Las dificultades, persistentes, aunque de grado

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Las dificultades, persistentes, aunque de grado
Repertorio de Xurisprudencia e Estudios Xurídicos de Galicia • Número 0 • Xaneiro 2003
ALGUNAS PROPUESTAS SOBRE EL ESTATUTO JURÍDICO
Y PROCESAL DEL ABOGADO DEL ESTADO
Juan José Vázquez Seija
Abogado del Estado. Letrado de la Xunta de Galicia
L
as dificultades, persistentes, aunque de grado variable, por las que desde mediados de los años ochenta
del pasado siglo atraviesa el cuerpo de Abogados del Estado han tratado de ser afrontadas en los últimos
tiempos a través de propuestas que cabría calificar como maximalistas, en cuanto que consideran que
la superación de aquéllas ha de pasar forzosamente por la adopción de medidas generales y de gran alcance,
tales como la completa transformación del cuerpo, la redefinición de sus funciones o, en suma, la asignación a sus miembros de un nuevo estatuto sustancialmente distinto al hoy vigente.
No es éste el momento de discutir acerca de la mayor o menor idoneidad de tales propuestas, pero sí de
denotar como la atención a tales planteamientos parece haber determinado una cierta despreocupación
ante medidas concretas y singulares que, sin poseer, desde luego, el alcance o la significación que los
valedores de aquellas tesis pretenden, han contribuido, por sí mismas o en íntima conspiración con las
circunstancias, a empeorar la situación de aquel cuerpo funcionarial, imponiendo sobre sus miembros
nuevos gravámenes fruto, casi sin excepción, de la irreflexión propia del "motorizado", retomando la terminología de CARL SCHMITT, proceso legislativo actual.
A través de las siguientes páginas se procederá a mostrar algunos ejemplos cualificados de tal tendencia,
indicando supuestos en que una silenciosa intrusión legislativa, pese a manifestarse capaz, siquiera
potencialmente, de incidir lesivamente de modo no desdeñable en el estatuto del Abogado del Estado,
toma carta de naturaleza entre el sorprendente silencio de los afectados.
Naturalmente, la mayoría de las siguientes consideraciones serán transponibles a los Letrados de
Comunidades Autónomas, dada su identidad de naturaleza y funciones con los Abogados del Estado, sancionada positivamente.
A)
El régimen de impugnación de costas en la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil.
El artículo 246.3 de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil (Ley 1/2000, de 7 de enero) se refiere a las consecuencias, en términos de costas, de la resolución que pone término al incidente de impugnación de
aquéllas por excesivas:
H
Si la impugnación fuere totalmente desestimada, se impondrán las costas del incidente al impugnante.
Si fuere total o parcialmente estimada, se impondrán al abogado o perito cuyos honorarios se hubieran
considerado excesivo?.
Dos son los caracteres que definen tal régimen en caso de estimación de la impugnación:
• Las costas no se imponen a la parte, sino al Letrado que la representa y cuyos honorarios se declaran
excesivos.
• Dicha imposición se realiza por el mero hecho de ser total o parcialmente estimada la impugnación, es
decir, de un modo objetivo y, por ende, con independencia de toda idea de malicia o aún de negligencia.
La norma no hace distingo alguno en función de la naturaleza de la parte, por lo que debe estimarse que
rige como precepto de alcance totalmente general, aplicable a cualesquiera supuestos y, por consiguiente, también cuando la parte es el Estado o una Comunidad Autónoma y son los honorarios de su
representante procesal los enmendados.
Desde luego, cuando quién interviene es un particular, la norma no parece estar exenta de justificación,
fundamentalmente porque aún cuando una tasación excesiva supone para el letrado un riesgo de condena, implica igualmente una expectativa de lucro adicional, si la eventual impugnación no se plantea
o no se estima, dado que, en lo que a sus honorarios concierne, él es el destinatario directo de las sumas
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reclamadas. Ello permite sin dificultad traer a colación como fundamento material de la solución legal
el clásico principio "ubiemmolumentum, ibionus", que supone compensación de ambos factores.
Ahora bien, cuando la enmienda por excesividad tiene por sujeto pasivo al Abogado del Estado o al Letrado
de una Comunidad Autónoma dicha justificación quiebra de raíz, pues, obviamente, tales profesionales
no perciben ingreso alguno con cargo a las sumas abonadas en concepto de costas por la contraparte,
sino que dichas sumas se ingresan directamente en el Tesoro Público respectivo. No existe, pues, "emmolumentum" alguno en tales supuestos. Y siendo ello así nos encontramos con la posibilidad de que un
mero error u omisión, aún involuntario o excusable, que en el tráfico jurídico ordinario podría no dar
lugar, por su grado, a responsabilidad alguna, puede implicar en tal contexto para el funcionario una
exacción económica sobre su propio patrimonio y no sobre el de su representado.
A ello ha de añadirse, además, que la tasación de costas es para tales profesionales una inexcusable obligación que, sin embargo, no se realiza, en absoluto, en interés propio, como sucede con un Abogado particular (son sus honorarios los que reclama), sino en interés exclusivo de la Administración a que
representan.
;
El dislate es, pues, manifiesto y carece de cualquier posible justificación.
Desde luego, el abuso, la negligencia o el dolo en cualquier actuación funcionarial deben ser corregidos,
también en este ámbito, por vía de la exigencia de responsabilidad disciplinaria y/o patrimonial y a
través, en su caso, de una sanción justa y proporcionada, pero no a través de un sacrificio patrimonial
derivado de causas objetivas, ajenas a la idea de culpa, de concurrencia muy incierta (al final la excesividad de los honorarios depende del criterio los miembros del respectivo Colegio de Abogados, alguno
de los cuales, por cierto, ha llegado a sustentar que los Abogados del Estado deberían percibir iguales
emolumentos que los abogados del turno de oficio (¡)) y de alcance dependiente de circunstancias aleatorias para el profesional (vgr. cuantía del litigio).
Constatamos entonces, como se anunciaba, como semejante despropósito ha penetrado sigilosamente
en nuestro ordenamiento sin que (que el autor conozca) haya sido objeto de reparo o impugnación
alguna.
Obviamente, ha de procederse a una inmediata rectificación del precepto, exceptuando de su aplicación
a los funcionarios con atribuciones de representación y defensa en juicio de Administraciones Públicas.
La no modificación de tal norma conllevará como lógica consecuencia que la tasación de las costas por
el Abogado del Estado o Letrado de Comunidad Autónoma se produzca sistemáticamente en cuantía mínima,
a efectos de enervar cualquier posibilidad de condena tras su impugnación, con el consiguiente y manifiesto perjuicio para los caudales públicos.
B) El fuero territorial.
El fuero territorial del Estado (hoy extensivo a las Comunidades Autónomas), es decir, la circunscripción
a los Juzgados sitos en capital de provincia de la competencia para conocer de los pleitos civiles con
implicación de aquél, fue tradicionalmente considerado como un manifiesto privilegio tendente "o la pura
comodidad de los Abogados del Estado" (García de Enterría dixit).
Sin entrar a examinar la mayor o menor justeza de tal aserción en su contexto original, es evidente que
dicha postura no es ya hoy de recibo. La escasez de medios y la vertiginosa multiplicación de la litigio—
sidad hace del fuero territorial una solución legal imprescindible para garantizar que la atención a los
compromisos procesales del Estado, o de las Comunidades Autónomas, pueda realizarse en unas condiciones mínimas.
El fuero territorial enerva la necesidad de lo que sería un continuo peregrinaje por juzgados situados a
lo largo y ancho de la respectiva demarcación territorial, permitiendo así que el letrado de la Administración
pueda dedicar a la atención de sus obligaciones el valiosísimo y nada escaso tiempo que, a falta de su
vigencia, habría de entregar al puro y simple proceso de desplazamiento.
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En sus inicios, en la Ley Adicional a la Orgánica del Poder Judicial de 14 de octubre de 1872, tal prerrogativa estaba destinada a facilitar la actuación del Ministerio fiscal, incorporándose al estatuto del
Abogado del Estado tras el Reglamento Orgánico de 1886 y más tarde integrándose en el Estatuto de la
Dirección General de lo Contencioso y del Cuerpo de Abogados del Estado de 21 de enero de 1925.
Nace, pues, el fuero territorial en un contexto histórico en el que no existen sino dos jurisdicciones que
integren a órganos jurisdiccionales sitos en localidades que no fueran capital de provincia: la civil y la
penal. Respetando los criterios atributivos de competencia vigentes en esta última, por razones aún hoy
plenamente admisibles, enerva la posibilidad de convertir la dispersión de los órganos jurisdicionales civiles
en elemento de obstaculización de la labor del Abogado del Estado mediante la circunscripción de la
competencia para conocer de los litigios civiles en que el Estado era parte a los situados en capitales de
provincia, sede, a la par, de las respectivas Abogacías del Estado.
Obviamente, en el momento actual la situación no guarda ni remota semejanza con la descrita. La litigiosidad que concierne a la Administración del Estado, y a las Comunidades Autónomas, ha experimentado en un par de décadas un incremento exponencial, y ese incremento ha sido especialmente acusado
en los órdenes contencioso-administrativo y social, que hoy, ordinariamente, totalizan una carga de trabajo muy sustancialmente superior a la correspondiente al orden civil o penal.
El problema es que, ajeno a este camoio radical de escenario, el legislador ha mantenido al fuero territorial en su formulación originaria, sin comprender que, con tal congelación, aquél ve desaparecer casi
por completo su utilidad, ante la nueva realidad emergente. Y ello por cuanto que la organización judicial nacida de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio de 1985 prevé con absolluta naturalidad
la creación de juzgados de los órdenes contencioso y social fuera de las respectivas capitales de provincia. Sucede entonces que el fuero territorial, que evita un pleito civil en Villagarcía, nada puede hacer
por impedir las docenas de señalamientos de los Juzgados de lo Social o lo Contencioso de Ferrol, Vigo
o Santiago.
De este modo, tal prerrogativa procesal pierde su razón de ser al mostrarse como inútil para servir a sus
fines originarios. Los Abogados del Estado o Letrados de Comunidades Autónomas son reclamados día
tras día a la comparecencia en litigios (generalmente de importancia y cuantía mínimas) que detraen su
tiempo y su energía en desplazamientos de localidad en localidad, convirtiendo, a la par, su profesión en
actividad de riesgo.
Es, por consiguiente, obvio que sólo caben dos salidas a tan absurda situación legal, en la que el fuero
se mantiene como una reminiscencia histórica carente de valor real: o se deroga de una vez tal fuero al
entender que, por alguna oscura razón no fácil de entender, el ahorro de desplazamientos en beneficio
de sus obligaciones profesionales no les es ya necesario a los actuales Abogados del Estado, en comparación a los de hace cincuenta años (que, en número par a los actuales, afrontaban un volumen de litigios unos ciento cincuenta veces menor), o, como el más elemental de los razonamientos impone, se
hace inmediatamente extensivo aquél a los órdenes social y contencioso-administrativo a fin de preservar su razón de ser, entendiendo que a la asfixiante presión derivada del incremento de litigiosidad
específica por Abogado no parece ciertamente necesario ni oportuno unir una situación de pluriempleo
como auténtico viajante de comercio, en situación, generalmente, de risible precariedad (un ejemplo: las
dietas por desplazamiento de un Abogado del Estado no incluyen gastos de aparcamiento; en consecuencia, agudice usted su ingenio, audacia y agilidad en pos de un milagroso sitio libre (dispóngase, pues,
a llegar al lugar del pleito con una hora de antelación) o prepárese a comprobar en su bolsillo las consecuencias sobre los precios de la introducción del euro).
C)
La politización de la función de los Abogados del Estado: el insólito ejemplo de las Autoridades Portuarias.
Ciertamente, si algo se confiaba en mantener en el estatuto de los Abogados del Estado era la imparcialidad que como funcionarios públicos les corresponde. El Abogado del Estado sirve al Estado (y no sólo
a la Administración) con estricta sujección a los principios de legalidad y jerarquía, y ello con completa
independencia de la orientación política del Gobierno. Esta debe resultar por completo indiferente a aquel
funcionario en el desarrollo de sus cometidos.
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En 1997, no obstante, alguien decidió que tal situación había durado ya demasiado y que el mejor campo
de pruebas para ensayar en la práctica la innovadora figura del Abogado del Estado como comisario político era el constituido por las nuevas Autoridades Portuarias, construidas al dictado del poder autonómico.
Vaya por delante que la inaudita situación legal que se va a describir no vino determinada por un designio
o voluntad racional de mejoramiento o refuerzo del aparato administrativo, sino por la más pura y
estricta necesidad política. En 1996 el Partido Popular alcanza una mayoría política que, sin embargo, le
resulta insuficiente para gobernar en solitario. La necesidad de apoyos le conducirá directamente a los
brazos de fuerzas nacionalistas "moderadas" (aunque, desde luego, y como les hechos mostraron, no tanto
como pretendían hacer ver) que, naturalmente, cobraron por su abrazo un muy alto precio en forma de
desmantelamiento de ámbitos enteros de gestión estatal, entre los que se hallaba, significadamente, el
sistema portuario estatal, que sería administrado a partir de entonces mediante una organización que,
más allá de las formas, devenía esencialmente distinta, suponiendo la virtualmente completa traslación
del poder de decisión al ámbito autonómico.
Dicho cambio de sistema se materializó en la infausta Ley 62/1997, de 26 de diciembre, de modificación
de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante.
La estrella de tal disposición era, y es, sin duda, la nueva redacción dada al artículo 40 de la anterior ley,
conforme al cual "El Consejo de Administración estará integrado por los siguientes miembros...
La Administración General del Estado estará representado, además de por el Capitán Marítimo, por
cuatro de estos Vocales, de los cuales uno será un Abogado del Estado y otro del ente público Puertos
del Estado...
La designación de los Vocales deberá hacerse necesariamente o propuesta de las Administraciones
públicas y entidades y organismos representados en el Consejo de Administración. En el caso de la
Administración General del Estado, dicha propuesta será realizada por el Presidente del ente público
Puertos del Estado...
Los nombramientos de los Vocales del Consejo de Administración a que se refiere la letra c), tendrán una
duración de cuatro años, siendo renovable, sin perjuicio de lo establecido en el apartado siguiente..."
Previamente hay que aclarar que la primaria y primera de las competencias de Puertos del Estado es "La
ejecución de la político portuaria del Gobierno..." (art. 25.a) de la Ley 27/1992), lo que, unido a que tanto
el Presidente de la entidad como la totalidad de los miembros de su Consejo Rector son libremente nombrados y depuestos por el Ministro de Fomento, hace de este órgano un genuino e indiscutible órgano
político.
Precisamente por ello es notorio que, al margen de los cometidos técnicos o burocráticos que puedan
correspondería la función primaria de Puertos del Estado es la de materializar y hacer presente, en la
medida de sus posibilidades, en las Autoridades Portuarias la política previamente definida por el Gobierno,
función plenamente impregnada, por ende, de una concreta y nítida orientación ideológica. Cabe entonces
preguntarse quiénes han de ser los portavoces inmediatos de tal impartición ideológica en las Autoridades
Portuarias, pregunta que posee una respuesta obvia: los vocales designados por dicha instancia política,
entre los que figura, destacadamente,...el Abogado del Estado.
El Abogado del Estado se configura en el nuevo sistema legal como un vocal más de los nombrados a
propuesta de Puertos del Estados. No posee funciones, o competencias privativas o cualificadas, sino que
su cometido esencial es integrar junto a los restantes consejeros la voluntad de la Autoridad Portuaria,
en el sentido, naturalmente, indicado por la instancia a que representa. Posee, pues, no sólo voz, sino
también voto, de emisión, además indeclinable, ante la imposibilidad de abstenerse (art. 24.1 de la Ley
30/1992).
Resulta por ello obvio que el rol del Abogado del Estado (que, recordémoslo, no es sino un funcionario
de carrera del Estado merced a un sistema de oposición libre) no puede ser otro, dada la posición que la
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ley le asigna, que el de fiel y servil mensajero de las consignas políticas impartidas por la entidad matriz,
Puertos del Estado, pues habiendo sido su nombramiento libremente propuesto por aquélla (no, nótese,
por la Abogacía General del Estado, su ligazón natural con la Administración del Estado) y estando sujeto
a libre remoción a igual propuesta de aquella entidad, es evidente que aquél se sujeta a una relación de
confianza con la misma, relación cuya ruptura comportará su cese y cuya subsistencia, naturalmente,
dependerá de modo esencial de su fidelidad en la transmisión de los mandatos políticos impartidos por
la entidad, por encima de cualquier otra consideración.
Pero por si lo anterior no fuera suficiente, la reforma introduce el novedoso sistema de convertir al Abogado
del Estado nada menos que en un asalariado de la Autoridad Portuaria, pues la atención jurídica de ésta
se confía, sin perjuicio de la posibilidad, por razón de competencia, de intervención de otros órganos, a
un concreto Abogado del Estado que, en retribución de tal actividad, percibe, como es por lo demás enteramente lógico, una suma, modesta, ciertamente, pero proveniente no de los fondos del Estado al que
sirve, como sería enteramente lógico, sino de la propia Autoridad Portuaria, bajo la denominación de "dieta"
por asistencia a los Consejos de Administración. De este modo el Estado, para ahorrarse anualmente unos
miles de euros, abandona a su más cualificado funcionario en el ámbito del Derecho, como asesor, a la
beneficencia de la entidad asesorada, convirtiendo así, voluntaria o involuntariamente, a su docilidad en
garantía esencial de su nivel de ingresos (la política retributiva del Estado respecto a su servicio jurídico
merecería no un comentario incidental como éste, sino todo un volumen).
Cabría alegar que, pese a todo, el Abogado del Estado posee formalmente libertad de voto, lo cual es
cierto, pero conduce a un remedio peor que la enfermedad, pues si bien aquel puede usar como manifestación de discordancia con su patrón el voto contrarío a las propuestas o directrices de éste, ello, en
realidad, equivaldría a la formulación de una política portuaria propia, sin otro sustento que su propio
criterio personal.
Investido forzosamente (cosa bien inaudita) como agente político, al funcionario no le caben más que
dos opciones: o acata como fiel servidor las consignas de la entidad responsable de su nombramiento,
con lo que se convierte en agente político del Gobierno y en un puro títere del respectivo maestro de
ceremonias, o formula las suyas propias, con lo que se convierte en involuntario activista político, con
sus propias ideas como bandera. Se dirá que la política no es protagonista principal de las reuniones y
deliberaciones de los Consejos (en realidad lo dirá alguien que jamás se haya sentado en uno), pero la
realidad de los hechos es que sólo una mínima parte de las cuestiones planteadas en aquéllos son asuntos
reglados de carácter técnico o jurídico. La inmensa mayoría de las decisiones incorporan primariamente
contenidos o criterios políticos, en sentido amplio, que es imposible obviar.
Naturalmente, el hacer de funcionarios públicos agentes políticos del Gobierno posee un alto coste, en
especial para éstos, manifestado en forma de instrumentalización y degradación de su status, "enriquecido" con la condición de partícipes activos en pugnas políticas, ordinariamente de ámbito local y, desde
luego, de infinitesimal altura intelectual, y de obedientes transmisores de las consignas impartidas por
la instancia correspondiente.
Pero nuevamente hay que señalar, para finalizar, el estupor que produce el que esta situación, lejos de
provocar, como sería lógico, airadas protestas y resistencias entre los "beneficiarios" (más bien damnificados), ha sido acogida con actitud casi jubilosa y proclamada con jactancia su consecución y su desarrollo.
No encuentro otra explicación que el principio de hacer de la necesidad, virtud.
En todo caso, es evidente que debería ser prioridad inmediata terminar con semejante dislate legal y, sin
perjuicio, naturalmente, de la redefinición entera del sistema, conferir a los Abogados del Estado una
condición radicalmente distinta en las Autoridades Portuarias, haciéndoles representantes procesales de
éstas por ley, y no sólo por convenio y confiriéndoles en el Consejo de Administración el status que debe
corresponderles como interventores de la legalidad de los acuerdos, sin voto (la gestión de los puertos
no incumbe a un cuerpo de Abogados) pero con voz y con la posibilidad de formular una advertencia de
legalidad de efectos suspensivos. Sin lugar a dudas su nombramiento o remoción debe ser competencia
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exclusiva de la Abogacía General del Estado y sus retribuciones por este concepto deben realizarse con
cargo al presupuesto de ésta, habilitando los fondos necesarios. Sólo así su función recuperará naturaleza funcionarial, naturaleza radicalmente incompatible con la acción política, como asistencia jurídica
integral a tales entidades.
D)
Como colofón, un contraejemplo: el artículo 50 de la Ley 14/2000 o como la avaricia rompe el saco.
Hemos visto, pues, que en los últimos tiempos se han echado en falta, junto a los grandes discursos, propuestas de medidas concretas tendentes a enervar las nefastas y aún inicuas consecuencias que ciertas
modificaciones legislativas, por sí mismas, o en unión al cambio de contexto, han supuesto para el cuerpo
de Abogados del Estado (consecuencias que, se vuelve a insistir, caerán igualmente en su mayor parte sobre
los Letrados de Comunidades Autónomas).
Sucede, sin embargo, que, mucho peor todavía, no han faltado en los últimos tiempos medidas puntuales
directamente lesivas para los intereses de aquéllos quer han sido adoptadas, ahí lo insólito del caso, con
su propio patrocinio o iniciativa, mostrando una tendencia masoquista ciertamente inaudita.
Quizá un buen ejemplo de ello (o, mejor dicho, contraejemplo de lo contrario) sea una disposición difícilmente localizable en la vorágine legislativa de las nefastas "leyes de acompañamiento", pero dotada de
un vigor autodestructivo ciertamente merecedor de mejor causa. Se trata del art. 50 de la Ley 23/2000,
de 29 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social. Dice así el referido precepto:
"Se añade un segundo párrafo al apartado 3 del articulo 1, de la Ley (52/1997), con la siguiente redacción:
"Asimismo, los Abogados del Estado podrán representar, defender y asesorar a las Corporaciones locales
en los términos que se establezcan reglamentariamente y a través de los oportunos convenios de colaboración celebrados entre la Administración General del Estado y las respectivas Corporaciones o las
Federaciones de las mismas"
En un primer vistazo, la norma no llama la atención. Extiende a las Corporaciones Locales el régimen ya
previsto en el art. 447.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial para las Comunidades Autónomas. En realidad, así contemplado resulta hasta sugestivo. Tal vez incluso se piense, cavilará el iluso, en los Abogados
del Estado como trazadores de grandes líneas maestras tendentes a la imprescindible mejora de la administración local.
Como el lector ya sospechará, no es ese el caso. La constatación de los fines reales de la norma conduce,
como era previsible, al amargo desengaño. La penuria de medios del servicio jurídico del Estado urgía soluciones rápidas con las que compensar los reiterados fracasos de los órganos corporativos de los Abogados
del Estado en tal sentido. En consecuencia, aquéllos se pondrían al servicio de las Corporaciones Locales,
mediante, como siempre, la correspondiente compensación para defender, en representación de éstas, en
el orden contencioso-administrativo, y allí donde ejerzan sus funciones,.Jas multas por aparcamiento indebido impuestas por el Ayuntamiento de turno a los convecinos del funcionario (tal era la finalidad real del
proyecto y así habría de materializarse en los convenios).
Ciertamente resulta poco dudosa para los versados la precariedad retributiva de tal cuerpo de funcionarios. Pero que la solución pase por la pérdida de todo prestigio profesional y el envilecimiento de las funciones mediante la asunción de cantidades masivas de trabajo de ínfimo rango (como, por desgracia, ya
sucede en parte) resulta, indudablemente, inadmisible.
E)
Conclusión
En los últimos tiempos es claramente detectable una neta tendencia a definir la situación profesional de
los colectivos funcionariales en función casi exclusiva de su status retributivo. Entiendo tal criterio como
manifiestamente equívoco e inadecuado. Pero, en realidad, sobre esto, como sobre casi todo lo demás, los
clásicos ya lo han dicho todo. Volvamos a Aristóteles: "La riqueza consiste en el disfrutar más que en el
poseen Obviamente, nada hay que añadir.
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