archivo personal organizado por el narrador.
Cabe agregar que consultados los archivos de de la Corte
Electoral, de la Oficina Electoral de Rivera, de las Bibliotecas Nacional y del Poder Legislativo, no se logró ubicar ejemplares de
la Lista 29, del Partido Colorado, Sub-Lema “Batllismo”, de las
elecciones de 1954.
137
Año 1931.
Año 1928.
138
Año 1946.
Año 1942.
139
Año 1950.
Año 1954, elecciones
internas.
140
Año 1962.
Año 1958.
141
Año 1966.
142
Año 1950.
Año 1950.
Año 1950.
Año 1954.
Año 1958.
Año 1962.
143
La polémica interna:
dos artículos y un “tercero” desde Montevideo
“Democracia”,
05-07-1952.
A no confundir.
“Batlle”, 2-03-1958. Caraduras.
“La Escoba”, 1- 04-1954. A escobazo limpio
por Rivera
144
Reproducciones de periódicos
“DEMOCRACIA”. 1er. Número: 21-10-1950. “Con Batlle y el pueblo por la Democracia
Integral”. Director Responsable: Orlando Bonilla. Redacción: Coralio Rivero Antúnez y Carlos
Serón. Administrador: Ovidio Mello Paz.
“Batlle”. 1er. Número: 2-05-1956. “El progreso de Rivera por la acción seria y eficaz del
Batllismo”. Directores: Orlando Bonilla, Ing. Luis E. Pachiarotti. Redactores: Dr. Orlando
V.Gil, Prof. Washington Rodríguez. Administración: Alcides Battistessa, Osmar Fernández.
145
Campaña electoral de 1950. De izquierda a derecha: Guido Machado Brum, Gabriel Almansa,
Orestes Machado Leal, Orlando Gil, Pompilio García, Grauert Lezama Pintos, Brum A.Tito,
Coralio Rivero Antúnez, Basilicio Alves y Osvaldo Lezama. (segundo, cuarto, octavo, noveno,
décimo, decimoprimero, décimosegundo, décimotercero, décimocuarto y décimoquinto).
Noviembre de 1954. Acto de cierre de la campaña electoral del Movimiento Renovador
Batllista, Lista 29, frente al local de la Agrupación “Julio César Grauert” en Presidente Viera
y G.Anollés. En la tribuna Osvaldo Lezama, a su izquierda Ovidio Mello Paz y Santiago
Busconi. Detrás Don Héctor Garagorry. El niño es Elbio Cuello (Nenito).
146
Noviembre de 1958. Cierre de la campaña electoral del Movimiento Renovador Batllista
y la Agrupación “José Batlle y Ordoñez”, Lista 2929, apoyando la reelección del Diputado
Osvaldo Lezama
Otra toma del acto de la Lista 2929. En la tribuna el Diputado Osvaldo Lezama.
147
Diciembre de 1962. Acto de la “Unión Colorada y Batllista”, en Tranqueras. Saludando
con el sombrero en alto Don Horacio Pintos Berruti, a su izquierda la Sra. Niberta Espinosa
de Cottens y el Esc. Delibio Paiva Olivera. Frente a ellos, de perfil al fotógrafo, el Sr. Omar
Mulattieri.
Reunión de camaradería celebrando el resultado de las elecciones de Noviembre 1954.
Con los Vereadores (*) de Santa Ana de Livramento: Aurelio Dargiello, del Partido Social
Democrático (PSD) y Joaô Adhemires, del Partido Trabalista Brasileiro (PTB).De izquierda
a derecha: Dargiello, Lezama, Adhemires y H. Fernández.
(*) Ediles.
148
El Vereador (Edil) Aurelio Dargiello, felicitando fraternalmente a integrantes del Movimiento
Renovador Batllista, Lista 29. De izquierda a derecha: Osmar Fernández, Cuello, Lezama,
Dargiello y Bonilla.
Osvaldo Lezama haciendo uso de la palabra. A su izquierda Enrique Cottens y Orlando Bonilla.
149
Elecciones de 1954, En el local del “Movimiento Renovador Batllista”, Lista 29.
De izquierda a derecha: Osmar Fernández, Delmar Cuello, Joaô Adhemires, Osvaldo Lezama,
Grauert Lezama Pintos, Félix Macedo, José Rebollo y Ovidio Mello Paz.
Homenajes a Batlle al cumplirse el XXVII Aniversario de su muerte.
El 26 de junio de 1956, en Sarandí y Lavalleja, se efectuó un acto de homenaje a Batlle.
El 7 de julio de 1956, en el cine América, se celebró un 2do. Acto. En la foto, una reunión
de coordinación: de izquierda a derecha: Bernardo Ferreira Avila, Washington Fernández,
Osvaldo Lezama y Guido Machado (primero, tercero, septimo y octavo.)
150
INDICE
A manera de prólogo.........................................................................7
Flor de payada....................................................................................9
Un hombre.......................................................................................13
Las andanzas del Dr. Turena..........................................................17
Certificado de “valor probado”......................................................32
Una serenata disonante...................................................................39
Lentes y bigotes................................................................................44
Juan Barullo......................................................................................47
El repetido discurso de Pablo Bandera.........................................52
Pedro Guapo....................................................................................55
La desercion de un combatiente....................................................64
Los recursos de Villalba..................................................................70
Malena..............................................................................................75
Un ajustado criterio de justicia social...........................................79
Un asunto de honor.........................................................................83
Despertador o centinela..................................................................86
Panes y números..............................................................................90
Enojo y réplica.................................................................................92
El único Martín trabajador.............................................................94
La gran jugada..................................................................................98
Un censo electrónico.....................................................................101
El diagnóstico de Sarasola............................................................104
Una maestra “cantinflera”.............................................................106
Moza de coraje...............................................................................109
El Capitán González......................................................................113
Dos caudillos históricos................................................................117
Una pesca sensacional ..................................................................122
El Muriaga......................................................................................125
Datos biográficos...........................................................................131
Apéndice.........................................................................................137
151

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