La Aguja, de William Golding - Luz Aurora Pimentel
Transcripción
La Aguja, de William Golding - Luz Aurora Pimentel
La Aguja, de William Golding: Visión y perversión 1 Striving to better, oft we mar what’s well Shakespeare Between the conception And the creation Between the emotion And the response Falls the Shadow… T.S. Eliot Publicada en 1964, La aguja (The Spire) narra la historia de una visión mística y de su proyección material en la edificación, a una altura de 400 pies, del capitel y la aguja que han de coronar la torre trunca de una catedral gótica de provincia. Contra viento y marea, contra toda opinión eclesiástica y secular, con un altísimo costo monetario, social, religioso y hasta de vidas humanas, el padre Jocelin, deán de la catedral, lleva a cabo esta portentosa construcción. Ambientado en la Edad Media, el relato nos aprisiona en el interior de una mente que acusa un desequilibrio progresivo; una conciencia a través de la cual se filtra la realidad material exterior, con un grado de distorsión cada vez mayor; una mente en la que vemos cómo la realidad espiritual se va contaminando paulatinamente. Es interesante hacer 1 Publicado en El espacio en la ficción/ficciones espaciales: la representación del espacio en los textos narrativos. Siglo XXI / UNAM, México, agosto 2001. 250 pp 1 notar que la ubicación temporal de este relato es sólo producto de una labor de inferencia a través de la lectura y no de un acto de narración; pues Jocelin, como personaje focal, al estar limitado en el tiempo y en el espacio de su experiencia vital, y en el de su creciente locura, no tiene naturalmente conciencia de que vive en la Edad Media, ni de que su catedral es gótica —nombre que este estilo arquitectónico no recibirá, por otra parte, sino hasta el Renacimiento. Es por ello que todas estas etiquetas organizadoras de la significación narrativa operan en el plano de una lectura en el siglo XX y no en el tiempo representado en la ficción. Esta es una de las primeras indicaciones de la doble perspectiva ideológica que organiza la narración. El narrador, por haber elegido plegarse a las restricciones espaciotemporales y cognitivas de Jocelin, su personaje focal, en ningún momento nos ofrece lo que tradicionalmente se conocería como una “recreación” de la época. Semejante trabajo de reconstrucción implica, necesariamente, una perspectiva histórica, una mirada sobre una época desde otro tiempo; es decir, una perspectiva abiertamente narratorial, una voz que se conciba como otra que el objeto de su narración. Esto no ocurre en La aguja; no hay un narrador que nos sitúe, de manera explícita, en esa época. No obstante, por la abundancia de detalles descriptivos y técnicos del proceso de construcción, por el tipo de relaciones eclesiásticas, sociales y laborales que se establecen entre los diversos personajes, y, finalmente, debido a la visión de mundo que se filtra a través de la conciencia focal, el lector va construyendo un mundo vagamente medieval (pues no habría manera de ubicarlo con precisión dentro del periodo); construye también, gradualmente, la imagen de una catedral gótica monstruosamente deformada por la “visión mística” de un hombre enajenado. Así, La aguja no es sólo un texto que Golding construye paso a paso sobre la historia de una construcción, sino un texto que el lector construye poco 2 a poco, sobre el detritus de una historia de alienación, sobre el desorden de albañiles y materiales minuciosa y reiteradamente descritos; construcción de lectura realizada a partir de un alud de indicaciones y detalles descriptivos que el lector debe organizar en torno a ideas rectoras que le den significación a este extraño relato. La doble perspectiva opera en todas las formas de significación simbólica que va adquiriendo el relato, mas esto no es evidente en un principio; el lector se va ubicando gradualmente, mientras que la serie de transformaciones y distorsiones que sufre la visión en el proceso de realización va poniendo al descubierto esta doble perspectiva que le confiere al mundo representado toda una dimensión irónica de significado. Ya en las primeras páginas aparece la metáfora maestra, catedral = cuerpo, que será punto de partida de importantes desarrollos temáticos, y que luego ha de someterse a las más brutales transformaciones: El modelo era como un hombre acostado boca arriba. La nave era sus piernas juntas, los transeptos en cada costado, sus brazos extendidos. El coro era su cuerpo, y la cabeza era la Capilla de Nuestra Señora donde ahora se llevarían a cabo los servicios. Y ahora también, surgiendo, proyectándose, irrumpiendo y haciendo erupción del corazón del edificio estaba aquello que habría de coronarlo y darle majestuosidad, la nueva aguja. 2 La catedral queda así figurada como el cuerpo de un hombre, mientras que el capitel y la aguja, en tanto que proyección material de una visión, constituyen un símbolo de elevación, la realidad espiritual de ese cuerpo yacente. Al proyectarse en piedra, “las líneas geométricas brotarían en una imagen del infinito” (p. 69). Pero si la maqueta es el modelo 2 William Golding, The Spire. London, Faber & Faber, 1964. p. 8. En citas subsecuentes la referencia se dará entre paréntesis. La traducción es mía. 3 de lo que será la catedral coronada por el capitel y la aguja, Jocelin concibe su realización misma como el símbolo de una ascensión espiritual: El edificio es un diagrama de la oración, y nuestra aguja será el diagrama de la oración más elevada. Dios me lo reveló en una visión, a mi su improductivo servidor. Él me eligió a mí. El te elige a ti [Roger Mason] para que llenes el diagrama con vidrio, hierro y piedra… (p. 120) Desde la perspectiva de Jocelin, que es, insistamos, aquella a la que ostensiblemente se ciñe el relato, estos modelos tienen la frescura, la originalidad de una idea recién descubierta, y provocan un gozo centuplicado al proceder de una revelación divina. Para el deán, quien en la primera línea irrumpe con una risa que se traduce en la luz y color que irradian los vitrales, el principio de la novela es el principio de la materialización de su visión. Para nosotros, lectores, en cambio, todas estas metáforas tienen algo de lo déjà vu. En efecto, en nuestra época, cualquier manual de arquitectura gótica incluye obligadamente todos estos lugares comunes: que el arte gótico es simbólico, pues las líneas ascendentes de sus edificios son símbolo del pensamiento cristiano, del impulso de elevación del alma hacia el cielo; que los planos de una catedral gótica están diseñados para representar a Cristo crucificado, etc. Así, el carácter de clisé que tienen la metáfora de la catedral como un cuerpo yacente y la aguja como el alma en ascensión está sólo en la perspectiva de un lector en el siglo XX, no en la de Jocelin; de ahí la ironía que corroe la visión desde un principio: lo que para el ingenuo sacerdote es revelación para nosotros no es más que un lugar común. Lo mismo ocurre con el ángel que Jocelin siente en sus espaldas, como una confirmación de la verdad de su visión. En el tratamiento de esta aparición supuestamente sobrenatural se observa el mismo entrecruzamiento de perspectivas y la misma evolución 4 que en la “revelación”. En un principio la “aparición sobrenatural”, debido una vez más al código de focalización interna, es algo que el lector acepta (mediando, claro está, el famoso suspension of disbelief) sin que nadie cuestione su autenticidad; incluso el escultor mudo parece darle credibilidad, pues sus gestos entusiasmados bien podrían interpretarse —y esto es lo que hace el deán— como una constatación de que en efecto un ángel los ha visitado. Desde la subjetividad de Jocelin se trata obviamente de un mensajero que Dios le ha enviado como signo que ratifica la validez de su visión. Pero conforme avanza el relato, el lector comienza a interpretar estas “apariciones” como alguna enfermedad en la columna vertebral del sacerdote. Hacia el final de la novela el “ángel” se ha convertido en un demonio; la presión suave, el calor agradable y la experiencia de felicidad enorme que su presencia le provocaba en la espalda, gradualmente se tornan en algo insoportable: la presión se intensifica hasta el empellón, el calor agradable se convierte en un fuego que le quema la espalda. Empero Jocelin acaba interpretando estas apariciones como un “ángel oscuro” y finalmente como un “demonio”. Mas cuando la perspectiva se desplaza a la de la comunidad medieval, el diagnóstico es otro: ni ángel ni demonio sino “consunción de la espina” (“consumption of the back and spine”). Por otra parte, la perspectiva temporal exterior, la que viene desde el siglo XX, transforma la evolución del relato de las “apariciones” reiteradas del ángel en un “cuadro” que un médico hoy en día reconoce inmediatamente como el “Mal de Pott”, una tuberculosis de la espina. El relato de una aparición sobrenatural queda así doblado por la evolución de una enfermedad, la experiencia mística como el conjunto de síntomas que la define, y la historia de una revelación puede ser también leída como una historia clínica. 5 De este modo, en el cruce de esta confrontación discordante de perspectivas se define la postura ideológica de Golding, postura “desconstruccionista”, por así llamarla, pues al tiempo que construye el relato de una revelación, insidiosamente lo desconstruye desde fuera, recurriendo no a la narración directa, independiente de las limitaciones espaciales, temporales y cognitivas de sus personajes, sino a la dimensión histórica de la lectura que habrá de activar, inexorablemente, una significación irónica que desvaloriza la visión desde un principio, cuestionando su autenticidad, aun cuando el narrador mismo no lo haga jamás. Pero el corrosivo poder de la transformación y la distorsión opera también en el interior del mundo representado. La perspectiva del mismo Jocelin habrá de modificarse en el tiempo del relato y en el espacio de la construcción: en y a través de la proyección material de su visión. Exploremos primeramente las complejas transformaciones a las que se somete la visión de la aguja. Conforme avanzan el relato y la construcción de la aguja, la materialización comienza a distorsionar el carácter supuestamente espiritual de la visión, contaminándola, complicándola; enmarañando su original sencillez diagramática. Por principio de cuentas, la metáfora maestra comienza a desconstruirse, al operarse en ella desplazamientos, transformaciones y una sorprendente reversibilidad en las relaciones espaciales en ella propuestas. En un principio la analogía catedral = cuerpo es precisa; cada parte del objeto metaforizado tiene su contraparte en el objeto metaforizante, de tal manera que, espacialmente, la aguja ha de erigirse en el centro mismo de la catedral, en lo que sería el corazón —lo cual tiene su correlato en el plano espiritual de la visión. En la versión escrita de la revelación, misma que no hemos de conocer, significativamente, sino hacia el final de 6 la novela, Jocelin afirma que la visión de la aguja surge de un movimiento de su propio corazón: … mi corazón se movió; digamos que un sentimiento brotó de mi corazón. Se hizo más fuerte, se elevó hasta que de la punta más lejana estalló en un fuego viviente… Vi el pináculo más cercano; era la imagen exacta de mi oración en piedra. Luego el torrente, la ornamentación de pensamientos secundarios con muchos otros, después el surtidor del corazón, elevándose, estrechándose, horadando —y en la cúspide, también tallado en piedra, aquello que sentí como una llama de fuego… Un nuevo movimiento de mi corazón parecía estar construyendo la iglesia dentro de mí, muros, pináculos, techos en declive… (p. 191, 193) Pero ese centro material, en el cruce de los transeptos, cuyo homólogo corporal es el corazón, se va desplazando imperceptiblemente. Al excavar ahí un foso profundo para examinar los cimientos originales de la edificación, la imaginación modifica los términos de la homología: para Jocelin, la excavación equivale a una operación quirúrgica en un estómago, drogado con amapolas: “Y su mente jugó por un momento con la fantasía de la droga, pensando que el débil sonido de los maitines era la respiración penosa del cuerpo drogado que yacía boca arriba” (p. 13). Más tarde, tras el conato de insurrección de los albañiles, uno de ellos arranca la aguja de la maqueta y juega con ella como si fuera un falo (p. 90). El cambio brutal del centro de “erección” —y léase esta apertura a la polisemia tanto en términos arquitectónicos como eróticos— del corazón, al estómago, a los genitales, prepara el terreno para transformaciones subsecuentes. Por lo pronto habría que notar que el correlato de lo espiritual en el sexo se traza, de manera muy irónica, justamente después del triunfo de la voluntad de Jocelin. Entre el deán y el maestro de obras se ha ido gestando una sorda lucha por el poder de la autoridad: Roger confronta al padre Jocelin con hechos materiales “la tierra sólida está en contra nuestra” (p. 85); Jocelin lo neutraliza con reclamos de fe, y es esta voluntad de fe lo que finalmente parece triunfar. No obstante, lo que se trasluce en esta lucha por el 7 poder, a través de la aparente fuerza de la fe, no es sólo la ignorancia y testarudez del sacerdote, sino las relaciones de poder establecidas entre los distintos sectores sociales. No es solamente la voluntad del deán la que triunfa sobre el maestro de obras, ni su fe; es la constitución misma de los gremios y las instituciones sociales lo que hacen del contrato de construcción una virtual esclavitud para los albañiles. Esto es lo que finalmente somete a Roger. Pero el triunfo aparente del deán es, en el fondo, su derrota, pues a partir de este momento su visión se contamina, al convertirse la aguja en un falo carnavalesco. El proceso de degeneración de la visión es ya irreversible. Más aún, al excavar el foso en el cruce de la nave y los transeptos —justamente en el lugar donde Jocelin tuvo la experiencia mística—, allí se ha abierto un centro oscuro de aguas pestilentes que suben y amenazan con inundarlo todo. Ahora bien, sabemos, a través de la lectura de otras obras de Golding, y de manera muy especial en Free Fall y Pincher Martin, que el inconsciente está figurado como un centro de oscuridad, desde el que se percibe y se organiza la lectura de nuestro mundo. De este modo crece la significación del foso más allá de los límites de esta novela, y, desde luego, rebasando los límites de la conciencia de Jocelin. Pero el foso ha sido abierto y, como diría Hamlet, “Foul things will rise”. Llega un momento en que la espantable ebullición en el fondo oscuro de esa sima les es a todos tan insoportable que, a despecho del testimonio material de la insuficiencia en los cimientos, el maestro albañil da la orden apresurada de rellenar el foso con lo que encuentren, cascajo, piedras, lo que sea, con tal de no enfrentarse a la oscuridad y pestilencia del foso, a lo que significa esta ausencia movediza de cimientos. Significativamente, lo que en ese momento está más a la mano son las cabezas de piedra talladas sobre el modelo de la cabeza viva de Jocelin; con ellas rellenan el agujero. El valor simbólico-psicoanalítico de tal evento ficcional es 8 evidente: es con la cabeza que el hombre tapona apresuradamente lo más oscuro de su vida pulsional, ese centro oscuro de conciencia/inconsciencia que vive, de manera ubica o ambigua, en el corazón, las entrañas (¿plexo solar?) y en los genitales del cuerpo human: ese centro de oscuridad inefable que informa y deforma toda acción humana planeada desde la cabeza. Evidente, sí, pero sólo para el lector en este punto; Jocelin tendrá que incursionar en la locura para llegar a esto como una nueva visión. Empero, su comprensión no será “psicoanalítica”, sino oscuramente poética; llegará, de manera incoativa, a una nueva visión, aunque mezclada con la creencia, derivada de toda una visión de mundo, de que ha sido embrujado. La proyección sexual de la aguja, empero, se inicia mucho antes de la insurrección. El valor pasional, de origen claramente libidinal, se dibuja en la relación que Jocelin va estableciendo con la aguja en la maqueta: primero la venera como si fuera una reliquia, luego la acaricia, la arrulla y la mira largamente, “como una madre examinaría a su bebé”. Más tarde sobreviene, en el arrullo, una excitación que Jocelin valora como exaltación religiosa, pero que la disposición del texto, el léxico elegido y la secuencia del relato denuncian como una falsedad, proponiéndola más bien como una excitación sexual. … de repente se excitó con la cosa [la aguja] que tenía en los brazos; y la excitación del recuerdo de las líneas que se reunían en el aire por encima de la catedral le cerró la garganta. Sintió vida. Levantó el mentón, abrió los ojos y la boca y estuvo a punto de dar las gracias. Luego se quedó quieto, sin decir nada. Goody Pangall acababa de salir del reino de Pangall. (p. 56) En este pasaje es clara la asociación de la aguja de la maqueta con un impulso vital. Mas este impulso ha de pervertirse, desviarse de su natural culminación. En la evolución de la corta vida de Goody Pangall y en las transformaciones que sufre la visión de la aguja 9 está el proceso de simbolización sexual que reinterpreta, al transformarla, la visión mística original —aunque habremos de encontrar formas intermedias antes de llegar a la visión final. Más tarde la gradual perversión de la vida quedará figurada por el creciente cúmulo de basura que se apila en todos los rincones de la catedral. Mas de la basura surge un día una ramita germinada que horroriza a Jocelin, quien significativamente interpreta la mora podrida que pende de ella como algo obsceno. Jocelin concibe así, simbólicamente, la generación como una forma de degeneración; es desde esta concepción que se ha de torcer la raíz de su visión. La rama germinada inmediatamente deforma su visión de la aguja: “Tuvo una visión instantánea de la aguja combada, llena de ramas y germinando; el terror que le produjo lo hizo ponerse de pie” (p. 95) Mas cuando aún no ha germinado en su imaginación la aguja, cuando todavía la arrulla en sus brazos como a un bebé, ya la contaminación se ha iniciado. En aquel momento de exaltación que le provoca “la cosa” que tiene en los brazos, aparece Goody Pangall, una joven a la que Jocelin dice querer como a una hija, pero a quien la evolución del relato irá revelando como el centro de la obsesión pasional del sacerdote. El deán, abusando de su poder, ha manipulado a Goody, so pretexto de quererla como a una hija. La ha casado con un hombre tullido e impotente para asegurar, de manera inconsciente, la infertilidad de esa vida marital. Así, el impulso vital y de fertilidad que la contemplación de la aguja provocan en el deán queda pervertido por este acto de represión sexual. La sola contigüidad de Goody con la aguja de la maqueta comienza a contaminar el valor supuestamente religioso de la visión. Cuando más tarde el trabajador se pone la aguja entre las piernas, en un gesto carnavalesco, la contaminación se habrá materializado e iconizado (p. 90). En ese mismo momento, de la oscuridad de una caperuza que hasta ahora lo ha 10 reprimido, surgirá el cabello rojo de Goody cuya significación sexual ya no podrá ser ocultada. Esta urdimbre de significaciones culminará en esa imagen simbólica de la aguja combada en germinación, llenándose de ramas, enmarañándose: una visión de la perversión de la vida. El motivo de la maraña de cabellos encendidos, en contigüidad con la significación pervertida de la aguja, se convierte en una obsesión para el sacerdote, quien en su locura habrá de leer en esas redes de fuego, no una obsesión sexual, sino un acto de embrujamiento proveniente de la muchacha muerta. Pero esos cabellos son también punto de partida para la transformación final de la visión: la aguja no es ya un diagrama de la oración, de la elevación del alma, sino un símbolo del falo erecto, germinado, que busca unirse al fuego sexual oculto tras la red de cabellos que lo representa metonímicamente. Así, la visión “mística”, al transformarse, se fija en otro cuadro, con un fuerte valor icónico por la relación intertextual e intersemiótica que la descripción opera: “ahí estaba la maraña de cabellos ardiendo entre las estrellas, y el gran basto de su aguja levantado en esa dirección” (p. 221). La aguja combada, torcida, llena de ramas en germinación ha cristalizado en un as de bastos del Tarot. Pasemos ahora a considerar las transformaciones que sufre la metáfora maestra: catedral = cuerpo. En un primer momento la metáfora se somete a una reversibilidad que la llena de significación; porque si la catedral ha sido descrita como un cuerpo yacente, al pasar del otro lado del espejo, a la realidad onírica, la metáfora se invierte: es el cuerpo del hombre el que se describe, en términos metafóricos, como una iglesia. En un sueño, que Jocelin descalifica como sin sentido, se mira dormido boca arriba en su cama, “y luego yacía boca arriba en los pantanos, crucificado, y sus brazos eran los transeptos” (p. 64). En 11 la dimensión onírica de la realidad, los pantanos están afuera, pero contaminan con su lodo al cuerpo-iglesia de Jocelin; en la realidad material de la construcción, el lodo está dentro de la iglesia, en el foso abierto en el centro mismo de la edificación, foso que, a su vez, ha de proyectarse en el interior de la conciencia de Jocelin. Ahora bien, la reversibilidad de la metáfora en el sueño de Jocelin también trae consigo la primera transformación de la significación del lugar común: no es ya la catedral que dibuja el cuerpo crucificado de Cristo, sino el cuerpo del sacerdote el que dibuja un edificio; mas al estar crucificado, Jocelin ocupa el lugar de Cristo. Esta sacrílega —aunque inconsciente— deificación de su persona no será la última; en el curso de sus intentos persuasores, le asegura a Roger Mason que la aguja no es la “Locura de Jocelin” (Jocelin’s Folly) como el pueblo entero y los trabajadores la han bautizado, sino la “Locura de Dios” (p. 121). He ahí la semilla de la “hybris religiosa”, como ha llamado David Lodge a la historia que Golding narra en esta novela. Pero locura o arrogancia, en la conciencia de Jocelin todo es reversible: se borran las fronteras entre dios y el hombre, entre la catedral y el cuerpo del deán, entre el espacio interior y el exterior. La reversibilidad en las relaciones espaciales es algo que Golding subraya de manera muy especial a lo largo de toda la novela. Lo exterior y lo interior en relación reversible queda figurado desde un principio en el agujero que horadan los albañiles en el techo para iniciar la construcción de la torre: Pues estaban haciendo lo impensable. He caminado por aquí durante años, pensó. Lo de afuera y lo de adentro, tan claramente dividido, tan eterna e inevitablemente dividido, como el ayer del hoy. La piedra lisa adentro… la materia áspera y llena de liquen afuera… Y sin embargo ahora el aire sopla a través de ellas. Esos costados separados se tocan ahora. (p. 13) 12 Por otra parte la proyección material de la visión deviene una introyección, presentida desde la misma revelación: “Un nuevo movimiento de mi corazón parecía estar construyendo la iglesia dentro de mí, muros, pináculos, techos en declive…” (p. 193) En efecto, conforme la construcción avanza, cada vez es mayor el peso de la construcción dentro de la cabeza de Jocelin y sobre sus espaldas. Si la aguja es la materialización, exterior, de una visión interior, la edificación misma vuelve a construir un doble en el interior de la conciencia enajenada de Jocelin que lo oprime espiritualmente y lo doblega físicamente, como la gigantesca aguja dobla las columnas sin cimientos de la catedral. El espacio que ocupa esta introyección acaba por expulsar todo lo que no sea esa materialidad retorcida de la aguja: “Trató de pensar en otras cosas, pero se encontró con que la aguja estaba implantada tan firmemente en su cabeza que no dejaba pensar en nada más”. (p. 172) Así, a través de su formulación revertida, el lugar común de la catedral gótica como el cuerpo del crucificado cobra una terrible realidad en el interior de la mente de Jocelin. La metáfora, aunada a la del foso-corazón-estómago-genitales, se transforma en una visión poética del hombre como una edificación sin cimientos, corroída por su propia oscuridad; una edificación deformada desde el centro oscuro de un impulso vital que ha sido pervertido. Así, Jocelin llega finalmente a la conciencia poética de su identidad: “Soy un edificio con un inmenso sótano donde viven las ratas” (p. 210) —formulación poética que tiene tras de sí todo el peso de la novela, todo el peso de una evolución hacia la enajenación, el peso espiritual insoportable de un acto fallido… “¡Peso, peso, peso!” La novela acaba solidificándose bajo el peso de la materialidad de la idea realizada. Pero en el proceso de su realización, todas las desviaciones, las 13 excrecencias, la complejidad que la sencillez diagramática de la idea es incapaz de concebir. Pues, deformando las palabras de T.S. Eliot, entre la idea y su realización cae todo el peso oscuro del proceso mismo de la realización. La aguja progresa en su edificación, sí, pero las líneas geométricas no se han traducido en una imagen del infinito. Junto con la aguja, han brotado las excrecencias de todo el andamiaje necesario para su construcción, las complicaciones afectivas y sociales que germinan en aquellos seres humanos que llevan a cabo el proyecto; las excrecencias urbanas y rurales que la modificación del paisaje necesariamente conlleva. Sin embargo, más allá de la locura, más allá de la excentricidad de esta mente absolutamente individual, Golding explora algo más general: la oscura tragedia de la realización de toda idea. Porque la idea, al proyectarse en acción que la traduzca en una realidad material, inicia toda una cadena de reacciones, de consecuencias que es imposible prever; una urdimbre apretada, compleja; una germinación que lleva a “un exceso de follaje, de frutos demasiado maduros que revientan. No había manera de rastrear sus complicaciones hasta la raíz, ni era posible desenmarañar las caras angustiadas que gritaban dentro” (p. 194). Frente a la obra concluida, la distancia es infinita: la sencillez diagramática, la univocidad de su significación espiritual, no han encontrado un equivalente material; en algún punto se desviaron, se perdieron en un “bosque de piedra”, entre toneladas de piedra, metal y madera que ya sólo pueden distorsionar la visión con su peso imposible. Jocelin “vio las burdas plataformas de la torre, los octágonos desgarbados, astillados. Sintió el peso” (p. 220). Y en el peso el fracaso: la materialización de la visión nada tiene que ver con su realidad espiritual, la aguja no es sino “una cosa desmañada, a punto de desmoronarse. En nada se parece, en nada” (p. 193). Afuera y adentro un mismo 14 fracaso: “un edificio a punto de caer” (p. 222). Porque aun admitiendo que “lo espiritual es a lo material tres veces más real”, lo único cierto es que lo real es tres veces más pesado. Que el hombre está condenado a la deformación de sus ideales desde la oscuridad interior y desde la hostilidad del mundo material exterior, pues entre la concepción y la creación se extiende todo un mundo de densa y sólida oscuridad. Luz Aurora Pimentel Universidad Nacional Autónoma de México 15